Entrevista con Ian Rose
En el bosque, al lado de la casa, Buttons había encontrado y desenterrado una caja con una medalla y unas cenizas, me dice Rose. ¿Y sabe de quién eran? No de un humano, sino de un animal: de Hero, el peno de María Paz. La medalla se la habían otorgado por vaya a saber qué acciones heroicas, supuestamente en Alaska.
Rose supo por Buttons quién había matado a ese peno y cómo, y ante sus ojos las piezas empezaron a encajar. La verdad era que estaba envuelto en una historia de horror que un lunático había desencadenado. El asesinato de Cleve era un hecho, y no un hecho aislado: Rose no podía seguir negándolo, el dolor no debía obnubilarlo, no hasta ese punto. Iba a tener que actuar, y además tendría que hacerlo solo. Era un asunto demasiado hondo y personal, me dice, no de la Policía, no de Pro Bono ni de nadie, sólo mío, de mi sola incumbencia, porque Cleve era mi hijo y a él se lo debía. Ahí estaba Buttons y su oferta de ayudar, pero a Rose no lo convencía y empezó a sacarle el cuerpo, al fin de cuentas no sabía quiénes eran ellos, Pro Bono y su asistente, o qué papel jugaban realmente. Desconfiaba de todo el mundo, le parecía ver complicidades por todos lados.
La medalla desenterrada dejaba una cosa en claro: María Paz tenía que haber estado metida en esa casa al menos en una ocasión, sin que Rose se enterara, en algún momento entre la muerte del peno y el asesinato de Cleve. Si es que no estaba allí todavía… Rose se dedicó a buscarla por toda la propiedad.
Le entró obsesión malsana por su presencia, que presentía aquí y allá, como si fuera la de un fantasma, y revisaba una y otra vez los mismos lugares aunque todo indicara que el rastro estaba frío. Pero ahí tenía que haber estado, quién sabe cuánto tiempo, seguramente con la complicidad del propio Cleve y de los tres perros, que nunca la delataron. Ya no se podría contar con la versión de Cleve, era demasiado tarde para ponerlo contra la pared, y los perros habían sido testigos mudos. Pero María Paz habría necesitado el apoyo de una alcahueta más, alguien para quien su visita no habría pasado desapercibida, porque ese alguien metía las narices en cada rincón de la casa.
—Emperatriz, la mujer de la limpieza —le digo a Rose.
—Empera tenía que haber conocido a María Paz. Cuando vi esa medalla, tuve la certeza de que había conexión entre ellas, era imposible que María Paz hubiera estado allí, permanecido allí, comido allí, sin que Empera se enterara. Conmigo la cosa era distinta, por respeto a mi hijo yo nunca había querido inmiscuirme en sus asuntos, la mansarda era territorio liberado y yo no me asomaba por allá. ¿Pero Empera? Empera siempre ha sido muy entrometida. Y ya sabe cómo son las cosas con ustedes, los latinos, lo digo sin ofender, cuando viven en el extranjero se comportan como clan, se tratan todos con todos, se abrazan y se besan y se hacen íntimos a primera vista. Mantienen un pacto de solidaridad con los del terruño, aunque el terruño se extienda desde el Río Grande hasta la Patagonia, diga si no es así. Algo tenía que saber Empera del paradero de María Paz, poco o mucho, mucho o demasiado, y fuera lo que fuese, yo necesitaba sonsacárselo. Pero tenía que andarme con tacto porque, como le digo, no sabía quiénes podrían estar involucrados en la muerte de mi hijo, directamente o como cómplices, desde María Paz hasta la propia Empera. También era posible que yo figurara en la lista de las siguientes víctimas, y no sólo yo, también mis perros, y por qué no, si el asesino mataba personas y perros, y yo me debatía entre irme de allí con ellos para ponernos a salvo, o quedarme en la casa hasta saldar cuentas. Opté por quedarme. Me sentía capaz de soportar cualquier cosa, menos dejar escapar a quien había lastimado tanto a mi muchacho.
Durante años Rose había dado por descontada la presencia de Emperatriz en su casa, sin preguntarle mayor cosa ni voltear a mirarla mientras ella hacía su oficio. Apenas si la escuchaba ir y venir por los cuartos, siempre acompañada por el chancleteo de sus soris plásticos y por el tintineo de sus zarcillos aparatosos. No tenía idea de qué podría pensar Empera de la vida, si tendría cuarenta años o sesenta, si era casada o viuda o cuántos hijos habría parido. En realidad de ella sólo le había interesado saber que era cumplida y responsable y que alimentaba a Otto, Dix y Skunko cuando él se ausentaba. Le llamaba la atención lo meticulosa que era en materia de limpieza. Empera veía mugre por todos lados, hasta en lugares donde a nadie se le ocurría mirar, y no quedaba tranquila hasta no erradicar la última mota de polvo. Se tomaba aquello como reto personal, como si no quisiera dejarse denotar por la suciedad del mundo, y siempre andaba pidiendo dinero a Rose para productos de limpieza. Se sabía de memoria los comerciales de televisión, ponía le ciega en ellos y si Rose se descuidaba, se soltaba a recitárselos para convencerlo de que había que correr a comprarlos, tal líquido para despercudir, tal blanqueador para la ropa, Mr. Clean, Tide, Cottonelle Loúct paper. Una vez se le había aparecido con un producto que quitaba manchas de mora, dizque porque una de las camisas blancas de Rose tenía manchas de mora.
—Pero Empera —le había dicho él—, yo debía de tener veinticinco años la última vez que comí moras.
—Pues desde esa época deben estar esas manchas en su camisa —le contestó ella.
Me dice Rose que la barrera entre él y su empleada tenía que ver con la cantaleta que ella se traía con los perros. Se quejaba todo el día de que ensuciaban y soltaban pelo, se echaban pedos tóxicos, dañaban los muebles con sus babas y además llevaban en el intestino parásitos que volvían ciegos a los humanos.
—Aunque me quede ciego no voy a salir de mis perros —le advertía Rose, evitando voltear a mirarla.
Seguramente Empera habría leído cuanta carta encontraba en los cajones de su patrón, aparte de controlar sus recibos y estar al tanto de sus gastos y deudas. Debía de medir en la botella cuántos dedos de bourbon había consumido la noche anterior; por las manchas en las sábanas constataría sus sueños húmedos; se enteraría de sus enfermedades por los remedios del botiquín, y no sería raro que conociera hasta su clave de e-mail. Ni su madre, ni la propia Edith, y a ratos ni siquiera él mismo, sabrían de Rose todo lo que Empera debía de saber. Pero ¿quién era en realidad esa mujer? ¿Se podría confiar en ella?
—Recordé que Empera había tratado de advertirme sobre la presencia de alguien extraño en casa, o por lo menos me había venido con el chisme de que Cleve subía a una amiga a la mansarda —me dice Rose—. Y recordé también que esa vez yo mismo le había ordenado que se callara. Eso de alguna forma la exoneraba, pero yo seguía en la duda y no quería dar un paso en falso. Existía una persona fuera de toda sospecha, esa sí, y además unida a la familia por lazos de afecto, a quien Rose podría consultar: se trataba de Ming, el editor.
—No se enrede con demasiadas hipótesis, señor Rose —le dijo Ming cuando Rose lo visite en su apartamento de Chelsea, por segunda vez desde la muerte de Cleve, ahora para exponerle el mapa angustiado y confuso de sus especulaciones—. Esta es una historia asquerosa pero simple, y con un asesino cantado: Sleepy Joe. Cleve creía lo mismo que yo.
—¿Hablaste de eso con él? —quiso saber Rose.
—Sí, de hecho sí. Él tenía en la mira a ese Sleepy Joe.
—De acuerdo —dijo Rose—. Sleepy Joe. Pero ¿quiénes son sus cómplices?
—Si me permite una opinión, es más sano creer que la gente es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Vaya paso a paso, no se deje abrumar por todo el paquete. Por lo pronto tiene que encontrar a María Paz. ¿Quiere que lo acompañe en sus averiguaciones, señor Rose? Yo podría arreglar aquí un par de cosas, buscar quien atienda a mis bettas, y…
—No, Ming. Esto es algo que debo enfrentar yo solo. Pero gracias, es bueno saber que cuento contigo.
—Júreme que me busca si las cosas se ponen muy feas.
—Creo que voy a necesitar un arma, Ming. No pienso matar a nadie —Rose más o menos mintió—, es sólo por precaución.
—Tengo algunas. Pero son básicamente piezas de coleccionista… —dijo Ming, y sacó de un armario una pistolita que le entregó a Rose, explicándole que se trataba de una Remington Double-Deninger calibre 44.
—Parece de juguete —dijo Rose, comprobando que le cabía en el bolsillo—. ¿Y funciona?
—Lo dudo —dijo Ming, señalando el nombre que venía grabado sobre el barril, Claro Hurtado, uno de los guardaespaldas de Pancho Villa—. No debió funcionarle mucho a Claro Hurtado ese 23 de julio de 1923, cuando lo acribillaron en El Parral, Chihuahua, junto con su jetazo. También tengo esto —añadió, sacando del armario una catana que, según aseguró, era la Hattori Hanzo utilizada por Beatrix Kiddo en Kill Bill.
—¿Es verdadera, o de utilería? —preguntó Rose.
—Tiene el filo afeitado y la fabricaron ultraliviana, para que pudiera blandiría Urna Thurman.
—Parece de fiberglass…
—Pero igual chuza —dijo Ming, colocando otras rarezas sobre la mesa.
Rose se fijó en un arma negra, sólida, sin adornos ni pretensiones, que le inspiró confianza. Y esta de quién era, preguntó.
—No tiene gran historia, o sólo la tiene para mi familia, porque la heredé de mi padre, y mi padre a su vez de su padre, y así más o menos hasta la noche de los tiempos. Es una Glock 17, calibre 9. Un animal severo y sereno. De gatillo duro, eso sí, pero a cambio carga 17 cartuchos y dispara rápido. Para esta puedo darle munición, conservo media caja, y si quiere le enseño a cargarla.
Rose guardó la Glock y la caja de cartuchos en la guantera de su coche y regresó a su casa de la montaña, resuelto a convocar a Empera a un tribunal de Inquisición. Le pidió que se sentara frente a él y empezó a bombardearla a preguntas, pero tal como era de esperarse, Empera resultó hueso duro de roer, y cuanto más la apretaban, más retrechera se mostraba. No reconocía nada y ponía los ojos en blanco cuando le mencionaban a María Paz, respondiendo de manera altanera que ella de eso no sabía nada, que no se metía en nada, que no era asunto suyo. Rose no lograba sacarla de ahí, aunque le juraba que no se trataba de perjudicar a María Paz ni de meterla en líos con la justicia, más bien todo lo contrario. Sólo cuando le expuso detalladamente el drama de la pinza en el útero, Empera pareció aflojar un poco y musitó un indolente «voy a ver qué puedo hacer».
—Pero no prometo nada —advirtió—, y de paso le recuerdo, señor Rose, que hace dieciséis meses que no me reajusta el sueldo.
—Vamos a arreglar eso, por el reajuste no se preocupe —le ofreció Rose—. Pero ¿puedo contar con usted?
—No garantizo nada, sólo le estoy diciendo que voy a ver.
Me dice Rose que se le había vuelto imperativo encontrar a María Paz, para lo de la pinza, sí, pero sobre todo porque confiaba en que tarde o temprano ella lo llevaría hasta Sleepy Joe. Porque algo muy fuerte y desconocido había empezado a crecer dentro de él, algo que ya no era tanto el dolor por la pérdida, sino más bien, de alguna extraña manera, un sustituto de ese dolor. Una especie de consuelo, tal vez el étnico posible.
—No sé si ya le comenté que nunca me ha llamado la atención todo ese asunto de la venganza —me dice—. Siempre me ha parecido un sofisma de distracción, un engaño de lo más pegajoso, un deporte nacional odioso y absurdo. Miles de películas, series de televisión, montañas efe novelas, propaganda y venta de armas, toda una industria multimillonaria que se alimenta del ansia de venganza que obsesiona a la población de este país. A mí no. Nunca me ha interesado. Y sin embargo, algo dentro de mí empezó a tener ese sabor a partir del momento en que pude ponerle cara al canalla que había torturado y matado a mi hijo. Ahí empecé a soñar con hacérselas pagar. Una a una. Quería verlo vuelto mierda, matarlo a golpes con mis propios puños, quería verlo sangrar, gritar de dolor, pedir perdón. Quería escupir en él, cagarme en él, liquidarlo.
Noche y día, siempre ahí: una lava movediza que dibujaba y desdibujaba la imagen incandescente de su hijo Cleve. Cleve erizado de espinas, como un Nazareno o un puercoespín. Cleve, objetivo de una trama macabra. Cleve, chivo expiatorio de algún asqueroso ritual. En alguna parte tenía que andar su asesino, ese orate poseído por un sentido atroz de la liturgia, ese imbécil con una manía por el sacrificio sacada de los vericuetos de su enfermedad mental. Dondequiera que se escondiera, Rose lo iba a encontrar.
—Entiéndame —me dice—, se trata de una vuelta rara que de golpe pega tu cabeza. La muerte de Cleve se me había convertido en un tormento sin nombre que me estaba comiendo vivo, una culpabilidad permanente y sin explicación. Y de repente eso adquiría nombre, un nombre, uno solo: Sleepy Joe. Por fin había alguien distinto a mí mismo a quien echarle la culpa, alguien distinto a mí mismo en quien descargar la rabia. Recuperar a Cleve no era posible, pero en cambio sí podría reventar a ese Sleepy Joe. Iba lo uno por lo otro. Era algo tan irracional como una necesidad fisiológica, tan apremiante como comer o respirar. En ese momento no me daba cuenta, pero hoy sé que, pasado cierto punto, no me habrían detenido aunque me hubieran presentado las pruebas fehacientes de que Sleepy Joe no había tenido nada que ver con la muerte de Cleve. ¿Me entiende? Esos datos hubieran sido irrelevantes para mí. Cuando el mecanismo de la venganza se dispara, ya nada te detiene. Como le dijera, la venganza no necesita estar segura de lo que hace, sólo necesita un objetivo, cualquier objetivo contra el cual apuntar. Has recibido un golpe mortal, y para seguir viviendo necesitas asestar un golpe equivalente. Ya escogiste tu blanco, y vas tras él. La venganza no es reflexiva ni flexible; es implacable y es ciega. Y no tiene nada que ver con hacer justicia, quien pretenda que hace justicia al vengarse, sólo está engañándose a sí mismo. Se trata de algo más primario, más animal: te has convertido en un toro incendiado en ira, y acaban de ponerte el capote rojo enfrente. En Colombia escuché un dicho que me llamó la atención, «matar y comer del muerto». Estoy que mato y como del muerto, así dicen allá cuando se enfurecen, es apenas un dicho popular, una hipérbole como cualquier otra. Y al mismo tiempo no. A mí esa frase me producía escalofríos porque me sonaba a sabiduría antigua, venida de tiempos ancestrales en que la venganza caníbal era la forma suprema de la venganza. Y cuando ya ni me acordaba de eso, alguien mata a Cleve de manera horrenda. Ya partir del momento en que logré identificar a su asesino, esa frase volvió a resonar en mi memoria: matar y comer del muerto, matar y comer del muerto.
Tuvo pesadillas la noche en que Buttons, después de dejarlo temblando con sus descubrimientos, se quedó a dormir en el sofá de la sala de su casa. Rose se retiró a su cuarto con una desazón horrible y se despertó al amanecer, resentido por dentro y por fuera, como si le hubieran propinado una paliza. Le pareció haber soñado con cuerpos mutilados. En medio de la carnicería, una mujer le soltaba una retahíla de cosas irritantes que él hubiera preferido no escuchar, pero que de alguna manera tenían significado: le revelaban algo. ¿Quién era ella? Alguien conocido pero no cercano, o cercano pero no del todo, más bien alguien que comprende algo en medio de la hecatombe. Más tarde Rose le ofreció desayuno a Buttons, lo llevó en el coche hasta la estación del tren, le pidió un par de días para asimilar lo que le había comunicado y le aseguró que apenas se recuperara un poco del golpe iba a llamarlo, para empezar a buscar juntos a María Paz. Pero no lo hizo, nunca lo llamó, ni contestó sus e-mails o sus telefonazos. Supuso que por órdenes de Pro Bono, el mismo Buttons empezaría a buscarla por su lado y a partir de sus propios contactos.
—Mejor así —me dice Rose—. Cada quien en su casa y Dios en la de todos.
La pesadilla de la noche anterior le había quedado dando vueltas en la cabeza. Al principio pensó que la mujer del sueño era Mandra X, pero después cayó en cuenta de que podía tratarse más bien de Edith, su ex mujer. Y resolvió llamarla, agarrar el teléfono y llamarla, todavía sin tener claro para qué; a esas alturas Edith seguía convencida de que la muerte de Cleve había sido accidental, y Rose no tenía intenciones de sacarla de su error.
—¿Recuerdas el álbum aquel de Roma? ¿Por casualidad lo conservas todavía? —le preguntó, y ella supo enseguida que se refería a las fotos que habían tomado durante un viaje por Italia unos treinta y cinco años atrás, cuando llevaban poco de casados y Cleve no había nacido aún.
Edith le dijo que creía que sí, que en algún lugar de su casa debía de estar, y Rose le rogó que se lo enviara tan pronto pudiera. Ella aceptó sin preguntar para qué, y esa misma noche, hacia las diez, a la casa de las Catskill llegaba la entrega por FedEx SameDay.
—¿Tenía algo que ver ese álbum con la muerte de su hijo? —le pregunto a Rose.
—Mire, mi obsesión en ese momento eran los instrumentos de la Pasión de Cristo. Ahí estaba el meollo. Así lo había intuido yo desde el principio, desde que encontré esa vieja nota de prensa sobre el asesinato del ex policía. Lo había confirmado luego con lo del peno clavado a la pared, y más todavía cuando me dijeron cómo había muerto mi hijo. Pero no tenía el cuadro completo, me urgía saber exactamente cuál era la lista de esos objetos, aparte de los obvios, o sea la cruz, los clavos y la corona de espinas. Y ahí me vino el recuerdo de Roma, de esos días con Edith en Roma, y de un lugar en particular que habíamos visitado aquella vez, el Puente Sant’Angelo, que cruza el Tíber en dirección al Castel Sant’Angelo, el antiguo mausoleo de Adriano. A lo largo de ese puente hay una serie prodigiosa de ángeles esculpidos en mármol por el Bernini, y cada uno de esos ángeles sostiene uno de los instrumentos de la Pasión. En realidad yo hubiera podido encontrar la información que buscaba en cualquier lado, empezando por Google; la representación que hizo Bernini de la Pasión de Cristo es apenas una de las miles que existen sobre el tema. Pero esa en particular tenía que ver conmigo. El puente Sant’Angelo me traía recuerdos, entrañables y a la vez odiosos, en todo caso muy intensos, tal vez demasiado. Supongo que justamente por eso se me metió entre ceja y ceja que necesitaba ese álbum.
Se había impuesto la tarea de meter se en los zapatos de Sleepy Joe, para entender cómo procedía. Lo primero era dejar de odiarlo, cortar con el odio, que es ciego; no podía permitirse cegueras, tenía que observar y sacar conclusiones. Partiendo de la base de que hasta el más loco o malo de los hombres tiene sus razones para hacer lo que hace, Rose podría llegar a entender cuáles eran las de Sleepy Joe. Quería intercambiar mentes con el victimario, como había visto hacer a Will Graham con el Tooth Fairy en Red Dragon, Dicho así suena infantil, reconoce Rose, él metido en esas, tan ignorante en la materia y guiándose por películas de terror; él, que de criminalística no sabía absolutamente nada, si al fin y al cabo no era ningún detective ni investigador, apenas un padre destrozado por la muerte de su hijo. A lo mejor todo era muy infantil, me dice, salvo una cosa: mi decisión de dar con el criminal. Fuera como fuese, iba a encontrar a ese hombre y lo iba a destruir.
