Es un día despejado de octubre. El viento esparce las hojas luminosas contra la opalescencia azul del aire. Pero no hay sonido. Bella y yo hemos entrado en un sueño, el color animado que nos rodea es intenso, cada hoja da pequeñas sacudidas como si estuviera a punto de quedarse dormida. Bella está feliz: todo el bosque de abedules se recoge en su expresión. Ahora oímos el río y nos desplazamos hacia él, los remolinos y espirales del Intermezzo n.° 2 de Brahms que descienden, descienden, andante non troppo, para ascender sólo en la ráfaga final. Me doy la vuelta y Bella no está; mi mirada ha hecho que se desvanezca. Me giro bruscamente. La llamo, pero el ruido de las hojas de pronto lo engulle todo, como una precipitación de cataratas. Seguro que se ha adelantado y ha ido al río. Corro hasta allí y cavo para encontrar pistas de ella en el barro de la orilla. Está oscuro; las flores del cornejo se convierten en su vestido blanco. Una sombra, su pelo negro. El río, su pelo negro. La luz de la luna, su vestido blanco.
Como en mi encuentro infantil con el árbol, me quedo mirando largo rato la bata de seda de Alex que cuelga de la puerta del dormitorio, como si fuera el fantasma de mi hermana. Año 1968, en nuestro pequeño dormitorio de Toronto, en el piso que compartía con Athos. En la penumbra, fluye y fluye el más líquido de los intermezzos de Brahms.
Todo está mal: el dormitorio con sus muebles blancos, la mujer dormida a mi lado, el pánico que siento. Porque cuando despierto sé que no es Bella quien ha desaparecido, sino yo. Bella, a quien no logro encontrar en ninguna parte, me está buscando. ¿Cómo va a poder encontrarme aquí, junto a esta mujer desconocida? ¿Hablando en este idioma, comiendo alimentos extraños, vestido con esta ropa?
Del mismo modo que me inclinaba sobre ella mientras leía, o solía acorralarla mientras tocaba, con el mismo apetito —para penetrar el misterio de los símbolos negros sobre el papel. A veces tocaba mi padre, pero no era ni la mitad de bueno que Bella, y le avergonzaba el betún que nunca lograba acabar de quitarse de las manos. Pero a mí me encantaba verle cojear a través de una melodía y, mirando atrás, me parece muy bien ver unas manos amoratadas por el trabajo sobre un teclado blanco, como manchadas por el esfuerzo de producir semejantes sonidos.
Era demasiado pequeño como para acordarme de los compositores o de los títulos de las piezas que Bella tocaba, así que si quería que tocase algo para mí, tarareaba la melodía. He deseado tantas veces a lo largo de los años cantar para ella, para que me enseñase los nombres de las cosas. Sólo me sabía los títulos de dos piezas, porque le pedía que tocase estas dos más que ninguna otra. Un intermezzo de Brahms y la «Luz de Luna» de Beethoven. Cuando tocaba a Beethoven, mi hermana me pedía que imaginara un lago profundo rodeado de montañas, donde el viento se queda atrapado y las olas se mueven en todas las direcciones bajo la luna. Cuando tiraba piedras al río a la luz de la luna, quizá Bella estuviera construyendo una elaborada fantasía sobre Ludwig y su Amante Inmortal. En mis recuerdos ella toca como si comprendiera íntimamente sus pasiones adultas, como si ella también fuera capaz de imaginarse a sí misma escribiendo en una carta «imposible dejar el mundo antes de extraer todo lo que tengo dentro… Providencia, otórgame aunque sea un solo día de felicidad pura».
La biblioteca musical estaba a pocas manzanas del piso, en medio de un parque. Era como tendría que ser una biblioteca de escuchar, habitaciones con revestimiento de madera, sillas acolchadas, árboles meciéndose tras las ventanas. Escuchar música solo y en público, como cenar solo en un restaurante, parecía una actividad extraña y vergonzante, pero después de la publicación de Levantando falso testimonio, caminar hasta allí después de cenar una o dos veces por semana se convirtió para mí en una costumbre. Había decidido escuchar sistemática y alfabéticamente a un compositor por cada letra del abecedario, y luego volver a empezar.
Una noche fría de marzo acababa yo de devolver los nocturnos de Fauré y estaba en el mostrador de reservas. Tenía el periódico conmigo y estaba examinando el crucigrama mientras esperaba pacientemente que la bibliotecaria me trajese los quintetos para piano y cuerda.
—Hip hip Fauré.
Me di la vuelta contra unos ojos azules como las cuevas de Kianou. Contra el ansia, la fuerza y la energía.
—Estoy haciendo una lista de chequeo, ¿es Liszt checo?
Tenía la rebeca abierta y, debajo, la blusa sedosa se le pegaba al cuerpo por la electricidad estática.
—No —conseguí decir, y después de unos segundos—: …Tampoco Bach, ni Bax ni Bix.
—¿Sacaste lo de la ciudad en Checoslovaquia? —me preguntó, señalando el crucigrama—… ¡Oslo! Ya sabes, Chec-oslo-vaquia.
En ese momento volvió la bibliotecaria con los quintetos. Sin saber qué decir cogí el disco y murmuré algo mientras me dirigía hacia las cajas con las partituras. Unos minutos después vi que se ponía el abrigo. En un ataque de valor salí corriendo tras ella por la puerta.
