La ciudad anegada

El río Humber fluye a través de la ciudad en dirección sureste. Hace sólo una generación seguía siendo un río rural en la mayor parte de su curso de cien kilómetros, serpenteando por las afueras, uniendo despreocupadamente municipios solitarios como Weston y Lambton Woods con la ciudad aguas abajo. Los bancos del río estuvieron salpicados durante tres mil años de comunidades aisladas, de molinos y empalizadas.

A través de los años, el crecimiento de la ciudad se podía medir viajando río arriba. Según Toronto se fue expandiendo, los suburbios fueron creciendo hacia el norte, llenando el valle ancho y yerboso hasta que incluso las comunidades más apartadas como Weston fueron abrazadas por la metrópoli. Las casas más cercanas al Humber se pegaron al río, anidaron entre los chopos, los saúcos y los robles. Chorlitos y garzas reales se paseaban por los jardines traseros, entre la balsamina y las uvas silvestres.

Hoy en día gran parte del banco del río tiene el mismo aspecto que tenía antes de la invasión de la ciudad. Las marismas fluviales, los meandros de la parte baja del río, están habitados sólo por tortugas y patos reales. Las llanuras desiertas de Weston son ahora parques tranquilos; el césped crece pacíficamente hasta el borde del río.

Si bajas por el banco corto y empinado hasta el agua verás, pasada la superficie titilante, que el fondo del río también titila. Si te das la vuelta y miras el barro de la escarpa, o simplemente te miras los pies, empezarás a darte cuenta del particular sedimento del Humber, colocado en octubre de 1954.

En el banco, cuatro pomos de madera, a espacios regulares: excava una pulgada o dos y saldrá una silla. Pocos metros más abajo, un plato llano —quizá con ese dibujo tan familiar, siempre del gusto de todos, de sauces azules— sale del banco en horizontal como una repisa. Se puede extraer del barro cucharillas de plata como marcalibros.

Los libros y las fotografías ya se han podrido, pero las mesas enterradas, las estanterías, las lámparas, las vajillas y las alfombras permanecen. El río baña guijarros de loza. Fragmentos de una cornisa de cerámica floreada, o con las palabras «Staffordshire, England» subrayadas por los juncos.

Escondidos bajo la hierba, rodeándote por todas partes, hay cubiertos tachonando el parque amplio y silencioso.

La humedad es una corriente densa; lenta como el tiempo de los sueños. Naomi sale de una ducha helada; se le condensa la piel en el aire caliente. Se tumba sobre mí, pesada y fría como la arena mojada.

Uno debe abandonar sus ilusiones cada vez que habla.

Son sólo las cinco pero el cielo es una fachada oscura; los iones que siempre huelen a noche.

Durante el verano en el que nos casamos hubo una ola de calor como esta, el aire era una manta, plástico transparente. El sudor lustraba cada centímetro de nuestra piel. Mis camisas se volvían translúcidas y lacias. Manteníamos nuestro pequeño apartamento en perpetua tiniebla, con las cortinas corridas; el calor y la oscuridad eran pretextos para quedarnos desnudos. Como el Hombre Invisible, que sólo puede ser visto en virtud de la gasa que lo envuelve, Naomi iba de habitación en habitación y su ropa interior de algodón blanco refulgía en la penumbra.

Llevábamos sin apenas dormir más de una semana porque era demasiado sofocante. Nos dejábamos llevar hasta el amanecer, cada pocas horas uno volvía a entrar en la conciencia del otro, volviendo de la cocina silenciosos como mensajeros atravesando el bosque. Enmarcado por la luz del descansillo, el calor derramándose del cuerpo de Naomi, trayendo un vaso de zumo tan frío que su sabor constituía un misterio. Con las manos heladas de sujetar el vaso, tocaba la curva ardiendo de la espalda de Naomi; hasta que ella susurraba, «Ben», y le recorría un escalofrío. O sacaba ciruelas del frigorífico, óvalos azules de escarcha, y los hacía rodar por mis brazos hasta mi boca, tan helados que me hacían daño en los dientes; el jugo de las ciruelas se secaba como lágrimas marrones en su cuello, el dulzor le endurecía la piel. O uno de los dos con los pies o la cara bajo el grifo, el otro deslizándose de nuevo al sueño, a soñar con el rumor de un agua lejana de molino.

A veces, incluso en los últimos tiempos, al término de un largo domingo durante el cual los dos habíamos estado trabajando en casa, después de que ella encargase comida rápida que devorábamos sin decirnos una sola palabra de importancia, después de tirar al lavabo o a la basura los cartones grasientos para no tener que ver por la mañana los restos de lo que habíamos consumido, nos girábamos el uno hacia el otro en la oscuridad, aún en silencio, hasta que ella se convertía en la escaladora de una pared rocosa, de miembros precisos, clavados en el espacio, hasta que con los ojos cerrados dirigía la mirada desde la altura hacia la unión entre sus piernas, y entonces yo no me movía, y nos inundaba el significado. Antes de dormir sus músculos daban pequeñas sacudidas, un mecanismo liberado. Pronto la sentía contra mí, respirando con la intensidad regular de una máquina.

Dormíamos muy juntos; sabíamos que no alcanzaríamos tanto placer si no fuéramos tan mudos.

En mi familia no existía ninguna energía narrativa, ni siquiera el fervor de una elegía. En lugar de eso nuestras palabras iban a la deriva, como si nuestro hogar estuviera abierto a los elementos y estuviéramos siempre murmurando en pleno vendaval. Mis padres y yo caminábamos a través de un silencio húmedo, sin escuchar ni hablar. Empapaba los muebles, el sillón liento de mi padre, crecía moho en las paredes. Nos comunicábamos con gestos leves, cirujanos en un quirófano. Cuando murieron mis padres me di cuenta de que esperaba que el sonido irrumpiese en el apartamento, entrase apresuradamente en un lugar que le había sido vedado durante tanto tiempo. Pero no entró ningún ruido. Y aunque estaba yo solo, embalando cajas, ordenando sus pertenencias, el silencio ahora resultaba siniestro. Porque el sitio en sí seguía casi igual que antes.

Me sorprendió descubrir que no todo el mundo es capaz de percibir la sombra que hay alrededor de los objetos, la silueta negra, el hematoma de fermentación sobre las cosas cuando la luz se adhiere a ellas. Yo vi el aura de la mortalidad como una serpiente que ve a su presa en infrarrojos, el calor del pulso. Me resultaba tan claro como la fruta cortada que se vuelve marrón sobre un plato, una corteza de limón que se arruga convirtiéndose en aroma.

Crecía agradeciendo cada necesidad satisfecha, la comida y la bebida, los zapatos bien hechos de mi padre «la cosa más importante». Daba gracias por los bigotes que surgían en el rostro de mi padre cada mañana porque eran, según decía, «señal de salud». Mis padres, cuando los liberaron, cuatro años antes de que yo naciera, se encontraron con que el mundo normal fuera del campo de concentración había sido erradicado. Ya no había comidas sencillas, nada era menos que extraordinario: un tenedor, un colchón, una camisa limpia, un libro. Por no mencionar cosas que pueden hacerle llorar a uno: una naranja, carne con verduras, agua caliente. No había una normalidad a la que regresar, ningún refugio de la potencia cegadora de las cosas, de una manzana diciendo a gritos que es dulce y jugosa. Cada cosa pertenecía a, y había sido recuperada de, el reino de lo imposible —tanto lo inorgánico como lo orgánico—, zapatos y calcetines, su propia carne. Todo era uno.

Y esta gratitud incluía lo inexpresable. No tenía más de cinco años y miraba a mi madre, orgullosa con sus guantes de jardinería, junto a las rosas. Incluso entonces sabía que desearía esto toda mi vida: mi madre agachándose para arrancar las malas hierbas, la luz del sol, un día interminable.

Siendo todavía más pequeño, me vino a visitar un ángel en mitad de la noche. Se colocó como una enfermera a los pies de mi cama y no se iba. Me dolían los ojos de tanto mirar. Me hizo un gesto. Fui a la ventana a observar la calle invernal y reconocí la belleza por primera vez, un bosque de hielo exquisito como la plata labrada bajo la luz de una farola. Habían enviado al ángel para que me despertara, para que no me perdiera esa visión durmiendo hasta altas horas de la mañana; y verla puso fin, temporalmente, a las pesadillas de puertas abiertas a hachazos y bocas afiladas de perros. Comprendí por fin el significado de esa noche de invierno y de ese momento con mi madre en el jardín, Jakob Beer, cuando leí tus poemas. Describiste la primera vez que experimentaste que la piel de una mujer durmiendo estaba viva como algo repentino, como si hubieras emergido al aire desde debajo del agua, respirando por primera vez.

Cuando nos conocimos finalmente, en la fiesta de cumpleaños de Irena esa noche de finales de enero, supe que Maurice Salman no exageraba. Os había descrito a ti y a Michaela perfectamente —ouzo y agua. Por separado, diáfanos y fuertes; juntos los dos os nublabais. El misterio, según Salman, de dos personas que comparten «una vida física impresionante». ¡Ya conoces a Salman! Cuando habla de ti los ojos se le empequeñecen. Se acomoda en el asiento como un canto rodado en una playa. Su jerga está compuesta de lo sublime. Qué encantadora combinación de agudeza y rancidez. Habla de la pasión con sagacidad, pero pone cara de amante ladino maquinando cómo arreglárselas para que se le pinche una rueda o quedarse sin gasolina. Salido directamente de una de esas viejas películas que tanto le gustan. Es como alguien que sirve un vino extraordinario y carísimo y saca para picar un plato de cacahuetes garapiñados. Quizá exagero. Salman da la impresión de construir hipérboles descuidadas pero, en realidad, es astuto y preciso.

Nunca había oído hablar de ti hasta que, en clase, Salman recomendó tu libro de poemas, Trabajo de campo,, y recitó los primeros versos. Más tarde descubrí que el libro estaba dedicado a la memoria de tus padres y de tu hermana, Bella. Mi amor por mi familia ha ido creciendo durante años en una tierra alimentada por la putrefacción, una raíz sin lavar arrancada de pronto del suelo. Bulboso como la remolacha, un ojo inmenso bajo un párpado de tierra. Sacas el ojo y ciegas la tierra.

Sé que cuanto más ama uno las palabras de otro hombre, más asume uno que ha metido en su trabajo todo lo que no pudo meter en su vida. La relación entre el comportamiento de un hombre y sus palabras es normalmente la del cartílago y la grasa sobre el hueso del significado. Pero en tu caso, parecía no existir ningún hueco entre los poemas y el hombre. ¿Cómo podía ser de otra manera para un hombre que afirmaba creer tan absolutamente en el lenguaje? Que sabía que hasta una sola letra —como la «J» impresa en un pasaporte— puede ser la diferencia entre la vida o la muerte.

En tus poemas posteriores es como si la historia estuviera leyendo por encima de nuestro hombro, proyectando su sombra en la página, pero sin hallarse ya en las palabras mismas. Es como si hubieras decidido algo, hecho un pacto con tu conciencia. Quería creer que era el propio lenguaje el que te había liberado. Pero la noche que nos conocimos supe que el lenguaje no era el responsable de tu libertad. Sólo una verdad asombrosamente simple, o una mentira asombrosamente simple, podía llenar a un hombre de tanta paz. El misterio se oscurecía dentro de mí. Una marca de nacimiento en mi propia palidez de desorden.

Y supe que estaba observando desde la orilla mientras tú, que habías escapado hacía tanto tiempo de la roca polvorienta, yacías entre los muslos húmedos del río.

Esa noche en casa de Salman tu serenidad era tan profunda que sólo puede describirse con la palabra sensual. La experiencia te había despojado de todo exceso. O como diría un geólogo, habías llegado a la concentración residual en estado puro. Era inevitable sentir el poder de tu presencia, tu mano pesada como un gato sobre el muslo de Michaela. ¿Qué es el amor a primera vista sino un alma llorando de tristeza repentina porque se da cuenta de que nunca antes ha sido reconocida? Evidentemente Naomi se emocionó, y pronto te empezó a hablar de sus padres, de su familia. Naomi, que habitualmente es tan tímida, habló del último verano que pasó en el lago con su padre moribundo, luego de mis padres —con lo que yo no me enfadé sino que me sentí curiosamente agradecido. Cuéntaselo, pensé, cuéntaselo todo.

