El teatro Acumulonibus se elevaba sobre la plaza Syntagma de Atenas. La niebla dejaba manchas bajo los limpiaparabrisas, las ventanillas del taxi chillaban.
La lluvia en una ciudad extranjera es diferente a la lluvia de los lugares conocidos. Esto no lo sé explicar, aunque la nieve es igual en todas partes. Naomi dice que también pasa con el atardecer, que es diferente dondequiera que estés, y en una ocasión me contó la vez que estuvo paseando por Berlín, sola, perdida en el día de año nuevo, intentando encontrar el camino de vuelta al hotel. Se encontró al final de una calle sin salida, en el Muro, con cemento rodeándola por tres lados, en la penumbra. Dice que se echó a llorar porque era la puesta del sol y el día de año nuevo y estaba sola. Pero yo creo que fue Berlín lo que le hizo llorar.
Sentí una oleada de compañerismo por los comensales de mi alrededor, que hallaban consuelo en el bastión de comida caliente y bebida. Era el tercer día de lluvia. La gente masticaba gruesas lascas de pan con una corteza que les ejercitaba las mandíbulas, mojaban bollos y galletas en tazas enormes de café con leche humeante.
Taberna, oasis, hostal campestre en la autopista del rey. Estaciones de paso. Dostoievski y las mujeres caritativas de Tobol’sk. Ajmátova leyendo poesía para los soldados heridos de Tashkent. Odiseo cuidado por los palacianos de Schería.
Ascendían olores de animales y campos de la lana húmeda y las chaquetas engrasadas en el café más popular del centro de Atenas. El restaurante era una cueva de ruidos; la máquina del café espresso, la leche hirviendo, conversaciones en voz alta. Una luz repentina me hizo girar la cabeza y vi los dos gemelos de oro apagados por el pelo al levantarse Petra la masa negra del cuello. Luego reaparecieron, los anillos de Saturno. Se puso de pie. Un hombre, con la mano en el centro de su espalda, la dirigía entre las mesas hacia la calle abarrotada.
Alcancé la puerta del restaurante justo a tiempo para verles pasar, como las pulseras perdidas en su pelo oscuro, por la pared de luz en el borde de la plaza. Les miré desaparecer hacia las callejuelas sin iluminación de la plaka.
Había dejado de llover. La gente empezaba otra vez a aventurarse por las calles. Volvía incluso a salir la luna. Sólo los ruidos de los cafés penetraban en la oscuridad, y pronto hasta las voces gritonas de los bebedores se apaciguaron para quedar en silencio, a medida que yo recorría las callejas oscuras hacia el interior de la plaka, como una hormiga perdida en la tinta negra de un periódico.
Me encontré subiendo en espiral por la montaña, las estrechas bocacalles del mercado absorbidas poco a poco por las aceras rotas, con hierba creciendo entre los adoquines, terrenos vacíos entre las casas. Pronto apenas se veía Atenas en el valle, centelleando como la luz de la luna sobre el agua, bajo la proa inmensa del monte.
Aceras irregulares, vallas industriales, cable viejo y botellas rotas, puntas de rayos de luna. Macetas, ropa asomando de los balcones, sillas de cocina por fuera de las casas, los restos inundados de una comida olvidada sobre una mesa pequeña. Las casas estaban más asentadas en la roca, eran más decadentes y vitales cuanto más subía. El residuo del uso, no del abandono.
La carretera desembocaba en un campo urbano salpicado de muebles rotos, cajas de cartón, periódicos húmedos. La basura dejaba su sitio a las flores silvestres. Caminé dificultosamente por la hierba empapada y estuve largo rato mirando la ciudad abajo a lo lejos. El aire era fresco y nuevo.
Entonces me di cuenta de que compartía la oscuridad. Sabía por sus voces que los amantes no eran jóvenes. No me moví. El hombre profirió su pequeño grito, y unos momentos después, ambos rieron.
No era la cercanía de su intimidad lo que me desató, sino esa pequeña risa. Pensé en Petra, volviéndose hacia mí en la oscuridad, sus ojos serios como los de un animal. Oí sus voces débiles y les imaginé recolocándose la ropa mutuamente.
En el barco de Idhra había oído a un joven explicarle a otro que en los países con familias numerosas los maridos y las mujeres a menudo tienen que escaparse de sus casas pequeñas al campo para huir de los oídos de los niños. «¡Los que se engendran en la hierba no son los primogénitos, sino todos los que vienen detrás! Además, a las mujeres les gusta mirar el cielo».
Oí el roce de su ropa cuando cruzaron el campo. La luz se hizo tenue. Para cuando encontré el camino de vuelta al hotel, por el cielo se colaba el día.
