En hojas sueltas escritas por María Paz
Aquí me tiene, míster Rose, ya fuera de Manninpox pero todavía dando vueltas por América, como quien dice saltando matones. Eso de «saltando matones» era una de las muchas frases colombianas de Bolivia, yo nunca hubiera dicho algo así, pero pasan los días y pasan cosas y yo cada vez hablo más como ella. Saltando matones, en medio de todo, viene bien al caso porque eso es justamente lo que ando esquivando, matones, pero entiéndame: de los que matan. Y con todo y todo sigo haciéndole las tareas a usted, cada vez que puedo me siento y escribo, como para ponerlo al día, míster Rose, (lomo si fuera cierto que algún día voy a volver a verlo y a entregarle estas hojitas sueltas, para que las añada al larguero que le mandé desde Manninpox. Como verá, no me olvido de usted, y eso que no ha sido fácil. Digo, sobrevivir. No ha sido fácil desde que salí de la cárcel.
No me atreví a regresar de una vez a mi apartamento porque allá había sucedido todo eso, ya sabe, todo eso que sucedió allá, se me encogía el alma de pensar en volver a entrar a ese lugar, y al mismo tiempo tenía que buscar a Hero. Decidí ir espiando mi barrio poco a poco, ir llegando por etapas, siempre temiendo qué podría encontrar, o más exactamente a quién me podría encontrar, y con eso quiero decirle que no estaba lista para darme de narices con Sleepy Joe. Empecé a caminar por ahí, por los alrededores de mi edificio, pero sin acercarme demasiado, a ver si encontraba algún conocido al que le pudiera preguntar. Sobre todo por Hero, ¿me entiende? Lo primero era saber dónde estaba mi perro. Me parecía que la gente me señalaba, ahí va, mírenla, la recién salida de la cárcel, la asesina del marido, la amante del cuñado, vaya uno a saber qué más chismes se habían regado por ahí. Pero lo extraordinario fue que una vecina me dio noticias de Hero, y eran noticias alentadoras. Me dijo que la Policía lo había recogido y entregado a una institución defensora de animales, donde a lo mejor yo podría recogerlo, si es que algún día salía libre. ¿Se habrían apiadado de mi peno al verlo lisiado? A lo mejor sabían que era héroe de guerra, y el mundo no está tan mal como para que a un patriota reconocido y condecorado lo dejen morir de hambre.
Mi principal problema era (sigue siendo) la falta de dinero, así que por las noches me quedaba en casa de Socorro de Salmón, la amiga de mi mami. A ella le había entregado en Manninpox el manuscrito para usted y ella me confirmó la entrega, me dijo que se lo había puesto correctamente al correo, cosa que me alegró mucho, y me ha dado por soñar que usted ya lo leyó todo y por eso sigo con la tarea, escribiendo donde puedo y como puedo para completarle mi historia, ya le dije alguna vez que no me gustan las novelas con finales aguados, o lo que es peor, las novelas sin final, que dejan al lector viendo un chispero.
Pero la quedada donde Socorro no era nada agradable, parece ser que sir mar ido no quería saber de mí. Se llama míster Salmón, también él inmigrado, y es un huevonazo olímpico de esos que todavía creen que en América tocaron el cielo con las manos y se desviven por hacer buena letra para que no vayan a expulsarlos del paraíso; le estoy hablando de uno de esos chupamedias superagradecidos y superarrodillados que son más papistas que el papa, no sé si me explico. En todo caso Socorro me daba posada pero a escondidas del marido, y también de los vecinos, claro está, y del mundo entero, porque la señora padecía de los nervios y le salían erupciones por tenerme ahí. Hipos, alergias, qué no le daba. Culillo, se llama eso, o cagazo. Culiarrugaos o culifruncidos les dicen en Colombia a los que andan cagados del susto, y así son esos dos, la parejita Salmón, él con sus adulterios y sir doble moral, ella con sus brotes y sus rasquiñas, y yo acorralada en el sótano de su casa, arrumada contra la lavadora como si fuera ropa sucia. Y la pobre mujer haciéndose un ocho con todas esas toallas higiénicas que yo manchaba, porque sigo sangrando, no tanto como antes pero siempre un poco, y figúrese no más, al fin y al cabo la pobre Socorro, realmente, piense que tenía que tirar todo eso en la basura de las casas vecinas porque qué iba a decir su marido si lo veía, cómo explicarle semejante cosa siendo que desde hacía añares ella era la menopausia en persona, mejor dicho una menopausia de moña de bucles, erupciones en la piel y uñas pintadas de rojo, eso es ella, la señora Socorro.
No señor, eso no era vida, valiente plan, salir de una celda para ir a parar a un escondite, y lo peor de todo era que a casa de Socorro no podía llevar a mi perro, ya no veía la hora de ir a reclamarlo, pero para dónde me lo iba a llevar, mejor me armaba de valor y me instalaba de una buena vez, en mi propia casa, yo y mi peno y algún día también mi hermana. Aunque mi casa estuviera desahuciada, o acordonada, o la hubieran quemado como la vez pasada, no me importaba, por alguna ventana podría colarme y que pasara lo que tuviera que pasar. Al menos ya me habían informado de que seguía vacía, el dueño no la había vuelto a alquilar, no es tan fácil encontrar inquilinos decentes en estos días y por esos barrios de porquería. No creas que te estoy echando, me decía la Socorro, vieja taimada, y por debajo de cuerda dichosa ella de librarse de mí. De despedida me regaló tremendo abrigo de mink, eso hay que reconocérselo, medio apolillado y tal, eso sí, pasadísimo de moda y con el forro desgarrado, un vejestorio de abrigo que olía berracamente a moho, haga de cuenta como para Grace Kelly cuando se fue en trasatlántico a convertirse en princesa de Monaco. Pero qué caramba, qué tanto quejarme, al fin y al cabo mink es mink, o acaso no. Supongo que la pobre Socorro me lo dio para calmar su conciencia, para no echarme a la calle con las manos vacías. Me dijo que era para el frío, o para que lo vendiera y me quedara con la plata. ¿Para el frío? Cómo no, moñito, mucho que iba yo a andar por ahí como Cruella de Vil, a ver si los ecologistas me rociaban con spray por andar despellejando animalitos del Señor. ¿Y venderlo?
