El pasado sombrío tiene la forma de todas las cosas que nunca ocurrieron. Invisible, derrite el presente como la lluvia a través de la piedra caliza. Una biografía de la nostalgia. Nos guía como el magnetismo, un tórculo del espíritu. Así es como uno se rompe por un olor, una palabra, un lugar, la fotografía de una montaña de zapatos. Por el amor que cierra su boca antes de pronunciar un nombre.
No presencié los acontecimientos más importantes de mi vida. Mi historia más profunda debe ser contada por un ciego, un prisionero del sonido. Desde detrás de una pared, desde debajo de la tierra. Desde la esquina de una casa pequeña en una isla pequeña que sale como un hueso de la piel del mar.
En Zakynthos vivíamos cerca del cielo. Estábamos rodeados, muy abajo, por las olas inquietas. Según el mito, el mar Jónico está embrujado por un error de amor.
En el piso de arriba había dos habitaciones, y dos vistas. La ventana del dormitorio pequeño se abría al vacío y al mar. La otra habitación, el estudio de Athos, daba a la ladera de nuestra colina pedregosa y se veía a lo lejos el pueblo y el muelle. En las noches de invierno, cuando el viento era húmedo e implacable, parecía que estuviéramos sobre el puente de un barco, las contraventanas crujiendo como mástiles y aparejos; el pueblo de Zakynthos relucía, luminiscente, como si estuviera bajo las olas.
Durante los ratos más oscuros de las noches de verano, yo escalaba por la ventana del dormitorio para tumbarme sobre el tejado. De día permanecía en el dormitorio pequeño, deseando que mi piel adoptase la textura de la madera del suelo, que adoptase el estampado de la alfombra o de la colcha, para poder desaparecer simplemente quedándome muy quieto.
En la primera Semana Santa que pasamos escondidos estuve asomado a la ventana del estudio de Athos durante el clímax de la Misa de Anastasimi. Se portaban velas de procesión, una línea débil y serpenteante que iba parpadeando por las calles, recorriendo la ruta de los epitafios y dispersándose luego hacia las colinas desnudas. En las afueras del pueblo, al irse los fieles hacia sus casas, la línea se deshacía en brasas. Con la frente apoyada en el cristal, miraba y me encontraba en mi propio pueblo, en las tardes de invierno, con mi profesor encendiendo las mechas de nuestras linternas y dejándonos salir a la calle como barquitos de juguete que dieran brincos navegando por una alcantarilla inundada. Las asas de alambre tintineaban contra los globos calientes. Los olores ascendentes de nuestros abrigos húmedos. Mones balanceando los brazos, su farol rozando el suelo, su aliento blanco iluminado desde abajo. Observé la procesión de Semana Santa y coloqué cuidadosamente en órbita esta imagen paralela, como otras fantasmales evocaciones gemelas. En una estantería interior demasiado alta para poder alcanzarla. Incluso ahora, medio siglo después, mientras escribo esto en otra isla griega, miro las remotas luces del pueblo allá abajo y siento el calor de una linterna subiéndome por la manga.
Miraba a Athos leer sentado a su mesa por las tardes, y veía a mi madre cosiendo, mi padre hojeando los periódicos del día, a Bella estudiando música. Cualquier momento dado —por muy trivial que sea, por muy ordinario— posee una cierta contención, está repleto de vida boquiabierta. Ya no recuerdo sus rostros, pero imagino gestos que intentan agotar una vida entera de amor en el último segundo. Sea cual sea la edad del rostro, una vida entera de sentimiento intacto lo vuelve joven de nuevo en el momento de la muerte.
Yo era como los hombres de las historias de Athos, que escogieron sus rutas antes de la invención de la distancia y nunca supieron exactamente dónde estaban. Observaban las estrellas y sabían que se les escapaba parte de la información, la térra nullius erizándoles el pelo de la nuca.
En Zakynthos vivíamos sobre una roca sólida, en un lugar elevado y ventoso lleno de luz. Aprendí a tolerar las imágenes que surgían dentro de mí como moratones. Pero sumido en la expectación constante de la puerta reventada, el sabor de la sangre que me llenaba la boca de repente, muchas veces al día, no era capaz de concebir una sensación más fuerte que el miedo. ¿Qué es más fuerte que el miedo?; Athos, ¿quién es más fuerte que el miedo?
En Zakynthos cultivaba un jardín de toronjil y albahaca en un cuadrado de luz sobre el suelo. Imaginaba los pensamientos del mar. Me pasaba el día escribiéndoles mi carta a los muertos y ellos me contestaban de noche en sueños.
Athos (Athanasios Roussos) era un geólogo dedicado a una trinidad privada de turba, piedra caliza y madera arqueológica. Pero como la mayoría de los griegos, había surgido del mar. Su padre fue el último de los Roussos marineros, el que llevó a su conclusión la empresa naviera familiar, que se remontaba 1700, cuando embarcaciones rusas navegaban por los estrechos turcos desde el mar Negro al Egeo. Athos sabía que ningún barco es un objeto, que hay un espíritu que anima las jarcias y la madera, que un barco hundido se convierte en su fantasma. Sabía que masticar pescado crudo alivia la sed. Sabía que hay treinta y cuatro elementos en el agua del mar. Describía las, antiguas galeras griegas de cedro, calafateadas con betún y vestidas con velas de seda o de lino en colores vivos. Me habló de las balsas peruanas y de los botes de paja polinesios. Me explicó cómo se construían las inmensas almadías siberianas, con píceas de la taiga sobre los ríos helados, y cómo se liberaban luego cuando el hielo se derretía en primavera. A veces unían dos almadías y creaban una nave tan grande que podía transportar una casa con chimenea de piedra. Athos había heredado de su padre, quien a su vez las había recibido de capitanes e hidrógrafos, cartas de navegación que habían ido aumentando a través de las generaciones. Me dibujaba con tiza las rutas comerciales de su bisabuelo sobre un globo de aprendiz hecho de pizarra negra. Aun siendo un niño, al tiempo que se me extraía mi pasado de sangre, comprendí que se me estaba ofreciendo una segunda historia, si tenía fuerza, suficientes para aceptarla.
Compartir un escondite, físico o psicológico, es tan íntimo como el amor. Yo seguía a Athos de una habitación a otra. Tenía miedo, el miedo que debe de sentir el que tiene sólo una persona en quien confiar, una ansiedad que sólo podía solucionar a través de la devoción. Me sentaba a su lado mientras él escribía en su mesa, contemplando las fuerzas que convierten los mares en piedras, las piedras en líquidos. Abandonó sus intentos de mandarme a la cama. A menudo me tumbaba como un gato a sus pies, rodeado de libros apilados cada vez a mayor altura en el suelo junto a su silla. Bien entrada la noche, mientras él trabajaba —con una concentración sólida que me inducía al sueño— le colgaba el brazo como una cuerda de plomada. Me relajaban los olores de las tapas de los libros y del tabaco de pipa y la presión de su mano segura y pesada sobre mi cabeza. Su brazo izquierdo estirándose hacia la tierra, su brazo derecho hacia arriba, con la palma mirando al cielo.
Durante esos largos meses, escuché a Athos relatar no sólo la historia de la navegación —elevada dramáticamente con anécdotas ancestrales, ilustraciones de libros y de mapas— sino también la historia de la misma tierra. Construía frente a mi imaginación la enorme y palpitante térra mobilis: «Imagínate una roca sólida hirviendo como un estofado; una montaña entera explotando y convertida en llamas, o siendo devorada poco a poco por la lluvia, como mordiscos en una manzana…». Iba de la geología a la paleontología y la poesía: «Piensa en la primera planta fototrópica, el primer aliento de un animal, las primeras células que se unieron pero que no se dividieron al reproducirse, el primer parto humano…». Citaba a Lucrecio: «Las primeras armas fueron las manos, las uñas y los dientes. Luego vinieron las piedras y las ramas arrancadas de los árboles, y el fuego, y la llama…».
Gradualmente Athos y yo aprendimos nuestros idiomas respectivos. Un poco de mi yiddish, salpicado de polaco compartido. Su griego y su inglés. Nos metíamos palabras nuevas en la boca como si fueran comidas extranjeras; sabores sospechosos para los que había que educar el gusto.
