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Entrevista con Ian Rose

—El capítulo de Colorado fue directamente demencial —me dice Rose, cuando ya llevamos más de tres horas de entrevista—. Millas y millas de carretera y vueltas y vueltas por el último infierno, en el sur profundo del estado, con la nieve cayendo en diagonal, como golpes de moneda contra el parabrisas. Los tres perros atrás, ya borrachos de tanto dormir, y yo al timón siguiendo instrucciones de María Paz, que a su vez se guiaba por los chismes que Sleepy Joe le había echado sobre sus otros amores.

Se trataba de confidencias a veces truculentas y a veces pornográficas, unas reales y otras inventadas, que enganchaban a María Paz en una espiral de celos y ganas de saber más. Uno de los personajes recurrentes en esas historias de alcoba era una tal Wendy Mellons, dueña de una taberna llamada The Terrible Espinosas. Buscando a esa mujer. Rose y María se habían ido de bar en bar por los caseríos de Cangilones, sobre el viejo lecho del Huérfano River: Animas, Santo Acacio, Ojito de Caballo, Purgatorio y García Mesa, poco más que pueblos fantasmas bañados por un río seco, hasta llegar a la hondonada donde alguna vez se asentó el mítico Chavez Town.

De Chavez. Town sólo encontraron cenizas, unos cuantos platos rotos y un silencio helado. Silencio helado pero sonoro, según María Paz, que enseguida percibió que por allí resonaban cosas, y aunque no supiera qué cosas, sí supo a las claras que le ponían la piel de gallina y le sacaban lágrimas. ¿Ecos?, pensó. Más bien un hilo de humo que venía de lejos y le llegaba al corazón.

—Aquí dan ganas de rezar —dijo.

—Lo que nos faltaba —dijo Rose. Las pocas personas que se cruzaban por el camino les advertían que en esos lados iba a ser difícil encontrar a alguien, porque los muertos eran los únicos que no se habían largado hacía rato. Y junto con los muertos, rondaban las sombras dé los Penitente Brothers, que en otro tiempo se habían molido las propias espaldas a vergajazos, en su ascenso al Vía Crucis por esas lomas sembradas de piedras que ellos mismos habían bautizado Senanías del Sangre de Cristo. A María Paz le dio por suspirar. Decía que le gustaban mucho esos nombres tan viejos y tan hispanos, Alamosa, ¡qué bonito!, y Bonanza, ¡como en la tele!, y Río Navajo, Candelaria, Lejanías, Animas Perdidas y (aliebra Creek. Le dio por decir que cuando tuviera un hijo iba a bautizarlo Iñigo o Blas. Rose la escuchaba y recordaba la predicción de la Muñeca, según la cual María Paz no podría tener hijos por los daños que en la cárcel le habían hecho por dentro. No hay mal que por bien no venga, pensaba Rose, si ese niño no nace, al menos no tendrá que llevar nombre de espadachín.

De aquí es Sleepy Joe, decía María Paz, parada sobre un promontorio y mirando hacia la nada. Su melena al viento, que atrapaba los copos de nieve como una red, le daba aspecto de cerezo florecido en la estación equivocada. Esta es la tierra de él, decía, la tierra de Sleepy Joe. Por aquí nació y creció. Con razón es así.

—Cuál con razón —preguntaba Rose golpeando la voz, como siempre que ella mencionaba al cuñado con tonito nostalgioso—. Cuál con razón, María Paz.

—Con razón él es como es, siempre persiguiendo ecos.

Ya después caía la noche sobre los picos de Sangre de Cristo y ellos se veían a gatas para atinarle a un motel que los recibiera con todo y perros, aunque en realidad caer, la noche no caía, eso hubiera sido cosa de un solo golpe de guillotina, y en cambio la oscuridad se dejaba venir poco a poco y desde temprano. Según Sleepy Joe, la fama de The Terrible Espinosas era tan extendida que llegaba hasta New México, porque no había taberna más increíble y superalegre, ni mejor juerga en todo San Luis Valley, con música en vivo de Los Tigres del Desierto y ya de madrugada, serenata del trío de antaño Los Inolvidables. Montada en esas historias, María Paz alentaba a Rose a no desfallecer, semejante lugar tan prestigioso y famoso no se les podía escapar, era cosa de seguir preguntando hasta que alguien les diera razón.

—Un burdel exclusivísimo según María Paz, pero nadie había oído hablar de él —me dice Rose—. En cambio vinimos a dar con Wendy Mellons en el consultorio de una facilitadora de reiki, donde esperaba entre otras pacientes a que la atendieran. Según nos explicó después, asistía a ese lugar cada quince días, para una alineación energética y una aplicación de manos en sus piernas hinchadas.

En sus tiempos debía de haber sido guapa, pero ya traía la vejez a la vuelta de la esquina y venía acolchada dentro de un abrigo de invierno que hacía imposible adivinarle el físico, como no fuera al bulto, un bulto voluminoso y todavía consistente que en sus buenos tiempos debió hacer estragos; no por nada sir nombre de guerra había sido Wendy Mellons. Pero los años pasan, la ley de gravedad se impone y cuando empezó) el derrumbe, Wendy Mellons abandonó ese apodo para retomar sir nombre verdadero y cambiar, aparentemente, de costumbres: se retiró del oficio y se mudó a Cañón City, donde vivió durante años de vender boletos en la taquilla el teatro Rex. Rose opina que con razón Sleepy Joe se apegaba tanto a esa mujer, que debía de ser para él como una segunda irradie. La segunda madre, la apetecida teta, el terruño, la infancia, los días idos, los recuerdos, el primer paisaje, posiblemente también el primer coito; a la larga el único arraigo. De hecho, la propia Wendy Mellons les confesó que tenía la edad que habría tenido la madre de Sleepy Joe, si no hubiera muerto ya. Los recibió en su vivienda actual, en los extramuros del caserío de Santo Acacio, todo él extramuros ya de por sí.

—Yo pensé que iba a entrar a una especie de bulín de madama, pero aquello era más bien un cementerio de llantas —me dice Rose.

Por entre pilas de neumáticos, se entraba a un cuarto habitable con un cobertizo anexo, al que se le colaba la nieve por una tronera en el techo, y a un patio trasero con un pequeño horno de fundición, una que otra jeringa desechable por ahí tirada, y un par de perros flacos que correteaban ratas. Wendy Mellons vivía con un hijo, Bubba, presunto drogadicto y ladrón de tapas de alcantarilla, mismas que fundía para fabricar unas ollas de hierro que después martillaba, aporreaba, encenizaba y vendía como antigüedades a los turistas. Una estufa de leña ardía en la parte habitable de la construcción. La ropa se amontonaba sobre una mecedora desvencijada, platos con restos de comida se apilaban sobre una mesa, y un tille de cerrojo colgaba a la cabecera de un catre de bronce. Por los rincones se veían arrumados objetos viejos y variados, como amasados con humo y grasa, y entre ellos Rose detectó) un par de trampas para cazar ciervos, un triciclo, una lavadora sin puerta, una caja llena de limpiaparabrisas usados, un mazo de herrero y otras herramientas.

Cómo Wendy Mellons los recibió en camisola, ahora sí pudieron observarla al detalle: ojos reteñidos con khol, como puta babilónica; argollas tan incrustadas en los dedos que va no debían de salir ni con jabón; uñas esmaltadas de un rojo descascarado; piel aceituna y cuerpo heavy dutty. No había en ella resequedades por desuso, más bien una maceración oleosa, olorosa a incienso, que hacía pensar en misas solemnes. Rose no podía quitar los ojos de las ondulaciones de su piel, que formaban pliegues antiguos y nutritivos donde el musgo podría germinar. Imposible no hacer la asociación con Mandra X. Según Rose, ambas eran pesos pesados, cada una en su estilo, y si se colocaran frente a frente en un cuadrilátero, habría que apostarle al empate.

Las paredes de la vivienda estaban recubiertas de papel de periódico, seguramente para conservar el calor, y de unos clavos pendían fotografías.

—La familia de mi comadre —les dijo Wendy Mellons señalando una pequeña, desteñida por los años y la luz.

—Se trataba del clan eslovaco de Sleepy joe —me dice Rose—. Ahí, en medio del grupo familiar, en esa vieja fotografía, ahí estaba él, Sleepy Joe, el tipo que había matado a mi hijo. Era la primera vez que yo lo veía retratado. Es un golpe fuerte, créame, eso de conocer por fin la cara del hombre que mató a tu hijo. Pero había algo incongruente: lo que vi allí no era un hombre, sino un niño, de hecho el más pequeño de siete hermanos. No me pregunte por qué, pero la imagen de ese niño se confundía en mi mente con la del propio Cleve, cuando Cleve era un niño. Una amalgama emocional muy perturbadora para mí. No lograba dirigir contra ese niño de la fotografía todo el odio y la urgencia de venganza que desde hacía meses llevaba por dentro. No sé si me explico. Mi odio rebotaba contra ese niño y se me devolvía, como un bumerán, obligándome a tragar buches de mi propia hiel. Entonces desprendí la mirada de la figura del niño y la centré en la del padre, que se hallaba detrás. Un tipo sombrío, de mirada intoxicada y nariz de coliflor. Y a ese hombre sí lo odié, y quise que estuviera muerto. En ese hombre sí pude descargar mi ira, quizá porque vi en él a un Sleepy Joe ya adulto. Es más, en ese momento pude desear también la muerte del propio Sleepy Joe niño, con el solo fin de hacerle el daño al padre. A mí me habían dejado sin mi hijo, y desde el fondo del alma yo quise dejarlo sin hijo a él.

A espaldas de María Paz y de Wendy Mellons, Rose le había tomado una loto a esa foto, y ahora me la muestra, la sostengo en la mano y la observo detenidamente, sabiendo que encierra el inicio de todo lo que sucedería después: el germen de esta historia, fa foto de la foto muestra una familia grande, campesina, de raza aria, sumida en la pobreza y ajena a la alegría. El padre domina al grupo con la anchura de sus hombros y la dureza de su expresión. Eleva una camisa de cuello ruso y una barba bíblica, como decir un Fiódor Tolstoi, pero a lo bestia y de malas pulgas. La madre está sentada en el primer plano. El pañuelo oscuro que le oculta pelo y cuello la convierte en una figura casi monacal. Alrededor de la pareja y sin contar a Sleepy Joe, se agrupan seis niños ya vividos, endurecidos por el trabajo. Más que niños, son adultos bajitos; la infancia no se hizo para ellos. Tienen la mirada esquiva y el pelo pajizo con raya al medio, las niñas de trenzas y los muchachos con corte a la taza.

Dos personas destacan en el grupo. Se trata de la madre y el hijo menor, que parecen aislados, como si una burbuja invisible los acogiera. Hay un toque de belleza en ellos, tanto en la mujer como en el niño: eso los aparta del resto. ¿En qué radica la diferencia? Casi en nada, o en algún detalle ínfimo; apenas el arco de las cejas, un poco más elevado; o los pómulos, un ápice más mareados; o unos milímetros más de frente y unos menos de mentón. O quizá lo que se percibe como belleza sea sólo cuestión de contraste. Incompatibilidad con los rostros planos y sin gracia de los demás, que no logran enmascarar el vacío interior; un fósil iracundo el padre, los hijos fósiles denotados.

Otro detalle sugerente, que apunta en la misma dirección. Para poder salir todos en la foto, los miembros de la familia se han concentrado. Y sin embargo no se tocan entre sí; una distancia de unos centímetros entre figura y figura trasmite una dura sensación de soledad. Con excepción, nuevamente, del niño Joe, que se apoya con confianza en las rodillas maternas. Ese niño no le teme a su madre, más bien al contrario, se diría que se refugia en ella contra los demás.

—Parece ser que esa mujer era bonita —me dice Rose—. Bonita pero acabada. El marido la reventaba a golpes, lo mismo que a los hijos.

Según María Paz, la mujer era apenas alguien que siempre andaba rezando y nunca se bañaba, pero su perfil se enriquece a la luz de los datos suministrados por Wendy Mellons. Ahora se sabe que se llamaba Danika Draha, que tenía una trenza recia como una cuerda, y que vivía en la añoranza de las montañas que había dejado atrás, en su tierra natal, y que según ella eran bosques que llegaban al cielo. No se tiene noticia de que hubiera echado de menos a sus padres o hermanos, y en cambio la falta de sus montañas la hacía llorar, impidiéndole arraigarse en la geografía de Colorado. Desde que llegó al Nuevo Mundo, todo en su vida había sido rudo, triste y feo. Todo, salvo su hijo menor, ese niño claro y hermoso a quien ella no bautizó Joe (ese sobrenombre vendría después y ella nunca lo aprobó), sino Jaromil, que en su lengua quería decir primavera. En esa criatura depositó todos sus afectos y complacencias. Según Wendy Mellons, el pequeño Jaromil era la única rama verde del árbol seco en que se convirtió Danika Draha.

—Jaromil. Así se llamaba en realidad Sleepy Joe —me dice Rose—. Y así debía de figurar en archivos y documentos de identidad.

Madre e hijo rezaban juntos, visitaban a diario la iglesia, ayunaban, en Pascua pintaban huevos, en diciembre montaban el Nacimiento y en Semana Santa se paraban en primera fila ante la Crucifixión en vivo que la población hispana representaba. Y así, de liturgia en liturgia, fueron haciendo de la religión una suerte de patria en común, al margen del resto de la tribu; un mundo propio hecho de cirios, silicios, sotanas, confesionarios, santos prodigiosos, sacrificio y redención, sangre y milagros, limosnas y cánticos. Tan apegada estaba la madre a ese hijo, que le dio pecho hasta que el niño tuvo nueve años. ¡La estás secando!, le gritaba el padre al pobre Primavera cada vez que lo veía colgado de la teta, y lo apartaba a pescozones. A la muerte de la madre, el padre hizo recaer la toda culpa en el niño consentido, el favorito, el malcriado. El benjamín. La secó, le decía a quien quisiera escucharlo, este desgraciado niño fue secando a mi esposa hasta que la mató.

—La tragedia para Jaromil empezó con la muerte de ella —le dijo Wendy Mellons a Rose—. Imagínese la soledad de ese niño, pasar de ser la luz de los ojos de la madre, a ser el más insignificante de la casa. Que ya ni casa era, porque ahí nadie volvió a proveer, ni de comida ni de nada. Los hijos se fueron yendo, uno por uno, a trabajar afuera o a correr mundo: ninguno siguió aguantando las borracheras y las iras del padre. Las hijas también desertaron a medida que se fueron casando, trabajo no les costó, a ninguna de ellas, porque la carne recia y blanca era apetecida y tenía demanda. Se quedó Greg, el mayor, y cuidó del pequeño, hasta que también Greg se marchó. Se metió de policía y durante años no volvió aparecer. ¿Y Jaromil? Debajo de la cama, en una zanja, en la copa de algún árbol. Aprendió a esconderse cada vez que el padre regresaba a casa, para evitarse las burlas y las patadas.

En algún momento de su infancia, Sleepy Joe entendió que podía sacarle partido a hacerse el místico, o a lo mejor se volvió místico de verdad, en todo caso quedaba como privado cada vez que elevaban la hostia en la misa. Esos arrebatos de amor por Dios le dejaban los ojos en blanco. Durante varios minutos no volvía en sí, por más que lo llamaran o lo pellizcaran, y de ahí el apodo de Sleepy Joe. Y de desmayo en desmayo, fue construyendo su fama. Le ayudaba el físico. Desde chico había sido bonito y bien formado, igualito a Derramas, según decía la gente, sobre todo por los rizos rubios que le caían hasta los hombros. A su padre, en cambio, esos rizos no lo impresionaban; por cuenta de ellos le hacía la vida imposible, tratándolo como a una mujercita. El pueblo empezó a tener reacciones encontradas. A unos les dio por decir que era un niño santo, a otros que era un niño enfermo. Pero los más lo fueron aislando, porque creían que traía mal fario.

—Una cosa es segura —le dijo Wendy Mellons a Rose—, si a ese muchacho no le hubieran frustrado la carrera religiosa, seguro hubiera llegado a papa, porque fervor y vocación sí tenía. Y sigue teniendo. Pero le bloquearon el destino y lo desgraciaron. Cuando los blancos lo dejaron de lado, quiso arrimarse a los hispanos, que tampoco lo acogieron. A la larga sólo le quedamos nosotras, las putas, y creció a nuestro lado.

El burdel se convierte en su refugio, y ahí dentro vuelve a ser el rey. Como es lindo las chicas se lo pelean, lo peinan, le dan de comer en la boca, en la cama no le cobran y hasta le pasan dinero para sus gastos, porque él es su minino, su muñeco, su noviecito bonito. ¿El resultado? Joe se acostumbra a vivir de ellas, a lisonjearlas para que cumplan su voluntad, a montar en cólera si no lo hacen, siempre sabiendo que a la larga todo le toleran. Según explicó Wendy Mellons, el don de Sleepy Joe consistía en coger como si se fuera a morir mañana.

Pero con el tiempo las cosas se van complicando. Las muchachas empiezan a quejarse de su brutalidad y de sus bromas crueles, se cansan de que las llame zorras y puercas, penas podridas. Él las acusa de vivir en pecado, y las odia porque lo hacen pecar. Las ama y las abomina, y resuelve a golpes la mezcla de sentimientos. El punto de no retorno llega cuando le acerca un fósforo al batón traslúcido y sintético de una que se hace llamar Tinker Bell, y no la quema viva porque Dios es grande, pero le deja cicatrices para siempre.

