Cuando eran pequeños, los hijos de Maurice Salman, Yosha y Thomas, solían enviarme cosas extrañas por correo: sobres llenos de arena, dibujos que no eran más que rizos o líneas rectas, trozos de plástico de origen desconocido. Yo les contestaba con piedras y monedas extranjeras.
Maurice, Irena y los chicos vinieron a visitarme a Idhra, y cada vez que regresaba a Toronto yo me alojaba con ellos, acampando en la leonera. El trabajo de Maurice en el museo le obligaba a dar dos cursos en la universidad, entre ellos «Clima antiguo: prediciendo el pasado».
«Casi tan complicado», les decía a sus alumnos, «como saber el tiempo que va a hacer la semana que viene».
La demanda de traducciones del griego al inglés iba aumentando regularmente, y yo alcanzaba a vivir de ellas con cierta holgura. A través de los años, además de mi propia literatura, compilé dos libros con los ensayos de Athos para que se publicaran y traduje al griego Levantando falso testimonio. A veces Donald Tupper, en nombre del departamento de geografía, me invitaba a dar alguna charla sobre el trabajo de Athos.
A Maurice y a Irena siempre les ha encantado el desorden. Los proyectos escolares de los chicos —el diario de Livingstone escrito en folios con un rotulador tembloroso, con las esquinas de las páginas quemadas melodramáticamente por Irena siguiendo las instrucciones de Yosha— se apartaban a un lado de la mesa del comedor a la hora de cenar. El desierto de Gobi en plastilina y arena extendido sobre el suelo del salón…, todo el mundo caminaba sobre él, sencillamente. Emergiendo de la relativa soledad isleña, Maurice me recibía con su fórmula habitual: «Vaya. El monje se escapa y se une al circo».
Oía a los chicos volver del colegio. En el piso de abajo, Yosha se ponía a practicar al piano. Entonces oía un portazo y sabía que Thomas estaba fuera solo en el jardín. Yosha tocaba con un cuidado enloquecedor. Tenía miedo de cometer errores y tocaba tan despacio como funciona la geología, con tal de no desafinar.
En su casa, en el tiempo estrecho que va de la tarde a la noche, entre sombras y ruidos familiares, frecuentemente me sorprendía a mí mismo tumbado en el viejo sofá burdeos, con la cabeza cerca de los libros de Maurice, escuchando el piano esforzado de Yosha tan hermoso como la luz.
Quiero a los hijos de Maurice e Irena, de la misma manera que hubiera querido a los hijos de Bella, y a menudo deseo contarles otra vez más mis tardes antiguas en los bancos del río, el delgado sol otoñal en gruesas franjas sobre los espesos juncos, las ciudades bíblicas que Mones y yo construíamos con palos y barro. La orilla helada, el cielo levemente verdoso, los pájaros negros, la nieve. Cuando eran muy pequeños me ponía en cuclillas junto a Yosha y Thomas y les sujetaba los hombros frágiles y huesudos, con la esperanza de recordar cómo me tocaba a mí mi padre.
Miro a los chicos apoyarse en Irena, cómo a veces todavía se rinden ante sus caricias, descansando la cabeza contra ella. Irena no le resta importancia a este amor. No era joven cuando nació Yosha y nunca se creyó del todo que Thomas sobreviviría. Se le ve claramente en la cara.
Escuchaba el deseo sincero de Yosha de no equivocarse nunca, su melodía dolorosa que no estaba rota pero que sonaba como si lo estuviera; tantos huecos entre nota y nota.
Durante años después del final de mi matrimonio, Maurice e Irena fingían envidiar mi libertad; en secreto se divertían con el reto de encontrarme una segunda mujer. En mis visitas a Toronto maquinaban como adolescentes. Almuerzos, fiestas familiares, cenas de profesores —cada ocasión era, en potencia, un campo minado de romance, y Maurice era el que colocaba las bombas. Hacía las presentaciones y después huía. Yo estaba acostumbrado a su estribillo: «Bueno, Jakob, conozco a una mujer…» y no me inmutaba.
Pero a veces el mundo se sale de órbita, deja que se le deslice el vestido y deja un hombro al descubierto, detiene el tiempo por un latido. Si levantamos la vista hacia ese momento, no es porque tengamos la habilidad de agujerear la oscuridad, sino que es el don breve del mundo. La catástrofe de la gracia.
Había ido a Toronto a pasar temporadas todos los años desde hacía dieciocho años, antes de que ella entrara en la cocina de Maurice e Irena.
No sé qué mirar primero. Su pelo castaño claro o sus ojos castaño oscuro o su mano pequeña desapareciendo en la hombrera del vestido para ajustar un tirante.
«Michaela es administradora en el museo», dice Maurice al hacer su mutis.