Yo soy Sleepy Joe, empezó Rose a repetirse a sí mismo, allá arriba, en la mansarda de Cleve, el lugar que le pareció propicio. Yo soy Sleepy Joe y voy a matar a este muchacho, Cleve. ¿Qué motivos tengo? ¿Por qué lo hago? Uno, porque se me canta el culo. Soy un matón y voy por la vida haciendo lo que me da la gana, o no haciendo nada, y si mato es porque quiero y puedo. Dos, lo mato porque se está metiendo con mi novia María Paz. (Pro Bono decía que Cleve y María Paz andaban juntos, y si Pro Bono se había enterado, también podía haberse enterado Sleepy Joe). Cleve y María Paz se quieren, o se gustan, o por lo menos se buscan, y como yo agonizo de celos, lo mato a él y me quedo con ella. Pero ¿cómo lo mato? Fácil. Soy camionero y él anda en moto: llevo las de ganar. El propio Cleve me facilita la tarea al desviarse por una ruta poco transitada. Lo persigo, lo obligo a acelerar, le echo el camión encima, él se desbarranca y se mata. Dicho y hecho. Liquidé al rival y salí impune, porque no hubo testigos. Hasta ahí todo coherente, todo racional. ¿Y luego le clavo espinas en la frente? Es decir, me bajo del camión pese a que llueve, corro pendiente abajo, encuentro el cuerpo… y monto un ritual. Tengo que oficiar un ritual, eso es lo mío, justificar mis crímenes con una vocación mística, o al revés, dejar que mi vocación mística me lleve a matar. Veo que por allí abunda la acacia espinosa y corto algunas ramas, bien cargadas de espinas. En total son diecinueve espinas. ¿Las cuento una por una, o me tiene sin cuidado cuántas sean? Las cuento son diecinueve. ¿Significa algo ese número? Nada. Sólo me sugiere la sigla M-19, el nombre del movimiento guerrillero que operaba en Colombia mientras viví allá. Nada que ver, paso del diecinueve, me interesan las asociaciones que pueda hacer él, no las mías. Me estoy dispersando, debo volver a meterme en sus zapatos. Escojo esa rama de acacia espinosa, la manipulo con cuidado, tiene espinas grandes y recias que pueden lastimarme. ¿Y si alguien ve mi camión, se detiene y me descubre? Sea, entonces, bien vale la pena correr el riesgo. Formo con la rama una corona para mi víctima. ¿Por descuido me lastimo los dedos con las espinas? No. Uso guantes, estoy protegido y no dejo huellas (que de hecho no quedaron, eso se lo había confirmado Buttons). Soy Sleepy Joe y tengo razones poderosas para hacer lo que hago. ¿Castigo a mi víctima porque estoy celoso? ¿Esta es mi venganza? No. Los solos celos no explican mi conducta, tiene que haber algo más. No puedo dudar, lo que hago no es grotesco, ni loco, ni ridículo. Muy por el contrario, soy enormemente pedante y pagado de mí mismo y sé que mi acción es trascendental y tiene significado, aunque los demás no lo vean así. Ignorantes ellos, iluminado yo. El momento es sublime, soy el oficiante y he escogido a este joven como chivo expiatorio, él es el objeto de mi ceremonia, ¿el Cristo de esta Pasión que voy a recrear? La figura de la víctima resplandece ante mis ojos con un fulgor sacro que llama al sacrificio. Los Cristos están ahí para morir, me digo, su destino es limpiar con su propia muerte este mundo sucio de pecado. (En ese punto, Rose relee un trozo del escrito de María Paz para confirmar: también ella sabía que su cuñado era un maniático de la limpieza ritual). Soy de nuevo Sleepy Joe y tiemblo de fervor, tal vez inclusive me excito, experimento una erección, estoy transido y enhiesto, la víctima me llama, me invita, está ahí para mí, se me ofrece con una docilidad y una entrega que me estimula y me enerva. En mis cojones vibra el llamado de Dios, que exige la inmolación del cordero. Obedezco porque soy su profeta, su ejecutor, su ángel exterminador. Yahvé me responde, me hace saber que cuenta conmigo, el castigo divino se cumplirá a través de mí y toda la porquería de este mundo será purificada. ¡A la mierda!, es realmente importante y grande esto que estoy haciendo, siento tal calor que debo refrenarme, el orgasmo no puede llegar antes del instante mismo de la consumación.
Hasta ahí, Sleepy Joe. Pero ¿sucedió el crimen realmente así? En todo caso me falta mucho, piensa Rose, soy torpe para esto, qué lejos estoy de un verdadero estremecimiento, de una convicción ciega, de un rapto tan profundo que me lleve a torturar y a matar, qué enorme ventaja me lleva el camionero, que me denota con el solo don de su fe. Él es capaz de creer y yo no: eso hace la diferencia, eso voltea el juego a su favor. El tiene clara la secuencia ritual, vibra con cada una de las estaciones que van llevando a la cima del dolor. Sus actos obedecen a una concatenación milenaria que yo desconozco. Él se cree profeta, mientras yo sé que soy un tipo cualquiera. El cuenta con la iluminación, mientras yo me atengo a mis pobres razones de ingeniero hidráulico. Por eso no acabo de comprenderlo, sólo logro despreciarlo. En mi cabeza la lava vuelve a hervir, el odio se impone y me impide seguir mirando.
Stay put, se ordena Rose a sí mismo, no te disperses. ¿Con qué oficia, o tortura, Sleepy Joe? En el primer caso, heridas de cuchillo en manos, pies y costado, o sea los estigmas del Cristo en la cruz. Se las inflige a su propio hermano, el ex policía. Los clavos, más viles, los reserva para el perro. A Cleve le adjudica la corona y el escarnio de las espinas. De alguna manera lo corona rey; debe considerarlo su principal víctima, su mayor victoria, al menos hasta ese momento. O a lo mejor no, tal vez improvisa según las circunstancias y escogió espinas simplemente porque las encontró por allí. Arma cortopunzante, clavos, espinas: escalones de un ascenso hacia el sufrimiento máximo. Cada una de las víctimas ha sido sacrificada, o purificada, con uno de estos objetos. ¿Odia Sleepy Joe a sus víctimas? No necesariamente, puede ser lo contrario: al parecer quería a su hermano. ¿Cómo las escoge, de acuerdo a qué criterio? Quizá lo determinante no sea tanto la víctima cuanto la prueba en sí. Pero por otro lado, el denominador común es María Paz, el vínculo entre todas ellas es María Paz. A menos de que el tipo anduviera por ahí, sin que Rose se enterara, imponiéndoles sus ceremonias también a desconocidos que no tenían nada que ver. Buttons y Ming estaban convencidos de su manía sacrificial, y también Corina, la amiga salvadoreña de María Paz. Rose vuelve al manuscrito original, que es su guía, su hoja de ruta, y encuentra y relee los párrafos sobre Corina: «Abre los ojos, María Paz, abre los ojos y ten cuidado, que ese muchacho es enfermo». Y también esto:
—Me parece que rezaba —me dijo (Corina) uno de esos días.
—¿Rezaba? ¿Quién rezaba? —Tu cuñado.
—¿Quieres decir que rezaba esa noche, en tu casa? ¿Antes de hacer lo que te hizo? ¿O después?
—Al mismo tiempo. Era como una ceremonia.
—¿Una ceremonia?
—Lo que él estaba haciendo. Lo que estaba haciéndome. Parecía una ceremonia».
Pero ¿qué es exactamente lo que hace Sleepy Joe contra ella, contra la propia Corina, por qué la agrede con un palo de escoba? Rose baja a la cocina por una escoba, vuelve a la mansarda y empieza a blandir la escoba contra un enemigo invisible. Se agita con el ejercicio y suda. ¿O será fiebre? Siente que le arde la cabeza, que cruza una raya, que está a punto de zafarse. Si yo fuera Sleepy Joe, ¿qué daño podría hacer con esto?, se pregunta. Podría golpear o esgrimir, y hasta violar, como a Corina. En un palo de escoba podría clavar la cabeza de un adversario, como en una estaca. O atravesar a la víctima. Un palo. ¿Una lanza? Una lanza larga y penetrante, prehistórica, temible. La lanza, armareina entre los chinos, blasón de Palas Atenea, con punta afilada de acero, de ámbar, de bronce, de obsidiana, ¿y acaso no atravesaron el costado del Cristo con una lanza? Lanza, jabalina, lance, spear, Britney Spears. Si yo fuera Sleepy Joe, ¿acaso no habría penetrado, atravesado, violado, a Britney, a Atenea, a Corina, con esta lanza, jabalina, escoba, lance, spear.
Las piezas encajan en un esquema rebuscado, pero sustentable. Y si realmente es así, ¿qué queda por delante? ¿A qué otros aparejos de martirio recurrirá la creatividad de Sleepy Joe? ¿Cuáles no ha utilizado aún, o ha utilizado ya, pero Rose aún no lo sabe? Valga decir, ¿qué les espera a sus próximas víctimas, o qué les hizo ya a otras anónimas? En primer lugar, falla la cruz: el tormento mayúsculo y último, el climax de la expiación. Y debe haber otros, desde luego; el Cristo tuvo que soportar toda clase de horrores camino al Calvario. Pero ¿cuáles son? Es ahí donde entra a jugar el álbum de fotografías que acaba de enviarle Edith.
Roma, un atardecer de verano, años atrás. Edith y Rose van tomados de la mano y están enamorados, o al menos Rose está enamorado de Edith, que lleva un vestido claro, escotado, por donde asoman sus pechos bronceados por el sol mediterráneo. Van cruzando el Tíber por el puente de Bernini y la presencia imponente de los ángeles los inquieta: su violenta belleza, andrógina y sombría; sus alas improbables desde el punto de vista aerodinámico; su compasión agónica ante el sufrimiento del Hijo de Dios. Más que criaturas de gloria, son los portavoces de un duelo cósmico, y cada uno de ellos sostiene en las manos un determinado objeto iniciático, o arma mortal, según se lo mire. En el duty free del aeropuerto, Rose ha comprado una Canon AE-1, y en su entusiasmo por estrenarla le toma muchas fotos a Edith, de las cuales se han conservado sólo nueve en el álbum, una frente a cada ángel, sin contar una décima que en algún momento se despegó y de la que sólo quedan los rastros de goma. Volver a mirar aquello después de tantos años marea a Rose, o habrá que decir que lo trasporta. Me asegura que revivió simultáneamente el abandono por parte de su mujer y la muerte de su hijo, y que el abrazo brutal de esa doble pérdida lo fue arrastrando sin que él supiera hacia dónde, amenazando con reventarlo. Hasta que optó por soltar las riendas, aflojar la resistencia y dejarse llevar, dócilmente, en un viaje alucinado por un torrente de imágenes violentas. Ahora que lo ve en perspectiva, lo siente como una inmersión honda, que por poco lo ahoga dentro de su propia cabeza.
Empezó a mirar las fotos detenidamente, una por una, tratando de concentrarse en los ángeles y haciendo abstracción de la figura de su ex mujer, hazte a un lado, Edith, me dice que le decía, quítate de ahí, que esto no es contigo. De puño y letra de ella estaban registrados la fecha del viaje, el nombre del lugar, las aclaraciones pertinentes. Así es Edith, me dice Rose, todo tiene que documentarlo y especificarlo; también los libros que lee quedan llenos de anotaciones en los márgenes.
El primer ángel sostiene una columna pequeña, más bien la versión reducida de una verdadera, y la leyenda que le corresponde es «Tronus meus in columna», mi trono sobre una columna, según las traducciones que como pie de foto ha anotado Edith. Bravo, Edith, le dice Rose, siempre fuiste tan sistemática y organizada, con todo menos con nuestro matrimonio, a mí me archivaste como a un trasto viejo y ni siquiera sabes en dónde. Pero hay que concentrarse. Se trata de la columna de la flagelación. Rose lo sabe bien, recuerda que en esa misma visita a Roma vieron el original, o sea la propia columna, en Santa Prassede, a la sombra de la basílica de Santa María Maggiore. Al igual que la réplica que sostiene el ángel del puente, la reliquia original es chata y corta, como si el Cristo que ataron a ella hubiera sido pigmeo. «Tronus», escribe Rose con un marcador sobre la cabeza del ángel, Tronus meus in columna, tú te llamas Tronus, le dice, y tú hiciste mal, sumamente mal, azotando a ese pigmeo.
El siguiente ángel sostiene un látigo y su inscripción reza «In Flagella paralum», preparado para el látigo. Rose agarra el marcador y escribe encima la palabra «flagella» con letras de imprenta. Flagella, ese será tu nombre, le dice al ángel. Reventar a la víctima, al Cristo de turno, con una azotaina de látigo de siete colas, porque eso es lo tuyo, atar al elegido a una columna y darle hasta reventarlo a fuete.
Aparece otro ángel con un par de clavos en la mano, grandes clavos, pesados. «Quiem confixerunt», los que me han perforado. Rose le pone un nombre y se lo escribe encima: «Claváis». Clava al ángel con su nombre: Clavus. Clavar a la víctima a la pared, atravesarla, perforarla, así se trate de un peno: dejarlo ahí crucificado hasta que muera. Agarrar a un pobre peno y convertirlo en Dios, o agarrar a un Dios y tratarlo como a un perro.
El ángel de la página siguiente sostiene la cruz: «… a sanguinis ligno», desde el árbol que sangra. Cruz, cruces, cruzar, crucero. La cabeza de Rose se dispara hacia el crucero que tomó con Edith por las islas griegas —¿esa noche en Santorini me querías, Edith, o ni siquiera entonces?—, pero enseguida corrige el rumbo y abandona ese recuerdo. Volvamos al grano, se ordena a sí mismo, hay que seguir adelante. Este ángel poderoso y levemente estrábico sostiene en sus brazos la cruz, ese es su Fragmenta Passionis, o al menos eso aclara Edith, vaya, vaya, Edith, qué de latinajos. El gran bizco alado sostiene la cruz sin esfuerzo, como si no pesara, como si fuera alada también la propia cruz, el madero de la muerte, que curiosamente viene siendo el mismo árbol de la vida, la confluencia de los cuatro puntos cardinales, la rosa de los vientos, rosa rosa rosam rosae rosae, cómo no, a rose is a rose y así se llama él, justamente Rose, Rosacruz, la rosa que abraza a la Cruz, que es intersección, desvío; cruzar los dedos para cambiar a favor la suerte. Cruz: lugar de peligro y riesgo; puerta hacia mundos diferentes al nuestro; encuentro vertiginoso de realidades enfrentadas, la vida y la muerte, el día y la noche, el cielo y el infierno, el hombre y el Dios. Punto donde se hace delgada la frontera entre la cima y el abismo. ¿No era eso, más o menos, lo que decía la vieja Ismaela Ayé, allá entre los muros de Manninpox? Y si Ismaela Ayé podía decirlo, también podía Rose, que toma el marcador y a ese ángel lo bautiza Crux. Hola, Crux, le dice, tu te llamas Crux, allá tú con tu nombre.
La inscripción del ángel que sostiene la lanza que clavaron en el costado del Cristo reza «Vulnerasti cor meum», has herido mi corazón. Buena frase, hay que reconocerlo, el señor Cristo no era mal poeta. O habría que darle el crédito más bien a Bernini. Rose decide que a ese ángel va a llamarlo Cor, el propio ángel le ha revelado su nombre, cor, coráis, corazón, y además se ven bien esas tres letras, C, O, R, así colocadas a lo ancho de la foto, y hasta un poco de risa le da a Rose porque con la O ha encerrado la cara de Edith, que aparece en la foto parada al lado del pedestal. A ver cómo te escapas de esa, le dice a Edith, muéstrame cómo te zafas y te vuelas con Ned par a Sri Lanka. ¡Fuera, Cor!, le ordena Rose a ese ángel, ahí te dejo con Edith que es una chica mala, hazte cargo de ella. Y ahora sigamos, que todo va marchando, empecé jalando la punta del hilo y ahora el ovillo se desenrolla a toda mecha. Cor: el nombre vale también por Corina. ¿Te atravesaron el corazón con esa lanza, Cori? No. Te atravesaron la entrepierna, o sea el axis mundi: el corazón del corazón.
Viene una fotografía difícil, porque el ángel siguiente sostiene en la mano una esponja. Muy raro, una esponja, algo tan prosaico y carente de inspiración. ¿Qué mal puedes hacerle a alguien con una esponja? Aparte de cosquillas en las axilas, a Rose no se le ocurre nada. Pero basta con leer, idiota, se dice a sí mismo, la inscripción te lo revela todo: «Portaverunt me aceto», me dieron vinagre; qué metódica era Edith y qué pulcra, que bien tradujo todo. Ya veo, ya veo, dice Rose, el Cristo agonizante tenía sed, debió pedir agua y en cambio le dieron vinagre. Well, that’s gross. Lo que se dice retorcido. Entraparon en vinagre esa esponja y le quemaron los labios, le pringaron la garganta, se rieron de él. Mal, le dice Rose al ángel, muy mal, pao, pao en la manita, como castigo te vas a llamar Bob Esponja. Le retiñe el nombre con el marcador: Bob Esponja. Claro que Edith asegura otra cosa; como siempre, ella lleva la contraria. Posea: Edith ha anotado al pie de la foto esa palabra desconocida para Rose, cuidándose de añadir al lado la aclaración: «Posea, bebida popular en la antigua Roma, mezcla de agua, vinagre y hierbas aromáticas». ¿Será verdad? ¿Algún ser caritativo acercó una esponja entrapada en posea a la boca sedienta del moribundo? De acuerdo, Edith, entonces a este ángel lo llamaremos Posea. Posea Esponja. Lo que pasa es que ahí no para el asunto, hay algo más, en la foto no eres tú, Edith, quien está parada al pie de Posea, sino yo, Ian Rose, y llevo puesta una camiseta James Dean; la cara de James Dean está impresa en mi camiseta, bien visible. En cambio al ángel no se le alcanza a ver el rostro porque al tomar la foto, tú, Edith, se la dejaste fuera del marco. Decapitaste a Posea con esa Canon AE-1. No importa. Ángel Decapitado, ya no te llamarás Bob Esponja, ni tampoco Posea, has tenido una suerte loca, ahora te llamas James Dean.
—Foto tras foto, la fiebre me iba subiendo —me dice Rose—, era como si el cerebro me ardiera. Mire, yo soy una persona simple, no conozco mucho de esos estados alterados. Pero ese día del álbum yo volaba. Y al mismo tiempo todo era tan real, cómo explicarle, los ángeles, Edith, la ausencia de Edith, (lleve, la muerte de Cleve, su asesino, la sombra de su asesino, yo mismo, Roma, las Catskill, Bernini, todo adquiría la misma realidad, el mismo peso, todo existía por igual y al mismo tiempo; la fiebre lo mezclaba todo y lo ponía justo ante mis ojos, al alcance de mi mano.
A continuación hace su aparición el ángel que Rose más teme, el que ha estado esperando, el que de verdad le atañe, el de la corona de espinas. Este es el ángel de Cleve, piensa Rose y se estremece. Su leyenda le resulta atroz: «Dum configitur spina», mientras las espinas penetran. Edith, sin saber que un día su hijo va a sufrir las espinas, Edith, sin saber siquiera que un día va a tener un hijo, Edith ha anotado en un pie de foto que ese ángel tiene la particularidad de haber sido esculpido por el propio Bernini, quien dejó la ejecución de los demás en manos de sus discípulos. Gracias por la aclaración, Edith, le dice Rose, tú, que siempre fuiste tan estudiosa. Este ángel atrapa a Rose como ninguno de los anteriores; no puede parar de mirarlo, o al revés, la criatura no para de mirarlo a él. Es un ángel terrible, comprende Rose. Cleve, hijo mío, qué clase de padre soy, que no estuve allí para protegerte de su arremetida. Es al mismo tiempo el más afligido de los ángeles: Bernini ha logrado que un grito ahogado se adivine en su boca entreabierta. Eso, más la tormenta que amenaza desde el fondo de sus ojos, lo convierten en una presencia macabra. Tú te llamas Spina, le dice Rose con una rabia sin fondo, y le escribe el nombre encima muchas veces, Spina, Spina, Spina, lo apuñala con el nombre, lo raya con el nombre, raya toda la foto hasta que ya no se ve nada. Sólo rayones. Desaparece el puente, sólo quedan rayones. Desaparece el Tíber, desaparecen Roma, el ángel y la corona, y sobre todo Edith. Sólo quedan rayones de arriba abajo; con un millón de rayas cortopunzantes, o sea de espinas, Rose ha atravesado a Spina.
La página siguiente trae una figura casi femenina que exhibe con dulzura un lienzo: «Réspice faciera», mírale el rostro. ¿Cómo debo llamar a este ángel?, se pregunta Rose, ya menos exaltado, menos agresivo, recuperando el aliento. Facies, por supuesto, así te vas a llamar, mira cómo escribo tu nuevo nombre delicadamente, en una esquina y con letra gótica. Se trata del ángel que sostiene el paño de la Verónica, o pañuelo en que quedó estampado el rostro de Derramas cuando una mujer llamada Verónica quiso enjugarle la sangre y el sudor. Pero en letra de Edith aparece clara la advertencia, basta con fijarse en la etimología, aconseja Edith, para deducir que no existió la tal Verónica, que no es más que Vero Icono, verdadera imagen del Cristo estampada en el paño de la Verónica, o sea el paño de la verdadera imagen. ¡Coño, qué inteligente y sabihonda eres, Edith! Pero ahí no termina la cosa con este ángel tampoco, por el contrario, ahí comienza. Uno: con un lienzo, o trozo de tela, alguien le limpia el rostro a un hombre. Dos: el rostro de ese hombre queda allí registrado, como en una fotografía. El rostro. Un rostro. Un rostro en un lienzo. ¿En un trapo? ¿Un trapo rojo? ¿John Eagles, el vendedor de comida para perros, con su cara arrancada y pegada a un trapo? ¿El crimen inexplicable de John Eagles por fin resuelto? Pero si nada tiene que ver John Eagles con Sleepy Joe, a quien no conocía y con quien nunca en su vida se habría cruzado. ¿O acaso sí?
Rose está exhausto, su cerebro recalentado ya no da más y exige reposo. Pero todavía falta, la tarea no está terminada, queda uno más. El último ángel del álbum sostiene en una mano la túnica que le arrancan a Cristo antes de crucificarlo, y en la otra mano guarda los dados con que los soldados romanos la rifan entre ellos. «Miserunt sortera», echaron la suerte. Hijos de puta centuriones, se rifaron la camisola de Dios. Te llamas Alea, le dice Rose a ese ángel y escribe la palabra: «Alea». ¿Alea jacta est? Alea, ya está. Tampoco aquí brilla el sentido común, no acaba Rose de entender quién quería alzarse con unos harapos ensangrentados. En La túnica sagrada, una película que vio de adolescente, superaron la incongruencia cambiando la túnica tosca por un paño púrpura más presentable, evidentemente costoso, y Richard Burton, el afortunado centurión que se lo ganó a los dados, se alejó de allí satisfecho luciendo flamante manto, porque no hacía falta ser Richard Burton para saber que el púrpura era el color imperial, exclusivo y suntuoso. Eso vaya y pase.
