Tiempo vertical

—Conocí a Athos en la universidad —dijo Kostas Mitsialis—. Compartíamos despacho. Cada vez que yo entraba, daba lo mismo que fuera temprano o tarde, él ya estaba allí, leyendo junto a la ventana. ¡La cantidad de libros y de artículos apilados en el alféizar! Poesía inglesa. La preservación de los esqueletos de las hojas. El significado de los grabados polares. Tenía un reloj precioso, regalo de su padre. Con el dibujo de un monstruo marino impreso en la caja y la esfera, con el rabo enrollándose alrededor de las once. ¿Todavía lo tienes, Athos?

Athos sonrió, se abrió la chaqueta y enseñó el reloj colgando de la cadena.

—Se lo conté a Daphne, lo del tipo tímido que me robó la intimidad ¡de mi propio despacho! Quería verlo con sus propios ojos. Una tarde vino a recogerme, y me saludó con un tirón de orejas, como le gusta hacer todavía. Daphne sólo tenía veinte años entonces y siempre estaba de buen humor. Ven a cenar, le dijo a Athos. Y Athos preguntó, ¿os gusta la música?

En aquellos días de entreguerras, las tabernas estaban llenas de tangos, pero a nosotros no nos interesaba la música hispana porque teníamos la nuestra propia: el lento hasapiko y las canciones con acompañamiento de bouzouki propias de los marineros del muelle y de los hamales y de los vendedores de zumo de ciruela.

—Y de los tugurios de drogadictos —dijo Athos, guiñando un ojo.

—Nos llevó a un local pequeño en una bocacalle de Adrianou. Allí fue donde escuchamos a Vito por primera vez. Su voz era un río. Era glikos, negra y dulce. ¿Te acuerdas, Athos? Vito además era el cocinero. Después de preparar la comida, venía de la cocina limpiándose en el delantal las manos llenas de romero y de aceite, y luego se colocaba en medio de las mesas y cantaba un rembetiko que se iba inventando sobre la marcha. Un rembetiko, Jakob, siempre cuenta una historia de angustia y de eros.

—Y de pobreza y hachís —dijo Athos.

—Después de cantar, Vito se ponía a tocar música santouri, que de alguna manera volvía a contarnos la historia. Una noche no empezó cantando, sino que tocó algo tan misterioso…, una historia que me parecía conocer, o recordar. Me produjo una sensación antigua, repleta de suspense, como una huerta cuando el sol entra y sale de las nubes… y esa misma noche Daphne y yo decidimos casarnos.

—¿Y si no hubieseis oído la canción? —pregunté.

Se rieron.

—Entonces hubiera sido la luz de la luna, o el cine, o un poema —dijo Kostas.

Athos me acarició el pelo.

—Jakob escribe poemas.

—Entonces tienes el poder de hacer que la gente se case —dijo Daphne.

—¿Como un rabino o un cura? —pregunté.

Volvieron a reírse.

—No —dijo Athos—. Como el cocinero de un café.

En Atenas, nos quedamos en casa de Daphne y Kostas —el catedrático Mitsialis y su mujer—, viejos amigos de Athos que vivían en las laderas de Lykavettos en una casa pequeña con escombros donde antes hubo escalones de entrada. Daphne había colocado una maceta con flores sobre el montículo de cascotes. Un jardín de hierbas y verduras en el patio de atrás. Pasada la plaza Kolonaki, entre Kiphissia y Tatoi, pasadas las embajadas extranjeras, entre palmeras y cipreses, pasando parques, pasando altos bloques de apartamentos blancos. Pasada la estatua del revolucionario Mavrocordatos, donde un ateniense se arrodilló en 1942 para cantar el himno nacional de Solomos y le dispararon.

A Athos y a mí nos había llevado casi dos semanas recorrer el paisaje herido desde Zakynthos hasta Atenas. Las carreteras estaban bloqueadas, los puentes impracticables, los pueblos en ruinas. Los campos y las huertas habían sido arrasados. Los que no tenían ni un pedazo de tierra que labrar ni dinero para el mercado negro se morían de hambre. Así seguirían las cosas durante años. Y, por supuesto, la paz no llegó a Grecia al final de la guerra. Unos seis meses después de que terminaran en Atenas los combates entre los comunistas y los británicos, aún bajo un gobierno provisional, Athos y yo cerramos la casa de Zakynthos y cruzamos el estrecho hacia Killini, en la península.

En Atenas, Athos empezó a buscar información acerca de Bella y del único miembro de mi familia cuya existencia yo conocía, una tía a quien nunca había visto, Ida, hermana de mi madre, que vivía en Varsovia. Los dos entendíamos que era necesario que Athos buscase para que yo pudiera rendirme. A mí su fe me resultaba insoportable.

En el barco, Athos sacó pan y una cucharada de miel para el desayuno, pero yo no pude comer. Mirando las olas del Porthmos Zakinthou, me parecía que nada nunca volvería a resultarme familiar.

Cada vez que podíamos aceptábamos un viaje gratis, en carreta y en la trasera de camiones cuyo traqueteo nos destrozaba los huesos, camiones que levantaban polvo al subir por las curvas cerradísimas y al bajar de nuevo en espirales enloquecidas. Recorríamos largas distancias «me ta podhia» —a pie. Existen dos reglas para caminar en Grecia que Athos me enseñó mientras subíamos por un monte y dejábamos atrás Kyllini. Nunca sigas a una cabra, acabarás en el borde de un precipicio. A una mula síguela siempre, llegarás a un pueblo al caer la noche. Hacíamos pausas frecuentes para descansar, en aquellos tiempos más por mí que por Athos. Cuando los dos estábamos agotados, esperábamos con las mochilas al borde de la carretera, esperando que pasase alguien que pudiera llevarnos al pueblo siguiente. Miraba a Athos con su raída chaqueta de mezclilla y su sombrero fedora polvoriento y me daba cuenta de lo mucho que había envejecido en los pocos años que llevaba con él. En cuanto a mí, el niño que había entrado en casa de Athos ya no existía, tenía trece años. A menudo mientras caminábamos, Athos me pasaba un brazo sobre los hombros. Su forma de tocarme me parecía natural, aunque todo lo demás fuera como un sueño. Y era el hecho de que me tocara lo que evitaba que me hundiera demasiado dentro de mí mismo. Fue durante ese viaje desde Zakynthos hasta Atenas, en esas carreteras destrozadas y en esas colinas secas, cuando me di cuenta de lo que sentía: no era que se lo debiese todo a Athos, sino que le quería.