Athos no quería que yo olvidara. Me hizo repasar el alfabeto hebreo. Todos los días me decía lo mismo: «Lo que estás recordando es tu futuro». Me enseñó la adornada caligrafía griega, como una gemela torcida del hebreo. Tanto el hebreo como el griego, según le gustaba decir a Athos, contienen la soledad antigua de las ruinas, «como una flauta que se oye a lo lejos en una ladera de olivos, o una voz que llama a un barco desde la orilla».
Mi lengua aprendió despacio sus nuevos y tristes poderes. Yo deseaba limpiarme la boca de recuerdos. Deseaba que mi boca me pareciera mía al pronunciar su griego hermoso y complicado, sus espesas consonantes y sus muchas sílabas, difíciles y elegantes como el agua corriendo entre las rocas. Comía comida griega, bebía de los pozos de Zakynthos hasta que también yo fui capaz de distinguir entre los distintos manantiales de la isla.
Penetramos un territorio de más y más ternura, dos almas perdidas y solas en cubierta, sobre un océano negro e ilimitado, con el viento arrancando esquinas de la casa con cada aullido, sin luces que nos guiaran ni luces que descubrieran nuestra posición.
Al llegar el amanecer Athos a menudo tenía los ojos empañados de admiración por su valiente linaje, o por el futuro. «Yo seré tu koumbaros, tu padrino, el padrino de tu boda y de la de tus hijos… Debemos sujetarnos el uno al otro. Si no tenemos esto, ¿qué es lo que somos? El espíritu que está dentro del cuerpo es como el vino dentro de un vaso; cuando se derrama, empapa el aire y la tierra y la luz… Es un error creer que son las cosas pequeñas las que dominamos y no las grandes. ¡Es al revés! No podemos evitar los accidentes pequeños, el minúsculo detalle que introduce una conspiración en el destino: ese momento extra en que corres a recoger algo olvidado, un momento que te salva de un accidente —o te lo provoca. Pero podemos imponer el orden mayor, los grandes valores humanos diariamente, el único orden que es lo suficientemente grande para ser visto».
Athos tenía cincuenta años cuando nos encontramos en Biskupin. Su apostura era sencilla, era corpulento pero no pesado, y tenía el pelo canoso, del tono de una buena mina de plata. Le miraba peinarse, humedeciéndose el pelo sobre el cráneo, creando surcos profundos. Seguía escudriñando, como si estuviese observando una demostración científica, el modo en que el pelo se le espesaba como la espuma al secarse, el modo en que se le iba expandiendo despacio la cabeza.
Su estudio estaba abarrotado de muestras de rocas, fósiles, fotografías sueltas de lo que a mí me parecían paisajes anodinos. Yo me dedicaba a curiosear, cogiendo cualquier pedazo o fragmento de aspecto vulgar. «Ah, Jakob, lo que tienes en la mano es un trozo de hueso de la mandíbula de un mastodonte…, eso es corteza de un árbol de treinta y cinco millones de años…»
Yo dejaba en su sitio inmediatamente lo que tuviera en la mano; escaldado por el tiempo. Athos se reía de mí: «No te preocupes, a una roca que ha sobrevivido tanto tiempo no puede hacerle daño la curiosidad de un niño».
Siempre tenía sobre la mesa una taza de café —schetos— negro y fuerte. Durante la guerra, cuando se quedó sin existencias, volvía a utilizar las mismas borras hasta que dijo que ya no quedaba ni un átomo de sabor. Después intentó, en vano, disfrazar una mezcla insulsa de achicoria, diente de león y semillas de loto, y la seguía preparando en su briki de cobre taza a taza, un químico experimentando con las proporciones.
Bella hubiera dicho que Athos era igual que Beethoven, que contaba exactamente los sesenta granos que se debían utilizar para cada taza. Bella lo sabía todo acerca de su maestro. A veces se hacía un moño en la coronilla, se ponía el abrigo de mi padre (que en Bella resultaba ser el abrigo de un payaso, con las mangas colgándole por debajo de las puntas de los dedos) y le pedía prestada su pipa apagada. Mi madre preparaba complaciente la comida favorita del compositor: fideos con queso (aunque no parmesano) o patatas con pescado (aunque no del Danubio). Bella bebía agua de manantial, de la que Ludwig, por lo visto, engullía cantidades ingentes —una predilección que agradaba a mi padre quien, en estas representaciones con vestuario, establecía el límite en la afición de Beethoven por la cerveza.
Después de cenar, Bella se levantaba de la mesa empujando la silla y corría hacia el piano. Cuando se quitaba el gran abrigo de mi padre se despojaba de toda comedia. Se sentaba, recogiéndose, atrapada como un camafeo en el ámbar de la lámpara del piano. Durante la cena elegía en secreto la música, habitualmente lenta y romántica, anhelante y pesarosa; a veces, si se sentía especialmente amable conmigo, elegía «Luz de Luna». Después mi hermana se ponía a tocar, borracha y precisa, intentando mantener una línea recta mientras daba bandazos de pasión, y mi madre retorcía entre las manos un paño de cocina, poseída por el orgullo y la emoción, y mis padres y yo nos quedábamos sentados, asombrados otra vez por la transformación de la tonta de nuestra Bella.
Esperaron hasta que yo estuviera dormido y entonces se levantaron, agotados como nadadores, grises entre los árboles vacíos. Mechones de pelo, heridas abiertas donde antes había orejas, gusanos retorciéndose al salirles del pecho. Las sobras grotescas de unas vidas incompletas, la complejidad corpórea de unos deseos eternamente denegados. Flotaron hasta que se hicieron más pesados y comenzaron a andar, forzando la respiración para lograr la humanidad; hasta que se volvieron más humanos que fantasmales y el esfuerzo les hizo ponerse a sudar. Su afán se derramaba de mi propia piel hasta que desperté chorreando sus muertes. Sueños diurnos repitiéndose de manera nauseabunda —un gesto trivial incesantemente recordado. Mi madre, después de los decretos, expulsada por un tendero, luego inclinándose a recoger la bufanda que se le había caído en el umbral de la puerta. En mi cabeza toda su vida parecía concentrada telescópicamente en ese único momento, agachándose una y otra vez enfundada en su grueso abrigo azul. Mi padre de pie en la puerta esperando que me anudara los cordones de los zapatos, mirando el reloj. Jugando a tirar piedras al río con Mones, limpiándonos el barro de los zapatos con las largas briznas de hierba. Bella pasando las páginas de un libro.
Intentaba recordar detalles corrientes, las partituras junto a la cama de Bella, sus vestidos. El aspecto del taller de mi padre. Pero en las pesadillas la imagen real no se mantenía el tiempo suficiente como para poder observarla, todo se derretía. O me acordaba del nombre de un compañero de la escuela pero no de su cara. De una prenda de vestir pero no de su color.
Al despertar, mi angustia era específica: la posibilidad de que fuera tan doloroso para ellos ser recordados como lo era para mí el recordarlos; que yo era el fantasma de mis padres y de Bella, que con mis llamadas les sobresaltaba e interrumpía el sueño de sus camas negras.
Escuchaba las historias de Athos en inglés, en griego, de nuevo en inglés. Al principio las oía con una cierta distancia, un murmullo incomprensible que oía tumbado boca abajo sobre la alfombra, ansioso o abatido durante las largas tardes. Pero pronto reconocí las mismas palabras y empecé a reconocer la misma emoción en la voz de Athos cuando hablaba de su hermano. Me apoyaba sobre la tripa para poder verle la cara y llegado un momento me senté más erguido para aprender.
Athos me habló de su padre, un hombre que durante la mayor parte de su vida despreció la tradición, que había educado a sus hijos más al estilo europeo que al griego. Los parientes maternos de su padre habían sido miembros destacados de la gran comunidad griega de Odessa y sus tíos se movían en los círculos sociales de Viena y Marsella. Odessa, que no estaba lejos del pueblo en el que nació mi padre; Odessa, donde, mientras Athos contaba estas historias, estaban empapando con gasolina a treinta mil judíos para quemarlos vivos. Su familia había amasado una fortuna trasladando por barco los valiosos tintes rojos para zapatos y telas desde el Monte de Ossa a Austria. De su padre, Athos aprendió que todo río es la lengua del comercio, que encuentra primero debilidades geológicas y luego económicas y que después se introduce, aviesa, en los continentes. El mismo Mediterráneo, según me recordaba, había seducido a la piedra para labrarse un camino —«el mar interior», la matriz de Europa. El hermano mayor de Athos, Nikolaos, murió a los dieciocho años en un accidente de tráfico en La Haya. Poco después su madre cayó enferma y murió. El padre de Athos estaba convencido de que la familia estaba siendo castigada por su propio pecado, al haber descuidado los orígenes de los Roussos. De modo que regresó a su pueblo natal, el lugar en el que también había nacido su padre. Una vez allí pavimentó la plaza mayor y construyó una fuente pública en honor a Nikos.