Escuchaste, no como un cura que espera oír el pecado, sino como un pecador que espera oír su propia redención. Qué don tenías para que uno se sintiera libre, para que uno se sintiera… limpio. Como si hablar realmente sanara. Todo el rato con una mano tocando a Michaela en algún sitio, en el hombro o el antebrazo, o cogiéndole la mano. Naomi hizo una sola pausa, consciente de sí misma de pronto, para decir que quizá la encontraras tonta, por visitar sus tumbas tan a menudo, llevándoles flores. A lo que tú diste una respuesta inolvidable: «Al contrario. Lo correcto es llevarles algo hermoso de vez en cuando». Y yo vi una gratitud en el rostro de Naomi que me duele recordar, porque me había enfadado tanto con ella por esas visitas —¡mis padres!— acusándola de todas las patologías, de no haber sido capaz de superar la muerte de sus propios padres, de necesitar vivir en duelo desde los dieciocho años. Fue muy propio de ella no repetir más tarde tu comentario. Nadie guarda silencios tan generosos como los de Naomi, a quien rara vez la frustración o la ira hacen apretar la mandíbula (en lugar de eso llora); su silencio suele ser sabio. A menudo me sentí muy agradecido por ello, especialmente en los meses que precedieron a mi marcha, cuando Naomi hablaba cada vez menos.

Para cuando nos íbamos de casa de Salman aquella noche y Naomi metía los brazos por las mangas del abrigo, la transformación de mi mujer era invisible y sin embargo evidente. Tu conversación había provocado una transformación en su cuerpo. Y pude ver el placer de Naomi al elogiar Michaela su abrigo y su bufanda, y su rostro ruborizado cuando le diste la mano al despedirla.

Aprendí otra cosa esa noche, acerca de Maurice Salman y de su mujer. Les vi juntos de pie cerca de la ventana. Ella es tan pequeña, un paquete impecable, zapatos caros, blusas de seda, una cara que se alarga hacia la tristeza. Salman sujetaba su codo con la mano grande como quien sujeta una taza de té. Llevaba su jersey sobre el enorme brazo trajeado, un pañuelo sobre la espalda de un elefante. Un gesto mínimo: ella alcanzó con la palma de su mano de niña la planicie de su gran mejilla. Lo tocó como si fuera la porcelana más fina.

Cuando yo estaba en la universidad, Levantando falso testimonio acababa de reeditarse, grueso como un diccionario de bolsillo. Salman ya había introducido a sus estudiantes en la geología lírica de Athos a través del libro de la sal. Las apasionadas descripciones de Athos —qué antropomorfista tan espléndido— iban hasta la generosidad de la unión iónica. Creer que no existe cosa alguna que no anhele. Hechos geológicos dramáticos y lentos además del ascenso del comercio y la cultura humanas, todo una evolución del deseo. ¿Cómo podías no formarte con semejantes narraciones? Tuviste la suerte de que te formara un maestro. Cuando dirigiste tu atención hacia tus propios poemas, en tu Trabajo de campo,, y cuentas la geología de las fosas comunes, es como oír hablar a la tierra.

Podía oler la soledad de Salman después de tu muerte, la soledad específica que existe entre los hombres, que es como ninguna otra. Salman recordaba en voz alta —anécdotas de cuando tenías veinte años, de cómo caminabais juntos toda la noche por la ciudad, en cualquier estación, hablando primero sobre el trabajo de Athos y luego sobre poesía y finalmente sobre las heridas de Salman pero no sobre las tuyas (durante muchos años). Deteniéndoos en el restaurante abierto las veinticuatro horas, agotados y acalorados, o agotados y con frío, para tomar café y pastel, separándoos a las dos de la mañana, despidiéndoos en la calle desierta. Salman te miraba caminar por la avenida St. Clair hasta tu apartamento, donde vivías solo después de la muerte de Athos, y otra vez, años después, tras el final de tu primer matrimonio, lo descorazonado que parecías… Salman me habló de tus costumbres, de tu honradez, de tu seriedad moral. De tus depresiones. Me habló de la perfección de Michaela, tu nueva esposa.

«Ben, cuando decimos que estamos buscando un asesor espiritual en realidad es que estamos buscando a alguien que nos cuente qué hacer con nuestros cuerpos. Decisiones de la carne. Nos olvidamos que no hay que aprender sólo del placer, sino también del dolor», me dijo Salman después de tu muerte. «Jakob me enseñó tantas cosas. Por ejemplo: ¿Cuál es el verdadero valor del conocimiento? Que hace que nuestra ignorancia sea más precisa. Cuando Dios les pidió a los judíos en el desierto que no eligieran ningún otro Dios, no les estaba pidiendo que eligieran un Dios en lugar de otro, sino: elegid un Dios o ninguno. Jakob le daba mucha importancia a lo incisivos que son los dilemas. ¿Recuerdas la imagen con la que se abren sus Poemas de Dilema? Un hombre mirando fijamente un muro imposiblemente alto, otro hombre que mira el mismo muro desde el otro lado… Me acuerdo de alguien en una de nuestras fiestas hablando de la dualidad partícula/onda. Después de un rato Jakob dijo: “A lo mejor es sólo que cuando la luz se enfrenta con un muro está obligada a elegir”. Todo el mundo se rio. ¡Oíd al profano hablando de física! Pero yo entiendo lo que Jakob quería decir. La partícula es el hombre seglar; la onda, el deísta. Y que vivas según una mentira o vivas según una verdad no es relevante, con tal de que puedas atravesar el muro.

Y mientras a unos les motiva el amor (los que eligen), a la mayoría le motiva el miedo (los que eligen no elegir). Entonces Jakob dijo: “A lo mejor el electrón no es ni una partícula ni una onda sino algo diferente, mucho menos simple —una disonancia— como la tristeza, cuya dolencia es el amor”».

Pensamos en el clima como algo transitorio, cambiante y, sobre todo, efímero; pero en todas partes la naturaleza recuerda. Los árboles, por ejemplo, tienen memoria de la lluvia. En sus anillos podemos leer el tiempo antiguo —tormentas, luz solar, y la temperatura, las estaciones crecientes de los siglos. Un bosque comparte una historia, que cada árbol recuerda incluso después de ser talado.

Sólo Maurice Salman o Athos Roussos se enfrentarían a un estudiante que no fuera capaz de decidirse entre la historia de la meteorología y la literatura, y le dirían: «¿Por qué no buscar la manera de seguir estudiando ambas? En algunas culturas los hombres tienen más de una esposa…». Ingenuamente, le dije a Salman que se podía hacer una comparación formal entre un mapa climatológico y un poema. Le conté que quería titular mi tesis de literatura «Un verso de clima». Más tarde, salí del despacho de Salman a la calle; el ocaso de octubre estaba radiante, con un gegenschein pálido y puré. Caminé hasta casa, deseando que hubiera alguien con quien compartir mis noticias, deseando que hubiera una mujer esperándome, para poder deslizar mis manos frías bajo su jersey, por su piel cálida y explicarle lo que me había sugerido Salman que hiciera con mi tesis: la correlación objetiva en el mundo real —clima y biografía.

Años más tarde, cuando convertí mi tesis en un libro, Naomi alimentó mis investigaciones… San Petersburgo, 1849, una mañana severa de diciembre. Los relinchos de los caballos cuelgan su blancura en el aire, el traqueteo de las riendas; estiércol humeante, cuero mojado y nieve. Me apeo del carro de la prisión y sigo a Dostoievski hacia la gélida luz anaranjada de la plaza Semionovski. Está temblando bajo el abrigo primaveral que llevaba puesto cuando lo arrestaron meses atrás, la nariz se le enrojece entre las mejillas de cera, pálidas por el encarcelamiento. Con los ojos vendados, les ponen en fila a él y los demás presuntos radicales de Petrashevski para ejecutarles en medio del cortante viento invernal. Le miro la cara fijamente. Incluso con esa venda en los ojos su transformación es evidente. Los fusiles están amartillados. Cada hombre siente la bala abriéndole el pecho, el mordisco caliente, el puño pasmoso del tamaño del dedo de un niño. Entonces les quitan las vendas. Nunca antes he visto caras como esas, con la revelación desnuda de que siguen vivos, de que no ha habido disparo. Me caigo con el peso de la vida; es decir, con el peso de la vida de Dostoievski, que se desenvuelve desde ese momento con la intensidad de un hombre que empieza de nuevo.

Mientras viajaba por Rusia con grillos de hierro en las piernas, Naomi colocaba cuidadosamente patatas marfileñas, asadas hasta que se derrumbaban al tocarlas con el tenedor, en un borscht frío color bermellón. Mientras yo caía de rodillas por el hambre en la nieve en Tobol’sk, en el piso inferior Naomi cortaba lonchas de un pan pesado como la piedra. A estas bromas comestibles yo las llamaba el «correlato culinario». Pasaba las tardes en Staraya Russa, luego bajaba y cenaba sopa dulce de berza.

Leer el clima es una cosa: todos los ejemplos que se esperan de tormentas y avalanchas, ventiscas y olas de calor, monzones. La Tempestad, el páramo arrasado de El Rey Lear. La insolación de Camus en El Extranjero. La tormenta de nieve de Tolstoi en Maestro y Hombre. Tus poemas de Hotel Lluvia. Pero la biografía… La tormenta de nieve que retuvo a Pasternak en una dacha en la que se enamoró mientras escuchaba a María Yudino tocar a Chopin («La nieve barrió la tierra… la vela ardía…»). Madame Curie negándose a salir de la lluvia cuando se enteró de la noticia de la muerte de su marido. El calor del verano griego mientras la guerra salía hirviendo de ti como una fiebre. Dostoievski fue el primer ejemplo que se me ocurrió; su brutal marcha de convicto hacia Siberia. Los prisioneros se detuvieron en Tobol’sk, donde las viejas campesinas se apiadaron de ellos. Aquellas buenas mujeres se colocaron en los bancos del río Irtish, con treinta grados bajo cero, y les dieron sacos de té, velas, cigarros y un ejemplar del Nuevo Testamento con un billete de diez rublos cosido a las tapas. En este estado extremo, su caridad penetró el corazón de Dostoievski para siempre. Durante el aullante ocaso, en la nieve color pastel, las mujeres bendijeron el viaje a gritos dirigiéndose a la lastimosa caravana de prisioneros, una cuerda floja dibujando una línea a través del paisaje blanco, con el viento mordiéndoles la piel a través de sus finas ropas. Y Dostoievski seguía andando penosamente, preguntándose cómo podía resultar demasiado tarde, tan pronto, en el curso de su vida.

Los recuerdos que evitamos nos alcanzan, nos adelantan como una sombra. Una verdad aparece de pronto en medio de un pensamiento, un pelo sobre una lente.

Mi padre encontró la manzana entre la basura. Estaba podrida y yo la había tirado —tenía ocho o nueve años. La pescó del cubo, me buscó en mi habitación, me agarró con fuerza por un hombro y aplastó mi cara contra la manzana.

—¿Esto qué es? ¿Qué es?

—Una manzana…

Mi madre guardaba comida en el bolso. Mi padre comía con frecuencia para evitar los primeros retortijones de hambre porque, una vez que le atrapaban, se ponía a comer hasta vomitar. Entonces comía por obligación, metódicamente, con las lágrimas recorriéndole el rostro, lo animal y lo espiritual tan crudamente evidenciados, con la certeza de que degradaba a ambos. Si alguien necesita pruebas del alma, son fáciles de encontrar. El espíritu se hace más evidente en el punto de la máxima humillación corporal. Mi padre no asociaba ningún placer con la comida. Pasaron años antes de que me diera cuenta de que ello no era sólo una dificultad psicológica, sino también moral, porque quién sería capaz de responder a la pregunta de mi padre: ¿sabiendo lo que sabía, tenía que cebarse o que morirse de hambre?

—¡Una manzana! Bueno, hijo mío, listo, ¿una manzana es comida?

