Fósforo

Antes del siglo XVIII, se creía que los relámpagos eran, o resultado de una emanación de la tierra, o del frotamiento de dos nubes. Descubrir su verdadera naturaleza constituía un pasatiempo popular, porque nadie se daba del todo cuenta del peligro. El relámpago no puede ser domesticado. Es la colisión del calor y el frío.

Cien millones de voltios se acumulan entre la tierra y la nube, hasta que un dardo blanco de calor se dispara hacia abajo, seguido de otro, y otro —el zigzag de iones que construyen un canal para que el relámpago surja del suelo— en una fracción de segundo. Las moléculas de aire circundante titilan.

En la zona electrificada bajo la nube de tormenta, entre golpe y golpe, se ha podido oír el zumbido agudo de las rocas y el metal —un reloj, un anillo— hervir como el aceite en una sartén.

El relámpago contiene cristal evaporado. Ha alcanzado un campo de patatas y las ha cocinado bajo tierra, el cosechador las saca de la tierra perfectamente asadas. Ha tostado gansos en pleno vuelo, que han descendido como lluvia, listos para ser comidos.

El calor repentino e intenso puede expandir la tela. Hay quien se ha encontrado desnudo, con la ropa desperdigada alrededor, las botas arrancadas de los pies.

El relámpago puede magnetizar objetos hasta el punto de hacerlos capaces de levantar objetos que les triplican el peso. Ha detenido relojes eléctricos y los ha vuelto a poner en funcionamiento, las manecillas moviéndose marcha atrás al doble de su velocidad habitual.

Ha golpeado un edificio y luego su alarma contra incendios, trayendo a los bomberos a apagar el incendio que él mismo ha provocado.

El relámpago ha devuelto la vista a un hombre, y también el pelo.

El relámpago en forma de bola entra por una ventana, una puerta, una chimenea. Silenciosamente recorre la habitación, ojea las estanterías y, como si no fuera capaz de decidir dónde sentarse, desaparece por el mismo pasillo de aire por donde entró.

Mil momentos acumulados florecen en unos segundos. Se te reordenan las células. Una vez golpeado, se te derrite el metal. Tu silueta quemada queda estampada en la silla, una ausencia donde una vez hubo vida en sociedad. Lo peor de todo es que la silueta se te aparece como todo lo que has perdido. Como aquella a quien más has echado de menos.

Petra eligió una mesa en el borde del patio de los Karouzos. Se sentó sola. Por su ropa y sus modales se percibía inmediatamente que era norteamericana.

Su pelo era una curva lustrosa de agua. Su boca grande y sus ojos azules. Tenía el sol en la piel, por los largos días que había pasado enteros al aire libre. Un vestido blanco brilla como la lluvia contra sus muslos.

Echó la cabeza hacia atrás. Mi deseo es un borde áspero de metal que de pronto parece suave al azote de la luz.

A veces, cuando el relámpago atraviesa los objetos y luego el tejido humano, imprime el objeto en una mano, un brazo, la tripa —dejando una sombra permanente, una fotografía de piel. Paisajes enteros han aparecido en los costados de los animales. Desde el otro lado del patio, me imaginé que Petra tenía el tatuaje divino: en mitad de la espalda, una flor de Lichtenberg. Me imaginé que la habían estampado de niña, que la habían salvado los neumáticos de su bicicleta. En la curva de su espalda sedosa y morena, después de una zona de vello invisible, permanecía el débil aliento de la electricidad. Una flor tan tenue que sientes que se puede lavar y desaparecerá o, como una flor de escarcha, desaparecer con el sonido de tu asombro. «Directamente de tus labios al oído de Dios». Pero tu adoración no tendrá el más mínimo efecto. La flor es fantasmal y permanente; estigmas enloquecedores.

Adorno las muñecas y las orejas de Petra. El sonido susurrante de las hojas del limonero, y sus pulseras deslizándose juntas, bajando por los brazos cuando se levanta el pelo espeso del cuello: el sonido del verde y el dorado. Después de las comidas, corteza y platos, íntimas como ropa desperdigada en torno a una cama.

Su despreocupación me apuñala: «Cuando nos vayamos de la isla», «En casa», «Mis amigos…».

Le gotea el pelo después de nadar. Sobre su cuerpo mojado, un bañador de hierba.

Sobre mis ojos cae la ceguera, gota a gota. De la tarde a la noche, la ventana azul, luego más profundamente azul. Como la conversación que asciende desde el patio, palabras sueltas suben a la consciencia: Petra, tierra. Sal.