El paisaje del Peloponeso había sido herido y sanado tantas veces que la pena oscurecía el suelo iluminado por el sol. Toda pena parece antigua. Guerras, invasiones, terremotos; incendios y sequías. En los valles imaginaba la tristeza de las colinas. Sentía que allí se expresaba mi propia tristeza. Pasarían casi cincuenta años antes de que volviera a experimentar, en otro país, esta intensa compenetración con un paisaje.

En Kyllini, descubrimos que los alemanes habían dinamitado el gran castillo medieval. Pasamos por delante de escuelas al aire libre, niños harapientos que utilizaban losas de piedra como pupitres. Había una vergüenza colgando sobre el campo, la desgracia de unas mujeres que ni siquiera podían enterrar a sus muertos porque sus cuerpos habían sido quemados o arrojados al agua, o simplemente hechos desaparecer.

Descendimos por el valle hacia Kalavrita, al pie del Monte Velia. Desde que desembarcamos en Kyllini cada persona con la que hablábamos nos contaba lo de la masacre. En Kalavrita, en diciembre de 1943, los alemanes asesinaron a todos los hombres del pueblo mayores de quince años —mil cuatrocientos hombres— y luego incendiaron el pueblo. Los alemanes sostenían que la gente del lugar estaba dando cobijo a los andartes —soldados de la resistencia griega. En el valle, ruinas chamuscadas, piedras ennegrecidas, un silencio terrible. Un lugar tan vacío que ni siquiera tenía fantasmas.

En Corinto nos montamos en un camión lleno hasta rebosar de otros viajeros. Finalmente, una tarde calurosa de finales de julio, llegamos a Atenas.

Polvorientos y cansados, nos sentamos en el salón de Kostas, con las imágenes de la ciudad pintadas por Daphne colgando de las paredes —todo bordes y luz, un cubismo radiante que en Grecia se asemeja tanto al realismo. Una pequeña mesa de cristal. Cojines de seda. Tenía miedo de que al levantarme mi ropa sucia hubiese dejado una mancha en el pálido sofá. Me distrajo un platito con caramelos envueltos en papel, un destello doloroso, como cuando una parte de ti se queda dormida y luego la sangre vuelve a su sitio. No entendía que pudiera coger uno sin que me invitaran. Los codos me rozaban contra las mangas, las piernas contra los pantalones cortos. Me vi la cabeza asomando por encima del fino tallo de mi cuello en un espejo grande con marco de plata.

Kostas me llevó a su habitación y Athos y él eligieron algo de ropa para mí. Me llevaron a un barbero para que me diera mi primer corte de pelo de verdad. Daphne me acercó a ella, poniéndome las manos sobre los hombros. No era mucho más alta que yo, y casi igual de delgada. Era, ahora que lo recuerdo, una chica muy mayor. Llevaba un vestido con un dibujo de pájaros. Tenía el pelo recogido en un nudo encima de la cabeza, como una nubecita gris. Me sirvió un stifhado de judías y ajo. Fuera de la casa comí karpouzi, y Kostas me enseñó a escupir las semillas de melón hasta el fondo del jardín.

Sus amabilidades me resultaban tan misteriosas y tan bienvenidas como la propia ciudad —con sus extraños árboles, sus cegadores muros blancos.

La mañana después de nuestra llegada, Daphne, Kostas y Athos empezaron a hablar. Muertos de hambre, se desplomaron sobre la conversación, dejando los platos limpios como si fueran a encontrar una verdad dibujada en el fondo. Hablaron como si hubiera que contarlo todo en un solo día. Hablaron como si estuvieran en un shivah, en un velatorio, en el que toda la charla no es capaz de llenar la silla ausente. De vez en cuando Daphne se levantaba a colmarles los vasos, a traer pan, pequeños cuencos de pescado frío, pimientos, cebollas, aceitunas. Yo no era capaz de seguirlo todo: los andartes, el EAM, el ELAS, los comunistas, los venizelistas y los antivenizelistas… Pero también era mucho lo que sí entendía —hambre, disparos, cadáveres en las calles, cómo de pronto todo lo familiar resulta inexpresable. Presté tanta atención que, como dijo Kostas, la Historia me agotó y alrededor de las cuatro, cuando nos fuimos al jardín, con la brisa y el sol entre el pelo recién cortado, me quedé dormido. Me desperté al crepúsculo. Estaban echados hacia atrás en las sillas, sumidos en una melancolía silenciosa, como si el largo ocaso griego hubiera absorbido por fin todos los recuerdos de sus corazones.

Kostas sacudió la cabeza.

—Es lo que dice Theotokas: «Un cuchillo ha cortado el tiempo». Los tanques bajaron por Vasilissis Sofías. Un solo alemán caminando por una calle griega es ya como una vara de hierro, tan fría que te quema la mano. No era ni mediodía. Lo oímos por la radio. La estela que fueron dejando los coches negros toda la mañana por la ciudad era como un reguero de pólvora.

—Cerramos las cortinas contra el sol y Kostas y yo nos sentamos a la mesa a oscuras. Oímos sirenas, artillería antiaérea, y sin embargo las campanas de la iglesia seguían llamando a maitines.

… Cuando empujaron a mi padre, estaba todavía sentado en la silla, me di cuenta después, por cómo se había caído.

—Nuestro vecino Aleko vino por la puerta de atrás para decirnos a Kostas y a mí que alguien había visto esvásticas colgando de los balcones en Amlias. Nos dijo que volaron por encima del palacio, por encima de la capilla de Lykavettos. No fue hasta la noche, cuando vimos las banderas nosotros mismos, y la bandera sobre la acrópolis, cuando nos echamos a llorar.

… me di cuenta por cómo se había caído.

—Al principio seguimos yendo a la taberna, sólo por la compañía, y por enterarnos de las noticias. No había nada que comer ni beber. Al principio el camarero seguía disimulando, nos traía la carta; se convirtió en un chiste ritual. La gente todavía contaba chistes entonces, ¿verdad, Daphne? A veces incluso oíamos aquel de nuestros años de estudiantes, cuando éramos tan pobres y alguien solía gritarle al camarero: ¡haz un huevo, que somos nueve!

… Cuando estuve en la tierra y me picaba la cabeza, soñaba que mi madre me estaba despiojando. Nos imaginaba a Mones y a mí tirando piedras al río. Una vez Mones se pilló un dedo con una puerta y se le cayó la uña, pero aun así podía hacer que las piedras botaran más veces.

—El hermano de Daphne oyó que cuando encontraron a Korizis tenía una pistola en una mano y una imagen en la otra.

—Después de los macaronades y antes de los alemanes, hubo británicos y australianos por todas partes. Tomaban el sol sin camisa.