—Me encanta la primavera —dije estúpidamente, y entonces me di cuenta de que el viento la obligaba a sujetar con fuerza el abrigo.
Me preguntó si conocía los conciertos del conservatorio.
—Son gratis. AET.
La miré sin entender nada.
—Asociación para la Educación de los Trabajadores…, el sindicato… todos los domingos por la tarde a las dos.
Me quede ahí parado, desvalido, mirando los mechones de su pelo cobrizo revolotear alrededor de su boina escocesa de lana negra. Luego me miré los pies y luego sus piernas largas y sus botas cortas rematadas en piel.
—Adiós —dijo ella.
—Hasta la vista…
—¡Ceylon! Abissinia Samoa. Can’t Roumania; Tibet. ¡Moscow![3]
Se fue con paso largo y mirando hacia atrás una vez, me dirigió un saludo airoso, como una WAC en un póster de reclutamiento.
Así fue como conocí a Alexandra.
Su padre la llamaba Sandra y a ella no le importaba. Con él, Alex no tenía que demostrar nada. Llamaba a su padre Doctor Right —cosa que no constituía un signo freudiano sino que era simplemente la forma de decir Doctor Maclean en jerga cockney rimada— «he’ll make you right as rain»[4].
El doctor Maclean maceró a su joven hija en orgullo militar británico. Le contó cómo sus compatriotas londinenses trasladaron tesoros históricos —incluyendo el Casco de Sutton Hoo recién desenterrado— a la estación de metro de Aldwych para protegerlos de los bombardeos. Le contó historias acerca del General Freyberg, «la Salamandra», a cuyas órdenes ejerció como oficial médico en Creta. Freyberg fue quien enterró a Rupert Brooke en Skyros y, al igual que Byron, cruzó nadando el Helesponto. Alex Gillian Dodson Maclean fue agasajada con narraciones sobre el agente del servicio de inteligencia británico Jasper Maskelyne quien, en la vida civil, venía de una familia de ilusionistas. Contribuyó a ganar la guerra a base de magia. Además de maquinar las tretas normales —señales de tráfico falsas, ovejas-bomba, bosques artificiales que disfrazaban pistas de aterrizaje y batallones de mentira hechos de sombras— Maskelyne también escenificaba burlas de ilusionista, ilusiones estratégicas a gran escala. Escondió todo el Canal de Suez con reflectores y focos. Trasladó el puerto de Alejandría una milla más arriba de la costa; cada noche bombardeaban una ciudad de cartón piedra en su lugar, con sus escombros de mentira y sus cráteres de lona.
Cuando me habló de estos trucos, me acordé de la arquitectura fantasmal de Speer, sus pilares de focos en Nuremberg, el espectro del coliseo que se desvanecía con el amanecer. Me acordé de sus columnas neoclásicas disolviéndose al sol aunque permaneciesen en pie las paredes de los recintos. Me acordé de Houdini, asombrando al público cuando se metía en cajas y baúles y luego se escapaba, sin saber que pocos años después otros judíos se agazaparían en cubos de basura y cajas y armarios, para poder escaparse.
Su madre murió cuando Alex tenía quince años. Su padre contrató un ama de llaves. Alex y el doctor se pasaban al menos una tarde a la semana jugando al Scrabble y hacían juntos el crucigrama del Times. los fines de semana. Alex se construyó un arsenal de ingenio lingüístico. Trabajaba como secretaria médica en la clínica de su padre, que él compartía con otros dos doctores. En sus ratos libres se inventaba anagramas médicos: «Physician, heal yourself: Ill? Pay-shy? Our fee in cash»[5]. Contempló la idea de hacerse médico ella también, pero se interesaba en demasiadas cosas al mismo tiempo. Su pasión era la música; era una oyente profesional. Iba a ver la orquesta sinfónica, iba a los clubs de jazz, escuchaba grabaciones y era capaz de reconocer quién estaba tocando la corneta o el piano tras unos cuantos compases. Conocer a Alex en la biblioteca musical fue como el regalo que supone tener un hermoso pájaro en el alféizar de la ventana. Era como la libertad justo al otro lado de una frontera, un oasis en la arena. Era todo piernas y brazos, larga y elegante, toda trocitos y retales con un solo encanto unificado. La quinceañera se asomaba a su rostro o a sus piernas y brazos justo cuando más sofisticada quería parecer. Esta inquieta inocencia era lo mismo que empastes de hierro a un imán; estaba enganchada a mi corazón por todas partes, afilada, cargada, escociéndome, y dispuesta a quedarse.
Supongo que yo estaba igualmente inquieto, pero no tenía noción de cómo me veía el mundo. Ambos éramos flacos como palillos de dientes. ¿Qué veía ella cuando me miraba enamorada? Su padre la había llenado de Europa, donde siempre llovía y todo era romántico, donde las cosas eran intensas y reclamaban compromiso. Cuando no se encontraba inmersa en la seguridad del enclave británico de sus compañeros de escuela, rotaba hacia el elemento inmigrante, hacia los acontecimientos organizados por el sindicato. Su padre les tenía un respeto especial a los griegos desde que fue testigo de cómo las viejas de Modhion resistían frente a los alemanes a base de escobas y palas. Supongo que Alex debió de creer que yo era el romanticismo para el que él la había preparado.