—Estaba toda podrida…

Los domingos por la tarde íbamos en coche a la tierra de labranza que lindaba con la ciudad, o a su parque preferido a orillas del lago Ontario. Mi padre siempre llevaba una gorra para que el viento no le metiera los pocos pelos en los ojos. Conducía agarrando el volante con las dos manos, sin rebasar nunca el límite de velocidad. Yo me repantigaba en el asiento de atrás, aprendiéndome el código morse con El Niño Electricista, o memorizando la escala Beaufort («Viento de fuerza 0: el humo asciende en vertical, el mar parece un espejo. Fuerza 5: los árboles pequeños se cimbrean, borreguillos en el mar. Fuerza 6: los paraguas se utilizan con dificultad. Fuerza 9: se producen daños estructurales»). De vez en cuando el brazo de mi madre aparecía por encima del asiento delantero, con un palote de caramelo colgándole de la mano.

Mis padres desplegaban sus tumbonas (también en invierno) mientras yo me iba solo de excursión, a recoger piedras o a identificar nubes o a contar olas. Me tumbaba en la hierba o en la arena, leyendo, a veces quedándome dormido sobre mi chaqueta gruesa bajo un cielo de arcilla con La Piedra Lunar u Hombre contra la mar, con sus géiseres y sus volcanes («No soy capaz de recordar las horas que siguieron sin experimentar parte del horror que sentí en aquel momento. Viento y lluvia, lluvia y viento, bajo un cielo que no guardaba promesa alguna de alivio. En todo ese tiempo, el señor Bligh no abandonó la caña del timón, y parecía presa de una excitación mental que se hacía más grande a medida que aumentaba el peligro de nuestra situación…»). Cuando hacía buen tiempo mi madre servía el almuerzo que traía preparado, y bebían un té muy fuerte del termo mientras el viento escudriñaba el lago frío y los cúmulos resollaban en el horizonte.

A primera hora de las noches del domingo, mientras mi madre preparaba la cena, yo escuchaba música con mi padre en el salón. Mirarle escuchar me hacía escuchar a mí de manera distinta. Su atención descomponía cada pieza en sus componentes teóricos, como los rayos X, la emoción era la niebla gris de la carne. Utilizaba las orquestas —los brazos y las manos y el aliento de otras personas— para hacerme a mí señales; una petición sin palabras, todo el significado apretado en las cuerdas. Apoyándome en él, con su brazo alrededor de mí —o, cuando era muy pequeño, tumbado con la cabeza en su regazo—, su mano en mi pelo despreocupadamente, pero para mí, aquella mano era brutal. Me acariciaba el pelo a ritmo de Shostakóvich, Prokófiev, Beethoven, el lieder de Mahler: «Ahora todo el deseo quiere soñar», «Me he convertido en un extraño en el mundo».

Aquellas horas, de silencio y unión, conformaron mi idea de él. Líneas de la última luz por el suelo, el sofá estampado, el brocado sedoso de las cortinas. De vez en cuando, en los domingos de verano, la sombra de un insecto o de un pájaro sobre la moqueta bañada de sol. Lo introduje en mí por medio de la respiración. La historia de su vida según la conocía por mi madre —imágenes extrañas y episódicas— y sus historias sobre compositores se mezclaban con la música. El aliento de las vacas y el estiércol y el heno recién cortado sobre el camino que hacía Mahler al volver a casa, la luz de la luna una tela de araña sobre los campos. Bajo la luz de la misma luna, de vuelta al campo de concentración, la lengua de mi padre un ovillo de lana; una sed insoportable mientras caminaba a punta de pistola, pasando junto a un cubo lleno de agua de lluvia, su pequeño espejo circular de estrellas. Rezando por que lloviera para que pudieran tragar lo que les cayera en la cara, una lluvia que olía a sudor. Cómo se comió el centro de una col en la finca de un granjero, dejándola hueca aunque pareciese estar entera, para que nadie pudiera seguir la pista de su huida de los soldados en la huerta.

Miraba desde el regazo de mi padre su rostro concentrado. Siempre escuchaba con los ojos abiertos. Beethoven con la tormenta de la Sexta en la cara, paseando en el bosque y los campos de Heiligenstadt, con la verdadera tormenta a la espalda, a la espalda de mi padre, el barro pesándole en los zapatos como zuecos, el canto agudo y desesperado de un pájaro en los árboles lluviosos. Mi padre concentrándose, durante una larga marcha, en una astilla que tenía en la mano, para evitar pensar en sus padres. Yo sentía mi cráneo bajo sus dedos mientras él me peinaba el pelo corto. Beethoven asustando a las mulas con sus brazos de molino, luego deteniéndose, inmóvil, para mirar el cielo. Mi padre observando el eclipse lunar junto a las chimeneas, u observando la luz muerta del sol como roña sobre las simas. La pistola en la cara de mi padre, cómo empujaban sin cesar con las botas la taza de agua fuera de su alcance.

Mientras durara la sinfonía, el ciclo de canciones, el cuarteto, yo tenía acceso a él. Podía simular que la atención que le prestaba a la música era atención prestada a mí. Sus piezas favoritas eran familiares, viajes finitos que hacíamos juntos, reconociendo las señales del ritardando y el sostenuto, cambios de clave. A veces ponía una grabación de un director diferente y yo experimentaba la agudeza de su oído cuando él comparaba las interpretaciones: «Ben, oye cómo se apresura en los arpegios». «Escucha cómo lo alarga…, ¡pero si pone el énfasis aquí, va a estropear el crescendo de después!» Y a la semana siguiente volvíamos a la versión que conocíamos y amábamos como a un rostro, un lugar. Una fotografía.

Sus dedos ausentes peinándome el pelo corto. La música, inseparable de su tacto.

Sintiendo las líneas de las piernas flacas de mi padre bajo los pantalones, sin apenas creerme que fueran las mismas que recorrieron esas largas distancias, que estuvieron en pie tantas horas. En nuestro apartamento de Toronto, imágenes de Europa, postales de otro planeta. Su único hermano, mi tío, cuyo cuerpo desapareció bajo una piel de piojos que se retorcían. En lugar de oír hablar de ogros, trols, brujas, oía referencias inconexas acerca de kapos, haftlings, «Ese Ese», bosques oscuros; una pira de palabras oscuras. Beethoven, vagando con ropas viejas, tan harapientas que sus vecinos lo apodaron Robinson Crusoe; el viento que se desplaza antes de una tormenta, hojas encogiéndose antes del azote de la lluvia, la Sexta, Opus 68; la Novena, Opus 125. Todos los números de sinfonías y de opus que me aprendí, para agradarle. Eso crecía en mi memoria, bajo sus dedos, mientras me acariciaba el pelo; el vello de sus brazos, su número cerca de mi cara.

Mi padre era silencioso hasta en el humor. Me dibujaba cosas, tebeos, caricaturas. Electrodomésticos con caras humanas. Sus dibujos ofrecían la mirada: como veía él.

—¿Una manzana es comida?

—Sí.

—¿Y tú tiras la comida? ¿Tú, mi hijo, tiras la comida?

—Está podrida…

—Cómetela… ¡Cómetela!

—Papá, está podrida…, no quiero…

Me la aplastó contra los dientes hasta que abrí la mandíbula. Resistiéndome, sollozando, comí. Su sabor ocre, demasiado dulce, lágrimas. Años más tarde, cuando vivía solo, si tiraba las sobras o dejaba comida en el plato en un restaurante, me perseguían en sueños imágenes caricaturescas de desperdicios.

Las imágenes te marcan, queman la piel circundante, dejan su mancha negra. Como la ceniza volcánica, crean la tierra más fértil. Del lugar cauterizado emergen agudos retoños verdes. Las imágenes que mi padre plantó en mí eran un intercambio de juramentos. Me pasaba silenciosamente el libro o la revista. Me lo señalaba con el dedo. Mirar, como escuchar, era una disciplina. ¿Qué podía yo entender sobre el horror de esas fotografías, resguardado en mi habitación con las cortinas de vaqueros y la colección de piedras? Me ponía los libros delante con una ferocidad que me asustaba más, diría ahora, que las imágenes mismas. Lo que yo tenía que entender, en mi habitación resguardada, estaba claro. No eres demasiado joven. Había cientos de miles más jóvenes que tú.

Temía las clases de piano con mi padre y nunca practicaba cuando él estaba en casa. Su exigencia de perfección tenía la fuerza de un imperativo moral, cada nota correcta establecía el orden contra el caos, un objetivo tan imposible como la reconstrucción de una ciudad bombardeada, átomo por átomo. De niño no sentía que ello fuera una prueba de fe, ni siquiera que fuera algo tan positivo como una convocatoria de la voluntad. En lugar de eso lo absorbía como si fuera más bien inútil. Todos mis sinceros esfuerzos consiguieron desagradarle. Mis fugas y mis tarantelas se deshacían a la mitad, mis bourées avanzaban a tropiezos, porque yo era demasiado consciente del oído implacable de mi padre. Al final, sus abruptas despedidas en medio de una pieza, mi tristeza, y los ruegos que mi madre nos hacía a ambos convencieron a mi padre para que se rindiera en su intento de enseñarme. Poco después de nuestra última clase, en uno de nuestros domingos en el lago, mi padre y yo estábamos caminando a lo largo de la orilla cuando vio una piedra pequeña con forma de pájaro. Cuando la cogió vi el rápido resplandor de la satisfacción en su cara y sentí, en un instante, que tenía menos poder para agradarle que una piedra.

Cuando tenía once años, mis padres alquilaron una casita las dos últimas semanas del verano. Nunca antes había experimentado la oscuridad absoluta. Caminando de noche, pensé que me había vuelto ciego en sueños —el terror de cualquier niño. Pero otro miedo antiguo se hacía palpable en la oscuridad. Bajé las piernas y alargué de golpe los brazos en el aire peligroso hasta que encontré la lámpara. Era un examen. Sabía que lo esencial era ser fuerte. Después de varias noches de dormir con una linterna en la mano, tomé una decisión. Me obligué a salir de la cama, me puse las zapatillas de deporte y salí. Mi tarea consistía en caminar por el bosque con la linterna apagada hasta llegar a la carretera, una distancia de alrededor de un cuarto de milla. Si mi padre podía caminar durante días, recorrer millas, entonces yo podría caminar al menos hasta la carretera. ¿Qué sería de mí si tuviera que andar tanto como mi padre? Estaba entrenándome. Mi pijama de franela estaba pegajoso de sudor. Caminé con ojos inútiles y oí el río, modesto cuchillo de la historia, introduciendo su filo más adentro en la tierra; sangre herrumbrosa deslizándose por las grietas del rostro del bosque. Una malla fina de insectos suspendida en el aliento espeso de la noche, las palmadas de los heléchos extrañamente frías contra los tobillos —nada que estuviese vivo podía estar tan frío en una noche tan calurosa. Poco a poco empezaron a surgir árboles de la oscuridad diferenciada, negro sobre negro, y el mismo río oscuro era una piel pálida extendida sobre costillas chamuscadas. Encima, la espuma lejana de las hojas, una oscura falda de cielo susurrando contra piernas esqueléticas. Raros filamentos procedentes de ninguna parte, pelo de fantasmas, me rozaban el cuello y las mejillas y no se iban aunque me frotase. El bosque se cerró en torno a mí como el abrazo de una bruja, todo pelo y aliento caliente, piel cerdosa y uñas afiladas. Y justo cuando empezaba a sentirme abrumado, enfermo de terror, llegué a un claro, una brisa leve sobre la carretera ancha. Encendí la linterna y seguí, corriendo, su túnel blanco de regreso por el sendero.

Por la mañana vi que tenía las piernas manchadas de barro y sangre color té de las picaduras y de las ramas. Durante todo el día siguiente estuve descubriendo arañazos en sitios extraños, detrás de las orejas, o por la cara interior de los brazos, una línea fina de sangre como dibujada por un bolígrafo rojo. Tenía la certeza de que la prueba había purgado mi miedo. Pero desperté de nuevo esa noche en el mismo estado, con los huesos fríos como el acero. Repetí el viaje dos veces más, forzándome a salir a enfrentarme con la oscuridad de los bosques. Pero seguía sin poder soportar la oscuridad de mi propia habitación.