Su mente es un palacio. Se mueve a través de la historia con la fluidez de un espíritu, llora el incendio de la biblioteca de Alejandría como si hubiera ocurrido ayer. Habla de la influencia de las rutas comerciales en la arquitectura europea y percibe al mismo tiempo el dibujo de la luz sobre una mesa.
No queda nadie en la cocina. A nuestro alrededor se acumulan vasos y torrecillas de platos sucios. El ruido de la fiesta en el cuarto contiguo. Michaela apoya las caderas contra la encimera. Voluptuosa académica.
Michaela acaba de conocer a Irena. Me pregunta por ella.
Me sorprendo contándole a Michaela una historia que tiene más de doce años, la historia del nacimiento de Thomas, sobre mi experiencia de su alma.
«Thomas nació muy prematuro. No llegaba al kilo y medio…»
Me había puesto una bata, me había frotado las manos y los brazos hasta los codos, e Irena me había llevado a verle. Vi algo que sólo puedo llamar un alma, porque no era aún un ser, atrapada en ese cuerpo casi transparente. Nunca he estado tan cerca de una prueba tan palpable del espíritu, tan cerca del molusco casi invisible cuyos ojos muestran en las fotos la mancha leve de un alma. Sin aliento, la prueba se desvanecería instantáneamente. Thomas en su vientre de plástico cristalino, apenas más grande que una mano.
Michaela ha estado mirando al suelo. El pelo, brillante y espeso, con la raya al lado, le cubre la cara.
Ahora levanta la mirada. De pronto me da vergüenza haber hablado tanto.
Entonces dice: «No sé lo que es el alma. Pero me imagino que, en cierto sentido, nuestros cuerpos rodean lo que siempre ha sido».
Juntos en la acera invernal, en la blanca oscuridad. Sé todavía menos que la luz de una lámpara en una ventana, que al menos sabe derramarse hacia la calle y encender el anhelo del que espera.
El pelo y el sombrero le dibujan un círculo en tomo a la cara callada. Es joven. Nos separan veinticinco años. Mirándola siento un pesar tan puro, una tristeza tan limpia que es casi como la felicidad. Su sombrero, la nieve, me recuerdan al poema de Ajmátova en el que, en dos versos, la poetisa agita el puño y luego cierra las manos para orar: «Llegas con muchos años de retraso, / qué alegría me da verte».
El invierno es una cueva salina. La nieve ha dejado de caer y hace mucho frío. Un frío espectacular, penetrante. La calle se ha quedado en silencio, un teatro de blancura, golpes de aire como olas heladas. Cristales que centellean bajo las farolas.
Señala sus botas muy poco prácticas, «zapatitos de fiesta», y entonces noto su pequeño guante de cuero alrededor del brazo.
Michaela vive encima de un banco. Su piso es una celda monástica con un orden sensual. Me he internado en un mundo antiguo; los detalles de un sueño.
Revistas —Nature, Arqueology, The Conservator— y pilas de libros —novelas, historia del arte, cuentos para niños— en difícil equilibrio en el suelo cerca del sofá. Zapatos tirados en mitad del cuarto; un chal sobre la mesa. Los cachivaches de la hibernación.
Las habitaciones desordenadas respiran apagadas bajo una luz leve. Las telas oscuras y otoñales, las alfombras y los muebles pesados, una pared de pequeñas fotografías enmarcadas, una lámpara de niño con forma de caballo —todo parece estar desafiando el estricto mundo de la contabilidad del banco en el piso inferior.
Soy un ladrón que ha entrado por la ventana y se queda helado por la sensación de haber llegado a casa. Qué imposible es; qué suerte.
Espero a que Michaela vuelva con el té. Siento el malestar de la habitación cálida, la paz de la nevada impoluta. Las habitaciones abarrotadas de Michaela han formulado un sortilegio. Formo parte ya de esta tiniebla pintada por Rembrandt.
Vuelve con una bandeja que coloca en la mesita baja del salón; una tetera de plata, vasos con los bordes plateados. Descalza, ahora con calcetines gruesos, parece todavía más joven. Ahora vislumbro en la cara de Michaela la bondad de Beatriz de Luna, el ángel marrano de Ferrara, que reclamó su fe y dio refugio a otros exiliados de la Inquisición… En la cara de Michaela, la lealtad de generaciones, quizá la devoción de cien mujeres de Kiev por cien maridos fieles, incontables noches bajo las sábanas en habitaciones mal ventiladas, discutiendo problemas familiares; mil intimidades, sueños de tierras lejanas, primeras noches de amor, noches de amor después de largos años de matrimonio. En los ojos de Michaela diez generaciones de historia, en el pelo los aromas de los pinos y las praderas, sus brazos fríos y suaves llevando agua de manantiales…
«¿Té?», pregunta, empujando los periódicos a la alfombra, abriendo un claro.