¿Pero rifarse un triste trapo, tejido en telar por algún artesano pobre de Galilea, y luego arrastrado montaña arriba, rasgado por las piedras y los azotes, vuelto miseria, todo embarrado y manchado? No tiene sentido. No importa. No hay que perderse en debates teológicos, ahí no está la urgencia, lo que importa es atar cabos, quemarse la cabeza atando cabos, buscarle la comba al palo, sumar dos más dos. La balanza se inclina hacia el lado de Maraya, la amante number two de Sleepy Joe. Un Rose borracho de revelaciones consulta el manuscrito de María Paz. Quiere encontrar lo que allí dice sobre Maraya, teibolera de Chiki Charmers, la que hirvió en un jacuzzi hasta que la carne se le desprendió de los huesos, la pobre Maraya, que cuando fue cadáver tuvo que llevar un dado encajado en cada una de las cuencas de los ojos mientras sus amigas se peleaban por su ropa, y todo por lo maniático y obsesivo que es este Sleepy Joe, un desgraciado con unas fijaciones del carajo.
Demasiado obvio, piensa de repente Rose. Todo esto, todo, demasiado fácil. Qué asco, dice, y siente que crece en él un gran fastidio frente a ese asesino tan predecible en sus cosas. Hijo de puta, Sleepy Joe, le dice, armas tus enigmas leyendo a Paulo Coelho y a Dan Brown, eres un místico de pacotilla, qué repugnante, vas siguiendo el patrón al pie de la letra, hasta ahí te llega la audacia, vas matando gente con los instrumentos de la Pasión del Cristo, uno tras otro, como quien sube unas gradas. Ese es tu gran invento. No eres más que asesino rutinario, al fin y al cabo.
Rose pasa de la alucinación al hastío, de la conmoción al desencanto, del ardor al frío. Ya terminó todo, ya sabe de qué va el asunto, al menos más o menos, forzando la mano aquí y allá, es cierto, trayendo de los pelos algunos elementos de juicio, eso debe reconocerlo, pero en todo caso armando un cuadro general con suficiente apoyo en la realidad como para sentir que básicamente ha logrado desenmarañar el enredo. Se le ha aplacado la fiebre y con ella el estado de exaltación. Ya ha pasado el parto, y ahora quieren caerle encima los maternity blues. Huyendo de ellos se dirige a la cocina para prepararse un té, pero no encuentra leche y tiene que resignarse a tomarlo sin nube, sorry, mother, le dice, no cloud this time. Busca el Effexor y está a punto de bajárselo con un trago de té para darle mate a la crisis, pero se arrepiente. No más paliativos, dice, al demonio el Effexor, de aquí en adelante necesito todas mis herramientas, incluyendo el dolor, la ansiedad y el pánico, todo lo que haga parte de mi sistema de alertas. Entierra los antiansiolíticos entre los helechos de una maceta, sube de nuevo al ático y se deja caer, agotado, sobre la cama que fuera de su hijo.
—Me hago el detective, me hago el vengador, me hago la víctima y el verdugo… Perdóname, hijo, qué montón de pendejadas hago para darle sentido al sinsentido feroz de tu muerte —le dice en voz alta ya no tanto a Cleve como al montón de objetos de Cleve que llenan el ático.
Dos días más tarde, el invierno ya había tomado posesión de los alrededores. No había parado de nevar en las últimas veinticuatro horas y Rose se dejaba llevar por una sensación aletargada de ingravidez, mientras miraba por la ventana cómo la nieve iba cayendo con suave lentitud de seda. Vista así, desde el calor de la chimenea y a través de los ventanales, parecía bella e inofensiva, y hasta cariñosa, pensaba Rose, que sin embargo la conocía demasiado bien como para no saber que esta vez no iba a detenerse hasta no cubrir personas, animales y cosas, apagando todos los sonidos, borrando los colores, nivelando los volúmenes y dejando a la tierra convertida en una bola blanca, inhumana y luminosa, como la luna. Estático ante la serenidad congelada del paisaje, Rose apenas apretaba las manos contra la tibieza del tazein de té, cuando Empera irrumpió como una tromba para entregarle el teléfono inalámbrico.
—Conteste, le interesa —le dijo.
—Llamo por lo de las rejas. —Al otro lado de la línea sonó una voz femenina.
—¿Cuáles rejas? —dijo Rose, que no acababa de aterrizar.
—Usted sabe cuáles rejas. Las que encargó.
—No he encargado ningunas rejas —dijo Rose, molesto con la insistencia, pero Empera lo fulminó con una mirada que le hizo comprender que podía tratarse del enlace, de algo que tendría que ver con María Paz, a lo mejor «rejas» era una especie de clave, ¿por aquello de cárcel? Rose se quedó mudo y vino un silencio tenso que luego no hallaba cómo romper; tampoco era cosa de soltar un ¿eres tú, María Paz?, cuando esto bien podía ser un contacto clandestino a través de teléfonos intervenidos, con grabadoras y ese tipo de cosas.
—Las rejas, ya sabe cuáles rejas —dijo la voz.
—¿Usted es la amiga de las rejas?
—No, yo soy una amiga de esa amiga.
—¿Y está en contacto con ella?
—Por eso lo llamo, para decirle que ella ya le tiene el catálogo.
—El catálogo de rejas para el jardín… —Exacto, de rejas para el jardín.
—¿Y cuándo puedo verla?
—Ella manda preguntar si pueden encontrarse hoy mismo, hacia las tres de la tarde, en el food court de un centro comercial, su housekeeper dice cuál, ella sabe. Si usted no puede hoy, hablamos más adelante para cuadrar otra cita, para mañana o pasado.
—Dígale que voy a estar ahí, tomándome una Coca-Cola light —dijo Rose, enfatizando lo de Coca-Cola light porque le pareció un aporte, si María Paz y él no se conocían, cómo iban a reconocerse entre el gentío.
—No debería.
—Qué cosa.
—Tomar Coca-Cola light. Si no puede evitar la Coca-Cola, por lo menos evite la light, que es puro veneno —dijo la voz, y él no supo si se trataba de un dato decisivo, o si sólo le estaban dando un consejo saludable.
—De acuerdo, dígale entonces que estaré tomando Coca-Cola normal.
—Como todos los que estén ahí.
—Tiene razón. Dígale que van a ser tres latas de Coca-Cola normal. Dígale que las tendré colocadas en triángulo sobre la mesa —dijo, y se sintió ridículo, como jugando a los espías.
—Entonces qué prefiere.
—La Coca-Cola normal, ya le dije.
—Me refiero a la cita para hoy o para más adelante.
—Claro, perdón, no le entendí. Dígale que hoy mismo. Y que traiga las muestras.
—¿Qué cosa?
—Nada, las muestras de las rejas, dígale que las traiga. Dígale por favor que es urgente, sumamente urgente —dijo Rose, e iba a añadir que de vida o muerte, pero se contuvo para que quienes pinchaban la línea no lo tomaran por terrorista. Vida o muerte, patria o muerte, vencer o morir, muerte al infiel: ante todo evitar el tipo de cosa que sonara a consigna extremista.
Hacia el mediodía, Rose ya estaba colocándole las cadenas antideslizantes a las llantas de su coche, y luego se puso a palear la nieve de la entrada para poder sacarlo. Iba perdiendo el aliento con el esfuerzo y a media tarea se detuvo, tieso y sudoroso, como un Santa Claus, bajo sus varias capas de ropa. Desde lejos los tres perros lo observaban resignados e inmóviles, sentados en fila de mayor a menor, como hacían siempre que lo veían partir. Al terminar con la pala, Rose se despidió de ellos muy cariñosamente, como siempre, o como siempre no, más que siempre, dándoles a cada uno su salchicha Scheiner’s y un abrazo apretado, sentido, casi definitivo, como si fuera a emprender un viaje sin regreso. Empera le había completado el dato que el contacto había omitido por teléfono: el centro comercial donde se daría el encuentro era el Roosevelt Field Malí, en East Carden City, con acceso por la Meadow-brook State Parkway. O sea que al fin y al cabo Empera estaba colaborando, tal vez agradecida por el aumento de salario, y además aceptó quedarse de planta en la casa hasta que Rose estuviera de vuelta, para cuidar el lugar y hacerse cargo de los perros.
En el momento en que encendió su Ford Fiesta, Rose se confesó a sí mismo que hubiera preferido mil veces acudir a la cita en el food court acompañado por Ming, y se arrepintió de no haber aceptado su ofrecimiento. No era agradable la idea de que a María Paz la persiguieran la justicia, los cazafortunas y el criminal del cuñado, y desde luego a Rose le daba flojera meterse en líos con tanta gente, al fin de cuentas él no era ningún héroe de epopeya, o para ponerlo en los términos de Cleve, el epic wind no soplaba para él. Pero ya no había nada que hacer, no podía dejar pasar esta oportunidad, porque seguramente no se presentaría otra. Había un embotellamiento exasperante en el parkway y además Rose iba tan nervioso que se salió dos veces por la exit equivocada, pero aun así alcanzó a llegar al Roosevelt Field Malí con tiempo de sobra.
El food court está atiborrado de gente, de adornos y luces, de olores y músicas: la humanidad se prepara para la Navidad.
A Rose, que desde hace meses vive encerrado en la penumbra solitaria de su duelo, lo toma por sorpresa este bazar multitudinario que lo envuelve en su agitación y su gritería. Es extraño, piensa él, ahora festejamos el nacimiento de Dios en un pesebre, pero más adelante en el año vamos a celebrar su muerte en una cruz. Pobre humanidad perpleja, que inventa tanta monería para ocultar el hecho de que no entiende nada, pero ¿por qué mi hijo, qué tiene que ver Cleve con todo esto, quién pretende aclararse cosas a sí mismo confundiendo a Cleve con ese rey que nace para morir coronado de espinas?
Alrededor de Rose se mueven docenas de mujeres jóvenes con ojos y pelo color coffee, y a juzgar por el parecido con la foto del expediente, varias de ellas podrían ser ella. Faltan quince minutos para la hora convenida, y Rose compra las tres Cola-Colas normales. Se le dificulta conseguir mesa pero por fin lo logra, y el siguiente paso es sentarse y colocar las tres latas en triángulo. Pero qué estupidez ha sido mandar semejante indicación, ahora cae en cuenta por la vía experimental de que no hay manera de colocar tres latas como no sea en triángulo, como quiera que las muevas siempre forman un triángulo; para que el dato hubiera sido relevante habría tenido que especificar qué tipo de triángulo, si equilátero, isósceles o escaleno, según la longitud de sus lados, o rectángulo, obtusángulo o acutángulo, según los grados de sus ángulos. Coloca los tres tarros de cualquier manera, total esas tres gotas de Coca-Cola son invisibles en medio del mar de ese producto que corre por el lugar. Qué tontería, realmente, con lo práctico que hubiera sido enviar especificaciones sensatas, mandar decir, por ejemplo, que vendría de abrigo gris y bufanda negra. Pero en fin, no había sido del todo culpa suya, aún no se publica Tácticas conspirativas para tontos.
Ya son las tres y cuarto y la chica de las rejas nada que llega. Y si ya llegó, es difícil que pueda localizarlo entre esa chichonera. Rose empieza a presentir el fracaso y no sabe qué hacer, salvo esperar y golpetear la mesa con uno de los tarros. ¿Y si todo esto no es más que una trampa, y acaba él mismo encerrado en una Manninpox para hombres? El ruido del lugar lo aturde y para colmo atruena también la música ambiental: tienen a Pavarotti desgañitándose por los altoparlantes con Holy Night y White Christmas. A Rose lo hace sonreír el recuerdo de Cleve, que de chico llamaba Pajarotti a Pavarotti; a mí me gustan mucho los discos de Pajarotti, decía, como si se tratara de un gran pajarraco panzón y cantor. Mientras espera, Rose medita un poco en eso que ha oído comentar tantas veces, que Plácido Domingo era el terror de valía mientras Pavarotti fracasaba en Milán con las notas altas del segundo acto del Don Carlos. A lo mejor la cagaste en La Scala, le dice Rose a Pavarotti, pero lo que es aquí, en este food court, el triunfo es todo tuyo, gordo magnífico, que en paz descanses; tú sólito gritas más que todos nosotros juntos. Pero ya son las tres y media y María Paz nada que aparece.
Rose se pone de pie, para hacerse más visible, y observa con disimulo a las mujeres que circulan por ahí, cargadas de hijos y paquetes. ¿Sería María Paz esa flaca melancólica que espera algo, o a alguien, sentada sola en su mesa frente a un vaso desechable? Es morena, más o menos bonita, tiene el pelo oscuro y largo…, pero al rato llega su galán, la besa y se sienta a su lado. Entonces no, no puede ser esa. ¿Se habrá pintado María Paz el pelo de rubio para huir de la justicia? ¿Será esa rubia que lleva rato ensimismada en su celular, apretando las teclitas con una agilidad demoníaca? Wrongagain. Sin dejar de textear, la rubia se para y se va. Atención, alguien se acerca. Es una anciana vestida de diva invernal, con abrigo color rosa, botas blancas y un exceso de maquillaje que se adhiere a su cara como una máscara. La anciana sólo quiere saber si los cupones imprimibles que lleva en la mano le servirán para las rebajas de Macy’s, Rose se disculpa diciendo que no sabe y ya ni le pregunta por las rejas de jardín; está claro que esta no es su chica.
Siendo las cuatro y media de la tarde, se da por vencido y desiste. Lleva noventa minutos esperando; a estas alturas se puede deducir que se frustró el encuentro. O Empera le pasó mal el dato, y él vino a parar donde no era, o algo le sucedió a María Paz y no pudo presentarse. Maktub, como decía ella misma. Qué se va a hacer. Rose empieza a retirarse, más aliviado que contrariado. Casi que huyendo se aleja del pabellón de comidas y resuelve que por el momento va a relajarse y a desentenderse del problema; ya ha tenido suficiente actividad clandestina por hoy. Chao, María Paz, hasta la próxima será, por ahora vas a tener que arreglártelas sola con tu pinza, sorry, yo cumplí con mi parte, más no puedo hacer por ti. La distensión trae consigo un apetito feroz, al fin de cuentas afuera ya oscurece y Rose aún no ha almorzado, así que pregunta en información por un restaurante más o menos de verdad. Nada de food court, ni junk food; desde la muerte de Cleve lleva meses alimentándose mal y poco y repente le han entrado deseos de comer bien y mucho. Le indican dónde está el Legal Sea Foods, allá se dirige y se transa por un clam chowdery unos wonton de langostino. Bien, ya puede regresar a casa; sus perros estarán esperándolo. Paga la comida y sale de nuevo al camellón central, donde Pajarotti sigue afinándole a esos Do de pecho que según sus detractores no puede dar. Unos minutos después, Rose ve que viene rápidamente hacia él una mujer con un embarazo avanzado, que lleva puesto un absurdo gorro multicolor y bufanda matchymalch. Rose quiere sacarle el quite, temiendo que si chocan la chica va a parirle encima, pero ella se le planta delante con los brazos en jarra y lo encara.
—¿Usted es el padre de míster Rose?
—Y tú… ¿la de las rejas?
—Supongo que sí. Y usted, el otro míster Rose. El padre de míster Rose.
—¿Cómo supiste?
—Eh, avemaria, si yo a usted lo conozco desde hace rato —dice María Paz.
—También yo a ti, más de lo que crees —dice Rose, y en ese momento comprende que es cierto, que de tanto leer el manuscrito de esa muchacha, una y otra vez en la soledad de las noches, se ha familiarizado con el personaje más de lo que él mismo creía, y ahora de golpe la tiene ahí, de cuerpo presente, y ella le resulta conocida, más que eso, casi cercana. Además hay algo amable en ella que lo hace bajar la guardia, su sonrisa desprevenida, tal vez, o su mirada alegre. O será más bien compasión lo que siente ante ella, ante la panza enorme que sobresale del abrigo; en todo caso una compasión más bien incómoda ante el gorro extravagante, la bufanda compañera, el desparpajo con que la muchacha maneja su presencia vistosa y fuera de lugar. Pero el revoltijo de sentimientos encontrados cede de pronto ante una emoción más fuerte, y el corazón de Rose se dispara al ritmo de una insensata ilusión que se le enciende en el pecho. ¿Será acaso el hijo de Cleve? ¿Lleva esa muchacha en las entrañas un hijo de su hijo? ¿Será posible semejante prodigio?
—¿Es mi nieto? —pregunta con la voz entrecortada por la emoción.
—Pero cómo se le ocurre, señor Rose, no darían las cuentas, hubiera sido muy bonito pero no, ni los embriones de dragón incuban tan largo —se ríe María Paz.
—Entonces es grande esa pinza que llevas adentro —dice Rose, intentando un chiste para disimular el viaje de sentimentalismo interplanetario del que acaba de aterrizar en plancha, y apresurándose a secarse las lágrimas con la manga del abrigo.
—¿Este embarazo? —pregunta María Paz, a quien la palabra «pinza» todavía no le dice nada—. Este embarazo es más falso que billete de tres.
—Un disfraz… —suspira Rose—. Pero se te fue la mano, muchacha, parece que fueras a reventar, en cualquier momento vienen por ti en ambulancia.
Ella le pide que la espere y se retira al baño de mujeres, se encierra en un WC, se deshace de parte del relleno y regresa con un par de meses menos de preñez. Rose le pregunta si la están siguiendo y ella responde que cree que no, que ha tomado precauciones.
—Nos vamos de aquí, ya mismo —dice él—, tengo el carro en el parqueadero, huyamos de aquí, tenemos que hablar de un asunto de una pinza.
—¿Una pinza?
—Es complicado.
—¿Y si más bien vamos al cine?
—¿Cine? ¿Estás loca?
—Hace mucho no voy al cine, de veras me gustaría. Hay varios cines aquí mismo…
—No entiendes, tienes a toda la Policía detrás y además llevas una pinza adentro, hay que extraer esa pinza, es lo más urgente, me lo dijo tu amiga Mandra X, ella vio la radiografía…
—Hay mucho ruido y no le oigo bien. Anímese, señor Rose, vamos al cine, no pasa nada.
Rose creía ver enemigos por todos lados y andaba con la paranoia disparada, pero la chica insistía en lo del cine con tal entusiasmo desprevenido y adolescente que él empezó a ceder, no sabía bien por qué, quizá porque no le quedaba más remedio, al menos en un cine iban a estar más escondidos, cualquier cosa era mejor que seguir ahí, expuestos, en ese lugar tan concurrido.
—Pero a qué película… —hizo la pregunta más tonta.
—Qué importa, la que estén dando. Vamos.
Así que ahí van, atraviesan de punta a punta el inmenso malí en busca de los teatros y ella lo toma del brazo; lo hace con la naturalidad de una hija con su padre, y ese gesto acaba de limar la distancia y la desconfianza que pudieran quedar en él. Va muy nervioso pero ahí va, aguanta, de alguna manera se siente respaldado, acompañado por primera vez en meses, y hasta se diría que logra sonreír pese a la carga de tensión. Para calibrar qué tan sospechosos parecen, busca en el reflejo de las vidrieras la imagen que deben estar presentando ante los demás. ¿Y qué es lo que ve? Me dice que se vio a sí mismo con una mujer joven, más o menos de la edad que tendría su hijo, o sea una muchacha que podría ser su hija, bueno, si Edith hubiera sido de otra raza, ahí tendría que haber habido un cruce racial medio raro para justificar un padre tan blanco y una hija tan morena, esa parte no quedaba clara, en cualquier caso podría pensarse que había sido adoptada, si el padre era ingeniero y había trabajado en Colombia habría podido adoptar allá una huerfanita pobre y traérsela consigo. Supongo que parezco un padre que ama a su hija adoptada y la lleva al malí aprovechando los últimos días antes del parto para hacer un par de compras navideñas, pensó Rose, quienes nos miran deben pensar que vamos a comprar ropita para el niño, que si es varón tendrá que llamarse Jesús, porque así como va nace el 25, como el Niño del pesebre, y ya se sabe que los hispanos hacen cosas como esa, bautizar a un hijo con el nombre de Dios, que es como si un griego le pusiera Zeus, o un musulmán le pusiera Alá.
—Deberíamos cargar al menos un paquete —sugirió—. Todos llevan paquetes, menos nosotros.
—Buena idea —dijo ella—, si quiere, puede comprarme un regalo de Navidad.
—Qué tal unos chocolates, mira, en aquella chocolatería.
—De acuerdo, rellenos de cereza, mis favoritos. Para comer en el cine.
Todo tan normal, en realidad, en medio de la anormalidad rampante. En medio del desquicie, todo tan asombrosamente estándar, Rose muy su padre, ella muy su hija y el bebé por nacer totalmente su nieto, hasta ternura podrían inspirar. Tal vez así hubiera podido ser algún día la vida mía si no me hubieran arrebatado a Cleve, pensó Rose.