—Se sentaban por el Zonar y cantaban las canciones de El Mago de Oz. Rompían a cantar a la menor provocación, el Floca y el Maxim’s parecían de pronto escenarios de opereta… Fui a buscar tabaco de pipa al King George. Pensé que a lo mejor todavía les quedaba un poco, pero no. Y a lo mejor a comprar el Kathemerini, el Proia, cualquier periódico que pudiera encontrar. Un soldado británico me ofreció un cigarrillo en el vestíbulo y tuvimos una larga discusión sobre las diferencias entre el tabaco griego, el británico y el francés. Al día siguiente Daphne abrió la puerta y allí estaba él, trayéndonos carne enlatada.

—Esa fue la única vez que resultó útil un vicio de Kostas —gritó Daphne desde la cocina, donde estaba sirviéndome un vaso de leche.

… La señora Alperstein, la madre de Mones, hacía pelucas. Se echaba una loción suavizante en las manos para hacer su trabajo. Nos daba leche mientras estudiábamos y el vaso siempre olía a loción, le daba un sabor bonito a la leche. Cuando mi padre llegaba a casa del trabajo traía las manos negras, como si llevara guantes, y solía frotárselas hasta que se le ponían casi rosas, aunque aún se podía oler el cuero de los zapatos —era el mejor zapatero—, y aún se podía oler el betún, que venía en lata y era suave como una mantequilla negra.

—Nos hicieron acoger a un oficial alemán. Nos robaba. Todos los días le veía coger algo —cuchillos y tenedores, hilo y aguja. Traía a casa mantequilla, patatas, carne— para sí mismo. Me observaba mientras lo cocinaba y se lo tenía que servir, mientras Kostas y yo no comíamos más que zanahorias, hervidas sin aceite, incluso sin sal. A veces me hacía comerme parte de su comida delante de Kostas, pero a Kostas no le dejaba comer…

Kostas se acarició su propia mejilla con la mano de Daphne.

—Cariño, cariño. Él pensaba que me iba a volver loco, pero en realidad me alegraba verte comer lo suficiente aunque fuera por una vez.

—Por la noche, después del toque de queda, Kostas y yo nos quedábamos despiertos en la cama y oíamos a los centinelas desfilando arriba y abajo por Kolonaki, como si toda la ciudad fuera una cárcel.

—Athos, ¿te acuerdas que antes de la guerra andaban detrás de nuestro cromo? Bueno, pues cuando ya no tenían que pagar por nada, cogieron lo que quisieron de las minas: pirita, mena, níquel, bauxita, manganeso, oro. Cuero, algodón, tabaco. Trigo, ganado, aceitunas, aceite…

—Sí, y los alemanes se ponían alrededor de la plaza Syntagma mascando aceitunas y escupiendo las pepitas para ver cómo los niños pequeños corrían a recogerlas del suelo para chupar lo que quedara.

—Iban en camiones hasta la acrópolis y se sacaban fotos de turista los unos a los otros delante del Partenón.

—Athos, convirtieron nuestra Atenas en una ciudad de mendigos. En el 41, cuando nevó tanto, nadie tenía carbón ni madera. La gente se envolvía en mantas y se ponía en la plaza Omonia simplemente a esperar que la ayudaran. Mujeres con niños…

«Una vez, después de que los alemanes cargaran un tren en Larissa, un patriota decidió liberar el cargamento. El tren explotó al salir de la estación. Volaron naranjas y limones, lloviendo sobre las calles. Un olor dulce y glorioso mezclado con el olor de la pólvora. Los balcones centelleaban, ¡el zumo de limón goteaba al sol! Durante los días siguientes, la gente encontraba naranjas en el recoveco de una estatua, en el bolsillo de una camisa tendida. Hubo quien encontró una docena de limones debajo de un coche».

—Como huevos debajo de una gallina.

… Vi a mi padre y a la señora Alperstein estrecharse la mano y me pregunté si habrían intercambiado olores y si todos los zapatos olerían a flores y todas las pelucas a zapatos.

—Nuestro vecino Aleko revivió a un hombre, en medio de Kolonaki, con un tazón de leche. Aleko mismo no tenía ni un trozo de pan que compartir. Pero la gente pronto empezó a desmoronarse en la calle, y entonces ya no se levantaba, simplemente se moría de hambre.

—Kostas y yo oímos historias de familias enteras asesinadas por un paquete de pasas o un saco de harina.

—Oímos la historia de un hombre que estaba en la plaza Omonia al caer la tarde. Otro hombre se le acercó a toda prisa, con un paquete en la mano. «Rápido, rápido,» le dijo, «tengo cordero fresco, pero lo tengo que vender en seguida, necesito comprar un billete de tren para volver a casa con mi mujer». La idea de cordero fresco… ¡cordero fresco!… fue demasiado para el hombre de la esquina, que se acordó de su propia mujer y de su cena de bodas y de todas las comidas que no habían valorado antes de la guerra. Los buenos sabores que recordaba, persiguieron cualquier otro pensamiento que pudiera rondarle por la cabeza mientras se metía la mano en el bolsillo. Pagó una suma considerable, todo lo que llevaba. ¡El cordero merecía la pena! Y el hombre se marchó corriendo en dirección a la estación de trenes. El hombre de la esquina salió a toda prisa en dirección contraria, directo a casa. «¡Traigo una sorpresa!», gritó, y le dio el paquete a su mujer. «Ábrelo en la cocina». Nerviosos, rodearon el paquete envuelto en papel de periódico y su mujer cortó el cordel. Dentro encontraron un perro muerto.

—Athos, tú eres como un hermano para Kostas y para mí. Nos conoces desde hace muchos años. ¿Quién hubiera pensado que alguna vez tuviéramos palabras como estas en la boca?

—Cuando todavía estaban aquí los británicos, conseguíamos encontrar cosas. Un poquito de margarina, un poco de café, azúcar, ¡a veces un poco de ternera!… Pero los alemanes, cuando llegaron, robaban hasta las vacas a punto de parir y mataban tanto a la madre como a la cría. Se comían a la madre y tiraban a la cría…

Daphne le puso a Kostas la mano en el brazo para que parara, inclinando la cabeza en mi dirección.

—Kostas, es demasiado terrible.

—Daphne y yo exclamamos «¡Englezakia!» al caer las bombas inglesas sobre nuestras calles, mientras el humo volvía negro el cielo sobre el Pireo y la casa temblaba.

—Incluso yo aprendí a reconocer qué aviones eran de ellos y cuáles eran ingleses. Los stukas chillan. Son plateados y caen en picado como las golondrinas…

—Y dejan caer bombas como si fueran mierda.