Hace una pausa en medio de una historia familiar; ahora es ella la que se siente incómoda por haber hablado demasiado. Sobre sus padres, «como embajadas» —con tierra rusa y española bajo los pies— sentados en su salón de Montreal. Sobre su abuela, que le contaba a Michaela historias de su vida que en realidad eran ficticias, bien porque deseaba que Michaela la recordara de determinada manera o bien porque deseaba, ella misma, creer en las fantasías que había alimentado durante más tiempo. Su abuela describía una casa inmensa en San Petersburgo, los detalles del ornato de los muebles, la ebanistería labrada, hasta las personalidades de los distintos criados. Cortinajes en verde y dorado, vestidos de terciopelo en color vino y negro. Pero sobre todo insistía en la educación que había recibido, contándole a Michaela que había sido estudiante, profesora, que había escrito para un periódico.
Michaela me ofrece sus antepasados. El hambre que tengo de sus recuerdos me deja atónito. El amor se alimenta de la proteína del detalle, sorbe los hechos hasta la médula de los huesos; de la misma manera que no existe generalidad en el cuerpo, con cada particular hablando al mismo tiempo hasta que se produce un griterío tal…
Estoy echado hacia delante en el sofá, ella está sentada en el suelo, tenemos la mesita entre los dos.
Sólo escucharla parece la absolución. Pero sé que si me toca mi vergüenza quedará expuesta, podrá ver mi fealdad, mi pelo ralo, unos dientes que no son míos. Verá en mi cuerpo las cosas terribles que me han marcado.
Un último escalofrío de extrañamiento, un último destello de miedo antes de que el deseo introduzca su hoja en mí, hasta la empuñadura. Despellejado vivo. Mi mano alcanza la suya e instantáneamente sé que he cometido un error. Soy demasiado viejo para ella. Demasiado viejo.
Ahora, aunque es imposible —¿puede ser sin lástima?— coloca su mejilla —melocotón cálido al sol— contra la palma fría de mi mano.
Empiezo a trazar cada línea, sus longitudes y sus formas, y de pronto me doy cuenta de que está absolutamente quieta, con los puños muy cerrados, y me horroriza mi propia estupidez: mi deseo la humilla. Demasiados años entre los dos. Después me doy cuenta de que está totalmente concentrada, paralizada bajo mi lengua, de que me está dando la disparatada licencia de vagar por su superficie. Es sólo después de que la explore así, tan despacio, como un animal señalando las fronteras de su territorio, cuando ella rompe a tocarme.
Me paraliza la cueva que forma su pelo. Entonces mis manos se acercan a tocar su cintura delgada y sé repentinamente cómo se agacharía después de una ducha, retorciéndose el pelo en un turbante mojado, siento la forma que crearía su espalda, inclinándose. Oigo su voz baja —largas frases de música y quietud como un remo en su arco, en equilibrio sobre el agua, goteando plata. Oigo su voz pero no sus palabras, tan suaves; tengo el sonido de su cuerpo entero en los oídos. En lugar de los muertos inhalando mi aliento por su proximidad, es el zumbido del cuerpo de Michaela lo que me resulta ensordecedor, la conducción eléctrica de la sangre, hilos azules debajo de su piel. Cables de tendones; los bosques de huesos en las muñecas y en los pies. Cada vez que deja de hablar, en cada larga pausa, aumento la fuerza con que la sujeto. Noto cómo poco a poco empieza a pesar más. Qué hermosa la sangre tirando hacia la confianza, el peso cálido de quien duerme internándose en su órbita, acercándose a mí, aromática, pesada y quieta como manzanas en un cuenco. No es la quietud de algo roto, sino la del descanso.
Se está haciendo de día cuando Michaela se desviste, deliberada, oníricamente. Su ropa se disuelve.
Incluso las moléculas libres de los objetos de la habitación parecen de pronto palpables. Después de muchos años, en cualquier momento, nuestros cuerpos están preparados para recordarnos.
Se tumba sobre mí, la silla de montar de la pelvis, la curva del cráneo, fémures y peronés, el sacro y el esternón. Noto los arcos de sus costillas, cada respiración inunda de sangre los cartílagos de sus orejas y de sus pies.
Pero no hay rastro de muerte en la piel de Michaela. Mientras duerme veo en su desnudez lo invisible manifiesto, inundando su superficie. Veo el pelo húmedo de mi amada pegado a la frente, la mancha del amor como sal sobre la tripa, la cadera que punza la superficie de la piel, la complejidad del aliento. Veo los músculos que resaltan sus pantorrillas, firmes como peras verdes. Veo que volverá a abrir los ojos y me abrazará.