Y aquí fue adonde me trajo Athos: la isla de Zakynthos, llena de cicatrices de terremotos. Su oeste árido y su este fértil. Sus arboledas de olivos, higueras, naranjos, limoneros. Acacias, amarantos, sicamores. Estas fueron las cosas que yo no vi. Desde mis dos pequeñas habitaciones la isla resultaba tan inaccesible como otra dimensión.
Zakynthos: Homero, Estrabón, Plinio la nombraron con afecto. Veinticinco millas de largo por doce de ancho, sus colinas más altas se elevan a mil quinientos pies sobre el nivel del mar. Un puerto en la ruta marítima entre Venecia y Constantinopla. Zakynthos fue la isla en la que nacieron nada menos que tres poetas bien amados —Foscolo, Kalvos y Solomos, que escribió la letra del himno nacional a los veinticinco años. La plaza está presidida por una estatua de Solomos. Nikos guardaba un cierto parecido con el poeta, y cuando Athos era niño pensaba que la estatua había sido erigida para honrar la memoria de su hermano. Quizá ese fue el origen del amor de Athos por la piedra.
Cuando Athos y su padre regresaron a Zakynthos después de las muertes de Nikos y de su madre, fueron de excursión una noche al cabo Gerakas a observar cómo las tortugas marinas ponían sus huevos en la playa. «Visitamos las salinas de Alykes, los viñedos de pasas a la sombra de las montañas Vrachionas. Estaba solo con mi padre. Nada podía consolarnos. Frente a la gruta azul y en los pinares permanecíamos de pie en silencio». Durante dos años, hasta que Athos no pudo seguir evitando la escuela, fueron inseparables.
«Mi padre me llevaba con él mientras hacía negocios con los armadores de la bahía de Keri. Les observaba calafatear las costuras de los tablones extrayendo el alquitrán de las fuentes que surgen burbujeando de la playa negra. Vimos un hombre en el muelle que conocía a mi padre. Tenía los músculos de los brazos abultados como ochos gigantescos, el pelo de regaliz derretido por el sudor, estaba manchado de alquitrán. Pero hablaba katharevousa, la variante elevada del griego, como un rey. Después mi padre me regañó por mis malos modales; le había estado mirando fijamente. ¡Pero era como si su voz fuera la de un ventrílocuo! Cuando dije eso mi padre se enfadó de verdad. Fue una lección que no olvidé nunca. Una vez, en Salónica, mi padre me dejó al cuidado de un hamal, un estibador. Me senté sobre un noray y escuché los cuentos fantásticos del hamal. Me contó la historia de un barco que se había hundido completamente y que después ascendió de nuevo a la superficie. Lo había visto con sus propios ojos. Llevaba un cargamento de sal y cuando esta se disolvió en la bodega el barco emergió de golpe. Esa fue la primera vez que me tropecé con la magia de la sal. Cuando mi padre me recogió le ofreció dinero al hombre por haberse ocupado de mí. El hombre se negó. Mi padre dijo, “ese hombre es hebreo y lleva consigo el orgullo de su gente”. Más tarde descubrí que la mayoría de los hombres que trabajaban en los muelles de Salónica eran judíos y que el yehudi mahallari, el barrio hebreo, estaba construido a lo largo del puerto.
»¿Sabes qué más me dijo el hamal, Jakob? “El gran misterio de la madera no es que arda, sino que flote.”»
A través de las historias de Athos fui alejándome gradualmente de mi propio pasado. Noche tras noche, su vívido alucinógeno se derramaba gota a gota sobre mi imaginación, diluyéndome la memoria. El yiddish también, una melodía devorada gradualmente por el silencio.
Athos sacaba libros de las estanterías y me leía. Yo me sumergía en las espléndidas ilustraciones. Su biblioteca era antigua, una biblioteca madura, en la que la seriedad ha dejado paso a caprichos juveniles. Había libros sobre la navegación y el camuflaje animales, sobre la historia del cristal, sobre los gibones, sobre la pintura japonesa de pergamino. Había libros sobre iconos, sobre insectos, sobre la independencia de Grecia. Botánica, paleontología, madera hinchada por el agua. Poesía, con hojas de encuadernación capaces de hipnotizarme. Solomos, Seferis, Palamas, Keats. Las Baladas de agua salada de John Masefield, un regalo para Athos de su padre.
Me leía de una biografía de Clusius, un botánico flamenco del siglo XVI, que, buscando plantas, se fue de expedición a España y a Portugal, donde se rompió una pierna, y luego un brazo, porque se cayó del caballo sobre un arbusto espinoso al que puso el nombre de Erinacea, escoba de puerco espín. De maneras similares se tropezó con doscientas especies nuevas. Y también de la biografía de John Sibthorpe, que viajó a Grecia para encontrar todas y cada una de las seiscientas plantas descritas por Dioscórides. En su primer viaje se topó con plagas, guerras y rebeliones. En el segundo, viajó con un colega italiano, Francesco Boroni (inmortalizado gracias al arbusto boronio). Contrajeron unas fiebres en Constantinopla, llegaron examinando plantas a la cumbre del monte Olimpo y escaparon de piratas bereberes. Después, en Atenas, Boroni se quedó dormido junto a una ventana abierta, se cayó, y se rompió el cuello. Sibthorpe continuó el trabajo solo hasta que se puso enfermo en las ruinas de Nicopolis. Se arrastró hasta su casa y murió en Oxford. Sus trabajos se publicaron postumamente, todos excepto sus cartas, que se quemaron accidentalmente, confundidas con basura.
Durante cuatro años estuve confinado en habitaciones pequeñas. Pero Athos me dio otro reino que habitar, tan grande como el globo y tan capaz de expandirse como el tiempo.
Gracias a Athos, pasaba horas en otros mundos y emergía luego chorreando, como salido del mar. Gracias a Athos, nuestra pequeña casa se convertía en un nido de cuervo, una turbera de Vinland. Dentro de la cueva de mi cráneo témpanos de hielo monstruosos hacían que se balancearan los océanos, en los que navegaban barcas de pieles. Había marineros colgados del palo de mesana y cuerdas hechas a base de pellejos de morsa. Los vikingos remaban por los enormes ríos de Rusia. Los glaciares dragaban sus estelas terribles a través de cientos de millas. Visité la «ciudad celestial» de Marco Polo con sus doce mil puentes, y navegué con él pasado el Cabo de Perfumes. En Tombuctú intercambiamos sal por oro. Supe de bacterias de tres mil millones de años de antigüedad, y de cómo se extrae el musgo esfágneo de los pantanos y se utiliza como vendaje quirúrgico para los soldados heridos porque no contiene ninguna bacteria. Supe que Teofrasto pensaba que los peces fósiles habían nadado hasta las cimas de las montañas siguiendo ríos subterráneos. Supe que se habían encontrado fósiles de elefante en el Ártico, fósiles de helecho en la Antártida, fósiles de reno en Francia, fósiles de buey almizclado en Nueva York. Escuché el relato de Athos sobre los orígenes de las islas, cómo un continente puede estirarse hasta que se quiebra en los puntos más débiles, y que esos puntos más débiles se llaman fallas. Cada isla representaba una victoria y una derrota: o bien tira y se libera o bien tira con demasiada fuerza y descubre que se ha quedado sola. Más tarde, cuando estas islas envejecen, convierten su desgracia en virtud, aprenden a aceptar que son escarpadas, que sus costas son deformes, melladas en el lugar del desgarro. Adquirían gracia —un poco de hierba, una playa suavizada por las mareas.
A mí me paralizaba el asombro de cómo el tiempo se arrugaba, cómo se tropezaba consigo mismo en pliegues y dobleces; me quedaba mirando un libro con la imagen de un imperdible de la edad de bronce —un diseño simple que no había variado en miles de años. Me quedaba mirando unos fósiles de plantas llamados crinoides que parecían un cielo nocturno grabado al agua fuerte sobre una roca. Athos decía: «A veces no puedo mirarte a los ojos; eres como un edificio que se ha quemado por dentro, cuyos muros exteriores permanecen». Yo me quedaba mirando los dibujos de cuencos, cucharas, peines prehistóricos. Volver atrás un año o dos era imposible, absurdo. Volver atrás milenios —¡ah! Eso… no era nada.