Eso sí que menos, quién me lo iba a comprar, como no fuera el príncipe Rainiero. ¿Se imagina la figura? ¿Yo, regresando de la cárcel sin un centavo y envuelta en pieles? En medio de todo era cómico. Maktub, ya sé que la suerte está maktub, o sea escrita en algún lado, pero el hijueputa que la escribió sí que tiene sentido del humor. Y en todo caso allá llegué a mi vecindario con todo y mi Hero, mi pedazo de perrito divino de mi corazón, que se había pegado el alegrón de la vida al verme, no se sabía quién aullaba más en el reencuentro, si él o yo, una escenita como para romperle a uno el corazón.
No fue fácil volver, puta vida, hasta pánico me estaba dando, ahora la culifruncida era yo. Le juro, míster Rose, que me sentía como un lázaro recién resucitado y todavía apestando a mortecino. El encierro en la cárcel es duro, pero también es duro volver a asomar las narices. Ya me iba dando cuenta de lo endemoniado que iba a ser regresar a mi mundo, que ya no debía de ser el mismo de antes. Y que además ya no era mío, cómo iba a serlo, si todo lo mío se había acabado. Y ahí viene un día que nunca se va a borrar de mi memoria, yo con mi Hero bien abrazado, yo temblando y él también, como si se diera cuenta, o a lo mejor esperaba encontrar a Greg y temblaba de emoción, y en el fondo a mí me pasaba lo mismo, y cómo no, si apenas ese día venía a darme cuenta cabal de su muerte. Todo lo de antes había sido tan irreal, empezando por eso, por su muerte, apenas una noticia que yo no había sabido si creer o no. Y ahí voy yo, subiendo despacio por las escaleras de mi viejo edificio y reconociendo los viejos olores que desde siempre flotaban en cada piso. Olor a chamusquina en el primero, desde los tiempos en que el dueño quemó el inmueble para sacarle indemnización a la aseguradora. Olor a meados de gato en el segundo. Olor a desinfectante de pino en el tercero, y a colillas frías en el cuarto. Yo había optado por llegar tarde en la noche para evitar el contacto, no me daba la gana encontrarme con los demás inquilinos, cruzarme con sus miradas acusatorias o interrogantes, ahí está la mujer del quinto, la del escándalo, la del muerto, la del allanamiento, la que estuvo presa y ahora regresa. No quería que me miraran con desconfianza y menos con lástima, no quería ser esa, la del drama, y en realidad tampoco quería ser ninguna otra, mejor dicho no quería ser nadie, lo bueno hubiera sido eso, no ser nadie, hacerme la invisible y entrar como un espíritu. Afortunadamente por allí no apareció ni un alma, ni siquiera ese niño que siempre se sentaba en el tramo de escalera entre el segundo y el tercero, ni siquiera ese niño siempre callado estaba ahí esa noche, ya se habría dormido, o su familia se habría mudado, y el edificio estaba desolado. Y yo también, otro fantasma, y mi Hero medio fantasma, los dos volviendo a casa. Sólo que volviendo no, apenas llegando; no se puede decir que volviéramos porque a qué, a quién, si nada quedaba de lo que teníamos, ruinas apenas, escombros, astillas, un dolor hondo en el pecho y unas punzadas de desilusión. Aunque en realidad todo estaba igual, y hasta raro me iba pareciendo comprobar que, salvo yo, todo lo demás seguía como siempre, fas baldosas rucias del piso, los pasamanos metálicos de color gris descascarados, la pobre luz de los pocos focos que no estaban fundidos. Me detengo en el último trecho de escalera antes de llegar al quinto, para sacar del bolso las llaves. Voy a entrar a mi territorio. ¿Y quién sale a recibirme? Un frío húmedo que se me abraza las piernas y unas bocanadas de aire que se cuelan por algún vidrio roto, y ahí es cuando caigo en cuenta de que no necesito ninguna llave, llaves para qué, si las cerraduras de mi casa han sido voladas y la puerta golpetea contra el quicio dejando que el viento entre y salga, haga de cuenta puerta de cantina. Eso mismo.
¿Y qué se veía allá adentro? Pues un hueco. Un auténtico shühole, que llaman por aquí. Sin agua, ni electricidad ni teléfono, porque claro, los habían cortado por falta de pago. Los muebles destrozados, mugrero y mal olor por todos lados. Como las cerraduras estaban voladas, no había forma de asegurar la puerta por dentro y eso me dejaba a disposición del que pasara, como si estuviera en medio de la calle. Increíble, en Manninpox todas esas rejas y llaves y candados para que yo no abriera ninguna puerta, y ahora ni una triste chapa para poder cenar la de mi casa. Ya le digo, al autor del maktub le gusta hacerse el chistoso. Medio depre todo aquello, o depre y medio, pero qué quiere, no me iba a sentar a llorar, si venía de lo peor y se suponía que ahora empezaba el capítulo bueno, como quien dice «van pal cielo y van llorando», y ahí le dejo de regalo otro dicho de Bolivia.
