Llego a Atenas a medianoche. Dejo la maleta en el Hotel Amalias y vuelvo a salir a la calle. Cada paso es como cruzar el umbral de una puerta. Parece que recuerdo las cosas sólo a medida que las voy viendo. Las hojas susurran bajo las farolas. Subo por la cuesta empinada de Lykavettos, tambaleándome, deteniéndome a descansar. Pronto ni siquiera noto el calor, mi sangre y el aire tienen la misma temperatura.
Me quedo mirando la casa que fue de Kostas y Daphne y que parece haber sido redecorada recientemente, hay flores colgando de maceteros en las ventanas. Desearía abrir la puerta principal y penetrar en el desaparecido mundo de su cariño. Encontrarlos ahí, pequeños como dos niños, con los pies apenas rozando el suelo cuando se reclinan en el sofá.
Kostas, en la última carta que me envió antes de morir: «Sí, tenemos la constitución democrática. Sí, la prensa es libre. Sí, Theodorakis está libre. Ahora podemos volver a ver nuestras tragedias en el anfiteatro y cantar los rebetika. Pero no hay un día en que podamos olvidar la masacre de la politécnica. O el largo encarcelamiento de Ritsos —incluso cuando recoge su título honoris causa por la Universidad de Salónica o lee su “Romiosini” en el Estadio Panatinaikos…».
Desde fuera de la casa de Kostas y Daphne, no parece posible que ya no estén, que Athos lleve muerto cerca de ocho años. Que Athos, Daphne y Kostas ni siquiera llegaran a conocer a Alex.
Quiero llamar a Alex a larga distancia, darme la vuelta y coger un avión a Canadá; como si fuera esencial contarle cómo fue aquello, esas semanas con los tres en esa casa cuando era joven. Como si esta fuera la información que falta, la que nos hubiera salvado. Quiero contarle que ahora sería capaz de animarme, si ella quisiera aceptarme de nuevo.
Permanezco tumbado y despierto en mi habitación de hotel hasta sentirme capaz de echarme a llorar de agotamiento. Llevo despierto desde Toronto; dos días y dos noches. El tráfico en Amalias nunca cesa. Durante toda la noche oigo el ruido de la calle mientras recorro el camino que me saca del pasado.
Por la mañana no estoy preparado para el idioma alemán que se habla en la plaza Syntagma, no estoy preparado para los turistas que andan por todas partes. Cojo el primer vuelo del día para Zakynthos. El viaje aéreo es tan corto que me desorienta. Pero la pista de aterrizaje está rodeada de campos que reconozco. El viento caliente cimbrea silenciosamente los lirios silvestres y la hierba alta.
Camino cuesta arriba en trance.
El terremoto ha convertido nuestra casita en un mojón. Entierro las cenizas de Athos bajo las piedras de nuestro escondite. Los asfódelos que utilizamos tanto tiempo atrás para hacer pan crecen por todas partes por entre el montón deshecho de piedras. Parece adecuado que ahora que Athos ya no está, la casa no esté tampoco. Después, en el pueblo a medio reconstruir, pregunto en el kafenio y me dicen que el viejo Martin se murió el año pasado. Tenía noventa y tres años y todo Zakynthos asistió a su funeral. Desde el terremoto, Ioannis y su familia viven en la península. Pocas horas después abandono Zakynthos a bordo de El Delfín y cruzo el estrecho. Las tumbonas de plástico naranja brillan como caramelo duro. El cielo es un mantel azul ondeando, suspendido en el viento. En Kyllini me monto en un autobús de regreso a Atenas. Ceno muy tarde con una bandeja en el balcón de mi habitación de hotel. Cuando me despierto por la mañana estoy aún completamente vestido.
Al día siguiente fui a Idhra en barco. Al atracar dejé atrás un enjambre de turistas. Subiendo por las estrechas callejuelas, el pueblo, con sus paredes encaladas de pura luz solar, se desvaneció.