Es tarde, casi pasado el mediodía cuando me dice, aunque puedo haberlo soñado, aunque es precisamente algo que Michaela podría preguntar: ¿Tienes hambre? No… Entonces quizá deberíamos comer algo para que el hambre no nos parezca, ni por un momento, la sensación más poderosa…
Las manos de Michaela por encima de su cabeza; acaricio la zona frágil del interior de los brazos, suaves y tersos. Está llorando. Lo ha escuchado todo —su corazón un oído, su piel un oído. Michaela está llorando por Bella.
La luz y el calor de sus lágrimas me penetran los huesos.
La felicidad de ser reconocido y la puñalada de la pérdida: reconocido por primera vez.
Cuando por fin me duermo, el primer sueño de mi vida, sueño con Michaela —joven, tersa y fulgente como el mármol, azucarada y húmeda con la luz del sol. Siento cómo el sol se derrite sobre mi piel. Bella se sienta en el borde de la cama y le pide a Michaela que describa el tacto de la colcha bajo sus piernas desnudas, «porque, verás, ahora estoy sin cuerpo…». En mi sueño, las lágrimas recorren el rostro de Michaela. Me despierto como si me hubieran desenterrado del sueño y levantado al mundo, un agotamiento flotante. Me duelen los músculos de estirarme hacia su interior mientras estoy echado en la cama, cruzada por un rayo de sol.
Cada célula de mi cuerpo ha quedado sustituida, bañada en paz.
Ella duerme, con mi cara contra su espalda, sus pechos se me derraman de las manos. Duerme profundamente como una corredora que acabase de salir del Cañón de Samaria, que durante días sólo ha oído su propia respiración. Me desvanezco y despierto con la boca sobre su tripa o en la curva de su espalda, el sueño me ha traído a casa, al interior de ella, sus pechos son de arcilla suave, semillas duras, doloridas.
Cada noche sana los huecos que hay entre nosotros hasta que nos une la cicatriz de los sueños. Mi desolación expira en el aliento de la oscuridad.
Nuestra unión es tan inesperada, tan accidental como la misma Salónica antigua, que fue en tiempos una ciudad de español castellano, de griego, de turco, de búlgaro. Donde antes de la guerra aún se podía oír a los muecines convocando a los fieles desde los minaretes por toda la ciudad, mientras sonaban las campanas de las iglesias y el muelle se quedaba en silencio los viernes por la tarde por el Sabbath judío. Donde las calles estaban abarrotadas de turbantes, velos, kippahs y los altos sikkes de los Mevlevis, los derviches giradores. Donde sesenta minaretes y treinta sinagogas rodeaban el semahane, el recinto donde los derviches giraban sobre sus ejes invisibles, santificados, bendiciones extraídas del cielo a través de los brazos, traídas a la tierra a través de las piernas…
Agarro sus brazos, entierro el cerebro en el perfume de sus muñecas. Pulseras de aroma.
Que un cuerpo tan pequeño haya podido salvarme…
Al otro lado de la ciudad, al otro lado de cien jardines lechosos, duerme Michaela.
Apenas si he apoyado la cabeza cuando oigo a Yosha y a Thomas caminar pesadamente por el pasillo, y sus susurros teatrales al otro lado de la puerta. Estoy impregnado del olor de Michaela, lo tengo en el pelo. Noto la tela áspera del sofá contra la cara. Me siento pesado por la falta de sueño, por Michaela, por las voces de los chicos. Sombras de luz temprana crean franjas en las gruesas cortinas.
Qué es lo que le has hecho al tiempo…
Escucho los sonidos de la preparación del desayuno, sonidos que duelen. Escucho a Yosha, cada nota aprendiéndose el aire. Labios de gravedad me empujan hacia la tierra. Lluvia helada se adhiere a la nieve recién caída, plata y blanco. En el sofá de Maurice, los juncos se enredan a lo largo de la orilla del río, la lluvia de primavera cae con fuerza en artesas de hojalata, la habitación está sumergida en el clima. Cada sonido es tacto. La lluvia sobre los hombros desnudos de Michaela. Tanto verde, que vamos a pensar que tenemos algún problema en los ojos. Ninguna señal se da por sentada. Otra vez, otra vez por vez primera.
En la fiesta de Maurice donde conocí a Michaela había un pintor, un polaco de Danzig que nació diez años antes de la guerra. Hablamos durante mucho rato.
—Llevo toda la vida —me dijo— preguntándome una cosa: ¿cómo puedes odiar todo aquello de lo que surges pero no odiarte a ti mismo?
Me contó que el año anterior había comprado tubos de pintura amarilla, todos los tonos del amarillo más intenso, pero no había sido capaz de utilizarlos. Seguía pintando en los mismos tonos oscuros, ocres y marrones.