—Kostas —le regañó Daphne—, delante de Jakob no.

—Está dormido.

—¡No lo estoy!

—Ya que Daphne no me deja maldecir delante de ti, Jakob, aunque has visto tantas cosas que sería justo que aprendieras a maldecir, te contaré entonces que la guerra puede convertir a cualquier hombre vulgar en un poeta. Te contaré lo que pensé el día que insultaron a la ciudad con sus esvásticas: Al amanecer el Partenón es carne. A la luz de la luna son huesos.

—Jakob y yo hemos leído juntos a Palamas.

—Entonces, Jakob, pedhi-mou, sabrás que Palamas es nuestro poeta más querido. Cuando murió Palamas, justo en mitad de la guerra, seguimos a otro poeta, Sikelianos, con su larga capa negra a través de Atenas. Miles de nosotros, la ciudad entera, acompañamos el cuerpo de Palamas desde la iglesia hasta la tumba. En el cementerio Sikelianos gritó que teníamos que «hacer temblar al país con un grito por la libertad, hacerlo temblar de punta a punta», y cantamos el himno nacional, rodeados de soldados. Después Daphne me dijo…

—Nadie como Palamas podía emocionarnos así y unirnos. Incluso desde la tumba.

—El primer fin de semana de la ocupación, los alemanes organizaron una procesión por la ciudad. Coches blindados, pancartas, columnas de tropas que ocupaban toda una manzana. Pero a los griegos nos obligaron a quedarnos en casa. Nos estaba prohibido mirar. Los pocos que pudieron ver algo desde sus casas se asomaron desde detrás de las contraventanas mientras el desfile enloquecido marchaba por las calles desiertas.

—En las esquinas de la calle, en los restaurantes, como si fueran funciones paralelas en el mismo teatro, los traficantes del mercado negro se sacaban pescado crudo de los maletines, huevos de los bolsillos, duraznos del sombrero, patatas de la manga.

… Cuando se hizo muy duro encontrar piedras lo suficientemente planas como para hacerlas rebotar en el agua, nos sentábamos en la orilla. Mones tenía una barra de chocolate. Se la dio su madre el día que fuimos al cine a ver al vaquero americano Butski Jonas y su caballo blanco. La reservamos porque estábamos planeando ya nuestra próxima excursión al río. Dentro, debajo del envoltorio, hay siempre una tarjeta, con la imagen de un sitio famoso. Ya teníamos diversos sitios y la torre Eiffel y algunos jardines famosos. Ese día nos tocó la Alhambra y la doblamos y la partimos en dos y nos juramos lealtad eterna, como hacíamos siempre, y Mones se quedó con una mitad y yo con la otra para que cuando empezáramos juntos un negocio pudiéramos unirlas y pegarlas a la pared, su mitad del mundo y mi mitad, compartiéndolo todo por la mitad exacta.

—La noche antes de que los alemanes abandonaran Atenas: miércoles, 11 de octubre. Daphne y yo oímos un ruido raro, casi una brisa, muy leve. Salí a la calle. Había un temblor en el aire, como un millar de alas. Todo estaba desierto. Entonces miré hacia arriba. Sobre mi cabeza, desde todos los tejados y balcones la gente se estaba asomando, llamándose bajito los unos a los otros por toda la ciudad, corriendo la voz. La ciudad, que hacía un momento había sido como una cárcel, era ahora como un dormitorio lleno de susurros, y también en la oscuridad el tintinear de los vasos llenos de lo que pudiéramos encontrar y «yiamas, yiamas», a tu salud, elevándose como ráfagas en la noche.

—Después, pero antes del dekemvriana, los combates de diciembre, empezamos a enterarnos de lo que había ocurrido en otros sitios…

La hermana de Daphne nos envió una carta desde Hania: «En medio de un campo recién arado, rodeado de nada, encontraréis que alguien ha colocado un cartel: “Esto era Kandano”. “Esto era Skines.” Es todo lo que queda de los pueblos».

—Jakob y yo también hemos visto carteles —señalando dónde estuvieron los pueblos—. Por todo el Peloponeso.

—Dicen que han desaparecido más de mil pueblos.

—Jakob y yo estuvimos en Kalavrita. Mandemos a los turistas a los «chorios» incendiados. Ahora son estos nuestros lugares históricos. Dejemos que los turistas visiten ruinas modernas.

—Aquí la gente hacía largas colas para enterrar a sus muertos. Los barrenderos recogían cadáveres. Todo el mundo tenía miedo de contraer la malaria. Oíamos a los niños cantar la canción de los soldados alemanes: «Cuando chillan las cigarras, coge la píldora amarilla…».

—«Demasiados funerales abarrotaban las puertas de los templos».

—Athos, le has enseñado muy bien a Jakob. Pedhi-mou, ¿te acuerdas de dónde es ese verso?

—¿Ovidio?

—Muy bien. ¿Te acuerdas del resto? Espera, que lo busco.

Kostas abrió un libro y leyó en alto:

Orestíada…

… y no quedaba nadie

que llorara su pérdida: quedaron sin llorar las almas de las matronas,

de las novias, jóvenes y ancianos —todos desaparecidos en la ceguera salvaje del viento…

Se produjo un largo silencio. Athos cruzó las piernas y golpeó la mesa. Los platos temblaron. Kostas se pasó las manos por el pelo largo y blanco. Se inclinó sobre la mesa baja hacia Athos.

—El día en que el último alemán abandonó la ciudad, las calles estaban abarrotadas, Syntagma repleta, sonaron las campanas. Entonces, justo en medio de las celebraciones, los comunistas empezaron a gritar consignas. Te lo juro, Athos, que la multitud se quedó en silencio. Todo el mundo se serenó en un segundo. Al día siguiente, Theotokas dijo: «Sólo hace falta una cerilla para que Atenas se incendie como un tanque de gasolina».

—Los chicos americanos trajeron comida y ropa, pero los comunistas robaron los cajones de embalaje de los almacenes del Pireo. Se ha hecho tanto mal en los dos bandos. Quienquiera que tenga poder por un minuto comete un crimen.

—Persiguieron a los burgueses hasta en sus propias camas y les mataron a tiros. Se llevaron los zapatos de los demócratas y les hicieron desfilar descalzos por el monte hasta la muerte. Los andartes y los englezakias habían luchado codo con codo en las montañas hacía apenas unas semanas. Ahora se tiroteaban los unos a los otros por la ciudad. Cómo podía ser, nuestro valiente andartiko, que volaba puentes y actuaba como correo de la resistencia por las montañas, que desaparecía en un sitio y reaparecía en otro a cien millas…

—Como aguja e hilo a través de una tela.