La casa familiar de Athos —donde estoy ahora sentado escribiendo esto, tantos años después— es una crónica de las generaciones de Roussos. Los diversos muebles dan la impresión de haber sido arrastrados cuesta arriba hasta la casa en distintas décadas y, en lugar de cargarlos cuesta abajo, los han dejado y han ido añadiendo más, como en un agregado rocoso. A menudo he intentado adivinar qué pieza del mobiliario representa a qué antepasado Roussos.
La señora Karouzos parecía contenta de que por fin la casa volviera a abrirse. Aún era una niña en los años veinte, cuando el padre de Athos vino a Idhra por última vez. Me pregunto si me encontraría deficiente cuando me miró de arriba abajo, si estaba o no pensando, así que en esto se ha convertido el linaje de los Roussos.
Aquella primera noche, con la luna en la ventana inmovilizada como una moneda en pleno giro, exploré la biblioteca de Athos. Volví a encontrarme bajo su protección.
Había muchos volúmenes de poesía, más de los que recordaba, además de las lecciones de Athos: Paracelso, Linneo, Lyell, Darwin, Mendeléiev. Guías de campo. Esquilo, Dante, Solomos. Me son tan familiares —pero no sólo lo que contienen: mis manos recordaban los cueros agrietados y con relieves, con las esquinas gastadas hasta el cartón, los libros de tapas blandas suavizados por el aire marino. Y, deslizados entre los libros, recortes de periódicos frágiles como la mica. Cuando era pequeño buscaba entre todos ellos ese libro que me lo enseñaría todo, del mismo modo que buscaba un idioma, igual que alguien busca el rostro de una mujer. Hay un proverbio hebreo: Coge un libro en las manos y eres un peregrino a las puertas de una ciudad nueva. Incluso encontré mi pañuelo de oración, un regalo que me hizo Athos después de la guerra y que nunca había usado, doblado cuidadosamente y guardado aún en su caja de cartón. El extremo inferior del pañuelo es del más claro azul, como si lo hubiesen mojado en el mar. El azul de una mirada furtiva.
Sujeto la lámpara cerca de los espantes. Me decido por los Salmos, finos y con tapas duras, encuadernados en cuero rojo oscurecido por muchas manos. Athos lo encontró en una papelera en la Plaka. «Perfecto. Naranjas. Higos. Salmos».
Estaba muy cansado por el viaje, y por el calor. Me llevé el librito al dormitorio y me acosté.
«La tristeza me ha devorado la vida, los gemidos han consumido los años…, los que me conocen tienen miedo cuando escuchan mi nombre. He sido olvidado como un muerto a quien no se considera, como un cántaro roto…»
«Mi fuerza se ha secado como la tierra cocida…, hay perros a mi alrededor, estoy aislado por una muchedumbre de hombres malvados. Me han arrancado las manos y los pies… Se repartirán mi ropa».
«En el día del mal me llevará a su casa, me esconderá en su tienda, me subirá a los más altos picos…».
Me estiré sobre la colcha de algodón. El purificador viento de verano —el meltemi— se abrió camino bajo mi camisa hasta mi piel húmeda. La señora Karouzos había repuesto todas las lámparas. Por primera vez en dos décadas, añadían su luz a las del pueblo allá abajo.
«Hablaré un idioma oscuro con la música de un arpa».
Hay lugares que te convocan y lugares que te advierten que debes alejarte. En Idhra se abrió dentro de mí una punzada de olores con el aguijón excitante del recuerdo. Burros y polvo, piedras calientes lavadas con agua salada. Limón y retama dulce.
En la habitación de Athos, en la casa de su padre. Oí los gritos y se hicieron más fuertes, me llenaron la cabeza. Me encerré más en mi interior, no me alejé. Me agarraba a los lados de la mesa y sentía cómo me iba tragando el azul. Me perdí, descubrí que el mundo podía desaparecer. En las largas noches, en el rubor de la lámpara, en una pureza de páginas blancas.