Duerme con un abandono que casi escandaliza, el pelo negro rociando las sábanas.

Por la mañana, cuando el pelo de Petra desaparece bajo su vestido de algodón, siento el mismo frescor sobre mis propios hombros.

Aprendo los olores de Petra, su pelo aún húmedo en la espesura, cerca del cráneo, en la nuca. Conozco la línea de sudor bajo los pechos, el olor de manos y muñecas contra mi cara. La puedo identificar en la oscuridad, los sabores que el mar no borra. Conozco su cuerpo, cada suavidad, cada línea entre la luz y la penumbra, cada forma. Cada línea de hueso estirando la superficie, cada arruga rastreada antes del nacimiento —la línea detrás de la rodilla, detrás del codo, las líneas de la mano, del cuello. Memorizo la curva de sus cejas, los contornos de sus pies. Conozco sus dientes, su lengua. Mi lengua conoce sus orejas, sus párpados. Conozco sus sonidos.

Finales de septiembre. Por las noches el viento levantaba las esquinas de los manteles en el patio. Exceptuando al arquitecto Stavros, que estaba en la isla para restaurar una parte del muelle, el hotel de la señora Karouzos estaba vacío. Llevaba en Idhra casi cuatro meses, conocía a Petra desde hacía casi tres. Todos los días antes de bañarse en el mar —sus piernas delgadas, largas como las colas de notas musicales / firmes como un pez en agua escasa— Petra se quitaba las pulseras que le había comprado, los anillos de Saturno. Después se las volvía a poner, dos rayas de miel brillando en los brazos morenos. Se tumbaba en las repisas de roca y dejaba que las olas le acariciasen las piernas. Quizá quisiera ser actriz, profesora, periodista, no lo tenía decidido. Tenía veintidós años, no quería volver a casa.

Me habló de sus compañeros del colegio; de la primera parte de su viaje, por Italia y España. Del vendedor de ordenadores australiano que se le había declarado en una pista de baile en Brindisi. «Allí mismo, en medio del Café Luna».

Confieso que no la escuchaba con demasiada atención. Mientras hablaba yo deslizaba piedrecitas bajo los elásticos de su ropa interior o de su traje de baño hasta que se ponían oscuros y salados. Las recuperaba, me las metía en la boca. Perdía algunas.

Seguimos tus huellas, Jakob, por toda la isla. En las semanas que pasamos juntos, como una visita con guía, le transmití todos los datos que Salman había preservado con tanta fidelidad, legándomelos un mapa de Idhra trazado a mano: aquí es donde Jakob comenzó «El Compás». Aquí es donde Michaela y él nadaban. Aquí es donde leían los periódicos todos los sábados.

Le conté que Michaela y tú solíais ir en barco a Atenas de vez en cuando a comprar libros y condimentos extraños en una tienda especializada en productos británicos —salsa «HP» y polvo de curry, chocolate a la taza «Cadbury» y natillas «Bird»— luego pasabais la noche en un hotelito de la plaka, para regresar a la isla al día siguiente.

Le conté cómo escribiste «En cada ciudad extranjera» —en cada ciudad extranjera aprendo de nuevo / tu cara distante y amada— estando solo en un hotel de Londres en el que encontraste sobre la cama la misma reproducción de los nenúfares de Monet que había en una postal de la mesilla de noche de Michaela.

Quería que Petra se pusiera la ropa que yo le compraba. Me encantaba verla probar comida de mi plato o beber de mi vaso. Quería contarle todo lo que yo sabía sobre literatura y tormentas, susurrarle en el pelo hasta que se quedaba dormida, con mis palabras inventando sus sueños.

Por las mañanas tenía el cuerpo embotado y sensible de placer. Me sacudí y me libré de un millón de vidas, un no nacido por cada fantasma, sobre el vientre firme de Petra y sobre sus muslos morenos, y dormía despreocupadamente, mientras las almas empapaban el lujo de las sábanas y la piel. Me había vaciado por completo, y dormía como si estuviera demasiado lleno para moverme.

Por fin, la llevé a vuestra casa. Petra notó que vuestro hogar se había convertido en un santuario y caminaba por las habitaciones como por un museo. Exclamó al ver la vista. Se desvistió al sol de mediodía, cálido hasta mediados de octubre, y se quedó de pie completamente desnuda en la terraza. Yo contuve la respiración. Vi a Naomi, el día antes de irme, en la verdosa luz de la lluvia en el jardín, la sábana mojada entre los brazos. En la puerta de atrás, Naomi se quitó los pantalones cortos, calados hasta la piel; su camisa empapada sobre el apoyo de la cocina, goteando en el fregadero. Vi la belleza de mi mujer y no la abracé.