Como estaban agotadas las entradas para lo demás, se metieron a una de terror, El rito, con la coactuación de Anthony Hopkins y varios demonios, y ahí, a oscuras y en susurros, en medio de un teatro casi vacío, Rose hacía esfuerzos por convencer a María Paz de que tenía que hacerse operar de una pinza, mientras ella, más interesada en la película, gritaba cada vez que Asmodeus o Belcebú poseían a Hopkins en su caracterización de father Lucas. No había manera. A María Paz todo el lío de la pinza le sonaba a cuento chino, simplemente no podía creerlo, o no le convenía, no quería ni oír hablar de una operación que se iba a atravesar como vaca muerta en el camino de su gran escape. Ya tenía el plan diseñado y decidido, estaba dispuesta a cumplir con su propósito a como diera lugar, le susurró a Rose que estaba hasta el gorro de andar escondiéndose y que lo único que quería era recoger a su hermana Violeta, volarse de Estados Unidos y llegar juntas a Sevilla, a tiempo para ver florecer los azahares. Para María Paz estaba claro que a este míster Rose no iba a volver a verlo una vez salieran del centro comercial, porque en cualquier momento, a partir de esa noche, ella y su hermana se irían por su cuenta a jugarse el todo por el todo.
—La suerte está echada, míster Rose —le dijo.
—Ya sé. Maktub.
—Eso mismo, totalmente maktub.
—Pero para dónde te vas… —le preguntó Rose, que no podía imaginar qué clase de país quería recibir a una criatura como ella, sin dinero y sin papeles, y en cambio cargada de problemas y enemigos, y para colmo con una hermana perturbada. Para no mencionar la pinza.
—Me voy al carajo, míster Rose. Hasta aquí llegó mi American dream —le dijo ella, y le contó que ya tenía el contacto con el coyote que iba a cruzar con ellas la frontera norte, para sacarlas al otro lado.
—¿A cuál otro lado, María Paz?
—Al otro lado del mundo. A la tierra prometida, milk and honey on the other side. Le estoy hablando de esa clase de otro lado.
—Se supone que eso es América… —Creo que not any more.
—¿Y quién es el Caronte? —¿Quién?
—El bribón que te asegura que puede pasarte al otro lado.
—Un coyote que contraté, míster Rose, un súper profesional de la vaina, cómo será que le dicen Cibercoyote, porque trabaja todos sus contactos por Blackbeny.
—Estás loca, María Paz.
—Tan loca y llena de sueños como mi mamita linda cuando se vino de Colombia para acá.
—No puedes irte así no más, primero tienes que operarte de la pinza y apenas te repongas, tienes que ayudarme a encontrar a Sleepy Joe.
—¡A Sleepy Joe! ¿Para qué a Sleepy Joe? Sleepy Joe es un canalla, señor Rose, guácala, gas cuchifó, lo mejor es olvidarse de ese tipo. Además no tengo idea de dónde pueda estar, vengo huyendo también de él.
—De eso hablamos después. Por lo pronto hay que arreglar lo de tu operación.
—Olvídese, señor Rose, no va a haber operación —dijo María Paz, tajante.
Cibercoyote no le ha dado fecha fija, le ha dicho que arrancan hacia Canadá en cualquier momento y que tiene que estar pendiente, disponible a toda hora, los cinco sentidos alertas, listo el morral, botas para la nieve, ropa interior térmica, calcetines de snowboard, guantes forrados North Face y ski jackets, aparte de los tres mil quinientos dólares por cabeza que tendrán que entregarle a él personalmente por sus servicios.
—¿Ya tienes el dinero? —pregunta Rose.
—Ya tengo todo, los amigos son generosos, me prestaron para el peaje y la vestimenta, ya veré cómo les pago cuando salga del aprieto. Sólo me falta pasar por el colegio de mi hermana, recogerla y seguir camino con ella. Vamos a ir vestidas como para las Olimpíadas de Invierno —se ríe María Paz—, ya tengo listo todo por partida doble, para ella y para mí, y por eso dentro de un rato tengo que despedirme de usted, señor Rose, no puedo quedarme más, hubiera querido quedarme pero no, todo esto es muy complicado, sumamente atropellado, ya sabe, circunstancias de vida o muerte. Lo bueno es que a Violeta le va a gustar Sevilla, si al fin y al cabo fue ella, mi hermana Violeta, la que dice que Sevilla en primavera huele a naranjos en flor. Y no me diga que no debo hacerme ilusiones, señor, ya sé que no debo, yo sé que no va a ser fácil, eso lo tengo muy claro. De aquí a esa primavera se atraviesa un invierno el hijueputa. Winter is coming, así dice la divisa de la Casa Stark en Game of Thrones, ¿sí ha visto esa serie, cierto? Diga si no es lo máximo. Winter is coming. Supongo que es mi divisa también. La cosa va a estar berraca, eso ya lo sé, mucho el frío y mucho el miedo, y mucho el hijo de pena pisándonos los talones. De todas formas quise venir a agradecerle, señor Rose, y a decirle que la muerte de su hijo me dolió mucho, no sabe cuánto, su hijo fue la persona más linda que conocí en la vida, y hoy vine hasta acá sólo para decírselo.
—Cómo te enteraste de su muerte…
—Yo estaba en su casa cuando el accidente, señor Rose, y me enteré por los perros, que empezaron a portarse muy raro, subiendo y bajando esas escaleras como locos, y yo pensé, qué les pasó a estos animales, que andan en este desquicie. Entonces me quité los audífonos, porque en ese momento serían las nueve o diez de la noche y yo estaba viendo televisión con audífonos y no oía nada más, mejor dicho yo estaba allá arriba, en la mansarda de su hijo, a escondidas suyas, señor Rose, le pido disculpas atrasadas por ese detalle, hemos debido avisarle y no hacer la cosa a sus espaldas, ya le digo, perdóneme por eso, y su hijo se había ido para Chicago hacia las cuatro de la tarde y ya era noche cenada y yo andaba haciendo pereza viendo alguna nadería por tele con los audífonos puestos, su hijo me los había instalado para que en ausencia de él no se oyera abajo la televisión prendida y a usted le fuera a dar por subir a apagarla o algo por el estilo. En todo caso yo que me quito los audífonos, y que escucho sus gritos. Los suyos de usted, señor Rose, de pronto usted andaba pegando qué aullidos y yo supe enseguida que algo horrible había pasado, eran los gritos más lastimeros que yo haya escuchado nunca. Y me asomé a la escalera para saber qué estaba pasando, porque entiéndame, si a usted lo estaban matando yo iba a tener que bajar a socorrerlo, aunque lo rematara del susto con mi presencia. Fui bajando la escalera despacito, despacito y con el corazón a mil, y alcancé a escuchar que usted estaba al teléfono con su ex. Ahí supe lo que le había pasado a su hijo, y se me fue el mundo a los pies. Me senté en los escalones y quise morirme. Pensé, si dejo de respirar, me muero aquí mismo y se acaba por fin este pedaleo. Todo podía pasarme a mí, todo menos eso, que se me matara míster Rose, mi tabla de salvación, en realidad mi único amigo. Le juro que esa noche quise morirme, ahí mismo en la mansarda y que algún día me encontraran momificada allá arriba. Por poco bajo a darle un abrazo, míster Rose, a decirle que cómo era posible semejante malparida desgracia y a llorar con usted, pero claro, al fin de cuentas no me atreví, si usted ni siquiera sabía quién era yo ni qué conos estaba haciendo en su casa. Al día siguiente subió Empera y me contó cómo había sido. Me dijo que usted andaba como loco porque su hijo se había matado en la moto un poco antes de llegar a Chicago. Me preguntó qué pensaba hacer yo, y le dije que largarme de ahí. Ella me subió una agüita de manzanilla para calmarme y me dijo que me esperara hasta las tres y media, porque ella trabajaba hasta las tres y media ese día. Luego Empera metió su carro al garaje, me escondió bien en el asiento de atrás, debajo de unas mantas, y así atravesamos limpio toda esa barrera de patrullas y policías. No se me olvida la tragedia dentro de ese carro, señor Rose. Después de la muerte de mi madre, ese ha sido el momento más triste y desesperado de mi vida, Empera llorando mientras manejaba, y yo llorando ahí acurrucada debajo de esas mantas, esperando a que parara el carro para bajarme, a saber en qué esquina de qué pueblo o en qué vuelta de la carretera, otra vez yo como peno realengo, ahí tirada a la buena de Dios y en semejante peligro. En los días que siguieron no hice más que llorar, extrañaba tanto a su hijo, y también a sus perros, sobre todo al chiquitín, Skunko, qué perrito más amoroso, si viera cómo pegamos la hebra porque a mí se me parecía mucho a Hero, a veces hasta me olvidaba de que no era Hero y me extrañaba verlo salir corriendo sin el carrito, yo a Skunko lo llamaba Hero y él como que se acostumbró a ese nombre, porque venía corriendo cuando yo lo llamaba así. Y hasta a usted mismo me dio por extrañarlo también, señor Rose, aunque no me crea yo a usted le había cogido cariño, sin que usted me viera yo lo veía a usted por la ventana cuando bajaba al jardín a jugar con sus perros, o a sacarlos a pasear, y me inspiraba ternura, yo lo veía en esas y yo pensaba, un hombre que quiere tanto a sus perros tiene que ser un hombre bueno, cómo me hubiera gustado tener un padre así. Pero ahora otra vez, señor Rose, ya se llegó otra vez la hora de la despedida, así va la vida, de adiós en adiós, qué quiere que le haga.
—Por ahora no va a haber adiós, María Paz. No puedes irte —le dice Rose, y en el timbre de su voz hay una orden—. No te vas antes de que te saquen la pinza. Y luego vas a ayudarme a encontrar al asesino de Cleve. Dime quién mató a Cleve.
—Nadie lo mató, señor. —Una María Paz sorprendida ante el giro indeseable que están tomando las cosas empieza a caminar en reversa, alejándose de Rose—. Cleve se mató solo, señor, lo mató su moto… Adiós, señor Rose, tal vez algún día volvamos a vernos.
—¿Necesitas dinero? —le pregunta Rose, como recurso para retenerla—. Puedo darte dinero, si te hace falta…
—No, señor Rose, muchas gracias, no me hace falta nada —empieza a decir ella, alejándose cada vez más pero todavía volteada hacia él y sosteniéndole la mirada.
Justo en esas se crispa el aire en el pabellón y la gente se aparta hacia los lados, intuyendo la conmoción que se avecina. Al principio es apenas una percepción burda y sin detalles: inunda el lugar un olor ácido a estampida y a violencia en ciernes, aún no precisada. Segundos después, María Paz ve aparecer varios policías que vienen hacia acá como una exhalación, abriéndose paso a empujones. ¿Vienen por ella? Se desata el golpeteo loco de tambores en su pecho. Sí, vienen por ella, y esta vez está atrapada. Cuántas veces durante estos últimos meses no ha experimentado esa misma sensación de haber llegado al final del camino. Después de tanta inmovilidad forzada y bajo llave en Manninpox, desde que está afuera no ha podido dejar de correr. Y ahora tiene a la Policía encima, el miedo la paraliza y por un instante cruza por su mente la imagen de Violeta, no va a alcanzar a ver a su hermana Violeta, justo ahora tenía que joderse todo, cuando sólo faltaban días. Pero ¿vienen realmente por ella? María Paz no va a quedarse esperando hasta comprobarlo: se sobrepone al pánico y se dispone a sobrevivir. Se dispara su sistema de alerta y en cuestión de segundos se transforma su anatomía en un vehículo de huida, reforzando su capacidad cardíaca, aumentando la presión arterial, intensificando del metabolismo, acelerando la actividad mental e incrementando la glucosa en la sangre, que fluye hacia sus músculos mayores, en particular las piernas, que quedan irrigadas y listas para echar a correr. María Paz está a punto de hacerlo cuando algo la detiene, una mano que la agarra fuerte por el brazo, como una tenaza que la inmoviliza.
—No corras, es un error —escucha que le dice Rose, apretándola contra sí.
Así, abrazada, protegida, Rose la va llevando hasta que se colocan ambos en primera fila, entre el gentío que se amontona para presenciar la acción de la Policía como si se tratara de televisión en vivo, espectáculo de domingo para una masa sedienta de excitación, que mira alrededor tratando de descubrir cuál será el perseguido —¿un shoplifter?, ¿un child molester?, ¿un ladrón de tarjetas de crédito?— que en cualquier momento va a recibir el bolillazo que le rompa la crisma, o el tiro en la pierna que lo denibe, para ser conducido luego maniatado y humillado ante las miradas de todos, ante las videograbadoras de los celulares y las cámaras de seguridad, a lo largo de ese corredor de la infamia que se ha formado allí. Y en primera fila, como en platea, se han colocado Rose y María Paz, alineados con los espectadores, los que se gozan el show. Desde tiempos de Greg, o de Cleve, no había vuelto a contar ella con un brazo protector de hombre blanco que le sirva de refugio, la sustraiga de la zona de riesgo y la coloque del lado seguro de la sociedad.
—Quítate ese gorro —le susurra Rose, sin aflojar el abrazo—, es demasiado vistoso.
Ella le hace caso y enseguida él se arrepiente de habérselo pedido: salta libre la mata indómita de pelo, todavía más vistosa que el gorro variopinto.
—Vas a tener que cortártelo —le dice Rose al oído—. O teñírtelo.
—Eso nunca —dice ella—. Antes muerta.
Los policías pasan corriendo de largo y se pierden de vista. Se ha frustrado el espectáculo y el gentío se dispersa. Tras comprobar que no venían por ella, María Paz sufre un bajón azo de adrenalina que la deja desmadejada y dócil como muñeca de trapo, y Rose aprovecha para ir conduciéndola hacia los parqueaderos.
—De ahora en adelante vas a estar mejor conmigo —le dice cuando ya los dos se alejan de allí en el Ford Fiesta.
—Se me murieron las lombrices del susto ahí en ese malí, cuando vi que los policías se acercaban corriendo —me confiesa Rose—. Pero saqué fuerzas de donde no tenía y abracé a María Paz para protegerla, sabiendo que ante los ojos de la ley ese gesto podía mandarme al muere. Y no que ella me agradeciera mucho después; en realidad ni siquiera me dijo nada. Pero ahí cambiaron las cosas, porque a partir de ese momento me aceptó como aliado. Al fin y al cabo yo acababa de demostrarle lo que era capaz de hacer por ella.
Huyen de Carden City y como María Paz se queja de hambre, paran en un restaurante anodino y más o menos escondido por Deer Park, del tipo «todo lo que puedas comer por sólo…», donde Rose se toma apenas un café, porque ha almorzado poco antes, mientras ella devora huevos fritos con bacon, ensalada verde y papas con queso derretido, más una tajada obscena de pastel de chocolate y dos Coca-Colas light.
—Qué bárbara, muchacha, estabas famélica —le dice Rose cuando les retiran los platos.
—Más vale aprovechar, nunca sabes cuándo vuelves a comer.
—¿Quedaste satisfecha?
—Pues sí, satisfecha, si eso quiere decir llena a reventar.
—Entonces vamos a hablar en serio. Tienes que entender que te dejaron adentro una pinza, y que esa pinza es la causante de la hemorragia.
—No se preocupe por la hemorragia, ha disminuido mucho, a lo mejor porque ya no me queda más sangre por dentro. Además, no hay pinza que no aguante hasta Sevilla.
—¿No me crees? —Rose saca un bolígrafo y dibuja sobre el mantel de papel un croquis similar al que le ha visto trazar a la Muñeca sobre la mesa del Conference Hall, allá en Manninpox—. Aquí tienes. Este es tu útero, y esta es la pinza. Mírala. Es metálica, y te está haciendo mucho mal.
—Pero si es chirriquitica… —dice María Paz—. Una mierdita de pinza. Laverdad, señor Rose, de todos los problemas que tengo, esa pincha me parece el menor.
—Pero no lo es, y vamos a sacarla. Tú no te preocupes por nada, yo ya lo tengo todo planeado, solo dame una semana para la recuperación. Tu Cibercoyote que espere, llámalo enseguida a su Blackbeny desde aquel teléfono público y dile que hay que aplazar. ¿Le pagaste ya todo el dinero?
—Sólo la mitad.
—Entonces no problema. Por la plata baila el perro.
María Paz va hasta el teléfono público, que se encuentra al lado de los baños, y desde la mesa Rose la ve marcar, y luego discutir y gesticular.
—Dice que nos da ocho días —le informa María Paz a Rose al regresar a la mesa—. Me quedo ocho días, míster Rose, y pase lo que pase, dentro de ocho días I’m out.
Es cierto que Rose lo tiene todo previsto. Dentro del coche lleva los documentos de identidad de su ex mujer, Edith, y la libreta del seguro médico de ella, misma que mantiene al día, ni un mes de demora en el pago de las cuotas, en realidad no sabe bien para qué; fijación enfermiza, si se quiere, eso de seguir pagándole año tras año el seguro médico a la mujer que lo abandonó, será tal vez porque todavía cree que el día menos pensado esa mujer puede volver y va a necesitar el seguro médico, a lo mejor esa es la razón, o más simple todavía, dejar de pagar esas cuotas equivaldría a despedirse definitivamente de Edith, en cierto modo como enterrarla. Cualquiera que sea la explicación, lo bueno es que ahora ese esfuerzo inútil va a tener utilidad, le va a servir para operar a María Paz, total Edith estaba joven cuando le sacaron la foto del carné y las dos tienen el pelo y los ojos oscuros, más pronunciada la nariz de Edith, más redonda y morena la cara de Paz, pero borrando la fecha de nacimiento con cualquier mancha de café, y forzando en general un poco la mano, podrían hacerlas pasar por la misma persona. Y no es que Rose no quiera pagar la operación, eso lo haría de buen grado; se trata más bien de motivos de seguridad. Cubierta por la identidad de Edith, ¿quién va a dar con María Paz en la sala de opera iones de un buen hospital privado?
Rose le comunica su plan maestro, y ella se muestra rabiosamente en desacuerdo. Que es una idea loca y absurda, le dice, que es un riesgo que por ningún motivo va a correr, que la van a pillar y a delatar, que ella no se parece para nada a esa mujer de la foto, que no hay ni la menor posibilidad.
—Deje y verá, señor Rose. Yo me conozco una manera mejor. ¿Nunca se ha preguntado cómo van al médico los miles de ilegales que hay en este país? —le pregunta a Rose, y él tiene que reconocer eme no—. ¿Cree que no nos enfermamos?
—Supongo que sí.
Al día siguiente, tras pasar esa noche en Nueva York, en el estudio de Saint Mark’s, María Paz y Rose entran a un edificio al parecer de oficinas en una cierta calle de Queens. No se ve nada demasiado raro por ahí, un par de porteros mal encarados y sin uniforme, gente que entra y sale, un cierto olor a frío, o a mezcla de cloro con vinagre. Rose ve básicamente inmigrantes a su alrededor, esa es quizá la única nota discordante, la excesiva proporción de gente oscura, aunque también circula por allí uno que otro blanco. En un lobby medio sombrío hay un cajero ATM, un dispensario de refrescos enlatados, baños para hombres y mujeres al fondo, nada que llame la atención.
—¡Comadre! —le dice María Paz a la recepcionista, y las dos se abrazan y son muy efusivas a la hora de expresar lo mucho que hace que no se ven, y qué hubo de tu hermana, y tu marido, todavía desempleado?, y te acuerdas de Rosa, la veracruzana esa, no sabes la tragedia, y que esto y lo otro, y bla bla bla, hasta que la recepcionista conecta a María Paz con otra comadre, que también la abraza y le hace llenar un cuestionario, y qué fue lo que te pasó, le pregunta, y María Paz explica lo de la pinza, siempre evitando mencionar a Manninpox, pues figúrate que me hicieron un legrado y tal y tal. Y el gringo que te acompaña quién es, quieren saber otras dos enfermeras, o secretarias, o comadres que revuelan por allí. Se podría decir que es mi suegro, les informa María Paz. Ah, bueno, OK, ¿de total confianza, entonces? Sí, tranquilas, es muy buena gente, me ha colaborado en todo, por él no hay bonche. Ah, bueno, listos, entonces no hay moros en la costa. No, ningún moro, todo OK.
A María Paz ya se la va llevando la patota de comadres y a Rose lo sientan en una sala de espera que tiene un viejo televisor de imagen difusa y una alfombra gris muy percudida. Todo está arreglado, míster, le aseguran, usted no se preocupe que a ella la vamos a tratar como a una reina, entre amigos no hay problema, ella es como de la casa, haga de cuenta hermana nuestra. Y su mercé, María Paz, esté tranquilita, mija, fresca mi niña, que el doctorcito Huidobro te opera eso en un dos por tres. ¿El doctorcito Huidobro?, pregunta ella. Es nuevo, no lo conoces, un uruguayo que está buenísimo, vas a ver qué bombón.
Vámonos de aquí antes de que sea tarde, alcanza a decirle Rose a María Paz, o más bien se lo suplica, todo el asunto le suscita una desconfianza horrible, al fin de cuentas qué clase de lugar es este, ¿una clínica clandestina en plena Nueva York? Mejor salir corriendo de ahí, le están sumando una ilegalidad más a las muchas que ya llevan encima. Pero a ella ya le han quitado la ropa, le han puesto una bata verde amarrada atrás que le deja las nalgas al aire, y se la llevan a radiología. Rose permanece ahí sentado, incómodo y asustado, los ojos clavados en las manchas de la alfombra, sin saber qué terreno pisa y sintiendo que sus aprensiones se multiplican como conejos. Nunca en su vida ha estado en un hueco más sospechoso. Santo Dios, piensa, esto sí es el tercer mundo en su apogeo, yo qué diablos hago aquí metido. Y en ese dilema está cuando regresa María Paz acompañada por un tipo alto y afilado, un guapetón de telenovela que lleva saco, corbata y gorra blanca de cirujano, que habla español y que se presenta como doctor Huidobro. A juzgar por el acento, debe venir del Cono Sur.