La niña estaba lamiendo el rocío de la hierba. Zdena no traía agua consigo, así que le dijo a la niña que se chupase un dedo «… y cuando realmente tengas hambre… mastica». La niñita la miró un momento, luego se metió el índice en la boca.
—¿Cómo te llamas, pequeña?
—Bettina.
Un nombre limpio, pensó Zdena, para una niña que ahora está tan sucia.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí esperando, de este modo, junto a la carretera?
—Desde ayer —murmuró.
Zdena se arrodilló a su lado.
—¿Tenía que venir alguien a buscarte?
Bettina asintió.
Zdena cogió la maleta de la niña, vio que el asa estaba manchada de sangre. Le abrió a Bettina las manos, que tenían estrías de tanto agarrarla.
La distancia de vuelta al pueblo era de seis millas. Zdena llevaba un cuadrado de tela lleno de hierbajos para cocinar. En casa tenía un hueso para hacer sopa y las hierbas le darían sabor al caldo. A ratos Zdena sujetaba a la niña y a ratos la niña se colocaba sobre las botas de Zdena y caminaban juntas.
Mientras caminaban, Bettina se chupaba las puntas del pelo. Sus mechones ocupaban toda su atención y no miraba a su alrededor.
Esa noche la niñita miró cómo Zdena preparaba la sopa. Hundía el pan en el potaje aguado y engullía sopones, con los labios cerca del borde del cuenco.
Vivían sin llamar la atención. A Bettina le gustaba contar el estampado del vestido de Zdena, poniendo un dedo en el centro de cada ramillete de flores. Zdena notaba el dedito de Bettina a través de la tela fina en distintos lugares del cuerpo; era como el juego de unir los puntos. Zdena tomaba forma.
La niña se sentaba en su regazo y escuchaba historias. Zdena sentía sus pechos de cuarenta años, y su tripa, calentarse con el peso de la niña. La tristeza que cargamos, la tristeza de cualquiera, pensaba Zdena, tiene exactamente el mismo peso que un niño que duerme.
Una tarde de agosto, con las carreteras antes cortadas por el barro ahora polvorientas tras semanas de un verano caluroso, un hombre se detuvo frente a la casa de Zdena. Se enteró de que era la hija del zapatero (el padre de Zdena no tenía hijos varones) y necesitaba que alguien le arreglase las botas.
El hombre esperó en la baranda, en calcetines, mientras Zdena le hacía los arreglos. Cada tacón necesitaba cinco clavos pequeños. Bettina observaba atentamente. Hacía mucho calor. Cuando hubo terminado, Zdena les sacó a cada uno un vaso de agua.
La niña hundió la cara en la falda de Zdena, sus bracitos rodeaban sus piernas. No estaba claro si necesitaba consuelo o si estaba empeñada en consolar.
—Es idéntica a ti —dijo el hombre.
Vine a Idhra a insistir sobre ciertas preguntas hasta romperlas.
Las preguntas sin respuesta deben hacerse muy despacio. El primer invierno que pasé en la isla observé cómo la lluvia llenaba el mar. Durante semanas enteras, sábanas de agua oscura tapaban las ventanas. Todos los días antes de cenar caminaba hasta el borde del acantilado y vuelta. Comía sentado a la mesa de trabajo, igual que Athos, con un plato vacío sujetando las páginas de un libro.
Aunque las contradicciones de la guerra parecen repentinas y simultáneas, la historia acecha antes de golpear. Algo que se tolera pronto se convierte en algo bueno.
No debo usar tanto el pedal en el primer ritardando…
Según la tradición hebrea hay que referirse a los antepasados como «nosotros», no como «ellos». «Cuando nos expulsaron de Egipto…» Esto alienta la identificación y la responsabilidad con respecto al pasado pero, sobre todo, provoca el colapso del tiempo. El judío está por siempre abandonando Egipto. Un buen modo de enseñar ética. Si las elecciones morales son eternas, las acciones individuales se revisten de un significado inmenso, por insignificantes que sean: no sólo para esta vida.