La serenidad de un dormitorio en invierno; la calle silente, salvo por los arañazos de una pala en la acera, un sonido que parece congregar el silencio en su torno. La primera mañana que desperté con Michaela —con la cabeza en la curva de su espalda, sus talones como dos islas bajo la manta— supe que esta era mi primera experiencia del color amarillo.
Pensamos que los cambios ocurren repentinamente, pero incluso yo he aprendido la verdad. La felicidad es salvaje y arbitraria, pero no es repentina.
Maurice está más que encantado, está atónito. «Amigo mío —por fin, después de un millón de años. Irena, ven aquí. Es como el descubrimiento de la agricultura».
En el restaurante preferido de Michaela, levanto el vaso y los cubiertos se caen al suelo de baldosas caras. El sonido estalla tan alto como la luz del cielo. Mirándome, Michaela tira su propio servicio de plata por el borde de la mesa.
Me enamoré en medio de un estrépito de cucharas…
Cruzo la frontera de piel hacia los recuerdos de Michaela, hacia su infancia. En el muelle a los diez años, las puntas de sus trenzas húmedas como pinceles. Su espalda fresca y morena bajo una blusa gastada de franela, lavada tantas veces que es tan suave como la piel de los lóbulos de las orejas. El olor de la dársena de cedro tostándose al sol. Su tripa infantil, escurridiza, sus piernas de pajarito. Qué distinto es nadar después, de mujer, tocada por los dedos de frío del lago; y cómo, incluso ahora, no es capaz de nadar en un lago sin que el romanticismo dé forma a sus energías, como si todavía fuera una niña nadando hacia el futuro. Por la tarde, el ocaso alumbra el cielo, por encima del friso oscuro de los árboles. Rema, cantando estrofas de baladas. Se imagina las estrellas como caramelos de menta, y las guarda en la boca hasta que se disuelven.
Durante las primeras semanas que pasamos juntos, Michaela y yo viajamos en coche por muchos pueblos norteños a las orillas de los lagos, el cielo bordado de humo de madera, lámparas encendidas en casas pequeñas, o pasamos por delante de casitas de chilla cubiertas de tablones para protegerse de la nieve. Pueblos que no comparten sus recuerdos.
Los álamos blancos crean sombras negras, un negativo fotográfico. El cielo vacila entre la nieve y la lluvia. La luz es una campanada sorda, vieja, un eco de la luz. Michaela al volante, mi mano en su muslo. La alegría de volver a su apartamento en la oscuridad de la tarde del domingo.
En primavera, fuimos más hacia el norte, pasadas las minas de cobre y los molinos de papel, los pueblos abandonados que surgieron a causa de la industria y luego fueron rechazados por ella. Me interno en el paisaje de su adolescencia, a la que recibo con una ternura corpórea, cuando Michaela se relaja e imperceptiblemente se abre a ella: las decrépitas casas de Cobalt, con las entradas de cara a todas partes menos a la carretera, que se construyó más tarde. La elegante estación de ferrocarril de piedra. Las bocas abiertas de las minas. El Hotel Albion, marchito y desamparado. Vi que amaba todo esto. Supe entonces que le enseñaría la tierra de mi pasado, de la misma manera que ella me estaba enseñando la suya. Entraríamos en el Egeo a bordo de un barco blanco, la tripa de una nube. Aunque la extranjera será entonces ella, y aunque habrá de quedarse boquiabierta frente al paisaje desconocido, su cuerpo se amoldará a él como una promesa. Se pondrá morena, sus ángulos brillarán aceitosos. Un vestido blanco reluce contra sus muslos como la lluvia.
«Mis padres se escapaban autopista arriba a la menor oportunidad. No sólo en verano; también en invierno, hiciera el tiempo que hiciera. Íbamos al norte de Montreal, al oeste hacia Rouyn-Noranda y más allá, a un bosque de ésker, y a una isla… Cuanto más al norte vayas, más te convoca el poder del metal en el suelo…».
De niña, surcando la noche en un automóvil veloz, con la cara contra la fría ventana trasera, se creía capaz de percibir la atracción entre las estrellas y las minas, una dependencia metálica de conceptos que ella no entendía: magnetismo, órbitas. Se imaginaba las estrellas perdiéndose y acercándose demasiado a la tierra, atraídas con fuerza al suelo. Con las ventanas abiertas, aire de autopista contra piel veraniega, el traje de baño aún húmedo bajo los pantalones cortos, a veces sentada sobre una toalla. Adoraba aquellas noches. Las sombras oscuras de sus padres en el asiento delantero.