Cuando yo vacilaba en el umbral de la puerta, Athos no entendía que estaba dejando a Bella pasar primero, asegurándome de que no la dejábamos atrás. Al comer hacía pausas, recitando un encantamiento silencioso: Un bocado yo, un bocado tú, un bocado extra para Bella. «Jakob, comes muy despacio; tienes los modales de un aristócrata». Despierto en mitad de la noche la escuchaba respirar o cantar a mi lado en la oscuridad, y me sentía mitad consolado y mitad aterrado de que mi oído estuviera pegado al muro fino que divide a los vivos de los muertos, de que la membrana que vibraba entre los dos fuera tan frágil. Sentía su presencia en todas partes, a la luz del día, en habitaciones que yo sabía que no estaban vacías. Notaba su tacto sobre la espalda, los hombros, el pelo. Me daba la vuelta para ver si ella estaba allí, para ver si estaba mirando, para ver si se mantenía en guardia, aunque si fuera a sucederme cualquier cosa ella no habría sido capaz de evitarlo. Mirando con curiosidad y compasión desde su lado del muro de gasa.
La casa de Athos estaba aislada, en lo alto de una pendiente pronunciada. Aunque podíamos ver a cualquiera que se aproximase desde lejos, también podíamos ser vistos. Se tardaba dos horas en caminar hasta el pueblo. Athos efectuaba este viaje varias veces al mes. Mientras él estaba fuera yo apenas me movía, petrificado por el esfuerzo de escuchar. Si alguien subía por la colina, yo me escondía en un baúl de marinero, un cajón de tapa alta y curvada; y cada vez asomaba menos de mí.
Dependíamos de un solo comerciante, el Viejo Martin, para que nos hiciera llegar provisiones y noticias. Había conocido al padre de Athos, y al propio Athos desde niño. La mujer de Ioannis, el hijo del Viejo Martin, era judía. Una noche, Allegra y él y su hijo pequeño aparecieron en nuestra puerta, con sus pertenencias en brazos. Escondimos a Avramakis —a quien para abreviar llamábamos Match— en un cajón. Mientras los soldados alemanes estiraban las piernas bajo las mesas del Hotel Zakynthos.
Yo aprendí no sólo la historia de los hombres, sino también la historia de la tierra porque la pasión de Athos era la paleobotánica, porque sus héroes eran las rocas y la madera, además de los humanos. Aprendí el poder para atrapar el tiempo humano que otorgamos a las piedras. Las tablas de piedra de los Mandamientos. Los mojones, las ruinas de los templos. Lápidas, menhires, la piedra Rosetta, Stonehenge, el Partenón. (Los bloques que los reclusos de las minas de Golleschau picaban y cargaban. Las lápidas destrozadas de los cementerios judíos y saqueadas para construir aceras en Polonia; hoy los ciudadanos aburridos pueden seguir leyendo las inscripciones mientras esperan el autobús mirándose los pies).
De joven, Athos se maravillaba ante la invención del sistema de medición de Geiger, y recuerdo como me explicaba, poco después del final de la guerra, cosas acerca de los rayos cósmicos y del nuevo método de datación por el carbono de Libby. «Es a partir del momento de la muerte cuando empezamos contar».
Athos le tenía un afecto especial a la piedra caliza —ese arrecife aplastado de la memoria, esa piedra viva, historia orgánica estrujada en el interior de inmensas montañas como tumbas. De estudiante escribió un ensayo sobre las praderas kársticas de Yugoslavia. Piedra caliza que se convierte poco a poco bajo presión, en mármol—. Athos describía el proceso como si se tratara de una travesía espiritual. Parecía un rapsoda cuando hablaba de la meseta caliza de los Causses en Francia y de la cordillera Penina en Gran Bretaña; de «Estrato» Smith y de Abraham Werner, quienes, según me dijo, «plegaron hacia atrás la piel del tiempo» como si fueran cirujanos, al examinar canales y minas.
Cuando Athos tenía siete años su padre le trajo a casa fósiles de Lyme Regis. A los veinticinco le hechizó la nueva novia de Europa, una diosa de la fertilidad hecha de piedra caliza que había surgido de la tierra completamente formada, la Venus de Willendorf.
Pero fue la fascinación de Athos por la Antártida, que comenzó siendo él estudiante en Cambridge, la que se convertiría en nuestro acimut. Dirigiría el curso de nuestras vidas.
Athos admiraba al científico Edward Wilson, que estuvo con el capitán Scott en el Polo Sur. Wilson, como Athos, era, entre otras cosas, acuarelista. Sus pigmentos —el hielo de un púrpura profundo, el cielo verde lima de medianoche, los estratos blancos sobre la lava negra— no eran sólo hermosos, sino también científicamente precisos. Sus pinturas de fenómenos atmosféricos —parhelios, paraselenes, halos lunares— reflejaban los grados exactos del sol. Athos disfrutaba del hecho de que Wilson realizara borradores en acuarela en las circunstancias más peligrosas, y de que luego, de noche en la tienda, leyera poesía y las aventuras de Sherlock Holmes. A mí me intrigaba que Wilson hubiera hecho sus pinitos escribiendo él mismo algún poema ocasional —una actividad, según apuntaría con modestia, «que quizá constituya un síntoma temprano de la anemia polar».
Como nosotros siempre teníamos hambre, nos compadecíamos de los exploradores hambrientos. Dentro de una tienda ululante los hombres, exhaustos, devoraban las comidas de la alucinación. Podían oler a rosbif en la oscuridad helada y saborear cada mordisco con la imaginación mientras engullían sus raciones secas. Por la noche, rígidos dentro de los sacos de dormir, conversaban acerca del chocolate. Silas Wright, el único canadiense de la expedición, soñaba con manzanas. Athos me leyó la crónica de Cherry-Garrard sobre sus pesadillas alimenticias: gritando a camareros sordos; sentados a mesas puestas con los brazos atados; el plato que se cae al suelo justo en el momento de ser servido. Finalmente, en el instante de probar el primer bocado, se caen en la grieta de un glaciar.
En la base de Cabo Evans durante las largas noches de invierno, cada miembro de la expedición daba una conferencia sobre su especialidad concreta: la vida en los mares polares, coronas, parásitos… La pasión que tenían por el conocimiento era muy seria; un biólogo intercambió una vez un par de calcetines gruesos por lecciones extra de geología.
Practicar la geología se convirtió pronto en una obsesión, incluso entre los no científicos. El hombre fuerte, Birdie Bowers, se convirtió en buscador de piedras, y cada vez que traía una muestra para ser identificada anunciaba lo mismo: «Aquí tienen un nódulo gabroide empalado en basalto y rampante de feldespato y olivina».
Igual que las conferencias de Cabo Evans, Athos contaba estas historias por las tardes, con la linterna en el suelo entre nosotros. La luz animaba las litografías de lagos carboníferos y de residuos polares, y centelleaba contra las estanterías acristaladas llenas de minerales y de muestras de madera, de botes con compuestos químicos. Los detalles se fueron aclarando poco a poco, a medida que yo fui aprendiendo las palabras. Al llegar la noche el suelo estaba cubierto de volúmenes abiertos por las páginas con dibujos y diagramas. A esa luz podríamos haber pertenecido a cualquier siglo.
«Imagínate», decía Athos, y su voz pálida era una emanación en la habitación a oscuras. «Alcanzar el polo y descubrir que ya lo había alcanzado Amundsen antes. El globo entero les colgaba debajo de los pies. Ya no sabían qué aspecto tenían, ni cómo era la lejana carne blanca debajo de la ropa, ni cómo eran sus rostros de cuero. La visión de sus propios cuerpos desnudos estaba para ellos tan lejos como Inglaterra. Habían estado caminando durante meses. Con un hambre incesante. La nieve les había vuelto de yesca los ojos y las caras congeladas les brillaban azules. Atravesando un terreno inacabable dividido por fallas invisibles, listo para tragárselos sin avisar y sin hacer un solo ruido. Hacía cuarenta grados bajo cero. Estaban al lado del único rastro de vida humana en un radio de mil millas —un simple trozo de tela, la bandera de Amundsen— y sabían que debían enfrentarse todavía a todos y cada uno de los pasos del trayecto de regreso. Pero aun así, hay una foto de Wilson en el campamento al final del mundo, y la cámara le ha cogido con la cabeza echada hacia atrás. Riéndose».