Alex creció con las alas desplegadas, pero siempre tuvo la esperanza, o así creía ella, de que alguien la forzaría a atarse los brazos a la espalda. Era un personaje de comedia de situación buscando en vano un momento serio. Gastaba mucha energía siendo moderna y estando a la última, y al mismo tiempo deseaba poseer una vida interior —sin tener que leérselo todo. Las buenas intenciones son lo último que desaparece en una relación. Nos atamos el uno al otro instantáneamente y separarnos nos llevó cinco años. Ella saltaba y me rodeaba el cuello con los brazos como una niña. Compraba zapatos rojos y se los ponía sólo cuando llovía porque le gustaba el aspecto que tenían sobre la acera mojada. Era un móvil perpetuo con ganas de hablar de filosofía. Alex, cuando no estaba bailando, estaba haciendo el pino.
Nos sentábamos en Bassel’s o en Diana Sweets; hablábamos por entre la niebla de la pastelería de Constantine, donde el olor a tabaco llegaba incluso a borrar el olor del pan. Llamaba al local de Constantine la «Ireka Bakery» —un palíndromo. Alex adoraba los palíndromos y habitualmente soltábamos nuestros favoritos en nuestros paseos por el centro de la ciudad. «Too far Edna we wander afoot». «Are we not drawn onward, we few, drawn onward to new era?»[6].
Pero Alex se encontraba en su elemento compartiendo una broma con sus amigos en el Top Hat o en el Embassy Club o en el Colonial. Se sentaba ante mesitas redondas con manteles de lino en el Royal York y balanceaba seductoramente sus ideas izquierdistas como si fueran zapatos de tacón. Una vez se unió a nosotros un joven triste. Su padre era el dueño de una fábrica de alfombras, pero el hijo estaba del lado del sindicato. Su vergüenza servía a dos señores. Más tarde, de camino a casa, Alex se rio. «¡No te desgastes sintiendo lástima por él! ¡Se ha metido en un lío persiguiendo una falda por las puertas del sindicato!»
Alex me escandalizaba, que era lo que ella pretendía. Se quitaba de encima las expectativas de los demás con su uso del lenguaje; su dureza era una manera de maldecir. Pronunciaba la frase deliciosa «persiguiendo una falda» como un contoneo, y a mí me dolía la ternura que me producía toda la inocencia frustrada de su lengua extravagante.
Alex era una devoradora de sables, una comedora de fuego. En su boca el inglés estaba vivo y era peligroso, esquinado y caliente. Alex, la Reina de Crucigramas.
Se corría juergas intelectuales, discutía toda la noche, se apoyaba en los hombres en bares abarrotados, empachándose de ideales. Era arrebatadora. Pero era una libertina política. Yo no tenía la confianza necesaria como para discutir de política canadiense con sus amigos marxistas de sangre azul. ¿Cómo podía discutir con ellos acerca de su comunismo de clase alta, ellos que brillaban con la fuerza de su certeza y que nunca habían tenido la desgracia de presenciar cómo los hechos negaban la teoría? Me sentía agusanado de inseguridades; mi circuito era europeo, mi voltaje no se correspondía con el enchufe.
A Alex le faltaba confianza en un solo terreno. Demasiado orgullosa como para revelar su inocencia, coqueteaba para mantener alejados a los hombres. Yo admiraba su armadura de palabras, aprendiendo gracias a ella cómo soportar en secreto mi propia timidez. Como hubiera dicho Maurice, Alex era un apretón dentro de un estrujón, una mujer de vía rápida que no podía saltar de su caballo para darse un revolcón en el pajar. Pero mi evidente, mi dolorosa falta de experiencia sacaba a relucir su propio deseo. Ella sabía que me paralizaba con solo acercarme y oler el perfume de la raíz de su pelo, de su nuca.
Cuando estaba con Maurice y con Irena una palabra vulgar —chaqueta, pendiente, muñeca— me deslumbraba en medio de una conversación. Me sentía bobo. Si Maurice vislumbraba el desastre, también era capaz de ver que Alex era ágil como una nutria, una explosión de coquetería en un traje de chaqueta entallado, o con la pernera drapeada sobre el brazo de un sillón.
Cuando abrió los ojos por primera vez, como mujer mía, en nuestra habitación del Royal York, Alex bostezó.
—Sólo por una vez, me encantaría destrozar una habitación de hotel.
El jersey de Alex sobre una silla, su perfume permanece en la lana. Detrás de los muebles escondía sus diversos bolsos, y cada vez que salía cambiaba objetos misteriosos de uno a otro. Se había mudado al piso que yo compartía con Athos, y ahora yo exploraba el sitio como un extraño. Me había internado en la antigua civilización de las mujeres. Los poliglicoles de sus perfumes y su maquillaje, de sus lociones y talcos, sustituyeron los viales de Athos de aceite de linaza y compuestos azucarados, su acetato de polivinilo y cera microcristalina, sus óxidos alcalinos y sus resinas que se endurecían con la temperatura.
Cuando Maurice e Irena nos invitaban a Alex y a mí a cenar, Irena utilizaba su cubertería de bodas y un mantel de encaje. Irena era una anfitriona aturullada y radiante, y nos servía su pastel de semilla de amapola con un orgullo avergonzado. Alex deseaba disfrutar de estas veladas pero estaba inquieta. Traía whisky y cigarrillos y se sentaba en el sillón de orejas con los pies recogidos, pero yo veía que estaba a punto de escaparse. Cada vez que estábamos en casa de Maurice e Irena, a ella le parecía que se estaba perdiendo algo, que se estaba perdiendo todo, lo que ocurría en algún otro sitio. Si iba a la cocina a ayudar a Irena o le daba un pequeño abrazo al despedirnos, mi corazón se ensanchaba con la esperanza de que algún día Alex aprendería a querernos a todos, tal como éramos.