Petra me llevó adentro, y yo la seguí escaleras arriba. Abrió la puerta de tu estudio, después la de la habitación de al lado, luego localizó vuestro dormitorio. Corrió las cortinas y la sencilla habitación se hizo resplandeciente; cada cosa asombrosamente blanca excepto los cojines turquesa encima de la cama, como si la marea de sol hubiese entrado a toda prisa y se hubiese dejado un fragmento de mar.

Luego Petra empezó a tirar de la pesada colcha.

Encontramos la nota de Michaela donde la había dejado. Planeada como el final sorpresa para un día perfecto. Entre los cojines, esperando que la descubrieras, la noche en que Michaela y tú nunca volvisteis de Atenas. Dos líneas en tinta azul.

Si es una niña: Bella

Si es un niño: Bela

Arranqué el resto de la colcha y Petra y yo nos tumbamos en el suelo.

Petra, perfecta, ni una mancha, ni una cicatriz. Me empujé dentro de ella hasta que nos hice daño a los dos. Tenía el rostro surcado de lágrimas. Apreté la mandíbula y me derramé sobre su tripa, en el aire. Manché la colcha y me acosté, sudando, y me tapé el rostro con su pelo.

Mi madre solía cantarme una nana: «Shtiler, shtiler —Silencio, silencio. Allí llevan muchos caminos, pero ninguno regresa…».

A mi padre le ofrecieron su primer trabajo de director de orquesta en la ciudad en la que había nacido. Poco antes de la guerra mis padres se mudaron allí desde Varsovia. Muy cerca había un bosque antiguo y tranquilo, al que mis padres solían ir de excursión los fines de semana. En 1941 los nazis suprimieron del mapa el nombre del bosque. Después, durante tres años, estuvieron matando gente en aquella huertecita. Más tarde, obligaron a los prisioneros judíos y rusos que quedaban a volver a abrir las fosas rezumantes y quemar a los ochenta mil muertos. Desenterraron los cuerpos. Metieron sus manos desnudas no sólo en la muerte, no sólo en las melazas y las bacterias de sus cuerpos, sino en las emociones, las creencias, las confesiones. Los recuerdos de un hombre y luego de otro, miles cuyas vidas era su deber recordar

Los trabajadores encadenados unos a otros. En secreto, durante tres meses cavaron también un túnel de más de treinta metros de largo. El 15 de abril de 1944, los prisioneros pusieron en práctica la huida. Hubo trece que salieron vivos del túnel. Once, incluyendo a mi padre, alcanzaron a un grupo de partisanos escondidos en la profundidad del bosque. Mi padre y los demás habían cavado el túnel con cucharas.

Naomi dice que un niño no tiene por qué heredar el miedo. ¿Pero quién puede separar el miedo del cuerpo? El pasado de mis padres es el mío, molecularmente. Naomi piensa que ella es capaz de evitar que el soldado que escupió en la boca de mi padre escupa en la mía. Yo quiero creer que puede lavarme el miedo de la boca. Pero imagino que Naomi tiene un hijo y no puedo evitar que la escritura sobre su frente crezca a medida que crece el hijo. No es la visión del número lo que me asusta, incluso cuando estalla en la piel. Es el hecho de que, de alguna manera, mi mirada hace que ese estallido ocurra.

Nunca sabré si los dos nombres del reverso de la fotografía de mi padre, si alguien los hubiera pronunciado alguna vez, hubieran llenado el silencio del apartamento de mis padres.

Tumbado allí con Petra, regresé a la cocina para encontrarme a mi madre sollozando en la mesa rodeada de los ingredientes de la cena. Para encontrar, en la misma mesa, a Naomi cogiendo la mano de mi madre.

Regresé a la cocina en la que Naomi reconoció la fotografía que mi padre había mantenido escondida tantos años; en la que Naomi y yo permanecimos sentados en silencio, los restos de nuestra cena hinchándose con el agua de fregar.

La noche en que tú y yo nos conocimos, Jakob, te oí decirle a mi mujer que hay un momento en el que el amor nos hace creer en la muerte por primera vez. Reconoces a esa persona con cuya pérdida, aun sólo imaginada, cargarás para siempre, como un niño que duerme. Toda la tristeza, la tristeza de cualquiera, dijiste, tiene el peso de un niño que duerme.