Arréglatelas como puedas, me di la orden a mí misma, y me puse manos a la obra. Encontré un cable de extensión y me hice mi instalación, pirateando la electricidad de una toma del corredor común y llevándola hasta mi apartamento. Hacía un frío del carajo, sin calefacción ni un cuerno, pero yo sabía que el sótano del edificio era un tiradero de cosas inservibles, y algunas no tanto; ahí se acumulaban montañas de chécheres, ya se sabe cómo son los gringos, y aun los gringos pobres, que usan las vainas un año y después las desechan. Así que me bajé a escarbar a ver qué encontraba, y me pillé un calentador que no parecía tan destrozado y hasta arriba me lo subí cargado, y preciso: funcionaba, el hijueputa. No mucho que digamos, no que botara un calorón asfixiante, pero sí suficiente para sobrevivir, aunque sólo de noche; de día tenía que desmontar la toma pirata, para que los vecinos no protestaran.
¿Y del agua qué? Pues con balde, mijo, como en las visitas a la familia del campo: el que va cagando, va bajando al río y a subir con el baldado hasta la letrina. Así me tocaba a mí, sólo que a que falta de río sacaba el agua de una llave que había abajo. No crea que por aquí eso es algo del otro mundo, cuánta gente no malvive en estos barrios sin tener dinero para los servicios, aquí usted pasa de largo y ve todo más o menos normal, pero anímese a entrar, eche un ojito detrás de las fachadas, para que vea lo que es miseria. ¿Y quiere saber cómo me las arreglaba con la comida? Pues más que nada de caridad, en comedores comunitarios: buena sopa caliente, una fruta, a veces pasta, un cartoncito de leche…, en realidad no estaba mal; comparando con Manninpox salía bien librada. Y la dormida. Bueno, pues para dormir nos instalábamos Hero y yo en una colchoneta de caucho espuma que conseguí abajo en el sótano; tuve que improvisar en ese rubro porque los cabrones del FBI habían destripado el colchón y todos los muebles.
Ahora el olor. Era lo más difícil de soportar. Comida podrida fuera y dentro del refrigerador, apagado por falta de electricidad. No había manera de librarse del tufo, aunque me eché todo un día fregando con esponjillas metálicas y un pote kingsize de Ajax que tuve que comprar, porque los que teníamos los habían volcado por el suelo; creerían que era cocaína, supongo. Entiéndame, míster Rose, no quiero quejarme, no corresponde, sería una falta imperdonable de proporciones, pero le juro que a veces hasta echaba de menos Manninpox, ahí al menos tenía luz y agua, y comida asegurada. Y si me pongo a quejarme ahora, qué voy a dejar para después; para todo eso que vino después y que fue mucho peor que lo de antes.
Una noche voy llegando tarde a mi casa y descargo a Hero, que a todos lados llevaba conmigo entre un rebozo terciado, sin desampararlo ni de noche ni de día, por si acaso. Dejo a Hero en el piso y busco a tientas la extensión eléctrica, para instalar la luz. Ya faltan pocos días para mi juicio y quiero creer que todo va a salir bien, que voy a lograr restablecer mi identidad de persona libre, voy a volver a trabajar como encuestadora de hábitos de limpieza, a ganar un sueldo, a reactivar mi tarjeta de crédito, a pagar los servicios cortados, a reemplazar o arreglar poco a poco los muebles destrozados, a limpiar el lugar de mugre y de recuerdos. Hacerle la limpia, como quien dice, y disponerme a olvidar. Cuando menos me lo esperaba me habían dejado salir de Manninpox, la vida me estaba dando una segunda oportunidad, no era cosa de desperdiciarla, y si el destino me había perdonado, también yo iba a tener que per donarme a mí misma. A lo mejor me animaba a pedir un préstamo hipotecario para comprar el apartamento, con suerte me lo concedían, algún programa para la rehabilitación de ex presidiarios tenía que existir en un país democrático como este. Claro que por esta casa ya nadie se aparecía, ni siquiera la Policía; era como si el sitio se hubiera borrado del mapa, ya ni el dueño pasaba a cobrar la renta, a lo mejor se había muerto, o había dado esto por perdido y lo había abandonado, cuántos lugares abandonados no habría en ese vecindario dejado de Dios; después del white Clee, ahí habíamos ido quedando puras gentes de color, mejor dicho de todos colores. Entonces podía ser apenas cosa de tomar posesión de mi apartamento y volver a poner todo en orden, quién quita que fuera fácil, organizarme un sitiecito humano donde llevar una vida buena, una vida ordenada, decente, independiente. Y llamaría a mis amigas, mis compañeras de encuestas, daría una cena para ellas y les contaría las cosas tan extrañas que me habían sucedido últimamente, pero lo iba a ser como quien cuenta una película vieja, de esas que por casualidad se vieron alguna vez por la tele y casi no se recuerdan y pronto se van a olvidar del todo. Y después sí. Iría por mi hermana Violeta; ese sería el verdadero inicio de nuestra nueva vida. Sacaría a Violeta del internado, y qué ganas de saber qué cara iba a poner ella cuando le mostrara cómo le había arreglado el cuartico de la azotea, el que siempre le había gustado, su refugio en la altura, y la llevaría de la mano al baño que le habría construido para ella sola, hasta de pronto con todo y jacuzzi. Ya no vas a bañarte en el lavadero, como hacías antes, le iba a decir. Y ojalá Violeta me hiciera caso y no armara escándalo, Violeta que odiaba ducharse en el baño y en cambio tenía la maña de enjuagarse a cielo abierto en el lavadero, sin agüeros para el frío y sin dársele nada pasearse en cueros por donde podían verla, aunque yo me cansara de repetirle, no eres más una niña sino una mujer, una bella mujer, tienes que cuidarte.
Pero todo eso sería después, todo eso era apenas el sueño que yo iba construyendo, hasta la luna de alto, mientras aquí en la tierra vivía entre escombros. Por el momento tendría que resignarme a darle tiempo al tiempo, sin desesperarme ni deprimirme ni olvidar el orden de prioridades; por el momento tenía que sobrevivir de la mejor manera posible en esa casa deshecha, y centrar todas mis energías en el juicio, que cada día estaba más cerca.