—Es un muchacho malo y al mismo tiempo muy arrepentido —trató de explicarle Wendy Mellons a Rose—. Él no quisiera pecar, pero no por amor al prójimo, sino por terror al castigo eterno. Muy rabioso siempre, eso sí, contra todo y contra todos. Tiene su ladito enfermo. Perturbado desde pequeño. Así y todo, yo lo quiero como a un hijo.

—Pero ustedes, ¿siguen siendo cercanos? —tanteó terreno Rose, como para asegurarse de que aquella mujer efectivamente pudiera servirles de puente.

—¿Cercanos? Pues sí —dijo ella—. Cercanos en la medida en que él deja que uno se le acerque.

—¿Pero mantienen contacto? —insistió María Paz, a lo mejor por celos.

—¿Se refiere a contacto físico? —contraatacó Wendy Mellons, y para lucirse con la prueba reina, sacó de un cajón una foto, muy reciente según dijo.

Había sido tomada con Polaroid v debía de ser reciente, en efecto, porque Wendy Mellons no parecía más joven que ahora, aunque en la foto llevara una pamela floreada tipo realeza británica. Se la veía de cuerpo entero, abrazada a un camaján de jeans, camiseta esqueleto y inedia cara oculta bajo unas RayBan Aviator y un sombrero diez galones. La otra media cara mostraba unos labios amorcillados y un fiero mentón cuadrado. Rose no lograba asociar al pequeño Sleepy Joe que le habían mostrado minutos antes con este maniquí jetón, gafinegro y ensombrerado que le sacaban ahora. En cambio, María Paz dijo enseguida: es él. La pareja aparecía recostada contra el capó de un camión amarillo, mediano, posiblemente un Dodge Fargo o un Chevrolet Apache, con una leyenda en letras tornasoladas en la parte superior del parabrisas, que rezaba «Regalo de Dios».

Es la demostración que Rose y María Paz necesitan. Todavía no le confiesan a Wendy Mellons el propósito de su visita, quieren ir poco a poco, no precipitarse. Ya que van a tirar ese montón de plata, lo menos que pueden hacer es asegurarse de que llegue a manos de Sleepy Joe. Por lo pronto, observan a la mujer y le hacen preguntas, averiguándole vida y obra, dirección, nombre y apellido verdaderos, datos del hijo. Necesitan tiempo para discutir la cosa, los dos a solas, así que se despiden y avisan de que regresarán al día siguiente.

—Imposible una situación más absurda —me dice Rose—. Yo jamás me hubiera imaginado que iba a terminar en esas. Asombrosa mujer, María Paz. Creo que ahí fue cuando empecé a admirarla de veras. Qué claridad de propósitos, delirantes en mi opinión, pero con qué firmeza los perseguía. Estaba segura de que así garantizaba la seguridad de su hermana, y nada iba a detenerla. Y no estamos hablando de una millonada, visualice la situación, sino de una prófuga de la justicia, a punto de atravesar la frontera más custodiada del mundo para lanzarse a lo desconocido sin un peso en el bolsillo. Admirable, a su manera. Supongo que admirable, no sé.

Bajando al pueblo para conseguir algo de comer, María Paz se detuvo ante un cartel pegado a un muro. «CONCIERTO DE MOLOTOV, ESTA NOCHE, EN MONTE VISTA», leyó. Genial. Y no parece lejos.

Se fueron desierto adentro hasta Monte Vista, Colorado, y estacionaron frente a una carpa grande que para la ocasión había sido montada en las afueras. Desde el momento en que nos bajamos del coche, me dice Rose, no volvimos a ver un blanco ni a oír hablar en inglés. Como de debajo de las piedras fueron saliendo racimos de gente morena, lo que se dice raza de bronce a paladas, fuéramos pocos y parió la abuela, casi todos hombres entre los presentes, casi todos chaparrones, macizos, tatuados, con el cabellóte reciotote y renegro bien parado con gel, proletos, pogueros, en chamarra de mezclilla y aún en mangas de camisa pese al reputísimo frío, aztecas, nahuas, tepehuanos, mayas, chilangos, poblanos, mejor dicho la Raza, mano, la de Benito Juárez, la de Cuauhtémoc, toda la chingona raza en convocatoria general, mi racita de broncha en montonera de chinga tu madres, one hundred por ciento chicanos, camioneros, macheteros, ni de aquís ni de allás, meshikas, chikos pelo liso, espaldas mojadas, supercuates, chamacos, mazahuas, maquilas, mariachis, chavos banda, no manches, comanches, a toda madres, vale madres, mafritos, pachísimos, encabronados y pedos, güeyes, mamones, peones de campo, netas y chido liros. Laraza, pues, toda ella, ahí mero, en esa carpa, ¡viva la Virgen Morena y viva México, cabrones!

María Paz y Rose compran sus entradas y se apretujan con el chingo de gente, que viene en el agite y en el exalte, cargados para tigre, y ténganse de atrás porque empieza el pogo de todos contra todos, a chipotazo limpio, hombro contra hombro y en pura risotada, y se suelta imparable la rechifla contra los teloneros hasta que irrumpen en el escenario los meros meros petateros, los reyes del albur y del humor lacra, los chicos malos de la frontera, con fusión explosivo-expansiva de alterlatino, rock, cumbia, rap, funk y todo lo que la receta requiera, y ahora sí, con ustedes, ¡Molotov! Y ellos que aparecen bajo un bombardeo de aplausos y rayos láser, y para empezar a abrir, sueltan el abracadabra: «¡Hola, bola de indocumentados!». Abajo la raza ruge. La respuesta al saludo son puros aullidos: la manada se crece. Y la carpa reverbera de calor y de tensión, y atruena como si todos los tímpanos se fueran a reventar, y todas las libidos a liberar y todas las gargantas a grito herido, y allá arriba Gringo Loco aporrea la percusión, y Miky Huidobro el bajo, y Paco Ayala el otro bajo, y Tito Fuentes la voz, y ahora sí todos de pie, que aquí viene el himno patrio: «Yo ya estoy hasta la madre de que me pongan sombrero, no me digas frijolero pinche gringo puñetero». Y también: «Don’t call me gringo, you fucking beaner, stay on your side of that goddamm river», y María Paz fundida con la masa, despelucada, marinada en adrenalina, zarandeada en el fogueo, chingadazo va, chingadazo viene, y ella estremecida de powermexicano. ¡Que se sienta!, ¡Que se sienta! ¡Todos juntos como hermanos!, mientras que Roseno acaba de entender ni puede creer lo que ven sus ojos.

María Paz, que le adivina el susto, le pega un codazo y le grita al oído, tranquilo, mi míster, no se me empañique, que aquí usted no es el único blanco, ¡mire al baterista! Y allá arriba está, y es rubio y rosadito, nacido en Houston, Texas, y apodado Gringo Loco, autor de la célebre aria Cuácala qué rico: y la fanaticada latina lo ama. Ya va calentando y va tomando cuerpo esta sopa indigesta, ritual de pelados, bautizo de mojados, los que allá afuera aguantan y agachan la cabeza mientras que aquí andan montados en el reventón y en la revuelta, «dame dame dame todo el power para que le demos en la madre, gimi gimi gimi todo el poder», y desde el escenario Tito Fuentes agarra el micrófono y grita, pero en joda, ¡al suelo, que viene la Migra!, y la muchedumbre va a parar al piso cagada de risa, se esconden debajo de las sillas jugando como niños, porque aquí sólo cabe la raza insurrecta, burletera, poderosa. ¡Esto es territorio libre y cielito lindo! Ya no hay quien pare esta misa endemoniada, ni hay mejor consigna que estos mantras chabacanos, y aquí llegan muy alto los que nunca llegan a nada, aquí se disparan más allá del Alien Registration Number. El Migration Control, los Border Patrol, los Minute Men y toda laya de racistas, que se vayan yendo muchísimo al carajo, y junto con ellos toda la melcocha políticamente correcta. Y abajo los muros: ya lo dijo Pink Floyd. El Muro de Berlín, la muralla china, el muro en Palestina y el muro de Tijuana. «¡Y abajo también los muros de Manninpox!», grita María Paz, aunque no la escuche nadie en medio del ruidajón, y sin dejar de brincar se echa una lágrima por Mandra X y sus demás compañeras de cautiverio. ¡Porque esto sí es vida, muchachas, y esta noche están todas ustedes conmigo!

Afuera, el desierto brillaba bajo la luna llena.

—¿Se imagina un golpe maestro craneado por Los Tres Chiflados? —me pregunta Rose—. Bueno, pues haga de cuenta, en esas estuvimos María Paz, Wendy Mellons y yo dos días enteros, bregando a planear la entrega del dinero a Sleepy Joe. Que si sí, que si no, que dónde, quién y cómo.

No parecía un operativo complicado, más bien una lotería: estaban convocando a un tipo para entregarle 150.000 dólares a cambio de nada. Pero como dice Rose, la baraja era una sola, pero cada quien le apostaba a su propia carta. Finalmente Wendy Mellons logra contactar a Sleepy Joe, hace el puente y María Paz se comunica con él por un teléfono público, para ofrecerle el dinero con la condición tácita, sobrentendida, de que no le haga daño a su hermana Violeta. Sleepy Joe, que no tiene por qué entender el sobrentendido, entra a sospechar que se trata de una trampa, pone toda suerte de condiciones y exige ante todo ver a María Paz: quiere el dinero y la chica. En dos ocasiones consecutivas, María Paz se ve obligada a colgarle sin haber llegado a acuerdos. En un nuevo intercambio, corto y tajante, lo pone contra la pared con respecto al dinero: como las lentejas, le dice, lo tomas o lo dejas. Él prefiere tomarlo, ni bobo que fuera. Sucumbe ante el tintineo de monedas: vengan pa’cá esas lentejas. Si es necesario renuncia a María Paz, y se conforma con que sea Wendy Mellons quien le haga la entrega. No problema, dice, confío a ojos cenados en ella, Wendy Mellons es mi alma gemela. Al escuchar eso, María Paz siente una punzada de despecho. Pero se contiene, no está ahí para flirtear, es mucho lo que está en juego. Acuerdan un último punto: Sleepy joe debe escanear y enviarle a María Paz por e-mail un recibo escrito y firmado de su puño y letra, como reaseguro de que Wendy Mellons en efecto ha cumplido con la entrega.

—¿Cómo quieres que se llame el correo? —le pregunta Rose a María Paz.

—¿Cuál correo…?

—¿El que vamos a abrir, para que te escriba el tipo ese…, algunacosa@gmail.com…?

—Bueno, pues póngale así.

—¿Cómo?

—Así, algunacosa@gmail.com —dice ella, sin pensarlo mucho porque tiene prisa, necesita ir al pueblo a comprar algo.

—No me jodas —se altera Rose—, ¿justo en este momento quieres ir a comprar? ¿Y qué diablos quites comprar?

—Una cosa.

—Y por qué ahora, ¿estás loca? Este sí que no es momento ni lugar para compras…

Pero ella se rancha, se sale con la suya y se va en el Toyota a hacer su diligencia, dejando a Rose, durante media hora, solo en ese antro con Wendy Mellons. Lo cual a él no le resulta tan mal al fin de cuentas, porque ahí se entera de mucha cosa que más adelante va a serle útil.

—Una experiencia fuerte para mí —me dice, durante nuestra entrevista—. Ese acercamiento por etapas al asesino de mi hijo. Muy duro, muy difícil, ir conociendo a la gente que rodeaba al tipo, luego verlo en fotos, saberlo al otro lado de la línea de teléfono, ya casi al alcance de la mano…

Cuando ya van solos otra vez en el carro, Rose le pregunta a María Paz qué fue ese escándalo, qué diablos tenía que comprar con tanta urgencia en semejante momento.

—Un morralito barato, cualquier chuspa, algo así por el estilo. Y conseguí lo preciso, un morralito rojo. O usted sí creyó que yo iba a soltarle mi Cucci a esa vieja. ¡Ni loca! Le dejé el dinero en el morralito rojo, y aquí traigo mi Cucci.

¿Qué espera sacar Wendy Mellons de todo esto? Básicamente hacerle el favor a un amigo íntimo, y quizá obtener de este alguna comisión a cambio de sus servicios. En cuanto a Rose, su propósito, inconfesable, es utilizar el dinero como carnada para barrer a tiros a Sleepy Joe. Hasta el momento ha seguido dócilmente a María Paz, cediéndole la iniciativa y haciéndose el tonto, el «pinche gringo puñetero» ele la canción de Molotov. Pero ese papel ya se le agotó. Ahora debe afianzarse en lo suyo y dar pasos en firme. Para empezar, se lleva a María Paz a escondidas de Wendy Mellons para Monarch Mountain, a una distancia prudencial de allí, un centro de esquí que él ya conoce porque lo frecuentó en el pasado, con Edith y con Cleve.

—Por varias razones escogí ese lugar, Monarch Mountain —me explica Rose—. Primera, estaba hasta el gorro de manejar todo el día y pasar las noches en pésimos hoteles. Muy interesante la problemática de los indocumentados y de las clases bajas, pero yo de eso ya había tenido bastante. Ahora me apetecía descansar, dormir a mis anchas, comer bien, disfrutar del paisaje. Me entraron deseos de pasar en grande esos últimos días, algo tan sencillo como eso.

—No entiendo —le digo—. Usted estaba a punto de matar a un hombre…

—Precisamente.

—¿Precisamente?

—Vamos por partes. Usted me preguntó por qué Monarch Mountain, y ya le di una primera razón. Segunda: necesitaba mantener a María Paz entretenida y despistada mientras yo hacía lo mío. Varias veces me había dicho que soñaba con esquiar, y yo iba a cumplirle ese sueño; que no se fuera de América sin un buen recuerdo, al menos uno. Tercera razón: siempre estás más protegido y guarecido en un hotel cinco estrellas que por ahí expuesto en cualquier antro de carretera.

Se instalan a todo trapo en el San Luis Ski Resort, un gran hotel de ambiente alpino con todo y fondue de queso y relojes de cucú; chimenea de leña en los chalets individuales; y odelei y acordeón para amenizar la noche del sábado. Cuentan con microbús hasta las pistas, que están a quince minutos de distancia. Vista estupenda desde la propia cama sobre la serranía de Sangre de Cristo, y bosque circundante cruzado de caminos, que les permite salir a pasear con Otto, Dix y Skunko. Ahí, en ese remedo de rincón alpino, María Paz y Rose quedan pendientes del momento de la entrega del dinero, que se dará no saben cuándo; tendrán que esperar a que Sleepy Joe llegue a Colorado, desde dondequiera que se encuentre.

—El hotel ofrecía servicio de guardería canina —me dice Rose—. Detalle clave para mí, porque me permitía dejar en buenas manos a mis animales mientras despachaba mis asuntos.

Rose alquila para María Paz traje completo y equipo de esquí, le pone clases con instructor particular, y mientras ella hace sus pinitos en la Alfombra Mágica, entre niños de cuatro a siete años, él la observa desde la tenaza de Los Amigos Cantina, sentado al lado de un brasero, echándose una cerveza michelada y picando quesadillas de chorizo con salsa roja, porque si el hotel es suizo, el malí de la estación de esquí, en cambio, es totally americanmex. («How fake can we get», habría dicho Cleve).

—Nunca había visto tan feliz a María Paz —me dice Rose—. En esos espacios sin límite y con el pelo al viento, debía de sentirse en las antípodas de Manninpox.

—Y usted, ¿también se sentía bien? —le pregunto—. ¿Acaso había desistido de liquidar a Sleepy Joe?

—No he dicho eso. Lo que pasa es que los aspectos prácticos ya estaban resueltos, y era cosa de esperar.

—¿No estaba retorciéndose de temor, de escrúpulos, de dudas?

—Nada de eso. En realidad nada de nada. Más bien una calma sospechosa, ahí sí que pasmosa, como decían los diarios de Mandra X cuando cometió el filicidio.

Rose vuelve a asegurarme que aquellos días transcurrían tranquilos para él. Ojeaba los diarios, se divertía con las maromas que María Paz hacía allá abajo entre los principiantes, disfrutaba sorbo a sorbo sus micheladas. Hoy, un par de años después, mientras lo entrevisto en la cafetería del Washington Square Hotel, en la ciudad de Nueva York, le pido que por favor me explique eso de su calma pasmosa, porque es una afirmación gruesa que me cuesta creer. Me responde que la cosa era simple: Sleepy Joe tenía que morir, iba a morir, y el propio Rose no sentía nada al respecto. Nada que no fuera alivio, como si el aire se hubiera vuelto leve. Incluso llegó a la conclusión de que lo engorroso de matar estaba en el acto físico, no en el hecho moral. A la hora de la verdad, resultaba casi natural matar al prójimo, casi intrascendente: unos días antes él mismo no lo hubiera sospechado, en realidad fue todo un descubrimiento. A pesar del frío, los cielos de Colorado eran radiantes. Sobre su cabeza se elevaba una bóveda espléndida, de un azul purísimo, y me dice que recuerda haber pensado, ahí en la placidez, de esa tenaza sobre las pistas de esquí, que si bastara con apretar un botón rojo para eliminar a todo el que te fastidie, ya se habría acabado la raza humana.

Yo trato de seguir su razonamiento, anotando textualmente cada frase suya en mi bloc, para no tergiversarlo. Me está costando cara su petición de no usar grabadora; ya me duele la mano y la tengo entumecida de tanto garrapatear. Pero no puedo detenerme, no quiero dejar escapar ni una sola de sus palabras. Estamos entrando en terrenos sensibles por comprometedores, y aunque Rose sabe que en este libro no aparecerán nombres propios ni datos delatores, empieza a mostrarse evasivo e inquieto. Sus respuestas, hasta ahora generosas y fluidas, salen con cuentagotas. Tengo que extraérselas con fórceps. Casi que se invierten los papeles, él pregunta y yo contesto; es la fórmula que encontramos para que pueda decir sin tener que decir.

