Como Atenas, Toronto es un puerto activo. Es una ciudad de almacenes abandonados y muelles, de ensiladoras frente al mar y de patios de mercancías, de carbón y una refinería de azúcar; de destilerías, el olor empalagoso de la malta ascendiendo del lago en las húmedas noches de verano.
Es una ciudad en la que casi todo el mundo viene de fuera —un mercado, un caravasar— y trae consigo sus diferentes modos de morirse y de casarse, sus cocinas y sus canciones. Una ciudad de mundos abandonados; el lenguaje como una especie de adiós.
Es una ciudad de barrancos. Quedan atrás los vestigios de lo salvaje. La ciudad se puede cruzar por estos grandes jardines hundidos debajo de las calles, mirando hacia arriba a los barrios flotantes, casas construidas en las copas de los árboles.
Es una ciudad de puentes que cruzan valles. Corre un tren por los patios traseros. Una ciudad de senderos escondidos, de garajes de chilla con tejados ondulados de hojalata, de vallas de madera vencidas por donde los niños han hecho atajos. En abril, las calles densamente arboladas se inundan de sámaras, una marea verde. Ríos olvidados, presas abandonadas, los restos de una fortaleza iroquesa. La neblina de una memoria subtropical inunda los parques públicos, una ciudad construida en el cuenco de un lago prehistórico.
Desde el gran vestíbulo de piedra caliza de Union Station, con sus muchas vías y túneles, los pasajeros de tren que llegaban de los muelles transatlánticos de Montreal invadían las calles de Toronto. Una tarde lluviosa de principios de septiembre.
Había una pequeña multitud en la puerta de la estación, pero a partir de ese único punto concurrido, la ciudad se extendía desértica, como la oscuridad derramada más allá del charquito de luz de una lámpara. Los viajeros se dispersaban en taxis y en cuestión de minutos quedaba vacía incluso la ancha plaza donde se encontraba la estación.
Athos y yo viajamos hacia el norte por lo que parecía una ciudad evacuada, una metrópoli fantasmal bajo la lluvia. Pasamos por delante de edificios llorosos de piedra: la estafeta de correos, bancos, el majestuoso Hotel Royal York, el ayuntamiento. Quizá sea así como se sintió mi padre al llegar a Varsovia por primera vez, con su padre. Tranvías en las calles desiertas, la misma llovizna gris, hojas relucientes como el cristal. Athos y yo entramos en Toronto; torres, luces, anchas avenidas, grandes automóviles y la burda intimidad de los anuncios que nace de tantos viviendo tan juntos: polvos dentífricos, tónico capilar, maquillajes, mujeres posando en posturas que me daban vergüenza.
El taxi nos llevó a una dirección de la avenida St. Clair Oeste, un piso a medio amueblar que alguien de la universidad nos había realquilado. Inspeccionamos las habitaciones, abrimos los grifos, abrimos los armarios. Athos pasó algunos minutos alabando la idea de las ventanas cubiertas con pantallas. «Electricidad, agua corriente. Después de Zakynthos, esto va a ser como vivir en un hotel».
No deshicimos ninguna maleta y cruzamos la calle para ir a un restaurante que se anunciaba abierto «toda la noche». Pedí mi primera comida canadiense: tostadas con mantequilla y sopa de verduras. Athos se comió su primer trozo de pastel de calabaza. Athos, que fumaba rara vez y además en pipa, compró cigarrillos canadienses —Macdonald, los que traen un dibujo de una chica escocesa en el paquete— y un Telegram de Toronto. Una camarera con el nombre Aimée prendido en la solapa le ofreció café, cosa que yo aguardaba con ansiedad, preocupado porque se había referido a un «tazón ilimitado». Hizo una mueca al comprobar el sabor aguado. Había lámparas colgando muy bajas sobre cada mesa. Desde nuestro cubículo junto a la ventana de vidrio cilindrado, vimos que el edificio en el que se encontraba nuestro apartamento se llamaba Heathside Gardens. A pesar del ruido amigable de los platos al chocar y de la charla de las camareras con sus tiesos delantales blancos, era un restaurante triste. Era la primera vez que veía gente comiendo a solas en público —una visión que me inquietó y a la que me costaría algún tiempo acostumbrarme.
Athos estaba nervioso pero cansado. A primera hora del día siguiente tenía una cita con Taylor en la universidad. Volvimos a Heathside Gardens. Sólo había una cama; yo me tumbé en el sofá. Usamos nuestros abrigos como mantas. La luz de las farolas de la calle se filtraba a través de las cortinas ralas. En la semioscuridad de la ciudad, con la cabeza llena de inglés, miraba la habitación con los ojos muy abiertos sin poder dormir, hasta mucho después de la hora a la que terminaban los rumores y los chillidos de los tranvías.
Un rato después oí a Athos intentando no despertarme, caminando por el vestíbulo hacia la cocina sobre suelos crujientes. Asomó la cabeza para mirarme. «Duerme, Jakob, está todo bien. Yo vuelvo pronto con el desayuno». Apenas si podía levantar la cabeza o abrir la boca para decir adiós. Otros podrían haber saltado de la cama a explorar su nuevo mundo, pero a mí me aturdía la desesperación. Miré al techo y conté las kounoupia, los mosquitos muertos sobre la instalación de luz, hasta que me quedé dormido y soñé con la chica de los cigarrillos Macdonald, con maquinillas de afeitar eléctricas y con polvos dentífricos Pepsodent.
En la universidad las clases estaban repletas de hombres que regresaban de la guerra y el escasísimo profesorado del departamento de geografía tenía que esforzarse hasta el límite. Athos preparaba sus clases, realizaba su propia investigación y lograba salir del piso cada mañana sin apenas dormir. A menudo le miraba subirse al tranvía con los papeles reventándole el maletín y las gafas todavía colocadas en mitad de la frente. Mientras Athos se pasaba todo el día enseñando en el edificio McMaster de la calle Bloor, yo asistía a clases tanto en griego como en inglés en el Colegio Athena. Acepté con agrado las tareas de hacer la compra y limpiar. Me alegraba poder cuidar ahora de Athos, que confiara en mí. Athos todavía cocinaba la mayoría de las veces, le gustaba, le relajaba. Y todos los domingos, hiciera el tiempo que hiciera, salíamos a caminar.
Athos me instruía en las sutilezas del inglés en la mesa de la cocina de la avenida St. Clair. El idioma inglés era un alimento. Me lo metía en la boca con hambre. Se me extendía por el cuerpo una ola de calor, pero también de pánico, porque el pasado se iba silenciando con cada bocado. Athos esperaba pacientemente en la cocina, mientras yo roía y tragaba.
Los hechos de la guerra nos empezaron a llegar a través de revistas y periódicos. En nuestro pequeño apartamento mis pesadillas despertaban a Athos. Después de una mala noche solía agarrarme por los hombros: «Jakob, deseo robarte los recuerdos mientras duermes, bombearte los sueños poco a poco».