Cuando tenía doce años me hice amigo de una niña china no mucho más alta que yo, aunque considerablemente mayor. Admiraba su gorra de cuero, su piel oscura, su pelo elaboradamente trenzado. ¡Imagínate un mechón de pelo de cuatro mil años de antigüedad! También me hice amigo de un niño irlandés y de otro danés. Había descubierto a las personas del pantano perfectamente conservadas en el National Geographic, y encontraba en su preservación un consuelo fascinado. Estos no eran como los cuerpos de las fotos que mi padre me enseñaba. Me cubría los hombros con la tierra aromática, la pacífica manta de turba esponjosa. Ahora veo que mi fascinación no tenía que ver con la arqueología, ni siquiera con la ciencia forense: era biográfica. Los rostros que me miraban desde muchos siglos atrás, con arrugas en las mejillas como las de mi madre cuando se quedaba dormida en el sillón, eran las caras de gente sin nombre. Me miraban y esperaban, mudos. Era responsabilidad mía imaginarme quiénes podrían ser.

Como con una partitura musical, cuando lees un mapa climatológico estás leyendo el tiempo. Estoy seguro, Jakob Beer, de que estarías de acuerdo conmigo en que sería posible levantar un plano de la vida, con sus zonas de presión, sus frentes, sus influencias oceánicas.

La mirada hacia atrás de la biografía es tan esquiva y producto de la deducción como la previsión meteorológica a largo plazo. Adivinanzas, una corazonada. Controlando probabilidades. Sopesando la influencia de toda la información que jamás tendremos, que nunca ha sido registrada. La importancia, no de lo existente, sino de lo desaparecido. Incluso el asunto más reticente puede ser —al menos en parte— reconstruido póstumamente. Henry James, a quien podríamos considerar tímido con respecto a su vida privada, quemaba todas las cartas que recibía. Si alguien está interesado en mí, decía, ¡que rompa primero «el granito invulnerable» de mi arte! Pero incluso James fue reconstruido, sin duda según sus propias reglas. Estoy seguro de que seguía la pista de la historia que surgiría si se omitiesen todas las cartas que le enviaban. Sabía qué dejar fuera. Estamos repletos de las vidas de hombres famosos; blandos con las costumbres de las nuestras. El esfuerzo de descubrir la psique de otro, de absorber los motivos de otro tan profundamente como los propios, es un esfuerzo de amante. Pero la búsqueda de datos, de lugares, nombres, acontecimientos influyentes, conversaciones y correspondencias importantes, circunstancias políticas…, todo esto en realidad no significa nada si no eres capaz de descubrir los supuestos en los que el sujeto basaba su vida.

Todos los detalles sobre la vida de mis padres antes de su llegada a Canadá los supe por mi madre. Por las tardes, antes de que mi padre volviera del conservatorio de música, las abuelas y los hermanos de mi madre, Andrei y Max, se congregaban en la cocina, donde les gusta reunirse a todos los fantasmas. Mi padre no conocía estos encuentros de redivivos bajo su propio techo. Sólo recuerdo una vez en la que mencionase a un miembro de la desaparecida familia de mi padre en su presencia —alguien de quien estábamos hablando durante la cena era «exactamente igual que el tío Joseph»— y la mirada de mi padre saltó del plato a mi madre; una mirada terrorífica. El código de silencio se volvió más complejo a medida que yo iba creciendo. Cada vez había más y más cosas que preservar de mi padre. Los secretos entre mi madre y yo eran una conspiración. ¿Cuál fue nuestra mayor insurrección? Mi madre estaba empeñada en grabar en mí la necesidad absoluta, inviolable, del placer.

El amor doloroso de mi madre por el mundo. Cuando yo era testigo de su alegría ante un color o un sabor, las gratificaciones más simples —algo dulce, algo fresco, una nueva prenda de vestir, por humilde que fuera, su amor por el buen tiempo— no desdeñaba su entusiasmo. En lugar de eso, volvía a mirar, volvía a probar, prestando atención. Aprendí que su gratitud no era ni mucho menos desmesurada. Ahora sé que este fue el regalo que me dejó. Durante mucho tiempo pensé que había creado en mí un miedo extremo a la pérdida —pero no. No es ni mucho menos extremo.

La pérdida es un borde; para mi madre lo hinchaba todo, y para mi padre lo dejaba todo vacío. Por esta razón, yo pensaba que mi madre era más fuerte. Pero ahora me doy cuenta de que era una pista: la medida de lo mucho menos soportable que era lo que había experimentado mi padre.

De niño, los tornados me dejaban traspuesto con su extraña violencia, la precisión azarosa de su maldad. Queda destruida la mitad de un edificio de apartamentos, pero a una pulgada de la pared desaparecida, la mesa sigue puesta para la cena. Una chequera es arrebatada de un bolsillo. Un hombre abre su puerta principal y le trasladan a una distancia de seiscientos metros por encima de las copas de los árboles, y aterriza ileso. Una huevera vuela a mil quinientos metros de altitud y regresa al suelo, sin que se quiebre ni una cáscara. Todos los objetos que son transportados sin daños de un sitio a otro en un instante, descendiendo en corrientes de aire ascendentes: un bote de vinagreta recorre veinticinco millas, un espejo, perros y gatos, las mantas arrancadas de una cama sin tocar a los sorprendidos durmientes. Ríos enteros levantados —dejando seco el lecho— y colocados de nuevo en su sitio. Una mujer transportada por una distancia de doscientos metros es depositada luego en un campo al lado de un disco (sin rayar) de «Stormy Weather».

Luego están los caprichos sin piedad: niños arrojados desde ventanas, barbas arrancadas de rostros, decapitaciones. La familia que cena silenciosamente cuando la puerta se revienta y se abre con un rugido. El tornado ronda las calles, parece pasearse a placer, seleccionando sus víctimas, caprichoso, el negro embudo siniestro deslizándose por el paisaje, gimiendo con el ruido de mil ferrocarriles.

A veces le leía a mi madre mientras ella preparaba la cena. Le leía acerca de los efectos de un tornado en Tejas, que fue reuniendo objetos personales hasta recoger en el desierto montones de manzanas, cebollas, joyas, gafas, ropa —«el campo». Suficientes cristales rotos como para cubrir diecisiete campos de fútbol— «Kristallnacht». Le leí acerca de los relámpagos —«el signo de la Ese Ese, Ben, en los cuellos de las camisas».

De las conversaciones con mi madre, a los once o doce años, supe que «los que tenían un oficio tenían más posibilidades de sobrevivir». Fui a la biblioteca y encontré El Niño Electricista de Armac y me dispuse a adquirir un vocabulario nuevo. Conductores, diodos, voltímetros, bobinas de inducción, tenazas de brazos largos. Asaltaba la serie del «Desfile de la Sabiduría», la Electrónica para Principiantes, El Mundo Vivo de la Ciencia. Luego me di cuenta de que conocer las palabras correctas podía no ser suficiente. Vacilante, le pedí dinero a mi padre para comprarme mi primera mesa de circuitos y una plancha de soldar. Aunque él sabía poco de estas cosas, no me sorprendió que le viera la utilidad y animara mi interés durante algún tiempo. Íbamos juntos al Almacén Científico Esbe a comprar fiadores y enchufes y diversos botones y discos. Por mi cumpleaños me compró un microscopio y platinas. El resto del equipo me lo compré yo: el higrómetro de ampolletas húmedas y secas, el quemador de Bunsen, tubos-Z y embudos, pipetas y matraces cónicos. Mi madre vació un armario generosamente para hacer sitio para mi laboratorio, donde me pasaba las horas yo solo. Ni siquiera me amilanó la bata de laboratorio que me hizo con una sábana rota. No se me daba muy bien nada de aquello y siempre tenía que seguir las instrucciones de un libro, porque no tenía ningún instinto ni para la electricidad ni para la química, pero me encantaba el olor de soldar y me quedé atónito cuando mi primer circuito encendió una bombilla en la penumbra de aquel armario.

Una tarde de verano un vecino del descansillo llamó a la puerta y me entregó un tebeo de Clásicos Ilustrados. A mi madre, el señor Dixon, que trabajaba en una tienda de ropa de caballero y siempre vestía de forma inmaculada, le despertaba una especial timidez. El señor Dixon había comprado el tebeo para su nieto, que resultó que ya tenía ese número —105, De la Tierra a la Luna, de Julio Verne. Mi madre intentó pagarle, insistentemente, hasta que se hizo evidente que el señor Dixon no pensaba aceptar ningún dinero. Entonces le agobió con su agradecimiento. Mientras, yo andaba camino del balcón, leyendo ya: «Cuando un hombre está casi condenado a pasar el resto de su vida dando vueltas a la luna, y luego sobrevive una caída de unas 200.000 millas al Pacífico, aprende a no tener miedo».

Después de eso, le suplicaba a mi madre que me diera dinero para coleccionar las versiones ilustradas de las obras maestras de la literatura. Devoraba cada una de ellas desde la espectacular cubierta hasta la última petición, que era casi una regañina: «Ahora que has leído la edición de Clásicos Ilustrados, no te pierdas el placer añadido de leer la versión original». Después de consumir la pulpa, incluso masticaba la cáscara: edificantes ensayos sobre diversos temas llenaban las páginas finales. Breves biografías («Nicolás Copérnico: Hombre Clave en el Estudio del Sistema Solar»), los argumentos de las óperas famosas, y datos arcanos que nunca he olvidado. Por ejemplo, al final de Las Conquistas de César: «Una legión está compuesta por 6.000 hombres»; «Las naves griegas tenían ojos pintados en las proas para que los barcos pudieran ver»; «César siempre hablaba de sí mismo en tercera persona».

También había una serie sobre «Perros Heroicos»: Brandy, el setter de rápidos reflejos que salvó a un niño pequeño de un toro. Foxy, Héroe de la Resistencia, cuyo amo se escondía del Huno.

El primer tebeo que me compré era una aventura marina de Nordhoff y Hall. Seguí al narrador a través de sus encuentros con huracanes y motines («“Hemos tomado el barco…” “¿Cómo, está usted loco, señor Churchill?”»). Elegí Hombres contra la Mar porque al abrirlo leí: «He pedido papel y lápiz para escribir esta crónica de todo lo que ha ocurrido… para mantener a raya la soledad que ya se cierne sobre mí…».

Después de semanas de dar la lata, a los catorce años, mi madre consintió en que fuera con varios compañeros del colegio a la Exposición Nacional de Canadá, una feria anual. Nunca me había sentido tan estimulado, tanta pertenencia sin mediación, anónima, en medio de la multitud, como aquel día. Teníamos las camisetas manchadas, las manos y las suelas de los zapatos pegajosas —y toda la muchedumbre glutinosa burbujeaba enérgicamente bajo el sol de agosto. Nos asombrábamos ante la televisión en color, relojes que no necesitaban que se les diese cuerda, y nos galvanizaban las maravillas de la tecnología de las mesas de circuitos en el Edificio de Calidad de Vida. Recorríamos la avenida central, chillábamos hasta aterrizar en el Volador y en la Rueda de Fuego. Cuando necesitábamos un descanso nos sentábamos encima de las vallas de los pabellones de agricultura mirando en acción las máquinas de esquilar ovejas y las de ordeñar. Para agradar a mi madre yo coleccionaba panfletos de papel charol sobre las últimas virguerías domésticas —enceradoras, batidoras eléctricas, abrelatas eléctricos. Mi bolsa de la compra se hinchaba con banderolas y gorros de cartón, bolígrafos de promoción de diversas compañías y productos, cuadernos de jarabe de trigo «Beehive», muestras en miniatura de loción de afeitar y quitamanchas, cajas de cereales y paquetes de bolsitas de té.

Al volver a casa, muy excitado, lo volqué todo sobre la mesa para que mi madre lo inspeccionase. Miró el botín y luego lo metió todo a presión de nuevo en la bolsa. No podía creerse que las cosas que había cogido fuesen gratis; pensaba que yo me había equivocado. Levantó un puñado de bolígrafos y lápices. Yo grité: «¡Los regalaban! ¡Te lo juro! ¡Se llaman “muestras gratuitas” porque son gratuitas!…». Me puse histérico.