—Vamos a ver —vuelvo al punto—. Usted había decidido matar a un hombre, había dado con un método que consideraba eficaz, y era como si su conciencia no tuviera que ver con ello. ¿Voy bien? Ahora falta saber cuál era ese método eficaz.

Supongo que planeaba dispararle a bocajarro en el momento del encuentro…

—Eso no era tan fácil. Ya le digo, la parte física es la enredada. ¿Cómo hacía yo para saber dónde y cuándo se iban a encontrar Sleepy Joe y Wendy Mellons? Y aun en el caso de que me enterara, ¿cómo llegaba hasta allá sin que lo notaran?

—Qué tal escondido dentro del baúl del carro de ella…

—Al principio estuve fantaseando con esa posibilidad. Me montaba películas en las que me metía subrepticiamente en su coche, o me camuflaba entre la basura amontonada en su patio trasero y pegaba un salto de superhéroe, con la pistola de Ming en la mano, para barrer a tiros al individuo. Imaginé docenas de variantes, todas igual de infantiles. Hasta que me dejé de tontear y le aposté a lo seguro, que en este caso coincidía con lo más fácil.

—Le apostó al botón rojo —le digo—. ¿Por ahí va la cosa? No me diga que… ¡Usted sobornó a Wendy Mellons!

—Son sus palabras —me responde.

—Eso fue, ¿cierto? Wendy Mellons no es persona a la que le tiemble la mano, fa idea de sobornarla no parece descabellada…

—No, no parece descabelladla.

—Puedo imaginar que a espaldas de María Paz, usted le dice a Wendy Mellons, oiga, Wendy, elimine a ese tipo y quédese con el dinero, ciento cincuenta mil dólares para usted sola…

—Los ciento cincuenta mil iniciales no iban completos —me aclara Rose—. María Paz había dejado sólo ciento treinta y tres mil quinientos en el maletín.

De los dieciséis mil quinientos que retiró, lo menos era para ella misma, y lo más para el Coyote. Ya le había aplazado fecha en sucesivas ocasiones, y ahora lo ponía en el pereque de desmontar el paso por Canadá e improvisarlo por México; con razón el hombre andaba cabreado y cobrando a lo loco penalizaciones adicionales. Los seis mil restantes eran para compensarle a Rose lo que había gastado de su propio bolsillo para ayudarla, pero él se negó a aceptarlos.

—Vale —le digo a Rose—. Ya no serían ciento cincuenta mil, pero ciento treinta y tres mil quinientos tampoco estaba mal. Wendy Mellons no iba a negarse…

—Se equivoca. Wendy Mellons tenía temple. Se hubiera negado.

—En un primer momento, tal vez. Tal vez al principio se habría inclusive indignado, y le habría gritado a usted, ¡pero cómo se le ocurre! ¿Matar yo a Sleepy Joe? ¿Está loco? ¡A ese muchacho lo quiero como a mi hijo! ¿Voy bien, señor Rose?

—Usted sabrá —me dice—, usted es la novelista.

—Entonces sigo. Usted habría invitado a Wendy Mellons a meditarlo, a no negarse de plano, mire, Wendy, le habría dicho, su verdadero hijo es este muchacho Bubba. Sleepy Joe es más bien su amante, a las cosas por su nombre. Y cuánta tapa de alcantarilla no tendría que robar Bubba para juntar semejante suma, y cuánta olla antigua no tendría que falsificar. Para no mencionar que su pequeño Bubba podía acabar en la cárcel por robar y falsificar…

—Wendy Mellons hubiera sido sensible a ese argumento —acepta Rose.

—Cualquiera es sensible ante la dolariza caída del cielo. Pero me queda sin resolver un detalle, señor Rose. El detalle del recibo, el que exigía María Paz como constancia de entrega. Si Wendy Mellons mata a Sleepy Joe, ¿cómo le saca el recibo?

—Buen punto.

—Yo diría que usted le prestó a Wendy Mellons la Glock de Ming, diciéndole tome, Wendy, haga con esto lo que tenga que hacer, pero antes asegúrese de que ese hombre suelte la rúbrica. Y luego me trae el recibo junto con la pistola, pero eso sí, por favor, ni una palabra a María Paz sobre nuestro acuerdo.

—¿Quiere verlo? —me dice Rose, y me entrega un papel.

—¿Qué es? —pregunto.

—Pues el recibo. Bueno, es más que un recibo. Léalo, si puede descifrarlo. Vale la pena. En realidad aclara muchas cosas.

A continuación va la transcripción del famoso recibo. Para hacerlo comprensible, se corrigió la ortografía, se intercaló un mínimo de puntuación y se omitieron renglones en los que la letra resultaba directamente imposible. Culo Lindo es el apelativo que Sleepy Joe le da a María Paz, y Cuchi-Cuchi el que se da a sí mismo.

Amado Culo Lindo:

Yo no quería matar a tu canijo peno enteco aunque merecía morir de veras yo no quería matarlo sólo quería hacerlo chillar un poco para que tú confesaras dónde carajos guardabas ese dinero que hoy atentamente me haces llegar por intermedio de nuestra común amiga Wendy Mellons pero que antes de manera arbitraria te negabas a compartir conmigo sin razón para ello y sin comprender que hay suficiente cantidad para ambos con eso podríamos vivir juntos en un lugar seguro si tú no fueras tan cruel y resentida. Qué felices seríamos si tú supieras perdonar en cambio eres una zorra traicionera, prefieres a otros en vez de aceptar la promesa que te hago de irnos juntos a donde sabemos a vivir juntos como merecemos y el amor nos espera aunque no podrá ser hoy ni mañana porque tengo pendientes por estos lados. Lo cual sólo será posible si tú me perdonas, para lo cual debes saber que yo no maté a mi hermano, tú sabes bien que yo a mi hermano lo quería y tenía con él una deuda pues fue la única persona que se ocupó de mí durante mi dura infancia con una madre muerta y un padre que no supo darme afecto.

Yo vi a los asesinos de Greg los vi con estos ojos que Dios me dio debes creerme y tener le en mí yo los reconocí porque ya los conocía. Ellos eran ex policías lo mismo que Greg mejor dicho eran sus socios en el negocio de las armas y se enteraron quién sabe cómo de que él los iba a entregar, seguramente les pasó el dato el propio FBI ya sabes cómo son esos cabrones que no guardan fidelidad con nada ni con su propia madre, dicho en otras palabras unos hijos de puta. Lo que quiero decirte es que cuando los socios de Greg se enteraron de que Greg les estaba jugando doble ahí mismo resolvieron saltarle largo y yo vi cuando lo mataron Culo Lindo yo los vi porque esa noche yo iba a encontrarme con él, era la noche de su cumpleaños tú lo sabes bien que él salió a encontrarse conmigo esa noche y yo hasta le llevaba de regalo un cuchillo Blackhawkgarra II que le había conseguido de segunda pero que parecía nuevo, se lo llevaba de regalo y cuando vi que los tipos iban a dispararle a mi hermano querido enseguida pensé en impedirlo no iba a dejar que cometieran un vil asesinato contra mi propia sangre y menos contra un hombre desarmado como estaba Greg en ese momento como tú bien sabes mejor que nadie. Pero se me adelantaron, ellos iban bien armados y eran tres yo era uno solo y apenas tenía ese cuchillito Blackhawkgarra II que era apenas un juguete motivo por el cual no lo logré o se puede decir que fallé decorosamente y en mis propias narices los malparidos mataron a mi propio hermano, motivo por el cual esperé hasta que se fueran, salí de mi escondite y me acerqué a mi hermano, al menos quise impedir que muriera como un peno pero ya estaba bien muerto y sólo alcancé a honrar su muerte y permitirle que muriera en Cristo como él hubiera deseado y le cené los ojos y le deparé la extremaunción al estilo de nosotros antes de alejarme de allí. Todo eso quise contártelo la noche ele nuestro reencuentro después de que saliste de prisión, para que tú estuvieras al tanto y no me echaras culpas quise contártelo todo aquella noche que empezó siendo tan bella, una noche de amor que lamentablemente terminó en la innecesaria muerte del perrito. Todo por tu terquedad Culo Lindo porque uno te pide una cosa y haces otra, así es como sacas lo peor de mí y acabas con mi paciencia y es imposible que las cosas terminen de manera correcta, más por el contrario todo se va a la mierda motivo por el cual respetuosamente te pido eme rectifiques tu conducta.

Los cabrones que mataron a mi hermano Greg quedaron debiéndome lágrimas de sangre, y a lo mejor te enteraste de quedos ya lo pagaron bien caro. Pero por ahí quedan algunas alimañas que se andan escondiendo como cobardes, o sea que tengo pendientes que debo cumplir antes de que nos vayamos juntos con este dinero tú y yo juntos a donde sabemos si es que acaso aún me amas. Pero debes saber que ese sueño todavía no será posible porque ya te digo que tengo asuntos pendientes. Yo sabía que tú habías encontrado ese dinero ahí entre los ladrillos de la parrilla en la azotea donde lo manteníamos escondido Greg v yo, recuerdas Culo Lindo cuando mi hermano y yo te dijimos que necesitábamos ladrillos y cemento [jara agrandar la parrilla y que pudiéramos hacer más hamburguesas y asar más mazorcas los domingos en familia, pues en verdad lo que queríamos era armar el escondite en la parrilla para esconder el dinero y al domingo siguiente todavía me acuerdo y me da risa tú quisiste que hiciéramos un asado y por poco quemas el dinero, creíamos que tú lo hacías de inocente porque no estabas al tanto pero ahora veo que no era cierto, tú te habías dado cuenta de dónde escondimos el dinero y te quedaste callada, por qué serás tan zorra y taimada.

Guio Lindo y la noche del asesinato de Greg yo quise sacar el dinero de la parrilla para escapar contigo a vivir la vida hermosa que nos esperaba juntos pero tú te me habías adelantado pena o sea que me traicionaste y ya no estaban ahí los ciento cincuenta mil, aunque ya habías vuelto a colocar los ladrillos como si nada maldita pena bastarda, y luego cayeron los del FBI y ahí se jodio todo. Menos mal te arrepentiste de tu mala conducta y tu ingratitud conmigo y mediante la presente acuso recibo por la suma de ciento treinta y tres mil quinientos dólares ($133.500) mismos que acabo de recibir por intermedio de Wendy Mellons. Ha sido un detalle generoso de tu parle Guio Lindo, mismo que no ignoro y tendré en cuerna aúneme siempre lúe que me tumbaste los 16.500 eme faltan. Todo lo cual no significa que me olvide de ti mi amada Guie Lindo ni de los bellos momentos que a pesar ele todo hemos pasado junios y que han sido los más bellos ele mi vida, aunque reconozco que ha habido otros momentos no tan bellos y si le he hecho sufrir debes perdonarme y me disculpo por ello, qué le vamos a hacer si la vida es así a ralos dulce y a ratos amarga. De nueve gracias por el detalle pero no olvides eme el dinero no le des todo en esta vida y el amor está primero. Ahora cuento con lo necesario para acabar de arreglar cuentas con los que me hicieron el daño, darles una lección que nunca olvidarán, ya van cayendo uno a uno pero por ahí quedan pajaritos volando. Según dicen hasta en el infierno te persiguen los recuerdos y te juro por mi madre Guio Lindo que hasta allá van a atormentarlos eternamente las repercusiones de sus actos. Y en cuanto a ti respecta, ya sabes lo que pasa si no le vienes conmigo, amado Guio Lindo, no frustres todos mis sueños y mis aspiraciones, te he entregado mi corazón y no te saldrás con la tuya si lo desprecias, si hay algo que no va conmigo es la traición, tú lo sabes, Guio Lindo, ya lo has experimentado, recuerda que conozco bien tus puntos flacos y también los noflacos, añoro mucho tus besos y todas tus delicias de hembra en la cama. Ya estás advertida, no te niegues al amor que te espera en mis brazos. Yours fornier, Cuchi-Cuchi.

P. D. Perdón otra vez Guio Lindo por lo del perro de veras no era mi intención, cuando estemos juntos donde sabemos te compro otra mascota mejor y más bonita yours/brevet; atte. Cuchi-Cuchi. Todo esto hubiera preferido decírtelo en persona pero por tu ingratitud lo anterior no ha sido posible.

—Mi hipótesis no funciona —le digo a Rose, al terminar de leer esa pieza de antología—. Lo de la complicidad de Wendy Mellons, no funciona. Nadie se jala esa epístola con un arma en la sien. La verdad, estoy perdida. ¿Alguna pista?

—Wendy Mellons no vive sola.

—¡Bubba! No hay que ignorar a Bubba. En algún momento se asoma Bubba por la covacha. O anda escondido entre el arrume de llantas, chuzándose con las jeringas. Usted lo ve, y se dice a sí mismo, este es mi hombre.

—No es mala hipótesis —me alienta Rose.

—Usted necesita saber cuándo y chinde van a encontrarse Wendy Mellons y Sleepy Joe. Por eso lleva aparte a Bubba y le ofrece dinero a cambio del dato. Doscientos dólares. Hasta quinientos.

—Bubba sabe que Sleepy Joe siempre regresa a esa casa.

—Que es como su casa materna. Tarea fácil para Bubba. Usted concierta con él algún mecanismo de comunicación, una cita diaria, o cada dos días, a una cierta hora, en un cierto billar, o bar, o inclusive esquina.

Dos días después, Rose se hace presente a la hora acordada en ese billar, o bar, o esquina. También Bubba llega puntual, pero no trae noticias; por lo pronto no sabe nada de Sleepy Joe, ni tampoco de su propia madre, que ha salido de casa y no regresa. Perfecto, Wendy Mellons y Sleepy Joe ya están juntos, deduce Rose. La fiera se acerca; ya se escucha su respiración.

—No subestime a Bubba —me advierte Rose—. Será drogadicto, pero no menso.

—¿No es menso Bubba? Bien, eso quiere decir que es perspicaz. Se cía cuenta de las cosas. ¿De qué cosa se da cuenta Bubba? Déjeme pensar. Ya sé. Es de bola a bola, se pilla que usted quiere matar a Sleepy Joe; de no ser así, no se entiende por qué anda asediándolo de esa manera.

—Bubba es perspicaz, pero también drogadicto.

—Y haría cualquier cosa a cambio de un billete. Así que durante esa primera cita de control, Bubba le dice a usted, ahórrese el trámite, míster, por X dólares más, yo liquido al tipo. Usted agarra la oferta al vuelo, y deja la ejecución en manos de Bubba. Quizá le presta la pistola de Ming para facilitarle la tarea… No, espere; paso en falso. Rebobino. Usted no le presta la pistola de Ming, eso sería una torpeza, y además para qué, si Bubba vive entre objetos homicidas, como mínimo una carabina, dos trampas para ciervos, un mazo, varias herramientas…

—Bubba convertía tapas de alcantarilla en ollas —me recuerda Rose.

—Correcto, tiene brazo de herrero. Un mazazo de Bubba puede ser temible. Suficiente para que usted se desentienda y disfrute sus micheladas.

Disfrutar las micheladas, sí, pero no por mucho tiempo. Rose tiene que atender también un segundo punto de vigilancia, el Business Center de su hotel, donde revisa dos, tres y hasta cuatro veces al día un cierto correo electrónico, el que ha abierto María Paz con el solo fui de recibir la constancia que Sleepy Joe ha quedado de enviarle, y que efectivamente le envía: es la famosa Epístola a Culo Lindo, que Rose imprime y lleva al chalet, para que ella la lea. Primera meta: superada. Sleepy Joe ya tiene su dinero, y María Paz ya tiene su recibo. Ahora tendrán que suceder dos cosas: que el Cibercoyote dé luz verde para el cruce de frontera, y que Bubba atine con el mazo. Rose empieza a acudir diariamente al billar, ansioso por conocer el desenlace y llevando en el bolsillo los seis mil chilares que le ha ofrecido a su socio por finiquitar el trabajito. Pero pasa una semana y Bubba no aparece. Semana y media, y nada.

Entre tanto, María Paz ha hecho progresos en su entrenamiento como esquiadora. Ha logrado superar el nivel párvulos, cosa que Rose no se esperaba, y ahora se lanza sin agüero por las pistas verdes desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde, hora en que apagan la telesilla. Con un arrojo nada elegante y más bien suicida, se tira en picada una y otra vez, como la hormiga atómica, o como si viniera huyendo de algo; tiene el estilo frenético de quien de veras huye de todo y de todos. Al filo de la noche regresa al hotel, radiante y agotada. Se libera de los guantes, de una bota, de la otra, se saca el enterizo, el suéter, los interiores térmicos, y deja todo eso tirado en el rincón, como deben hacer los astronautas cuando por fin aterrizan. Enseguida se toma la taza de chocolate caliente que le ofrece Rose, se pega un duchazo oceánico, se aplica linimento en los moretones que los porrazos le han dejado por todo el cuerpo, se empaca dos aspirinas, se tira denegada en la cama y duerme sin sueños hasta el día siguiente, apenas a tiempo para estar en las pistas otra vez a las nueve.

—Qué bien, María Paz, ¡se ve que esquiar te gusta mucho! —tantea terreno Rose, sospechando que la hiperkinesia en ella es apenas camuflaje para el río de aguas revueltas que lleva por dentro—. De veras, te felicito, es increíble lo que has avanzado.