En la cabeza del glaciar Beardmore, en la poca superficie expuesta, Wilson recogió fósiles del borde de un mar interior de tres millones de años de antigüedad. Estas rocas contribuyeron más adelante a probar que la Antártida se había desgajado tectónicamente de un continente inmenso, del que Australia, la India, África, Madagascar y Suramérica se habían separado, desmigajado, perdido. La India chocó contra Asia, y el arrugado punto de colisión fue el Himalaya. Y todo esto lo había logrado la tierra con una paciencia asombrosa —unos pocos centímetros al año.
Los hombres, sin poderse arrastrar apenas, siguieron cargando con más de setenta y cinco kilos de fósiles extraídos del Beardmore. Agotado más allá de toda posibilidad de recuperarse, Wilson continuó anotando sus observaciones: su mirada nostálgica veía tojos y erizos de mar en el hielo. El resto de la expedición esperó el regreso de los cinco que realizaban la marcha final al Polo. Al llegar el invierno supieron que sus compañeros nunca volverían. En primavera un equipo de búsqueda descubrió la tienda. Cuando desenterraron los cuerpos de debajo de la nieve el brazo de Scott rodeaba el cuerpo de Wilson, y tenían a su lado la bolsa con los fósiles. La habían llevado con ellos hasta el final. A Athos esto le emocionaba, pero para mí otro detalle probaba la nobleza de Wilson. Le habían prestado un libro con los poemas de Tennyson para la marcha final al Polo y, aunque cada gramo le quebraba los hombros y los muslos, insistió en llevárselo de vuelta a quien se lo había prestado. Podía imaginarme fácilmente a mí mismo cargando con un objeto favorito hasta el final del mundo, aunque sólo fuera para que me ayudara a creer que volvería a ver a su querido dueño.
Después de la Primera Guerra Mundial, Athos regresó a Cambridge para visitar el nuevo Instituto Scott de Investigaciones Polares. Cuando hablaba de Inglaterra no mencionaba a los caballeros ni a los castillos. Lo que describía en lugar de eso eran la piedra-río, la piedra-gota y otras maravillosas formaciones de caverna; espasmos de tiempo. Cortinas de mármol hinchadas con brisas petrificadas, florecimientos de yeso, racimos de uvas de piedra, trematodos de caliza de aliento brillante. Me enseñó una pequeña postal que se había traído del Instituto Scott.
Y colgada encima de su mesa había una cosa cuya posesión valoraba especialmente: una reproducción del «Paraselene en McMurdo Sound» de Wilson, que me asustó la primera vez que la vi. Era como si Wilson hubiese pintado mi recuerdo del mundo de los espíritus. En primer plano aparecía un círculo de esquís, como un bosque ralo y fantasmal y, sobre él, los halos divinos del paraselene propiamente dicho, que cortaban la respiración, que giraban, suspendidos como el humo.
Durante muchos meses no vi más que estrellas. Mi única experiencia prolongada del mundo exterior ocurría bien entrada la noche; Athos me dejaba escalar por la ventana del dormitorio para tumbarme en el tejado. Echado boca arriba, cavaba un agujero en el cielo nocturno. Inhalaba el mar hasta que me sentía ebrio, y flotaba por encima de la isla.
Solo en el espacio, imaginaba las auroras boreales, los diseños ondulados de una caligrafía celestial, nuestra pequeña porción del cielo como la esquina de un manuscrito iluminado. Estirado sobre una alfombrilla de algodón, pensaba en Wilson, echado sobre un témpano de hielo en mitad de la oscuridad de un invierno polar, cantando para los pingüinos emperadores. Mirando las estrellas veía inmensas islas de hielo oscilando sobre el mar, abriendo y cerrando un camino, el viento moviendo témpanos desde miles de millas de distancia; una de las lecciones de Athos sobre «causas remotas». Veía praderas de hielo de un dorado pálido a la luz de la luna. Pensaba en Scott y en sus hombres muriéndose de hambre en la tienda, con la certeza de que les esperaba, inaccesible, a sólo once millas, comida en abundancia. Imaginaba sus últimas horas en ese espacio apretado.
Los alemanes saquearon las cosechas de frutales. El aceite de oliva era tan poco común como lo habría sido en un casquete de hielo. Incluso en la exuberante Zakynthos teníamos desesperados antojos de cítricos. Athos partía cuidadosamente un limón por la mitad y chupábamos la acidez hasta quedarnos sólo con la piel, y nos comíamos la piel, y luego nos olíamos las manos. Como yo era todavía joven, los racionamientos y las restricciones me afectaron más a mí que a Athos. Llegó un momento en que me empezaron a sangrar las encías. Se me aflojaron los dientes. Athos me veía desmoronarme y se retorcía las manos de preocupación. Me ablandaba el pan con leche o con agua hasta que parecía un potaje esponjoso. Al pasar el tiempo, a nadie le quedaba ya nada que vender. Cultivábamos lo que podíamos, y Athos rebuscaba en el mar y en los arbustos, pero nunca era suficiente.
Sobrevivíamos a base de los guisantes y las arvejas marinas que otros pasaban por alto, a base de las judías de los jancitos y de las vainas de los berros. Athos me describía sus cacerías vegetales mientras preparaba la comida. Arrancaba alcaparras que crecían en las grietas de la piedra caliza y las encurtía; nos alentaba la enérgica terquedad de la planta, que crecía en las rocas y tenía una clara preferencia por la tierra volcánica. Athos buscaba recetas en las obras de Teofrasto y de Dioscórides; utilizaba la Historia Natural de Plinio como libro de cocina. Desenterraba asfódelos amarillos y comíamos «tubérculos asados a la Plinio». Hervía los tallos de los asfódelos, las semillas y las raíces para quitarles el amargor y mezclaba con una patata el potingue molido, para hacer pan. Incluso podíamos elaborar un licor con la flor, y luego, después de cenar, ponerles suelas nuevas a los zapatos o pegar las páginas de un libro con un pegamento fabricado con las raíces. Athos se estudiaba el Teatro de las Plantas de Parkinson, un libro útil que te enseña no sólo qué hacer para cenar sino también cómo esterilizarte las heridas si tienes un accidente en la cocina. Y si la comida resulta ser un desastre total, Parkinson te explica incluso cuál es la mejor receta para embalsamamientos. A Athos le gustaba el libro de Parkinson porque la primera edición databa de 1640, y, según me explicó, ese fue «el año en el que el primer café abrió sus puertas en Viena». Athos disfrutaba haciendo rimar los largos nombres en latín mientras servía una sopa verde de aspecto siniestro. Justo en el momento en el que yo me llevaba la cuchara a los labios, comentaba astutamente que «la sopa contiene alcaparras, que no deben confundirse con la alcaparra euphorbia, que es extremadamente venenosa». Después esperaba a que sus palabras causaran efecto. La cuchara vacilaba delante de mis labios mientras él especulaba despreocupadamente. «Se han cometido, sin duda, desgraciados errores…»
Los soldados italianos que patrullaban Zakynthos no tenían ningún problema con los judíos de la zudeccha —el gueto. No encontraban razón alguna para molestar a una comunidad de trescientos años de antigüedad, una mezcla pacífica de judíos de Constantinopla, Izmir, Creta, Corfú e Italia. Al menos en Zakynthos, los macaronades parecían encontrar misteriosos los objetivos de los alemanes; vagueaban al calor del mediodía y cantaban a la puesta del sol que se rizaba sobre las olas. Pero cuando los italianos se rindieron la vida en la isla cambió de manera drástica.
Noche del 5 de junio de 1944. Voces nocturnas corren a través de la oscuridad susurrante de los campos: una mujer se vuelve hacia su marido, que ya duerme, para decirle que esperan otro hijo para Navidad; una madre llama a su hijo al otro lado del mar; promesas borrachas y amenazas de soldados alemanes en el kafenio de la capital de Zakynthos.