Y en esas andaba esa otra noche en que entro a mi casa, dejo al peno en el suelo y estoy buscando a tientas una vela, cuando me tropiezo con la colchoneta esa, la que me había subido de los depósitos porque los del FBI habían destrozado el colchón de mi cama, mi pobre colchón que para colmo apestaba a meados, lo habrían orinado los gatos, o los propios tipos del FBI, esa patota de patanes. Yo que me tropiezo con la colchoneta y que me pregunto, qué hace aquí esta vaina, a la mañana la había dejado en el dormitorio y no así, como está ahora, atravesada frente a la puerta de entrada, de veras es raro, y mi primer impulso es agarrar a Hero y salir corriendo. Ojalá lo hubiera hecho, míster Rose. Ojalá.
Pero no lo hice, por esas cosas de la vida no obedecí la voz del instinto. Ahora que reconstruyo, no entiendo por qué no salí corriendo, si estaba tan claro que había algo raro. Supongo que no lo hice porque al fin y al cabo todo era muy raro por aquellos días, y una rareza más entre tantas ni quitaba ni ponía; ya estaba yo vacunada contra rarezas y sorpresas. Debí de pensar que los gatos habrían entrado a merodear y a revolver en busca de comida, total ya andaban como Pedro por sir casa en esa tierra de nadie. También Hero se alarmó, y empezó) a gruñir. Más claro no canta un gallo, o habrá que decir más claro no gruñe un perro, y sin embargo yo no capté el mensaje. En últimas creo que si no salí corriendo, fue básicamente porque no tenía a donde ir. ¿Correr hacia dónde? Mejor quedarme ahí.
De una patada aparto la colchoneta, cojo una vela y ando buscando a tientas los fósforos para prenderla, cuando me agarra por detrás un brazo y me trinca. Fuerte, feo. Y una mano grande me tapa la boca. Me soplan en la nuca una respiración caliente y agitada, y contra las nalgas me aprietan una… cosa de hombre. ¿Horrible? ¿Desagradable? ¿Aterrador? Pites claro que sí, fue un momento atroz, al principio muy atroz y ya después no tanto, no tanto y no del todo, porque ya yo empezaba a reconocer esa mano, ese olor’, esa respiración, eso otro. ¿Ya adivinó de quién le estoy hablando? Si le apuesta a Sleepy Joe, está en lo correcto.
Al parecer ya estaba ahí, esperándome en lo oscuro, acurrucado en algún rincón y en silencio. No sé cuánto tiempo llevaba ahí. Es incluso posible que visitara el lugar con alguna frecuencia, y que se quedara a dormir ahí de vez en cuando. Y yo que entro esa noche, y él que me cae encima y me trinca. Al principio casi me infarto, y ya después menos. Entiéndame, míster Rose, al fin de cuentas Sleepy Joe había sido mi encoñe y esas cosas no se borran, puedes arrinconarlas, incluso completamente, o enterrarlas bajo una montaña de olvido, pero cuando menos lo esperas vuelven y te asaltan. Y así fue en este caso particular, tal cual, mi antiguo amor me asalta por detrás y ahí estamos otra vez en las mismas, hasta vergüenza me da confesarlo. No le digo que todavía lo amara, no daba para tanto, más bien todo lo contrario. Yo sabía mejor que nadie qué tan cabrón podía llegar a ser Sleepy Joe. Un truhán, eso era, un malnacido y un mala clase, pero a su hermano no le había hecho nada. Sleepy Joe adoraba a su hermano, míster Rose, yo estaba segura de que no había movido un dedo contra Greg. Sleepy Joe no era el asesino. Y en cambio seguía siendo un papacho rico, para qué se lo voy a negar, y yo con esas ganas contenidas que me traía desde Manninpox, esa seca tan prolongada, esa abstinencia a punto de explotar. Yo con hambre y el muchacho ahí, como decir un pastel en la puerta de un orfelinato. Pero la cosa no era como usted se la está imaginando, porque antes había mucho por hablar. Estaba claro que lo étnico que él quería era cama, que andaba en busca de un buen revolcón, así de entrada, pero yo necesitaba hablar. Me urgía saber qué había ocurrido con Greg, qué sabía Sleepy Joe de su asesinato, y del lío en que yo andaba hundida hasta el cogote. ¿Qué papel tenía en todo eso Sleepy Joe? ¿Hasta qué punto estaba implicado? ¿Estaba enterado del dichoso tráfico de armas? ¿Sabía quiénes habían matado a Greg? ¿Por qué carajos nunca había ido a visitarme a la cárcel? ¿Cómo era posible que me hubiera abandonado en el peor momento de mi existencia? ¿Cómo era la historia esa tan oscura del cuchillo, el que yo acabé empacando para regalo, como una idiota? Mejor dicho un tropel de preguntas, de desconfianzas, de rencores, de recelos… y de odio. Porque en el fondo era físico odio lo que sentía contra él, un odio jarocho y revuelto con reproches, y es apenas normal que hasta la peor calentura se enfríe en esas circunstancias. Apenas normal. Pero normal no es palabra que le vaya bien a Sleepy Joe. Él quería cama, o colchoneta de caucho espuma a falta de cama; eso y nada más. Pero yo no.
Y un poquito sí también. Porque Sleepy Joe sería muy malo, pero madre mía, qué bueno estaba. Ven para acá, Culo Lindo, me decía, ven para acá que después hablamos, te juro que después hablamos y te explico todo lo que sé, pero ahorita no, Culo Lindo, qué te pasa, no desperdicies este regalo que aquí te traigo listo y desenfundado, así me decía el gran coqueto, y yo podía comprobar que sus palabras eran sumamente ciertas. Y él que empieza a comerme el cuello a besos. Y yo que me voy perdiendo en su cuerpo y en su olor, y un poquito no quería, y un poquito sí. Cada vez más sí que no.
