El tiempo es un guía ciego.
Como un niño de la ciénaga, yo emergí a una superficie de calles pantanosas en la ciudad anegada. Durante más de mil años sólo los peces recorrieron las aceras de madera de Biskupin. Las casas, construidas para plantarle cara al sol, permanecían sumergidas en la penumbra de salitre del río Gasawka. Crecían jardines fastuosos en un silencio subálveo; lirios, juncos, jaramagos.
Nadie nace una sola vez. Si tenemos suerte, volvemos a la superficie en brazos de alguien; o podemos no tenerla, despertar cuando el largo rabo del terror te roce el interior del cráneo.
Asomé a la superficie del suelo cenagoso como el Hombre de Tollund, el Hombre de Grauballe, como el niño que arrancaron de raíz en medio de la calle Franz Joseph, mientras estaban reparándola, con seiscientas conchas marinas alrededor del cuello, con un casco de barro. El sudor de turba del pantano era color ciruela y goteaba. Placenta y sangre de la tierra.
Vi un hombre arrodillándose en el suelo bañado en ácido. Estaba cavando. Mi aparición repentina lo dejó sin ánimos. Por un momento pensó que yo era una de las almas perdidas de Biskupin, o quizá el niño del cuento, que cava un hoyo tan profundo que emerge al otro lado del mundo.
Llevaban casi una década excavando Biskupin cuidadosamente. Los arqueólogos seguían extrayendo con cariño reliquias de la Edad de Piedra y de Hierro de las blandas bolsas de turba. El puente de puro roble que en tiempos comunicaba Biskupin con la tierra firme había sido reconstruido, así como las curiosas casas de madera sin clavos, los parapetos y las puertas de la ciudad con sus altas torres. Estaban extrayendo del fondo lodoso del lago las calles de madera, habitadas veinticinco siglos atrás por comerciantes y artesanos. Los soldados, al llegar, examinaron los tarros de arcilla perfectamente preservados; tuvieron en sus manos las cuentas de cristal, las pulseras de bronce y de ámbar, antes de estrellarlas contra el suelo. Con placenteras zancadas pasearon por la magnífica ciudad de madera, que una vez acogió a cien familias. Después los soldados enterraron Biskupin bajo la arena.
Hacía tiempo que a mi hermana le quedaba pequeño el escondite. Bella tenía quince años e incluso yo admitía que era hermosa, con sus espesas cejas y su espléndida cabellera de caramelo negro, densa y magnífica, como un músculo que le corriera por la espalda. Bella se sentaba en una silla mientras nuestra madre se lo cepillaba y decía, «una obra de arte». Yo era aún lo suficientemente pequeño como para desaparecer detrás del empapelado del armario, metiendo la cabeza de lado entre la cal sofocante y las vigas, rascando la pared con las pestañas.
Desde que pasé esos minutos dentro del muro, he imaginado que los muertos han de perder todos los sentidos excepto el oído.
La puerta reventada. La madera arrancada de los goznes, resquebrajándose como el hielo bajo los gritos. Ruidos que no se habían oído antes, arrancados de la boca de mi padre. Después silencio. Mi madre estaba cosiéndome un botón de la camisa. Guardaba los botones en un platito descascarillado. Escuché el borde del plato girar en el suelo. Escuché la lluvia de botones, dientecitos blancos.
Me inundó la oscuridad, se extendió desde la nuca hasta los ojos como si mi cerebro hubiera pinchado. Se me extendió del estómago a las piernas. Tragué y tragué, devorándola entera. El muro se llenó de humo. Conseguí salir y observé cómo ardía el aire.
Quería ir con mis padres, tocarles. Pero no podía, a no ser que pisara su sangre.
El alma deja el cuerpo instantáneamente, como si estuviera impaciente por ser libre: la cara de mi madre ya no era la suya. Mi padre estaba retorcido por la caída. Sus manos eran dos formas en medio de una montaña de carne.