Un niño no sabe mucho de la cara de un hombre, pero siente lo que la mayoría de nosotros cree toda la vida, que puede distinguir una cara buena de una mala. Los soldados que cumplían con su deber, entregándoles a las madres las cabezas cortadas de sus hijas —con las trenzas y las horquillas aún en su sitio—, no tenían el mal en la cara. En sus facciones no había perversión mientras hacían lo que hacían. ¿Dónde estaba su odio, su repugnancia, si ni siquiera lo llevaban en los ojos, que se revolvían de manera invisible en las cuencas, enfocando el hecho innegable de que habían ido demasiado lejos? Existe la posibilidad de que si uno no puede verla en el rostro, entonces es que no queda una conciencia que levantar. Pero esa explicación es evidentemente falsa, porque había quienes reían al sacarle los ojos a alguien con un palo, al hacer pedazos cráneos infantiles contra los buenos ladrillos de buenas casas. Durante mucho tiempo creí que no se aprende nada de la cara de un hombre. Cuando Athos me agarró por los hombros, cuando me dijo, «mírame, mírame» para convencerme de su bondad, él no podía saber hasta qué punto me estaba aterrorizando, lo carentes de significado que eran esas palabras. Si la verdad no está en el rostro, ¿entonces dónde está? ¡En las manos! En las manos.
Intenté enterrar imágenes, cubrirlas con palabras griegas e inglesas, con las historias de Athos, con todas las edades geológicas. Con los paseos que dábamos Athos y yo todos los domingos al interior de los barrancos. Años después lo intentaría con una avalancha nueva de hechos: horarios de trenes, archivos de los campos, estadísticas, métodos de ejecución. Pero por las noches mi madre, mi padre, Bella, Mones, sólo tenían que levantarse, sacudirse la tierra de la ropa, y esperar.
Athos me enseñó a preparar stifhados rellenos de pescado y verdura, «yemista» —pimientos rellenos, incluso boutimata— galletas con «molasses» y canela que él se comía en plena noche sentado a la mesa de trabajo mientras planificaba el curso, Historia del Pensamiento Geológico.
Para celebrar nuestra primera nevada en Toronto Athos decidió que organizaríamos un banquete. Me mandó a la calle transformada a comprar pescado. En aquellos primeros meses, cuando salía solo, nunca me aventuraba más allá de las pocas tiendas alrededor del piso. Ese día la calle tenía un aspecto tan extraordinario que decidí caminar un poco más lejos. Entré en una nueva tienda de comestibles, me sacudí las botas y esperé. Salió un hombre de la trastienda y me miró desde lo alto, con las manos enormes colgándole por encima del mostrador. Tenía el delantal manchado. Con un acento cerrado me ladró, «¿Qué quieres?». El sonido de su voz gritando me clavó al suelo. Volvió a ladrar, «¿A qué has venido?».
—Pescado fresco —susurré.
—¡No! Tenemos sospechas —alzó la voz—. Tenemos sospechas.
Salí corriendo por la puerta.
Athos estaba picando champiñones junto al fregadero. «¿Qué pescado compraste? ¿“Barbounia”? ¿“Glossa”? Ojalá estuviera aquí Daphne para preparar su “kalamarakia”». Yo seguía de pie en el umbral. Pasado un momento alzó la mirada y me vio la cara. «Jakob, ¿qué ha pasado?»
Se lo conté. Athos se limpió las manos, se quitó las zapatillas de una sacudida y me dijo secamente, «Ven».
Yo esperé fuera de la tienda. Escuché barullo. Risas. Athos salió, sonriendo aliviado. «No pasa nada, no pasa nada. Estaba diciendo “pechugas”, no “sospechas”». Athos se empezó a reír. Estaba de pie en medio de la calle riéndose. Le miré con odio, el calor subiéndome por la cara. «Lo siento, Jakob, es que no lo puedo evitar…, hace tanto que no me río… Ven adentro, ven adentro…»
Jamás volvería a entrar en esa tienda.
Sabía que estaba portándome de un modo ridículo incluso cuando me zafé de él y caminé de vuelta al piso solo.
El lenguaje. La lengua agarrotada se encariña, huérfana, de cualquier sonido: se pega, lengua contra metal frío. Después, finalmente, muchos años después, se arranca y queda dolorosamente libre.
Existe un borde grueso y negro sobre las cosas que están separadas de sus nombres. Mis vocabularios lisiados consistían en la variedad habitual de elementos —pan, queso, mesa, abrigo, carne— además de algunas reservas más idiosincrásicas. De Athos había aprendido a decir estrato rocoso, infinito y evolución —pero no cuenta corriente ni casero. Podía mantener competentemente mi punto de vista en una discusión sobre volcanes, glaciares o nubes, en griego o en inglés, pero no entendía lo que significaba «cocktail» o «kleenex».
No tuve que esperar mucho tiempo para escuchar historias de la Antártida de boca del propio Griffith Taylor. Los Taylor a menudo organizaban fiestas en su mansión de Forest Hill, y en las primeras navidades que pasamos en Toronto invitaron a la celebración a todo el departamento de geografía. Me pregunto qué les pareceríamos a los colegas de Athos. No sé cuánto sabían ellos de nuestra historia. Con casi catorce años era tan alto como Athos, y los huesos y los labios y las cejas oscuras parecían saltarme de la cara. En aquellos días Athos daba la impresión física de ser un aventurero retirado, de ser un hombre que podía pasarse las tardes catalogando sus hallazgos. La señora Taylor se refería a nosotros como «Los Solteros».
Nos invitaban a tomar el té en el jardín, a fiestas de Nochevieja, a fiestas de fin de curso. Cada ocasión terminaba con Taylor cantando «Waltzing Mathilda». Los Taylor poseían un cierto aire romántico —no sólo la casa y los criados, la luz de las velas y el aparador repleto de chucherías delicadas. Creo que los Taylor estaban muy enamorados. En esas primeras navidades me regalaron una bufanda de lana. La señora Taylor nos estrechó la mano al marcharnos y nos sonrió con calidez. Después Athos y yo nos acusamos mutuamente de habernos ruborizado.
Athos y yo organizábamos algunas fiestas propias. Éramos personas sin hogar, y congregábamos a otros sin hogar a nuestro alrededor.
Athos descubrió una panadería griega en el centro de la ciudad y se percató de que el panadero, Constantine, de Poros, estaba leyendo Fausto, de Goethe, en griego, mientras vendía barras de olikis y oktasporo. Constantine había sido profesor de literatura en Atenas. Pronto Constantine empezó a pasarse por casa, de forma irregular, dos o tres tardes al mes, siempre trayendo un pastel o baklava o una bolsa de bollos dulces. A Joseph, el hombre que vino un día a arreglarnos el horno y que pintaba retratos en sus ratos libres, le gustaba visitarnos los sábados por la tarde, después de su última cita laboral. Gregor, que había sido abogado en Bukovina antes de la guerra y que ahora vendía muebles, nos pedía a veces que le acompañáramos a un concierto. Gregor se había encaprichado de una violinista y siempre nos sentábamos en el lado del patio de butacas desde donde mejor la podíamos ver.