—Sí —dice ella—. Ya sé bajar a toda mierda.

El Cibercoyote, por su parte, se ha hecho a la idea de que esta María Paz es una dienta peleonera, insoportable e impredecible, más pesada que aplanadora a pedal. Se desquita cobrándole sin asco la reprogramación del cruce de frontera, y le hace saber que está reuniendo a su rebaño en algún punto cercano a Sunland Park, New México, USA, vis a vis Ciudad Juárez, Chihuahua, México. Allá deberá presentarse ella dentro de poco, tan pronto reciba la señal. Va a intentar la travesía junto con otros forajidos y fugitivos como ella, y como casi todos los que atraviesan clandestinamente la frontera ya no de sur a norte, sino de norte a sur.

—¿Qué sabes tú realmente de ese tal Cibercoyote? —le pregunta Rose a María Paz.

—¿Realmente? —le responde ella—. Realmente no sé nada. Que es evangelista y que maneja Blackbeny.

—¿Y sin embargo te pones en sus manos?

Hay que ser caradura para pronunciar esa última frase. ¿Qué sabe el propio Rose de Bubba, en quien ha depositado toda su confianza? Nada, o peor que nada: sabe lo peor. Que es una sabandija taimada y temblorosa, que por dinero hace lo que sea. Y que no se ha presentado a las últimas citas. Algo muy raro tiene que estar sucediendo. La preocupación le quita a Rose el sueño y el apetito, lo vuelve hosco y callado, le crispa el genio. Por andar de cabeza en lo physical, María Paz no registra sutilezas como un cambio de ánimo, pero los perros sí, y se muestran inquietos. Sondean al amo con la mirada y le lamen las manos como si quisieran consolarlo: también ellos olfatean que algo anda horriblemente mal. Rose visita una vez más el billar, de nuevo sin resultados, y a la madrugada siguiente, después de horas de insomnio, recuerda que no ha borrado el mensaje electrónico de Sleepy Joe error imperdonable, ha dejado flotando en el ciberespacio esa prueba comprometedora. ¿Cómo es posible semejante descuido? Sin esperar a que el cielo aclarare, se viste sobre la piyama y corre al Business Center, para hacer desaparecer el cuerpo del delito con un golpe de tecla. Al abrir el e-mail, encuentra que ha entrado un segundo mensaje de Sleepy Joe. Vacila unos segundos, dándole tiempo a su corazón para aquietarse, y se atreve a mirarlo.

Esta vez se trata sólo de una imagen. En una difusa fotografía instantánea, unas llantas amontonadas arden en torno a un poste. Las llamas son apenas un pequeño relumbrón que el viento inclina hacia la izquierda. En cambio la humareda es grande, y sube tan espesa y negra que empaña el resto de la foto, obligando a Rose a ponerse sus gafas de aumento y a acercarse más a la pantalla. Atada al poste y en medio de las llantas, distingue la figura de un hombre desnudo y a medio quemar, quizá todavía vivo.

Rose logra dominar el beriberi de su mano suficientemente como para ampliar la imagen. La piel renegrida y ampollada desfigura las facciones, pero no hay duda de que se trata de Bubba. El lugar de ejecución es el patio trasero de su casa. En un trozo de tabla, clavada al poste una cuarta más arriba de la cabeza, han trazado las iniciales INRI.

Una oleada de fiebre baña en sudor a Rose. Sleepy joe está vivo. No sólo está vivo, además ya sabe que pretendían matarlo. De sólo pensar en la magnitud del desastre que él mismo ha desatado, Rose se hunde dentro de su propio cuerpo. Se le nublan los ojos, la sangre escapa de su cerebro y se le aflojan los músculos. Me voy a morir, piensa, y esa sensación lo aletarga, envolviéndolo en alivio. Pero no muere; queda suspendido y consciente en una zona intolerable. El sufrimiento extremo de ese hombre que agoniza se convierte en un timbre que quiere reventar los oídos de Rose. Siente que Bubba arde como gas mostaza en todas sus terminales nerviosas. La culpa lo anonada. Lo priva de pensamiento el saberse responsable del horror que ocurrió, y del horror que vendrá. Cegado por la estupidez, ingenuo como un niño, se ha puesto a torear a la fiera, a clavarle banderillas, y ahora la fiera responde. Rose se aprieta la cara con las manos para no ver: necesita ponerse a salvo de su propia angustia. Pero el martirio de Bubba se le ha metido adentro y ahora asume la forma de otros: los que están en fila esperando turno. Esa muchacha Violeta, que será la próxima. Y María Paz. Y también él mismo, el propio Rose, aunque esa última posibilidad no lo inquieta, más bien por el contrario.

Pero están las muchachas. Por culpa de Rose han quedado expuestas y ahora él necesita hacer un esfuerzo sobrehumano para pensar, pensar bien y a fondo, actuar, tratar de impedir que siga la cadena de atrocidades. ¿Cómo, si no logra recuperar control de sí mismo? Si ni siquiera puede pararse de esa silla. No consigue digerir y expulsar de sí a ese ser calcinado que irradia pánico y dolor con una intensidad insoportable, obligando a Rose a cruzar los límites de su propio aguante. La víctima sacrificial está cruda, en carne viva, es venenosa y contagiosa. Y ya no se encarna en el miserable Bubba. Ahora es Cleve, coronado de espinas, quien se ha pegado a la membrana interna de los párpados de Rose, impidiéndole abrirlos. La niebla ahoga sus pensamientos antes de que nazcan.

—Tengo que pensar —dice en voz alta, y la frase le llega de fuera, como un eco—. Tengo que pensar —vuelve a decir, pero siente que se duerme.

No sabe cómo lo logra, pero ya está frente a su chalet. Tiene la llave en la mano. Está a punto de abrir, pero no se atreve. Los perros, que siguen encerrados, se percatan de su presencia y enloquecen, raspan por dentro la puerta, quieren que los deje salir. Pero Rose no se atreve. Tiene que alertar a María Paz, pero no sabe cómo. Es culpa mía, piensa. Sólo en eso piensa, en su propia culpa. Pasó lo que pasó por su culpa, y también lo que va a pasar. Y él tendría que impedirlo, ya mismo, regresar a Vermont para proteger a la niña. Pero antes debe enfrentar a María Paz, mostrarle la foto del hombre que arde, explicárselo todo; ella tiene que saber. Pero ¿cómo puede Rose confesarle algo inconfesable como que mandó matar a Sleepy Joe a espaldas de ella, y que para colmo el asesino falló? Tendría que poner al descubierto su error, su manipulación, su engaño sistemático, sus planes egoístas, su estupidez infinita, su ingenuidad de pobre viejo imbécil, su lamentable inutilidad, su papelón de vengador burlado. Sleepy Joe no conoce el paradero de María Paz, por más que la busque para matarla tardaría en encontrarla, si es que la encuentra. Pero en cambio Violeta está regalada y al alcance de su garra. En ese mismo momento tendrían que estar partiendo hacia Vermont, pero Rose siente las piernas muertas, la voluntad muerta, el alma enterrada. Los perros van a destrozar la puerta si siguen arañándola, y Rose la entreabre. Desde adentro ellos la empujan y salen en tropel, brincándole encima para saludarlo. Luego se detienen, todos tres al tiempo, como deslumbrados por la blancura absoluta que durante la noche se ha esparcido sobre el campo. Luego se alejan despacio, cada cual por su lado, husmeando y orinando por aquí y por allá. Sin entrar al chalet, Rose vuelve a dejar la puerta cenada. Se recarga en el muro y queda absorto en las líneas divergentes, entorchadas, luego entreveradas, que las huellas de sus perros van dejando en la nieve.

—A veces uno hace cosas —me dice Rose—. Cuando no sabe qué hacer, hace cosas raras. Reconozco que alcancé a escuchar que en el interior del chalet María Paz cenaba el agua de la ducha. Luego escuché sus pasos, para un lado y para el otro; el piso era de madera y las tablas rechinaban. En ese momento yo tenía que haberle dado la cara. Y en cambio me alejé de allí. Me refugié en el cuarto de la lavandería; prácticamente me escondí entre las máquinas. Me senté en el suelo, al lado de una secadora que alguien había puesto a andar. Todavía recuerdo el calor y la vibración contra mi antebrazo. Creo que ahí no pensaba en nada, o sólo en las pastillas de Effexor. Hacía mucho las había dejado, pero en ese momento hubiera querido tomarme dos, tres, todo el frasco.

Rose logra sobreaguar en su pozo de angustia y regresar al chalet, pero ya no encuentra a nadie. El servicio de guardería ha dejado una nota anunciando que se lleva a los perros, y María Paz ha partido con su equipo de esquí a cuestas. ¿Ya estará en las pistas? No puede ser, aún no las abren. La busca en el comedor y ahí la encuentra, pero ella desayuna con unas amistades que ha ido haciendo, y Rose no se atreve a interrumpirla. Por más prisa que tengan, no conviene armar escándalo, ni siquiera llamar la atención; que no salte la liebre, que nadie sospeche, que la Policía se mantenga a raya. Rose decide esperar a que María Paz salga del comedor. La tomará del brazo, la llevará aparte, y ahí le dirá lo que pasa. Aunque quizá no le diga todo, al menos por ahora. Sólo lo esencial: le anunciará que algo sumamente grave ha pasado y que después le explica, por ahora a volar, tienen diez minutos para recoger bártulos, pagar la cuenta del hotel y lanzarse a la carretera.

Al fondo del comedor, inocente de todo, María Paz se ríe con sus nuevas amigas. Rose alcanza a ver que toma jugo de naranja, unta pan con mantequilla, se lleva los cubiertos a la boca. De pronto ella se para, y camina hacia el buffet. Es el momento, se dice Rose, y se dispone a abordarla, pero sus amigas también se han levantado y ya están con ella. María Paz se sube un tazón de granola en leche, y regresa a la mesa. Esto va para largo, piensa Rose, Dios mío santísimo, los horrores que pueden pasar mientras esta mujer acaba de masticar toda esa granóla. Mejor ir ganando tiempo, decide, y busca al conserje para preguntarle por el cuidador de perros.

—No se preocupe, señor, se los traen a mediodía —le dicen—. Hoy se los llevaron a hacer mushing.

—¿A hacer qué?

—Mushing, señor.

—Y qué cosa es mushing.

—Un deporte con trineos, señor.

—¿¡Pusieron a mis perros a jalar trineo!?

—No, señor, cómo se le ocurre, ellos van corriendo al lado del trineo…

Mientras Rose averigua hasta dónde tiene que ir para recuperar a sus animales, María Paz sale del comedor con sus amigas, y se encarama con ellas en el microbús que las llevará a las pistas. Rose corre detrás, en vano: el microbús se aleja por el camino y se pierde de vista.

Rose regresa al chalet. No se ocupa de su barba hirsuta ni de su aliento de ultratumba, no se percata de la piyama que asoma debajo de la ropa, apenas tiene cabeza para cambiarse los zapatos por las botas, meterse al bolsillo la billetera, las llaves del carro, los documentos, y embutir en el bolso lo que encuentra a mano. Vuela a la recepción. Que le entregue la cuenta, le suplica a una recepcionista parsimoniosa. Que se le ha presentado un inconveniente mayor y es imperativo devolver hoy mismo el chalet, le dice; por favor, señorita, por lo que más quiera, entienda que tengo afán. Por no cancelar con anticipación, le cobran un día extra. El paga sin chistar, y devuelve la llave. Tira los maletines dentro del Toyota de cualquier manera y ya va a arrancar, cuando se acuerda de la pistola de Ming. La ha dejado escondida en el chalet, entre una de las vigas del techo y el cielorraso. Vuelve a recepción, pide la llave, espera eternidades a que se la entreguen, recupera la pistola, y ahora sí, maneja como despepitado hasta el centro de esquí. Recogerá a María Paz, tendrán que regresar por los perros y sin darse un respiro se jalarán de un tirón, pero en sentido inverso, el viaje maratónico que hicieron de venida. Sólo que entonces se permitieron el lujo de dedicarle cinco días a la travesía, y en cambio ahora tienen los minutos contados.

Rose corre a la cantina Los Amigos y sale a la tenaza: desde ahí domina el panorama y podrá ubicar a María Paz. Pero pasan los minutos, y nada que la ve. El que sí aparece es el mesero que lo ha estado atendiendo estos días, y que ahora se le viene encima blandiendo la carta.

—Nada, gracias —trata de disuadirlo Rose.

—Sorry, sir, si no consume no puede sentarse en estas mesas.

—Entonces un café. —El mesero se le ha parado enfrente y le obstaculiza la visión.

—¿Desea acompañarlo con algo de comer?

—Cualquier cosa.

—¿Le traigo su quesadilla de chorizo?

—Está bien.

—¿En salsa roja?

—Como quiera.

La cinta sin fin que forman los esquiadores se desliza montaña abajo acompasadamente, sin gravedad y en silencio, con una suave ondulación lunar. Luego asciende por el aire y vuelve a bajar, porque no es cinta lineal, sino de Moebius, y todos avanzan por ella como en procesión eterna. Todos menos María Paz, que en algún momento se salió del circuito y no aparece. Y van a dar las diez y media de la mañana.

—Me estaba deshidratando de angustia —me dice Rose—, sentía que perdía peso a cada minuto. Descarté la posibilidad de solicitar que salieran a buscarla con perros, o en las motonieves de los paramédicos, porque no debía hacer recaer la atención sobre ella. Hasta el momento íbamos pasando limpio, ningún indicio de persecución, ni siquiera de sospechas, y era vital mantenerse así. Y al mismo tiempo, cada hora que pasara podría ser mortal.

Rose quiere calcular cuánto toma subir por la telesilla y volver a bajar, así que sigue con la mirada a una señora, a las claras novata en el esquí, que lleva puesto un traje naranja particularmente vistoso. La toma como parámetro y la cronometra. La mujer de naranja le pasa por enfrente, gira en redondo al cabo de la pista, toma la telesilla, se pierde en lo alto, y a los doce minutos exactos entra de nuevo en el ángulo de visión de Rose. Vuelve y juega: esta vez la de naranja tarda un poco menos haciendo su periplo. Rose promedia, y calcula que en la hora que lleva esperando, María Paz tendría que haber pasado unas cinco o seis veces. Y sin embargo nada. Debe de haber una explicación, y a Rose sólo se le ocurren las peores. ¿Y si se partió una pierna y la tienen hospitalizada? ¿Si se estampó contra un árbol y se rajó el cráneo? ¡La detectó la Policía y la detuvo! Calma, se dice Rose a sí mismo, respirar hondo, o al menos respirar, y ante todo un mínimo de calma. Ante todo no desesperar, aunque la situación sea desesperada.

Para acallar la máquina de predecir desastres que se le ha disparado en la cabeza, extiende una servilleta de papel, saca un bolígrafo, traza un mapa a mano alzada y trata de concentrarse en la planificación del viaje relámpago hasta el colegio de Violeta. Hay unas dos mil millas entre el lugar donde están y Montpelier, Vermont: treinta y seis horas al volante. María Paz maneja mal, ya lo ha comprobado Rose, y van al muere si el highway patrol le pide la licencia. Y aun así tendrán que turnarse. Cada uno ocho horas, mientras el otro reclina el asiento y duerme. Forzosamente hay que programar paradas para ir al baño, echar gasolina, pegarse un buen shot de espresso y dejar que los perros se desentumezcan un poco, y Rose marca en su mapa escalas técnicas de una o dos horas en Winona, Kansas; Topika, Kansas; Caseyville, Illinois; Dayton, Ohio; Harborcreek, Pensilvania. Y una última antes de llegar, en Wells, estado de Nueva York. Y aun así, exigiéndose al máximo y contando con que no surja ningún inconveniente, van a tardar dos días con sus noches. Y hasta tres, si en algún momento los vence el cansancio. Ni pensar en todo lo que podría sucederle a Violeta durante dos o tres días con sus largas noches. Imposible correr ese riesgo. ¿Y si María Paz se adelantara en avión? Tendría que presentar documentos ante las autoridades. ¿Y si se adelanta Rose? Tampoco sirve, no puede dejar tirados a María Paz y a los perros.

Como ella sigue perdida, Rose toma una decisión. Temeraria, pero al menos decisión: llamará a la Policía, avisará del peligro, dirá que un serial killer ronda por Montpelier. Pedirá que pongan vigilancia las veinticuatro horas en torno al colegio, alertará sobre una muchacha enferma, horriblemente expuesta, que se llama Violeta y que corre un riesgo mortal. ¿Violeta qué?, es lo primero que van a querer saber. Y Rose ni siquiera conoce el apellido, para no hablar de todo lo que tendría que callar, o justificar, si llegaran a interrogarlo. Pero sobre todo, ¿quién le va a hacer caso? ¿Por qué le van a creer? Y si llegaran a creerle, todavía peor; con la zona sembrada de Policía, María Paz no podría ni acercarse a su hermana.

¿Pero es que acaso no aprendes, pendejo?, Rose se reprende a sí mismo. Por ningún motivo debe seguir tomando decisiones por su cuenta, imponiendo su criterio, pegando timonazos sin consultar. Así lo ha venido haciendo, y el resultado es infantil, criminal, imperdonable. No. No puede imponer un giro así a espaldas de María Paz, y menos que menos uno de esa envergadura, que podría salvarlos, pero también acabar de hundirlos. En ese punto, a la mesa de Los Amigos vuelve a acercarse el mesero, que a esas alturas ya es casi actor de reparto por lo mucho que interrumpe en la escena. Esta vez le alcanza a Rose la prensa: ya sabe que el señor acostumbra a leer el New York Times y se lo entrega, aunque no la edición de ese día, que aún no ha llegado hasta estos confines de Colorado. Y Rose, que desde luego no está en ánimo de ponerse a leer nada, hace el ademán de ojear ese diario trasnochado, pasa descuidadamente las páginas, y lo hace más que nada por condescendencia con ese buen hombre que se empeña en atenderlo, y que ahora le ofrece otro poco de café.