Corrí y tropecé, corrí y tropecé. Después el río; tan frío que parecía afilado.
El río era la misma oscuridad que yo tenía dentro; sólo la membrana finísima de mi piel me mantenía a flote.
Desde la otra orilla del río vi cómo la oscuridad se convertía en una luz morada y naranja sobre la ciudad; el color de la carne transformándose en espíritu. Volaron hacia arriba. Los muertos pasaron por encima de mí, extraños halos y arcos que sofocaban las estrellas. Los árboles se doblaron bajo su peso. Yo nunca había estado solo en el bosque por la noche, las ramas salvajes y desnudas eran serpientes heladas. El suelo se inclinó y yo no me agarré. Me esforcé por reunirme con ellos, elevarme con ellos, separarme del suelo como un papel despegándose por los bordes. Yo sé por qué enterramos a nuestros muertos y marcamos el lugar con piedras, con lo más pesado, lo más permanente que se nos ocurra: porque los muertos están en todas partes menos en el suelo. Me quedé donde estaba. Húmedo y frío, pegado al suelo. Supliqué: Si no puedo levantarme, entonces déjame que me hunda, que me hunda en el suelo del bosque como un sello en la cera.
Entonces —como si ella me hubiese apartado el pelo de la cara, como si hubiese escuchado su voz— supe de pronto que mi madre estaba dentro de mí. Se movía siguiendo los surcos de mis nervios y tendones, su movimiento debajo de mi piel era el mismo que la ocupaba en casa por las noches, guardando cosas, ordenando cosas. Se había detenido para despedirse y estaba atrapada, tan dolorosamente, queriendo elevarse, queriendo quedarse. Liberarla era mi responsabilidad, era un pecado impedir su ascenso. Me arranqué la ropa, el pelo. Se fue. Mi propia respiración agitándose en torno a mi cabeza.
Corrí alejándome del sonido del río hacia el bosque, oscuro como el interior de una caja. Corrí hasta que la primera luz escurrió los últimos grises de las estrellas, una luz sucia que goteaba entre los árboles. Sabía lo que tenía que hacer. Cogí un palo y cavé. Me planté como un nabo y me tapé la cara con las hojas.
Mi cabeza entre las ramas, entre puntas rasposas como la barba de mi padre. Estaba enterrado a salvo, mis ropas húmedas y frías como una armadura. Jadeando como un perro. Tenía los brazos muy pegados al pecho, el cuello estirado hacia atrás, las lágrimas se arrastraban hacia el interior de mis orejas como insectos. No me quedaba más alternativa que mirar siempre hacia arriba. Los espíritus nuevos volvían lechoso el cielo amanecido. Pronto no pude evitar siquiera el absurdo de la luz del día cerrando los ojos. La luz me clavaba a la tierra, pinchándome como las ramas rotas, como la barba de mi padre.
Entonces sentí la peor vergüenza de mi vida: me agujereaba el hambre. Y de pronto me di cuenta, con la garganta doliéndome en silencio —Bella.
Yo tenía mis deberes. Caminar por la noche. Por la mañana cavar mi cama. Comer cualquier cosa.
Mis días de suelo fueron un delirio de sueño y vigilancia. Soñé que alguien encontraba el botón que había perdido y venía a buscarme. En un claro de vainas abiertas derramando su líquido blanco, soñé con pan; al despertar me dolía la mandíbula, por masticar el aire. Me despertaba con terror a los animales, con más terror a los hombres.