De nuestros visitantes aprendí los secretos de diversos oficios. Quitar manchas, reparar electrodomésticos, pintar retratos (los ojos deben seguirte a todas partes). Cómo cambiar un fusible o arreglar un grifo que gotea, cómo hacer un bizcocho de preparación rápida. Qué hacer en la primera cita (recogerla en su casa, estrechar la mano del padre, nunca traerla tarde a casa). Athos parecía contento de que estuviera aprendiendo cosas tan prácticas, pero seguía cuidando de mi alma.
Pero en general nos manteníamos bastante aislados. Teníamos poco contacto con la koinotita —la comunidad griega— aparte de la familia de restauradores de Constantine cuyas barras y comedores frecuentábamos, especialmente el Spotlight, el Majestic, el elegante Diana Sweets y Bassel’s, con sus taburetes de cuero rojo y negro y su luz tamizada. Athos trabajaba duramente, como si supiera que se le agotaba el tiempo. Estaba escribiendo un libro. En cuanto a mí, no hice verdaderos amigos hasta después de la universidad. Apenas cruzaba miradas con mis compañeros. Pero lo que sí hice, a través de los años, fue llegar a conocer la ciudad.
Donald Tupper, que daba clases sobre ciencia de la tierra en el departamento de geografía y era conocido por dormirse durante sus propias conferencias, solía organizar trabajos de campo para señalar rasgos geográficos. Athos y yo a menudo nos uníamos a él y a sus alumnos durante estas expediciones, hasta que Tupper metió el coche en una zanja mientras nos enseñaba un ejemplo de drumlin. Afortunadamente yo tenía mi propio guía y compañero, no sólo a través del tiempo geológico, sino también a través de la adolescencia y hacia la madurez.
Con pocas palabras (un conjuro en griego o en inglés) y el movimiento de una mano, Athos podía rebanar una montaña por la mitad, hacer un agujero en la acera, vaciar un bosque. Me enseñó Toronto diseccionado; abría los riscos como si fueran pan fresco, mostrando el abrupto pasado geológico. Athos se detenía en medio de calles abarrotadas y me señalaba fósiles en los alféizares de caliza del hotel Park Plaza o en los muros de una estación hidráulica. «¡Ah, la piedra caliza, que acumula treinta preciados centímetros cada veinticinco mil años!» Instantáneamente, un mar de sal subtropical inundaba las calles. Imaginaba jardines rebosando tesoros: fósiles crinoides, terebrátulas, trilobites.
Como pájaros que vuelan en picado, Athos y yo nos sumergíamos ciento cincuenta millones de años en el silencio oscuro y perecedero de los barrancos. Detrás de la valla publicitaria junto a la droguería Tamblyn, saltábamos al húmedo anfiteatro de un pantano mesozoico, donde frondas y helechos altos como casas se cimbreaban en una niebla densa de esporas. Debajo de un aparcamiento, detrás de un colegio; alejados de los ruidos, el humo y el tráfico, buceábamos en la luz verde de las habitaciones sumergidas de la ciudad. Después, como andartes, volvíamos a salir a la superficie tras haber recorrido media ciudad —desde debajo del puente cercano a Stan’s Variety o desde detrás del restaurante Honey Dew.
Athos me enseñó muestras de la piedra Zumbro, con su moteado característico, explicándome en qué se diferenciaba de la Tobermory o de la Kingston o de la piedra de Credit Valley. Me indicó el único ejemplo que hay en Toronto de la labradorita negra y lustrosa de Nain, que brilla azul al sol en la avenida Eglinton.
Una de nuestras primeras excursiones fue al lago Grenadier, para ver dónde había hecho Silas Wright sus primeros experimentos con el hielo. Luego fuimos a buscar la vieja casa de Silas Wright en Crescent Drive. Yo había oído la historia muchas veces. Fue Wright quien vio primero la tienda de Scott, enterrada de tal modo por una fatal tormenta de nieve que sólo sobresalían unos pocos centímetros de la punta.
Wright señaló con la punta de su esquí la distancia inmaculada y pronunció las famosas palabras: «Es la tienda». Me produjo una gran satisfacción estar ahí con Athos en la calle una mañana ventosa de noviembre y anunciar, en un inglés canadiense impecable: «Es la casa».
Era una tarde fría de primavera, nuestra primera primavera en Toronto. Empezó a llover. Una tormenta crepitante de abril, cuando el cielo se vuelve verde oscuro y el mundo adopta un brillo fluorescente y gangrenoso. Athos y yo nos refugiamos bajo el grueso entramado del puente de Governors Road. No estábamos solos. Un par de niños pequeños con tarros de agua turbia de lago y un quinceañero con su perro se nos juntaron buscando cobijo. Nadie habló mientras escuchábamos incómodos cómo se inundaban precipitadamente las cloacas, el rebosar de las alcantarillas de metal del puente, el gran crujido del trueno. Luego un chillido rompió el aire, luego otro, como el grito de un mamut de arrendajo, y vimos que los dos niños se soplaban las manos y sujetaban entre los pulgares briznas tirantes de hierba.
El chico mayor hizo lo mismo, las briznas primitivas produjeron un aullido que retumbaba bajo el puente. Entonces la lluvia se fue apaciguando lentamente, y uno por uno nuestros compañeros callaron y salieron a la niebla goteante como en trance. Nadie había dicho una palabra.
Athos y yo nos inventábamos historias y personajes durante nuestros paseos dominicales, para que yo practicase vocabulario. Inventamos un serial de suspense con dos detectives, Peter Musgo y Peter Pantano. En un episodio seguían a un malvado «que perpetraba basaltos» (mi juego de palabras más logrado); asaltaba museos y dejaba, como firma, un bloque de piedra basáltica en el espacio vacío. Athos creó una historia compleja sobre una banda de marineros británicos que saqueaban los almacenes de los muelles sólo para poder utilizar el título de «El Misterio del Loch and Quay»[1].
Los juegos de palabras eran una especie de muestra base: penetraban el corazón del entendimiento, una verdadera prueba de dominio de la nueva lengua. Cada uno de mis horribles juegos de palabras representaba un logro considerable; los recitaba en la cena para recibir el elogio de Athos. (¿Qué dijo el biólogo cuando se le cayeron las diapositivas en el suelo del laboratorio? No me pises la mitosis[2]).
De los juegos de palabras pasé a intentar escribir poesía, esperando que en mis sonetos el secreto del inglés se me abriría bajo la presión del escrutinio. «Quizá un soneto,» sugirió Athos, «no sea muy distinto a las investigaciones lingüísticas de los cabalistas». Copiaba poemas famosos, dejando un espacio entre cada verso para escribir mi propia versión o mi respuesta. Escribía sobre plantas, piedras, pájaros. Escribía versos sin verbo. Escribía utilizando solamente jerga. Hasta que de pronto una palabra parecía convertirse en sí misma y me penetraba una rápida claridad; la diferencia entre un perro griego y un perro inglés, entre la nieve polaca y la nieve canadiense. Entre los pinos resinosos griegos y los pinos polacos. Entre mares, el antiguo embrujo mítico del Mediterráneo y el Atlántico afilado.