—No —le dice Rose—, ahora sí, de veras no, ya no quiero nada más.

Y ahí es cuando ve la noticia, en grandes titulares. ASESINADO DE MANERA BRUTAL UN PROMINENTE ABOGADO EN BROOKLYN. Desde una fotografía desplegada a dos columnas, Pro Bono lo mira directo a los ojos, muy vivo aún y con aire burletero. No es una foto del crimen, sino una de estudio, y debió ser tomada años atrás, enfocándolo sólo del cuello hacia arriba. Nadie diría que es jorobado, piensa Rose, y pierde la vista en un punto blanco y vacío, que la mujer de naranja atraviesa una vez, y luego otra, y otra más, y quizá una cuarta, antes de que Rose emerja desde muy hondo, quiebre la capa de hielo que lo encierra en su ensimismamiento y deje escapar dos hilos de lágrimas, que seca con la servilleta en la que ha pintado el mapa. Adiós, bacán, le dice al amigo.

Después de hablar con Buttons, el ayudante de Pro Bono, a quien ha llamado por el teléfono público, Rose regresa paso a paso a su mesa en la tenaza, y vuelve a sentarse. Y usted dónde demonios andaba, le ha reprochado Buttons, y él le ha mentido: lejos, le ha dicho, lejos de todo. El mesero se le acerca, a preguntarle si se encuentra bien. El responde que sí, pero sabe que lleva encima cincuenta años más de los que tenía cincuenta minutos antes. De pronto el aire quieto se enrarece, y unas manos enguantadas le caen encima, agarrándolo desde atrás.

—Ni me sorprendí, ni me asusté —me dice—. Simplemente pensé que también a mí me había llegado la hora. Y me pareció apenas lógico.

—¿Dónde se había metido? ¡Llevo rato buscándolo! —La voz es de María Paz, que de juguetona y sin que él se dé cuenta, se le ha parado detrás y le tapa los ojos con sus mitones de esquí. Acto seguido se deja caer a su lado en una silla, se quita a los jalones el gorro, la bufanda y los mitones, se abre hasta la cintura la cremallera del enterizo para bajarle al sofoco, se suelta la melena y la sacude, y con cara radiante y voz chillona de pura alegría, le pide al mesero una Cola-Cola con muchísimo hielo, y se larga a parlotear sobre las pistas nuevas que esa mañana ha estado explorando con sus amigas.

—¡Imagínese, señor Rose! —le dice, tironeándolo de la manga—, me tiré por una azul, yo, María Paz, el Putas de Aguadas. ¿Oyó lo que le dije? Pero qué le pasa hoy, que anda tan ahuevado. Acabo de tirarme por una pista azul, y usted como si nada, ¿sabe el precipicio tan verraco que es eso? ¡Eso es la muerte, Rose, la muerte en patineta!

—Ey, ¿hay alguien ahí? Eh, ave maría, señor Rose, y a usted qué le pasó, qué bicho lo picó… ¡Espabile!

Rose deja un billete sobre la mesa y arranca a caminar hacia la zorra de parqueo. Que tienen que irse inmediatamente de Colorado, que después le explica, es lo único que le dice a María Paz, sin voltear a mirarla siquiera.

—¡Oiga, menso! —le grita ella, que viene corriendo detrás, sin entender un cuerno y cargando con sus esquís, sus botas y sus bastones—. ¿Y es que no vamos a devolver estas vainas? ¿Y el traje? Espéreme, hombre, ayúdeme con todo esto…

Recogieron en el hotel a los perros, que estaban exhaustos después de correr toda la mañana detrás de un trineo, y arrancaron hacia el norte con Rose al volante, a unas velocidades absurdas que traían a María Paz colgada del asidero, a Otto, Dix y Skunko dando tumbos unos sobre otros a cada curva, y al viejo Toyota vibrando al límite de la desintegración.

—Pare, Rose —pedía ella—. Pare y me explica qué está pasando, por qué vamos como locos.

—Ahora no, más adelante.

—Dígame adonde vamos…

—A Vermont, por tu hermana, antes de que la mate el bestia de tu novio —explotó Rose, y sin dar excusas ni intentar atenuantes, le pasó a María Paz la hoja impresa con la foto de Bubba en la pira, y la página del New York Times con la noticia del asesinato de Pro Bono.

No le importó hacerlo así, sin miramientos. Por el contrario, se sintió bien: la muerte de Pro Bono había derretido su montaña de culpa transformándola en ira, y no se conmovió ante la estupefacción horrorizada de ella, ni su palidez cadavérica, ni su crisis de llanto, porque lo único que Rose sentía en ese momento era rabia. Rabia contra ella.

—La muerte de Pro Bono era la demostración atroz de que yo tenía razón, ese novio de ella era un monstruo, un asesino asqueroso, y eso yo siempre lo había sabido —me dice—, y en cambio ella no, ella ranchada en que no, en que el tipo en el fondo era inofensivo, Dios mío, cómo podía ser tan ciega, y a mí la muerte de Pro Bono me tenía mal, de verdad mal, descompuesto, y lo que sentía por dentro era ira.

—¿La ira, el reverso de la culpa? —le pregunto—. ¿Dejar de odiarse a sí mismo y pasar a odiar la a ella?

—Puede ser —me dice—, pero sobre todo ganas de apabullarla con un «te lo dije» del tamaño del mundo.

—Ahí tienes. Mira bien. Abre los ojos de una buena vez —le decía Rose a María Paz, golpeteando con el índice los papeles que acababa de entregarle—. Aten iza, niña. Esto lo hizo tu novio, ¿entiendes? El tal Sleepy Joe. El lobito que no muerde, el pobrecito tan bueno que hasta plata hay que mandarle, porque pobrecito. ¿Ya miraste bien? A este lo quemó vivo, y a este otro lo mató a azotes a tu abogado. A azotes, al pobre viejo, el que tanto te ayudó. Y a mi hijo Cleve lo desbarrancó y le ensartó una corona de espinas. ¿Ves algo en común entre ellos, eh? Te estoy hablando, María Paz, respóndeme. ¿Ves algo en común entre esta pobre gente? Término. Tú. Tú eres lo único que tienen en común estas personas, aparte de haber sido torturadas hasta la muerte por tu galán. ¿Así que no mata, tu machucante? ¿No mata, eh?

—Y quién es el quemado, y yo qué tengo que ver con él —intentó protestar María Paz.

Pero Rose ni siquiera la escuchó, tan ocupado estaba en lastimarla. Se daba cuenta del daño que le causaba con sus palabras y si embargo no podía parar, las llevaba guardadas desde hacía demasiado tiempo, y en ese momento le salían de adentro con un rencor que él mismo no sabía hasta qué punto había ido acumulando.

—¿Un justo desquite? —le pregunto a Rose.

—Es posible, sí —me responde—. Tal vez le estaba cobrando a ella el haber querido más a ese engendro que a mi hijo. O quién sabe. No puedo decirle exactamente. Sólo sé que me dio por hablarle así, como castigándola. Veía que a ella se le había secado la boca, y notaba las palpitaciones en sus sienes, y sentía que temblaba como si la hubiera atacado un frío muy intenso. Y sin embargo yo seguía, como si lo disfrutara.

—¿Así que Sleepy Joe maltrata sólo por dinero, esa es tu teoría? —le gritaba—. Pues a Pro Bono lo asesinó ayer, niña, ayer, más de una semana después de que le entregaran el dinero que tú le enviaste, o a lo mejor con el dinero que tú le enviaste, quién quita que lo haya utilizado para eso.

—¿Eso ¡o hizo Sleepy Joe? —preguntó María Paz con un hilo de voz, que a Rose lo enardeció más todavía.

—Ay, Dios mío, niña, ¿y todavía preguntas? Bájate del carro, maldita sea. Ya, bájate, no quiero ni verte.

Al rato las cosas se habían calmado un poco, no tenía sentido semejante garrotera entre ellos dos, cuando la vida de Violeta estaba en juego. De nada iba a servirles matarse el uno al otro, cuando el verdadero asesino andaba suelto.

—¿Quién es este hombre? —preguntó María Paz, ahora con más energía—. El quemado. ¿Por qué lo quemaron?

—Ese hombre es Bubba, el hijo de Wendy Mellons. ¿No lo reconoces? No, claro que no, está tan quemado que es imposible reconocerlo, ¿sabes de algún jodido pirómano que haya querido hacer eso?

—¿Lo quemó Sleepy Joe? —insiste en preguntar María Paz—. ¿Y a usted qué le hace pensar eso?

—Qué me hace pensar, qué me hace pensar. No empecemos de nuevo. ¿Acaso eres imbécil? Sleepy Joe lo quemó y te mandó la foto a tu e-mail. Un mensajito para que sepas lo que va a hacerte a ti, y a tu hermana. Y a mí, por supuesto. ¿Y porqué lo quemó? Vaya pregunta. ¿Por qué mató a Pro Bono?

¿Por qué mató a Cleve? ¿Por qué mató a tu peno? Yo no tengo la respuesta, pero seguramente tú sí.

—Cálmese, Rose, y respóndame —dice ella.

—Sleepy Joe quemó vivo a ese hombre porque ese hombre iba a matar a Sleepy Joe. Y ese hombre iba a matar a Sleepy Joe porque yo le pagué para que lo hiciera. Pero las cosas me salieron mal. Lo étnico malo fue eso, lo mal que me salió todo, y ahora Sleepy Joe anda energúmeno en vez de estar muerto. Y hay que dejar de hablar, ¿me oyes? A callar, María Paz, ahora mismo. No más discutir, no más preguntar. Deja de llorar y de abrazarte a ese bolso. Concéntrate en el mapa, y yo me concentro en conducir. Lo único que hay que hacer es llegar a Vermont antes que él.

El asesinato de Pro Bono había sucedido de noche, a partir de las once, hora en que el abogado todavía andaba hecho un figurín, como era su costumbre, pese a estar solo y en ropa de entrecasa. Ya punto de lavarse los dientes: ese dato se conoce porque encontraron sobre el mesón del baño el cepillo con dentífrico. Es de suponer que Pro Bono llevaba puesta una bata de terciopelo tres cuartos con cordón a la cintura, piyama blanca con monograma en el bolsillo del pecho, fular de seda al cuello, a lo mejor clavel en el ojal: ese tipo de elegancia rimbombante, a lo Oscar Wilde, bajo la cual ocultaba su tara de nacimiento.

¿Cómo logró Sleepy Joe colarse a esas horas en el apartamento de Pro Bono? Buttons se lo ha dicho a Rose.

—¿Quieres saber cómo fue? —le pregunta Rose a María Paz, otra vez con la ira urticándole la garganta—. No te va a gustar escucharlo, porque también en eso tienes que ver. Buttons me dijo que Pro Bono llevaba días buscándote. El viaje a París no había salido muy bien que digamos. Le nozze di Fígaro medio se aguaron, porque Pro Bono no tenía cabeza para ningún Mozart, y se pasó su segunda y última luna de miel llamando a larga distancia para preguntar por ti. Quería saber si ya habían podido avisarte lo de la pinza. Y al llegar a Nueva York, volvió a ponerse sobre la pista.

Tan pendiente de ella estaba, que esa noche no tuvo reparos en abrirle la puerta a un absoluto extraño, pese a que ya era casi medianoche. El portero del edificio declaró después que había tenido dudas; no eran horas para estar fastidiando a los propietarios, y menos tratándose de un tipo como ese, de aspecto sospechoso, que llegaba exigiendo ver al abogado con tonito arrogante, dígale que aquí está Ricky Toro y que necesito verlo, dígale que soy primo de Paz, él sabe de qué se trata. Rarísimo todo el asunto. Pero el portero había aprendido a ser discreto, no por nada llevaba años en el oficio, y sabía que a veces los habitantes de los edificios tienen contacto con gentes raras, un distribuidor de droga, por ejemplo, o alguna prostituta, y quién era él, el portero, para erigirse en árbitro. Así que le timbró a Pro Bono, excuse me, sir, le dijo con timidez, porque temía haberlo despertado.

—Dígale que suba a mi despacho —le había ordenado Pro Bono—. Mejor no. Espere.

El apartamento de Pro Bono estaba ubicado en el mismo edificio de su despacho, y él solía quedarse a dormir ahí, solo, cuando terminaba de trabajar demasiado tarde como para ensillar su Lamborghini y galopar en él hasta su casa de los suburbios. En esos casos, le echaba una llamadita a su esposa Gunnora. Sorry, darling, le decía, no alcanzo a llegar esta noche, me quedo aquí en Brooklyn, si quieres mañana almorzamos juntos en Manhattan, te propongo el Oyster Bar de Grand Central.

Por alguna razón, Pro Bono se arrepintió de atender al recién llegado en su despacho, pese a que quedaba apenas un piso más arriba; no le habría parecido apropiado presentarse ahí en bata y pantuflas, por simple cuestión de principios, porque en realidad en las oficinas ya no había nadie; hacía horas el personal las había abandonado. O quizá Pro Bono no quería resfriarse, o no encontró la llave: uno de esos cambalaches del destino, mínimos en sí mismos, pero de grandes consecuencias. Cualquiera que haya sido la razón, Pro Bono no quiso subir hasta el despacho; debió pensar que mejor atendía al hombre en la puerta de su casa, total sería cosa de unos minutos, y podría preguntarle por María Paz. A eso debía de venir el tipo, a traerle noticias de ella.

—Mejor mándemelo aquí, a mi apartamento. —Pro Bono le dio la contraorden al portero.

Si el visitante hubiera subido al despacho, y no a la vivienda particular del señor, el portero le habría exigido documento de identidad, y ahí hubiera confirmado sus sospechas. Pero consideró que se trataba de una visita privada y lo dejó seguir sin preguntarle mucho. La imagen de Sleepy Joe quedó grabada en las cámaras de seguridad, y a pesar de que venía abrigado para invierno, en el registro se ve con nitidez su rostro, y se nota a las claras que se trata de un varón de raza blanca, joven, de aproximadamente 6,1 pies de alto, que entra a las 23:05 y abandona el edificio veintiocho minutos más tarde.

En el ínterin, penetra en el apartamento. Sin pérdida de tiempo, le sella a Pro Bono la boca con cinta plateada y lo obliga a desnudarse: a exhibir lo que jamás exhibe, ni siquiera ante sí mismo. Lo despoja de su coraza, lo deja tan expuesto como cuando vino al mundo y hace que se mire en el gran espejo antiguo con marco de plata que preside el hall, de entrada. O tal vez no. En ese hall no debe haber ningún espejo. Pro Bono no hubiera querido someterse a la tiranía cotidiana de ese objeto siempre ahí, como un agujero negro, esperándolo a la llegada, despidiéndolo a la salida, jalándolo hacia el vacío al confrontarlo con la verdad desnuda de su anatomía rosada y retorcida, y desmoronando así la perfecta imagen que de sí mismo había logrado construir a lo largo de su vida, como defensor de causas justas, como amante esposo, como hombre culto, rico, elegante y viajado.

El introito a la ceremonia se lleva a cabo más bien en el baño que utiliza Gunnora, donde sí hay espejos, que al estar enfrentados multiplican el escarnio. Y eso, no lo que vino después, debió ser la peor parte para Pro Bono; esa puesta en evidencia, ante los ojos de un extraño, de que su monstruosidad no estaba en la distorsión del espejo, ni en los ojos del observador, sino dolorosamente incrustada en su propia naturaleza, desde el día en que nació y hasta esta noche, que sería la de su muerte. Ese fue el verdadero golpe de gracia. En la verdad de su desnudez, Pro Bono sucumbió ante el victimario. De donde se deduce que a Sleepy Joe le faltó sutileza en su crueldad; no comprendió que Pro Bono ya no era Pro Bono, apenas su sombra, cuando lo doblegó y lo amarró a una columna, se pitorreó de su giba y de sus extravagancias, se puso al cuello su fular de seda, brincó por ahí, agachado como un simio, para remedarlo, y ya luego se cansó de monerías y sacó el látigo que traía escondido bajo el abrigo.

Lo demás fue predecible: el procedimiento al fin de cuentas rutinario de azotar a un pobre viejo, dele que dele, una y otra vez, llevándolo más allá del dolor y hasta la muerte. El verdadero destello sagrado, la epifanía, la chispa mística, estuvo más bien en el propio látigo, ese fetiche con vida propia que silba como un pájaro cuando quiebra el aire al restallar, siendo, como es, el primer objeto creado por el hombre que rompe la barrera del sonido. Ian Rose conocía bien, por habérselo escuchado a Wendy Mellons, un dato que los investigadores del caso jamás descubrirían: desde hacía años el asesino venía explorando las infinitas posibilidades rituales de ese instrumento, que había utilizado por primera vez, siendo muy niño, en la Morada de los Penitentes, en esa ocasión sobre sí mismo. Para oficiar sobre la persona de Pro Bono, Sleepy Joe no recurrió a un látigo cualquiera, sino al único y quinta esencial, el llamado fragrum romano, que fuera utilizado en Judea, en el cuartel de Pondo Pilatos, para azotar al Hijo de Dios. El fragrum romano consta de tres correas terminadas en uñas de metal y desgaja la piel a cada golpe, o sea, la abre en gajos, o si se prefiere en surcos, según se hizo de conocimiento universal el día en que Mel Gibson estrenó su película, La Pasión de Cristo.