—¿Usted es argentino? —le pregunta Rose, y María Paz le abre mucho los ojos para indicarle que está metiendo la pata, porque ahí no se hace ese tipo de preguntas.
—Más o menos —dice el hombre, que con la izquierda le aprieta la mano a ella, mientras con la derecha sostiene en alto una radiografía.
Sin soltarle la mano a María Paz, este Huidobro les señala la pinza, que en la radiografía se ve claramente y justo en el lugar donde ha indicado la Muñeca, y les comunica que al día siguiente a las 7:30 de la mañana harán la intervención, que es indispensable pero sencilla; se hará con anestesia local y aunque no podrá ser ambulatoria, a la paciente se la dará de baja al cabo de veinticuatro horas.
—¿La va a operar usted? —le pregunta Rose con tonito agresivo, porque lo que en realidad quiere decirle es suéltele la mano, hijo de puta, quién demonios es usted.
—Yo mismo la opero, cómo no, no se preocupe, lo voy a hacer yo personalmente —le asegura Huidobro sin darse por aludido, y acto seguido le cobra 2.500 dólares, que Rose se ve obligado a sacar con tarjeta del cajero automático y apoquinar ahí mismo y de contado. Sin entregar siquiera un recibo a cambio, Huidobro agarra el fajo de billetes y en un abrir y cenar de ojos lo desaparece en el bolsillo de su pantalón.
Cerdo, piensa Rose aunque no dice nada, dos veces cerdo, al menos lávate esas manos sucias de dinero antes de operar, y a ver si eres tan rápido con el bisturí como con la lana. Rose no confía para nada en ese tipo, que tiene más pinta de cantante de tango o de futbolista que de cirujano. Pero no hay nada que hacer, María Paz ya ha tomado la decisión de ponerse incondicionalmente en sus manos y se comporta con docilidad de vaca que va al matadero.
—Vas a estar bien, te vamos a cuidar —le dice Huidobro a ella, todavía sosteniendo su mano, y ordena que le pongan suero, le tomen la presión, le saquen sangre.
—No se preocupe, señor Rose —le dice María Paz a Rose, a manera de despedida, cuando por fin los dejan solos—, el doctor Huidobro es muy bueno.
—¿Muy bueno? ¿Muy bueno ese futbolista con gorro de panadero? Escúchame, María Paz, esto es un antro. No tienen las mínimas condiciones de asepsia, por ningún lado veo equipo médico apropiado, estamos cometiendo un error gravísimo, por aquí zumba el estafilococo dorado, te vas a agarrar una infección que te va a matar. Cuál doctor Huidobro, este tipo es un impostor, un abusador de mujeres, te lo pido por última vez, vamos a un hospital decente, un lugar para seres humanos, atendido por profesionales.
—El doctor Huidobro tiene todos los títulos y las especializaciones, señor Rose, no se preocupe, lo que pasa es que como es suramericano, no le dan licencia para ejercer en este país. Fresco, señor Rose, de veras se lo digo, aquí acude también mucho gringo, vienen cada vez más ciudadanos americanos a hacerse operar, más de los que usted sospecha, inclusive blancos como usted, sólo que sin seguro ni dinero para pagarse un médico normal.
Rose no se atreve a alejarse hasta el East Village, tiene que permanecer a mano, por si acaso, así que pernocta en un hotel contiguo al supuesto hospital. Pero no logra pegar el ojo, hora tras hora dándole vueltas y más vueltas a toda clase de elucubraciones tenebrosas, ¿y si allana la Policía y se los lleva a todos, con él incluido? ¿Y si María Paz se les muere en la mesa de operaciones, que en realidad no debe pasar de mesa de cocina? ¿Qué hacer en ese caso con el cadáver? ¿Qué garantías iban a ofrecer en ese hueco, qué seguros ni permisos? No entendía Rose cómo había aceptado aquello, cómo había venido a parar tan bajo, y lo peor era que iba a hundirse todavía más si algo llegaba a pasarle a ella, lo harían corresponsable de su muerte y ya se veía a sí mismo compartiendo death row con el impostor uruguayo y con Sleepy Joe. Muy de madrugada se viste sin bañarse y se presenta al lugar aquel resuelto a sacar de allí, sí o sí, a su presunta hija, o esposa, o nuera; en realidad no tiene cómo demostrar parentesco con ella, ¿a título de qué va a ordenar que la dejen salir?
—Si quiere puede pasar a acompañarla, la operación salió muy bien, ella está tranquilita y ya en recuperación —le anuncia una de las comadres del día anterior, que va vestida de secretaria pero que en realidad debe ser enfermera, y un Rose retrechero y desconfiado la sigue por un corredor estrecho, llevándole a la convaleciente un macchiato y unas cookies de Starbucks.
Al traspasar la puerta del fondo desaparecen las oficinas, los escritorios y la alfombra gris. Los muros divisorios han sido suprimidos, y de repente Rose se encuentra en medio de un espacio amplio con aspecto de cocina o baño, blanco y limpio y bien iluminado, con una hilera de camillas tras sendas mamparas. Todo un hospital clandestino en plena ciudad de Nueva York. Cielo santo, piensa Rose. Quién lo creyera, el país se les había ido convirtiendo en un gran pastel milhojas con capas y capas escondidas bajo la superficie; no era sino escarbar un poco para descubrir las realidades más insospechadas. ¿Adonde habían ido a parar? La sociedad americana, hasta ayer sólida e incuestionable, era ahora una viga carcomida por el gorgojo. Rose se acerca a María Faz, que descansa en una de las camillas. Todavía lleva batola verde desechable y está un poco pálida, pero sonriente.
—¡Mírela, señor Rose! ¡Aquí está! —le dice ella, haciendo sonar dentro de un frasco la pinza que acababan de extraerle, y mostrándosela con orgullo de niño que exhibe un insecto raro.
Rose me cuenta que se llevó a María Paz a su montaña para que se recuperara de la operación, y que cuando entraron, Empera la recibió con un abrazo y los perros dieron brincos y le hicieron fiestas, y cómo no, si la conocían de sobra. Mire cómo es la vida, me dice Rose, yo buscándola a ella, y ella ya me había encontrado a mí; yo creyéndola perdida en algún lugar del planeta, sin saber que había estado dentro de mi propia casa. Tan pronto entramos, quiso conocer la planta baja y me pidió que prendiera la chimenea. Dijo que se daba cuenta cada vez que yo la prendía en la sala, durante las semanas en que permaneció escondida arriba, porque hasta sus narices llegaba el olor del pino que ardía. Entonces la acompañé a que caminara, con sus pasitos de convaleciente, hasta el lugar donde habían estado enterradas las cenizas de su peno Hero, y ahí le confesé que yo las había encontrado y desenterrado. Enseguida nos pusimos de acuerdo en que debíamos enterrarlas otra vez, en el mismo lugar, y así lo hicimos. Para que ella no tuviera que andar subiendo y bajando escaleras, le propuse que se instalara en mi cuarto, y que yo me mudaría al de Cleve, pero no aceptó. Dijo que prefería arriba, porque allá tenía atesorados muchos recuerdos.
Así pasaron juntos unos días sin mayores contratiempos, él cuidándola y ella dejándose cuidar, los dos solos en la casa con los perros, porque Empera había emprendido su peregrinación anual a Santo Domingo para pasar las fiestas con la familia, confiada en que podría regresar a Estados Unidos en los últimos días de enero, seguramente violando por enésima vez en su vida los rígidos controles de frontera contra los indocumentados. Además cayeron en la región unas nevadas tan fuertes que los aislaron casi por completo; nadie hubiera podido entran ni salir de la casa de las Catskill sin correr un riesgo considerable por la carretera. En ese sentido María Paz se sentía segura y pudo descansar, serenarse y recuperarse. Para la Navidad propuso preparar un ajiaco colombiano y se alegró al saber que Rose lo había probado ya durante la estadía en su país, y que le gustaba suficientemente como para animarse a desafiar los elementos y salir a conseguir los ingredientes. Al menos en la medida de lo posible, porque el maíz, local resultaba demasiado dulce, y ni soñar con las tres clases de papa andina, que tuvieron que reemplazar por la papa Chieftain, la Dakota Rose y la pálida de Idaho. Tampoco había manera de conseguir esa maleza que llaman guascas, y usaron en cambio hojas de marihuana, de las plantas ya macilentas y amarillas que Cleve cultivaba en el garaje y que desde su muerte nadie cuidaba.
—Por alguna razón, hacer esa sopa fue muy importante para ella —me dice Rose—. No quedó como la original bogotana, apenas remotamente parecida, pero a María Paz no le importó. La vi realmente contenta cuando la servimos a la mesa la noche de Navidad.
Fueron unos días por lo general apacibles, me dice Rose, y hasta agradables, porque la chica era en realidad inteligente y encantadora, y tenían un tema en común que hacía de puente, y ese tema era Cleve. A Rose lo conmovía hasta las lágrimas la admiración y el afecto con los que María Paz se refería a Cleve. Pero había otro tema que los desunía, que los colocaba en polos opuestos y no permitía que ninguno de los dos acabara de bajar definitivamente la guardia, generando entre los dos una especie de juego doble, por momentos atenuado pero trunca resuelto, que llevaba a cada uno a oscilar frente al otro de la familiaridad a la desconfianza, y viceversa. Y ese otro tema era Sleepy Joe. Cualquier insinuación sobre su naturaleza criminal se le volteaba en contra a Rose; María Paz se cenaba a la banda, defendiendo a su cuñado con una terquedad irracional que él no lograba comprender. De muchas maneras había intentado hacerle ver que Sleepy Joe era el responsable de la muerte de Cleve, pero no tenía pruebas contundentes y ella se negaba a aceptar siquiera la posibilidad; cuando mucho llamaba al cuñado canalla, o malandro, eufemismos que descomponían y herían a Rose, porque lo hacían entrever una solidaridad en el fondo intacta de parte de María Paz hacia Sleepy joe, que se parecía demasiado a una traición.
Rose se daba cuenta de que ella hacía sus contactos, con mucho susurro y misterio, en llamadas raras y breves por un celular que traía, de esos impersonales de prepago. Rose la vigilaba, puede decirse que la espiaba, y por esas llamadas se enteraba de que si bien ella había aplazado su viaje, de ninguna manera lo había cancelado, y a través del celular prepago se mantenía vinculada a los tipos que la ayudarían a escapar del país por la frontera con el Canadá. Rose no le preguntaba nada, la dejaba hacer, pero ella de vez en cuando le soltaba algún dato, que a él le sonaba a cual peor de delirante y disparatado, como que en pleno invierno cruzarían los bosques por territorio indio, que se colarían en lancha por los lagos, que los aborígenes de la zona las guiarían y les darían comida y alojamiento. De todas maneras Rose se mantenía pendiente, confiando en que tarde o temprano ella lo llevaría hasta la persona que a él le interesaba: Sleepy Joe. Estaba seguro de que el tipo estaba siguiéndoles los pasos; podía presentir su cercanía y adivinar su acechanza.
—A todas estas Pro Bono volvió de París —me cuenta Rose—, y empezó a llamarme para saber si yo tenía noticias de María Paz. Yo lo despachaba con la zurda, haciéndome el disgustado con su deserción. Le mentía, le aseguraba que de María Paz no sabía nada ni quería saber. Verá, yo tenía mis planes en mente, mis propios planes. Yo iba siguiendo mi propia hoja de ruta, bastante incierta, desde luego, pero en todo caso empecinada, y no me convenía que Pro Bono se me atravesara. Mejor despistarlo y mantenerlo a distancia. En una de esas llamadas, Pro Bono me contó que hacía algunos días habían matado en Nueva York a un ex policía, por la Calle 188 con Union Turnpike. Lo interesante, según Pro Bono, era que el muerto había pertenecido a la misma unidad de Greg, el marido de María Paz, y estaba siendo investigado por supuesta participación en una cadena de tráfico de armas dentro de la institución. Algo debía tener que ver el caso con el asesinato de Greg, eso parecía más que evidente, pero Pro Bono no sabía exactamente qué. Le pregunté cómo había sido el crimen, si presentaba características especiales, o sea, si parecía una cosa ritual. Me dijo que creía que no; el informe hablaba de dos tiros en la cabeza desde una moto, nada que sonara muy particular. No le dije nada a María Paz acerca de la reaparición de Pro Bono y sus llamadas, en particular de esa última, no le dije nada. No sé si me entiende, cada día le tomaba más cariño a la chica, y seguramente ella a mí también. Pero no acababa de ser de mi confianza; no la sentía propiamente como una cómplice.
El día de la partida llegó rápidamente y María Paz ya parecía recuperada para entonces, o al menos eso les dijo Huido bro, el cirujano pirata, a quien acudieron para que la revisara. Pero antes de abandonar Estados Unidos, ella debía pasar por Vermont a recoger a su hermana, y le pidió a Rose un nuevo favor, el último, según le aseguró: que la llevara hasta allá. De ahí en adelante, las dos hermanas seguirían por su cuenta, ya en manos del Cibercoyote, y Rose regresaría a casa. Eso, según los planes de María Paz; los de Rose corrían por otro lado. Mientras se mantuviera al lado de ella, pensaba, tenía posibilidades de dar con el paradero de Sleepy Joe. A como diera lugar quería encontrar al tipo; ante todo necesitaba saldar cuentas con él. Y sin embargo, algo le decía que no era el momento para emprenderla con aventuras, justo ahora, cuando empezaba a serenarse y a hacer las paces con su memoria. El dolor por la muerte del hijo, ese cuchillito hiriente de metal bruñido, había ido perdiendo filo de tanto punzarle la carne y cortarle los huesos, y en cambio había ido ganando terreno una presencia menos intensa pero más verdadera: el recuerdo de Cleve cuando Cleve estaba vivo. Cada día lo lloraba un poco menos y lo recordaba un poco más, como si por fin fuera recuperándolo. Cleve de ocho años con un viejo suéter de Edith que le quedaba enorme; Cleve de quince, montando en camello durante un paseo por el Valle del Nilo; Cleve saliendo para su primer baile en compañía de Ana Clara, una vecinita hija de portugueses; Cleve leyendo el Zaratustra de Nietzsche en una hamaca, durante un día muy caluroso; Cleve muy pequeño, jugando en un rincón de la sala con sus muñecos Skeletor y He-Man; Cleve en la primera adolescencia con la cara empastada de crema Clearasil contra el acné; Cleve de tres años, escabullándose milagrosamente ileso de un escaparate que se le venía encima; Cleve lanzándose en snowboard por los despeñaderos de Aspen Highlands; Cleve escapando en bicicleta de la casa de su madre después de una pelea con Ned. Y sobre todo Cleve dormido en su cama con su perro, y lo que había dicho Edith al verlos: este muchacho nunca va a ser tan feliz como en este momento. Por la memoria de Rose volvían en tropel esas y otras escenas de la vida de su hijo, todas con un elemento decisivo en común: en ellas Cleve estaba limpio de su propia muerte; la muerte de Cleve todavía no tenía nada que ver con el propio Cleve. Inclusive el episodio aquel del salto a la piscina vacía había empezado a tomar para Rose un acento más benévolo, el de la tragedia que pudo haber sido pero no fue. No, definitivamente no era un buen momento, precisamente este no era buen momento para acompañar a María Paz en su loca aventura, aunque esa fuera la puerta hacia una retaliación que Rose creía necesaria.
—Lo que le habían hecho a mi hijo me hacía hervir la sangre y no veía la hora de ponerle las manos encima al culpable. Pero al mismo tiempo no tanto, no tanto, no sé si me explico, como que no me cuadraba pensar en mí mismo persiguiendo a un asesino con la pistolita esa del guardaespaldas de Pancho Villa, no sé, cada día que pasaba veía el cuadro más contradictorio, y desde luego yo no era ningún vengador profesional, al respecto sufría mis ups and downs. Tengo que confesárselo, aunque me temo que eso no sea lo que usted anda buscando. A lo mejor usted está esperando obtener de todo esto una tremenda historia de asesinos en serie y superdetectives, como esas que aguantan cinco temporadas en la televisión, donde cada quien tiene claro su papel y el resto es pura acción. A lo mejor eso es lo que usted espera, y yo la voy a decepcionar. Esta es una historia real, de gente común y corriente, llena de dudas, de errores, de improvisaciones. Aquí hay fechas que no cuadran y cabos sueltos que no llegan a empatar. Un pobre padre y un pobre asesino: no hay mucho más. A cambio de eso, esta no es una historia fría; los que hacemos parte de ella hemos ido dejando la vida en cada paso.
Rose sacó a relucir ante María Paz un inconveniente insalvable para partir hacia Vermont: los tres perros. ¿Cómo dejarlos en casa, si Empera andaba por su tierra y no había quien cuidara de ellos?
—Muy fácil —le dijo María Paz—, los llevamos con nosotros, será como un paseo con todo y perros.
—¿Estás mal de la cabeza? —dijo Rose—. ¿En pleno invierno?
—Va a ser bien bonito, con toda esa nieve.
—Imposible, ni de coñas caben en un Ford Fiesta dos personas y tres animales.
—Eh, avemaria, señor Rose, usted sí tiene un problema para cada solución. No cabremos en el carro chiquito, pero en el jeep sí.
—¿El Toyota? ¡No! El Toyota es de Edith.
—Era de Edith. Y en cualquier caso ella nos lo presta.
—Pero si ese carro es un vejestorio…
—A los perros y a mí nos da igual.
Nada que hacer contra la testarudez de esa mujer. Rose acabó llevando el Toyota al taller para ponerle batería y llantas nuevas, revisarle el líquido de frenos y cambiarle el aceite, y se pusieron en marcha un sábado de madrugada, llevando consigo un bulto de Eukanuba, unos garrafones de agua y unas mantas gruesas sobre las que Otto, Dix y Skunko pudieran dormir en la parte de atrás. Y, por supuesto, la Glock 17 del abuelo de Ming, escondida dentro de un maletín con ropa. El colegio de Violeta quedaba casi sobre la frontera con Canadá, en las cercanías de Montpelier, Vermont, y aunque María Paz tenía prisa por llegar, Rose en realidad no tanto, así que aprovechó para llevarla hasta allá por los bosques de las montañas Adirondack, en una travesía hacia el norte por el país de la nieve, entre las alturas y los lagos de un paisaje que la bruma volvía azul, parando de tanto en tanto para contemplar el prodigio, caminar por ahí un rato y dejar que los perros corrieran a sus anchas, como cimarrones por territorio originario.
Imposible no conversar, no soltar la lengua y caer en la confesión, así como iban, María Paz y Rose, sentados el uno al lado del otro y protegidos de las inmensidades heladas por el vaho tibio y oloroso que despedían humanos y perros y que se condensaba dentro del jeep, motivando a María Paz a trazar con el dedo iniciales en los vidrios empañados.
—Y qué iniciales eran esas —le averiguo a Rose; es una pregunta demasiado tentadora como para dejarla pasar.
—Bueno, eran más bien tres letras que formaban una palabra, o al menos eso me dijo ella, porque yo también le pregunté. Lo recuerdo porque me fijé en eso y me entró curiosidad, igual que a usted. La palabra era AIX. María Paz dijo que se trataba de algo entre ella y Cleve, una especie de clave entre los dos. No me dijo más.
Rose quiso saber qué clase de destino creía ella que le esperaba en Canadá. Son temibles, los canadienses, le dijo; los de la Real Policía Montada tienen fama de ser unos reales cabrones, todavía más bestias que los caballos que montan. Que no se preocupara, le contestó María Paz, que para ellas Canadá iba a ser apenas un lugar de paso, lo importante era entrar allá sin papeles, de indocumentadas totales, ningún rastro de su verdadera identidad ni de su historial en USA. Que no se supiera que Violeta era loca y ella bailjumper.
—¿Y si las atrapan? —preguntó Rose.
—Precisamente, la idea es hacerse atrapar, pero ya en Toronto o en Otawa, cuando estemos cero kilómetros y nos hayamos librado del pasado. Antes de eso no, ni de fundas. La cosa es así, mire y verá, Canadá se atiene a unas convenciones de Naciones Unidas, el coyote me lo explicó todo divinamente, y según esas convenciones, a los refugiados deben darles protección, techo y comida.
—¿Y si no cumplen? —preguntó Rose.
—Mejor que mejor, porque entonces nos deportan. Que nos deporten no estaría mal, a cualquier lado podemos ir a parar, eso es lo de menos, de ahí seguimos camino hasta Sevilla y ya está. Mejor dicho todo vale, siempre y cuando no me devuelvan para acá, porque acá sí voy al muere.
—¿Y si se enteran de quién eres realmente?
—No se van a enterar, vamos a poner cara de pobres latinas que no hablan inglés y que sueñan con colarse a USA, va a ser fácil, de antemano están convencidos de que todo latino da la vida por eso, y lo contrario no les cabe en la cabeza. Andan a la caza de gente desesperada por entrar, no desesperada por salir.