Alex podía hacer que todos nos sintiéramos como padres, y ella ser la niña caprichosa y enérgica. Iba detrás de Irena y miraba el interior de los calderos y probaba los guisos con aprecio, luego se sentaba en el taburete de la cocina y se ponía a fumar. Mientras picaba verduras le contaba a Irena cosas sobre la clínica de su padre o sobre su último genio del jazz, luego se distraía y encendía otro pitillo, e Irena tenía que terminar el trabajo. El matrimonio le proporcionaba a Alex seguridad moral, sus prontos y su vena salvaje resultaban ahora socialmente inofensivos. Sí que valoraba nuestras conversaciones, nuestros largos paseos; agradecía que yo cocinara para los dos, ya que ahora me dedicaba a la traducción a tiempo completo y trabajaba en casa. Alex compartía las tareas domésticas pero se negaba a hacer la colada y a zurcir; como ella decía, «¿Eurípides? Euménides»[7]. Yo estaba traduciendo también poemas griegos para el amigo londinense de Kostas. Y durante algún tiempo di clases nocturnas de inglés a otros inmigrantes. Aún no estaba escribiendo demasiada poesía, pero sí que escribía cuentos muy cortos. Siempre tenían que ver, de un modo u otro, con el hecho de esconderse; y sólo se me ocurrían cuando estaba medio dormido.
Llevábamos casados alrededor de dos años cuando mis pesadillas regresaron. Aun así, pasaría algún tiempo antes de que Alex y yo dejáramos de considerar nuestra felicidad nocturna como el más profundo logro de nuestro matrimonio.
A Alex le gustaba salir a tomar un desayuno grasiento los domingos lluviosos, para después ir a la sesión matinal. Como Maurice y yo habíamos estado yendo al cine juntos desde hacía años y ya que cuando Maurice e Irena conocieron a Alex fue cuando fuimos todos juntos a ver Ben-Hur, era una tradición que los cuatro fuéramos a ver cualquier cosa que pusieran en el Odeon cerca de casa de Maurice e Irena. Nunca elegíamos la película, sino que íbamos siempre al mismo cine. Este era probablemente el único asunto sobre el que estábamos todos de acuerdo; cualquier cosa que pusieran nos venía bien.
Acabábamos de ver Cleopatra y yo me di cuenta de que Maurice estaba apasionándose por Elizabeth Taylor. Caminaba delante con Alex, que intentaba sonsacarle los últimos cotilleos sobre el museo, donde Maurice llevaba ahora la sección de meteorología. Alex se giró hacia Irena y hacia mí y señaló una cafetería.
—¿Qué tal un «largo viaje a casa»?[8]
Así es como Alex decía palíndromo, en jerga rimada, y todos sabíamos que en este caso se refería a uno de los mejores de su arsenal: «Desserts, I stressed»[9]. A Alex jamás se le hubiese ocurrido decir simplemente, vamos a parar a tomarnos un arroz con leche.
Era raro que Alex alargase nuestras salidas con Maurice e Irena; deduje que lo único que pasaba era que tenía hambre. Me miró y supo lo que yo estaba pensando. Levantó los ojos al cielo. Pillada.
—Jakob, tu mujer siempre quiere saber lo que pasa en el trabajo. ¿Es que no sabe que en el museo no hay «hepcats»? No le puedo contar más que viejas noticias. Pero Alex, si quieres saber cosas sobre vidas pasadas…
—¿Por qué no? Los hepcats tienen siete vidas, ¿no?[10]
—Esta chica es imposible —dijo Maurice, haciendo con la cabeza un gesto de falsa desesperación.
—Bueno, qué más da —dijo Alex—. Además, ya tengo más que suficiente con la historia que me dan en casa.
Uno puede buscar significado en lo profundo o puede inventárselo.
De todos los portulanos —guías de puertos, cartas de navegación— que han sobrevivido del siglo XIV, el más importante es el Atlas Catalán. Lo preparó, por encargo del Rey de Aragón, el cartógrafo y fabricante de instrumentos Abraham Cresques el Judío. Cresques, judío de Palma, fundó en la isla de Mallorca una escuela de cartografía que perduraría largos años. La persecución religiosa obligó al taller de Cresques a establecerse en Portugal. El Atlas Catalán constituyó el mapamundi definitivo de su época. Incluía la información más reciente recabada por los viajeros árabes y europeos. Pero quizá la contribución más importante del atlas fuese lo que omitía. En otros mapas las regiones desconocidas del norte y del sur se incluían como lugares de mitos, de monstruos, de antropofagia y serpientes marinas. Pero en lugar de eso, el Atlas Catalán, buscador de la verdad, fiel a los datos, dejaba en blanco las partes desconocidas de la tierra. Este espacio en blanco estaba señalado, simple y aterradoramente, como Terra Incógnita, retando a cualquier marinero que desplegase la carta.