Y más tarde, cuando empecé a escribir los hechos de mi infancia en un idioma ajeno a aquel en el que los hechos ocurrieron, fue una revelación. El inglés podía protegerme; un alfabeto sin memoria.
Como si estuviese determinado por el rigor histórico, el barrio griego lindaba con el judío. Cuando descubrí por primera vez el mercado judío sentí una sacudida de dolor. De las bocas del vendedor de quesos y del panadero salía, despreocupadamente, la lengua apasionada de mi infancia. Consonantes y vocales: el miedo y el amor enredados.
Escuché, flaco y feo por el sentimiento. Miré cómo unos viejos metían los brazos numerados en barriles de salmuera, les cortaban la cabeza a los pescados. Qué irreal debía de parecerles estar rodeados de tanta comida.
Pollos metidos en cajas de madera miraban a su alrededor con cara de incomprensión y de desprecio, como si ellos fueran los únicos que entendieran el inglés y no pudieran por tanto descifrar el guirigay circundante.
La mirada retrospectiva de Athos me proporcionaba a mí una esperanza retrospectiva. La redención a través del cataclismo; lo que se había transformado ya una vez podía volver a transformarse. Leí acerca de los ríos secos de Toronto con los cursos desviados —ahora eran apenas arroyos de alcantarilla— que una vez fueron afluentes abundantes en los que se pescaba a la luz de las linternas. Arponeaban y extraían salmones de la vena rápida; hundían redes en las vivas corrientes de plata. Athos señalaba sobre los mapas los caminos reales de las edades de hielo que surcaban las provincias y barrían de nuevo hacia afuera, excavando y martillando la tierra. «¡Iban arrastrando vestidos congelados, dejando una estela rocosa de tierra de labranza glaciar!» Antes de que existiera la ciudad, exclamaba Athos —el hombre espectáculo, el pregonero—, había un bosque de coníferas y árboles de hoja caduca, pedestales antiguos y gigantescos en los que vivían castores tan grandes como los osos. Durante la cena, degustábamos la cocina local que a nosotros nos resultaba exótica, como la manteca de cacahuete, y nos leíamos en voz alta cosas sobre nuestra nueva ciudad. Leímos que se habían descubierto lanzas de piedra, hachas y cuchillos en la finca de un granjero de las afueras; Athos me explicó que los laurencianos eran contemporáneos de los habitantes de Biskupin. Nos enteramos de la existencia de un asentamiento indio debajo de un colegio. Simpatizábamos con la perplejidad y el mal humor de la señora Simcoe, la fina mujer pionera del teniente gobernador del siglo XVIII, trasplantada a la zona salvaje del norte de Canadá. Pronto llegó a representar, algo injustamente, un estado general de disgusto. Nos inspiraba chistes privados cada vez que nos encontrábamos perdidos, confundidos ante las señales mudas que son la esencia de cada cultura: «¿Qué hubiera pensado de esto la señora Simcoe?».
Los domingos por la tarde emergíamos del fondo del lago, cubiertos de limo prehistórico, y salíamos debajo de una valla publicitaria de la avenida St. Clair; los raíles de los tranvías lucían un brillo apagado al sol débil del invierno, o parecían suaves bajo las farolas, el cielo nocturno morado de frío o azul cianótico en verano, las formas de las casas oscureciéndose contra el bromuro disuelto del ocaso. Cubiertos de barro, llenos de erizos de dulcamara (polizones en las perneras y en las mangas), nos dirigíamos hacia casa para cenar caliente. Estas exploraciones semanales de los barrancos eran escapadas a paisajes ideales; lagos y bosques primitivos que nunca podrían sernos arrebatados.
En estos paseos yo podía sacudirme temporalmente mi extranjería porque, según veía Athos el mundo, cada ser humano era un recién llegado.
Tanto Athos como yo manteníamos correspondencia con Daphne y Kostas. Yo les enviaba poemas en inglés e informaba a Daphne de lo bien que me iba en el colegio y de lo bien que comíamos, transmitiéndole recetas de pastelería de Constantine. Las cartas de Kostas a Athos estaban repletas de política. Athos se sentaba a la mesa y sacudía la cabeza. «¿Cómo puede escribir noticias tan terribles con una letra tan bonita?» La caligrafía de Kostas era elegante y fluida como un arroyo trenzado.
Como me había advertido Kostas, Athos caía en depresiones, como si tropezase literalmente en los baches de un camino. Daba un traspié, se levantaba, seguía andando. Le perseguía la oscuridad. Hacía de su habitación una madriguera para trabajar en su libro, Levantando falso testimonio, que sabía, de algún modo, que nunca terminaría, una deuda que permanecería sin pagar a sus colegas de Biskupin. No salía para comer. Para tentarle, le compraba pasteles de Constantine. Cuando Constantine me veía a mí en lugar de a Athos, sabía que Athos se encontraba mal. «Es la enfermedad de su trabajo», decía. «El pan rancio le da al hombre dolor de tripa. Dile a Athos que dice Constantine que si sigue removiendo la historia debe acordarse de levantar la tapa despacio, para dejar salir el vapor del caldero».
A menudo iba a la cocina a las dos o las tres de la madrugada y me encontraba a Athos con la bata gruesa o, en verano, con la camiseta interior y calzoncillos anchos, echando una cabezadita con las gafas sobre la frente, con un bolígrafo cayéndosele de la mano. Y, volviendo a las costumbres de quien ha comido solo muchas veces, tenía un libro abierto sobre la mesa, con un plato vacío o un tenedor separando las páginas.
Athos se sentía atormentado por Levantando falso testimonio. Era su conciencia; su crónica de cómo los nazis violaron la arqueología para fabricar el pasado. En 1939 Biskupin ya era un yacimiento famoso, ya lo habían bautizado con el mote de la «Pompeya polaca». Pero Biskupin era la prueba de una cultura avanzada que no era alemana; Himmler ordenó que se eliminara. No resultaba suficiente con ser los dueños del futuro. La tarea del SS-Ahnenerbe de Himmler —la Oficina de la Herencia Ancestral— era conquistar la historia. La política de expansión territorial —lebenstraum— devoraba el tiempo además del espacio.
En una mañana de calor sofocante, Athos y yo salimos a dar nuestro paseo dominical, vestidos lo más frescos que podíamos, con un aspecto casi formal con nuestras camisas blancas de algodón. Nuestro destino era la punta Baby, donde hubo un campamento fortificado iraqués. Aunque habíamos salido pronto, el aire estaba ya pesado con el zumbido de los insectos.
—Esta semana me enteré de que un compañero mío de estudios en Viena estuvo en el Ahnenerbe.
Athos tenía la camisa pegada a la espalda, la cara rosada. Los árboles se movían mecidos por la pesada brisa, las hojas parecían pintura húmeda salpicando el cielo brumoso.
—Con Himmler pagándole un sueldo de pronto se puso a encontrar esvásticas en cada puñado de tierra. ¡Este hombre, que había sido el primero en la clase de prehistoria, de hecho le ofreció a Himmler la «Venus de Willendorf» como prueba de que los antiguos arios habían conquistado a los «hotentotes»! Falsificó excavaciones para demostrar que la civilización griega comenzó en… ¡la Alemania del neolítico! Sólo para que el Reich se sintiera justificado al copiar nuestros templos en su gloriosa capital.