—En Zakynthos un comunista delató a su propio hermano, un anciano, porque una vez, diez años atrás, se le ocurrió levantar su vaso a la salud del rey. Los comunistas son nuestros hijos, se conocen los asuntos de todo el mundo exactamente igual que se conocen los caminos a través de los valles, los pasos de las montañas, cada bosque y cada barranco.

—La violencia es como la malaria.

—Es un virus.

—A nosotros nos lo contagiaron los alemanes.

… Para cuando Mones y yo empezamos a caminar de vuelta a casa hacía niebla y lloviznaba y nuestros calcetines de lana estaban empapados y teníamos los pies tan fríos como los peces del Nemen. Nos pesaban las botas por el barro. Cada casa estaba conectada al cielo por un cordel de humo. Íbamos a ser los mejores amigos para siempre. Abriríamos juntos una librería y dejaríamos que la madre de Mones se ocupara de la tienda cuando nosotros fuéramos al cine. Nuestras casas tendrían buenas instalaciones de fontanería, y electricidad en todas las habitaciones. Tenía las manos frías y la espalda fría por la lluvia y porque quedaba lejos y además iba sudando debajo del abrigo. Verjas rotas, carreteras hundidas con profundos surcos de camiones. Se nos endurecían los bordes de los calcetines como si fueran moldes. Pero no queríamos volver muy deprisa. Nos quedamos un rato largo en la verja de madera de Mones. Seríamos piadosos como nuestros padres. Nos casaríamos con las hermanas Gotkin y compartiríamos una casa de veraneo en Lasosna. Remaríamos por las calas y les enseñaríamos a nuestras mujeres a nadar…

—A los primos de Daphne, Thanos y Yiorgios, y a centenares más, cualquiera que pensaran que fuera más o menos rico antes de la guerra, les reunieron los comunistas en la plaza Kolonaki.

… En la verja de Mones nos dimos la mano como los hombres. Mones tenía el pelo pegado a la cabeza debajo de la gorra. Estábamos calados hasta los huesos pero hubiésemos hablado más rato si no hubiera sido la hora de cenar. ¡Visitaríamos juntos Crinik y Biafystok e incluso Varsovia! ¡Nuestros hijos nacerían el mismo año! Nunca olvidaríamos estas promesas mutuas…

—Daphne salió a intentar comprar azúcar, un capricho especial por mi cumpleaños. Pero se encontró con Alekos y otros tres colgados de las acacias de Kyriakon…

La primera mañana que pasamos en casa de Daphne y Kostas a mí me daba vergüenza desayunar delante de desconocidos. Todos bajaron a la mesa totalmente vestidos. Sin embargo, a medida que fueron pasando los días, Kostas aparecía cada vez menos vestido, primero sin corbata, después en zapatillas, finalmente en bata, con un cinturón con borlas en los extremos. Athos y Kostas se sentaban a la mesa con una mitad del periódico cada uno. Daphne preparaba huevos con cebollinos y tomillo. Estaba contenta de cocinar para dos hombres y un niño, aunque el racionamiento de víveres requería cierta inventiva. Athos felicitaba a Daphne por su cocina en cada comida. El lujo de su afecto me emocionaba, que me acariciara el pelo una mano pasajera, la presión de un abrazo espontáneo de Daphne. Daphne me enseñó la diferencia entre colocar ciruelas en un cuenco verde o en uno amarillo antes de ponerlas en la mesa. Me llevó a su estudio de pintura e hizo un boceto de mi cara a lápiz. Por las tardes, mientras Athos se ocupaba de nuestro traslado a Canadá, yo ayudaba a Daphne a limpiar los pinceles o a preparar la cena, o Kostas y yo practicábamos inglés en el cálido jardín donde a veces los dos echábamos alguna cabezadita.

Yo escuchaba las idas y venidas de las discusiones políticas de Athos y Kostas. Siempre intentaban incluirme, primero pidiéndome opinión y después discutiendo mis ideas seriamente hasta que me sentía como un erudito, un igual.

Cuando tenía pesadillas venían todos conmigo, los tres, y se sentaban en la cama, y Daphne me rascaba suavemente la espalda. Hablaban entre ellos hasta que me volvía a dormir, con el consuelo de sus voces bajas. Después acababan en la cocina. Por la mañana veía los platos de su fiesta nocturna aún sobre la mesa.

Una vez Daphne me mandó fuera a coger unas hierbas mientras ella preparaba la cena. A mí me daba miedo salir solo, aunque no fuera más allá del jardín. De pie en la puerta de atrás, Kostas se dio cuenta de mi ansiedad y dejó el periódico. «Necesito estirar las piernas, Jakob, vamos a ver qué tal está el aire de la tarde». Y salimos juntos.

La víspera de nuestra partida hacia Canadá, me senté en la cama y miré a Daphne hacerme el equipaje, Kostas levantándose de pronto a recuperar algo que meterme en la maleta, un libro u otro par de sus propios calcetines. Daphne colocaba cada cosa en su sitio cuidadosamente con unos golpecitos. Ninguno de los dos había estado nunca en Canadá. Hacían cábalas sobre el clima, la gente, y cada cábala resultaba en la adición de otro elemento excéntrico —un compás, un alfiler de corbata.

Recuerdo a Daphne, aquella última noche, volviéndose en la puerta de mi cuarto después de darme las buenas noches y acercándose a darme otro achuchón feroz. Recuerdo sus manos frías en mi espalda debajo del pijama de algodón, su rascar suave, el de mi madre, el de Bella, relajándome hasta dormirme.

Antes de que nos fuéramos de Zakynthos Athos dijo: «Tenemos que hacer una ceremonia. Por tus padres, por los judíos de Creta, por todos aquellos que no tienen a nadie que recuerde sus nombres».

Tiramos manzanilla y amapolas al mar de cobalto. Athos echó agua limpia sobre las olas, «para que beban los muertos».

Athos leyó a Seferis: «Aquí terminan los trabajos del mar y los trabajos del amor. Tú que algún día vivirás aquí… si ocurre que la sangre te oscurece la memoria, no nos olvides».

Yo pensé: «Es la añoranza lo que mueve al mar».

En Zakynthos a veces el silencio resplandece con una armonía temblorosa de abejas. Sus cuerpos ruedan por el aire, polvorientos de peso dorado. El campo estaba abarrotado de margaritas, madreselva y retama. Athos dijo: «Los lamentos griegos te queman la lengua. Las lágrimas griegas son tinta para que los muertos escriban sus vidas».