En la zudeccha están enterrando en la tierra bajo el piso de la cocina el siddur español de plata con goznes en el lomo, el tal-lith y las palmatorias. Entierran cartas a niños ausentes, fotografías. A pesar de que los hombres y las mujeres que colocan estos valiosos objetos bajo la tierra no lo han hecho nunca antes, cuando realizan los movimientos siglos de práctica les guían las manos, un ritual tan familiar como el Sabbath. Incluso el niño que llega corriendo a enterrar su juguete favorito, el perro con las ruedecitas de madera, para colocarlo en el hueco bajo el suelo de la cocina, parece actuar con conocimiento. Por toda Europa hay tesoros como estos escondidos. Un trozo de encaje, un cuenco. Diarios de gueto que no se han encontrado nunca.
Después de enterrar los libros y las vajillas, la cubertería plateada y las fotografías, los judíos del gueto de Zakynthos desaparecen.
Se deslizan hacia las colinas, donde esperan como el coral; mitad carne, mitad piedra. Esperan en cuevas, en los cobertizos y los establos de amigos cristianos. En sus estrechos escondites los padres les cuentan a sus hijos lo que pueden, una maleta llena apresuradamente de historias familiares, de nombres de parientes. Los padres dan consejos sobre el matrimonio a sus hijos de cinco años. Las madres enseñan recetas no sólo de haroseth en plato Seder, sino también de mezedhes, de cholent así como de ahladi sto fuorno —membrillo al horno, de pastel de semillas de amapola y ladhera.
Toda la noche y el día y la noche, en el suelo junto al baúl de marinero, espero que Athos me haga la señal. Espero para encerrarme dentro. En el silencio caliente, de tanto escuchar me es imposible pensar o leer. Escucho hasta que me duermo, hasta que vuelvo a despertarme, escuchando.
Fue la noche en la que las familias de la zudeccha se escondieron cuando Ioannis, el hijo del viejo Martin, y su familia vinieron a casa. A la noche siguiente Ioannis les llevó a un escondite mejor, al otro lado de la isla. Al terminar la semana vino otra vez, con noticias. Estaba desolado. Su cara estrecha parecía aún más estrecha, como si la hubieran hecho pasar por el tubo de una pipa. Nos sentamos en el estudio de Athos. Athos le sirvió a Ioannis el último dedo de ouzo y luego rellenó el vaso con agua.
—La Gestapo ordenó al mayor Karrer que anotase el nombre y la profesión de todos los judíos. Karrer le llevó la lista al arzobispo Chrysostomos. El arzobispo le dijo: quema la lista. Entonces fue cuando llevaron el aviso a la zudeccha. Casi todo el mundo consiguió escapar la noche en que vinimos a vuestra casa. Al día siguiente las calles estaban desiertas. Fui a casa de mi padre pasando por el gueto. A la luz del día parecía imposible que cientos de personas hubieran podido desaparecer tan deprisa. Sólo se oía el susurrar de los árboles.
Ioannis apuró el vaso de una vez, echando hacia atrás la cabeza.
—Athos, ¿tú sabías que la familia de mi mujer es de Corfú? Vivían en la calle Velissariou, la calle Velissariou, cerca de Solomou…
Athos y yo esperamos. Las contraventanas estaban a medio cerrar, contra el sol. En el cuarto hacía mucho calor.
—El barco estaba abarrotado. Lo vi con mis propios ojos. Estaba tan lleno de judíos de Corfú que cuando arribó al puerto de Zakynthos los soldados no pudieron meter dentro ni un alma más. Los pocos que lograron reunir estaban esperando, pobres, bajo el sol de mediodía. ¡La señora Serenos, el viejo Constantine Caro! En la Platia Solomou, debajo de la mismísima nariz de la virgen, con las manos en alto por encima de la cabeza, a punta de pistola. Pero entonces el barco no se detuvo. Mi padre y yo esperamos al borde de la plaza, a ver qué hacían los alemanes. El señor Caro empezó a llorar. Pensaba que se había salvado, entiendes, todos lo pensábamos, no estábamos pensando con claridad, y no estábamos pensando que si se salvaban nuestros judíos era porque en su lugar se llevaban a los judíos de Corfú.
Ioannis se puso de pie, se sentó. Volvió a levantarse.
—El barco navegó sin pararse en el puerto. El arzobispo Chrysostomos pronunció una oración. La señora Serenos empezó a gritar, empezó a alejarse gritando que moriría en su propia casa, no en la piada con todos sus amigos mirando. Y le pegaron un tiro. Allí mismo. Allí mismo delante de todos nosotros. Delante de la tienda de Argyros donde hacía la compra… A veces le compraba un juguetito a Avramakis…, vivía en la acera de enfrente…
Athos se tapó los oídos con las manos.
—A los otros les subieron a un camión que se quedó toda la tarde en la platia abrasadora, rodeado de miembros de las SS bebiendo limonada. Estábamos pensando qué hacer, en hacer algo. Y de pronto el camión arrancó, en dirección a Keri.
—¿Qué les pasó?
—Nadie lo sabe.
—¿Y la gente del barco? ¿A ellos dónde los llevaban?
—Mi padre dice que quizá fuera a la estación de trenes de Larissa.
—¿Y Karrer?
—Nadie sabe dónde está, mi padre oyó que se escapó en kaiki la misma noche que nosotros vinimos aquí. El arzobispo se quedo con los judíos, quería meterse con ellos en el camión, pero los soldados no le dejaron. Estuvo de pie toda la tarde junto al camión, hablando con la pobre gente de dentro…
Hizo una pausa.
—Quizá Jakob no deba seguir oyendo.
Athos parecía indeciso.
—Ha oído tanto ya, Ioannis.
Pensé que Ioannis se iba a echar a llorar.
—Si estás buscando el gueto de Hania, el gueto cretense de dos mil años de antigüedad, búscalo a cien millas de la costa de Polegandros, en el fondo del mar…
Mientras hablaba la habitación se llenó de gritos. El agua ascendió a nuestro alrededor, las balas rasgando la superficie tras de aquellos que tardaban demasiado en ahogarse. Después el brillo azul y pacífico del Egeo volvió a cerrarse suavemente.
Después de un rato Ioannis se marchó. Les miré mientras Athos le acompañaba un trecho colina abajo. Cuando regresó, Athos se sentó a la mesa y escribió todo lo que Ioannis nos había contado.
Athos ya no me dejaba subirme al tejado por las noches.
Se había preocupado tanto por mantener un orden. Comidas regulares, clases diarias. Pero ahora nuestros días no tenían forma. Aún contaba historias, para intentar animarnos, pero no tenían rumbo. Que él y Nikos supieron de las cometas chinas y que volaron un dragón hecho a mano sobre el Cabo Spinari, mientras los niños del pueblo se situaban a lo largo de la costa, esperando turno para sentir el tirón de cordel. Que perdieron la cometa entre las olas… Todas sus historias se echaban a perder a la mitad, y nos recordaban al mar.
Lo único que calmaba a Athos era dibujar. Cuanto mayor era su desesperación, más obsesivamente dibujaba. Sacó de la estantería una copia maltrecha de las Formas Elementales de Blossfeldt y, con tinta y pluma, copiaba las fotografías ampliadas de plantas, con los tallos convertidos en peltre bruñido, los capullos en bocas carnosas de peces, las vainas en peludos pliegues de acordeón. Athos coleccionaba amapolas, lavatera, albahaca, retama, y las extendía sobre la mesa. Después las reflejaba con precisión en acuarela. Citaba a Wilson: «Las armonías de la naturaleza no pueden adivinarse». Mientras pintaba, me explicaba: «La retama crece en la Biblia. Hagar dejó a Ismael sobre una mata de retama, Elías yacía sobre retama cuando rogó que le llegara la muerte. Puede que fuera la zarza ardiente; incluso cuando el fuego se apaga, las ramas interiores siguen ardiendo». Cuando terminaba recogía lo que fuera comestible y lo usábamos para la cena. Lecciones importantes: observa con cuidado, anota lo que veas. Encuentra el modo de hacer necesaria la belleza; encuentra el modo de hacer bella la necesidad.
Al final del verano Athos se había recuperado lo suficiente como para insistir en que retomásemos las clases. Pero nos rodeaban los muertos, una aurora sobre el agua azul.
Por las noches me ahogaba contra la cara redonda de Bella, una cara de muñeca, inmóvil, inanimada, con el pelo flotándole a la espalda. Estas pesadillas, en las que mis padres y mi hermana se ahogaban con los judíos de Creta, continuaron durante años, continuaron hasta mucho después de mudarnos a Toronto.