Una vez parqueados en las afueras del colegio, María Paz le dio instrucciones a Rose. Tendría que ser él quien entrara a preguntar por Violeta; ella misma no se atrevía, qué tal que en el colegio se hubieran enterado de sus líos con la justicia y la delataran, o le impidieran llevarse a su hermana, quién sabe qué podía pasar. Dijo que mejor no arriesgarse. Era un internado de régimen semiabierto y a quienes vivían allí no se los consideraba pacientes sino huéspedes, y como huéspedes que eran, tenían libertad de recibir visita de quien quisieran, y aun salir hasta el pueblo vecino a pasear. Manejaban su propio dinero de bolsillo y podían comprar sus cosas en el Drugstore o el Seven Eleven, o almorzar en alguno de los restaurantes locales. Podían dejar el colegio para pasar fines de semana y vacaciones con sus familiares, siempre y cuando avisaran. La tarea de Rose consistía en preguntar por Violeta en recepción y traerla.
—Pero si no me conoce —objetó él—. Es una idea absurda, como todas las tuyas. Ella no va a querer venir conmigo…
—Muéstrele esto —dijo María Paz, quitándose del cuello la cadena con la coscoja y entregándosela—, será como un santo y seña. Ella tiene una igual y sabe de qué se trata. Dígale que afuera la estoy esperando.
—Ni siquiera sé cómo tengo que tratarla, entiendo eme es un poco rara…
—Un poco no, más rara que un peno a cuadros. Usted hágale con maña. No le hable mucho, y ante todo no la toque. A veces muerde cuando la tocan.
—Igual que Dix; a eso estoy acostumbrado. Pero vamos a ver. Explícame bien cuál es la enfermedad que padece tu hermana.
—Autismo, según parece, pero en realidad no sé. Nadie sabe, ni siquiera ella misma. Y si lo sabe, se lo oculta a los médicos. Siempre anda jugando a confundirlos, no es culpa de ellos si no le atinan con el diagnóstico. ¿Qué enfermedad mental padece mi hermana Violeta? Todas y ninguna. Aveces todas, aveces ninguna.
—Háblame más de ella. Dime cosas que me ayuden a no equivocarme.
—Qué quiere que le cuente. A Violeta le gusta tender su cama perfecta, que no le quede ni una arruguita en las sábanas, haga de cuenta en el ejército, y de noche ni se mueve para que no se le desarreglen. Tiene la piel muy sensible, y por eso detesta la ropa que pique o que apriete. Sólo come comida blanca, o sea leche, pasta, pan y esas cosas, y se vomita si la hacen probar comida de cualquier otro color. Háblele suave, mejor dicho no le suba la voz, porque también es hipersensible al ruido. Ella me dice a mí Big Sis, y yo a ella Little Sis. A ver…, a ver… Qué más le dijera. No trate de hacerse el simpático con ella ni le eche chistes, porque nunca los entiende. No le diga cosas exageradas, como por ejemplo me estoy muriendo de hambre, porque ella piensa que usted de verdad se está muriendo. No le pregunte cosas como qué has hecho últimamente, porque ella se siente en la obligación de contárselo todo, todo lo que ha hecho todos los días, de la mañana a la noche, durante los últimos meses. Si ella se suelta a hablarle, no le pida que se calle, ni le diga, por ejemplo, estás hablando hasta por los codos, porque se va a quedar perpleja, tratando de entender cómo puede alguien hablar por los codos. Una vez mi mamá la estaba llamando para que viniera a comer, y ella no hacía caso. Mi mamá llamaba y llamaba pero nada, así que dijo, esta niñita está sorda como una tapia. Entonces Violeta contestó ofendida, las tapias no tienen orejas. ¿Entiende a qué me refiero?
—Más o menos. Ya sé qué no debo hacer, pero todavía no sé qué debo hacer.
—No haga mucho, esa es la mejor fórmula con ella. Sólo muéstrele la medalla que le di y dígale que yo la estoy esperando afuera.
Rose aceptó a regañadientes cumplir con la misión encomendada, o al menos intentarlo, pero cuando ya se iba a bajar del jeep, María Paz lo retuvo por el brazo.
—Espere, señor Rose. Espere un minuto —le rogó) ella—. Déjeme tomar aire. Hace mucho que no veo a Violeta, ¿se da cuenta? Desde antes de Manninpox. Tengo el corazón a mil, deje que me serene un poco. Espere, necesito un poco de agua. Así está mejor. Ayúdame, mamacita linda, ayúdame Bolivia, tú que estás en el cielo, haz que hoy todo salga bien, te lo ruego, te lo ruego, por el amor de Dios te lo ruego. Bueno, ya. —Suspiró, tras dejar pasar unos minutos con los ojos cenados—. Ya estoy lista. Vaya, señor Rose. Vaya por ella y tráigamela.
Rose quedó sorprendido con la primera visión del colegio. Lo había imaginado deprimente y gris, y se encontró en cambio con una casa de estilo georgiano en medio de un bosque de arces y coníferas, con techo holandés coronado por el buitrón de la chimenea, fachada de tablón de pino pintado de blanco, doble hilera de ventanas de guillotina y portón centrado. No se veía nadie en el exterior, como era de esperarse por el frío que hacía, pero Rose pudo imaginar que, en climas más suaves, por los alrededores podrían pasear amablemente visitados y visitantes. El interior era amplio y limpio, más bien vacío salvo lo indispensable: se había privilegiado lo funcional. Todo bien, pensó Rose; sin duda un buen lugar, debe costar un ojo de la cara mantener a alguien aquí. Todo bien. Aunque desde luego no del todo. Había algo que no daba de sí, como si la promesa del exterior no acabara de cumplirse adentro, donde pesaba un ambiente de expectativa frustrada. Cada detalle denotaba un esfuerzo por dar la apariencia de familiaridad y normalidad, pero por alguna razón ese propósito no se lograba. Pese a la estupenda construcción, adentro se respiraba un vacío como de escuela pública después del horario de clases; daba la sensación de que el mundo se hubiera quedado afuera, mientras que un tiempo estancado se enseñoreaba adentro.
Lo atendieron enseguida, con cordialidad, y le ofrecieron una silla y algunos folletos por si quería sentarse a leer mientras esperaba a la persona solicitada. Así pudo enterarse de los programas de rehabilitación que manejaban en el lugar, las terapias de invierno y verano, los cursos especiales para familiares de muchachos y muchachas autistas. Todo esto parece muy civilizado, pensó Rose. Y sin embargo no dejaba de ser una suerte de encierro. Un Manninpox benigno, un resguardo, un gueto, un orfelinato. Un sanatorio. El par de hermanas colombianas, María Paz y Violeta, no parecían destinadas al privilegio de los espacios libres y abiertos, por lo menos no aquí, en América. Mientras permaneció en la recepción, Rose hizo el esfuerzo por mantenerse sumido en las lecturas y por no levantar la cabeza de los folletos, para no tener que mirar a quienes se movían en torno suyo. No quería parecer entrometido ni curioso, pero no podía dejar de percibir el aire agitado que acompañaba el paso de los niños enfermos, la sensación de extrañeza y rota armonía, el timbre metálico e impersonal de sus voces, el olor ácido de sus miedos. Rose permanecía derecho y rígido en su silla, intimidado como quien ha entrado al templo de una religión ajena, cuando la encargada de recepción le anunció que ya estaba ahí Violeta.
—Una presencia muy impactante, la de esa niña —me dice Rose—. Creo que ni siquiera se fijó en mí. No me miró a los ojos, mejor dicho eludía mi mirada, y no respondía a mi saludo ni me decía nada. Pero al ver la medalla que le mostré, inmediatamente comprendió que se trataba de su hermana. Ahí no tuvo dudas, enseguida salió del colegio para dirigirse al carro, sin que yo tuviera que pedírselo dos veces. Ni siquiera se cubrió con un buen abrigo para lanzarse al frío; salió así no más, tal como estaba, en jeans y suéter de lana. En realidad no demostró mayor emoción al saber que María Paz había venido a buscarla. Mejor dicho ninguna. Ninguna emoción, ni buena ni mala, nada. En mi vida he visto una cara tan bella pero tan inexpresiva como la suya.
—¿Puede describírmela? —le pido a Rose—. A Violeta. ¿Puede decirme cómo es, cómo la vio usted en ese primer momento?
—María Paz me había hablado de su pelo largo, casi hasta la cintura, pero no lo tenía así, todo lo contrario, más bien retadoramente corto, casi a ras, o en todo caso de una media pulgada de largo. Haga de cuenta un recluta. Pero eso no la afeaba, quizá más bien al contrario, porque ponía brutalmente de presente la perfección de sus facciones y el tremendo tamaño de sus ojos verdes. Realmente grandes y realmente verdes, como de gato, o en todo caso no muy humanos. Enormes y verdes pero no profundos, no sé si me explico, esa niña tiene más bien una mirada plana, yo diría que interrumpida, si es que hace sentido ese término. Una mirada sin eco. Eso mismo. Sin retroalimentación, o sin eco. No sabría decirle cómo son sus narices, o su boca, porque en realidad pude verla poco. Es alta y esbelta, eso sí, y no morena, como María Paz, sino de piel clara; en un primer momento uno no diría que son hermanas, sólo al rato empiezas a captar el parecido, el aire de familia. Si quiere puedo hablarle más de sus ojos, porque me fijé bien en eso. Su esclerótica es de un blanco muy limpio, un blanco puro y líquido, y sus iris están hechos de círculos concéntricos que giran del limón al verde y del verde al oro; un par de botones psicodélicos, dolorosamente inexpresivos y sin embargo muy hermosos, como de muñeca antigua. Yo diría que es una muchacha de una belleza perturbadora, pero también perturbada. Sensual, eso sí; lo noté hasta yo, que para nada quería mirarla bajo ese ángulo. Una virgen lúbrica, tal vez, o más bien un hada joven y un poco mala, por ahí va la cosa, y algo me decía que esa era una criatura perdida para el mundo, pero huida más allá o más acá de la inteligencia de los demás mortales.
Rose no quiso acercarse a las hermanas en el momento del reencuentro, le pareció demasiado íntimo, demasiado emocional como para entrometerse. Estaba claro que en ese momento María Paz se estaba jugando el todo por el todo, que lo decisivo para ella se estaba decidiendo ahí, en esa escena que, desde una distancia prudencial, él veía desenfocada a través de la viscosidad del aire helado. Me cuenta que no hubo abrazos entre ellas, ningún contacto físico; Violeta no miraba de frente ni siquiera a su propia hermana, y María Paz parecía cuidarse de no acercársele demasiado, ni siquiera para ponerle sobre los hombros la manta que sacó del carro al verla tan desabrigada. Trató más bien de entregarle la manta, me dice Rose, pero Violeta no se la recibió, y en cambio se jalaba las mangas del suéter para cubrirse las manos, que se le debían de estar congelando. María Paz lloraba, de eso pudo darse cuenta Rose más adelante, y en cambio Violeta parecía hipnotizada más bien con los perros, toda su atención se centraba en los tres perros. Entonces María Paz le dio una bolsa con unos regalos que le traía, en realidad bastante desatinados, porque se trataba de unos juegos de hebillas para el pelo, de esos que vienen montados en un cartoncito y se compran en farmacia. Pero cuál pelo, si Violeta se lo había cortado y no quiso saber nada de hebillas, volvió a meterlas dentro de la bolsa después de mirarlas apenas, y se las devolvió a la hermana.
—Mira, Violeta, te presento al señor Rose —le dijo María Paz, haciéndole a él señas de que se acercara—, es un amigo querido, nos va a ayudar en todo, salúdalo, cuéntale cómo te llamas.
—Es tu novio —dijo Violeta.
—No es mi novio, te juro que no, es un buen amigo pero no va a vivir con nosotras, no Violeta, no te preocupes que no es mi novio.
—Es tu novio viejo. Como Greg, viejo.
—No, Violeta —le dijo Rose—, puedes estar tranquila, yo me voy dentro de un rato, y tú te quedas con tu hermana. Las dos solas.
Entonces Violeta pareció registrarlo por fin y le soltó una frase que sonó aprendida; sin mirarlo directamente pero dirigiéndose a él, recitó algo así como una retahíla de memoria.
—Soy autista —dijo—. A veces parezco grosera, pero sólo soy autista. No tiro patadas ni le escupo a la gente, sólo tengo autismo. Autismo. En el colegio me están enseñando a manejar mi enfermedad. A reírme cuando toca. Me enseñan también música y matemáticas. Música y matemáticas.
—Ve por tus cosas y vuelves —le dijo entonces María Paz, porque creyó llegado el momento.
—Ve por tus cosas y vuelves —repitió Violeta.
—Sólo una maleta chiquita, muy chiquita, y tiene que ser rápido.
—Y tiene que ser rápido.
—Nos vamos, mi amor, ¿me entiendes? Te llevo conmigo. Te lo prometí y te estoy cumpliendo. ¡Nos vamos juntas! Solas las dos, sin Greg, sin este señor, sin nadie. Tú y yo, nada más: Big Sis y Little Sis. Ya no vamos a estar solas, ninguna de las dos. ¿Me entiendes, Violeta?
—No me caben mis cosas en una maleta chiquita.
—Trae sólo lo que más te guste, que aquí tengo ropa para ti. Ropa nueva, vas a ver, te va a quedar muy bien.
—No me va a quedar muy bien la ropa nueva.
—Corre, Violeta, que apenas tenemos tiempo. Trae tus cosas, que aquí te espero.
—Era todo muy raro —me dice Rose—, una escena difícil, surrealista, de máxima tensión, y yo ahí, metido en medio. Violeta se demoró más o menos un cuarto de hora en salir de nuevo, pero cuando lo hizo no traía ningún bolso ni maleta, sólo un muñeco de peluche. Algo semejante a una jirafa. María Paz me explicó después que era la misma jirafa que Violeta se había traído, de bebé, en el avión hacia América, cuando su madre había mandado por ellas.
—¡Bien, Little Sis! —felicitó María Paz a la niña—. ¡Trajiste tu jirafa! Y ahora móntate al carro, que nos vamos de paseo con los perros.
—De paseo con los perros —repitió Violeta, pero no se movió) de donde estaba.
—Vamos, Little Sis —la apuraba María Paz—, ven, que vamos a estar juntas de aquí en adelante. Te lo prometo. Siempre juntas.
—Siempre juntas.
—¿No te hice mucha falta, todo este tiempo?
—¿Todo este tiempo?
—Escúchame, Violeta, te lo ruego.
—Escúchame, Violeta, te lo ruego.
—¡Vine por ti, Violeta! Ven, súbete al carro que nos vamos.
—Big Sis se va —dijo la niña—. Little Sis se queda.
—¿Acaso no quieres ir a Sevilla?
—¿Acaso no quieres ir a Sevilla?
—Nos vamos juntas, vida mía, juntas para siempre, ¿no es eso lo que quieres?
—Big Sis se va a Sevilla. Big Sis se va a Sevilla. Little Sis se queda aquí. Little Sis está bien aquí —dijo, con una voz metálica y entrecortada que sonaba a tableteo de máquina de escribir. Luego le entregó la jirafa a la hermana, echó a correr hacia el colegio y desapareció por la puerta de entrada, sin voltear siquiera a mirar hacia atrás.
—Yo nunca había visto a María Paz denotada —me dice Rose—. Hasta ese día. Era como si le hubieran dado un mazazo por la cabeza, como si todas las luces se hubieran apagado para ella. Yo trataba de consolarla, diciéndole que al día siguiente sería domingo, también día de visita, y podríamos volver a intentarlo. Pero según ella no había caso, Violeta era el ser más empecinado del planeta, una vez que se le metía algo en la cabeza, no había quien se lo sacara de ahí. Ella ya tomó su decisión y eso no tiene vuelta atrás, me decía, y yo sabía que era cierto. Entonces intenté decirle lo que yo realmente pensaba, lo que había estado pensando todo ese rato, lo que para mí era más que obvio. Intenté hablarle honestamente y le dije que creía que Violeta tenía razón, que desde luego iba a estar mejor ahí, en el colegio, un lugar apropiado para ella, donde sabían cuidarla y protegerla y hacerla sentir bien, que dando vueltas por el mundo con una hermana fugitiva y librada a todos los vientos. Le pregunté si Violeta tenía la pensión asegurada en ese internado, que debía de ser caro como el demonio, y me respondió que sí, que Socorro de Salmón se ocupaba de eso, que había adquirido el compromiso con su madre de responder por una pensión vitalicia para la niña, y hasta ahora lo venía cumpliendo. Entonces le prometí que si en algún momento Socorro de Salmón dejaba de cumplir, yo estaba dispuesto a responder por Violeta: yo pagaría su pensión puntualmente todos los meses, por eso María Paz no tendría que preocuparse. Le insistí en lo bien que estaba su hermana en esa institución, protegida del dolor que el cambio le ocasiona a la gente con ese síndrome, y de la confianza en sí mismos que adquieren con una buena rutina, y de su desasosiego y descontrol ante las situaciones nuevas e imprevistas.
—A la mierda —le dijo María Paz—, y de dónde sacó todo eso, señor Rose, si esta mañana usted ni siquiera sabía que esa enfermedad existiera…
—Ya ves. Me leí los folletos que me entregaron en recepción. Hasta te traje uno, tómalo —le dijo Rose, entregándole un librito de tapa amarilla, llamado interested in learning and sharing about Autism, reiterándole que por la pensión de Violeta no tendría que preocuparse.
—Gracias, pero no. —María Paz lúe tajante—. A mi hermanita no puedo dejarla atrás, porque Sleepy Joe le va a hacer daño.
A partir de ese momento volvieron a caer en la eterna discusión entre ellos, quién era realmente Sleepy Joe y qué tanto daño podría hacerle a Violeta.
—¿No asegurabas que es inofensivo? —la puyó Rose.
—Nunca dije que fuera inofensivo, dije que no era asesino; es distinto. Pero está ardido porque cree que le quité ese dinero, ¿usted no puede entender eso, señor Rose? Sleepy Joe se va a poner frenético, más frenético todavía, cuando sepa que me le volé, según él con el dinero. Y si no me encuentra a mí, se va a desquitar con Violeta, a eso póngale la firma. Hoy me di cuenta desde el principio. De que las cosas no iban a funcionar, me di cuenta desde el puro principio de que no podía contar con Violeta. Ella siempre arma escándalo por todo, ¿me entiende? Siempre. Un escándalo infernal por cualquier cosa. Le dan unos berrinches insoportables cada vez que algo la contraría o la angustia, o cuando siente que la fuerzan a hacer algo que no quiere. Y esta vez no, esta vez permaneció serena. Pésimo síntoma. No protestó, no gritó, no se soltó a hacer ese montón de preguntas enloquecedoras que siempre hace, una y otra vez, una y otra vez, hasta que crees que se te va a reventar la cabeza. Esta vez no hizo nada de eso, porque su decisión estaba tomada. Y ya le digo, no hay nadie en este mundo tan testarudo como ella. Sólo me dio la jirafa. La jirafa, que es su posesión más querida, su polo a tierra. Como la cobijita para Linus, que no puede desprenderse de ella; así es esta jirafa para mi hermana. Y sin embargo me la dio, y eso quería decir que iba en serio, que tenía muy claro lo que estaba haciendo. Se la pensó bien, la condenada Violeta, y decidió no venir conmigo. No crea que no la comprendo, tan ciega no soy. Es verdad lo que dicen sus folletos, señor Rose; ella le tiene pánico a lo desconocido, se refugia en sus rutinas, y yo le estaba ofreciendo la aventura más incierta y azarosa. Lo peor para ella. Sólo que pensé que se animaría con tal de estar conmigo. Yo creía que para Violeta el bienestar era andar conmigo, tenerme a su lado. Hasta hoy, eso era lo que yo sentía. Siempre fue así, desde pequeña Violeta estaba bien mientras estuviera con su hermana grande, su Big Sis. Pero por lo visto ya no. Y no puedo dejarla aquí, entienda eso, señor Rose. Tengo que llevarla conmigo, así me toque secuestrarla.
Rose trató de insinuarle que esa no era la mejor idea, pero la desesperación de María Paz era una muralla sin fisuras donde el sentido común no penetraba. Al menos logró convencerla de que tomaran un par de cuartos en un motelito escondido por los alrededores, donde los recibieron pese a tanta mascota y sin exigirles documentos para el registro. Pese a su humildad, el lugar ostentaba un nombre cósmico, North Star Shine Lodge, Rose lo recuerda bien; de Pro Bono aprendió la importancia del nombre de los moteles. Se sentaron en la cafetería, María Paz y él, donde llamaban demasiado la atención de los escasos presentes, por los tres perros, echados alrededor y/o debajo de la mesa, y porque María Paz no paraba de llorarle encima a la jirafa de peluche. De todas maneras ahí la concurrencia era sospechosa, me dice Rose, se notaba que estaban en el centro de operaciones de vaya a saber qué ilegalidades. Sin ir más lejos, al otro extremo se sentaron tres orientales vestidos de negro, con gafas oscuras y corbatas delgadas y resbalosas, que traían unas tiras de billetes forrados en plástico que colocaron sobre la mesa, ahí sin más, a la vista.
—Deben ser yakuzos —le susurró Rose a María Paz, pero ella no tenía cabeza para nada que no fuera su propia tragedia, el obstáculo inesperado e insalvable que echaba por tierra todo su proyecto de supervivencia.