Mi madre me hizo prometer que no le diría nada a mi padre, que escondería la bolsa en mi habitación. A la mañana siguiente, muy temprano, caminé hasta la esquina y tiré mi tesoro en un cubo de la basura.

Ahora existía entre nosotros otro tipo de unión. Mi madre hacía alusión al incidente de vez en cuando con astucia. Aunque estaba convencida de que había hecho mal llevándome esas cosas —aunque admitiese que fue un accidente— me protegía. Culpa mía. Secreto nuestro.

A partir de ese momento empecé a extender mis fronteras, a dar rodeos de vuelta a casa desde el colegio. Empecé a conocer la ciudad. Los barrancos, los ascensores de carbón, la fábrica de ladrillos. Aunque entonces no hubiera sido capaz de expresarlo con palabras, me fascinaban los restos. El silencioso drama de abandono de las fábricas vacías y los almacenes de residuos, los decrépitos buques de carga y las ruinas industriales.

Pensé que estaba animando a mi madre a dejar de esperarme junto a la ventana o en el balcón, a darme libertad, a no esperarme hasta tarde. Me gustaría pensar que en aquel momento no sabía lo cruel que era mi comportamiento. Cuando mi padre y yo abandonábamos el apartamento por la mañana mi madre nunca se sentía segura de que fuéramos a volver.

Aprendí a no traer a casa a amigos del colegio. Me desasosegaba que nuestros muebles fueran viejos y raros. Me avergonzaba la precaución y la necesidad de mi madre cuando se cernía sobre mis amigos. «¿Qué apellido tienes…, qué hacen tus padres…, dónde naciste?» Mi madre nos rogaba a mi padre y a mí que le diéramos información sobre nuestro propio mundo; noticias sobre profesores y compañeros, los estudiantes de piano de mi padre, las vidas privadas de quienes conocíamos, para su frustración, muy poco. Cuando abandonaba el apartamento para hacer la compra, o en verano para admirar los jardines del vecindario (le encantaba la jardinería y cuidaba una maceta y una espaldera en el balcón), mi madre se preparaba cuidadosamente. Llevaba en el bolso nuestros pasaportes y cartas de ciudadanía «por si nos robaban». Nunca dejaba ni un plato sucio en el fregadero, incluso si iba sólo a la tienda de la esquina.

Para mi madre el placer fue siempre algo serio. Celebraba el aroma cada vez que desenroscaba la tapa del café instantáneo. Se detenía a inhalar cada doblez fragante de nuestra colada recién hecha. Se pasaba media hora comiendo una porción de hojaldre de pastelería como si el mismo Dios la hubiese amasado con Sus Propias Manos. Cada vez que compraba algo nuevo, normalmente un artículo de primera necesidad (cuando una prenda de vestir había sido remendada demasiadas veces), lo acariciaba como si fuera la Primera Blusa o el Primer Par de Medias. Era sensual hasta unas proporciones tales que tú, Jakob Beer, no podrías ni concebir. Me miraste aquella noche y me colocaste en tu zoo humano: otro espécimen con mujer hermosa; otro academicus desperdicius. ¡Pero el embalsamado eras tú! Con tu calma, tu expansiva saciedad.

La verdad es que ni te diste cuenta de mi presencia aquella noche. Pero yo vi a Naomi abrirse como una flor.

Estaba a punto de comenzar mi segundo año en la universidad y estaba decidido a vivir solo, un hecho que mi madre llevaba todo el verano negándose a aceptar. Una mañana agotada de sol de agosto llevé mis cajas de libros al fresco garaje de cemento y cargué el coche. Mi madre se retiró detrás de la puerta cerrada de su dormitorio. Sólo salió cuando había llevado ya la última caja y realmente me estaba yendo. Preparó con severidad un paquete de comida y algo se perdió entre nosotros, irrevocablemente, en el momento en que esa bolsa de plástico pasó de su mano a la mía. A través de los años el paquetito absurdo —suficiente para una sola comida, para detener el hambre por un segundo— me era entregado en el umbral al final de cada visita. Hasta que cada vez dolía menos y la bolsa era simplemente como el palo de caramelo que me daba mi madre desde el asiento delantero en nuestras excursiones dominicales.

La primera noche que pasé en mi propio apartamento, estuve tumbado en la cama a pocas millas al otro lado de la ciudad y dejé que las llamadas telefónicas de mi madre sonaran en la oscuridad. No llamé en una semana, aunque sabía que les estaba poniendo enfermos de preocupación. Cuando por fin fui a verles pude ver que, aunque mis padres seguían en sus silencios separados, mi defección les había dado una intimidad nueva, una nueva cicatriz. Mi madre aún se inclinaba hacia mí con confidencias, pero sólo para retirarlas. Al principio pensé que me estaba castigando por su necesidad de mí. Pero mi madre no estaba enfadada. Mis esfuerzos por liberarme le habían hecho un daño más profundo. Estaba asustada. Creo que en determinados momentos mi madre hasta desconfiaba de mí. Empezaba a contar una historia y se quedaba callada. «A ti esto no te interesa». Cuando yo protestaba, me sugería que me fuera al salón con mi padre. Todo ello empezó a pasar con más frecuencia todavía cuando Naomi entró en nuestras vidas.

El comportamiento de mi padre permaneció inalterable. Cuando yo iba de visita, seguía encontrándomelo, o bien impaciente, mirando el reloj con desesperación, o bien inmóvil, observando un libro en su habitación —otra crónica de superviviente, otro artículo con fotografías. Después, en mi apartamento en el piso superior de un edificio viejo cerca de la universidad, me quedaba mirando el tejido de la colcha, la estantería. La tintorería, la floristería y la droguería de la acera de enfrente. Sabía que mis padres también estaban despiertos, nuestro insomnio era un pacto antiguo para mantenernos vigilantes.

En los fines de semana daba paseos largos y autoconmiserativos hasta el otro lado de la ciudad; por las noches me metía en los libros. Me pasé la mayor parte de mis años de universidad en solitario, excepto durante las clases y cuando trabajaba a tiempo parcial en una librería. Tuve un romance con la directora adjunta. Seguimos después de nuestro primer abrazo, sólo para asegurarnos de que era tan carente de alegría como parecía. Tenía una silueta maravillosamente rellena, firme por todas partes, especialmente alrededor de sus ideas políticas. Debajo del caftán solía llevar camisetas con eslóganes más allá de los cuales nunca me aventuré: «La mano izquierda da lo que la derecha quita». A veces me reunía con un grupo de compañeros de clase para cenar o ir al cine, pero no hice verdaderos esfuerzos por entablar amistades.

Durante mucho tiempo pensé que todas las energías se me habían gastado al salir por la puerta de la casa de mis padres.

Mi padre era un hombre que se había borrado a sí mismo todo lo posible, dentro de los límites de la ciudadanía legal. De modo que yo esperaba una lucha larga cuando llegara el momento de solicitar su pensión de la tercera edad, a pesar de que esos ingresos eran esenciales para ellos. Llamé por teléfono a la oficina pertinente para enterarme de los documentos que necesitaban y le pasé la información a mi madre.

Unas semanas más tarde fui a cenar a casa. Mi padre estaba en su habitación con la puerta cerrada. Mi madre bajó el fuego del horno y se sentó a la mesa de la cocina.

—No le hables más a tu padre de solicitar la pensión.

—Esto ya lo hemos discutido…

—Estuvimos allí ayer.

—Bien. Por fin.

Mi madre me hizo un gesto con la mano como si estuviese despidiendo a un bobo.

—Piensas que lo entiendes todo… Fue al sitio correcto. Llevaba consigo todos los papeles necesarios. Le entregó el certificado de nacimiento al hombre de la ventanilla. El hombre le dijo, «Conozco muy bien el lugar donde nació usted». Tu padre pensó que el hombre era de allí también. Pero entonces el hombre bajó la voz, «Sí, estuve destinado allí en 1941 y 1942». El hombre se quedó mirando a tu padre, y entonces tu padre comprendió. El hombre se inclinó sobre la mesa y dijo, tan bajito que tu padre apenas le oyó, «No tiene usted los papeles necesarios». Tu padre se fue tan de prisa como pudo. Pero tardó horas en volver a casa.

Eché mi silla hacia atrás.

—Ben, no. Déjale en paz. Si sabe que te lo he contado no saldrá de su habitación para cenar.

Yo sabía que no iba a salir a cenar en cualquier caso. Mi madre tendría incluso que cancelar sus clases durante algunos días.

—Tú le obligaste a ir. Le convenciste. Te piensas que conseguir las cosas gratis es tan fácil.

Casi todo el mundo descubre la ausencia por sí solo; se arrancan los árboles y la tristeza inunda el claro. Entonces sabemos que hemos amado.

Pero yo nací a la ausencia. La historia había dejado un espacio que ya apestaba con la maleza, los gusanos masticaban la tierra abandonada por las raíces. Las lluvias habían creado ciénagas en las zonas más bajas, la melancolía verde del pantano con su moqueta oscilante de polen.

Yo vivía allí con mis padres. Un escondite, podrido por la pena. Desde el principio Naomi pareció conocernos. Entregó su corazón, con tanta naturalidad como si respirase. Pero para mí, el amor era como contener la respiración.

Naomi pisaba tierra firme y alargó el brazo. Yo tomé su mano, pero no me moví más allá.

Naomi no era consciente de su propia belleza. Sus rasgos eran fuertes, finos, la piel se le ruborizaba al hablar, el color era un indicador fiable de sus emociones. No era delgada o extravagante, sino exquisita como el terciopelo. Se desacreditaba a sí misma, ignorando la evidencia de sus piernas atléticas y su pelo rubio y espeso, deseando ser más alta, más delgada, de formas más elegantes; concentrándose en cualquier pedazo de carne odiada por encima de la cintura. Como con sus atributos físicos, Naomi no reconocía el poder de su mente, ignorando todo lo que había leído para concentrarse en todo lo que no había leído. Naomi era capaz de escuchar atentamente y luego, con una exactitud dolorosa, salir con una afirmación que penetraba hasta el corazón de las cosas —un espadachín haciendo cortes transversales en la fruta con un solo giro exacto de la muñeca. Por ejemplo, en el coche de vuelta de casa de Maurice Salman aquella noche. Con un solo golpe diestro, Naomi dijo: «Jakob Beer parece ser un hombre que por fin ha encontrado la pregunta correcta».

Poco después de obtener la fijeza en mi puesto de profesor en la universidad, empecé con la investigación de mi segundo libro, sobre el clima y la guerra. Naomi de nuevo amenazó con acompañarme culinariamente, con diversos bombes y platos flambeados. Pero afortunadamente decidió que aquello no tenía ninguna gracia. El libro adoptó el título, Enemigo Inmortal, de una frase de Trevelyan. Se refería al huracán que destruyó la flota británica en la guerra contra Francia. Trevelyan tenía razón cuando identificó al verdadero enemigo: un huracán en el mar significa espuma atravesando la cubierta a cien millas por hora, un viento que aúlla y que te impide respirar, ver o mantenerte en pie.

Durante la Primera Guerra Mundial, en las montañas del Tirol, provocaban avalanchas intencionadamente para sepultar a las tropas enemigas. Más o menos por aquella época, los estrategas empezaron a pensar en crear tornados para fines bélicos, idea que nunca se llevó a cabo por la sola razón de que no había forma de garantizar que el tornado no se volviera contra las propias filas.

Yendo de París a Chartres, Eduardo III casi pierde la vida en una tormenta de granizo. Le juró a la Virgen que si le liberaba de las piedras gigantes declararía la paz, promesa que mantuvo y que tomó forma en el Tratado de Bretigny. Inglaterra se salvó por la tormenta que destruyó la Armada Española. Tormentas de granizo barrieron quinientas millas de Francia, arrasando la cosecha, originando la escasez de alimentos que contribuiría a la Revolución Francesa. El viejo aliado de Rusia, el invierno, se adelantó al gran ejército de Napoleón. El bombardeo de Hamburgo generó tornados. El término militar «frente» es un préstamo del hombre del tiempo que data de la Primera Guerra Mundial…

Cuando los alemanes invadieron Grecia, la RAF y el Servicio de Previsiones Griego suspendieron intencionadamente todos los partes meteorológicos desde Atenas. Tenían que hacer un agujero en el mapa meteorológico del Mediterráneo para que los alemanes no dispusieran de la ventaja de que las previsiones de los griegos informaran de sus tácticas aéreas.