Y en esas me suelta una pregunta rara. Digo rara para alguien que está en medio de un arrebato pasional.
—Til tienes esos ciento cincuenta mil, ¿no es cierto? Dime que sí, mi amor, dime que sí los tienes —me pregunta Sleepy Joe en medio del arrumaco.
—¿Cuáles ciento cincuenta mil? —le respondo, alejándolo de mí de un empujón—. No me jodas, Joe, si casi me matan por eso, por unos tales ciento cincuenta mil que yo qué conos voy a tener, ni siquiera sé de qué se trata, a ver si me explicas de una vez.
—De acuerdo, Culo Lindo, de acuerdo —retrocede él, tratando de apaciguarme para volver a lo de antes—, tú tranquila, mi amor, no te alteres, sigamos así en lo nuestro y después hablamos.
Yo necesitaba pensar un poco, poner pausa para asimilar lo que estaba pasando, bajarle la fiebre para no ir a cometer una gran insensatez. Y como todavía estábamos a oscuras y hacía frío, logré convencerlo de que saliéramos un instante al corredor, a enchufar la extensión eléctrica. Pero él seguía en el acoso, dispuesto a no dejarme reflexionar, así que la fiebre no bajó, por el contrario, subió unos grados más. Aunque no; creo recordar que las cosas no fueron tan así, me parece que le estoy mintiendo, míster Rose. Tal vez la escritura no sea un buen recurso para contar asuntos íntimos, o tal vez yo no debería estar contándoselos precisamente a usted; en todo caso esta historia no está saliendo clara. Lo confuso de los sentimientos que uno lleva por dentro es que nunca son lo que parecen, siempre son otra cosa distinta, y yo aquí le estoy asegurando que lo mío en ese momento por joe eran físicas ganas, y claro, eso es un poco cierto, pero otro poco es muy falso, porque en últimas lo que yo sentía era urgencia desesperada de regresar a algo o a alguien después de un largo viaje, y el cuerpo conocido y alguna vez amado de Sleepy Joe podía parecerse a una casa, a un lugar donde te reciben con un abrazo.
Pero no deje que yo lo confunda con mis enredos psicológicos, míster Rose, de todas maneras esto que le estoy contando es una escena erótica. Y ahora viene otra confesión, todavía más difícil, más cursilona todavía. Tiene que ver con una debilidad femenina. La verdad es que yo tenía un terrible complejo por estar tan flaca. La última vez que habíamos hecho el amor yo pesaba unas buenas 44 libras más, y Sleepy Joe no era tipo que valorara el raquitismo, no era de los se precian de llevar sílfides a la cama, y de mi cuerpo siempre había dicho que le gustaba porque le proporcionaba bastante de dónde agarrarse. Y ahora yo venía hecha un angarrio, estaba en el hueso y no quería que él lo notara, que fuera a sentir que mis principales atractivos se habían esfumado. Y se me ocurrió una idea. No sé si en ese momento o un poco después, en todo caso se me ocurrió una idea, digamos que no tan buena. Espérame aquí, le digo a Joe con voz sensual, así en plan seductor, espérame aquí, enseguida vengo.
Sleepy Joe se queda en la sala mientras yo me meto a mi alcoba y me quito la ropa. Toda la ropa. Mi espejo de luna está roto; lo han destrozado, eso también, durante el allanamiento. Pero queda un buen trozo colgando del marco, y ahí me miro. Donde antes había un físico relleno y agradabilito, como alguien me había dicho alguna vez, ahora hay un cuerpo flaco, demasiado flaco. Pero lo grave es que eso no es lo grave. Lo peor no es la pérdida dramática de peso. Me fijo más bien en otra cosa: se me nota el sufrimiento. Tal vez eso es lo que Sleepy Joe no debe percibir: que yo he sufrido. Lo que necesito ocultar de él no es tanto la flacura, sino el dolor y el cansancio que llevo encima. La persona que aparece en el espejo está mascada por las vacas, o pasada por la máquina trituradora. Todo lo que me ha sucedido me ha dejado el alma vuelta gelatina, y algo me dice que Sleepy Joe no debe notarlo. ¿Por qué? No sé bien, me pareció muy antiafrodisíaco, digo, quién iba a querer echarse un polvo con alguien tan apaleado. Creo que en ese momento pensé que no estaba yo muy seductora que digamos^ al menos con la ropa puesta el abatimiento se notaba menos, y sin ropa toda mi verdad saltaba a la vista. Pero ahora que se lo cuento, míster Rose, ahora pienso distinto, estoy segura de que la verdadera razón fue otra, yo no quería que Sleepy Joe me adivinara el descalabro, porque iba a cobrármelo caro. Iba a ensañarse contra mí. Iba a aprovechar mi debilidad para hacerme daño. Mostrarme desnuda ante él era como perder mi coraza y exponerme. Pero ya le digo, eso lo pienso ahora, esa noche estaba en otra cosa, y el paso siguiente fue soltarme el pelo y agachar la cabeza para cepillármelo todo hacia delante, todo, todo, hacia delante, y después de un solo golpe tirarlo hacia atrás, para que me cayera sobre la espalda con buen volumen y se viera esponjado, ¿si me entiende? Y luego me puse el abrigo de mink que me había regalado Socorro, por fin le encontraba algún uso al tal abrigo, y me lo chanté sobre el puro pellejo, así escurrido de los hombros, bien desnudota debajo. Viejo truco femenino, ese de apantallar a un tipo apareciéndosele nudo in fur, a lo Marilyn Monroe; sobre todo muy recursivo a la hora de camuflar defectos físicos, en este caso mi demasiado adelgazamiento, que Sleepy Joe no fuera a notar que yo andaba flaca como una gata. Para no hablar de la hemorragia, claro; ante todo que no se pillara ese detalle, que no fuera a sospechar que yo andaba con la regla, porque ahí sí, se me iba todo el sepsapil la mierda, no había nada que lo horrorizara más que la sangre menstrual, ya dije que a ese hombre nadie le ganaba en materia de mañas y prejuicios. Así que me empeloté, encima me chanté el mink y salí a probar suerte. Mi Greg, con su afición por las canciones de antaño, guardaba un video en el que Eartha Kitt cantaba Santa Baby. En ese video está desnuda la Kitt, o eso parece, y se arropa con un mink blanco, y pobre mi Greg la imitaba con una toalla en vez de estola y haciéndose el payaso, mostrando los hombros mientras le montaba un numerito de karaoke a la canción, que habla de una chica que seduce a San Nicolás para que le traiga un convertible azul: Santa baby, I’ll wait up for you dear, so hurry down the chimney tonight. Bueno, pues haga de cuenta. Pero primero déjeme espantar a Greg de la memoria, míster Rose, y ahorita le sigo con la historia. Es que no sabe cuánto me pesa el recuerdo de Greg, su triste muerte, y todos esos cuernos que le puse, no hay derecho, pobre mi viejo. Y pobre yo también, ahora sin su amor y sin su compañía.