A menudo en Zakynthos y más tarde en Canadá, tenía ausencias momentáneas. De pie junto a la nevera en nuestra cocina de Toronto, con la luz de la tarde derramándose en diagonal sobre el suelo, Athos me contestaba a algo que no recuerdo. Puede incluso que la respuesta no tuviera nada que ver con la pregunta. «Si te haces daño, Jakob, tendré que hacerme daño yo. Me habrás demostrado que mi amor por ti es inútil».
Athos me dijo: «No puedo salvar a un niño de un edificio en llamas. Lo que tiene que pasar es que él me salve a mí del intento; tiene que saltar al suelo».
Mientras estuve escondido en la luz radiante de la isla de Athos, hubo miles que se asfixiaron en la oscuridad. Mientras yo estuve escondido en el lujo de una habitación, hubo miles hacinados en hornos de tahona, cloacas, cubos de basura. En los huecos de los dobles techos donde sólo es posible arrastrarse, en establos, pocilgas, gallineros. Un niño de mi edad se escondió en un cajón de embalaje; a los diez meses estaba ciego y mudo, con los miembros atrofiados. Una mujer permaneció de pie en un armario durante un año y medio, sin sentarse jamás, con la sangre reventándole las venas. Mientras vivía con Athos en Zakynthos, aprendiendo griego e inglés, aprendiendo geología, geografía y poesía, los judíos rellenaban las esquinas y las grietas de Europa, cualquier sitio disponible. Se enterraron en tumbas extrañas, cualquier espacio en que les cupiese el cuerpo, absorbiendo más espacio del que les estaba asignado en el mundo. Yo eso no lo sabía mientras estuve en Zakynthos, que a un judío se le compraba por un litro de coñac, o quizá por un kilo y medio de azúcar, por cigarrillos. No sabía que en Atenas les estaban acorralando en la «Plaza de la Libertad». Que las hermanas del convento de Vilna estaban disfrazando de monjas a los hombres para que suministrasen munición a la resistencia. En Varsovia una enfermera se escondía niños debajo de la falda al pasar por las puertas del gueto, hasta que una tarde —mientras descendía un crepúsculo suave sobre aquellas calles infestadas de tifus, infestadas de piojos— pillaron a la enfermera, tiraron al niño al aire y le dispararon como si fuera una lata, a la enfermera le dieron la «píldora nazi»: una bala en la garganta. Mientras Athos me hablaba de los vientos anabáticos y catabáticos, del humo ártico y del Espectro del Brocken, yo no sabía que a los judíos les estaban colgando de los pulgares en las plazas públicas. No sabía que cuando había demasiados para el horno, quemaban cadáveres en fosas abiertas, llamas avivadas con grasa humana. Yo esto no lo sabía mientras escuchaba las historias de los exploradores en los lugares limpios de la tierra (cubiertos de nieve, erizados de sal) y dormía en un sitio limpio, que había hombres desenredando piernas y brazos, la carne de amigos y vecinos, de esposas e hijas, deshaciéndose entre sus manos.
En septiembre de 1944 los alemanes abandonaron Zakynthos. La música que surgía del pueblo revolvía el aire a través de las colinas, frágil como una radio a lo lejos. Un hombre fue cabalgando de punta a punta de la isla, y sus gritos agudos y una bandera griega iban chasqueando por encima de su cabeza. Aquel día no salí de casa, aunque bajé al piso inferior y me asomé al jardín. A la mañana siguiente Athos me pidió que me sentara con él a la puerta de casa. Sacó dos sillas. La luz del sol chillaba desde todas partes. Los ojos se me agitaban como cencerros dentro del cráneo. Me senté con la espalda pegada a la casa y me miré. Las piernas no me pertenecían; flacas como dos cuerdas anudadas en las rodillas, la piel colgando donde antes había músculo, delicada bajo aquella potente luz. El calor apretaba. Después de un rato Athos me condujo, zumbado, al interior de la casa.
Me fui fortaleciendo, cada día iba más lejos subiendo y bajando la colina. Por fin fui caminando con Athos al pueblo de Zakynthos, que refulgía como si hubieran roto un huevo sobre los detalles venecianos y el brillo se hubiese derramado sobre el yeso blanco y amarillo pálido. Athos lo había descrito tantas veces: los setos de membrillo y de granada, el camino de cipreses. Las calles estrechas con la colada secándose en los balcones de rejilla, la vista del Monte Skopos, con el convento Panayia Skopotissa. La estatua de Solomos en la plaza, la fuente de Nikos.
Athos me presentó al viejo Martin. Ahora había tan poco que vender que su tienda diminuta estaba casi vacía. Me recuerdo junto a un estante donde había unas pocas cerezas dispersas, como rubíes sobre papel marfil. Durante las ocupaciones el viejo Martin había intentado satisfacer los antojos de sus patrones. Esta era su resistencia privada. Hacía trueques secretos con capitanes de barco para lograr manjares por los que él sabía que un cliente suspiraba. Así, astutamente, elevaba los ánimos. Seguía la pista de las despensas de la comunidad con la eficacia de un proveedor de hotel elegante. Martin sabía quién compraba comida para los judíos escondidos después de abandonar el gueto, e intentaba guardar fruta y aceite extra para las familias con hijos pequeños. El Santo Patrón de los Comestibles. El pelo corto del viejo Martin se levantaba en diversas direcciones. Si el pelo de Athos era como una mina de plata, el de Martin era tan blanco y escarpado como el cuarzo. Sus manos artríticas y nudosas temblaban al alcanzar deliberadamente un higo o un limón, sosteniendo uno sólo de cada vez. En aquellos días de escasez su cuidado tembloroso parecía apropiado, el reconocimiento al valor de una sola ciruela.
Athos y yo caminábamos por el pueblo. Descansábamos en la platia donde los últimos judíos de la zudeccha esperaron la muerte. Había una mujer fregando las escaleras del Hotel Zakynthos. En el muelle los cabos golpeaban contra los mástiles.
Durante cuatro años imaginé que Athos y yo compartíamos lenguajes secretos. Ahora oía el griego por todas partes. En la calle, leyendo los rótulos del farmakios o del kafenio, me sentía profanado, expuesto. El deseo de volver a nuestra casa pequeña me dolía.
En la India hay unas mariposas cuyas alas dobladas son exactamente iguales a las hojas secas. En Suráfrica hay una planta que es imposible de distinguir de las piedras entre las que crece: la planta imita-piedras. Hay ciempiés que parecen ramas, polillas que parecen corteza de árbol. Para permanecer invisible la platija cambia de color al nadar por el agua iluminada por el sol. ¿De qué color es un fantasma?
Sobrevivir era escapar al destino. Pero si te escapas de tu propio destino, ¿en la vida de quién te metes entonces?
El Zohar dice: «Todas las cosas visibles renacerán siendo invisibles».
El presente, como un paisaje, es sólo un fragmento pequeño de una narración misteriosa. Una narración de catástrofe y de acumulación lenta. Cada vida que se salva: rasgos genéticos que ascenderán de nuevo en otra generación. «Causas remotas».
Athos me confirmó que existía un mundo invisible, tan real como lo evidente. Bosques crecidos quietos y silenciosos, ciudades enteras, bajo un cielo de barro. El reino de los hombres de turba, preservado como un santuario. El lugar donde todos aquellos que han pronunciado la contraseña de huesos y penetrado la tierra esperan su resurgimiento. De debajo de la tierra y de debajo del agua, desde dentro de cajas de hierro y desde detrás de muros de ladrillo, desde baúles y cajas de embalaje…
Cuando Athos se sentaba a la mesa, empapando muestras de madera en glicol polietileno, sustituyendo fibras que faltaban por un relleno de cera, yo podía ver —mirándole la cara mientras trabajaba— que en realidad se encontraba paseando por bosques carboníferos desaparecidos, imposiblemente altos, con cortezas de árboles como brocados complejos: diseños más hermosos que cualquier tela. El bosque se balanceaba a trescientos metros por encima de su cabeza en un otoño prehistórico.
Athos era un experto en lugares abandonados y enterrados. Y me apropié de su cosmología. A medida que iba creciendo me fui adaptando a ella con naturalidad. De esta manera, nuestras tareas empezaron a ser las mismas.