Himmler estaba convencido de que Alemania tenía poder incluso para alterar el clima de las zonas ocupadas. Desmenuzando tierra polaca —«ahora tierra alemana»— entre los dedos, especulaba sobre cómo los colonos arios plantarían árboles e «incrementarían el rocío y (crearían) nubes, provocarían la lluvia y así harían avanzar hacia el este un clima económicamente más viable…».

Naomi asistió de oyente a una de mis clases, Tipos de biografía. Cuando la conocí me hizo pensar en una especie de hermana excéntrica de alguien. En aquellos días tenía preferencia por la ropa holgada y parecía que se la había cogido prestada a algún hermano mayor. Yo esto lo encontraba extremadamente atractivo. Me daba ganas de llegar a ella metiéndome en sus grandes bolsillos y subiendo por sus amplias mangas.

El apartamento de Naomi era tan diminuto que resultaba como vivir en el armarito del botiquín. Por necesidad, todo estaba escondido detrás de alguna otra cosa, a punto de derrumbarse. Guardaba el alcohol en una estantería detrás de la B de bebida, detrás de Bachelard, Balzac, Benjamín, Berger, Bogan. El whisky escocés estaba detrás de Sir Walter. Adoraba estos chistes fáciles suyos, cuanto más fáciles mejor, se provocaba a sí misma paroxismos de risa. Estas payasadas continuaron durante nuestra vida de casados. En un cumpleaños organizó una elaborada gincana y la última pista conducía, evidentemente, a la tarta.

Naomi era muy aficionada a las películas de ciencia ficción de los años cincuenta, y a menudo nos quedábamos levantados hasta tarde para verlas. Siempre se ponía de parte del monstruo solitario, normalmente una criatura normal que había adquirido proporciones gigantescas como consecuencia de una radiación. Le gritaba a la pantalla de la televisión, animando al pulpo inmenso a que aplastara el puente con sus expresivos tentáculos. Naomi defendía la idea de que la joven científica invariablemente convocada al lugar de los hechos para destruir al calamar atómico (o al gorila, la araña o la abeja) constituía su modelo secreto a seguir; la física nuclear, la bióloga marina que hacía que una bata de laboratorio resultara más sexy que un vestido de fiesta.

Le encantaba la música y lo escuchaba todo, gamelan de Java, coros gregorianos, organillos medievales. Pero de lo que más se enorgullecía era de su colección de nanas, de todos los puntos de la tierra. Nanas para recién nacidos, para el niño que quiere seguir despierto con su hermano, para el niño que está demasiado excitado o demasiado asustado para dormir. Nanas de tiempos de guerra, nanas para niños abandonados.

Naomi me cantó por primera vez desde un extremo de su sofá. La ventana estaba abierta, una noche cálida y ventosa de septiembre. Su voz era tan baja como el susurro de la hierba. Me hizo imaginarme la luz de la luna sobre el tejado. Me cantó una nana de gueto, una tristeza que me resultaba confusa y dulce. En la oscuridad me llegaba el olor de la loción bronceadora que cubría sus brazos y piernas, y también el algodón fino de su vestido de flores. «Aprieta el alfabeto contra tu corazón, aunque haya lágrimas en cada letra». «Te canto al oído pequeño, deja que llegue el sueño, un pomo pequeño cerrando una pequeña verja».

Algo titiló dentro de mí, en lo más profundo. Me convoqué a mí mismo: la acción más grande de mi vida, alzar la cabeza lo suficiente como para colocarla en su regazo. Besé su falda vaporosa con el calor de mi aliento. Su cara estaba suspendida sobre mí, media luna, con el pelo como una cortina.

Ahora, ocho años después, Naomi sigue coleccionando nanas pero las escucha a solas en el coche. Canciones viejas que, imagino, la hacen sollozar en medio del tráfico. Hace mucho tiempo que Naomi me cantó por última vez. Hace mucho tiempo que no escucho una canción de adivinanza o una canción gitana o una canción rusa, ni una canción de guerrilleros ni una canción de la Legión Exterior Francesa, ni un solo Ay-li-ruh o Ay-liu-liu-lui para calmar a los peces en el mar, o un Bayushk-bayu para hacer que los pájaros sueñen en las copas de los árboles.

Ya no le queda humor en la nostalgia.

A pesar de los años las incongruencias de Naomi seguían cogiéndome desprevenido, como una tormenta de verano. En la sección de hortalizas del supermercado cosechaba los beneficios de estar casado con una editora de no-ficción. Eligiendo la lechuga me enteraba de que cuando murió Chopin le tocaron su propia Marcha Fúnebre. Mientras organizaba nuestra declaración de la renta me informaba de que «Baa baa black sheep» y «Twinkle Twinkle Little Star» comparten la misma melodía. Aprendí muchas cosas mientras me afeitaba o hacía paquetes de periódicos atrasados. «Después de la Primera Guerra Mundial, un químico alemán intentó extraer oro del agua del mar para ayudar a Alemania a pagar su deuda de guerra. Ya había extraído nitrógeno del aire para fabricar explosivos. Hablando de la guerra, ¿sabías que Amelia Earhart estuvo ejerciendo de enfermera con los veteranos en Toronto en 1918? Y hablando de enfermeras, a Escher tuvieron que operarle de urgencia cuando estuvo en Toronto dando una conferencia».

Durante varios meses Naomi estuvo trabajando en una serie sobre asuntos municipales.

—Cuéntame qué está pasando en la ciudad.

En la cama, con su camiseta gris preferida, informe como una ameba, me seducía con detalles. Abogados, arquitectos, burócratas; los conocía a todos por las descripciones que ella me hacía. Desde sus gustos literarios y musicales hasta incidentes incómodos en lugares públicos y privados —todas las minucias de las vidas importantes— llegué a tener un conocimiento irregular e íntimo de la ciudad. Las ciudades se construyen sobre encuentros comprometidos, sobre determinadas aficiones culinarias compartidas, tropiezos casuales en piscinas cubiertas. Al llegar la tercera semana ya podía contarme, con una mirada significativa, del encaprichamiento de algún político con el cristal antiguo y yo era capaz de entender la nueva regulación de aparcamiento. Naomi contaba estas historias como una cortesana. No como si fueran cotilleos fofos de bocazas, sino con el sobrio reconocimiento de que estaba desvelando los mecanismos internos del poder civil. Y a veces, cuando dejaba de hablar, me levantaba hacia ella con una bofetada de expectación como un sabor que me estallaba en la boca.

Yo le correspondía alimentándola con historias para dormir: informes meteorológicos. Cuando la nieve está a punto de avalancha, la disrupción más mínima provoca el desastre: el salto de un conejo, un estornudo, un grito. Un perro fiel esperó durante tres días junto a un montículo de nieve hasta que alguien investigó; excavaron al perplejo cartero de Zurs que sobrevivió porque la mayor parte de la nieve recién caída es aire.

En Rusia, un tornado desenterró un tesoro e hizo que mil kopecks de plata llovieran sobre las calles de un pueblo.

Un tren de mercancías se levantó de la vía y volvió a colocarse en su sitio, de cara al lado contrario.

De vez en cuando admito que me inventaba cosas. Naomi siempre se daba cuenta. ¡Revela tus fuentes, revela tus fuentes!, decía, golpeándome con una almohada, sujetando mis gafas por una patilla.

Solíamos jugar a una cosa en el coche. Naomi conocía tantas canciones que sostenía que podía aplicarle una nana o una balada a cualquiera. Un día de invierno le pregunté a Naomi que qué canciones se le venían a la cabeza cuando pensaba en mis padres. Me contestó casi inmediatamente.

—Tanto con uno como con otro, «Noche». Sí, «Noche».

La miré. Estaba aturdida porque yo no lo entendiese; recelosa.

—Bueno… porque escucharon a Liuba Levitska cantándola en el gueto.

La miré con odio. Ella suspiró.

—Ben, no apartes los ojos de la carretera… Liuba Levitska. Tu madre dice que tenía una coloratura preciosa, que era una cantante de verdad. Había cantado la Violeta de La Traviata a los veintiún años. ¡En yiddish! Les daba clases de canto a los niños del gueto. Les enseñó «Tsvey Taybelech» —«Dos palomitas»—, y pronto la estaba cantando todo el mundo. Alguien se ofreció a esconderla al otro lado de los muros, pero ella se negaba a abandonar a su madre. Las mataron a las dos allí… Mediada la guerra cantó en un concierto dedicado a la memoria de los que ya habían muerto. Hubo una discusión muy fuerte porque un hombre se quejó de que estaba mal dar un concierto en un cementerio. Pero tu madre dice que tu padre le dijo que no había nada más sagrado que escuchar la «Noche» de Liuba Levitska.

—¿Y qué canción elegirías para Jakob Beer?

De nuevo Naomi contestó con demasiada rapidez, como si lo hubiera tenido decidido desde mucho antes de que yo le preguntase.

—Ah, «Moorsoldaten», sin duda, «Soldados del Pantano». No sólo porque trata de un pantano… sino también porque fue la primera canción que se compuso en un campo de concentración, en Borgermoor. Se la mencioné cuando nos conocimos en casa de Maurice. Y claro que había oído hablar de ella. Los nazis no les permitían a los prisioneros que cantaran nada excepto marchas nazis mientras extraían el carbón, así que supuso una verdadera rebelión inventarse una canción propia. Se extendió por todos los campos. «Dondequiera que miramos, el pantano y el páramo nos devuelven la mirada… pero no siempre reinará el invierno».

Seguimos conduciendo unos minutos en un silencio lóbrego. Ese día de febrero era especialmente húmedo, y las carreteras estaban hechas un desastre. Me acordaba de cómo mis compañeros de colegio y yo solíamos aplastar la nieve sucia entre las botas, exprimiéndole el agua, dejando montoncitos de topo de hielo blanco. Trabajábamos con dedicación hasta que el patio de recreo era una cordillera de montañas en miniatura.

—Es lo único que se puede hacer por ellos —dijo Naomi.

—¿Qué cosa? ¿Para quiénes?

—Da igual.

—Naomi.

Mi mujer se estiró los dedos de los guantes de lana y se los volvió a poner. Abrió la ventana un poco, dejó entrar un soplo de nieve, la cerró de nuevo.

—Lo único que se puede hacer por los muertos es cantarles. El himno, el miroloy, el kaddish. En los guetos, cuando se moría un niño, la madre le cantaba una nana. Porque no tenía otra cosa que ofrecer de su ser, de su cuerpo. Se la inventaba, una canción de consuelo, mencionando todos los juguetes preferidos del niño. Y la gente las oía y se las pasaban los unos a los otros y, al pasar de las generaciones, esa cancioncilla es lo único que queda que pueda decirnos algo de ese niño…

Justo antes de dormirse Naomi hacía experimentos, hasta que encontraba la postura correcta, siempre envuelta en torno a mí de alguna manera. Se removía, ajustaba las piernas y los brazos, buscaba los ángulos adecuados y, como un pingüino bajo el hielo, encontraba el agujero mejor para la respiración entre los cuerpos y las mantas. Anidaba, se colocaba, volvía a anidar, y luego dormía con la decisión de un explorador que sale a conquistar un paisaje de sueños. A menudo estaba exactamente en la misma postura cuando se despertaba.

A veces, mirando a Naomi, la dulzura de su forma de ser —metiéndose en la cama con trabajo, un platito de caramelos a su lado, con la camiseta loca e informe, con esa cara de satisfacción infantil— me apretaba el corazón. Apartaba los papeles y me tumbaba encima de las mantas, encima de ella. ¿Qué pasa, osito? ¿Qué pasa…?