El cuerpo de Pro Bono, todavía amordazado y atado a la columna pero ya exangüe, lo encuentra al día siguiente la mujer de la limpieza.

—Pare en la primera área de servicio que vea —le pide María Paz a Rose, cuando llevan apenas una hora de viaje desalado hacia Vermont.

Rose protesta, no está de acuerdo, ese receso no está programado, no pueden andar deteniéndose a cada nada, tienen que esperar por lo menos hasta Kansas, ¿qué es, pipí? ¿Acaso María Paz no puede aguantar?

—Ahí, a una milla: área de servicio —ordena ella—. Mire el letrero, Rose. Ahí debe haber teléfono. Hay que llamar a Violeta para advertirle.

En el Food Mart ojean los diarios del día y escuchan las noticias que un televisor difunde. Por todos lados estalla, como reguero de pólvora, la conmoción frente al criminal del momento, a quien los periodistas han tenido el cabezazo mediático de bautizar The Passion Killer. Y no por pasión de amor, ni siquiera amor a María Paz, quien al parecer todavía no ha salido a relucir en las investigaciones. Ni tampoco amor a Maraya, ni a Wendy Mellons, ni a nadie. Más bien Pasión con mayúscula, como en lo de Mel Gibson. Y mientras Rose baja a los perros del carro para que orinen, y María Paz hace lo propio en el baño, el mundo se sorprende ante la imagen de Sleepy Joe, ese serial killer tan guapo, increíble, cómo puede ser tan malo alguien tan rubio y tan alto.

—Mira, María Paz —Rose le señala uno de los diarios—, parece que tu Hero no fue el único.

—No me diga que ese hijo de puta mató más perros.

—No que se sepa, pero en cambio clavó más gente.

Al Passion Killer le andan atribuyendo por lo menos nueve asesinatos en cadena, perpetrados en distintos puntos del país pero con similares métodos, y la mayoría de esas víctimas son personas que ni María Paz ni Rose conocen, ni siquiera de nombre. Dos de ellas han sido clavadas a lo largo de ese año, una a una puerta y la otra a un armario, con toda la parafernalia de inciensos y cirios que ya se considera marca de fábrica.

Desde el teléfono público, María Paz llama al colegio de su hermana. Va a ser una comunicación difícil, definitiva, de la que puede depender la vida de la niña. María Paz tendrá que decir las palabras precisas, para que Violeta las comprenda y actúe en consecuencia. No puede asustarla con generalidades, ni crearle inquietudes abstractas, ni pretender que ella interprete. Cada frase tiene que ser breve y justa. Y ya está ahí Violeta, al otro lado de la línea.

—Little Sis, soy yo, Big Sis —le dice María Paz.

—No es Big Sis, es la voz de Big Sis.

—Escúchame, Violeta.

—Escúchame, Violeta. Ya vi a Sleepy Joe y me asusté. Sleepy Joe. Si se acerca, lo muerdo.

—¡No salgas de tu colegio, nena! —A María Paz se le congela la sangre en las venas—. NO VAYAS CON SLEEPY JOE. ¿Me oyes, Violeta? Con Sleepy Joe NO. Sleepy Joe hace cosas malas, muy malas, y Violeta no debe ir con él. —Sleepy Joe salió en el noticiero.

—Piensa bien, Little Sis. Piensa lo que vas a responderme. Viste a Sleepy Joe, o viste la imagen de Sleepy Joe en el noticiero…

—En el noticiero.

—¡Bien, Violeta, bien! —A María Paz le vuelve el alma al cuerpo; Sleepy Joe aún no está allá, y además Violeta ya está enterada, no será necesario entrar en explicaciones que no llevarían a nada, salvo a una terrible confusión—. Ya escuchaste las cosas malas que hace Sleepy Joe. Por eso no debes salir del colegio. NO SALGAS DEL COLEGIO. Espérame allá, Little Sis, que voy por ti.

—No vengas, Big Sis. La Policía vino a preguntar por ti. Yo no le dije nada a la Policía. La directora no dejó que me preguntaran.

Mierda, piensa María Paz. Mierda, mierda, mierda. Lo único que faltaba.

—Ahora vas a quedarte al lado del teléfono —le pide a Violeta, después de sopesar con cuidado qué debe hacer—. Violeta, no te alejes del teléfono. Big Sis te llama en cinco minutos.

—Para qué dos veces.

—Hazme caso. Tú te quedas ahí. Yo te vuelvo a llamar.

María Paz cuelga, y enseguida empieza a aleccionar a Rose en el mismo tono que ha utilizado con Violeta. Le da instrucciones cortas y precisas, acentuando mucho cada sílaba.

—Óigame bien, Rose. ¿Usted conoce en Nueva York, o en los alrededores, a alguien de su absoluta confianza? —le pregunta.

—¿Cómo?

—Lo que oyó. Un amigo, o amiga. Tiene que ser inteligente, hábil y buena persona. Y de su absoluta confianza.

—Déjeme pensar… Creo que sí. Conozco a alguien así.

—Bien. ¿Tiene aquí su número?

Rose le dice que se trata de Ming, y María Paz ya sabe más o menos quién es; varias veces se lo oyó mencionar a Cleve.

—¿Y Ming sí podrá lidiar con Violeta? —le pregunta a Rose.

—Ming lidia consigo mismo, o sea que puede lidiar con cualquiera.

—Bien —María Paz aprueba—. Entonces llámelo. Llame ya mismo a Ming, que también habrá oído las noticias, no van a hacer falta explicaciones con él tampoco. Dígale que se presente hoy mismo en la escuela de Violeta. Dele las señas de la escuela. Indíquele cómo llegar. Hoy es sábado, día de visitas, no habrá problema. ¿Dónde vive Ming?

—Pues en Nueva York.

—Bien. ¿Cuánto tiempo hay de Nueva York a Montpelier? —¿Cuatro horas y media, cinco?

—Ya es la una y media. Más cinco, seis y media. Perfecto. Adviértale a Ming de que tiene que estar por ella a las seis y media en punto. Dígale que pregunte en recepción por Violeta, que ella va a estar advertida. Dígale que se la lleve enseguida, y que nos espere dos días, tres, lo que sea necesario, en ese motel en el que usted y yo nos alojamos cuando estuvimos en Vermont, el North alguna cosa…

—El North Star Shine Lodge —dice Rose, que desde que hizo amistad con Pro Bono, se graba los nombres de todos los hoteles y moteles en los que se hospeda.

—Ese mismo. ¿Puede indicarle a Ming dónde queda?

—A mano derecha por la 1-89, yendo hacia Montpelier, unos quince minutos antes de Montpelier. Lo va a ver anunciado en un cartel grande, que indica el desvío. A partir de ahí, sólo tiene que seguir las señales, no tiene pierde.

—¡Bien, Rose! —María Paz lo abraza—. Y yo sí quise a su hijo, ¿oyó? Lo quise mucho. Ya usted también lo quiero, cuando no me grita. Y ahora, llame a ese Ming. Dele las instrucciones, y sea muy escueto en sus explicaciones.

—Ming no es autista, María Paz, y yo tampoco.

—Todos somos un poco autistas. Dígale a su amigo que le hable suave a Violeta, que mantenga distancia, que no ponga música en el carro porque ella es muy sensible al ruido, que no le haga chistes porque ella no los entiende, y que en cambio se ría de los chistes que ella le haga. Adviértale de que tenga cuidado, porque la niña muerde. Y muy importante: que de entrada le diga: yo soy Ming. Así, bien clarito, YO SOY MING. Adviértale que no debe mostrarse angustiado ni apurado, porque ella se bloquea. Dele, háblele ya a su amigo.

Rose hace su llamada y Ming acepta el encargo sin chistar, contento de saber que Ian Rose está vivo. Enseguida María Paz marca nuevamente al colegio.

—Es la una de la tarde, Violeta —le dice.

—No, es la una de la tarde y diez minutos.

—Tienes razón. A las seis y treinta de hoy, va a recogerte en su coche un señor que se llama Ming.

—Se llama Ming.

—Muy bien. ¿Cómo se llama?

—Se llama Violeta.

—Escúchame, Violeta, que no es chiste. El señor que va a ir por ti. ¿Cómo se llama? —Se llama Ming.

—Bien, Little Sis. Ming es una buena persona. Tú te vas con él. Ming llega por ti a las seis y treinta de la tarde. Ming te va a cuidar.

—Qué cantaleta, ya no repitas más. Ming cuida a Violeta, Ming cuida a Violeta, ya lo sé de memoria.

—De acuerdo, perdón, Little Sis. Perdón por repetir. Sólo una vez más, la última: Ming cuida a Violeta, y Violeta se va con Ming.

—Ya, María Paz, no hables como Tarzán. Viene Sleepy Joe y no me voy con él.

—¡No! Con Sleepy Joe no, ¡por Dios, Violeta! —Eso dije, con Sleepy Joe no.

—Con Sleepy Joe no, Violeta. Sleepy Joe hace cosas malas. ¿Con quién te vas?

—Con Sleepy Joe —dice Violeta y se ríe.

—¿Estás jugando, cierto? Te estás burlando de tu hermana. Te vas con Ming. A las seis y treinta. Y no lo muerdes.

—Ya no más, Big Sis. Ya entendí —dice Violeta, y cuelga.

Hacia el final del tercer día de viaje, María Paz y Rose llegan por fin al North Star Shine, para comprobar que en medio del descontrol general todo está más o menos bajo control. Ming ha cumplido con su tarea al pie de la letra; Sleepy Joe no ha atacado, ni siquiera ha asomado, y Violeta se ha comportado bien, dentro de lo que cabe. Y ahora se abre un compás de espera.

Ahí, en ese motel, los hilos de esta historia desembocan en un punto más o menos muerto, más o menos vivo, pero definitivamente quieto, o falsamente quieto, como ese winter de su discontent por el que atraviesan. María Paz, Ming y Rose se entretienen compitiendo entre ellos en un torneo de golfito enano, dándole a la bola con los taquitos y haciéndola rodar por el sucio pasto de fieltro, mientras Violeta corre detrás de ella, agarrándola para meterla con la mano en el hoyo. Y ya luego comen Kentucky Fried Chicken, qué más van a hacer, no es como que el abanico de posibilidades esté muy abierto, si afuera ruge el frío y la Policía anda por toda parte; hasta ellos llega el ulular de sirenas, pese a que el motel queda retirado y más bien enmontado, en la misma coordenada del colegio, pero en la falda opuesta de la montaña. Y ellos sin saber a qué exactamente se debe el agite, detrás de cuál de ellos están las autoridades, a quién le van siguiendo la huella. Si a Sleepy Joe, ya universalmente buscado. O a María Paz, por prófuga. O incluso a la niña, que se ha salido del colegio sin avisar que pasaría esas noches por fuera.

Parece ser que la vida los ha empujado al límite, sin dejarles más salida que el golfito, episodios viejos de Friends y pollo apañado. Ming anda preocupado por Wan-Sow, ese prima donna con aletas de bailarina y dientes de piraña, que se pone nervioso si cada doce horas no le están sirviendo sus larvas de mosquito, y al mismo tiempo cómo podría regresar a sus cómics noir y sus bettas, si tendría que dejar al papá de su amigo en semejante brete. Violeta, por su parte, anda en un ataque obsesivo-compulsivo de amor por el golf enano, y se descompone cada vez que alguno de los otros se atreve a insinuar que sería conveniente ponerle fin al juego. Y los tres perros ahí, sencillamente, contentos de ser perros y de estar así, tal como están, o al menos ignorantes de que sería posible estar de otra manera.

A Ian Rose le da por pensar en las tuberías de su casa de las Catskill, que pueden haberse congelado y reventado, como le ha sucedido ya en otros inviernos, y mientras tanto él por aquí, tan lejos y sin poder hacer nada al respecto, porque cómo dejar libradas a su suerte a este par de mujeres, que al fin de cuentas y a estas alturas ya vienen siendo el único arraigo, aparte de sus perros, que le va quedando.

A María Paz se la ve desorientada y perpleja, en sándwich entre la nada y la nada, sin poder quedarse en USA, y sin poder llamar al Cibercoyote para un nuevo cambio de plan de escape. Porque cómo va a largarse por siempre jamás, dejando a Violeta en ese colegio que tanto le gusta, pero que la pone a merced del asesino. Y al mismo tiempo qué puede hacer con él, con el Passion Killer, si después del fiasco de Rose como Vigilante ya no tienen esperanzas de constituirse en Comando y salir por ahí a perseguirlo, con la Glock de Ming por todo armamento.

Podrían describir su situación actual con las mismas palabras que Pancho Villa debió decirle a Claro Hurtado, en aquella noche de El Parral, Chihuahua: «Estamos acorralados». A María Paz le da por pensar en Cleve, por echarlo muchísimo de menos, y hasta se ríe al recordar el consejo que él le dio, siendo su profesor de reactive wiriting, cuando ella le preguntó qué final podría ponerle a una historia que estaba escribiendo, casi tan enmarañada como esta que vive ahora. Pon «y se murieron todos», le había dicho Cleve, y sales del enredo.

En pocas palabras: este es un momento subidamente dramático, y al mismo tiempo estancado, en que se encuentran con el agua al cuello. Suspendidos en el ojo del huracán, como quien dice, o flotando en una calma chicha, mientras a su alrededor soplan vientos asesinos. Parece que nada de lo que han hecho hasta ahora ha servido para nada, y ya no hallan qué más hacer. Así que no hacen nada.

Deciden no decidir. Se pegan un buen baño y se quitan el reloj, dejando la cosa en manos del destino, con el brillo del North Star por toda estrella. Simplemente están. Ahí. Y se acompañan entre ellos, tratando de pasar amablemente el rato: ese rato, el que les queda, mientras buenamente dure.

—Al día siguiente me levanté de madrugada, todavía a oscuras, para sacar a mis perros —me dice Rose.

Los trae desde hace días en ese coche como sardinas en lata, todos tres han aguantado como valientes, y ya es hora de darles el premio que se merecen. Pase lo que pase, Rose no va a aplazar el paseo por el bosque. María Paz, Violeta y Ming siguen dormidos en el North Star, y Rose calcula que podrá regresar a tiempo para desayunar con ellos y tomar decisiones. Aunque quién sabe qué decisiones, eso no está tan claro. Por lo pronto, no quiere pensar en nada y coge camino hacia la zona deshabitada que recorrió semanas antes, cuando estrenó la Glock contra los árboles. La temperatura ha subido unos cuantos grados y está tolerable, mucha de la nieve se ha derretido y un resplandor ultramundano y azul envuelve la montaña. El mundo estrena olor a pino y goteo de estalactitas desde las ramas, y Rose se encuentra a sus anchas en el silencio de su soledad recién recuperada. Hasta que le llega de lejos el ulular de una sirena, recordándole que la cosa no es tan idílica. Más bien al contrario, hay patrullaje intenso allá abajo y esta vez se armaría la grande si Rose llegara a disparar. Y a propósito, se ha traído la pistola en el morral, grave error en estas circunstancias, mejor devolverse para dejarla. Pero los perros ya van loma arriba, felices y liberados, y Rose opta por seguirlos; al fin y al cabo el ajetreo es allá abajo y hasta aquí no va a llegar.

Llevan cosa de una hora trepando por una carreterita no transitada, respirando a todo pulmón y devolviendo bocanadas de aire convertido en vapor, los cuatro amigos de siempre, el antiguo clan, y Rose calcula que ya va siendo hora de emprender el regreso, cuando se lo topa: Regalo de Dios.

—Regalo del diablo, más bien —me dice—. Le juro que lo único que pensé, fue ¡ay, no, por favor, no!

Era un camioncito amarillo, ya viejón, orillado a la derecha, nadie en su interior. Cero llamativo: pasaría desapercibido para cualquiera que no fuera Rose, que hace poco ha visto la foto de la vieja prostituta abrazada a su chulo, recostados ambos contra la trompa de un camión amarillo, como este, con la misma leyenda en letras tornasoladas sobre el parabrisas: Regalo de Dios.

—Tenía que ser el mismo —me dice Rose—. Cuando lo vi, supe que el destino te sale al encuentro dondequiera que estés.

Ahí están las huellas en la nieve, unas pisadas de bota grande que van subiendo por entre la vegetación despojada; no hace falta ser ningún basset hound para rastrear al dueño del camión, y Otto, Dix y Skunko arrancan enseguida, agachados, zigzagueantes, con la nariz pegada al suelo, tensos como cuerdas de violín.

—Yo no quería seguirlos —me dice Rose—. No quería meterme en nada de eso, mejor dicho en nada de nada, mi fracaso como avenger ya estaba comprobado y en ese momento se me aflojaron las piernas ante la sola posibilidad de un encontronazo cara a cara con ese señor. Y al mismo tiempo, volvió a chispear en mí la ira contra la alimaña, le eché mano a la Glock, y seguí a los perros. Y es que he comprobado que la venganza es algo así como una hormona, que te irrita y te envalentona y te hace creer que tienes unos cojones grandes como una casa.