En fin. Ahí vamos de nuevo. Yo que me le voy acercando a Sleepy Joe con mi mink terciado, haciéndome la muy seductora, taratatá, una sexy gatita que avanza suavemente y paso a paso por el corredor, tarareando la canción de Eartha Kitt y dejando deslizar bien despacito el abrigo por mi espalda… Y lo que sucede es que el bestia de Sleepy Joe, en vez de fijarse en mí, de pronto cae en cuenta de que yo poseo un abrigo de mink. Píllese mis palabras, míster Rose: Joe cae en cuenta de que yo poseo un abrigo de mink. Y se pone como un demonio.
—¡Zorra! —me grita—. ¡Tu tienes el dinero! ¡Cogiste los ciento cincuenta mil! ¿De dónde, si no, sacaste ese abrigo? ¡Lo compraste con ese dinero, maldita zorra, confiésalo!
Increíble, para Sleepy Joe ese abrigo fue la prueba de que yo tenía el dinero, lo estaba desperdiciando en lujos y le estaba mintiendo. Y ahí empezó a ponerse violento, y a zarandearme para que le dijera dónde lo escondía. Abría inmensa la bocota muy cerca de mi cara y me gritaba, ¿dónde tienes el dinero, pena? ¿Ya te lo gastaste todo? ¿No dejaste ni un poquito para mí? No me bajaba de zorra y de pena. ¿Ni un poquito para tu papito? ¿Ah, pena? ¿Ni un poquito? Me tenía agarrada por el pelo y me lo jalaba tanto que me lastimaba. No puede ser, pensaba yo, no puede ser que la vida se repita, antes había sido Birdie, el del FBI, y ahora Sleepy Joe, los dos maltratándome por lo mismo, con la diferencia de que Sleepy Joe no llegaba a abofetearme, me matoneaba pero no me golpeaba, eso que quede claro, míster Rose: Sleepy Joe, el hampón, el malandro, no llegaba a pegarme, mientras que los del FBI, que eran supuestamente Law & Order, me habían dado una soberana paliza. Pero hay que reconocer que las dos escenas tenían su paralelismo, y pensar que tanta jarana, antes y ahora, era por un dinero que en mi vida había visto, ciento cincuenta mil dólares del alma, puta madre, si yo hubiera tenido ciento cincuenta mil dólares en el bolsillo ninguno de estos patanes me habría vuelto a ver ni en las curvas, ya me habría largado hacía mil años para Sevilla, Sevilla en primavera toda florecida de azahares, la ciudad que yo nunca había visto pero que siempre soñaba, yo en Sevilla, donde esos brutos ya no podrían ponerme la mano encima, y trataba de pensar en eso, sólo en eso, trataba de concentrarme en Sevilla y sus azahares mientras Sleepy Joe me sacudía y me gritaba, sacando pecho y alardeando superioridad, exhibiendo estatura, alzándome a gritos para que yo temblara ante su voz gruesa y poderosa. Todo ese despliegue de hombría para que yo me achicara a sus pies como un gusano, me encogiera hasta desaparecer. Qué quería el hijueputa, ¿que le pidiera perdón? De acuerdo, le pido perdón entonces, se la mamo si eso es lo que quiere, cualquier cosa con tal de que no me reviente la cara, y ya estaba yo a punto de pedirle perdón de rodillas. Pero perdón, ¿de qué? Perdón de nada, qué carajo, si nada había hecho, ni siquiera había visto la plata esa, y tocado sí que menos. Pedir perdón por puro cansancio, para salvarme, para que el bestia sintiera que ya había ganado, que el round era suyo, que acaban de coronarlo campeón, que yo era una nada a su lado y que no valía la pena seguir agrediendo. Pedir perdón para que el macho contuviera el ataque.