Los mapas históricos siempre han sido menos cabales. En ellos, la terra cognita y la terra incógnita habitan exactamente las mismas coordenadas de tiempo y espacio. Lo más que podemos aproximarnos a la localización de lo desconocido es cuando se derrite a través del mapa, una mancha transparente como una gota de lluvia se disuelve por el mapa como una marca de agua.
En el mapa de la historia, quizá la marca de agua sea la memoria.
Bella hacía ejercicios diarios para fortalecer los dedos; Clementi, Cramer, Czerny. Sus dedos me parecían, especialmente cuando nos peleábamos —dándonos pellizcos de gallina en las costillas— fuertes como los dientes de un martillo. Pero cuando tocaba a Brahms o cuando me escribía palabras en la espalda, demostraba que podía ser tan tierna como una niña normal.
El intermezzo comienza andante non troppo con molto expressione…
Brahms, compositor, dirigía también el Coro Femenino de Hamburgo. Según Bella ensayaban en el jardín; Brahms se subía a un árbol y dirigía desde una rama. Bella se apropió del lema del coro: «¡fix oder nix!» —«o está a esta altura o nada». Me imaginaba a Brahms grabando una raya en la corteza del árbol.
Bella memorizaba, repitiendo frases hasta que tenía los dedos tan cansados que abandonaban toda resistencia y lo hacían bien. Inevitablemente, mi madre y yo también nos aprendíamos la música de memoria. Pero cuando terminaba de memorizar —compás por compás, sección por sección— y tocaba la pieza sin detenerse, me perdía; ya no me daba cuenta de los cien fragmentos acumulados sino que oía una larga historia, después de la cual la casa se quedaba en silencio durante lo que parecía un rato muy largo.
La historia es amoral: sucedieron hechos. Pero la memoria es moral; lo que recordamos conscientemente es lo que recuerda nuestra conciencia. La historia es el Totenbuch, el Libro de los Muertos, recopilado por los administradores de los campos. La memoria es el Memorburcher, los nombres de aquellos por los que se debe guardar luto, leídos en voz alta en la sinagoga.
La historia y la memoria comparten datos; es decir, que comparten el tiempo y el espacio. Cada momento es dos momentos. Pienso en los estudiosos de Lublin, que vieron cómo sus libros más queridos y santos eran arrojados a la calle por las ventanas del segundo piso de la Academia Talmúdica y quemados —tantos libros que la hoguera duró veinte horas. Mientas los académicos sollozaban en la acera, una banda militar tocaba marchas y los soldados cantaban con toda la fuerza de sus pulmones para ahogar los lamentos de aquellos ancianos; sus sollozos sonaban como soldados cantando. Pienso en el gueto de Łódz, donde los soldados tiraban a los niños por las ventanas del hospital para que otros soldados los «recogieran» con las bayonetas. Cuando el juego se volvió demasiado sucio, los soldados lo lamentaron en voz alta, gritando que la sangre les corría por las mangas, les manchaba los uniformes, mientras los judíos en la calle gritaban de horror, con las gargantas secas de tanto gritar. Una madre sintió el peso de su hijo en los brazos al mismo tiempo que veía el cuerpo de su hija en la acera. Unos respiraron hondo y se asfixiaron. Otros se afirmaron muriendo.
Busco el horror que, como la propia historia, no puede restañarse. Leo todo lo que puedo. Mi ansia por conocer todos los detalles resulta ofensiva.
En Birkenau, una mujer llevaba debajo de la lengua los rostros de su marido y de su hija, arrancados de una fotografía, para que no pudieran arrebatárselos. Si todo cupiera debajo de la lengua.
Noche tras noche sigo infinitamente el camino de Bella desde la puerta de casa de mis padres. Para darle un lugar a su muerte. En esto consiste mi tarea. Recojo datos, intentando reconstruir los acontecimientos hasta sus detalles más mínimos. Porque Bella podría haber muerto en cualquier lugar de esa ruta. En la calle, en el tren, en las barracas.
Cuando nos casamos esperaba que si dejaba entrar a Alex, si dejaba que entrase un dedo de luz, inundaría el descampado. Y al principio eso fue exactamente lo que ocurrió. Pero poco a poco, sin que Alex tuviera ninguna culpa, el dedo de luz empezó a apuntar hacia abajo, sin iluminar nada, ni siquiera el punto blanco de contraste que quemaba el suelo al tocarlo.
Y el mundo se quedó en silencio. De nuevo me encontraba bajo el agua, con las botas clavadas en el barro.
¿Importa que fueran de Kielce o Brno o Grodno o Lvov o Turín o Berlín? ¿O que la cubertería de plata o un mantel de lino o el caldero descascarillado —el de la franja roja, entregado a una hija de manos de su madre— fueran utilizados más tarde por un vecino, o por alguien a quien nunca conocieron? O si uno se fue el primero o el último; o si se separaron al subirse o al bajarse del tren; o si se los llevaron de Atenas o Radom, de París o Burdeos, Roma o Trieste, de Parczew o Biaíystok o Salónica. ¿Si les arrancaron de las mesas del comedor o de las camas del hospital o del bosque? ¿Si les quitaron las alianzas de boda de los dedos o los empastes de la boca? Nada de eso me obsesionaba; pero… ¿estaban callados o hablaban? ¿Tenían los ojos abiertos o cerrados?
No podía apartar mi angustia del preciso instante de la muerte. Estaba centrado en esa fracción histórica de segundo: el cuadro viviente de la trinidad del espanto —el perpetrador, la víctima, el testigo.