Las huellas van bordeando la falda de la colina, se pierden por un buen trecho, reaparecen al otro lado de un arroyo, serpentean, se adentran cada vez más en el tejido de troncos, alcanzan una cima que domina el área circundante, y luego descienden hacia una hondonada, donde el bosque se despeja. Y ahí está él. Tiene que ser él; Rose puede verlo con claridad desde la altura en que se encuentra. Está desnudo en medio de la nieve, salvo los calzoncillos y unas botas amarillas. Está de espaldas y está hincado, sobre unos trapos, o telas, que probablemente sean la ropa que se ha quitado.

—Un tipo enorme, en realidad —me dice Rose.

Lo que se dice un camaján. Y muy blanco, demasiado. Más bien de piel azulada, como la nieve de ese día. Rose lo reconoce enseguida. Sabe que es él, Sleepy Joe, aunque no le vea la cara. El ángulo es irrelevante, en realidad, primero porque quién más va a ser, con ese camión y en ese trance, y segundo porque tampoco es como que Rose le conozca la cara, de no ser en fotos de niño, o de gafa oscura. El hombre debe llevar algún tiempo ahí, al descampado, preparando su mise-en-scéne. Le ha sacado una muesca alta al tronco de un árbol grande, y sobre esa muesca ha atravesado un tronco más delgado, encajándolos y atándolos bien con soga. Y ha pintado toda esa cosa de blanco, haciéndola esperpéntica; a Rose le vuelve a la memoria uno de los cuentos de María Paz, sobre el niño eslovaco que se desvela ante un cuadro de otro niño, el de Nazaret, que carga una cruz blanca, fabricada a su tamaño y especialmente para él. Mierda, piensa Rose, a quién querrá crucificar esta bestia. La cruz es blanca, como para un niño, o una niña. ¿Para Violeta? Tendría lógica que fuera así; la han fabricado y clavado a buena distancia, camuflada entre la espesura, justo detrás del colegio de ella. Pero aparte de blanca, la cruz es resistente y grande: aguantaría perfectamente el peso y la estatura de un adulto. ¿Del propio Jaromil?

Sleepy Joe permanece de espaldas a ellos, entregado a un mecemece que va in crescendo, como ad portas de alguna revelación. Algo así como el aura que precede a la epilepsia, con la espina dorsal doblada hacia atrás en un arco imposible, los ojos al cielo, el cuerpo estremecido de amor a Dios, o será más bien de frío. Rose trata de explicarme que aquello era peor, más impresionante de lo que había imaginado a partir de las descripciones de María Paz, porque caía de lleno en lo grotesco; era más grotesco que temible, o en cualquier caso una buena mezcla de ambas cosas.

Así que este es, por fin, Sleepy Joe. O Jaromil. El Passion Killer. El hombre que torturó y mató a Cleve. Ya Pro Bono, y a tantos más. Un gigantón solitario y desnudo, de bota amarilla, morado del frío, sacudido por mímicas histéricas en la mitad del bosque. Rose no sabe si soltarse a reír o a llorar. Cleve, hijo mío, piensa, cuánto daño nos ha hecho este payaso.

Sleepy Joe reza. O al menos dice cosas, repite frases, tal vez en latín, o en una jerigonza inventada; a oídos de Rose llega una como letanía de nombres de demonios, Canthon, Canthon, Sisyphus, Sisyphus, Scarabaeus, Scarabaeus, así en pareja, la primera vez grave y la segunda aguda, todo muy teatral. Pavoroso, en realidad, aunque cuanto más oye Rose, más sos pecha que no son nombres de demonios, sino de escarabajos peloteros.

—Lo que siguió fue todo muy rápido —me dice Rose—, no se espere un grand finale bien orquestado y premeditado, porque en realidad fue un episodio gratuito y caótico. Caótico, sin duda. Aunque gratuito quién sabe, a lo mejor no, no crea que yo era ajeno al espectáculo que montaba Sleepy Joe, había una fuerza ahí para mí casi imposible de soportar. Tenga en cuenta que ese sacerdote, o ese mamarracho, había matado a mi hijo, en un ritual seguramente igual a este de ahora, o parecido. Y yo no era inmune. El duelo, o la sensibilidad a flor de piel, me obligaban a conectarme con eso. Lo que quiero decirle es que yo era consciente de que esa ceremonia oscura tenía que ver conmigo. En últimas, era a mí a quien ese hombre estaba esperando, a mí a quien convocaba, y tal vez yo no había hecho más que acudir a su llamado.

Cuando Rose logró asumir que estaba ahí por voluntad propia y para un propósito definido, abrió el morral y sacó la Glock. Antes no; sólo en ese momento. Sacrificio es sacrificio, dijo casi en voz alta, si la cosa es matando, pues vamos a matar. El arma estaba cargada y el objetivo regalado, ahí sí que el propio Regalo de Dios, abstraído, de espaldas, desnudo por más señas, como pidiendo a gritos un tiro limpio en la nuca. Pero la mano de Rose empezó a temblar como una hoja, y su convicción también. Y no porque temiera las consecuencias de sus actos, en el sentido de silla eléctrica o este tipo de aprensiones.

—Hay cosas que un hombre no puede vivir —me dice—. La muerte de un hijo es una de ellas. Tal vez sobrevivas, pero no quedas vivo. O sea que ese día, en el monte, me tenía sin cuidado lo que pudiera pasarme a mí. La traba era de otra índole.

Si a Rose le tiembla la mano es porque una cosa es la decisión de matar y otra distinta es ponerla en práctica. Ahí viene lo complicado. Rose ya lo ha experimentado antes; no va a ser la primera vez que su incapacidad de ejecutar le impida acabar con Sleepy Joe. Simplemente no puede apretar el gatillo, es superior a sus fuerzas, su dedo no obedece la orden que envía su cabeza. ¿Dar entonces media vuelta, alejarse cobardemente por donde vino, dejando que la nieve mate el ruido de sus pasos? ¿Indultar? ¿O simplemente olvidar y hacerse el loco? Quizá eso hubiera sucedido, dadas las limitaciones humanas. Pero otra cosa son las caninas. Rose está pensando seriamente en desertar, cuando sus perros parecen ponerse de acuerdo para tomar la decisión contraria, y se lanzan montaña abajo, como jauría, a cercar al hombre arrodillado. Rose, que presenció desde arriba lo que estaba pasando, se refiere a aquello como a «una monstruosa escena de caza». Son sus palabras textuales.

Las tres fieras le caen a la presa desprevenida, y la acorralan, fríos y contenidos en el esplendor de su rabia. Pelan los dientes hasta la encía inyectada, la mirada clavada en los ojos de la víctima, como leyéndole el pensamiento; las orejas enhiestas, registrando hasta el más leve de sus gestos; más lobos que perros y más dioses que lobos, ni un movimiento en falso, ni un aspaviento, ni un ladrido: la sola amenaza letal de su gruñido ronco, sostenido, salido de adentro.

—Suena raro lo que voy a decirle —me advierte Rose—, pero en medio de todo, los perros habían salvado a Sleepy Joe hacía un momento, al obligarme a bajar definitivamente el arma. Con esta puntería de mierda, si se me hubiera ocurrido disparar, no le hubiera dado a él, sino alguno de ellos.

El siguiente movimiento fue equivocado por parte de Sleepy Joe, y más que equivocado, pavorosamente equivocado. Porque intentó salir corriendo. Se sabe que desde niño le tenía pánico a esos animales, y ante esta jauría dispuesta a destrozarlo, Sleepy Joe quiso correr. Y los perros, que hasta ese momento lo cercaban sin morderlo, entonces sí se le echaron encima con las peores intenciones.

A cuerpo gentil como estaba, el hombre le ofrecía en bandeja toda esa carne blanca a los colmillos. Lo iban masacrando, sobre todo Dix, la pena. Mientras Otto lo sujetaba contra el suelo y Skunko le mordía el cuello, Dix le agarró una pierna por la pantorrilla y se la retorcía, queriendo arrancársela. Porque hay mordiscos de peno y hay mordiscos de perro. Unos que sólo son por morder, y otros carniceros, ensañados, que no aflojan hasta despresar. Los de Dix pertenecían a esa segunda categoría, y en cosa de minutos la pierna quedó reducida a jirones.

Rose cree escuchar crujir de huesos y de cartílagos, y podría jurar que hasta él llega el olor del miedo que paraliza a Sleepy Joe, haciendo que se orine encima. Así que de eso se trata, comprende Rose. Quién te ha visto y quién te ve, jodido Sleepy Joe, mírate ahí, sometido a tu propio juego, el que le aplicas a tus víctimas, haciendo que el dolor del cuerpo, la carne rota, la sangre derramada, no sean nada en comparación con ese desgarrado grito hacia adentro que es el pánico.

Aquello fue una escena casi mítica, de una violencia sobrehumana y una belleza infernal, a la altura de Acteón devorado por sus perros, de la triple cabeza del Cancerbero vomitando fuego, o la saga de Naslagio degli Onesti pintada por Botticelli. Desde su palco de honor, como César en el circo, Rose participó de los efectos reveladores del sacrificio humano, de la clarividencia que emana del terror, de la verdad que se esconde en la muerte, o lo que es lo mismo, de la lucidez monstruosa del dolor, y creyó entender también qué buscaba Sleepy Joe al abrir una asquerosa puerta hacia lo sagrado, o al revés, una puerta hacia lo asqueroso a través de lo sagrado. Y lo incomprensible tomó para Rose otro color, como si de repente y por un instante hubiera podido mirar desde adentro, o traspasar un umbral para captar ciertas cosas.

—No me pregunte cuáles, porque no tienen nombre —me dice—. Cosas que me golpearon como una descarga eléctrica y después se disolvieron, como las imágenes de un sueño.

Le pregunto a Rose si les ordenó a sus perros que pararan, que soltaran a ese hombre que estaban a punto de matar. Me contesta con una evasiva, no sé, dice, dudo que pasado cierto punto me hubieran obedecido. Insisto en la pregunta, y entonces sí, reconoce que no, que ni siquiera intentó detenerlos. Se detuvieron ellos solos, cuando el tipo se dio por vencido y se quedó inmóvil. Y entonces Rose, que había permanecido a distancia, ahí sí, se animó a acercarse, apuntándole siempre a Sleepy Joe la cabeza.

—Usted dirá que soy un cobarde —me dice—, y no la voy a desmentir. Aun así, herido y desplomado como estaba, el tipo era una amenaza. Todavía infundía miedo, quizá hasta más que antes, todo ensangrentado como estaba, y con esa pierna en el hueso.

Los perros han renunciado a su presa y retroceden un poco, sin disolver el círculo ni guardar los dientes, y un como gorgoteo sale de la garganta de Sleepy Joe. ¿Está pidiendo algo? Quizá clemencia, o quizá agua. Rose se la piensa dos veces. ¿Darle agua a esa alimaña? No le nace. ¿Y acaso no es vinagre lo que se estila en estos casos?

—Tengo café —le dice, y le tira el termo.

Sleepy Joe toma un par de sorbos y voltea a mirar a Rose; como quien dice, busca sus ojos con la mirada y trata de decir algo, pero a punta de gruñidos los perros ahogan sus palabras. Rose no sabe cuánto tiempo dura el diálogo, si es que lo hay, ni qué cosas se dicen. Puras nimiedades, en realidad, mientras al tipo la sangre se le va por la pierna, y los perros lo asedian, y el arma lo encañona. Tampoco Rose tiene todas las de ganar: no se atreve a darle mate al enemigo, y aquello se está alargando más de la cuenta. Sleepy Joe ahí, herido pero vivo, y los minutos que pasan, y Rose matando tiempo porque no se atreve a matar a Sleepy Joe. En un momento dado está a punto de decirle que es el padre de Cleve, tiene la frase en la punta de la lengua, pero al fin no lo hace, le da asco, para qué rebajarse con un reclamo, el nombre de su hijo es intocable, y pronunciarlo delante de su asesino sería ensuciarlo. Mejor darle de una buena vez el tiro de gracia a este despojo, y salir de eso. Pero Rose no se decide.

El silencio de la montaña, hasta entonces absoluto, se rompe de pronto con ruido de sirenas. Viene de lejos pero a Rose lo estremece, porque lo obliga a encarar su verdadera situación. Un disparo se oiría claramente abajo, llamando la atención de la Policía.

—Como si no fuera suficiente con mi cobardía natural —me dice—, ahora tenía un nuevo motivo para no disparar: atraería a la Policía. Pero enseguida caí en cuenta de que ese factor tenía tanto de ancho como de largo; iba tanto en mi contra como a mi favor. Y tomé una decisión.

La decisión es maniobrar para que sean otros los que despachen a Sleepy Joe. Rose va a echar unos cuantos tiros al aire, y a partir de ahí, la clave estará en un manejo impecable del timing: con la Glock y la ayuda de los perros, mantendrá inmovilizado a Sleepy Joe hasta que la Policía esté prácticamente encima, y luego se hará a un lado para dejarla proceder. No parece un plan demasiado rebuscado, así que dispara una vez, dos, tres.

Y ahí empiezan los imprevistos y las improvisaciones. Primero: con las detonaciones, los perros salen a perderse. Otto, Dix y Skunko son buenos guerrilleros, pero a diferencia del perrito lisiado de Greg, estos tres no la logran como héroes de guerra. Segundo: Rose cae en cuenta de un detalle. Hay algo que le falta por hacer.

Se le va acercando a Sleepy Joe, con la pistola bien agarrada en la derecha y apuntándole siempre a la frente. Se siente horriblemente inseguro sin el respaldo de sus perros, pero al menos cuenta con la Glock. Da un paso, y otro más, retrocediendo de un salto cada vez que el caído se agita, y luego volviendo a avanzar. Las sirenas suenan cada vez más cerca, Rose vacila, pero se arriesga de todas maneras. Ahora estira la mano izquierda, con la delicadeza de quien juega palitos chinos. La extiende otro poco, casi hasta tocar al tipo, y enseguida acomete la parte más difícil de la empresa, que es agacharse sin que el otro aproveche para golpearlo. Un par de centímetros más, y ya la mano de Rose puede escarbar entre la ropa que Sleepy Joe ha dejado en el suelo. Ve que el chaquetón de invierno está aprisionado por el peso del hombre. ¡A un lado, canalla!, le grita, amagando con disparar, y como Sleepy Joe se rebulle, Rose logra apartar la prenda de una patada. Y ahora sí, aparece lo que está buscando: un cacho de lona roja. Ya Rose la está rozando, ahora la agarra… y pega el tirón. La tiene en su poder.

Es el morral rojo que María Paz ha comprado a última hora en Colorado, para meter los dólares.

—¿Y usted cómo se acordó de semejante cosa, justo en ese momento? —le pregunto.

—Bueno, no era como que este tipo Sleepy Joe hubiera andado en condiciones de invertir en Wall Street —me dice—, ni tampoco de ir a depositar en el banco. O sea que debía de llevar encima los ciento y pico mil… Y tal cual, ahí estaban, o al menos ahí estaba el morral rojo. Y a juzgar por su peso, no debía de ser mucho lo que le habían sacado.

Y ahora sí, a emprender la retirada, sin darle la espalda en ningún momento al hombre, y sin dejarse amedrentar por las sirenas que se acercan. Bien. Hasta ahí va muy bien: tan bien como quien se tira de un piso diecisiete cuando va por el quinto. Un pasito tun tun, otro pasito tun tun, para atrás, para atrás. Ya a prudente distancia, conviene empezar a medio limpiar la Glock con la falda de la camisa, para borrarle sus huellas, en una maniobra delicada, porque al mismo tiempo tiene que seguir apuntándole al otro. Y luego, a tirar la Glock lo más lejos posible, entre la espesura; no sea cosa de que la Policía lo encuentre armado y lo agarre a bala más bien a él.

Y otra vez la sirena, esta vez es más de una, y ya están encima: las patrullas deben haber llegado a la altura de Regalo de Dios. Rose sabe que en unos minutos va a tener que largarse a correr. Esa es la consigna, contar hasta cien, y correr por su vida.

Tercer y más grave imprevisto: en un grave error de caracterización, Rose no ha contado con que Sleepy Joe pueda contraatacar a pesar del lamentable estado en que se encuentra. Y en cambio sí que puede. No sólo se ha levantado, sino que avanza, en pie de guerra, como un Hulk: un gran quelonio en calzoncillos, erguido y herido, con los brazos masivos separados del cuerpo, la cabeza más bien pequeñaja al cabo de un cuello grueso que sale del caparazón, entendiendo por caparazón el torso abombado por la musculatura a la altura de los hombros. Realmente no es gratuito el símil, esta mole tiene su parecido a Hulk, sólo que no en verde sino en azul. Arrastra penosamente la pierna deshecha, pero pese a ese handicap y a andar desarmado, la diferencia de edad, de tamaño, entrenamiento y disposición juega toda a su favor. Y Rose, que ya no tiene veinte años, y ya no cuenta con perros, ni tampoco con pistola, empieza a verla negra.

—¡Jaromil! —le grita como un último recurso, bastante desesperado.

Al escuchar su verdadero nombre, Sleepy Joe se retuerce como un gusano al que le echan sal. Quién sabe cuántos años habrán pasado sin que nadie lo llame así.

—¿Dónde está Danika Draha, Jaromil? Tú la secaste, Jaromil, tú, tan grande ya y prendido a su teta…

Mandoble de Rose, pequeño pero certero, casi como la pedrada de David en la frente de Goliat. Ha ganado unos segundos con la estupefacción que produce en Sleepy Joe, que hasta ese momento ni se debe haber preguntado quién será ese homúnculo insignificante que le tira a los perros encima, lo mismo le da que sea gnomo o guardabosques. En cambio, ahora queda atónito ante ese ser misterioso, que conoce hasta el nombre de su santa madre.