—Koumbaros, hace calor.
—Todo lo que ha sido destruido: las reliquias, la cuidada documentación. Estos hombres aún siguen en sus puestos, aunque les contratara Himmler. ¡Estos hombres siguen dando clase!
—Koumbaros, hoy hace tanto calor…
—Lo siento, Jakob, tienes razón.
Paramos para almorzar en el Royal Diner, que era del hermano de Constantine, y llegamos a la punta Baby a primera hora de la tarde. Se había nublado, y el olor de la lluvia llenaba el calor. Nos detuvimos en la acera e imaginamos la fortaleza iraquesa. Imaginamos un ataque de los iraqueses al barrio de los ricos, lanzando flechas de fuego contra los muebles de jardín, a través de los ventanales de los salones, aterrizando sobre mesitas de café que se incendiaban instantáneamente. Mientras se iba oscureciendo la acera yo transformaba los olores de la cera de las carrocerías y de la hierba recién cortada en los olores del cuero y del pescado salado. Athos, llevado por el entusiasmo, describió el asesinato del comerciante de pieles Étienne Brulé. Auto de fe.
El calor de la tarde tenía la espesura de la carne quemada. Vi cómo el humo se elevaba dibujando espirales hacia el cielo oscuro. Emboscados, con la memoria abriéndose con un crujido. Un residuo amargo que me volaba hacia la cara como la ceniza.
—Jakob, Jakob. Cojamos un taxi para volver a casa.
Para cuando llegamos al piso, la lluvia estaba cayendo como una sábana, el olor del polvo ascendiendo de las calles humeantes. Saqué la cabeza por la ventanilla y lo engullí. El olor a quemado se había ido.
Koumbaros, estamos encendiendo antorchas para el tiempo.
Aquella noche soñé con el pelo de Bella. Brillante como laca negra bajo la luz de una lámpara, una trenza apretada como un acollador.
Sentados alrededor de la mesa, mis padres y Bella fingían estar tranquilos, ellos, que tantas veces negaron tener ninguna valentía. Permanecían en sus asientos como habían planeado hacer si se daba el caso. Los soldados empujaron a mi padre con silla y todo. Y cuando vieron la belleza de Bella, su quietud aterrorizada —¿qué pensaron de su pelo, levantaron la masa de los hombros, tasaron su valor; tocaron sus cejas perfectas y su piel? ¿Qué pensaron del pelo de Bella mientras lo cortaban; se sintieron humillados al palpar lo magnífico que era, al tenderlo en la cuerda para que se secara?
Uno de los últimos paseos que dimos juntos Athos y yo fue por el cauce seco del río Don, pasado el muelle de ladrillos y los acantilados repletos de fósiles marinos. Íbamos con intención de sentarnos un rato en los jardines terraplenados de Chorley Park, el edificio del gobierno, una espectacular construcción levantada al borde del precipicio. La mansión era enorme, un castillo del valle del Loira, construida con la mejor piedra caliza de Credit Valley.
Torreones y frontones, altas chimeneas y cornisas: en equilibrio al borde de lo salvaje, la casa resumía las contradicciones del Nuevo Mundo. Cuando Athos y yo descubrimos la inmensa finca, esta ya no servía de residencia al teniente-gobernador. Hubo quejas acerca de los costes de mantenimiento por parte de los políticos apoyados por los sindicatos. Poco después de que los concejales de la ciudad discutieran sobre si permitirle o no reponer una única bombilla fundida, el teniente-gobernador, resentido, abandonó Chorley Park. Entonces se afanaron en encontrarle uso, y se convirtió en hospital militar y en lugar de acogida de refugiados húngaros. Habíamos visitado los jardines muchas veces. Athos decía que Chorley Park le recordaba a un sanatorio alpino.
Hablábamos de religión.
—Pero Athos, creer o no creer no tiene nada que ver con ser judío. Déjame que lo diga así: A la verdad no le importa lo que pensemos de ella.
Subimos por el valle. Las colinas estaban abrasadas de zumaque y juncos, nubladas de cardos deshechos y algodoncillo. Veía manchas de sudor oscureciendo la camisa de Athos.
—A lo mejor deberíamos descansar.
—Casi estamos arriba. Jakob, cuando Nikos murió le pregunté a mi padre si él creía en Dios. Me dijo: ¿Cómo sabemos que existe un Dios? Desaparece constantemente.
Podía oír lo trabajosa que era su respiración y se me avivó por dentro la tristeza.
—Koumbaros…
—Estoy bien, gracias, señora Simcoe.
Nos agachamos para pasar por debajo de los arbustos que había al borde de la colina. Salimos de los matojos del barranco al jardín y levantamos la cabeza hacia el vacío. Chorley Park, construida para sobrevivir a las generaciones, ya no estaba, como si una goma hubiera borrado su sitio y allí hubiera dejado sólo cielo.
Athos, anonadado, se apoyó pesadamente en el bastón.
—¿Cómo han podido derribar uno de los edificios más hermosos de la ciudad? Jakob, ¿estás seguro que estamos en el sitio correcto?
—Estamos en el sitio correcto, koumbaros… ¿Que cómo lo sé? Porque ya no está.
Athos se estaba empezando a cansar en algún punto interior del cuerpo. Me preocupaba, le colmaba de atenciones. Él agitaba la mano, espantando mi inquietud, «¡Estoy bien, señora Simcoe!». Aunque seguía trabajando hasta bien entrada la noche, empezó a echarse siestas a horas extrañas durante el día. Se negaba a disminuir el ritmo. «Jakob, hay un antiguo proverbio griego: “Enciende tu propia vela antes de que te adelante la noche”». Se empeñaba en demostrar su temple indómito volviendo a casa en tranvía y cargado con la compra. No se dejaba atrás ninguna cosa, por muy pesada que fuera, del mismo modo que jamás hubiera dejado atrás muestras de un yacimiento.
Éramos una viña y una verja. ¿Pero quién era la viña? Cada uno de nosotros hubiera contestado de diferente manera.
Llegó un momento en que estaba matriculado en la universidad, asistiendo a cursos de literatura, historia y geografía, y ganaba algo de dinero como ayudante de laboratorio en el departamento de geografía. Kostas le pidió a un amigo suyo de Londres que me enviara las obras de los poetas prohibidos en Grecia. Este fue mi primer paso en la traducción.
Y la traducción de un tipo u otro ha sido mi sustento desde entonces. Siempre le agradeceré a Kostas esta intuición. «Leer un poema en traducción», escribió Bialek, «es como besar a una mujer a través de un velo». Y leer poemas griegos, con una mezcla de katharevousa y demótico, es como besar a dos mujeres. La traducción es una especie de transustanciación; un poema se convierte en otro. Se puede elegir una filosofía de la traducción del mismo modo que se elige cómo vivir: la adaptación libre que sacrifica el detalle al significado, la criba estricta que sacrifica el significado a la exactitud. El poeta se mueve de la vida al lenguaje, el traductor del lenguaje a la vida; ambos, como el inmigrante, intentan identificar lo invisible, lo que está entre líneas, las misteriosas implicaciones.