Extendió una tela a rayas sobre la hierba y nos sentamos a comer koliva, pan y miel junto al mar —«para que los muertos no pasen hambre».

Athos dijo: «Recuerda. Tus buenas obras contribuyen al progreso moral de los muertos. Haz el bien por ellos. Sus huesos cargarán con el peso de las olas por toda la eternidad; del mismo modo que los huesos de mis compatriotas cargarán con el peso de la tierra. No podremos exhumarlos de acuerdo con la tradición; sus huesos no se juntarán con los huesos de sus familias en el osario de su pueblo. Las generaciones no se unirán; se derretirán bajo el mar, o en la tierra, yermas…».

Escuché sus gritos en mi cabeza e imaginé su piel brillante, casi humana entre las olas, su pelo empapado en salmuera. Y como en mis pesadillas, coloqué a mis padres bajo las olas donde el mar estaba transparente y azul.

Athos encendió una lámpara —una jarra llena de aceite de oliva— y usó de mecha un diminuto ovillo de membrillo seco muy apretado.

Athos dijo: «Los pastores no sabrán que tienen que llorarlos, no se oirán oraciones desde los campos remotos entre los balidos de las ovejas y las cabras. De modo que compartamos la koliva y encendamos la vela y cantemos “La muerte me devoró los ojos”… Si nuestros deberes —kathikonda— les alivian —anakoufisi— entonces los muertos nos enviarán un mensaje sobre las alas de los pájaros».

El cielo, en efecto, se llenó de cigüeñas y golondrinas y palomas salvajes. El romero y la albahaca se cimbreaban como incensarios en el calor de la tarde.

Athos dijo: «Jakob, intenta que te sepulten en una tierra que te recuerde».

En la cima de la pendiente elevada sobre el pueblo de Zakynthos, me imagino la marea arrastrando hasta la playa de gravilla, allá abajo, la madera de deriva, sólo que no es madera sino que son sus huesos largos, sus huesos curvados los que han llegado con la marea. La arena gruesa reluce con los desperdicios pulidos. Los pájaros no vienen, no queda nada para ellos. Sólo las calaveras permanecen en el mar. Son demasiado pesadas y se asientan en el fondo; sobre el suelo del océano hay una ciudad de cúpulas blancas. Refulgen en la profundidad. Marcados a fuego en el hueso, últimos pensamientos arrugan los cráneos. Los peces se deslizan hacia casa silenciosamente por los huecos de los ojos, por las bocas.

Durante años después de la guerra hasta la decisión más pequeña era una agonía. Examinaba mis pasos antes de darlos, incluso antes de la excursión más banal. Si voy a la tienda ahora en lugar de después, ¿qué pasará? Extraía conclusiones minuciosamente. «Jakob, podría recitar medio Homero cada vez que me pongo a esperarte…»

Nada es repentino. Ni una explosión —planeada, cronometrada, con cables cuidadosamente conectados— ni la puerta reventada. De igual manera que la tierra prepara invisiblemente sus cataclismos, así la historia es el instante gradual.

La semana antes de que Athos y yo nos marchásemos a Canadá, fui con Kostas a dar un largo paseo por Vasilissis Sofías, bajando por Amalias hasta la Plaka. Llevaba un bastón que apenas usaba; a veces enroscaba su brazo, frágil como una rama de sauce, al mío. Me enseñó la Academia Pedagógica, donde Daphne solía dar clases de inglés. Me enseñó la universidad. Compartimos una «gazoza» en el patio de un hotel antiguo.

—¿Te ha contado Athos que estuvo casado? No, te veo en la cara que no lo ha hecho. Raramente habla de Helen, ni siquiera con nosotros. Algunas piedras pesan tanto que sólo el silencio te ayuda a llevarlas a cuestas. Murió durante la primera guerra.

Me sentí avergonzado, sentí que había traicionado a Athos, que de alguna manera no había sido lo suficientemente digno como para que él revelase este secreto.

—Athos nos ha abandonado muchas veces; ha vivido lejos de Grecia en muchas ocasiones. Pero ahora es distinto. Quiere irse. Grecia nunca volverá a ser la misma. Quizá sea mejor. Pero hace bien en llevarte lejos. Jakob, Athos es mi mejor amigo. Nos conocemos desde hace cuarenta años —tú no puedes entender aún lo que eso significa. Lo que quiero decirte es esto: a veces Athos se pone muy triste, sabes, puede estar triste largos meses y puede que haya momentos en que necesite que tú cuides de él.

Se me calentaron los ojos.

—Pedhi mou, no te preocupes. Athos es como su querida piedra caliza. El mar le disolverá y le creará cuevas, le agujereará, pero él perdura y perdura.

De camino a casa pasamos por delante de muros con pintadas enormes de una letra V —«Vinceremo», no nos rendiremos— en pintura negra. O de una M —«Mussolini Merda». Kostas me explicó por qué nadie quería borrar esos símbolos. Durante la ocupación, el grafiti requería rapidez y valor. Si los alemanes pillaban a alguno le ejecutaban al instante. Una sola letra era tremendamente estimulante, era escupir en el ojo de los opresores. Una sola letra era una cuestión de vida o muerte.

Pasamos por una iglesia y Kostas me contó que, justo donde estábamos nosotros, hubo disturbios la primera vez que el evangelio se leyó en demótico.

—¿Pensaban que Dios sólo entendía el katharevoussa?

—Sí, pedhi mou, ¡exactamente! Y cuando representaron la Orestíada en demótico por primera vez, Kostas me dijo que algunos espectadores murieron en la logomaquia posterior.

En Zakynthos tenían la estatua de Solomos. En Atenas a Palamas y a los escritores de grafiti, cuyo heroísmo era el lenguaje. Yo ya conocía el poder que tiene el lenguaje para destruir, para omitir, para borrar. Pero la poesía, el poder que el lenguaje tiene para restaurar: esto era lo que tanto Athos como Kostas estaban intentando enseñarme.

Athos había trabajado en Inglaterra, Francia, Viena, Yugoslavia, Polonia; iba a donde le llevaba cualquier tarea interesante. Se había labrado una reputación profesional tanto por su eclecticismo como por su especialización muy concreta en la conservación de la madera hinchada por el agua. Pero la razón por la que nos invitaron a Canadá fue la sal.