Me desperté para encontrar a Petra frente a la estantería; volúmenes desparramados sobre la mesa, abiertos sobre la silla y el sofá mientras ella rebuscaba entre tus pertenencias. Su desnudez perfecta mientras profanaba lo que había sido tan cariñosamente conservado.

Me levanté de un salto, la sujeté por las muñecas.

—¿Estás loco? —gritó—. No estoy haciendo nada. Sólo estoy curioseando…

Agarró su ropa, metió los pies en las sandalias y se fue.

Hacía un calor asombroso. Me caían goterones de sudor en las preciosas tapas de cuero que tenía entre las manos. Me quedé de pie en la puerta y miré cómo la melena negra de Petra se columpiaba sobre sus caderas mientras se deslizaba entre las rocas, bajando el sendero.

Volví la mirada hacia los huecos de las estanterías.

Era difícil dejar las cosas como las había dejado ella; no volver a colocarlas como estaban. Vacilé en la puerta un rato.

El barco llega por la tarde y luego vira de nuevo hacia Atenas. Petra había vuelto a casa de la señora Karouzos con tiempo de sobra para hacer las maletas.

Yo era el único huésped aquella noche. Manos ató el mantel y comí solo en el patio goloso.

Manos bajó la vista, alzó los hombros, y yo sabía que estaba pensando: tratándose de una mujer que no es tu esposa, ¿qué puede uno decir?

Recordé a alguien a quien conocí en la universidad, que me confesó una vez, con una curiosidad casi adolescente —¿había experimentado yo también esto?— que después de hacer el amor, la cabeza se le inundaba siempre de recuerdos infantiles. Durante años confundió esta sensación profunda de bienestar, la restauración de la simplicidad de la niñez, con el amor por las mujeres. Luego se dio cuenta de que era puramente fisiológico. El cuerpo, decía, nos engaña a la perfección. En aquel tiempo tuve envidia de él por sus mujeres. Ahora le envidiaba el solaz de su nostalgia.

Todas las noches, anonadado por la complejidad, tumbado junto a Petra, mientras ella estaba deseando marcharse.

Al llegar las nueve de la noche, había un viento de fuerza 5. Hacía un frío de jersey y calcetines.

Hasta una tormenta moderada resulta para una playa una paliza de seiscientas olas por hora. Todos los días, media tonelada de aire presiona sobre nuestras cabezas. Cuando estamos durmiendo, cinco toneladas nos empujan contra la cama.

Durante todo el día siguiente tu casa se fue oscureciendo con la tormenta inminente. Encendí las lámparas. Finalmente empezó a llover. Miré cómo la tierra se suavizaba y se henchía: el pelo de Petra.

Estaba lloviendo con tanta fuerza que pensé que las paredes empezarían a gotear por las costuras. Las ventanas que daban al mar tintineaban constantemente. Las ventanas rasgaban la penumbra creando manchas por toda la casa.

El lugar de la ausencia establecida había sido ocupado por una pérdida nueva. Pero había desaparecido todo misticismo. La casa parecía vacía.

Deseaba que el mal tiempo atrajera de nuevo tu espíritu y el de Michaela, que os refugiarais en las sombras detrás de las lámparas.

Deseaba poder seduciros para que volvierais con una de las canciones de Naomi: «Cuando llegues al agua profunda no te hundas en la pena. Cuando llegues al gran fuego no te quemes en la pena…, palomita, palomita…». Naomi me contó que cuando Liuba Levitska intentó pasarle, de contrabando, un paquete de comida a su madre en el gueto, la encerraron en una celda de aislamiento. Pronto se corrió la voz de que estaba consolando a los demás prisioneros. «Liuba está cantando en la torre». Y cada uno en su desgracia oía «Dos Palomitas» desde detrás de los muros.

No me había dado cuenta de la magnitud de los desmanes de Petra. En el espacio de quizá una hora había saqueado todas las habitaciones.

Donde más daño había causado era en tu estudio. Las cosas de tu mesa dispuestas de otro modo, los cajones colgando, libros mirados y luego dejados a un lado, apilados azarosamente, abiertos sobre una silla. Tu cuarto parecía registrado por un investigador a quien le hubieran concedido un solo minuto para buscar la referencia de la cual dependía su vida.

Recoloqué la casa despacio, deteniéndome a apreciar cada libro al alisar las páginas dobladas, sentándome a leer unos cuantos párrafos, a admirar las ilustraciones de barcos y plantas prehistóricas.