Lamentablemente en ese momento sí estábamos de acuerdo, me dice Rose; también él sabía que Violeta sería papita para Sleepy Joe, que ya le había caído a Cleve y ahora le caería a la niña, eso estaba más claro que el agua. Pero tampoco Rose le encontraba salida al atolladero, ni manera de consolar a María Paz. Lo mejor sería dejarla descansar, sola en su cuarto, para que pudiera serenarse y echarle cabeza a la cosa. En esas estaban cuando se le acercó el administrador del motel, un gordo solitario y de cachucha, a invitarlo a una partida de golfito cubierto, la única entretención por esos lados, aparte del bar y el billar del caserío vecino.
—No, gracias —dijo Rose—, voy a darle una vuelta a mis perros.
—Ni se le ocurra —le dijo el tipo—, afuera se van cagar de frío, no aguantan ni diez, minutos, la nariz se hiela y la garganta se congela por dentro. Anímese con el golfito, amigo, no voy a cobrarle alquiler por los zapatos. ¿Nunca le ha hecho al golfito? Es mejor de lo que parece. Si se queda más tiempo por aquí se aficiona, póngale la firma.
—Insistió tanto que acepté —me dice Rose—, mejor eso que encerrarme a ver televisión, y ahí iba yo detrás del gordo, con mi taco de juguete. Eso no era ni mini golf, era apenas minimini. El gordo dijo que podíamos echarnos medio redondo, nueve hoyos completos.
—Sólo hay tres hoyos —dijo Rose.
—Pero le hacemos tres veces cada uno —dijo el gordo.
Como el tipo era conversador, al rato Rose le preguntó pollos orientales de la cafetería.
—¿Que con ellos? —dijo el gordo, quitándose la cachucha para secarse el sudor de la cabeza y la cara.
—¿No serán de la Yakuza? —preguntó Rose.
—Pregúnteles usted. Y ojo con esa muchacha bonita que trae. Yo me hago el loco, ya sabe, ni indago ni pregunto, pero se le nota lo indocumentada. Que esos orientales no la enganchen para trata de blancas.
—¿Mucho negocio raro por acá?
De hoyo en hoyo, uno, dos y tres y empezando de nuevo, el gordo le fue contando a Rose que el tráfico global de migrantes era uno de los negocios más millonarios del mundo, y le habló de los Nandarogas, de la reserva de Hawkondone, tipos claves en la movida, capaces de pasar legalmente por la frontera hasta un rebaño de elefantes. A través del Saint Lawrence River, en barco. En lo más cenado de la noche, en lo más crudo del invierno. Ahí es cuando mejor les sale, dijo, porque está más despejado. Como eran buenos remeros, los Nandarogas no prendían motor para evitar el ruido, pero eso no quería decir que no estuvieran tecnificados, hasta con binoculares de visión nocturna. En el fondo del bote hacinaban ilegales chinos, pakistaníes, y hasta musulmanes que besaban el suelo. De todas partes llegaba gente a brincarse la frontera, y ahí estaban los Nandarogas, esperando, con su reserva justo en la línea divisoria, treinta hectáreas de islas y ensenadas escondidas en medio del bosque. Antes eran capos del comercio de pieles, luego del contrabando de cigarrillos, y ahora utilizaban esas mismas rutas para traficar con humanos. Haga la cuenta y verá, le dijo el gordo a Rose, dos mil dólares por cabeza y pasan hasta seis cabezas de un solo golpe. Al North Star iba a veces uno de ellos, a echarse sus tragos. Se llamaba, o se hacía llamar, Elijan, y era tan vivo que le había armado piso falso al Buick LeSabre de su tía, para acomodar ahí hasta seis humanos.
—No caben seis humanos en el piso falso de un Buick LeSabre —dijo Rose.
—Caben, si son orientales. Los orientales no son gente muy grande.
—Y cómo mete el Buick por las trochas, con tanta nieve.
—Si hay mucha nieve, saca el snowmobile. Ahí el problema viene siendo el frío, todos sus clientes vienen del calor, vestidos de algodón. Pero él tiene todo previsto y los envuelve en mantas, para que no se le mueran. Y ya de este lado los tira al frío y se lava las manos. Es tremendo snakchead, el hombre.
—¿Snakefwad?
—De este lado, coyotes. De ese lado, snakcheads.
—Cabersnakcheads —dijo Rose.
—Si viera esa gentecita que se cuela a este país. Atraviesan el arco del McDonalds y tocan el cielo con las manos.
Rose está ya cansado, tan aburrido de golfito como de cuentos de Nandarogas, y todavía faltan demasiadas rondas para completar los nueve hoyos. No halla cómo zafarse del compromiso con ese amigo sudoroso, que si suda tanto en invernó, qué deja para el verano, y además que manera de hablar, ese sí hasta por los codos. En esas está Rose cuando ve a María Paz, que viene corriendo y blandiendo la jirafa de peluche.
—¡Pasó algo, señor Rose! ¡Venga a ver lo que pasó! —grita ella.
—¡Shhhhh! —Rose la llama a la discreción, pero ella está demasiado agitada para hacer caso, un estado de excitación realmente notable—. ¡Venga, Rose! Al hotel, venga, venga, ¡pero rápido, hombre, no se duerma!
—A ver, le explico —me dice Rose—, para que entienda lo que estaba pasando, ahí en ese motel miserable.
Un par de horas antes, María Paz, desconsolada, se echaba vestida sobre la cama, abrazada a ese peluche que acababa de darle su hermana frente al colegio. Ahora sí, la vida se la ponía imposible. Encrucijada insalvable. Tanto aguantar, tanto pedalear, sólo para llegar a esto. Si no sale ya mismo de USA, la atrapan; si se va, deja a su hermana atrás, a merced de Sleepy Joe. Ninguna de las dos cosas sirve, y no se vislumbran salidas intermedias. María Paz ni siquiera puede llorar, ya ni ese recurso le queda, porque se llora de corazón roto y aquí en cambio no hay nada, ni siquiera eso, apenas un corazón seco, una falta de respuestas y una desesperanza. A oscuras, porque no le ha dado el ánimo para encender la luz, se enrosca como caracol en esa cama de motel, esa cama por la que tantos pasan y ninguno se queda, qué idea tan bonita y tan triste, piensa, esa cama por la que tantos pasan y ninguno se queda, en momentos así uno se vuelve poeta. Y aprieta contra el pecho la jirafa, que a propósito, qué feo huele, a puros meados; se nota que Violeta sigue haciéndose pipí y agarra a la jirafa de esponja. María Paz lamenta que su vida dé vueltas, se muerda la cola, vuelva a colocarla ahora en el punto de partida, por qué será que no la deja avanzar, otra vez tiene en sus manos la jirafa aquella, tal como hace años, en el vuelo a América, cuando se la arrebató a Violeta que acababa de orinarla. Sólo que va ni jirafa parece ese juguete de tan desteñido, tan mugroso y manoseado, pesado y amorfo por el relleno apelmazado, sin ojos ni orejas, apenas un bicho pelado, medio descosido y patilargo, y eso sí, tan apestoso como antes.
Asombrosa coincidencia, o más bien aterradora ese muñeco de peluche que antes marcó el viaje que hicieron juntas, el de llegada, vuelve a asomar justo ahora, en vísperas de otro viaje, el de partida, que va a ser el del adiós. Hasta miedo le produce de repente a María Paz ese objeto que se da maña para aparecer y reaparecer en los momentos críticos: fetiche será, o cosa de magia. Algo quiere decir todo esto, piensa María Paz, pero ¿qué? Algún mensaje le está mandando el destino, pero cuál. No puede ser que el pan se le queme en la puerta del horno, tanto planear el escape, para que todo se joda a unos pasos del Canadá. Y no hay nada que hacer, el jodido pan ya se quemó, está vuelvo carbón, achucharrado, y no habrá ningún viaje, ni hacia adelante ni hacia atrás, ni sola ni acompañada, ni hacia el norte ni hacia el sur, y sólo queda estar así, quieta y a oscuras, abrazada a esa jirafa mugrienta.
Y pensar que Violeta le ha entregado el objeto que más quiere, el que siempre lleva consigo desde que era un bebé, su security blanket como hubiera dicho Linus, su más fuerte vínculo emocional, al punto de sentir mareos cada vez que alguien se la quita, como le pasa a Linus cuando su hermana Lucy le arrebata la cobija. Y pese a todo, Violeta le ha dado su jirafa. A ella, a María Paz, en una declaración de amor que no se le había conocido y que no se volverá a repetir. Y ya luego vino esa separación sin abrazos, porque a Violeta no le gusta que la toquen, y ese hasta luego que sonó tan definitivo y tan largo, más bien como un hasta nunca.
Afuera ya es noche cenada, y la habitación sigue a oscuras, cuando María Paz se levanta para ir hasta el baño, a ver si al menos le echa una lavada a la jirafa. Si todo este episodio es realmente una especie de rito, si eso ha querido sugerir Violeta, si el tiempo de sus vidas es en efecto circular y Violeta de alguna manera lo sabe, y ha querido expresar mediante ese regalo lo que no pudo decir con palabras, si eso es así, entonces María Paz va a hacer un esfuerzo, y va a comportarse a la altura de las circunstancias. El North Star Shine es un hotel opaco y despojado, sin ninguna estrella que brille en su letrero, ni frasquitos de champú en el baño, apenas una pasta rosada de jabón rígido, sin marca ni envoltorio, de esas que no sueltan espuma. Pero el agua sale tibia por el grifo y María Paz tapa el sifón del lavamanos para sumergir la jirafa y darle una buena restregada.
—Ahí mismo deje al gordo en el golfito y corrí detrás de María Paz, esperando lo peor —me dice Rose—. Y ahora voy a tratar de describirle la sorpresa que me lleve, ahí, en ese cuarto de motel de cuarta, en el invierno más crudo de los últimos cinco años, a 99 millas de Montreal y 250 de Nueva York. Adentro estaba oscuro, salvo el loco del baño. Quiero decir que la luz estaba apagada cuando María Paz me hizo entrar, y cuando quise encenderla, ella me lo impidió. Fue lo primero que se me ocurrió, encender la luz, dígame si usted no haría lo mismo, encender la luz, es lo de cajón. Pero ella no me dejó. Y sin embargo lo que había allí brillaba. Se lo juro. Brillaba como un fuego fatuo, o sea, despedía el resplandor que despiden los tesoros, desde los pectorales de Moctezuma hasta la Cámara de Ambar de Catalina la Grande, pasando por el Arca de la Alianza y la cueva de Alí Babá. Así brillaba también lo que yo vi allí, con mis propios ojos, sobre la cama de María Paz. Aquello encandilaba, ya le digo, como un nido de salamandras o una pila de monedas de oro. Al menos así lo veo hoy, cuando lo rememoro. No sé si de veras brillaba ese día, pero en todo caso así brilla en mi recuerdo.
—Cuántos cree que hay —le preguntó María Paz a Rose, asegurándose de que las persianas del cuarto estuvieran bien cenadas, y echándole llave por dentro a la puerta—. Dígame, Rose, ¿cuántos cree que hay?
Era imposible calcular, me dice Rose. ¿Cuánto podrían sumar todos esos billetes de cien, ahí amontonados sobre la cama, algunos arrugados, otros apilados, otros apretados en zurullos? Y todos húmedos, eso sí.
Rose no pudo decir nada, ni una palabra, ni siquiera un gruñido; la sorpresa lo había dejado sin habla. Entonces María Paz respondió por él.
—Son ciento cincuenta mil —le dijo muy bajito, que nadie fuera a escuchar—. ¿Puede creerlo? Son ciento cincuenta mil dólares, señor Rose, CIENTO CINCUENTA MIE, ya los conté uno por uno. Venían dentro de la jirafa de Violeta. Ahí embutidos en la jirafa. Los encontré cuando quise lavarla.
—Ciento cincuenta mil, ¿eh? —atinó a decir Rose.
—Tienen que ser los que anda buscando Sleepy Joe —dijo María Paz.
—Pues la cifra coincide, pero ¿cómo fueron a parar ahí?
—La niña los encontró, no hay otra explicación. Ella lo escarba todo. Rebusca entre los cajones y esconde cosas. Muchas veces hubo broncas por eso, Greg se emputaba porque ella le escondía las cosas, o se las quitaba. Sleepy Joe jura que había ciento cincuenta mil dólares en mi casa, y que yo los encontré y los cogí. Pero mire, Rose, mire, fue la niña, la niña los encontró y los escondió dentro de su jirafa. No hay otra explicación.
—Dicen que las mujeres son impredecibles —me dice Rose—, y que un hombre no puede con la lógica que manejan ellas. No sé si eso será cierto, así puesto en general, pero una cosa sí le aseguro, nada tan endemoniado como la lógica de María Paz. Cuando me llevó a su cuarto para mostrarme el montón de billetes, ya lo tenía todo pensado, perfectamente resuelto, por allá adentro, en el laberinto de su cabeza. Haga de cuenta de cemento armado, así era la conclusión que ella había sacado, y ni Dios iba a hacerla cambiar de opinión.
»Usted sabe lo que es un silogismo, ¿cierto? —me pregunta Rose, y responde por mí—. Claro que sabe, si es escritora debe saberlo. Bueno, pues yo también lo sé, lo aprendí en clases de lógica, en la universidad. Pues vea le cuento el jodido silogismo que ya había armado María Paz. Como le digo, no sé a qué hora, porque cuando me llevó a su cuarto, ya lo tenía todo muy claro. Aquí le va. No me eche la culpa si no suena aristotélico, es la manera de pensar de ella, no la mía.
Primera premisa: Si Sleepy Joe mata, mata por esa plata.
Segunda premisa: Si María Paz tiene en su poder esa plata, puede entregársela a Sleepy Joe.
Conclusión: Si Sleepy Joe tiene esa plata, no va a hacerle daño a Violeta.
De ahí se desprendían suavemente, como las notas de un vals, otra serie de conclusiones igualmente disparatadas, a saber: Si Sleepy Joe no iba a hacerle daño a Violeta, entonces María Paz podría irse para el Canadá, segura de que Violeta quedaría bien y segura, ahí en su colegio, donde prefería estar, según ella misma había expresado con toda claridad. ¿Conclusión? Bastaba con hacerle llegar el dinero a Sleepy Joe, y quedaban resueltos los dramas de la humanidad. Rose me dice que la escena que siguió fue de locos, ellos dos ahí, a oscuras en ese cuarto de hotel, acurrucados al lado de la cama, hablando muy bajo para que los de la Yakuza no irrumpieran con sus pistolas a quitarles el dinero. Ahí toda la noche, ellos dos, en ese cuarto de hotel, secando el dinero con secador de pelo, contándolo y volviéndolo a contar, embutiéndolo en el Cucci de María Paz, que por fortuna era de los grandes, y al mismo tiempo engarzados en su eterna discusión sobre si Sleepy Joe era asesino, o sólo andaba descontrolado porque le habían quitado un dinero.
—Escúcheme, señor Rose —le decía María Paz—, qué desesperación con usted, pero si es más terco que una mula. Yo conozco a Sleepy Joe y usted no, yo sé más que usted: Sleepy Joe no mata. Es un tipo malo, pero no mata. Enfermo de la cabeza sí, eso es seguro, supe enfermo de la cabeza, no se lo discuto. Pero no mata.
—Mató a mi hijo Cleve.
—Eso es apenas una suposición.
—¿Y acaso no mató a tu perro, María Paz? —Ya había indignación y rabia en la voz de Rose—. ¿Acaso no te consta que mató a tu peno? Yeso qué es, ¿otra suposición?
—Shhhh —le dijo ella—, no se sulfure. Sí, a mi peno sí lo mató. Y yo adoraba a mi perro. Y yo sé que usted adora a los suyos, señor Rose, pero perdóneme que le diga, un peno no es gente. Matar a un peno es una hijueputez que se paga con el infierno, pero matar a un peno no es lo mismo que matar gente.
—Bien. Entonces el caso del peno no te basta. Aquí va otro más grave. Para mí que Sleepy Joe tuvo que ver con la muerte de su hermano Greg. Todavía no sé cómo, pero estoy seguro de que tuvo algo que ver.
—Y por qué iba a hacer semejante cosa, si adoraba a su hermano Greg.
—Pues para qué crees, María Paz, para deshacerse de él. Así se quedaba con el dinero y de paso también contigo, ¿no ves? —No estoy segura.
—¿No estás segura de que no haya sido él?
—Quien sabe, a lo mejor sí.
—¿Estás diciendo que sí fue él?
—Estoy diciendo que no creo. Él me dijo que no había tenido nada que ver.
—Quién te dijo eso.
—El propio Sleepy Joe.
—¿Y tú le creíste?
—A la gente hay que creerla.
Era imposible, me dice Rose. Razonar con María Paz era directamente imposible, empezando porque ella no demostraba ningún interés por conocer la opinión que él pudiera tener al respecto. Ya tenía su propia idea hecha en la cabeza, se aferraba a ella con patas y manos y Rose no iba a poder moverla de ahí. Lo único que la preocupaba en ese momento era no saber el paradero de Sleepy Joe. Si María Paz no sabía dónde andaba Sleepy Joe, no iba a poder entregarle el dinero.
Rose me dice que él siempre había sospechado que ella mentía con respecto al paradero del tipo; debía de conocerlo perfectamente aunque asegurara lo contrario.
—En ese momento me di cuenta de que realmente no lo sabía —me dice Rose—, ahí me quedó claro que ella no estaba mintiendo, al menos en ese punto. ¿Y qué se proponía entonces, cuál era su plan maestro? Pues encontrar a Sleepy Joe. Encontrarlo para entregarle el dinero y neutralizarlo. Ese era su plan. A mí me parecía una estupidez del tamaño del mundo, pero de alguna manera me convenía. En medio de todo por fin íbamos bien, curiosamente, al menos desde el punto de vista de mis intereses: ahora sí, nos enfilaríamos directamente tras la pista de Sleepy Joe.
Al día siguiente, Rose madruga y se adentra en el campo. Quiere aprovechar la soledad de esas tierras de nadie para dejar correr un buen rato a los perros, pero sobre todo para practicar un poco el tiro al blanco, ahí en medio del bosque, donde nadie lo escucha. ¡Adelante, Claro Hurtado, este será tu desquite!, grita al aire y descenaja unos cuantos tiros contra los troncos de los árboles, ¡buena arma, esta Glock, excelente! Clarito, my friend, tú despreocúpate, tu Deninger era basura pero mi Glock es lo máximo, ahora sí vamos a darle en la madre a los malos.
Ahora sí, le va llegando a Rose la hora de saldar cuentas con el asesino de su hijo. Ahora sí, y la adrenalina se le dispara hasta el cielo, y lo va agarrando una como euforia vengadora, una excitación con el olor de la pólvora, y le da por repletar de plomo a un pobre árbol haciendo de cuenta que es Sleepy Joe. Ahora sí, tenete de atrás, criminalito de mierda, playboy de los cojones, ¡ahora sí te llegó la pálida! Tenete de atrás, hijo de la gran puta, y pum, pum, pum, ahí va Rose a tiros contra el árbol.
Me cuenta que después tuvo que ponerse a buscar y a llamar a los perros hasta recuperarlos, porque a todas estas Otto, Dix y Skunko habían huido en estampida, cada cual por su lado, aterrados con el tiroteo. Esa misma mañana, unas horas más tarde, Rose emprendía con María Paz y los tres perros una travesía por el norte del estado de Nueva York. Llevaban consigo una novedad: ciento cincuenta mil dólares dentro del Toyota rojo.
—Este coche está como la famosa berlina de Napoleón —le comentó Rose a María Paz y enseguida se arrepintió, no era la clase de cosa que pudiera mencionársele a ella sin desatar una andanada de preguntas, en eso se parecía más a su hermana Violeta de lo que ella misma reconocía, qué cosa es una berlina, y por qué Napoleón, y quién ganó en Waterloo, y así, sin dar tregua, hasta que Rose se puso en plan didáctico y le contó la historia de cómo, ante la ofensiva prusiana, Napoleón había tenido que batirse en franca retirada a lomo de su caballo, dejando abandonada la berlina en la que siempre viajaba, o sea su carroza personal, que momentos después era confiscada y saqueada por los prusianos, que encontraron en ella el más preciado botín de guerra, entre otras cosas el mítico sombrero de tres picos de Napoleón, su característico capote gris, la platería que utilizaba para comer y sus muchas condecoraciones, que eran piezas en oro y piedras muy preciosísimas y magníficas.
—O sea, tremendo tesoro en esa berlina —suspiró María Paz—. Y otro dentro de este Toyota. Usted está metido en un lío, señor Rose, rodando por los caminos con una criminal buscada y un tesoro robado…
—Hasta risa daba —me dice Rose—, cuando querías lavarte los dientes, el dentífrico salía del Gucci entre un puñado de billetes.
—Volvían al estado de Nueva York… ¿Regresaban a las Catskill? —le pregunto.
—No. Por disposición de María Paz, íbamos en busca de un bar de striptease llamado Chiki Charmers, donde había trabajado una novia de Sleepy Joe. Una que había muerto desleída en un jacuzzi.
—Maraya —digo—. La del cuerpo flaco donde no conviene engordar, y lleno donde no conviene adelgazar.
—Sí, bueno, eso había sido antes, según vine a enterarme allá. Al final de sus días ya andaba flaca como una gata. Era adicta, la mujer.