Una parábola: Le piden a un rabino respetado que hable a los fieles de un pueblo vecino. Al rabino, bastante famoso por su sabiduría práctica, se le acercan para pedirle consejo donde quiera que vaya. Como desea estar a solas en el tren durante unas horas, se disfraza con ropajes harapientos y, con sus andares de viejo, todos le toman por un campesino. El disfraz es tan eficaz que provoca miradas de desaprobación y murmullos insultantes entre los pasajeros ricos de su alrededor. Cuando el rabino llega a su destino, le reciben los dignatarios de la comunidad que le saludan con calor y respeto, ignorando, con mucho tacto, su aspecto. Los que le habían ridiculizado en el tren se dan cuenta de su importancia e inmediatamente le suplican que les perdone. El anciano no contesta. Durante muchos meses, estos judíos —que, a fin de cuentas, se consideraban a sí mismos hombres buenos y piadosos— imploran la absolución del rabino. El rabino permanece en silencio. Finalmente, cuando ha pasado casi un año, visitan al anciano en el Día del Temor de Dios, cuando está escrito que cada hombre debe perdonar a su prójimo. Pero el rabino aún se niega a hablar. Desesperados, alzan por fin la voz: ¿Cómo puede un santo varón cometer semejante pecado, guardarse su perdón en un día como este? El rabino sonríe seriamente. «Todo este tiempo le habéis estado pidiendo perdón al hombre equivocado. Debéis pedirle al hombre del tren que os perdone».
Claro que es el perdón de todos los campesinos el que hay que buscar. Pero la idea que quería transmitir el rabino es aún más tiránica: nada borra un acto inmoral. Ni el perdón. Ni la confesión.
E incluso si un acto pudiera perdonarse, nadie podría soportar la responsabilidad de perdonar en nombre de los muertos. Ningún acto violento se resuelve jamás. Cuando el que puede otorgar el perdón ya no puede hablar, sólo queda silencio.
La historia es el pozo envenenado que se infiltra en el agua subterránea. No es el pasado desconocido el que estamos condenados a repetir, sino el pasado que conocemos. Cada acontecimiento registrado es un ladrillo cargado de potencial, de precedente, arrojado al futuro. Llegará un momento en que ese acontecimiento golpeará a alguien en la nuca. Esta es la duplicidad de la historia: toda idea registrada se convertirá en idea resucitada. Saldrá de la tierra fértil, del abono de la historia.
La destrucción no crea un vacío, simplemente transforma la presencia en ausencia. El átomo que se divide crea ausencia, energía palpable que «falta». En el universo del rabino, en el universo de Einstein, el hombre permanecerá por siempre en el tren, familiarizado con la humillación pero no humillado porque, al fin y al cabo, se trata de un caso de confusión de identidad. Se le levanta el ánimo: realmente no es él el objeto de esta persecución; se le hunde el ánimo: cómo podría demostrar, por qué debería demostrar, que él no es lo que ellos creen que es.
Estará ahí sentado para siempre; igual que en el reloj pintado en la estación de Treblinka serán siempre las tres. Igual que sigue flotando en la brisa pavorosa del andén el consejo fantasmal: «A la derecha, vayan a la derecha». La unión del recuerdo y la historia cuando comparten el tiempo y el espacio. Cada momento es dos momentos. Einstein: «… todos nuestros juicios en los que el tiempo juega un papel son siempre juicios sobre acontecimientos simultáneos. Si, por ejemplo, digo que el tren llegó a las siete, lo que quiero decir es: la manecilla corta de mi reloj marcando el siete y la llegada del tren son acontecimientos simultáneos…, la hora de la llegada no tiene ningún significado funcional…». El acontecimiento tiene significado sólo si hay testigos de la coordinación del tiempo y el espacio.