Athos y yo llegaríamos a compartir nuestros secretos de la tierra. Describía los cuerpos de los pantanos. Se habían empapado durante siglos, con la piel bronceándoseles hasta parecer cuero oscuro, con las líneas profundas de las palmas de las manos y los pies rellenas de un jugo ocre. En otoño, con el olor de la nieve en las nubes oscuras, algunos hombres habían sido conducidos al páramo para ser ofrecidos como sacrificio. Allí les habían anclado con varas de abedul y piedras para que se ahogasen en la tierra ácida. El tiempo se detuvo. Y es por esta razón, según me explicó Athos, por la que los hombres de los pantanos están tan serenos. Dormidos durante siglos, cuando se descubren están perfectamente intactos; así duran más que sus asesinos —cuyos cuerpos hace tiempo que se disolvieron para convertirse en polvo.
Yo a mi vez le contaba cosas sobre las sinagogas polacas cuyos santuarios estaban bajo tierra, como cuevas. El estado prohibía que se construyeran sinagogas tan altas como las iglesias, pero los judíos se negaban a que su credo se viera disminuido por culpa de reglamentos urbanísticos. Se seguían construyendo los techos abovedados, la congregación simplemente oraba a mayor profundidad bajo la tierra.
Le hablé de los grandes caballos de madera que en tiempos decoraron una sinagoga cercana a la casa de mis padres y que ahora habían profanado y enterrado. Algún día quizá resurgieran como una manada, como si nada hubiera pasado, para pastar en un campo polaco.
Yo fantaseaba acerca del poder de la revocación. Más tarde, en Canadá, mirando fotos de las montañas de objetos personales almacenados en Kanada in the camps, imaginaba que si fuera posible poner nombre al dueño de cada par de zapatos, entonces volverían a la vida. Una clonación a partir de pertenencias íntimas, un pangram místico.
Athos me habló de Biskupin y de cómo lo descubrió un maestro del lugar mientras daba un paseo vespertino. El Gasawka estaba bajo, y los pilones de madera perforaban la superficie del río como inmensos juncos. Más de dos mil años atrás Biskupin había sido una comunidad rica, con una sofisticada organización. Tenían cosechas de grano y criaban ganado. Compartían la riqueza. Sus cómodas casas estaban colocadas en ordenadas filas; la fortificación de la isla parecía un terreno parcelado a la manera moderna. Cada residencia, con su tejado a dos aguas, tenía muchísima luz, además de intimidad; un porche, una chimenea, una buhardilla que hacía las veces de dormitorio. Los artesanos de Biskupin comerciaban con Egipto y con la costa del mar Negro. Pero entonces hubo un cambio climatológico. La tierra de labranza se convirtió en un brezal, luego en un pantano.
El nivel del agua ascendió inexorablemente hasta que se hizo evidente que habría que abandonar Biskupin. La ciudad permaneció sumergida hasta 1933, cuando el nivel del Gasawka bajó. Athos se unió a la excavación en 1937. Su tarea consistía en resolver los problemas de preservación de las estructuras de madera hinchada por el agua. Poco después de que Athos tomara la decisión de llevarme a su casa con él, los soldados arrollaron Biskupin. Esto lo supimos después de la guerra. Quemaron las crónicas y las reliquias. Demolieron las antiguas fortificaciones y las casas que se habían mantenido en pie durante milenios. Luego mataron a tiros a cinco colegas de Athos en el bosque circundante. A los otros los enviaron a Dachau.
Y esa es una de las razones por las que Athos creía que nos habíamos salvado el uno al otro.
Los caminos invisibles de las historias de Athos: ríos que siguen las inconsistencias de la tierra como las lágrimas que recorren las imperfecciones de la piel. El viento y las corrientes que despiertan a criaturas subacuáticas, jardines bioluminiscentes que guían a los pájaros hacia la orilla. La golondrina ártica, que todos los años cabalga sobre los vientos del oeste y los alisios del Ártico a la Antártida y regreso. Llevan en el cerebro las constelaciones rotatorias, la impronta del anhelo y de la distancia. La ruta fija del bisonte sobre la pradera, tan marcada que el ferrocarril colocó sus vías sobre los mismos surcos.
Geografía cortada a raíl. La costura negra de esa doliente migración desde la vida hacia la muerte, las líneas de acero dibujadas a través de la tierra, penetrando por mitad de ciudades famosas ahora por sus asesinatos: desde Berlín por Bíeslau; desde Roma por Florencia, Padua y Viena; desde Vilna por Grodno y Łódź; desde Atenas por Salónica y Zagreb. Aunque se los llevaron estando ciegos, aunque tenían los sentidos confundidos por el hedor y las oraciones y los gritos, por el terror y los recuerdos, estos pasajeros encontraron el camino a casa. Por los ríos, por el aire.
Cuando se obligó a los prisioneros a cavar las fosas comunes, los muertos les penetraron por los poros y se desplazaron por sus venas al cerebro y al corazón. Y por mediación de la sangre a las generaciones siguientes. Tenían los brazos metidos en la muerte hasta los codos, pero no sólo en la muerte —en la música, en el recuerdo de cómo un marido o un hijo se inclinaba sobre la cena, la expresión de una esposa al mirar a su niño bañándose; en creencias, fórmulas matemáticas, sueños. Al sentir entre los dedos el pelo empapado en sangre de un hombre y de otro, los cavadores suplicaban perdón. Y esas vidas se labraron caminos moleculares hacia el interior de sus manos.
Aunque fueran sólo los de un único hombre, ¿cómo puede otro asumir sus recuerdos? Y no digamos de cinco o diez o mil o diez mil; ¿cómo santificarlos a todos y cada uno? Deja de pensar. Se concentra en el látigo, siente una cara en la mano, agarra pelo como en un rapto de pasión, una espesura enmarañada entre los dedos, tirando, con las manos llenas de nombres. Sus manos sagradas se mueven, autónomas.
En la mina de Golleschau, los portadores de piedras eran obligados a arrastrar bloques inmensos de piedra caliza incesantemente, de un montículo a otro y vuelta a empezar. Durante la tortura, llevaban la vida en las manos. La tarea demencial no era vana sólo en el sentido en el que no es vana la fe.
Un interno de uno de los campos alzó la mirada a las estrellas y de pronto recordó que una vez le habían parecido hermosas. Este recuerdo de la belleza vino acompañado de una extraña puñalada de gratitud. Cuando leí esto por primera vez no pude imaginármelo. Pero más tarde sentí que lo entendía. A veces el cuerpo experimenta una revelación porque ha abandonado cualquier otra posibilidad.
Sentir la influencia de los muertos en el mundo no es ninguna metáfora, de igual modo que no es ninguna metáfora escuchar el cronómetro de radiocarbono, el contador Geiger amplificando la débil respiración de una roca de cincuenta mil años de edad. (Como el pálpito débil tras la pared de la matriz). No es ninguna metáfora ser testigo de la fidelidad asombrosa de los minerales magnetizados, incluso después de cientos de millones de años, señalando al polo magnético, minerales que nunca han olvidado el magma cuyo enfriamiento los ha dejado para siempre llenos de deseo. Anhelamos un lugar; pero el lugar mismo anhela. La memoria humana está codificada en corrientes de aire y sedimentos de río. Eskers de ceniza esperan a ser recogidos, vidas que esperan ser reconstruidas.
¿Cuántos siglos antes de que el espíritu olvide al cuerpo? ¿Durante cuánto tiempo sentiremos nuestra piel de fantasma arrugarse sobre la superficie de la roca, nuestro pulso latir en líneas magnéticas de fuerza? ¿Cuántos años pasan antes de que se erosione la diferencia entre el asesinato y la muerte?
El dolor requiere tiempo. Si una lasca de piedra se irradia, radia su respiración durante tanto tiempo, cómo será el alma de testaruda. Si las ondas sonoras permanecen desplazándose en el infinito, ¿dónde están ahora sus gritos? Los imagino en algún lugar de la galaxia, moviéndose para siempre hacia los salmos.
Solo sobre el tejado en las noches aquellas no resulta sorprendente que, de todos los personajes de las historias de Athos sobre geólogos y exploradores, cartógrafos y navegantes, yo sintiera compasión por las propias estrellas. Durante milenios les ha dolido el deseo de acercarse a nosotros, aunque estemos ciegos y no reconozcamos sus señales hasta que se hace demasiado tarde, la luz de las estrellas no es más que el aliento blanco de un gemido viejo. Enviando sus mensajes blancos durante millones de años, sólo para que los arruguen las olas.