En este sueño de día, recordaba a mi hermana llorando al terminar las novelas que amaba; la única indulgencia que permitía mi padre —Romain Rolland o Jack London. Mientras leía vestía su rostro con los personajes, frotando con un dedo el borde de la página. Antes de que yo empezara a leer, enfadado por haber sido excluido, solía estrangularla con los brazos, inclinándome sobre ella con una mejilla pegada a la suya, como para ver, detrás de las minúsculas letritas negras, el mundo que Bella veía. Ella se zafaba de mí o (con su gran corazón) se detenía, dejaba el libro boca abajo sobre las rodillas y me explicaba la trama: el padre borracho arrastrándose hacia la casa…, el amante traicionado esperando en vano bajo la escalera…, el terror de los lobos ululando en la oscuridad ártica, haciendo que mi propio esqueleto castañeteara por debajo de mi ropa. A veces, por la noche, yo me sentaba en el borde de la cama de Bella y ella examinaba mi ortografía, escribiéndome en la espalda con el dedo y, cuando yo ya había aprendido la palabra, la borraba suavemente con una amplia caricia de su mano tersa.
No podía mantener fuera los sonidos: la puerta rompiéndose al abrirse, los botones escupidos. Mi madre, mi padre. Pero peor que esos sonidos era no recordar en absoluto haber oído a Bella. Repleto de su silencio, no tenía más remedio que imaginar su cara.
El bosque es incomprensible por la noche: repulsivo e interminable, huesos que sobresalen y pelo pegado, fango y olores viscosos, raíces poco profundas como venas flojas.
Babosas colgantes salpican los helechos como manchas de alquitrán; negros carámbanos de carne.
Durante el día tengo tiempo de fijarme en el liquen, que cubre las piedras como oro en polvo.
Un conejo, sintiendo mi presencia, se para cerca de mi cabeza e intenta esconderse detrás de una brizna de hierba.
Púas de sol brillan a través de los árboles, lentejuelas tan luminosas que se vuelven negras y flotan dentro de mis ojos, papel quemado.
Las puntas blancas de la hierba se me meten entre los dientes como espinitas flexibles de pescado. Mastico frondas hasta que una pasta amarga y fibrosa me vuelve verde la saliva.
En una ocasión, me atrevo a cavar mi cama cerca de los pastos, por la brisa, para aliviar la densa humedad del bosque. Así enterrado, percibo las oscuras, temblorosas siluetas del ganado avanzando pesadamente por el prado. Desde la distancia parece que nadan, moviendo hacia delante las cabezas. Galopan y se detienen a pocos metros de la valla, y luego se van acercando despacio a mí, con las cabezas balanceándose como lentas campanas con cada paso glorioso de sus pesados flancos. Los corderos, delgados, tiemblan detrás, el miedo les produce pequeñas sacudidas en las orejas. Yo también tengo miedo —de que el rebaño traiga a todo el mundo desde muy lejos hasta donde yo me escondo— cuando se reúnen para apoyar sus inmensas cabezas en la valla y me miran fijamente con sus ojos redondísimos.
Me lleno los bolsillos y las manos de piedras y me sumerjo en el río hasta que sólo me rozan el aire la boca y la nariz, azucenas rosadas. La suciedad se disuelve de mi piel y de mi pelo, y me satisface ver cómo la gruesa nata de piojos flota como espuma sobre la superficie. Estoy de pie sobre el fondo, las botas absorbidas por el barro, la corriente deslizándose a mi alrededor como una capa en un viento líquido. No permanezco mucho tiempo sumergido. No sólo por el frío, sino porque con las orejas bajo la superficie no oigo nada. Esto me da más miedo que la oscuridad, y cuando no puedo aguantar el silencio por más tiempo, me desnudo de mi piel mojada, vuelvo al sonido.
Alguien me observa desde detrás de un árbol. Yo vigilo desde mi escondite sin moverme, hasta que se me endurecen los ojos, hasta no estar seguro ya de si me ha visto. ¿A qué está esperando? En el último instante antes de tener que echar a correr, con la luz avanzando de prisa, descubro que he sido el prisionero de un árbol durante la mitad de la noche, el tronco muerto y denso esculpido por rayos de luna.
Incluso a la luz del día, bajo una llovizna fría, la expresión vaga del árbol resulta familiar. El rostro que corona un uniforme.