Testigos como los que vivían cerca de las incineradoras, dentro del radio del olor. Los que vivían por fuera de las verjas de un campo, o estuvieron por fuera de las puertas de las cámaras. Los que se movieron unos pasos a la derecha en el andén de la estación. Los que nacieron en la siguiente generación.
Si en vez de este utilizo el segundo dedo, me dará tiempo a tocar la voz media en el segundo compás…
La ironía es un par de tijeras, una vara de zahón, que apunta siempre en dos direcciones. Si el acto malvado no puede borrarse, entonces el bueno tampoco. Es una medida tan exacta de una sociedad como cualquier otra: ¿cuál es el acto más pequeño de caridad que puede considerarse heroico? En aquellos tiempos, ser moral no requería más que el parpadeo más leve de un movimiento —un micrómetro— de ojos que miran a otro lado o parpadean, mientras un hombre cruzaba corriendo un campo. ¡Y los que daban agua o pan! Penetraron un reino más elevado que el de los ángeles simplemente por permanecer en el fango humano.
La complicidad no es repentina, aunque ocurre en un instante.
Para que se demuestre su certeza, sólo es necesario que la violencia se presente una vez. Pero el bien demuestra su verdad a través de la repetición.
Debo mantener el mismo tempo cuando empiezo el pianissimo…
En Idhra por fin empecé a sentir que mi dominio del inglés me permitía ya trasladar la experiencia. Me obsesionaban los bordes palpables del sonido. El momento en que el lenguaje por fin se rinde ante lo que está describiendo: los diferenciales más sutiles de la luz o la temperatura o la tristeza. Soy un cabalista sólo en el sentido de que creo en el poder del conjuro. Un poema es tan nérveo como el amor; el carril de un ritmo que dirige la mente.
Este hambre de sonido es casi tan aguda como el deseo, como si uno pudiera honrar cada centímetro de piel con palabras; y así, suspender el tiempo. Una palabra se encuentra como en casa en el deseo. Ninguna estación del corazón está más llena de soledad que el deseo, que mantiene el mundo preparado, envenenado por la belleza, cuya única permanencia es la pérdida. Maurice tenía una opinión tan definitiva de los poemas que publiqué antes de regresar a Idhra, que declaró con un tono de compasión por los ignorantes: «Esto no son poemas, son historias de fantasmas».
Lo que también quería decir pero no dijo era: Antes de que naciera nuestro hijo Yosha, yo también pensaba que creía en la muerte. Pero sólo me convencí al ser padre.
Después de un año en Idhra, al final del verano, Maurice, Irena y Yosha, que aún iba a gatas, vinieron de visita.
Maurice y yo pasamos muchas tardes calurosas en el pequeño patio de la taberna de la señora Karouzos mientras Irena y Yosha descansaban.
Una tarde, mientras conversábamos, Maurice hizo rodar un limón bajo la gruesa palma de su mano, sobre el mantel blanco y azul. Dijo:
—Sa —siempre comienza un comentario del que está particularmente orgulloso con «c’est ça», que en su prisa por exponer la idea se convierte en un farfullo.
—¡Quieres ser como Zeuxis, señor de la luz, que pintó unas uvas tan reales que los pájaros intentaron comérselas!
Me recliné en la silla, levantando las patas delanteras, con la cabeza apoyada contra el muro de piedra. El patio se inclinó. Las contraventanas verdes y un cielo puro. Luego miré el rostro enrojecido y muy redondo de Maurice. Irena y él eran los únicos amigos que tenía sobre la tierra. No podía parar de reírme y pronto él también se estaba riendo. El limón se escapó de la mano de Maurice y se tambaleó callejuela abajo hasta el muelle.
Desde el principio me sentí como en casa en estas colinas, con imágenes rotas suspendidas sobre todos los abismos, todos los valles, el espíritu volviendo la vista al cuerpo. Las túnicas azules de su Señor más pálidas que las flores, la cara de su Redentor fraccionada por el clima. Imágenes en cajas de madera diminutas como casetas de pájaros, con la pintura agrietada y la madera raída como una soga por la lluvia y el sol. Escribía rodeado de un zumbido calmo, con el calor que barnizaba las hojas de los árboles, que volvía blancas las casas sudorosas, los tejados rojos y calientes revolviéndose deslumbrados.