—¿Cocaína? —pregunto.
—Heroína. Parece que enloquecía de rasquiña y sólo encontraba alivio en el jacuzzi. —Como Marat.
—María Paz suponía que las compañeras de trabajo de esa Maraya podían saber del paradero de Sleepy Joe, y por eso nos encaminamos hacia allá. Buscando información, ya sabe. Ella, para entregarle la plata al tipo. Yo, para reventarle el hígado de una patada.
Entre tanto, las relaciones con el Cibercoyote se habían ido enredando. Cada vez que María Paz le aplazaba la salida, el hombre le encajaba un sermón de las siete palabras y la penalizaba con cuatrocientos dólares adicionales, por nueva modificación del plan inicial. Cada tanto, en plena carretera, María Paz le pedía a Rose que pararan, y se bajaba a captar la señal. Rose la veía discutir por el celular fantasma mientras caminaba por la orilla hacia arriba y hacia abajo, para regresar al carro enfurecida, o deprimida, porque había vuelto a pelearse con el tipo.
—Debe de ser cierto lo que dicen del coyote —refunfuñaba María Paz—, que es un bicho misterioso pero pendejo.
—¿Y si no te resulta tan pendejo? ¿Si tu Cibercoyote te sale cazarrecompensas? —preguntaba Rose—. ¿Si ya averiguó quién eres, y quiere echarte la mano encima para entregarte?
—Cazarrecompensas quién sabe —suspiraba ella—, pero ladrón sí. ¿Se imagina? ¡Ahora pretende que le dé cuatrocientos dólares más!
—Dentro del bolso tienes de sobra para pagarle.
—Cómo se le ocurre, ese dinero es de Sleepy Joe.
—De Sleepy Joe, my ass. Ahora esa plata es tuya, y antes era de tu hermana, y todavía antes de tu marido, y antes de eso, de la Policía, y antes del Estado, y en últimas de los pobres contribuyentes, o sea mía y de otros millones de imbéciles como yo. ¿De Sleepy Joe? My ass. A Sleepy Joe no lo veo por ninguna parte en esa cadena. Me enferma tu fidelidad con él, María Paz, me hace sospechar de tu tabla de valores.
—¡Mi tabla de valores! ¡Mi tabla de valores! Si a duras penas puedo con las tablas de multiplicar. ¿Quién se cree usted, señor Rose, para venir a echarme sermones, mi papá?
—Pues en cierto modo sí.
El Chiki Charmers debía de estar ubicado en algún punto de la Route 68 entre Ashbourne y Buxton; Rose había precisado por internet los datos que María Paz creía recordar. Pero acalorados como estaban por la discutidera, pasaron más de una vez por enfrente sin verlo, y antes de encontrarlo debieron echarse por lo menos una hora yendo y viniendo por un mismo trecho de veinte millas, de acá para allá peleándose, y de allá para acá también.
A juzgar por su apariencia exterior, se trataba de un bar para camioneros, más bien un moridero con parqueadero al frente, cuatro veces más grande el parqueadero que la propia construcción. Como llegaron de día, aquello estaba cenado y desierto y obviamente no pudieron entrevistar a sus empleadas, apenas contentarse con la información que suministraba el letrero de neón apagado, donde las siluetas de un par de danzarinas desnudas, pero con botas, anunciaban lo siguiente:
A Rose y a María Paz se les venía por delante lodo un largo día invernal sin mucho que hacer más que esperar de ahí hasta que dieran las siete o siete y media de la noche, cuando ya el personal estuviera llegando al Chiki Charmers para preparar el show, y ellos con suerte pudieran entrar y preguntar por alguien que hubiera conocido a Maraya, y más específicamente al novio de Maraya, un tal Sleepy Joe, un rubio alto y guapo, aunque un poco gastado, que solía mascar caramelos picantes y usar una chaqueta retro de nylon satinado con parches de Castrol y Pennzoil en las mangas. Así diría María Paz, haciéndose la loca para sonsacar información. Y si le preguntaban para qué lo quería, diría que venía a pagarle un dinero, cosa de saldar una antigua deuda. Así les diría para que le pasaran la voz, y el hombre sacara enseguida la cabeza del agujero.
Por allí ya no veían bosques, aunque se encontraran en zona rural, y casi ni siquiera árboles, sólo tráileres medio tragados por la nieve, campos pauperizados, cercas caídas, míseras fincas abandonadas a la crudeza del invierno. De tanto en tanto algún establo de madera podrida, todavía con huellas de haber alojado alguna vez vacas y de haber estado pintado de rojo.
—Antes pintaban los establos con sangre animal —le dijo Rose a María Paz, y ella hizo una mueca de disgusto.
Vieron una cafetería y decidieron bajarse allí para almorzar, pero a Rose le bastó con observar un poco para saber que estaban pisando territorio enemigo. Desde que notó tanta pick vuelta mierda estacionada a la entrada, y oyó la música country que salía de la rocola, y vio escenas de caza en los cuadros baratos que adornaban el interior del local, desde ese momento se puso en guardia. Reconocía el ambiente. Enseguida olfateó la tensión que la presencia de María Paz había desatado entre los rednecks que se agrupaban adentro, haciéndolos disparar chorros de adrenalina racista hasta por las orejas. Eran típicos blancos pobres, trabajadores del campo con la nuca ardida de sol por tantas horas a la intemperie, ultraconservadores y odiadores de inmigrantes: Rose conocía bien a esa clase de individuos, no era la primera vez que trataba con ellos y sabía que son gentes que no te miran a los ojos cuando les hablas, sino directo a la boca, como advirtiéndole de entrada que cuides tus palabras. Cualquiera de esos hombres que se congregaban allí, doblados en silencio sobre su jarro de cerveza, sus platos de salchichas y su mazamorra de avena, cualquiera de ellos, pensó Rose, estaría más que dispuesto a denunciarlo ante las autoridades por andar con una ilegal, alien, frijolera, beaner, mojada, wetbach, fucking brown bitch. Si es que no optaban por la agresión directa, que también podía suceder; les bastaba una chispa para desatar un infierno. De ahí que Rose le sugiriera a María Paz que mejor regresara al jeep, para evitar líos; él pediría unos hotdogs para llevar y podrían comérselos lejos de allí, donde los aires soplaran más frescos. Además no sobraba que ella vigilara el Gucei; no era cosa de dejar ese billetal librado a una asonada blanca.
—O prusiana —dijo ella.
—Bajé conmigo a los perros, eso sí —me cuenta Rose—, y en la puerta del antro les di la orden de stay. Por si acaso. La presencia de mis perros es muy intimidante, no crea que no, no son propiamente mascotillas de salón, más bien tienen un aspecto pandillero y ruin, sobre todo Dix, que puede ser muy simpática pero también tenebrosa, así, fuerte y negra como es, y cruzada por cicatrices que son trofeos de combate. Saben mirar feo, mis tres perros, eso se lo aseguro, y si alguien llega a tocarme, se le tiran encima y lo destrozan. Esos rednecks no eran tontos y enseguida captaron el mensaje, o de plano no estaban interesados en buscar pleito. Quizá fuera solo mi aprensión, que me estaba jugando una mala pasada. La verdad, no sé cuál habrá sido la razón. En todo caso no se metieron con nosotros y pudimos alejarnos.
Tomaron un cuarto en un Budget Inn que les ofreció descuento de promoción más recargo por cada perro. Rose había insistido en que fueran dos cuartos separados, como en el motel anterior, pero a María Paz le pareció una perdedera de plata y dijo que más práctico uno solo con dos camas sencillas; al fin de cuentas ellos eran equipo, iban en misión y debían afianzarse en una actitud más ágil y guerrera. Ahí se refugiaron durante toda la tarde contra las tormentas de nieve, que según el Weather Channel andaban desatadas, azotando las carreteras con vientos huracanados y visibilidad cero. María Paz aprovechó para lavarse el pelo y hacerse el blmoer, los perros husmearon cada rincón y Rose ocupó un escritorio esquinero con viejos quemones de colilla en los bordes, donde colocó concienzudamente sus notas, los artículos de Google que traía impresos, un numero de la revista Muy Interesante que acababa de comprar en una farmacia, una Biblia y demás textos que había recopilado. Su intención era unificar todo lo que venía dilucidando sobre el comportamiento criminal de Sleepy Joe, para tratar de llegar a algunas conclusiones generales. A ello se aplicó esa tarde, pese al ruido del secador de pelo y al alboroto de los perros, a los que les dio por ladrar como locos. Con letra nítida de hombre organizado, lógica de ingeniero, redacción impecable, esfuerzo de objetividad, sabiduría popular y fórmulas de manual de criminología, Rose había logrado aterrizar ese primer insight producido por las fotos del Pont Sant’Angelo, hasta dejarlo convertido en algo parecido a un informe técnico sobre resistencia de materiales. Había registrado sus observaciones en un bloc de papel amarillo, que me prestó para que yo pudiera transcribirlas:
Primera constante: ¿cómo mata Sleepy Joe? Se atiene a un canon estricto. Por equis razones, él sabrá cuáles, va cumpliendo con las estaciones del Vía Crucis del Cristo en sir camino al martirio. Es de suponer que eligió ese patrón ritual como hubiera podido elegir otro cualquiera, desde los entrenamientos para las Guerras Floridas de los pueblos mesoamericanos, hasta los signos del Helter Skelter de Charles Manson y La Familia. Cualquier secuencia prefijada le resultaría igualmente funcional, siempre y cuando significara para él una imposición secuencial, una especie de escalera que le permitiera emprender el ascenso por lo que podría llamarse peldaños conductores. Sleepy Joe debe verse a sí mismo como el ejecutor de un mandato organizado que lo lleva a matar. Ahora, que no siempre mata, a veces le basta con mortificar a la víctima, caso Corina. De vez en cuando, como en el caso de mi hijo Cleve, la víctima se le muere sin que él se lo proponga; digamos que se le va la mano al martirizarla, o que ya está muerta cuando lo hace.
Segunda constante: ¿cómo escoge a sus víctimas? Cuando siente que necesita matar, u ofrendar en sacrificio, busca alrededor y escoge los eslabones más débiles de la cadena: lisiados (Hero); violadas (Corina); individuos insignificantes (John Eagles); drogadictas (Maraya). Los inválidos y los débiles se vuelven su blanco predilecto, porque exacerban sus instintos criminales y aguzan su perversión. Pero ojo, que aquí se da un cruce, o plano paralelo, que hay que considerar, porque sus víctimas cumplen con un doble requisito. Además de lo anterior, están relacionadas de una u otra forma con María Paz. Puede decirse que son personas que se interponen en su camino para alcanzarla a ella, y por tanto necesita eliminarlas. Por eso combina el sacrificio a la antigua con el exterminio de un contrario. O sea, de un adversario, como debió haber sido para él mi hijo Cleve, un macho rival que despertaba sus celos.
Tercera constante: ¿qué armas utiliza? Varias. También en esto se guía por el Vía Crucis, pero se da libertades para improvisar. Es creativo, se muestra recursivo. Echa mano de puñales (Greg), clavos (Hero), palos de escoba (Corina), espinas (Cleve). Puede ahogar a la víctima en un jacuzzi (Maraya).
Cuarta constante: ¿por qué lo hace? Posible respuesta: Para sentirse Dios. Al menos eso dice Edward Norton en Red Dragón.
Hasta ahí, las notas de Rose en el bloc amarillo. Me cuenta que esa tarde quiso centrarse particularmente en Maraya, según él una de las primeras víctimas, a quien, de acuerdo con su esquema, le habría tocado en suerte el ritual de la Túnica Santa. Quiso informarse más sobre esta reliquia para llegar esa noche al Chiki Charmers mejor preparado, pero aparte de mucha polémica sobre la autenticidad de la prenda, a la hora de la verdad no encontró nada nuevo, como no fuera la cita directa del Evangelio según Juan, que hasta ese momento desconocía y que decía textualmente: «Cuando los soldados hubieron crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos e hicieron cuatro partes, una para cada soldado. Tornaron también su túnica, la cual era sin costura. Entonces dijeron entre sí, no la partamos sino echemos suertes sobre ella, a ver de quién ser A.»
Cuando se acercaba la hora, Rose sacudió por el hombro a María Paz, que ya con el pelo en forma había escogido cania para caer como un tronco, en desquite por la desvelada de la noche anterior. Y como ella seguía tumbada, o aún no despierta del todo, a él le quedó fácil convencerla de que las averiguaciones del Chiki Charmers tendría que hacerlas solo.
—¿Sabes cuál va a ser el público en ese lugar? —le advirtió—. Pues esos mismos tipos que vimos hoy en la cafetería, esos u otros ¡gírales a esos, sólo que ahora arrechos y borrachos. Y además no creo que asistan mujeres. Tu presencia sería un escándalo, créeme que no ayudaría para nada.
Pese a la recomendación de los noticieros locales de no transitar debido al clima, Rose se aventuró en el Toyota por la carretera barnizada en hielo. Pero como su motel quedaba cerca al bar, sólo pasaron unos minutos antes de que avistara, en algún punto entre la cerrazón de niebla, el anuncio de neón del Chiki Charmers, ya con sus letras iluminadas en rosa y verde y con el par de danzarinas, antes estáticas, ahora animadas por la electricidad y batiendo espasmódicamente brazos y caderas. Tres horas más tarde, Rose regresaba a la habitación del Budget Inri, y tan pronto abrió la puerta se quejó del olor a peno que se reconcentraba adentro.
—¿Y qué quería? —le preguntó María Paz, que andaba viendo por la tele Doctor Zhivago, justo en la escena en que Pasha recibe en el rostro una herida de sable—. ¿Quería que yo dejara a los perros afuera, y que se congelaran? Mire al pobre Ornar Sharif, cómo trae escarcha hasta en las pestañas. Además usted viene con un tufo a trago que tumba, así que de olores ni hable.
—Hoy tocaba Noche Oriental —dijo Rose desde el baño, lavándose con furia la boca y las manos.
—Madre mía —dijo ella, sin apartar los ojos de la pantalla—. ¿Noche Oriental? ¿Ahí, en el Chiki Charmers? Y qué traían las charmers, ¿siete velos?
—Pues sí, justamente. Siete velos. Eran cinco mujeres, cada una enroscada en siete velos. Tuve que aflojar un dólar por cada velo que se quitaron en tarima, más las cinco tabledancers que contraté después, par a poder tener a las chicas cerca.
—Cristo Derramas, nuestra vida está llena de teiboleras.
—Ya sabes, un tabledance por cada una. Para poder hablar con ellas, tener una pequeña conversación cara a cara.
—Coño a cara.
—Pero el dinero no fue lo grave, sino el descuento que me hicieron. Me rebajaron el 20 por ciento por tercera edad, ¿puedes creer? Demasiado humillante.
—¿Y? ¿Consiguió la dirección de Sleepy Joe? ¿O su teléfono?
—Básicamente me bailaron encima, eso fue todo. Ninguna de ellas sabía nada del paradero del tipo. De las cinco, sólo tres conocieron a Maraya. El personal rota mucho, ya no son las mismas bailarinas de antes. De esas tres que conocieron a Maraya, sólo dos la vieron alguna vez con Sleepy Joe. De esas dos, una me dijo que ella no estaba ahí para charlar con viejos, y la otra me contó algunas cosas.
—¿Qué cosas?
—Se llama Olga y es de origen ruso, creo, o en todo caso hace un número de cosaca.
—¿No era noche oriental?
—Hoy sí, y Olga andaba en velos igual que las otras. Sólo los sábados hace de cosaca. Ella sí conoció a Sleepy Joe, y opina que está loco. Que es un hijo de puta más loco que una puta cabra, eso dijo, y yo estoy totalmente de acuerdo. Nunca volvió a verlo después de la muerte de Maraya, eso dice Olga, y jura que no sabe nada de él. Yo la creo, porque está claro que lo detesta. Le pregunté por la rila de la ropa, ya sabes, la ropa de la difunta, y por el asunto de los dados en las cuencas de los ojos, todo ese jaleo que organizó Sleepy Joe durante el velorio. Olga dice que fue un fiasco. Primero, porque la ropa nadie la quería, esas cosas pasadas de moda en lycra y spandex, que además a nadie le cabían porque Maraya estaba hecha un angarrio. Y segundo, porque en el Chiki Charmers ya no hay número de años setenta. Lo eliminaron por falla de acogida, y además porque la recesión los obligó a bajarle a los disfraces. Olga dice que Sleepy Joe se empeñó en su ceremonia muy contra su voluntad, o sea contra la voluntad de Olga, que se opuso por respeto a la difunta, y sobre todo contra la voluntad del dueño del establecimiento, que sólo quería enterrar a Maraya lo más rápidamente posible, porque la pobre había quedado en pésimas condiciones después de lo del jacuzzi. O sea, no presentable en absoluto. Lo que quería el jefe era salir de una buena vez de ese episodio de mal agüero, que iba a desprestigiar su local y a generar mucho chisme. Pero no pudieron impedir que Sleepy Joe se saliera con la suya, al fin de cuentas era el único familiar, o allegado, que se había presentado cuando difundieron la noticia de la muerte. Yo le pregunté a Olga si ella creía que Sleepy Joe había tenido que ver con eso, quiero decir, con la muerte de ella.
—¿Qué me estás preguntando, papi, que si él la mató? —le había dicho Olga, parada sobre la mesa con sus taconazos y acurrucándose enfrente a él hasta ponerle el ombligo a la altura de las narices, mientras hacía revolotear los velos que se iba quitando—. No, abuelito, eso no. A ella la mató el vicio, mi rey, se metió un cóctel de tecata, boozey coca que la fritó como a un pollo. Smack, abuelito, smack, a ver si te pellizcas, ¿no? Caballo, mi bien, caballo. Caballo a todo galope. Eso fue un domingo a la mañana, el domingo a la noche ella no cubría turno, y como este local está cenado los lunes, hasta el martes a la noche no notamos su ausencia. Hasta el miércoles al mediodía no fui yo a buscarla, y todavía hubo que esperar hasta esa tarde para que la Policía hiciera levantamiento del cadáver, o mejor dicho sacara a Maraya del jacuzzi. No, papi, no, el novio ese que tenía Maraya era un patán de lo peor, un bicho oscurón, de esos tiránicos, lo que llaman un tinieblo. Por aquí se dejaba caer cada tanto, cada vez en un camión distinto, a darle vuelta a Maraya y a sacarle plata. Lo de rutina con esos chulos. Hasta que le salió competencia. No me refiero a otro hombre, me refiero al caballo. El caballo de galope largo, ¿me entiendes, oíd man. Me refiero a la tecata balinera, la dama blanca, mi rey, la de los colmillos largos y el mordisco al cuello. Placeres pie tú desconoces, abuelito asaltacunas, mi pobre viejo. Por ahí iba el agua al molino: al novio de Maraya no le gustaba la dama blanca. Es más, la aborrecía y le tenía a Maraya terminantemente prohibido acercarse a ella, pero no por puritano, eso no, ni por moralista, sino porque el caballo le estaba robando el dinero, ¿me explico? La lana que la difunta debía entregarle a él se la estaba gastando en droga. Cuando el hombre llegaba a recoger lo suyo, no le tocaban ni las sobras. A esa mujer la mató el vicio, abuelo, el detonante de profundidad, no sé si me sigue. El aporte del novio fue apenas la payasada final, la última basureada, con los dados en las cuencas y esas profanaciones del cadáver. Pero, que yo sepa, él no tuvo que ver con su muerte. Pero quién eres tú, papi, ¿un policía? ¿Por qué preguntas tanto?
—¿No le digo, señor Rose? —le dijo María Paz, más tarde esa misma noche y en el cuarto del motel—. No mata.
—Hace cuánto lo de Maraya, ¿dos años? ¿Tres? —contra preguntó Rose a manera de respuesta.
—Tres, tal vez.
—De acuerdo, tres. Sleepy Joe estaba empezando. Apenas calentando motores. Hoy la cosa es a otro precio.
—Ya voy viendo, señor Rose, ya voy viendo —le dijo María Paz con un gesto displicente de la mano, mientras clavaba la mirada de nuevo en la pantalla—. En síntesis, no sirvió de nada venir hasta acá.
—Bueno, Olga dice que si queremos, mañana nos lleva a la tumba de Maraya…
—Increíble, ¿será verdad que alguien puede suicidarse con yodo?
—¿Cómo dices?
—Ea mamá de Lara —dijo María Paz, señalando lo que estaba ocurriendo en la tele—, mírela, se va a suicidar dizque tomando yodo porque su hija Lara se volvió amante de Komachosky, o Komarosky, como se llame el abogado ese…
—Así es imposible conversar. Además es un vejestorio de película, un dramonón sin rigor’ histórico, apaga eso ya, María Paz, y hablemos.
—No puedo apagarlo, es pague por ver, costó siete chilares. Además es de médicos.
—Ojalá me dijeras qué sigue. Digo, me gustaría saber qué nos espera. A ti, y a mí, y a estos tres perros. ¿Se puede saber qué tienes ahora en mente?
—Wendy Mellons. Así se llama otra novia de Sleepy Joe, a lo mejor ella sí sabe. Vamos buscarla para preguntarle. Lo malo es que vive en Colorado.
—¡¿Colorado?! ¿Estás loca? ¿Sabes dónde queda Colorado? ¡En la otra punta, coño! Este país no es Monaco, niña, ¡no se recorre de lado a lado en una hora!