El suelo del bosque está salpicado de bronce, hay azúcar caramelizada en las hojas. Las ramas parecen pintadas sobre un cielo blanco de cebolla. Una mañana veo un dedo de luz moviéndose deliberadamente hacia mí por el suelo.
Lo sé, de pronto, mi hermana está muerta. En este preciso momento Bella se convierte en tierra anegada. Una masa de agua doblegándose bajo la luna.
Un día gris de otoño. Al final de mis fuerzas, en el lugar donde la fe más se asemeja a la desesperación, salté de las calles de Biskupin; del subsuelo al aire.
Cojeé hasta él, rígido como un golem, la arcilla apretada detrás de las rodillas. Me detuve a unos pasos de donde él estaba cavando —después me diría que había sido como si yo hubiese dado contra una puerta de cristal, una indiscutible superficie de aire puro— «y tu máscara de barro se agrietó con tus lágrimas y supe que eras humano, sólo un niño. Llorando con el abandono de tu edad».
Me dijo que me había hablado. Pero la sordera me había vuelto salvaje. Tapones de turba en los oídos.
Tenía tanta hambre. Chillé en el silencio la única frase que conocía en más de un idioma, la chillé en polaco y en alemán y en yiddish, golpeándome el pecho con los puños: sucio judío, sucio judío, sucio judío.
El hombre que excavaba en el barro de Biskupin, el hombre que llegaría a conocer como Athos, me llevó bajo su ropa. Mis miembros eran las sombras óseas de sus piernas y de sus brazos más fuertes, mi cabeza hundida en su cuello, ambos bajo un abrigo grueso. Me estaba asfixiando, pero no podía entrar en calor. Dentro del abrigo de Athos, un río de aire frío entraba por el borde de la puerta del coche. Oía el rumor del motor y de las ruedas, de vez en cuando el sonido de un camión al pasar. Éramos una extraña pareja; la voz de Athos me abría madrigueras en la mente. Yo no le entendía, así que me lo inventaba: Está bien, es necesario que corramos…
Recorrí millas a través de la oscuridad en el asiento trasero del coche sin tener idea de dónde estábamos o adonde íbamos. Conducía otro hombre y, cuando nos indicaban que parásemos, Athos nos cubría con una manta. En un alemán correcto aunque manchado de griego, Athos se quejaba de que estaba enfermo. No sólo se quejaba. Sollozaba, gemía. Insistía en describir al detalle sus síntomas y sus tratamientos. Hasta que, asqueados y enfadados, nos dejaban ir. Cada vez que parábamos yo estaba agarrotado contra la solidez de su cuerpo, una ampolla apretada de pánico.
Me dolía la cabeza por la fiebre, podía oler cómo se me quemaba el pelo. Durante días y noches huí a toda prisa de mi padre y de mi madre. De largas tardes junto al río con mi mejor amigo, Mones. Me los arrancaron a todos del cráneo de cuajo.
Pero Bella se aferraba. Éramos muñecas rusas. Yo dentro de Athos, Bella dentro de mí.
No sé cuánto tiempo estuvimos viajando de esta manera. Una vez me desperté y vi rótulos en una caligrafía fluida que parecía hebrea. Entonces Athos dijo que habíamos llegado a casa, a Grecia. Cuando nos acercamos vi que las palabras eran extrañas; nunca había visto letras griegas. Era de noche, pero las casas cuadradas eran blancas incluso en la oscuridad, y el aire era suave. A mí el hambre y el haber pasado tanto tiempo tumbado en el coche me hacían sentir confuso.
Athos dijo: «Yo seré tu koumbaros, tu padrino, el padrino de tu boda y de la de tus hijos…».
Athos dijo: «Debemos sujetarnos el uno al otro. Si no tenemos esto, qué es lo que somos…».
En la isla de Zakynthos, Athos —científico, estudioso, regular maestro de lenguas— realizó su más asombrosa hazaña. Extrajo de sus pantalones a un refugiado de siete años, Jakob Beer.