¿Pero en qué momento se convierte la madera en piedra, la turba en carbón, la piedra caliza en mármol? El instante gradual.
Cada momento es dos momentos.
El cepillo de Alex apoyado en el lavabo: el cepillo de Bella. Las trabas planas de pelo de Alex: las horquillas de Bella que aparecían en lugares extraños, como marcadores de libros, o manteniendo abierta la partitura sobre el piano. Los guantes de Bella junto a la puerta de entrada. Bella escribiéndome en la espalda: el tacto de Alex en la noche. Alex susurrándome las buenas noches pegada a mi hombro: Bella recordándome que ni siquiera Beethoven se acostaba más tarde de las diez.
No tengo nada que haya pertenecido a mis padres, casi ningún conocimiento de sus vidas. De las pertenencias de Bella, tengo los intermezzos, «Luz de Luna», otros trabajos para piano que de pronto me reconquistan; oír la música de Bella saliendo de un fonógrafo en una tienda, de una ventana abierta en un día de verano, o de la radio de un coche…
El segundo legato tiene que ser una pizca, y sólo una pizca, más lento que el primero…
Cuando Alex me despierta en plena pesadilla me estoy frotando los pies para que les vuelva la sangre después de estar sobre la nieve. Ella está frotando mis pies contra los suyos y envolviéndome el costado con sus brazos suaves y delgados, bajándome por los muslos sobre las estrechas literas de madera, cajones de madera repletos de huesos que respiran, los pies contra las cabezas. Tiran de la manta, tengo frío. Nunca entraré en calor. Luego el cuerpo de Alex, firme y plano, una piedra contra mi espalda mientras ella escala, una pierna sobre mi costado, revolviéndose, dándome la vuelta. En la oscuridad, mi piel tirante, su aliento en mi cara, sus dedos pequeños en mi oreja, una niña que se aferra a una moneda. Ahora está aún quieta e ingrávida como una sombra, sus piernas sobre mis piernas, sus caderas estrechas y el tacto en la fría litera de madera en el sueño —repulsión— y tengo la boca apretada de miedo. «Vuélvete a dormir,» me dice, «vuélvete a dormir».
Nunca se debe confiar en las biografías. Demasiados acontecimientos en la vida de un hombre son invisibles. Desconocidos para los otros como nuestros sueños. Y nada libera al soñador; ni la muerte en el sueño, ni el despertar.
Los únicos amigos de Athos de la universidad con los que mantuve el contacto fueron los Tupper. Varias veces al año cogía el tranvía del este hasta el final del trayecto, donde me recogía Donald Tupper, y conducíamos hasta su casa en Scarborough Bluffs. A veces Alex venía conmigo; le gustaba el perro pastor de los Tupper, al que sacaba a pasear junto con Margaret Tupper, a lo largo de los acantilados que se ciernen sobre la expansión vacía del lago Ontario. Yo las seguía a cierta distancia con Donald, que se distraía como siempre con el paisaje y charlaba sobre el departamento de geografía poniéndose en cuclillas de vez en cuando sin avisar para examinar una piedra. Una tarde de otoño llegué a alejarme de él por lo menos nueve metros antes de darme cuenta de que se había caído al suelo. Me di la vuelta y lo encontré tumbado boca arriba en la hierba mirando la luna. «Mira qué profundos parecen desde aquí los mares de la luna, en el borde de los Grandes Lagos. Casi pueden verse los silicatos evaporándose de la tierra joven para asentarse en los cráteres».
Todos los años el jardín trasero de los Tupper se erosionaba unos pocos centímetros, hasta que un verano la caseta del perro, vacía, desapareció por el borde del precipicio durante una tormenta. Margaret pensó que esto era llevar la ciencia de la tierra un poquito lejos y su marido estuvo de acuerdo, con reticencia, en que deberían mudarse al interior. Alex le contó esto a su padre una noche cuando él nos estaba visitando.
—¿Para empezar, por qué puede querer alguien construir al borde de un precipicio —preguntó el doctor—, si los acantilados se han estado erosionando durante miles de años?
—Precisamente porque se han estado erosionando durante miles de años, papaíto —contestó la lista de mi Alex.
Cada momento es dos momentos.
En 1942, mientras metían a presión a los judíos bajo el suelo y luego los cubrían esparciéndoles tierra encima, había hombres que se arrastraban al introducirse en la oscuridad sorprendida de Lascaux. Los animales se despertaron de su sueño subterráneo. A ochenta metros bajo tierra estallaron a la vida a la luz de una lámpara: los ciervos nadadores, los caballos flotantes, rinocerontes, rebecos y renos. Tenían las aletas de la nariz húmedas y temblorosas, los pellejos exudaban óxido de hierro y manganeso, al olor de la piedra subterránea. Mientras un trabajador en la cueva francesa comentaba «qué delicia escuchar a Mozart en Lascaux en la paz de la noche», la orquesta del submundo de Auschwitz acompañaba a millones de personas a la fosa. La tierra estaba siendo levantada por todas partes, revelando tanto a animales como a hombres. Las cuevas son los templos de la tierra, la parte blanda del cráneo que se pulveriza al tacto. Las cuevas son los depósitos de los espíritus; la verdad habla desde el suelo. En Delphi, el oráculo se proclamaba desde una gruta. En el suelo sagrado de las fosas comunes, la tierra se llenó de ampollas y habló.