Pero no, hasta allá no quería yo llegar, pedir perdón hubiera sido entregarme, doblarme, humillarme, y pues no, no me daba la gana, ¿acaso no venía de sobrevivir en el propio infierno? Allá había tenido que aprender a defenderme de fieras de verdad, no era cosa de dejar que ahora me denotara un pobre huevón de mierda. ¿Y si le hacía el swiss kissy le arrancaba el labio, a ver si dejaba de gritar? La verdad era que en Manninpox yo nunca había practicado el swiss kissy, sólo lo conocía de oídas, más seguro jugármela con una más fácil, así que le encajé un cabezazo brutal en toda la nariz, que sonó crac, como una ramita que se quiebra, y cuando veo el desconcierto con que el idiota se lleva las manos a la cara bañada en sangre, me digo, ¡ahora, María Paz, ahora o nunca! Y me escabullo, como quien dice fácilmente: así flaca y desnuda como estoy logro zafarme suavecito, resbaladito, escurriéndome del abrigo como una culebra de su antigua epidermis. Y ahí queda el tipo con esas pieles apolilladas en la mano, más sorprendido que otra cosa y con la cara bañada en sangre, hasta que tira el abrigo a un lado para salir corriendo detrás de mí, pero se enreda en la extensión eléctrica y se va de trompa al suelo, y como es tan grande cae como un armario, haciendo un midajón y dejando el apartamento de nuevo a oscuras. Si hubiera visto ese porrazo, míster Rose, la forma ridícula en que cayó como una plasta, en medio de todo fue para risas, lástima no haber tenido cámara para filmarlo. Inolvidable su aullido cuando se da el segundo guamazo de la noche en esa pobre nariz que ya tiene hecha pomada. Eso me da tiempo para correr hasta mi alcoba, y ahí me escondo detrás del colchón apestoso, que está parado contra la pared, dejando abajo un ángulo donde apenas quepo. Y ahí me quedo esperando, protegida por la oscuridad y escuchando cómo el tipo va por la casa buscándome a tientas y bramando. Pero ninguna noche es eterna, y la luz empieza a entrar por la ventana. Está amaneciendo. Una como bruma pálida invade la habitación, y como es espesita en un primer momento no alcanza a colarse hasta mi escondite, pero poco a poco se va haciendo líquida, hasta que me deja expuesta; basta con que Sleepy Joe se asome para que me pille, ahí encogida detrás del colchón, como un triste ratón cagado del susto.
Pues no, así no va a ser la cosa. En vez de empañicar, me voy llenando de calma. Si ya no hay nada que hacer, me digo a mí misma, pues tampoco queda nada que temer. Si Joe me va a encontrar, mejor que me encuentre de pie y en guardia. Entonces dejo el escondite, saco del clóset el bate de béisbol que Greg conservaba desde la adolescencia, lo agarro bien asido, firmemente, con ambas manos, y me coloco estratégicamente detrás de la puerta, afianzando los pies en el suelo. Me planto bien plantada, para poder descenajarle el bate en la cabeza tan pronto traspase el umbral. Ya escucho el taconeo de sus botas amarillas. Ya se acerca. Si va a hacerme daño, entonces que aguante todo el daño que yo puedo hacerle a él. Greg me había hecho ver mil veces su video favorito, el de Los veinte mejores home runs de todos los tiempos, que traía entre otros highlights el batazo glorioso de Kirk Gibson en el Dodgers Stadium, y la carrera increíble de Bill Mazeroski en la World Series, y la actuación más estelar de todas, una que de tanto mirarla hasta yo me había aprendido de memoria, la de Robert Bobby Brown Thompson el 3 de octubre de 1951, cuando compite por los Giants y contra los Dodgers por el título de la Liga Nacional, y le caza el lanzamiento al pitcher Ralph Branca y le da a esa bola con alma, vida y cojones para mandarla al mismísimo carajo, y por ahí derecho se jala el home run más célebre de todos los tiempos… Pues así igualito me veía yo a mí misma, ahí, detrás de la puerta, con mi bate bien agarrado y lista para pegar el hijueputa batazo que va a sacar al cretino del Sleepy Joe volando por la ventana y lo va a clavar de cabeza en el asfalto, para que quede como lo que es, una mierdita, una piltrafa que van a pisar todos los que pasen, como si fuera otro desecho más en las calles de mi barrio.
Y vaya fracaso. Qué desastre de beisbolista resulto. Entra Sleepy Joe y en dos minutos me quita el bate.
—Hora de rezar, Culo Lindo —me dice con la cara toda embarrada en babas y en sangre, y como la voz le sale gangosa por esa nariz rota, el pobre suena más abatido que furioso.
—Pues dale —le digo—, súbete a la azotea y échate tus rezos, que aquí te espero.
Mucho que me iba a hacer caso. Ahí mismo me agarra del brazo, me lo dobla a la espalda con una llave de jiujitsu y me obliga a subir hasta la azotea por la escalerta. Obvio, está amaneciendo, la hora en que los hermanaos eslovacos se dan a los rezos. Una vez arriba, Sleepy Joe se quita el cinturón y con él me amarra al riel del pasamanos, así, desnuda como estoy y con las manos atrás.
—A ver si me dejas rezar tranquilo, zorra traicionera —me dice.
—Tengo frío, Joe —me quejo.
—Calla, pena, o te caliento a guantazos.
—Pero por qué me amar ras…
—Para que no te vayas.
—No me voy a ir, quiero estar contigo…
—Pena embustera.
En realidad nunca antes había visto lo que hacían el par de hermanos en la azotea a la hora de los rezos, porque no me dejaban subir, decían que era cosa de hombres. Esta vez puedo ver cómo Joe prende cirios, extiende trapos, trajina con una campanita, saca Biblia, incienso, no sé qué otros objetos, y lo va colocando todo meticulosamente sobre una tela roja que ha extendido en el piso, como si fuera picnic. Se nos viene una misa muy berraca, me digo.
—Ya deja el juego, Joe —le pido—. Ven, cariño, suéltame las manos. Por lo menos tápame con algo, no me dejes así que está cayendo el fresco. Y no te acerques tanto al borde, baby, no vaya a ser que te caigas —le digo en plan meloso a ver si lo conmuevo, pero está tan absorto en su ceremonia que ya ni me pela.
Ven, Joe, dame un beso. —Ya no sé que más inventar—. Dale, suéltame, no seas malito, deja que te cure esa nariz, pobrecito baby, ¿te duele mucho? Y por qué no más bien volvemos abajo, si estábamos tan rico…
—Calla, puta, que estoy en otra cosa —me dice sin mirarme siquiera.