Llegado un momento descubriría que el interés de Athos por los viajes antárticos de Scott no era totalmente impersonal. De hecho, el propio Athos se había planteado durante un breve tiempo pedir que se le incluyese en la expedición, porque en aquel momento estaba en Cambridge y, como muchos mediterráneos, tenía una pasión paradójica por todo lo polar. Pero Athos era un hombre recién casado y nunca llegó a ir a la oficina de reclutamiento que Scott tenía en Londres; y nunca se arrepintió porque, tal como fueron las cosas, Helen y él sólo pasaron juntos cinco años antes de que ella muriera. Había dos geólogos en la expedición, Frank Debenham y Griffith Taylor. Athos no conoció ni a Debenham ni a Taylor en Cambridge. Sí conoció a Debenham más tarde, durante la Primera Guerra Mundial. Debenham estaba destinado en Salónica y asistió a una conferencia que Athos dio sobre la sal. Debenham había viajado mucho, y visto mucho, y sabía cómo funcionaban los corazones de los hombres unidos por el azar en lugares peligrosos, y ahora se encontraba sentado bajo un techo con ventilador en una sala de conferencias claustrofóbica, emocionado por las descripciones que Athos hacía de la anhelante unión iónica. Recintos de sodio como niebla sólida en la tierra negra. Mineros, amantes, el mar teñido de ese sabor antiguo. Las airadas montañas de sal de Thaikan, los pasteles de sal horneados que se usan como moneda en Kaindu.

En el periodo de entreguerras, Debenham había colaborado en la fundación del Instituto Polar Scott. Athos y él se escribían de vez en cuando, y fue Debenham quien le dijo a Athos que Griffith Taylor estaba creando un departamento de geología en la Universidad de Toronto.

Griffith Taylor sabía algo de Toronto, porque otro miembro del equipo de Scott, Silas Wright, nació y se crio allí. Taylor y Wright habían ido caminando desde Cambridge hasta la oficina de reclutamiento de Scott en St. Paul’s, una treta chulesca cuyo objetivo era demostrarle a Scott la pasta de la que estaban hechos. Llevaban huevos duros y tabletas de chocolate para mantener las fuerzas durante la marcha de doce horas. Wright, acostumbrado a ir en canoa y a pie por las zonas salvajes del norte de Ontario y de la Columbia Británica, se tomaba especialmente mal la sugerencia de que los científicos pudieran no tener tanto músculo como los soldados de la marina, y durante el viaje hacia el sur nunca se quedó atrás a la hora de arrizar y de arriar. De hecho, tan pronto regresaron de las durezas de la Antártida, Wright se llevó a Debenham de acampada al noroeste de Canadá.

En medio de la muy británica Antártida, Wright dio en afirmar sus raíces canadienses, por las que se burlaron de él con ganas. A Taylor le gustaba referirse a Wright como «el americano», comentario por el que se le hizo objeto del oportuno castigo. Como cuenta el propio Taylor en su diario: «Wright cayó sobre mí y consiguió desgarrarme el bolsillo».

El diario antártico de Taylor está remachado a fuerza de señales de exclamación, como si su autor hubiera ido de asombro en asombro ante lo que escribía, como si toda la experiencia helada pudiera haber sido una alucinación. Cuenta las excursiones diurnas que hacía con Wright, incluyendo una marcha al cabo Royds donde encontraron la cabaña abandonada de Shackelton. Abrieron la puerta y descubrieron una cabina inmaculada. Un almuerzo de dos años de edad les esperaba, la mesa puesta y repleta de galletas y mermelada, bollos y pasteles de jengibre y leche condensada, todo preservado por el frío. Taylor y Wright entraron en el cuarto fantasmal, se sentaron y comieron, como si hubiesen recibido una invitación de un anfitrión que llevaba mucho tiempo ausente y a los dos años hubiesen llegado con toda puntualidad.

Una de las cosas que Athos lamentaba era no haber conocido nunca a Wright, que había estado allí de visita con Taylor sólo una semana antes de que llegáramos nosotros a Toronto. Los dos exploradores antárticos fueron a la Exposición Nacional Canadiense, donde comieron helados, se pasearon y asistieron al espectáculo ecuestre. Estos eran los mismos hombres que fueron los primeros en cruzar juntos el Valle Seco de la Antártida, una zona misteriosa donde no ha caído ni una sola gota de humedad en más de dos millones de años. Ahora Wright estaba de vuelta en el pueblo de su infancia, enseñándole a Taylor la feria a la que había ido de niño.

A Taylor le gustaba la idea de contratar a hombres de Cambridge para que dieran clase en su departamento, y había oído a Debenham hablar de Athos. Taylor y Athos quedaron en verse brevemente en Atenas en 1938 cuando Taylor se encontrara viajando por Grecia de paso hacia Cambridge, donde iba a dar su conferencia sobre «Cultura y Correlaciones». Mientras caminaban por la ciudad descubrieron que compartían no sólo las mismas ideas sobre la geografía y el pacifismo, sino también la convicción de que la ciencia debería usarse como un instrumento de paz, lo que Taylor acabaría llamando su «geopacifismo». Más específicamente, hablaron del «fetiche nórdico» del nazismo, del antisemitismo, y de cómo la geografía podía utilizarse contra las peligrosas lucubraciones de la política. Se impresionaron mutuamente, como suele suceder entre dos hombres que comparten las mismas convicciones apasionadas.

Taylor invitó a Athos a que fuera a dar clases a Toronto y Athos aceptó aunque, tal y como sucedieron las cosas, no pudo responder a la oferta tan pronto como esperaba por culpa de la guerra. A los pocos años de estar nosotros en Toronto a Taylor le diagnosticaron un cáncer. Poco después se retiró para regresar a su Australia natal.

Porque Wright era de Toronto y había viajado al sur con Debenham; porque a Debenham le habían destinado a Salónica; por la sal… Athos y yo acabamos en un barco rumbo a Canadá.

Athos amaba las colinas rasgadas de su tierra, zurcidas por huertas y ovejas. Llevaba en la cartera una fotografía de la vista desde la casa de Zakynthos en lo alto de la colina.

«El amor hace que veas un lugar de manera distinta, como también ases de diferente forma un objeto perteneciente a un ser querido. Si conoces bien un paisaje, mirarás siempre los demás de diferente modo. Y si aprendes a querer un sitio, a veces también puedes aprender a querer otro».

Antes de irnos de Zakynthos, embalamos la biblioteca de Athos y enviamos las cajas a los Mitsialis de Atenas. Athos puso marcas en las cajas para que Kostas supiera cuáles tenía que mandar a Canadá y cuáles entregar a la familia Roussos en la isla de Idhra. Idhra está mucho más cerca de Atenas, a menos de un día de viaje desde el Pireo. Athos no sabía cuántos años estaríamos fuera; trasladar los libros era una precaución contra los terremotos.