Mi madre me enseñó que el segundo de más que se tarda en decir adiós —siempre con un beso—, incluso aunque fuera sólo para ir corriendo a la tienda de la esquina a comprar leche o al buzón, nunca sobraba. A Naomi le encantaba esta costumbre mía, por la sencilla razón que uno encuentra encantadoras las costumbres de los amantes: no entendía su origen.

¿Qué haría yo sin ella? Empecé a tener miedo. De modo que provocaba peleas por cualquier cosa. Porque rezara el kaddish por mis padres. Y era entonces cuando la conducía al extremo: ¡Quieres castigarme porque tuve una infancia feliz, pues que te jodan, a la mierda tu autocompasión estúpida!

Porque tenía razón, Naomi sentía haber dicho esas palabras. Llega un momento en que todo candor nos hace arrepentirnos. Yo la quería, mi guerrillera que barría la guerra de un plumazo en ataques de frustración con un solo «que te jodan». Incluso Naomi, que piensa que el amor tiene respuestas para todo, sabe que esa es la verdadera respuesta a la historia. Sabe tan bien como yo que la historia sólo entra en remisión, que sigue creciendo dentro de ti hasta llenarte de sedimentos e impedir que te muevas. Y desapareces en una pieza musical, una cómoda, quizá uno o dos informes clínicos, y te desvaneces, olvidado incluso por aquellos que decían amarte más.

Cuando mis padres vinieron a Toronto, vieron que la mayoría de sus compañeros inmigrantes se asentaron en el mismo distrito céntrico: un cuadrado aproximado de calles desde Spadina a Bathurst, de Dundas a College, con olas de los más establecidos extendiéndose hacia el Norte y la calle Bloor. Mi padre no cometería el mismo error. «No tendrían ni siquiera que tomarse la molestia de reunirnos a todos».

En lugar de eso mis padres se mudaron a Weston, un barrio bastante rural y separado del centro. Firmaron una hipoteca muy cara sobre una casa muy pequeña junto al río Humber.

Nuestros vecinos comprendieron pronto que mis padres querían intimidad. Mi madre saludaba con un movimiento de la cabeza al entrar o salir a toda prisa. Mi padre aparcaba lo más cerca posible de la puerta de atrás, que daba al río, para poder evitar al perro del vecino. Nuestras más importantes posesiones eran el piano y un coche que estaba en las últimas. El orgullo de mi madre era su jardín, que arreglaba de modo que las rosas subieran por la pared trasera de la casa.

A mí me encantaba el río, aunque mis exploraciones de niño de cinco años eran vigiladas celosamente por mi madre; un estrépito de gallina que llegaba desde la ventana de la cocina sólo con que empezara a quitarme los zapatos. Excepto en primavera, el Humber era un río perezoso, los sauces seguían la corriente. En las noches de verano, el banco se convertía en una larga sala de estar. El agua estaba salpicada de luces de los porches. La gente paseaba por ahí después de cenar, los niños se tumbaban en el césped escuchando el agua y esperando que saliera el «Big Dipper». Yo miraba desde la ventana de mi dormitorio, demasiado pequeño para andar en la calle. El río de noche era del color de un imán. Oía el golpear sordo de una pelota de tenis dentro de un calcetín viejo contra un muro, y el canto débil de la niña de al lado: «Un marino fue a la mar, la mar, a ver qué podía ver, ver, ver…». Excepto la bofetada ocasional de un mosquito, el grito ocasional de un niño en un juego que parecía siempre lejano y en penumbra, el río en verano era un hilo mudo. El ocaso emanaba de él; todo el mundo callaba a su alrededor.

Mis padres tenían la esperanza de que, en Weston, Dios velaría por ellos.

Hubo un día de otoño en que no dejó de llover. A las dos de la tarde ya era de noche. Me había pasado el día jugando dentro; mi lugar favorito de la casa era el reino de debajo de la mesa de la cocina, porque desde ahí tenía una vista completa de la mitad inferior de mi madre mientras se afanaba en sus labores domésticas. Este espacio cerrado se convertía la mayoría de las veces en un vehículo de alta velocidad, a propulsión, aunque cuando mi padre no estaba en casa también colocaba de lado el taburete del piano y hacía girar el asiento de madera como si fuera el timón de un barco de vela. Mis aventuras siempre eran maquinaciones ingeniosas para salvar a mis padres de los enemigos; astronautas que eran soldados.

Aquella tarde, justo después de cenar —seguíamos sentados a la mesa— un vecino aporreó la puerta. Venía a decirnos que el río estaba crecido y que más nos valdría salir cuanto antes. Mi padre le cerró la puerta en las narices. Se puso a dar grandes zancadas, lavándose las manos en el aire por la ira.

Los golpes que me despertaron eran el piano flotando contra el techo bajo mi dormitorio. Me desperté para ver a mis padres de pie junto a mi cama. Las ramas sacudían el tejado. Mi padre no tomó la decisión de abandonar la casa hasta que el agua no empezó a barrer las ventanas del segundo piso.

Mi madre me ató con una sábana a la chimenea. Me pegaba la lluvia; agujas en la cara. La lluvia me impedía respirar, tragaba agua a media caída. Luces extrañas pinchaban el viento. Alquitrán helado, mi río estaba irreconocible; negro, infinitamente ancho, un torrente de objetos voladores. Un planeta nocturno de agua.

Con cuerdas, una escalera y fuerza bruta, nos tiraron hacia dentro. Como si nos hubieran liberado de las garras de los reflectores de la orilla, cuando nuestra casa se sumergió de golpe en la oscuridad, fue barrida, como el resto de las casas de la calle, rápidamente río abajo.

Tuvimos suerte. Nuestra casa no fue una de las que se fueron flotando con sus habitantes aún atrapados dentro. Desde lo alto vi haces erráticos de luz botando dentro de pisos elevados mientras los vecinos intentaban escalar a los tejados. Uno por uno los reflectores se oscurecieron.

Gritos ardían en la distancia de un lado a otro del río, aunque no se veía nada en la negrura del diluvio.

El huracán Hazel se trasladó en dirección noreste, destruyendo presas, puentes y carreteras, con el viento arrancando postes de electricidad tan fácilmente como se arranca un hilo suelto de la manga. En otras zonas de la ciudad, la gente abría las puertas y se encontraba con el agua por la cintura, justo a tiempo para ver a un conductor invisible llevándose marcha atrás su coche flotante fuera del garaje. Otros no sufrieron más que un sótano inundado y meses de comer comida sorpresa porque las etiquetas de papel se habían empapado y desprendido de las latas en las despensas. Y en otras partes diferentes de la ciudad, la gente durmió sin sobresaltos toda la noche y se enteraron del huracán del 15 de octubre de 1954 cuando leyeron el periódico de la mañana.

Nuestra calle desapareció entera. A los pocos días, el río, de nuevo en calma, seguía su curso pacíficamente como si no hubiera pasado nada. A lo largo de los bordes del llano inundado, había perros y gatos enredados en los árboles. Los desperdicios se quemaban en hogueras extrañas. Donde una vez hubo vecinos paseando por las tardes, ahora los había vagando por los bancos nuevos buscando los restos de sus posesiones personales. De nuevo, podría decirse que mis padres tuvieron suerte, porque no perdieron la cubertería de plata de la familia, ni la correspondencia importante, ni las reliquias familiares, por humildes que fueran. Ellos ya habían perdido esas cosas.

El gobierno distribuyó las indemnizaciones entre aquellos cuyas casas habían desaparecido. Fue sólo después de la muerte de mis padres cuando descubrí que ni siquiera habían tocado el dinero. Debían tener miedo de que algún día las autoridades les exigirían que lo devolvieran. Mis padres no querían dejarme una deuda.

Mi padre aceptó a cuantos alumnos pudo encontrar. Desaparecimos en un cuchitril de apartamento más cerca del conservatorio de música. Mi padre prefería vivir en un edificio de apartamentos, porque «todas las puertas tienen el mismo aspecto». Mi madre se asustaba cada vez que llovía, pero le gustaba vivir tan arriba, y que además no hubiera árboles demasiado cerca del edificio que amenazaran nuestra seguridad.

Cuando era adolescente le pregunté a mi madre que por qué no habíamos abandonado la casa antes.

—Golpearon la puerta y nos gritaron que nos fuéramos. Para tu padre, eso fue lo peor.

Escudriñó desde la cocina al descansillo, para ver dónde estaba mi padre y, después, con las manos alrededor de mi oreja susurró:

—¿Quién se atreve a pensar que va a salvarse dos veces?

Que mi madre acogiera a Naomi en su seno me irritó, provocando unos celos que se fueron haciendo cada vez más intensos. Como a mi padre, a mí me estaban echando. La primera vez que me llamó la atención su familiaridad, estaba esperando a que Naomi terminara de fregar un caldero. Yo había doblado el paño de cocina para que tuviera la forma de una corona, un truco que me había enseñado mi madre. Como si no fuera con ella, inocentemente, Naomi comentó: «Igual que tu prima Minna».

Mi madre mantenía conferencias con Naomi en la cocina, fingiendo que charlaban de recetas o de estampados, mientras yo me sentaba mudo con mi padre en el salón, revisando las librerías y las estanterías de discos por enésima vez. Cómo debió mi madre sujetar la mano de Naomi, agarrarse a ella, conspirar con ella. Naomi saliendo de la cocina sonriendo con una receta de pastel de miel. Empecé a considerar toda la atención amorosa que les dedicaba a mis padres, el cuidado tan característico de Naomi —siempre considerada, generosa hasta el defecto— como si fuera una insinuación, una manipulación, un juego de poder. Más tarde incluso empecé a desconfiar de las visitas que hacía a las tumbas de mis padres, sus regalos de flores y piedras de oración. Como si Naomi me estuviera comprando una conciencia sin culpa de la misma manera que un hombre le compra joyas a su querida. ¿Por qué lo haces, por qué? —pensando ¿de qué sirve? Siempre me decía lo mismo, una respuesta que me avergonzaba, cuando ella hundía la cabeza como un condenado: «Porque les quería».

¿Cómo podía alguien simplemente querer a mis padres? ¿Cómo podía un ojo no adiestrado ver más allá del silencio de mi padre, su rigidez malhumorada y su ira, su desesperación; más allá del profesor de piano venido a menos que un vez fue un elegante aprendiz de director de orquesta en Varsovia? ¿Cómo podía un corazón sin oficio ver más allá de los vestidos con dibujos de plumas del pajarillo que parecía mi madre, sus broches de vidrio labrado, hasta percibir a la mujer apasionada que guardaba en el cajón un par de guantes de ópera de cuero blanco hasta el codo, envueltos en papel perfumado, y en el armario una colección de postales dentro de una caja de zapatos; que cocinaba para recordar a las generaciones; que practicaba la jardinería en el balcón para poder tener flores frescas sin que mi padre lo desaprobara? ¿Con qué derecho se ganó Naomi su confianza?

Empecé a evocar el afecto brusco que evocó en mi padre cuando hablaba del amor de su propio padre por la música. ¡Era tan abierta con ellos! Durante mucho tiempo no tuve ni idea de cuánto me dolía todo ello. De hecho, incluso llegué a creer que me gustaba esta familiaridad, esta sensación de familia que aportó Naomi al apartamento vacío. Era franca y dulce, era como una tiza cuando todo lo que le precedía había sido escrito con sangre. Entraba tropezándose con su propia sinceridad, su buena voluntad canadiense, con un aparente desconocimiento de las finas líneas de dolor, la amargura mantenida tiernamente, la malla de confabulaciones, las elaboradas restricciones. Y mientras que ahora veo que nada hubiera podido abrir a mi padre ni derretirle —ni siquiera al final de su vida— empecé a creer que se había compartido con Naomi, de alguna manera. Claro que lo había hecho, pero no habían sido la clase de confidentes que yo sospechaba. Una extranjera, una extraña entre nosotros, Naomi se introdujo en el apartamento, en esa polvera, y en lugar de hacer saltar nuestra furtividad por los aires, simplemente trajo flores, se sentó en una otomana, aceptó nuestras costumbres, nunca se salió de su sitio. Decorosa, paciente, una huésped impecable. Lo que yo había confundido con confidencialidad con mi padre no era más que el alivio de un hombre que se da cuenta de que no va a tener que renunciar a su silencio. Es la comodidad que la gracia de Naomi provoca en todo el mundo. Honrará la intimidad hasta sus últimas consecuencias.