Fue cuando estaba poniendo los libros en su sitio cuando los encontré. No en una pila abandonada por Petra, sino simplemente descubiertos por el espacio abierto junto a ellos en la estantería. Había dos libros, ambos con golpes en las esquinas, probablemente de llevarlos en los bolsillos o en cestas de picnic. Uno parecía ligeramente hinchado por el agua, como si te lo hubieras dejado en la terraza una noche, quizá después de haberle leído en alto a Michaela a la luz de las lámparas de tormenta. Dentro del primero, tu nombre y la fecha, junio de 1992. En el segundo, noviembre de 1992; cuatro meses antes de tu muerte.

Tu caligrafía era ordenada y pequeña, como la de un científico. Pero tus palabras no lo eran.

Al llegar la tarde la lluvia no caía ya con tanta fuerza; bajaba en senderos por las ventanas negras. Aún se oía el viento. Estuve sentado a tu mesa largo rato antes de abrir el primer cuaderno. Luego leí sin orden.

El tiempo es un guía ciego…

Permanecer con los muertos es abandonarlos…

Uno se rompe por una fotografía, por el amor que cierra la boca antes de pronunciar un nombre…

En la cueva que forma su pelo…

Era ya bien entrada la noche cuando apoyé tus diarios, con la nota de Michaela dentro, junto a la puerta principal, al lado de mi chaqueta y mis zapatos.

Empecé a cubrir los muebles con las sábanas.

La ciencia está llena de historias de hallazgos hechos cuando un error corrige otro. Después de revelar dos secretos en tu casa, Petra descubrió otro más. Tirado en el suelo junto al sofá, el chal de Naomi.

No puedes caerte a medias. El primer segundo después de traspasar el borde, te da la impresión de que asciendes. Pero te destruirá la quietud.

En Hawai, el silencio es una advertencia de terremoto. Es un silencio espantoso porque sólo se percibe el ruido de las olas cuando se detiene.

Recojo el chal y lo examino a la luz. Lo huelo. El perfume no resulta familiar. Intento recordar cuándo fue la última vez que vi a Naomi con él.

Recuerdo la noche en que le robaste el corazón a Naomi. La ternura con la que le contestaste. «Parece adecuado traerles algo hermoso de vez en cuando».

Sé que no es suyo; sé que tiene uno exactamente igual. El chal es un diminuto cuadrado de silencio.

Naomi, a quien conozco desde hace ocho años —no sé decirte cómo son sus muñecas, o el nudo de hueso del tobillo, o cómo le crece el pelo en la nuca, pero soy capaz de adivinar su estado de humor casi antes de que entre en la habitación. Te puedo contar lo que le gusta comer, cómo sujeta el vaso, lo que opinaría de un determinado cuadro o de un determinado titular. Sé lo que opina de sus recuerdos. Sé lo que recuerda. Conozco sus recuerdos.

Naomi iría al piso de abajo y empezaría a preparar el café y luego se reuniría conmigo en la ducha, nuestros olores todavía sobre ella, mi piel enjabonada descubriéndolos al abrazarla. Sé que en los últimos meses añoraba aquellas mañanas de invierno cuando nos despertábamos temprano y salíamos en coche, deteniéndonos en algún lugar fuera de la ciudad a desayunar, todas las pequeñas cafeterías de los pueblecitos —el «Driftwood», el «Castle», el «Bluebird»— vagando por carreteras, pasando por terrenos en barbecho, el boceto de las colinas. A veces hacíamos noche en algún sitio, todas las camas ajenas en las que despertamos, y yo malgasté el amor, lo malgasté.

Miré el interior de la casa por última vez. Las sábanas relucían débilmente. Las alfombras y las almohadas de colores vivos, los mascarones de proa, los alféizares repletos de pedazos del mundo recogidos en diversos viajes, tu tienda de campaña de sultán, tu camarote de capitán, tu estudio de terrateniente —todo devorado.

Desde la cima de tu cuesta podía ver las luces del pueblo de Idhra, como monedas desperdigadas. El viento resultaba astringente.

Volví adentro, subí las escaleras hasta el dormitorio, y devolví a su sitio la nota de Michaela.

No estoy seguro de si hice esto por ti o para proteger a Maurice Salman, tu viejo amigo que tan profundamente te echa de menos.

El viento oscuro había empujado la masa nubosa hacia el mar, y el cielo nocturno sobre la isla estaba sorprendentemente claro. En el haz de mi linterna refulgían los campos aplastados por la lluvia.

Di la vuelta a la casa, cerrando las contraventanas.