Zakynthos ya había sufrido tres terremotos en los últimos cien años, el último justamente al final del siglo pasado. En 1953, pocos años después de mudarnos a Canadá, el suelo volvió a levantarse en Zakynthos, en espasmos como un resorte, y luego derrumbó el pueblo entero. Prácticamente todas las propiedades de la isla fueron arrasadas, incluyendo la casita de Athos. El viejo Martin nos envió una fotografía que Ioannis sacó en la zudeccha, en la que se veía una palmera solitaria en medio de los escombros, una indicación macabra del lugar preciso donde se encontraba en la calle destrozada. Luego reconstruirían el pueblo, volviendo a levantar esforzadamente la arquitectura veneciana frente al muelle. Pero Athos decidió no reconstruir la fuente de Nikos y dejar las piedras de su hogar donde habían caído.

«La mayoría de los isleños pudieron salvarse,» dijo Athos, «porque confiaban en la presciencia de sus animales. Los siglos de terremotos han enseñado a los de Zakynthos a atender las advertencias; un catálogo de signos recopilado durante generaciones. Medio día antes de que tiemble el suelo, los perros y los gatos corren a la calle ululando como locos. No se oye nada por encima de los aullidos. Las cabras rompen a coces las paredes de los establos, presas del pánico, los gusanos salen escurriéndose de la tierra, incluso los topos tienen miedo de permanecer en el subsuelo. Los gansos y los pollos suben volando a los árboles, los cerdos se arrancan la cola mordiéndose unos a otros, las vacas intentan liberarse de sus cabestros y echan a correr. Los peces saltan fuera del agua. Las ratas se tambalean como borrachas…»

Al contarme esto, Athos pensaba que me estaba ofreciendo una explicación razonable. Pero ello sólo confirmaba lo que yo ya creía: que los zakynthos estaban bajo la protección de una mano invisible. «No,» insistía Athos. «No. La huida de las familias de la zudeccha fue afortunada, pero antes el Mayor Karrer tuvo que hacer oír su voz. Fue afortunado que los isleños viajaran en barco hasta tierra firme por su seguridad, pero antes tuvieron que atender las señales… Fue afortunado que nos encontráramos, Jakob, pero antes tuviste que correr».

Athos y yo hicimos el breve viaje a Idhra para que Athos visitara a la señora Karouzos, que regentaba un pequeño hotel y una taberna en la ciudad. Igual que había hecho su madre, le echaba un ojo a la casa de los Roussos cuando estaba vacía, a menudo durante años enteros. Athos me explicó que esto no es raro en las islas. A veces una casa espera durante décadas a que vuelva un hijo. Como en Idhra no hay automóviles, las cajas de Athos tendrían que llevarlas en burro montaña arriba, pasadas las viejas mansiones junto al muelle, propiedad de los ricos navieros cuyas flotas familiares habían roto el bloqueo británico durante las guerras napoleónicas, y que habían mantenido relaciones comerciales hasta con América.

La casa de Idhra, como la casa de Zakynthos, está suspendida como un balcón sobre el mar. «En esta terraza», dijo Athos, «siempre notarás una brisa, por muy caluroso que sea el día. Cuando Nikos era niño hizo un avioncito de papel y lo tiró al vacío. Aterrizó en el sombrero de un hombre que bebía ouzo en un kafenio al lado del muelle. En el papel mi hermano había escrito un mensaje en el que rogaba que se le liberase de su secuestrador, y describía el lugar donde le tenía prisionero. Vino la policía a casa y Nikos lloró de terror pensando en cómo le castigaría mi padre, mientras este le perseguía colina abajo. ¡Así que todos los que lo vieron pensaron que, en efecto, quien perseguía a mi hermano era un criminal!»

Athos me enseñó fotos de sus padres y su hermano. Nos sentamos bajo los limoneros en el patio de la taberna de la señora Karouzos mientras las hojas salpicaban la pared de sombras, y después, en el ferry de vuelta a Atenas, me quedé dormido con la cara quemada por el sol contra el hombro de Athos.

A los pocos días de volver de Idhra, Daphne y Kostas nos despidieron en el Pireo. Kaló taxidhi, kaló taxidhi —buen viaje. Athos le regaló a Kostas una caja sellada de tabaco británico, y Kostas comentó que debía de ser la última lata que quedaba en Grecia, y yo le entregué un poema flojo, en el que había invertido mucho trabajo, sobre la víspera de la liberación de Atenas, titulado «La Ciudad Susurra».

En el muelle, Daphne nos dio una cesta de comida; la boutimata dura que te rompe los dientes a no ser que la empapes en leche o café, aceitunas y domates de su jardín para comer con pan, ramitas crujientes de orégano y albahaca, atadas con un cordel.

Una valiosísima botella de popolaro. Kostas le dio a Athos una edición de los poemas de guerra de Sikelianos, Akritika, y a mí su ejemplar más querido de una selección de poesía griega tamaño bolsillo con tapas duras, plantando en mí hileras de palabras que crecerían durante el resto de mi vida.

Daphne me achuchó la cara al decirme adiós, y yo sentí cómo mi madre me acariciaba el mentón para hacerme una barba con las manos enharinadas.

Daphne me metió una naranja en el abrigo y me acordé de Mones, que guardaba en el bolsillo la preciada cáscara por el olor, y medio día después abría la boca en el patio del colegio y allí sobre la lengua tenía una pepita de naranja como una perla.

«En xenetia —en el exilio», dijo Athos durante nuestra última noche con Daphne y Kostas en el jardín, «en un paisaje extraño, un hombre descubre las canciones antiguas. Clama por agua de su propio pozo, manzanas de su propia huerta, por las uvas de moscatel de sus propias viñas».

«¿Qué es un hombre sin paisaje?», dijo Athos. «Nada más que espejos y mareas».

Athos y yo, juntos en cubierta, mirábamos la ciudad brillante al otro lado del agua. Desde esta distancia nadie podría adivinar el alboroto que había roto a Grecia, y que seguiría haciéndolo durante años. Anochecía. De dos en dos, de tres en tres, después como sal… las estrellas. Nos pusimos los jerséis que nos había metido Daphne en las maletas y permanecimos por fuera, en el viento frío. Podía oler la lana de la manga de Athos sobre mi hombro. Como arden las llamas, primero en rojo y luego en azul, así se fue purificando el agua azul plata. Después el mar empezó a oscurecerse y Atenas, refulgiendo en la distancia, parecía flotar sobre el horizonte como un barco luminoso.

Es el misterio de la madera, murmuró Bella.