Una tarde subía por la calle Grace —un túnel veraniego de largas sombras, la brisa del lago un dedo fresco deslizándose suavemente bajo mi camisa húmeda— habiendo dejado varias manzanas atrás el tumulto del mercado. En la frescura nueva y el silencio, un hilo de la memoria se enredaba en un pensamiento. De pronto una palabra apenas oída se unió a una melodía; una canción de mi madre que siempre se acompañaba del sonido de las cerdas del cepillo recorriendo el pelo de Bella, el brazo de mi madre moviéndose al ritmo. Las palabras salieron de mi boca atropelladamente, un susurro, luego más alto, hasta que me encontré murmurando cualquier cosa que recordara. «De qué sirve la mazurca, mi corazón no está feliz; de qué sirve la niña de Vurka, si no me quiere a mí…». «Se recogen las cerezas negras, se dejan las verdes crecer…». Lo recorrí todo hasta los primeros versos de «Ven a mí, filósofo» y «¿De qué modo bebe el zar su té?».
Miré a mi alrededor. Las casas estaban oscuras, la calle vacía y sin peligros. Alcé la voz. «Tonto, no seas obtuso, ¿no tienes sentido común? El humo es más alto que la casa, el gato más veloz que el ratón…».
Subiendo por Grace, siguiendo por Henderson, subiendo por Manning hacia Harbord, sollocé; la forma de mi espíritu por fin llevaba ropa familiar y elevaba, con abandono, los brazos hacia las estrellas.
Pero la calle no estaba tan vacía como me había parecido. Sorprendido, vi que docenas de rostros perforaban la oscuridad. Un bosque de ojos, de oídos italianos y portugueses y griegos; familias enteras sentadas en silencio en tumbonas de jardín y a las puertas de las casas. En terrazas oscuras, un público inmenso e invisible, refrescándose por fuera de sus pequeñas casas calientes, con las luces apagadas para no atraer a los bichos.
No me quedaba más remedio que alzar mi canción extranjera y sentirme comprendido.
Por la noche, tumbado en la cama sin poder dormir, mi cuerpo señalaba dolorosamente su gran ignorancia.
Me imaginaba besando a la chica que veía en la biblioteca, la flaquita que tropezaba constantemente con sus tacones altos… Está tumbada junto a mí. Nos estamos abrazando pero entonces quiere saber por qué vivo con Athos, por qué he recogido todos esos artículos sobre la guerra que se amontonan sobre la moqueta, por qué me paso la mitad de la noche en vela examinando cada cara de las fotografías. Por qué no me relaciono con nadie, por qué no sé bailar.
Cuando Athos se iba al despacho después de cenar, yo me adentraba en la noche. Pero ambos nos adentrábamos en la misma convulsión de tiempo; los hechos que habíamos vivido sin darnos cuenta, mientras estuvimos en Zakynthos. Desde los escalones de la escarpa de la calle Davenport observaba la ciudad iluminada, extendida como un panel de circuitos eléctricos. Caminaba pasando por delante de fábricas de lana y de lápices, la planta de General Electric, los almacenes y talleres de composición tipográfica, las tintorerías y las tiendas de repuestos para coches. Pasaba por delante de carteles anunciando a Jerry Lewis en el Red Skelton de Shea. Seguía la vía del tren hasta las ensiladoras de carbón de la calle Mount Pleasant, o bajando hacia los barcos herrumbrosos que esperaban junto a las ensiladoras de grano de Victory Mills.
Dejaba que me embargara la belleza fría de Lakeshore Cement, con sus pequeños jardines que a alguien se le había ocurrido plantar al pie de cada ensiladora gigantesca. O las delicadas escaleras de metal, un lazo de encaje, en espirales en torno a las cinchas de los depósitos de aceite. Por las noches, unas pocas luces señalaban el babor y el estribor de estas colosales formas industriales, y yo las llenaba de soledad. Escuchaba estas siluetas oscuras como si fueran los espacios en blanco de una partitura, como un músico estudiando los silencios de una pieza. Sentía que esta era mi verdad. Que mi vida no podía almacenarse en ningún idioma, sino sólo en silencio; el momento en que miraba el interior de una habitación y percibía sólo lo visible, no lo ausente. El momento en que me olvidaba de darme cuenta de que Bella había desaparecido. Pero no sabía cómo buscar a través del silencio. De modo que vivía a la distancia de un aliento, un taquígrafo que mantiene las manos por encima de las teclas ligeramente ladeadas, con las palabras saliendo sin sentido, mezcladas. Bella y yo separados por unos centímetros, el muro entre nosotros. Pensé que podría escribir poemas así, en clave, cada letra oblicua, de manera que la pérdida destrozara el lenguaje, se convirtiera en el lenguaje.
Si uno pudiera aislar ese espacio, ese cromosoma dañado, con palabras, con una imagen, entonces quizá pudiera uno restaurar el orden a través de los nombres. De otro modo la historia no es más que una maraña de cables. Así que en mis poemas regresaba a Biskupin, a la casa de Zakynthos, al bosque, al río, a la puerta reventada, a los minutos en el interior de la pared.
El inglés era un radar submarino, un microscopio, a través del cual escuchaba y observaba, esperando capturar significados esquivos enterrados en los hechos. Quería que un verso de un poema fuera el relincho hueco de la orquesta salvaje cuyo aullido doloroso es una llamada a Dios. Pero lo único que conseguía era un chillido torpe. Ni siquiera el chillido puro de un junco en la lluvia.
Hice un solo amigo duradero por medio de la relación de Athos con la universidad, un alumno suyo de doctorado llamado Maurice Salman. Maurice era aún más extraño a la ciudad que nosotros, ya que se acababa de mudar desde Montreal cuando le conocimos. Athos le invitó a cenar. Maurice estaba delgado en aquellos tiempos, pero también tenía el pelo ralo, y llevaba una boina colocada dejándole la frente al aire. Empezamos a dar paseos juntos, a ir a algún concierto o a una galería de arte. A veces él y Athos y yo íbamos al cine, donde cultivamos pasiones enfrentadas; Athos por Deborah Kerr (especialmente en Las Minas del Rey Salomón), Maurice por Jean Arthur, y yo por Bárbara Stanwyck. Maurice y yo estábamos ya desesperadamente pasados de moda, y nos mantendríamos así. Deberíamos haber estado soñando con Audrey Hepburn. De camino a casa parábamos en un restaurante o Maurice venía a casa con nosotros a nuestra cocina de solteros, donde discutíamos los méritos relativos de nuestras amadas. Kerr, según Athos, era claramente una mujer con quien uno podría tener una conversación sobre el desafío de Pascal durante el desayuno, en el hotel más lujoso o en la selva. Maurice pensaba que Jean Arthur era una mujer con quien uno sin duda podría irse de acampada o a bailar toda la noche y que al final aún sería capaz de recordar dónde habías dejado las llaves, o a los niños. Yo amaba a Barbara Stanwyck porque siempre estaba metida en un lío y era fiel a su corazón y sobre todo porque en Bola de Fuego le salía jerga de la boca como una canción. «¡Deja de decir chorradas y escúpelo de una vez!» «¡Métele un buen clavo a ese panoli!» «Yo no soy ninguna camarera de ricos». Vivía en un mundo de mucha dureza y de mucho jefecillo. Era un bombón, una tía buena para la que se necesitaría mucha pasta, mucha guita, un montón de parné, una cartera muy gorda. Me tenía chiflado. En estas conversaciones ninguno de nosotros mencionaba hombros desnudos o pechos cubiertos por satén; a nadie se le ocurrió nunca, sin duda alguna, hablar de piernas.