«En las islas las tiendas del puerto olían a lana y a bolas de naftalina, a chocolate y a goma. Mi madre y yo comprábamos ahí gorritas de algodón para el sol. Comprábamos viejos juegos de mesa y puzzles de puentes y de puestas de sol; las piezas de cartón siempre daban la impresión de estar algo húmedas… El museo de los pioneros me hizo tenerles miedo a los fantasmas de los indios y de los colonos y de los espíritus de los animales cazados. Vi la ropa de hombres y de mujeres que no habían sido más altos que yo cuando no pasaba de los diez u once años. Jakob, ¡esa ropa tan pequeña me aterrorizaba! Existe la leyenda de que los indios manitú quemaron la isla una vez y que quedó arrasada, destruyeron el bosque y sus propios asentamientos para echar de allí a un espíritu. Incendiaron sus hogares para salvarse. Tuve pesadillas con hombres corriendo por el bosque, un reguero de linternas. Se supone que la isla había quedado purificada, pero a mí me preocupaba la posibilidad de que el espíritu estuviera planeando su venganza. Creo que un niño sabe de manera intuitiva que los lugares más sagrados son los que más asustan… Pero había también una felicidad en la isla que nunca he sido capaz de recrear. Comer al aire libre, linternas, vasos de zumo enfriado en el lago. Aprendí cosas sobre los diferentes tipos de raíces y sobre los distintos tipos de musgo, leí El Poni Rojo de Steinbeck en el porche acristalado. Remábamos. Mi padre me enseñaba palabras nuevas que yo imaginaba entre signos de exclamación que para mí representaban su dedo señalando: ¡Cirro! ¡Cúmulo! ¡Estrato! Cuando estábamos en el norte mi padre llevaba zapatillas de tela. Mi madre llevaba un pañuelo anudado en la cabeza…»
Igual que el que lleva Michaela mientras me cuenta estas historias. La tela le enmarca el perfil, le destaca los pómulos.
«Más tarde, cuando volví a esos lugares, especialmente a las playas del Canal del Norte —de mayor, conduciendo sola— sentí que había alguien conmigo en el coche. Era muy raro, Jakob, como si tuviera conmigo un ser de repuesto. Un ser muy joven o muy viejo».
Mientras habla, atravesamos pueblos desiertos a la orilla de los lagos, la arena de la orilla del arroyo va tapando la carretera. El patetismo de los pueblos de vacaciones del norte en el silencio de la temporada baja. Troncos para la chimenea apilados en los porches, muebles viejos; vidas vislumbradas. Pueblos que se desperezan brevemente sólo en las semanas de calor, como el florecimiento del quisco. Y no puedo respirar por miedo a perderla. Pero el momento pasa. Desde Española hasta Sudbury, las colinas de cuarcita absorben la luz rosada de la tarde como papel secante, luego empalidecen bajo la luna.
Finalmente, Michaela me lleva a una de las mecas de su infancia, un bosque de abedules que surge de la arena blanca.
Aquí es donde por fin largo el ancla irremediablemente. El río se desborda. Me escapo del nudo y floto, suspendido en el presente.
Dormimos entre los abedules mojados, nada entre nosotros y la tormenta excepto la frágil piel de nailon de la tienda de campaña, una cúpula que refulge en la oscuridad. El viento llega retumbando desde lejos, se enreda en las altas antenas de las ramas y luego rueda por encima de nosotros hacia la lluvia, lleno de electricidad. Tapo a Michaela, dentro del saco de dormir, consciente de la tienda como si fuera una camisa mojada contra mi espalda. Relámpagos. Pero nosotros hemos tomado tierra.
Se alza hacia mí sin vacilación. ¿Qué es lo que el cuerpo nos hace creer? Que nunca somos nosotros mismos hasta que contenemos dos almas. Durante años la corporeidad me hizo creer en la muerte. Ahora, dentro de Michaela, y mirándola, la muerte por primera vez me hace creer en el cuerpo.
Mientras el viento se acumula en los árboles y luego se aleja, rizando el bosque, desaparezco dentro de ella. Semillas titilantes se esparcen por su sangre oscura. Hojas luminosas en el viento de la noche; estrellas en una noche sin luz. Somos los únicos tontos que duermen a la intemperie bajo una tormenta de abril. En la tienda temblorosa Michaela me cuenta cuentos, mi oreja apoyada en su corazón hasta que, con la lluvia golpeando contra el nailon quebradizo, nos dormimos.
Cuando nos despertamos, tenemos un charco de agua a los pies. No es ni en Idhra ni en Zakynthos sino entre los abedules de Michaela donde me siento por primera vez seguro sobre la tierra, acollado en una tormenta.
Idhra es accesible sólo desde un puerto, desde un ángulo, y tiene la espina torcida, la cabeza mirando en sentido contrario. Nos apoyamos en la barandilla, mis brazos alrededor de la cintura de Michaela. La bandera del barco intenta atrapar el crepúsculo. El calor se desvanece bajo la precipitación de una fuente de estrellas.