Mientras el idioma alemán aniquilaba la metáfora, convirtiendo a los humanos en objetos, los físicos transformaban la materia en energía. El paso del lenguaje/fórmula al hecho: de la denotación a la detonación. Poco antes de que el primer ladrillo rompiese una ventana en Kristallnacht, el físico Hans Thirring escribió, acerca de la relatividad: «Le quita a uno la respiración el pensar en lo que podría pasarle a una ciudad si la energía dormida de un solo ladrillo fuera liberada…, bastaría para arrasar una ciudad de un millón de habitantes».
Alex enciende las luces constantemente. Estoy sentado en la penumbra de media tarde, con un cuento royéndose un camino hacia la superficie, cuando aparece de golpe en casa, llena del mercado del sábado y de tranvías llenos de gente y del mundo cotidiano que me estoy perdiendo —y enciende todas las luces. «¿Por qué estás siempre a oscuras? ¿Por qué no enciendes las luces, Jake? ¡Enciende las luces!»
El momento que yo llevaba medio día intentando alcanzar, carcomiendo la tristeza, se desvanece bajo una bombilla. Las sombras se escurren hasta la próxima vez, cuando Alex vuelve a aparecer con su vitalidad desvergonzada. Nunca comprende; piensa, sin duda, que me hace bien, devolviéndome al mundo, arrancándome de las fauces de la desesperación, rescatándome.
Y lo hace.
Pero cada vez que se me escapa, cabizbajo, un recuerdo o una historia, se lleva consigo más de mí mismo.
Empiezo a pensar que Alex me está lavando el cerebro. El rollo de Gerard Street, el jazz del Tick Tock, la política de cafetería en el River Nihilism, que pertenece a un artista del origami que hace pájaros con billetes de dólar, la moda de la pasión por Trudeau y por la corneta. El retrato que le ha hecho un pintor con medio bigote. Lo larga que es, la sexualidad nerviosa que ahora controla totalmente —todo me está haciendo olvidar. Athos recompuso pedazos de mí lentamente, como si estuviese preservando madera. Pero Alex… Alex me quiere hacer estallar, prenderle fuego a todo. Quiere que vuelva a empezar.
El amor debe cambiarte, no puede hacer otra cosa que cambiarte. Aunque ahora parece que no quiero la comprensión de Alex. Ahora su falta de comprensión parece demostrar algo.
Miro a Alex arreglarse para ir a ver a sus amigos. Su perfección es descorazonadora. Se ajusta un grueso brazalete de oro alrededor de una fina manga negra. El vestido que lleva es ceñido como un capullo. Cada cremallera que sube, botón que abrocha, imperdible que cierra, libera el poder de su belleza.
Cuando Alex sale con «los chicos», «la gente», «la panda», yo me quedo en casa, soy el esqueleto con la guadaña. «Te lo pasarás mejor sin mí».
Para el padre de Alex, para Maurice e Irena, Alex me ha dejado. Pero soy yo quien la ha abandonado a ella.
Vuelve tarde y se tumba encima de mí. Puedo oler el humo en su vestido, en el pelo.
Lo siento, me dice. No volveré a salir sin ti.
Los dos sabemos que esto lo dice sólo porque no es verdad. Tira de cada uno de mis dedos por separado, un tirón largo por cada falange. Me besa la palma. Un rubor se le extiende por la piel.
Recorro con mis manos su pelo sedoso. Noto la marca de nacimiento en la coronilla. A los pocos minutos sus zapatos caen al suelo con un golpe. Bajo la larga cremallera y la lana negra y suave se separa, se abre una estela de piel blanca. Le aflojo con un masaje los nudos de la espalda, cansados por pasar demasiadas horas con tacones, demasiados taburetes precarios y horas de conversación, inclinándose para oír por encima del barullo. Trazo lentos círculos en su espalda lisa y caliente, como si amasara pan para sacarle el aire. Me imagino la marca leve que le han dejado los ligueros en los muslos. Es delgada y liviana, tiene los huesos de un pájaro. El pelo lleno de humo le cae sobre la boca abierta, su boca abierta contra mi garganta. Completamente vestida, sus piernas y brazos perfilan los míos debajo de las mantas —ahora estoy dentro del abrigo de Athos. Siento la humedad de su aliento, su oreja pequeña.
Ninguna ola de deseo me mueve a calcar con mi lengua su columna, a pronunciarla, centímetro a centímetro milagroso.
Estoy despierto mientras ella duerme. Cuanto más la abrazo, más lejos retrocede Alex de mi tacto.
Hay un decrescendo en el noveno compás, y después de pianissimo a piano tan de prisa, pero no tan suave como el diminuendo del decimosexto compás…
Bella está sentada a la mesa de la cocina con la música delante. Practica con los dedos sobre la superficie de la mesa y anota en la partitura lo que debe recordar. Es domingo por la tarde. Mi padre está dormido en el sofá y Bella no quiere despertarle. Ahora puedo escuchar los golpecitos, tumbado junto a Alex. Puedo oír a Bella dando golpecitos en la pared que separa nuestras habitaciones, un código que inventamos para poder darnos las buenas noches desde la cama.