Pero no pasamos juntos muchas noches porque poco después de conocer a Maurice, Athos murió.
«Athos, ¿cómo es de grande realmente el corazón?» Le pregunté una vez siendo todavía un niño. Me contestó: «Imagina el tamaño y el peso de un puñado de tierra».
En su última noche, Athos había vuelto a casa después de dar una conferencia sobre conservación de la madera egipcia. Eran alrededor de las diez y media. Normalmente me comentaba algo sobre la tarde, o incluso me contaba su charla en líneas generales, pero como yo se la había pasado a máquina esto último no era necesario, y estaba cansado. Le calenté un poco de vino y luego me fui a acostar.
Por la mañana lo encontré sentado a la mesa. Presentaba el aspecto que tenía tan a menudo, dormido en mitad del trabajo. Le abracé con todas mis fuerzas, una y otra vez, pero no volvió. Es imposible alcanzar el vacío dentro de cada célula. Su muerte fue silenciosa; lluvia sobre el mar.
Sólo conozco fragmentos de lo que contenía la muerte de Athos: nada menos que todos los elementos y sus poderes, diez mil nombres para las cosas, la humildad del liquen. Los instintos migratorios: las estrellas, el magnetismo, los ángulos de la luz. La energía del tiempo que altera la masa. El elemento que más le recordaba la pérdida de su país, la sal: aceitunas, queso, hojas de vid, espuma de mar, sudor. Cincuenta años de intimidad con Daphne y Kostas, el recuerdo de sus cuerpos a los veinte años; su propio cuerpo, de niño, a los quince, a los veinticinco y a los cincuenta, las personas que seguimos siendo a medida que envejecemos, de la misma manera que permanecen las palabras sobre la página aunque la oscuridad las borre. Dos guerras, que son ambas la parte podrida de una fruta que no puede desgajarse de la fruta; que no hay nada que un hombre no pueda hacerle a otro, nada que un hombre no haga por otro. ¿Pero quién fue la mujer que primero se desabrochó para él los dos pájaros del pecho en un jardín nocturno? ¿Se acordaba de las manos de Helen entre las suyas o estaban en su pelo o estaban sus brazos estirados cuando él apoyaba la cabeza sobre sus muslos? ¿Imaginaron hijos, de qué palabras se arrepentían? ¿Quién fue la mujer a la que primero le lavó la cabeza, qué canción pudo ser su propia voz cantándole al amor la primera vez que la oyó?
Cuando un hombre muere, sus secretos se juntan como cristales, como la escarcha sobre una ventana. Su último aliento oscurece el vidrio.
Me senté a la mesa de Athos. En un piso pequeño en una ciudad extraña de un país al que todavía no amaba.
En Toronto, Athos había recreado su estudio de Zakynthos. Era un yacimiento caótico del que podían excavarse diversos objetos. Sobre la mesa de Athos la noche que murió: una caja de madera llena de piezas de mecano, el mismo conjunto de ruedas y goznes metálicos que tenía de niño. Una fotografía de microscopio de la frágil membrana del roble de Biskupin hinchado por el agua. Una fotografía de los tótems de Kispiox unida con un clip a un análisis de la tierra y de las condiciones climatológicas. Un pisapapeles de cristal que contenía una muestra de lepidodendros. Una miniatura de una canoa de corteza de abedul. Un artículo sobre las montañas de Vestfold en la Antártida, como lugar donde poder secar por congelación artefactos de madera. Apuntes para una futura conferencia en Ottawa sobre madera hinchada. Un boceto a plumilla de los fósiles de árboles de Joggins, Nueva Escocia. La traducción de Kazantzakis del Origen de las Especies de Darwin y de la Comedia de Dante. Una taza con los posos de café señalando la última inclinación de la taza a los labios.
En la mesa encontré un paquete de cartas… La intimidad que la muerte nos impone. Al principio no quise mirarlas. Reconocí la elegante caligrafía griega de Athos. Las cartas estaban dirigidas a Helen, escritas cuando los dos, tanto ella como Athos, estudiaban en Viena, el año antes de que él se fuera a Cambridge. Palpé los sobres y alisé la piel de cebolla. El silencio del piso vacío se me echaba encima con el peso de la autocompasión.
«Cuando estás solo —en el mar, en la oscuridad polar— una ausencia puede mantenerte vivo. La persona querida te mantiene la mente. Pero cuando no está más que al otro lado de la ciudad, esta es una ausencia que te corroe hasta los huesos».
«Mi padre aprueba Viena, pero aún intenta persuadirme para que abandone la geología. Me mantengo firme, a pesar de su astuto razonamiento de que si fuera ingeniero aún podría enfrentarme al karst, proyectando vías de ferrocarril y conducciones de agua…»
Mientras estuvo en Viena, explorando paisajes intelectuales y reales, perdigonado de cuevas y agujeros, túneles y pozos, Athos, en la superficie amoratada de sentido de las cosas, también se tropezó con el amor.
En nuestro piso, donde no se había pronunciado una sola palabra durante semanas, me imagino a Athos caminando solo de madrugada, pasando los edificios modernos de la Ringstrasse y las pálidas iglesias barrocas, unas calles que pronto se verían transformadas por la guerra. Mientras leía sus cartas, escritas hacía medio siglo a una mujer de la que apenas sabía nada, su «H», me sacude mi propia añoranza. Me da vergüenza espiar la voz juvenil de Athos, la voz de mi koumbaros cuando tenía mi edad.
«Tu familia —tu madre y tu hermana a quienes quieres— quieren saberlo todo; pero un matrimonio verdadero siempre tiene que ser un secreto entre dos personas. Debemos guardarlo debajo de la lengua como una oración. Nuestros secretos constituirán nuestro valor cuando lo necesitemos».
«En cuanto a la tristeza de tu hermano, soy lo suficientemente ingenuo como para pensar que el amor es siempre bueno, no importa el tiempo que haya pasado, no importan las circunstancias. No soy aún lo suficientemente viejo como para imaginar los casos en los que esto no sea verdad y en los que el arrepentimiento puede con todo lo demás».
Se le sedimentaron las arterias, como un río viejo. El corazón es un puñado de tierra. El corazón es un lago…
Lo único que sé de la Helen de Athos es lo que supe por las cartas. Hay una fotografía. Su expresión es tan abierta y sincera que te convoca a través de los años. Tiene el pelo oscuro recogido en un moño alto y entretejido como un cesto. Tiene la cara demasiado angulosa para ser bonita. Es hermosa.