En Idhra la primavera se despereza como una joven tras su primera noche de amor, a la deriva entre una vida antigua y otra nueva. Niña durante dieciséis años y mujer en dos horas, así es como Grecia se despierta del invierno. Llega una tarde en la que cuaja el color de la luz, un barniz endureciéndose sobre la cerámica.
Hojas de olivo acumulan implacablemente el sol, el poderoso sol griego, hasta que su color se vuelve tan denso que el verde se torna púrpura, las hojas se amoratan por su propia avaricia. Hasta que se vuelven tan oscuras que ya no pueden absorber más y, relucientes, reflejan la luz como espejos ahumados.
En lo alto del aire azul, la luz salpica como aceite perfumado sobre piel. Estamos pegajosos por el almizcle de las uvas y del agua salada. Michaela, vestida con el calor del verano, muele café, sirve higos y miel.
Michaela se olvida de su cuerpo durante horas. Me encanta mirarla cuando está leyendo, o pensando, con la cabeza apoyada en la mano. En el suelo o sentada en una silla, con las piernas y los brazos abandonados a la gravedad. Cuanto más intensa es su concentración, cuanto más abstracto el problema que contempla, más lejos vaga su cuerpo. Va por largos caminos, balanceando las piernas, o atravesando el agua, con el pelo paseándosele por la espalda. Estos son los novillos de su cuerpo, sus travesuras. Libre de la mente disciplinada de Michaela, se escapa corriendo al exterior. Cuando alza la mirada y me sorprende observándola, o simplemente deja de leer —«Jakob, Hawthorne llegó a fingir que estaba enfermo para poder quedarse en casa leyendo los ensayos de Carlyle sobre los héroes»— su cuerpo vuelve a estar ahí, reaparece de pronto en la silla. Y siento un agradecimiento profundo por esos miembros pesados y huidizos que le han plantado cara a la autoridad de su mente sin que ella se diera cuenta. Me mira, y es toda presencia. Mientras su cuerpo y yo compartimos nuestro delicioso secreto.
Oyendo leer a Michaela, recuerdo cómo Bella leía poesía; cómo me llegaba de niño el anhelo de su voz, aunque no entendiese el sentimiento. Me doy cuenta, medio siglo después de su muerte, de que aunque mi hermana nunca se sintiera a sí misma entre las manos de un hombre, debía amar ya tan profundamente, tan en secreto, que sabía algo sobre la otra mitad de su alma. Esta es una de las bendiciones de Michaela. Michaela, que hace una pausa porque algo se le acaba de ocurrir: «¿Te das cuenta de que Beethoven compuso toda su música sin haber mirado el mar ni una sola vez?».
Cada mañana escribo estas palabras para todos vosotros. Para Bella y Athos, para Alex, para Maurice e Irena, para Michaela. Aquí en Idhra, en este verano de 1992, intento dejar registrado el pasado en el abarrotado espacio de un rezo.
Por las tardes busco en Michaela perfumes fugitivos. Albahaca en los dedos, ajo trasladado de los dedos a un mechón suelto; sudor de la frente al antebrazo. Siguiendo un camino de estragón como si una larga división me llevara de una columna a otra, rastreo su jornada, aceite de coco en los hombros, hierba alta que se le pega a los pies húmedos de mar.
Encendemos las lámparas de tormenta, acompañados por el sonido de las cigarras, y ella me cuenta tramas de novelas, me habla de historia, de anécdotas de la infancia. Nos leemos el uno al otro, comemos y bebemos. Pescado fresco traído del pueblo con domates asados con aceite de oliva y tomillo; berenjena y anginares a la parrilla empapadas en limón. Sobre una mesa agraciada con la quietud y los aromas, el orden silvestre de las ciruelas.
A veces el hijo de la señora Karouzos sube del pueblo a traernos regalos de parte de su madre «para el viejo Jakob y su joven esposa»: pan, aceitunas, vino. Manos se sienta con nosotros por las tardes, y el leve decoro que trae a nuestra mesa agudiza mi deseo. Observo sus rostros al otro lado de la mesa. La amable intimidad de nuestro invitado, su afecto contenido, y Michaela, estallando de salud e irradiando placer, tiene el aspecto —¿será posible?— de una mujer bien amada.
Observo a Michaela cocinar un pastel. Me sonríe y me dice que su madre solía preparar así la masa. Sin saberlo, sus manos llevan mis recuerdos.