Pero también sabía que sería siempre un extraño en Grecia, por mucho tiempo que viviera allí. De modo que a lo largo de los años intenté anclarme en los detalles de la isla: el sol quemando la noche hasta hacerla desaparecer de la superficie del mar, las huertas de olivos bajo la lluvia invernal. Y en la amistad de la señora Karouzos y su hijo, que me cuidaban desde una cierta distancia.
Intenté bordar la oscuridad, suturas negras donde cosía mis piedras centelleantes, seguras y apretadas, enterradas en la tela: los intermezzos de Bella, los mapas de Athos, las palabras de Alex, Maurice e Irena. Negro sobre negro, hasta que la única manera de ver la textura habría sido colocar toda la tela bajo la luz.
Al final de la primera visita de Maurice e Irena, después de caminar ladera arriba de vuelta a la casa y mirar cómo el barco surcaba el agua, no pensé que fuera a soportar quedarme solo en Idhra. Pero ese segundo invierno, Maurice e Irena me hicieron compañía postal mientras yo terminaba Trabajo de campo, y los sentí a mi lado igual que años atrás, cuando trabajaba solo en el libro de Athos.
«Escribe para salvarte a ti mismo», dijo Athos, «y algún día escribirás porque estás salvado».
«Ello te avergonzará terriblemente. Deja que tu humildad crezca más que tu vergüenza».
Nuestra relación con los muertos sigue cambiando porque seguimos amándolos. Todas las conversaciones vespertinas que tuve aquel invierno en Idhra, con Athos o con Bella, mientras oscurecía. Como en cualquier conversación, a veces me contestaban y a veces no.
Estaba en una habitación pequeña. Todo era frágil. No podía moverme sin romper algo. Derretía con las manos todo lo que tocaba.
El pianissimo debe ser perfecto, debe estar ya en los oídos del receptor antes de que lo oiga…
La policía nazi estaba más allá del racismo, era antimateria, porque a los judíos no se les consideraba personas. Un viejo truco del lenguaje, utilizado con frecuencia a lo largo de la historia. Nunca había que referirse a los no arios como si fueran humanos, sino como «figuren», «stücke» —«muñecos», «madera», «mercancía», «harapos». No se estaba gaseando a seres humanos, sólo se gaseaban «figuren», así que no había violación de la ética. A nadie se le podía criticar por quemar los desperdicios, por quemar harapos y chatarra en el sótano sucio de la sociedad. De hecho, ¡eran un peligro de incendio! Qué remedio quedaba que quemarlos antes de que te hicieran daño… Así que el exterminio de los judíos no consistió en obedecer una serie de imperativos morales en lugar de otra, más bien en el imperativo mayor que anulaba cualquier dificultad. De modo similar, los nazis hicieron efectiva una resolución que prohibía que los judíos poseyeran animales de compañía; ¿cómo puede un animal ser el dueño de otro? ¿Cómo puede un insecto o un objeto poseer algo? La ley nazi prohibía comprar jabón a los judíos; ¿qué utilidad puede encontrarle una sabandija al jabón?