De vuelta a casa de comprar huevos para mi madre, Bella me contó la historia de Brahms y Clara Schumann. No era propio de ella, pero Bella cazó al vuelo la oportunidad de hacer el recado, porque estaba lloviendo y quería usar el elegante paraguas que mi padre le había comprado por su cumpleaños. Me dejó que caminara debajo de él con ella, pero empeñándose en llevarlo como un parasol, de modo que ninguno de los dos permanecimos secos. Yo le gritaba para que lo sujetara recto. Tiraba de él, ella lo agarraba de nuevo, y acabé por quedarme fuera del preciado perímetro, de mal humor y calándome hasta los huesos, provocando su arrepentimiento. Bella siempre me contaba historias cuando quería que yo la perdonase. Sabía que no podía resistirme a escuchar. «A los veinte años Brahms se enamoró de Clara Schumann. Pero Clara estaba casada con Robert Schumann, por quien Brahms sentía veneración. ¡Brahms adoraba a Robert Schumann! Brahms nunca se casó. Imagínate, Jakob, le fue fiel toda la vida. Le escribía canciones. Cuando Clara murió, Brahms estaba tan afectado que de camino al funeral se equivocó de tren. Se pasó dos días cambiando de trenes, intentando llegar a Francfort. Brahms llegó justo a tiempo para arrojar un puñado de tierra sobre el ataúd de Clara…» «Bella, esa es una historia terrible, ¿qué clase de historia es esa?»
Dicen que durante las cuarenta horas que pasó en los trenes la mente de Brahms se estaba llenando ya con su última composición, el preludio coral «O Welt ich muss dich lassen» —«Oh Mundo, debo abandonarte».
Que estaban rotos por errores que no tenían posibilidad de arreglar; todo sin terminar. Todos los pecados del amor sin detalles, detalles sin amor. Arrepentirse de hablar, de haberse quedado sin tiempo para hablar. De guardarse uno mismo. De dar la espalda demasiado a menudo para dormir.
Intentaba imaginar sus necesidades físicas, la indignidad de las necesidades humanas que alcanzan extremos tales que igualan la añoranza por tu mujer, hijo, hermana, padre, amigo. Pero en verdad ni siquiera puedo empezar a imaginarme el trauma de sus corazones, de que se los hayan llevado en medio de la vida. Los que tenían niños pequeños. O los que acababan de enamorarse, arrancados de ese estado de gracia. O los que habían vivido de manera invisible, los que nunca fueron conocidos.
Una noche de julio las ventanas están abiertas; oigo niños gritando en la calle. Sus voces están suspendidas en el calor que se evapora de aceras y jardines. La habitación está inmóvil frente a la agitación de los árboles. Alex me respeta lo suficiente como para molestarse en pronunciar las palabras: «No puedo soportar más esto». Estoy demasiado cansado como para levantar la cabeza del brazo sobre la mesa y abro los ojos para ver el dibujo borroso de la tela, demasiado cerca como para enfocarlo.
Cuando dice, «no puedo soportar esto más», también quiere decir, «he conocido a otra persona».
Quizá un músico, un pintor, un médico que trabaja con su padre. En cuanto a irse, quiere que yo la mire: «¿Esto es lo que quieres, no? Hasta el último rastro de mí se habrá ido…, mi ropa, mi olor, incluso mi sombra. Mis amigos cuyos nombres no recuerdas…».
Es un desorden neurológico, sé lo que tengo que hacer pero no puedo moverme. No puedo mover un músculo ni una célula. «Eres desagradecido, Jake, esa palabra sucia que tanto odias…»
Cuando Mamá y Papá me trajeron aquí por primera vez, había treinta y dos latas.
Más que suficiente para un niño pequeñito como tú, dijo Mamá. Recuerda, dos latas al día. Mucho antes de que se te acaben las latas habremos vuelto. Papá me enseñó a abrirlas. Mucho antes de que se terminen la latas, habremos vuelto a buscarte. No le abras la puerta a nadie, ni aunque te llamen por tu nombre. ¿Entiendes? Papá y yo tenemos la única llave y vendremos por ti. Nunca abras las cortinas. Prométeme que nunca, nunca abrirás la puerta. Nunca abandones este cuarto, ni un minuto, hasta que hayamos vuelto. Espéranos. Promételo.
Papá me dejó cuatro libros. Uno es sobre un circo, uno es sobre un granjero, los otros dos son sobre perros. Cuando me acabo uno, empiezo con el siguiente y cuando me termino los cuatro, empiezo otra vez. No me acuerdo cuántas veces.
Al principio caminaba alrededor de la habitación cada vez que me apetecía. Ahora tengo un sitio para la mañana, otro para después del almuerzo. Cuando el sol está entre la alfombra y la cama, entonces puedo cenar.
Ayer fue la última lata. Pronto voy a tener mucha hambre. Pero ahora que ya no queda ni una lata, volverán Mamá y Papá. La última lata significa que ya llegan.
Quiero salir pero prometí que nunca dejaría la habitación hasta que volvieran. Lo prometí. ¿Qué pasaría si volviesen y yo no estuviera?
¡Mamá, hasta comería zanahorias cocidas! Ahora mismo.
Anoche hubo mucho ruido afuera. Hubo música. Parecía una fiesta de cumpleaños.
La última lata significa que pronto estarán aquí. Estoy flotando. El suelo está muy lejos. Y si no abro la puerta, y si salgo por esa grieta pequeña en el techo…
Ha pasado una semana desde que se fue Alex. Si regresara, me encontraría en el mismo sitio en el que me dejó. Levanto la cabeza de la mesa. La cocina de julio está oscura.