—Debió de pensar que ya se había muerto y que yo era Dios —me dice Rose.

Pero reconoce que su ventaja relativa duró un suspiro, porque Sleepy Joe enseguida ató cabos y lo reconoció.

I Know Who You are —le gritó—, usted es el viejo pendejo de los perros, el de las Catskill.

A posteriori, Rose ha ido haciendo la composición de lugar. Cree que en últimas no fue directamente a él a quien Sleepy Joe reconoció, sino a sus perros, y que previamente sus perros tenían que haber reconocido a Sleepy Joe, quien antes de matar a Cleve, por esos días, habría merodeado por la casa de las Catskill, a lo mejor sin poder penetrar en ella precisamente porque los perros se lo impedían, y de ahí que hubiera agarrado más bien a John Eagles, que andaba cerca, y le arrancara la cara. Después habría esperado a que Cleve se alejara de casa en su moto, para perseguirlo hasta matarlo.

—Tiene sentido —le digo a Rose—. Pero volvamos a Hulk.

—Ahora son voces de hombre lo que se escucha, cada vez más cerca. Sleepy Joe avanza, tambaleante, con los brazos abiertos, cegado por la sangre que le escurre de la frente, y se viene, se viene, hasta donde me encuentro. Los policías ya vienen bajando y yo intento correr hacia ellos, gritando ¡está armado!, ¡está armado!, con lo cual los tipos me hacen señas de que me abra y me ponga a salvo del fuego supuestamente cruzado. Y entran disparando, en emboscada desde distintos puntos. Sleepy Joe sigue avanzando, pero oh, sorpresa, no viene hacia mí; al parecer yo no era su objetivo, porque pasa de largo, así, dando tumbos, ciego y cojo, como borracho, como suicida, los brazos abiertos y el pecho expuesto, derecho hacia la tropa que lo barre a tiros.

Yeso es todo. Sleepy Joe cae, y no pasa nada. No se oscurece el cielo, no se suelta una lluvia torrencial, la tierra no se estremece ni lloran los astros. Nada.

Los policías han visto la cruz blanca, por supuesto, es imposible no verla, y ya sospechan que ha caído en sus manos el criminal que desde hace días vienen buscando, el celebérrimo Passion Killer, el mayor trofeo de caza en todos los Yu Es Ei. Diez o veinte minutos después, Rose, de nuevo rodeado por sus perros, pone cara de buen vecino que ha salido a caminar desprevenidamente por el monte y ha sido atacado a tiros por ese hombre, al que sus mascotas han mordido en defensa del amo. Y luego responde el par de preguntas de rutina que le hace un teniente amable, y más que amable, eufórico. Hay varías inconsistencias en la versión de Rose, que hubieran salido a luz en una indagación meticulosa, pero las fuerzas del orden están demasiado entusiasmadas con su propio protagonismo en el caso como para preocuparse por el de los demás. Gracias, mi teniente, le dice Rose, apretándole la mano entre las suyas, ustedes me salvaron, gracias.

—Hubiera querido decirle otra cosa —me confiesa Rose—. Decirle, por ejemplo, no se vanaglorie, teniente, ustedes remataron al hombre, pero mis perros denotaron al dios. En cambio le dije eso otro, apretándole la mano, y creo que sirvió para que me dejara ir así no más. Al fin y al cabo me salió bien, la frasecita esa, como de CSI.

—Todo lo demás hubiera podido salirle realmente mal —le digo yo.

—Sí —se ríe él—. Hubiera podido salir fatal. Pero salió bien, ya ve. Una cadena de equivocaciones que llevan a un gran acierto final.

Durante toda esa semana y la siguiente, las noticias sólo van a hablar del final del Passion Killer y de los valientes hombres de ley que lo abatieron en un operativo magistral. Entre unos matorrales ha aparecido la Glock, gente de los alrededores ha atestiguado haber escuchado los tres tiros iniciales, y dentro de Regalo de Dios se ha encontrado mucho aparejo de muerte, crucifixión y martirio, así que las autoridades aducen defensa propia y no tienen problema para justificar el haber dejado el cuerpo del super serial killer más agujereado que una coladera.

—Ya era casi mediodía cuando por fin pude regresar al North Star —me dice Rose—, y por poco no encuentro a nadie ahí.

Sólo Ming se ha quedado para esperarlo, ya volando de los nervios por la demora del viejo, pero qué le pasó, señor Rose, Ming sale a recibirlo con reclamos y aspavientos, me tenía con los pelos de punta, señor, me imaginé que le había pasado lo peor, cómo es posible que se presente a estas horas, por aquí vino la Policía, el ambiente está superpesado, cómo será la cosa, que se aculilló el dueño del motel, entró en pánico por andar albergando tanta gente rara, nos pidió que por favor le devolviéramos las llaves y prácticamente nos echó a la calle, no lo dijo de mala manera, pero igual nos sacó cagando.

María Paz y Violeta se han adelantado para no seguir arriesgándose, y los están esperando en un campamento de tráileres sobre el lago Champlain, por los lados de Tinderoga, a unos cuarenta minutos de allí.

—Salieron de aquí justo a tiempo —le dice Ming a Rose—, María Paz y Violeta, justo a tiempo, por un pelo la embarramos, diez minutos más y se joden, ellas que se van, y la Policía que cae a hacer averiguaciones en recepción. Esto está al rojo, señor Rose, el crimen de Pro Bono alborotó el avispero y andan desatadas la Estatal y la Federal, todos corriendo detrás del Passion Killer. Parece que desde Brooklyn le siguen los pasos, y están convencidos de que ya llegó por acá, a Vermont.

—No les falta razón —dice Rose—. Pero no entiendo, Ming, cómo así que las dos muchachas se fueron… Y acaso con quién se fueron…

—En un rato las vamos a ver —le dice Ming—, después le explico todo, ahora no, y sobre todo aquí no.

—Espera, Ming, tengo que pedirte disculpas por una cosa…

—Después, señor Rose, después —dice Ming, mientras arrastra a Rose hacia el Toyota.

—Tengo que decírtelo de una vez, perdí la pistola de tu abuelo.

—¿La perdió? Bueno, pues qué se va a hacer. Es lo de menos, señor Rose. Ya nos fuimos, ¡ya, ya, ya!

—Mi desayuno, por lo menos —protesta Rose—, si quieres no me baño, aunque un bañito me caería muy bien, pero ¿y mi desayuno? ¿Y el de los perros?

—Después —dice Ming—. Yo voy adelante en mi carro, y usted me sigue.

—Vámonos los dos en el mío —le pide Rose—, luego volvemos por el tuyo.

—Haga lo que le digo, siga detrás de mí.

Los vientos, que van arreciando a medida que se acercan al lugar que buscan, van empujando al Toyota de costado, y Rose debe esforzarse por mantenerse en la carretera. Y con el cansancio que trae encima. Hubiera preferido mil veces que manejara Ming, total sabía adonde iban y él no, Rose no sabía para donde ni para qué, y sobre todo estaba exhausto, con urgencia casi médica de volver a su casa y descansar una semana, todo un mes. Ya no veía la hora de escapar’ de ese invierno de fin del mundo, y volver a mirar el paisaje más bien desde su ventana, junto a la chimenea prendida, una buena taza de Earl Grey con nube en la mano, y sus tres perros echados a los pies. Estaba de verdad exhausto, y sobre todo viejo. Ya soy un anciano, piensa mientras lucha por mantener encarrilado el coche, ahora sí, nada que hacer, me envejecí. En el compartimento de atrás los perros duermen como piedras, denegados ellos también: al fin y al cabo son veteranos de una batalla tremenda. Y eso nadie lo sabe, ni lo va a saber, salvo ellos mismos y Rose.

—¡Por poco no llega, maldita sea, señor Rose, me tenía con el credo en la boca, habrase visto tamaño irresponsable, perderse así, en el peor momento! —le grita María Paz, mientras va hacia él por la orilla del lago Champlain, tratando de abrirse camino a través del vendaval, que la zarandea y la hace trastabillar—. Pero mire qué cara trae, señor Rose, ni que viniera de la guerra…

—Pues más o menos. ¿Y Violeta?

—¿Cómo dice?

La conversación no se facilita, el viento les azota la cara y les hace ondular la piel de los cachetes, se les mete en la boca y se lleva sus palabras, y por cada paso que avanzan, los hace retroceder dos. María Paz viene embutida en su hard shell outfit, ya lista y ataviada para la travesía por los dominios del hielo, toda ella tapada salvo los ojos y la mata de pelo, negrísima, que ondea locamente como bandera corsaria.

—¡Que dónde está Violeta! —vuelve a preguntar Rose a los alaridos.

Ya María Paz se encuentra a su lado y se aferra a su brazo, pero es tal el zumbido de las ráfagas, que a pesar de la cercanía sólo se escuchan entre ellos si se hablan a gritos.

—Es Bóreas —dice Rose.

—¿Quién?

—Bóreas, el viento del norte, ¡sopla como un maldito pichón de huracán!

—Escuche, señor Rose, que estamos de afancito. Violeta nos espera por allí, más adelante, en un 4 × 4 —grita María Paz—. A que no sabe la noticia, ¡Violeta viene con nosotros! ¡Cómo le parece, señor Rose! Esta mañana dijo que quería venir. Ella sola lo decidió, sin que yo se lo planteara siquiera, se lo juro, yo no la presioné, ni le dije nada, ella sola decidió. No quiso volver al colegio, y aquí está. ¡Me la traje conmigo y me la voy a llevar!

—Entonces pudiste arreglar con el Coyote…

—¿Qué cosa?

—¡Con el Coyote! Pregunto si pudiste hablar con el Coyote…

—Qué coyote ni qué coyote, yo no hablé con ningún Coyote, él me cagó a gritos a mí. Insultó a mi mamá, me puso hasta atrás a puteadas. Le ofrecí doblarle la tarifa, contando con la generosidad suya, eso sí, señor Rose, discúlpeme la confianza. Pero el tipo ni por esas, le rogué y le rogué hasta que me mandó al diablo y me colgó.

—¿Y entonces?

—¡Nos va a llevar Elijah!

—¿Quién?

—Elijah, el de los nandarogas… —Y ese de dónde salió.

—El hombre de la cachucha nos hizo el contacto, o sea, el administrador del motel. No se preocupe, señor Rose, que ya tenemos todo arreglado, ¡es buenísima gente, este Elijah!

—¿Y cómo sabes?

—Qué cosa.

—Que es buena gente Elijah.

—¡Se le nota en la cara! Pero apúrese, Rose, camine ya, que Elijah dice que no puede esperar más.

—Y adonde crees que vas, con todo este viento… —¡Elijah dice que ya pronto para!

—Por fin salimos de Cibercoyote y ahora caemos en manos de Elijah…

—¿Qué dice?

—Pregunto qué vas a hacer con Violeta, ella no va a dejar que la embutas en el piso falso de un Buick LeSabre…

—¿Un Buick qué cosa? ¡Ay! Aguarde, señor Rose, se me vuela la bufanda. ¿Qué cosa con Violeta?

—¿Cómo vas a hacer con ella?

—Muy fácil, ¿no ve que Violeta es gringa? Tiene su pasaporte en regla, no problema por ese lado. Y usted también, así que yo me voy escondida en la 4 × 4 de Elijah y Violeta se va con usted.

—¡¿Con quién?!

—Con usted, menso, ¡con quién va a ser!

—¿Conmigo? Y hasta dónde…

—Primero hasta Canadá, y después hasta Sevilla.

—Estás loca, María Paz, yo no puedo ir a ningún lado…

—Está loco usted, ¿cree que voy a dejarlo aquí, para que lo haga picadillo Sleepy Joe?

—Sleepy Joe ya no existe.

—¿Cómo?

—Lo que oyes. Sleepy Joe: kaput, finí.

—Pero qué me está diciendo…

—Acaba de balearlo la Policía. Lo dejaron como una coladera.

—No lo puedo creer… Y usted cómo sabe, ¿lo oyó en la radio?

—Más o menos.

—¿En una balacera? Pero si a ese hombre no le entra el plomo. ¿Seguro los tiros sí lo mataron?

—Peor que a John F. Kennedy.

—Madre mía. Pues hasta mejor. Pero camine, Rose, después me cuenta. Ándele. Ya sabe, usted en el Toyota, con Violeta y los perros, siempre detrás de Elijah. ¡Pero ya, hombre de dios, que es para antier!

—Yo me quedo, María Paz. No puedo irme…

—¡Cómo que no! ¿Y por qué no?

—Estoy cansado, quiero volver a casa…

—Cuál casa, si no le queda ni peno que le ladre… Bueno, eso es lo único que le queda. Pero su familia somos nosotras. Venga conmigo, señor Rose, yo lo voy a consentir, y a cuidarlo de aquí en adelante como usted ha tenido que cuidarme a mí. No se me quede, no sea flojo, venga conmigo, que hacemos muy buen equipo…

—Te alcanzo más adelante, María Paz. Te lo juro. Más adelante las busco, a ti y a tu hermana, y las encuentro dondequiera que estén.

—¿Me lo jura?

—Te lo juro.

—Por quién me lo jura…

—Te lo juro por Cleve.

—Así sea y amén. Entonces adiós, señor Rose, hasta muy pronto, lo quiero mucho, no se le olvide, y muchas gracias por todo, por todo todito, usted ha sido mi bendición. ¿Seguro no quiere venir? Ya está todo arreglado con estos nandarogas, o nondaragas, ellos no tienen ningún problema con llevarnos a los tres, con todo y perros… Anímese, hombre, otro poquito y estamos al otro lado, mire estos árboles, ¡los del sirope!, quiere decir que esto ya casi es Canadá…

—Corre, María Paz, corre…

—Espere, que tengo que despedirme de Ming, de Otto, de Dix, ¡de Skunko! Y de otros cuantos que se me quedan por aquí.

El viento del norte nace en el lago, patina sobre el agua, baila en la superficie y empuja a las olas contra la orilla, donde las rompe en abanicos blancos. Después sale del lago y sube hacia el cielo, ya convertido en viento planetario, llega hasta las nubes, las persigue, se arremolina entre ellas y vuelve a bajar, envuelto en niebla.

María Paz se aleja unos pasos de Rose, se para de espaldas a él, mirando hacia el lago y con el ventarrón de frente, tan fuerte que le deja los ojos orientales y el pelo disparado hacia atrás. Adiós a mis muertos, dice. Adiós Bolivia, mamadla linda, ya aquí te dejo, mami, cuídate tú sola, que yo no puedo volver. Chao, mamita, ya ves cómo salieron las cosas, a ti te tocó el sueño y a mí la pesadilla, y ahora sí, adiós, mamita, adiós, me llevo a Violeta y la voy a cuidar siempre, eso te lo prometo, tú no te preocupes, descansa mucho en paz. Y adiós a mi Greg, que al fin y al cabo fue buena persona y que allá arriba estará donde debe estar, tomándose su kapustnica con la Virgencita de Medjugorje. Y adiós, mi bello Pro Bono, el mejor de los hombres y el más guapísimo entre los ángeles. Y adiós a mi profesor de creative writing, mi míster Rose del alma, mi amigo y mi amor, de usted mejor no me despido, porque me suelto a llorar. Y bueno, pues. Ya está. ¡Ah, un momento! Que se me está olvidando despedirme de Holly, Holly mi fascinación, mi bella Holly con su vestidito negro, tan perdida en el mundo como yo. A lo mejor en algún punto nos cruzamos, Holly Golightly, ¡pero por ahora adiós! Ay, Diosito Santo, y me falta Sleepy Joe. Cómo le voy a hacer para despedirme de ese. Quisiera decirle adiós para siempre jamás, hasta nunca, hasta no haberte conocido ni volver a verte. Pero no puedo, sería mentira, cómo voy a poder, si Sleepy Joe es mi pesadilla, la que siempre llevaré adentro. Así sea muerto y contra mi voluntad, a Sleepy Joe me lo llevo conmigo, y bueno, pues, qué le voy a hacer, no todo podía ser ganancia. Ahora sí. Ya quedaron despedidos casi todos mis fantasmas, y ahora a decirle adiós a mis vivos. Adiós, compañeras mías de trabajo, adiós, amigas, les deseo una buena vida a todas. Adiós a Mandra y mis hermanas de Manninpox, a ustedes les deseo nada menos que la libertad. Y adiós también a América. Chao, América, me voy para no volver. Ya ni sé, la verdad, si es que me voy, o si en realidad nunca llegué.

Ahora María Paz se vuelve hacia Rose.

—De usted tampoco me despido, señor —le dice—, porque más adelante nos vamos a encontrar, ya me lo prometió y yo le creo, porque a la gente hay que creerle. Pero voy a dejarle un regalo, para que lo acompañe. Tome, señor Rose, esto lo vengo cuidando hasta hoy, de ahora en adelante cuídelo usted.

—¿Qué es…?

—El cuaderno de apuntes de Cleve. Aquí está escrito lo que vivió en sus últimos días. Desde hace mucho usted quiere saberlo, señor Rose, tome, lea, deje que sea su hijo quien se lo cuente.

Rose toma el cuaderno, le acaricia el lomo con delicadeza, y lo guarda en el bolsillo. Luego se arrebuja en su abrigo para protegerse de la piel helada del viento, y se pasa la mano por la cabeza en un intento vano de devolver a su lugar el pelo blanco, que lleva todo revuelto.

—Yo también tengo algo para ti —dice.

Y como Perseo al ofrendarle a Atenea la cabeza recién cortada de Medusa, el viejo Ian Rose, ceremonioso y conmovido, le entrega a María Paz el morral rojo.