Cuando los ciudadanos, los soldados y las SS llevaban a cabo sus actos inenarrables, las fotos demuestran que en sus rostros no había muecas de horror, ni siquiera un sadismo vulgar, sino que más bien estaban deformadas por la risa. De todas las horrendas contradicciones, en esta se encuentra la clave de todas las demás. Esta es la quiebra más irónica del razonamiento nazi. Si los nazis necesitaban que la humillación precediera el exterminio, con ello venían a admitir precisamente lo que tanto esfuerzo les costaba no admitir: la humanidad de la víctima. Humillar es aceptar que tu víctima siente y piensa, que no sólo siente dolor, sino que sabe que está siendo degradado. Y como el torturador supo, en el instante del reconocimiento, que su víctima no era un «figuren» sino un hombre, y supo también en ese instante que debía seguir con su labor, comprendió repentinamente el mecanismo nazi. De la misma manera que el portador de piedras sabía que su única posibilidad de sobrevivir residía en llevar a cabo su labor como si no se diera cuenta de su inutilidad, el torturador decidió hacer su trabajo como si no conociera la mentira. Las fotos capturan una y otra vez este escalofriante momento de la elección: la risa del maldito. Cuando el soldado se daba cuenta de que sólo la muerte tiene el poder de convertir al «hombre» en «figuren,» se solucionaba la dificultad. Y así crecían la ira y el sadismo: furia contra la víctima por volverse humana de pronto; el deseo de destrozar esa humanidad era tan intenso que su brutalidad no tenía límites.
Hay un momento preciso en el que rechazamos la contradicción. Este momento de la elección es la mentira en función de la que viviremos. A menudo amamos lo más amado más que la verdad.
Hubo algunos, como Athos, que eligieron hacer el bien pese al gran riesgo personal que corrían; aquellos que nunca confundieron a los humanos con objetos, que conocían la diferencia entre nombrar y lo nombrado. Porque los rescatadores no podían perder de vista, literalmente, lo humano, una y otra vez nos ofrecieron la misma explicación de su heroísmo: «¿Acaso tenía elección?».
Buscamos el espíritu precisamente en el lugar de mayor degradación. Es desde aquí desde donde el nuevo Adán debe levantarse, empezar otra vez.
Quiero quedarme cerca de Bella. Leo. Rompo el alfabeto negro en pedazos, pero en él no hay ninguna respuesta. Por la noche, sentado a la vieja mesa de Athos, me quedo mirando fotografías de desconocidos.
Brahms escribió los intermezzos para Clara, y ella los adoraba porque eran para ella…
Quiero permanecer cerca de Bella. Para hacerlo, blasfemo mientras imagino.
Por la noche la litera de madera se le incrusta en la espalda. Pies helados empujan la nuca de Bella. Ahora empiezo el intermezzo. No debo empezar demasiado despacio. No hay sitio. Bella se cubre con los brazos. De noche cuando todos están despiertos, no voy a escuchar su llanto. Voy a tocar la pieza entera sobre el brazo. La piel se le agrieta por los codos y detrás de las orejas. No debo utilizar demasiado el pedal, especialmente en los intermezzos, la apertura debe tocarse tan clara como… el agua. Compás 62, crescendo, pon atención, pero es difícil porque esa es la parte en la que está tan… enamorado. La primera vez que tocó esto para ella, ella lo escuchó sabiendo que lo había escrito para ella. Los cortes queman en la cabeza de Bella. Cierra los ojos. Después del intermezzo voy a practicar partes del Hammerklavier. Para entonces casi toda la barraca se habrá quedado dormida. Contra el cráneo rapado y dolorido, unos pies que están húmedos y la llenan de hielo. Las dos notas del principio del adagio las añadió Beethoven más adelante, con el editor; el do y el mi que lo cambian todo. Cada lugar crudo de su cráneo está estallando de frío, luego puedo volver a tocarlo. Sin esas dos notas.
Cuando abrían las puertas, los cuerpos estaban siempre en la misma posición. Apretados contra una pared, una pirámide de carne. Aún había esperanza. La escalada hacia el aire, hacia la última bolsa de aliento que desaparecía cerca del techo. La esperanza terrorífica de las células humanas.
La fe automática y desnuda del cuerpo.
Algunas mujeres dieron a luz mientras morían en la cámara. Arrastraban a las madres de la cámara con la vida nueva a medio salir del cuerpo. Perdonadme, vosotros que nacisteis y moristeis sin que se os dieran nombres. Perdonadme esta blasfemia, de elegir la filosofía en lugar de la brutalidad de los hechos.