Cuando nos casamos, Naomi dijo: a veces necesitamos las dos manos para salir de un sitio. A veces hay sitios empinados, en los que uno ha de caminar a la cabeza del otro. Si no te encuentro, buscaré más dentro de mí misma. Si no soy capaz de seguirte el ritmo, si estás muy adelantado, mira hacia atrás. Mira hacia atrás.
En mi habitación de hotel, la noche antes de irme de Grecia, conozco la alegría de una pena ordinaria. Por fin mi infelicidad es propiamente mía.
Durante horas, apoyado contra la ventana fría, sobre el espeso Atlántico inmóvil, preveo mi regreso.
Son las cinco y media. Naomi está llegando a casa ahora mismo. Me la imagino en la puerta, luchando con las llaves. Un libro, quizá las Chabolas de los Siete Mares, de Hugill, en una mano. En la otra una bolsa de la compra. Mandarinas, su cáscara fragante, sus dulces vitaminas. El pan arrugado por el calor del horno, miga blanda forzada a abrirse desde dentro. La cara de Naomi, rosada por el frío y por la niebla, la espalda de sus medias salpicada de nieve sucia.
En el taxi nocturno desde el aeropuerto miro por la ventanilla de atrás del coche de mis padres, recordando los domingos de invierno de mi niñez. Pasamos por el vacío encantado que rodea la ciudad iluminada, dejando atrás la tierra de labranza bajo el cielo helado de noviembre. La primera luz de las estrellas es una piel de escarcha sobre los campos. Mis pies de niño están fríos dentro de las botas. Pequeñas zonas de césped de ciudad, calles estrechadas por la nieve. El sonido de un camino abriéndose a paladas en algún punto del barrio, un coche de paseo.
El taxi pasa por el fulgor amarillo de ventanas sobre jardines morados; quizá Naomi no esté en casa, quizá estén encendidas las luces de todas las casas menos la nuestra…
—En Grecia vi a una persona con un chal exactamente igual que el tuyo. Me acordé de ti con él puesto. ¿Todavía lo tienes?
—Cientos de mujeres tendrán ese mismo chal. Es de Eaton. ¿Y además qué tiene de importante un chal?
—Nada, nada.
Ahora, desde una distancia de veinte mil pies, aparece el borde irregular de la ciudad, la frontera temblorosa de una pared celular.
En la cama le hablaré a Naomi de las trombas marinas que al avanzar inhalan criaturas luminosas, plantas de mar, y se convierten en tubos fulgurantes, retorciéndose, cimbreándose a través del océano nocturno. Le hablaré del medio millón de toneladas de agua levantadas del lago Wascana y del tornado que enrolló una valla de alambre, con postes y todo, como si fuera un ovillo de lana. Pero no acerca de la pareja que se escondió en su habitación hasta que pasó el tornado, y luego, al abrir la puerta del dormitorio, descubrió que el resto de la casa había desaparecido…
Naomi está sentada en la cocina a oscuras. Yo estoy de pie en el umbral y la miro. No dice nada. Es noviembre pero siguen las pantallas puestas, las hojas húmedas se pegan a la malla. Las pantallas se difuminan y parecen cristal gris y tengo miedo de cómo se mira las manos sobre la mesa.
Mi mujer cambia de postura en la silla, el pelo le corta la cara en dos. Y cuando desaparezca así su cara, el sonido habrá llegado a mi boca: Naomi.
Evitaré confesar que estuve con una mujer en Idhra, que el pelo se le derramaba desde el borde de la cama hasta el suelo…
Naomi, recuerdo una historia que me contaste. Cuando eras pequeña tenías un cuenco favorito, con un dibujo en el fondo. Querías comértelo todo, encontrar el cuenco vacío lleno de flores.
El avión desciende trazando un amplio arco.
Una vez vi a mi padre sentado en la cocina de azul nieve. Yo tenía seis años. Bajé por las escaleras en plena noche. Mientras dormía hubo una tormenta. La cocina refulgía con oleadas nuevas apiladas contra las ventanas; azules como el interior de una grieta de glaciar. Mi padre estaba sentado a la mesa, comiendo. Me paralizó su cara. Esta fue la primera vez que vi llorar a mi padre.
Pero ahora, desde miles de pies de altura, veo otra cosa. Mi madre está de pie detrás de mi padre y la cabeza de él se apoya en ella. Mientras él come, ella le acaricia el pelo. Como un circuito milagroso, cada uno absorbe la fuerza del otro.
Entiendo que debo dar lo que más necesito.