En el mismo cajón que las cartas y que la foto de Helen hay una carpeta gruesa que contiene pliegos de papel carbón azul pálido y recortes de periódicos: la búsqueda por parte de Athos de mi hermana, Bella.
Cuando te has endurecido en determinados sitios, llorar es doloroso, casi como si la naturaleza estuviera en contra.
«Sé que los informes son incompletos…» «Por favor publique lo siguiente todos los viernes durante un año…» «Sé que no es la primera vez que les escribo…» «Por favor repasen sus listados… teniendo en cuenta las posibles diferencias ortográficas… el periodo de tiempo…» La última indagación de Athos está fechada dos meses antes de su muerte.
Pensé que se había rendido años atrás. Pero entendía por qué Athos había mantenido esto en secreto. Me tumbaba en la moqueta de su despacho. «El amor es siempre bueno, no importa las circunstancias…, nuestros secretos constituirán nuestro valor cuando lo necesitemos». Intentaba creérmelo pero aún no había aprendido que la verdadera esperanza está separada de las expectativas, y sus palabras, como su búsqueda de Bella, parecían dolorosamente inocentes. Pero sujeté la carpeta como un niño sujeta una muñeca.
De vez en cuando pasaba un tranvía chillando. Oía a través del suelo las pesadas ruedas de hierro rugiendo sobre las vías. El dedo de mi padre, empapado en betún, dibuja un tranvía en la esquina del periódico, mostrando los cables en forma de Y por los que Varsovia estaba unida al cielo. «En Varsovia», dice mi padre, «viajan motores por las calles». «¿Se mueven solos?», le pregunto. Mi padre asiente, «¡Sin caballos!». Me despierto. Encendí la luz y volví a acostarme y cerré los ojos.
Cuando me senté a escribirle la noticia a Kostas y a Daphne, y a decirles que algún día traería las cenizas de Athos a Zakynthos, apenas podía mover el bolígrafo por el papel. «Traeré a Athos a casa, a una tierra que le recuerde». Koumbaros, cómo puede alguien escribir noticias así con una caligrafía tan hermosa.
Durante muchas noches después de la muerte de Athos, seguí durmiendo en el suelo de su despacho entre cajas de investigaciones dispuestas al azar. Siempre habíamos planeado ordenarlas juntos. Pero el trabajo de Athos sobre la arqueología nazi le llegó a absorber todas las fuerzas. Empezó a documentarse inmediatamente después de la guerra, tan pronto como empezó a fluir la información. Nuestros ojos pronto se fueron acostumbrando a la oscuridad. Athos podía hablar de ello, pero yo no. Hacía preguntas incesantemente para ordenar sus pensamientos, dejando «por qué» para el final. Pero cuando yo me ponía a pensar, empezaba por la última pregunta, el «por qué» que él esperaba que fuera contestado por todas las demás. Así que yo comenzaba con un fracaso y no tenía adonde ir.
Pero en los primeros meses de vivir solo, de nuevo dependía de una droga que me era familiar; habitar el otro mundo que Athos y yo compartíamos: el conocimiento inocente, la historia de la materia. Por la noche me sumergía en las cajas, con etiquetas azarosas referidas a conjuntos de ensayos y apuntes: «Las aventuras sexuales de las coníferas…, la poética del enlace covalente…, un posible proceso de congelación de granos de café». Fuerzas fascinantes aunque explicables; corrientes oceánicas y de aire, placas tectónicas. Las transformaciones ocasionadas por el comercio y la piratería; cómo los minerales y la madera cambiaron el mapa. Sólo con el ensayo de Athos sobre la turba había material suficiente para un libro pequeño, lo mismo que ocurría con «Un pacto de sal». En Viena empezó a recoger ejemplos para un proyecto sobre la parodia en las diversas culturas que tituló «De la reliquia a la réplica».
A menudo aplicaba lo geológico a lo humano, analizando los cambios sociales como haría con un paisaje; persuasión lenta y catástrofe. Explosión, ataque, inundación, glaciación. Construyó su propia topografía histórica.
En las noches que pasé entre sus cajas, en los meses posteriores a la muerte de Athos, su pensamiento llegó a parecerse, en mi imaginación, a un aguafuerte de Escher; muros que son ventanas, peces que son pájaros, y el salto genial de la ciencia moderna: la mano que se dibuja a sí misma.
Durante los tres años siguientes, recopilé lo mejor que pude los apuntes de Athos sobre la SS-Ahnenerbe. Trabajando en su despacho, solo ahora en nuestro piso, el olor de la presencia de Athos era tan fuerte que podía oler su pipa, sentir su mano sobre mi hombro. A veces, de madrugada, me atrapaba una sensación de alerta y le veía por el rabillo del ojo, mirándome desde el pasillo. En su investigación, Athos desciende hasta unas profundidades en las que la redención es posible, pero es sólo la redención de la tragedia.
Yo sabía que, para mí, el descenso continuaría indefinidamente, hasta mucho después de haber terminado el trabajo de Athos. En esa época me ganaba la vida a tiempo parcial como traductor para una empresa de ingeniería. Después del trabajo diario, me dejaba caer sobre la mesa de Athos, desesperado ante tantas carpetas y cajas con datos. A veces salía a cenar con Maurice Salman, que ahora tenía un empleo en el museo. La compañía de Maurice me salvó; sabía que tenía problemas. Por entonces Maurice ya había conocido a Irena, y se había casado con ella. A menudo Irena cocinaba para nosotros mientras hablábamos de la tarea, al parecer interminable, de acabar el libro de Athos, Levantando falso testimonio. A veces me asomaba por la cocina y la veía leyendo un libro de cocina de pie sobre el fogón, con la larga trenza amarilla enroscada en torno a un hombro como una bufanda, y tenía que mirar a otro lado porque me embargaba la emoción. Una imagen tan ordinaria, una mujer revolviendo un caldero.
La noche que terminé el trabajo de mi koumbaros el vacío me hizo llorar al mecanografiar la dedicatoria, para sus colegas de Biskupin: «El asesinato roba a un hombre su futuro. Le roba su propia muerte. Pero no debe robarle la vida».
En nuestro piso canadiense, oscuro y frío, echo agua limpia sobre el mar, recordando no sólo el lamento griego «que puedan beber los muertos», sino también el pacto del cazador esquimal, que echa agua limpia en la boca de su presa. Las focas, como viven en el agua salada, sufren una sed perpetua. El animal ha ofrecido la vida a cambio del agua. Si el cazador no cumple su promesa, perderá toda fortuna; ningún otro animal se dejará cazar por él.
El propósito del mejor de los maestros no habita en su mente sino en su corazón.
Sé que debo honrar las enseñanzas de Athos, especialmente una de ellas: hacer que el amor sea necesario. Pero aún no entiendo que esta es también mi promesa a Bella. Y para honrarlos a ambos, debo cultivar una sed perpetua.