Sabemos que gritaron. Cada boca, la boca de Bella, esforzándose por su milagro. Se les oía desde el otro lado de los anchos muros. Es imposible imaginar esos sonidos.
En ese momento de degradación absoluta, en ese arrecife retorcido, está el testamento más obsceno de la gracia. Porque, ¿puede alguien señalar con total certeza la diferencia entre los sonidos que profirieron los desesperados y los de aquellos que desesperadamente desean creer? El momento en que nuestra fe en el hombre se ve obligada a transformarse anatómicamente —despiadadamente— en fe.
En la casa quieta, la visitación de la luz de la luna. Ocupa la oscuridad, borrando todo lo que toca. Me ha llevado años alcanzar esta fabricación. Incluso cuando me estoy desmoronando sé que nunca volveré a sentir esta creencia pura.
Bella, mi ruptura te ha mantenido rota.
Espero el amanecer antes de osar moverme. El rocío me empapa los zapatos. Camino hasta el borde de la colina y me tumbo sobre la hierba fría. Pero el sol ya está caliente. Pienso en los vasos al revés llenos de vapor que usaba mi madre para extraer la fiebre de la piel. El cielo es un cristal.
En sus experimentos para determinar los mecanismos de la migración, los científicos encerraron unas currucas en jaulas y las mantuvieron en habitaciones oscuras desde donde no se veía el cielo. Los pájaros vivían en una penumbra perpleja. Pero cada octubre, se apiñaban, se agitaban, se volvían del revés de puro deseo. El polo magnético les tiraba de la sangre, la huella digital del cielo nocturno sobre el ojo interior.
Cuando estás perdido de aquellos a quienes amas, tu orientación es sur-suroeste como el pájaro enjaulado. A determinadas horas del día, tendrás el cuerpo inundado de instinto, tanta parte de tu cuerpo penetrado, tanto de ti habiéndoles penetrado a ellos. Sus miembros te siguen cuando te acuestas, una sombra contra la tuya propia, curvándose en cada curva como el alfabeto hebreo y el griego, que atraviesan la página para saludarse el uno al otro en mitad de la historia, encorvados por el peso de la ausencia, cargas de puertos lejanos, el poder de las piedras, la tristeza de aquellos cuyos mesías les han obligado a dejar atrás tantas cosas…
En la oscuridad temprana de las tardes invernales en Grecia, en habitaciones en las que el frío se acumula cerca de las ventanas, levanto las manos hacia el rostro y siento el olor de Alex en las palmas.
Deseo que la memoria sea espíritu, pero me temo que no es más que piel. Me temo que el conocimiento se convierte en instinto sólo para desaparecer junto con el cuerpo. Porque es mi cuerpo el que los recuerda, y aunque he intentado borrar a Alex de mis sentidos, he intentado que mi voluntad arranque a mis padres y a Bella de mi sueño, esta voluntad en realidad no es nada, porque el cuerpo me traiciona en un segundo. He vivido sin ellos muchos años. Y aun así es la misma tarde invernal la que me acerca a Bella, tan cerca que incluso siento su mano poderosa sobre la mía, siento sus dedos suaves en la espalda, tan cerca que puedo oler la loción de la señora Alperstein, tan cerca que siento la mano de mi padre y la mano de Athos sobre la cabeza y las manos de mi madre estirándome la chaqueta para arreglarme, tan cerca que siento los brazos de Alex rodeándome por detrás, y sobre mí sus ojos abiertos enloquecedores, al tiempo que desaparece y se convierte en una sensación, y de pronto estoy asustado y doy vueltas en habitaciones vacías.
Permanecer con los muertos es abandonarlos.
Durante todos los años que sentí que Bella me convocaba, repleto de su soledad, estaba equivocado. No he comprendido bien sus señales. Como otros fantasmas, susurra; no para que me vaya con ella sino para que, cuando me encuentre lo suficientemente cerca, ella me empuje de vuelta al mundo.