Recuerdo a mi madre enseñando a Bella en la cocina. Michaela dice: «Mi madre solía cortar así la pasta, y lo aprendió de su tía, ya sabes, la que se casó con aquel hombre que tenía un hermano en Nueva York…». Siguen y siguen, de manera despreocupada, como si no fueran con ella, las historias de la madre de Michaela acerca de sus familiares del pueblo de al lado, del otro lado del océano, se desenrollan como la corteza del pastel. El vestido descocado que llevó la prima Pashka a la boda de su sobrina. El primo que conoció a una chica y se casó con ella en América pero resultó que era del mismo pueblo que él, te lo puedes creer, tuvo que viajar desde la otra mitad del mundo sólo para conocer a la hija del vecino… Recuerdo a mi madre insistiéndole a Bella que no revelara los ingredientes secretos de su pastel de miel —la envidia de la señora Alperstein— nunca, excepto a su propia hija, Dios mediante. Unas pocas cucharadas de papilla para que esté suave y húmedo como la crema, y miel de acacias para que el pastel salga dorado… Acordándome de esto, recuerdo la antigua espada japonesa —fabricantes que recitaban historias mientras forjaban el acero, curvándolo miles de veces para que tuviera más fuerza y flexibilidad—, historias cronometradas para acompañar el proceso de temple. Así que cuando se quedaban callados, era que el acero estaba listo; las historias eran una receta precisa. Me estoy perdiendo lo que Michaela me cuenta, una historia familiar sobre una esposa que acabó arrojándole una tetera a su marido, porque me estoy acordando de que mi madre a veces castigaba a Bella por tener mal carácter: «Las gallinas viejas sólo sirven para hacer caldo», «si tienes malos pensamientos el pastel no subirá» —y aquí tengo a Michaela seduciendo a la masa mientras la mete en el horno, susurrándole al pastel para que salga perfecto.
La ausencia no existe si permanece al menos el recuerdo de la ausencia. El recuerdo perece si no se le da uso. O como hubiera podido decir Athos: cuando ya no poseemos la tierra, pero sí el recuerdo de la tierra, entonces podemos alzar un mapa.
Ahora ya no me asusta cosechar oscuridades. Horado con los ojos el dormitorio nocturno, la ropa de Michaela enredada con la mía, libros y zapatos. Una lámpara de latón del camarote de un barco, regalo de Maurice e Irena. Objetos que se convierten en reliquias ante mis ojos.
Noche tras noche me despierta mi propia felicidad. A veces, dormido, la presión de la pierna de Michaela contra la mía se traduce a un sueño en forma de calor, de luz de sol. Paralizado por la luz.
Silencio: la respuesta tanto al vacío como a la plenitud.
La luz de la lámpara nos moldea en bronce. En el charco amarillo que despierta la oscuridad uno mira fijamente, otro duerme, los dos sueñan. El mundo sigue porque en algún lugar alguien está despierto. Si, accidentalmente, llegara un momento en el que todo el mundo estuviera dormido, el mundo desaparecería. Se perdería en un torbellino de sueño o pesadilla, tropezaría con el recuerdo. Se desmoronaría en un lugar donde el cuerpo no es más que un generador para el alma, una fábrica de deseo.
Definimos al hombre conforme a lo que admira, a lo que le eleva.
Todas las cosas aspiran, aunque sólo sea atómicamente. Un cuerpo se elevará en silencio hasta que lo atrape la superficie. Entonces la luna tira de él hasta la orilla.
Rezo para que mi mujer sienta pronto un aliento nuevo dentro del suyo propio. Aprieto la cabeza contra el costado de Michaela y le susurro un cuento a su barriga plana.
Niño que anhelo: si te concebimos, si naces, si llegas a la edad que yo tengo ahora, sesenta años, te digo esto: enciende las lámparas pero no nos busques. Piensa en nosotros de vez en cuando, en tu madre y en mí, cuando estés en tu casa entre los árboles frutales y un jardín ligeramente salvaje, con una mesita de madera en el patio. Tú, mi hijo, Bela, viviendo en una ciudad antigua, tu balcón da al empedrado de calles medievales. O tú, Bella, mi hija, en tu casa con vistas a un río; o en una isla en blanco, azul y verde, donde el mar te sigue a todas partes. Cuando llueva, piensa en nosotros al caminar bajo los árboles goteantes o a través de habitaciones pequeñas encendidas sólo por la tormenta.
Enciende la lámpara, corta una mecha larga. Algún día, cuando casi te hayas olvidado, rezaré para que nos dejes volver. Que a través de una ventana abierta, incluso en medio de una ciudad, el aire marino de nuestro matrimonio te encontrará. Rezo para que algún día en una habitación iluminada sólo por la nieve nocturna, de pronto sepas lo milagroso que es el amor que tus padres sienten el uno por el otro.
Mi hijo, mi hija: ojalá no seáis nunca sordos al amor.
Bela, Bella: una vez estuve perdido en un bosque. Tuve tanto miedo. Me latía la sangre en el pecho y supe que la fuerza de mi corazón se agotaría pronto. Me salvé sin pensar. Agarré las dos sílabas que me quedaban más cerca, y sustituí el latido de mi corazón por vuestro nombre.