La gente se pregunta, ¿soñamos sueños en color? Pero a mí me preocupa si hay sonido en sus sueños. Mis sueños son silenciosos. Observo a mi padre inclinarse sobre la mesa para besar a mi madre, ella está tan frágil que no puede permanecer mucho tiempo levantada. Pienso: no te preocupes, yo te peinaré, yo te traeré de la cama, yo te ayudaré —y me doy cuenta de que no me conoce.

En mis sueños, la cara de mi padre, con la expresión que ponía los domingos escuchando música; contorsiones; un reflejo en la superficie quieta de un lago, roto por una piedra. En mis sueños no soy capaz de detener su desintegración.

Desde su muerte he llegado a respetar las provisiones que mi padre escondía por toda la casa como prueba de su inventiva, la lucidez de su percepción de sí mismo. No es la profundidad de una persona lo que hay que descubrir, sino su ascensión. Encontrar el camino de la profundidad a la ascensión.

En el fondo del armario de mi madre había una maleta pequeña, cuyo contenido fue revisando a medida que yo crecía. Esta maletita, que me asustaba de niño, ahora representa para mí la enormidad de su autocontrol.

Mi madre de pronto se hizo vieja. Se había puesto del revés; se le escondía la piel tras los huesos. Yo notaba cómo se estiraba la tela sobre su espalda encorvada, su pelo ralo sobre el cráneo. Daba la impresión de estar a punto de cerrarse con el estrépito de una silla plegable. Lo que quedaba de ella no eran más que las partes que producirían un ruido terrorífico —esqueleto, gafas, dientes. Sin embargo, al mismo tiempo que desaparecía, parecía estarse convirtiendo en algo más que su cuerpo. Y fue entonces cuando me di cuenta de cuánto me estaban hiriendo las atenciones filiales de Naomi, cada botecito de crema de manos perfumada, cada botella de colonia, cada camisón. Por no hablar de la angustia que provoca la inutilidad de los objetos que van a sobrevivimos.

Después de la muerte de mi madre, casi instantáneamente, mi padre se deslizó fuera de nuestro alcance. Oía cosas, blancas como susurros. Cuando su mente estaba sintonizada a la frecuencia de los fantasmas, su boca se convertía en un cable retorcido. En una visita, un domingo otoñal alrededor de un año después de la muerte de mi madre y dos años antes de la suya propia, le observé desde la ventana de la cocina mientras Naomi preparaba un té. Estaba sentado en el patio; el libro que no había estado leyendo cayó sobre el césped. Alguien en el barrio estaba quemando rastrojos. Pensé en el aire fresco y con olor a humo sobre su piel recién afeitada, una piel que llevaba años sin tocar. Qué extraño que este recuerdo se haya convertido en algo hermoso. Mi padre solo en el jardín, perdido en la soledad por la ausencia de su esposa. Sujetaba la chaqueta en el regazo como un niño al que se le pide que sujete algo sin saber por qué. El rastro de la belleza siento ahora que es esto: quizá por primera vez en una larga vida mi padre estaba experimentando el placer de recordar un tiempo más feliz. Estaba sentado tan quieto que ni siquiera los pájaros le temían, lanzándose en picado desde las ramas recién peladas, planeando a un soplo por encima de la hierba a su alrededor. Sabían que él no estaba allí. En su rostro esa expresión que reconozco ahora de todas aquellas tardes de domingo en que nos sentábamos juntos.

La última noche de mi padre. Sujetando el pitido del auricular contra la oreja, esperando que Naomi llegara al hospital. Siempre asociaré el pitido del teléfono con el horizonte mecánico de la muerte, con la ausencia de latidos. Me di cuenta de que llevaba toda la vida equivocado con respecto a él, pensando que deseaba la muerte, que la estaba esperando. ¿Cómo es posible que no lo supiera nunca, que nunca lo adivinara? La verdad crece en nosotros de manera gradual, como un músico que toca la misma pieza una y otra vez hasta que de pronto la escucha por primera vez.

Una tarde de marzo, alrededor de dos meses después de que se muriera mi padre, estaba revisando los armarios y los bolsillos, y la cómoda de mi padre.

Había dejado la limpieza de su dormitorio para el final. En el bote humectativo, que él nunca utilizaba para puros, en un sobre, una única fotografía. Pensamos en las fotos como si fueran el pasado capturado. Pero algunas fotos son como el ADN. En ellas puede uno leer todo su futuro. Mi padre es un hombre tan joven que apenas le reconozco. Está posando delante de un piano, un bebé en la curva del brazo. Su otra mano coloca la cara de una niña pequeña hacia la cámara. Tiene unos tres o cuatro años y se agarra a su pierna. La mujer que se yergue a su lado es mi madre. Si es posible hablar sin hacer ningún ruido ni alterar los músculos de la cara… ese es el aspecto que tienen mis padres. En el reverso flota una fecha con letra de araña, junio, 1941, y dos nombres. Hanna. Paul. Miré las dos caras de la fotografía durante mucho rato antes de comprender que hubo una hija; y un hijo nacido justo antes de la lucha. Cuando obligaron a mi madre a entrar en el gueto, a los veinticuatro años, sus pechos lloraban leche.

Traje a casa la fotografía para enseñársela a Naomi. Estaba en la cocina. Ocurrió en un instante. Al sacar la fotografía del sobre, antes de haber pronunciado una sola palabra de explicación, Naomi dijo: «Es tan triste, es tan terrible». Entonces vio la conmoción que me producían sus palabras y dejó de limpiar los platos sobre el cubo de la basura.

Mis padres, expertos en secretos, me resguardaron del más importante hasta su último aliento. Pero, con un golpe maestro, mi madre decidió contárselo a Naomi. La hija que añoraba. Mi madre adivinaba que mi mujer no mencionaría fácilmente algo tan doloroso, pero sabía que si se la confiaba a Naomi, llegaría un momento en que se sabría la verdad. Naomi sabía cuánto me dolía su intimidad con mis padres. Pero no sabía que estaba guardando un secreto.

Aun así, yo la culpé.

La intimidad es la verdadera profundidad de un matrimonio, el lugar invadido por la historia de mi madre.

El pasado es energía desesperada, viva, un campo eléctrico. Elige un único momento, una oportunidad tan doméstica que no sabemos que la hemos perdido, un momento que nos atropella desde atrás y cambia todo lo que le sigue.

Mis padres debieron de hacerse una promesa mutua, que mi madre respetó casi hasta el final.

Naomi me explicó otra cosa que yo nunca supe. Mis padres rezaban para que el nacimiento de su tercer hijo pasara inadvertido. Esperaban que si no me daban un nombre, el ángel de la muerte pasaría de largo. Ben, no por Benjamín, sino solamente «ben» —la palabra hebrea que significa hijo.

La nieve desapareció poco a poco de debajo de los árboles, dejando sombras mojadas. El detritus que llevaba escondido todo el invierno yacía desparramado en los jardines y flotando en las alcantarillas.

En las semanas que siguieron a la limpieza del apartamento de mis padres, empecé a rebuscar en el Humber, recogiendo de los bancos objetos que se habían erosionado, al principio de la primavera —una cucharilla de souvenir, el pomo de una puerta, un juguete mecánico herrumbroso. Los lavé en el río y los guardé en una caja en el maletero del coche. No encontré nada que yo recordase.

Un día la lluvia me empapó el abrigo, me puso ralas las mangas y la espalda. En casa vacié los bolsillos de lascas de porcelana, pequeñas como piezas de mosaico y lavé los platos rotos en el lavabo del baño. Me limpié debajo de las uñas los rastros del fondo del río. Me senté con la ropa mojada en el borde de la bañera vacía. Después de un rato me cambié y me fui al estudio. Ya se olía la cena —salsa de tomate, romero, hojas de laurel, ajo, en vaharadas procedentes del piso inferior. Permanecí sentado hasta que ya no alcanzaba a ver los tejados de la calle ni las verjas de los jardines, sólo mi propia lámpara y las estanterías reflejadas en la ventana.

Me fui al dormitorio y me tumbé. Oí a Naomi subir las escaleras, quitarse los zapatos. La sentí tumbarse a mi lado en su postura preferida, espalda contra espalda, sus pequeños pies con medias contra mis gemelos, un gesto de intimidad que me llenaba de desesperanza. La imaginaba con la mirada fija en su propia vista del dormitorio oscuro. Pude haberlo soportado, sin importar cuántas veces lo repitiera: pensaba que lo sabías, pensaba que lo sabías. Si sólo hubiera dejado de colocar sus pies contra mis gemelos —como si nada hubiera cambiado.

Sabía que no debía abrir la boca. La desgracia de unos huesos que hay que romper para poder colocarlos correctamente.

Al despertarnos en nuestra casita diminuta, en nuestra calle con los olmos y los castaños, sabía sin levantar las persianas, a veces incluso sin abrir los ojos, si llovía o nevaba. Sabía instantáneamente qué hora de la mañana o de la noche era por la calidad de la luz sobre la cómoda, la silla, el radiador, el cepillo de madera de Naomi en la mesilla de noche. Distinta en invierno, en marzo, en pleno verano, en octubre. Sabía que, de aquí a medio año, los dos arces del jardín cambiarían de color de manera diferente, uno más bronce que escarlata. Me enfermaba esta percepción. Los pálidos grados del cambio, el deterioro diurno.

Y luego hay días en que la atmósfera señala un aniversario del error. Un momento innombrado que sólo el clima recuerda. El lugar en el que estaríamos si todo fuera bien.

Pensé en mi padre, que solía olvidarse de su cuerpo. Que estaba vivo en la música, donde el tiempo es una instrucción.

Te moriste poco después que mi padre y no sé decir cuál de las dos muertes me hizo acercarme de nuevo a tus palabras. Sobre la mesa de Naomi estaba tu último libro, Qué le has hecho al Tiempo, y sobre la mía, Trabajo de campo.

Una tarde, mientras removía nerviosamente la cena en una cacerola, Naomi me sugirió que por qué no ayudaba a Maurice Salman y me ofrecía a traer tus cuadernos de notas de Idhra, ahora que él está demasiado mayor para viajar. Fue idea de Naomi: una separación.

Algunos días después, de pie en el umbral de la puerta de la cocina, le hablé a su nuca.

—He reorganizado mis asuntos para no tener que dar clase hasta enero del año que viene.

Naomi apretó las palmas de las manos contra la mesa de la cocina y se levantó. La silla le había dejado una marca en la parte de atrás de los muslos. Esto me entristeció tanto que tuve que cerrar los ojos.

—Pero estarás fuera por tu cumpleaños… hay que renovar pronto la hipoteca… ya te he comprado el regalo…

Un barco en medio del océano no puede percibir el tsunami; en las zonas de presión más baja hay ochenta y cinco millas entre las crestas. En ese momento debió haberme punzado el miedo, debí haber olido la oleada de éter, sentido el filo del cuchillo. Pero no. En lugar de eso derroché nuestra vida juntos y dije solamente: Te escribiré…

El cuerpo de Naomi era un mapa tan familiar para mí, doblado tan a menudo por los mismos sitios, rasgándose en las dobleces. Ya nunca la desenrollaba del todo; le abría sólo un cuadradito de cada vez, el distrito al que me dirigía en la oscuridad.

La noche de junio antes de partir hacia Grecia, hacía un calor sofocante. Naomi vino goteando de la ducha fría y se tumbó sobre mí. Fría como la arena mojada.

Unos años después de la muerte de mi madre, durante el breve tiempo que vivió con Naomi y conmigo, mi padre pareció renunciar al sueño por completo. Por la noche le oíamos vagar por la casa.

Finalmente le convencí para que viese a un médico que, para mi alivio, le recetó somníferos. Pero, encontrándose de pronto en situación de dar respuesta al dilema de hambre que le había atormentado durante tanto tiempo, se los tomó todos.