Y es cierto, definitivamente está en otra cosa, en un viaje astral o quién sabe qué mierda, es como si de pronto fuera un habitante de otro mundo. Ahora anda uña y mugre con Dios y nada más le importa. Mientras tanto la ciudad duerme todavía allá abajo, y yo tiemblo de frío. ¿Qué puedo hacer? ¿Gritar, despertar al vecindario, pedir ayuda, armar un alboroto? Gran idea, bien pensado. Sólo que también lo piensa joe, que interrumpe su misa, se me acerca y me amordaza con un pañuelo, y hasta ahí me llega el plan de emergencia. Luego el loco se aleja unos cien pies y se arrodilla justo al borde del vacío, porque no tienen barandal las azoteas en cemento de los edificios pobres como el mío: el despeñadero es el límite. Un viento venido de lejos barre el escenario, apaga los cirios y me sacude el pelo. Abajo la ciudad va despertando poco a poco, y a mí me cuesta reconocer a mi cuñado. Hace un rato era un macho que ardía en testosterona, y ahora quiere parecer una especie de ángel que arde en luz divina. Se mueve en cámara lenta, algo a medio camino entre obispo y maestro de yin yoga, y empieza a salmodiar, primero en voz baja, con la cabeza gacha y recogido sobre sí mismo, como un gran feto que dotara en el líquido amniótico de la primera mañana. Luego va subiendo el volumen. Se endereza y deja caer dramáticamente la cabeza hacia atrás y empieza a convulsionar, o algo parecido, como si estuviera recibiendo corrientazos. Le sacude el cuerpo una especie de epilepsia, pero moderada, digamos más bien que un petit mal, no voy a saber yo de eso, con todos los institutos de salud mental a los que he tenido que llevar a mi hermana Violeta.
Y ahí empieza Sleepy Joe a cantar en dos tonos, primero uno y después el otro. Para el primero se saca de la garganta una voz enorme y grave, como la de Greg, tal vez; si cieno los ojos puedo sentir que es el propio Greg el que está ahí, dándole al gregoriano. Puta vida, pienso, ya me tiene alucinando este incienso, no por nada huele como la marihuana. ¿Qué pretende este hombre con todo esto? ¿De qué se trata este teatro amargo? ¿Añora al hermano muerto? ¿Lo convoca? No es por nada, pero yo empiezo a sentir escalofríos. Y luego ya no es más la voz de Greg la que sale de su garganta; ahora es una vocecita delgada, casi infantil, la que va salmodiando las respuestas. ¿La voz del propio Sleepy Joe, de niño? ¿Los dos hermanos otra vez juntos y rezando? Ay, mamita, qué es esto tan pavoroso, me erizan la piel esos lamentos, no sé, deben ser cantos muy antiguos y venidos de Eslovaquia, pero tan incomprensibles, puta madre, relámpagos sobre Tatras. Y en medio de todo, la escena tiene su imponencia, no voy a decir que no: se ve poderosa la silueta de Sleepy Joe recortada contra la ciudad. Notable, el patán de mi cuñado convertido en un sacerdote oscuro y medio desnudo, con la cara ensangrentada y la sangre que le escurre hasta el pecho y baña el crucifijo que lleva tatuado. Extiende los brazos como si quisiera abarcar al universo y descuelga hacia atrás la cabeza, y ya nada es para risas, esto me está horrorizando.
Su espalda se tensa, tan arqueada que en el pecho el costillar se le marca como una bóveda. Empiezo a psicosearme, no sé, en todo caso por un instante hasta me parece que Sleepy Joe despide calor y brillo. Tal vez arde; da la impresión de que el aire a su alrededor se ha vuelto inflamable. Se le brotan las venas del cuello y aprieta tanto los puños que puedo adivinar cómo las uñas se le entierran en las palmas. ¿Será verdad que tiene vaya uno a saber qué poderes sobrenaturales? Greg a veces me decía que su hermanito tenía poderes, que estaba imbuido del Espíritu, pero yo por supuesto nunca le puse bolas, si yo sabía mejor que nadie que el verdadero poder de su hermanito iba muy por otro lado. Pero ahora que lo veo en estos desplantes místicos, hasta dudas me surgen. No puede ser, me digo, déjate de pendejadas, María Paz, qué poderes ni qué niño envuelto, si es apenas el huevón de tu cuñado haciendo monerías entre un poco de baldes desfondados, tinacos oxidados y láminas de latém. Pero la verdad es que ese hombre con la cara bañada en sangre que celebra un rito antiguo, por momentos me parece que es algo más que un hombre.
Claro que no, yo sé que no. No es más que un loco de mierda. He’s not the devil, he’s just a man. Es una frase que he escuchado en alguna película y que ahora se me viene a la cabeza. Me hace bien, esa frase, me tranquiliza un poco, not the devil, just a fucking man. Me lo digo y me lo repito, este Sleepy joe es como el coyote, misterioso pero pendejo. Un pobre miserable, jodido y reventado. Pero así como está, sacudido por esa especie de orgasmo cósmico, con los ojos en blanco y volteados hacia el cielo, madre mía, así inspira respeto. Se lo juro, míster Rose: more than a man. Como si unos cimbronazos de alto voltaje lo hubieran transformado, así empieza a parecerme en cierto momento, y en ese cierto momento voy entendiendo ciertas cosas. Siento que Corina está a mi lado y de repente la comprendo, ahora sí te creo, Corina del alma, perdóname la torpeza. ¿Esto fue lo que viste, Cori? ¿Por esto huíste, para salvar tu vida? ¿Esto te mató las lombrices del susto? ¿Este miedo que ahora siento fue tu mismo miedo? ¿Estos gritos que se me atragantan son tus mismos gritos? Ay, Bolivia, mamacita linda, tu que estás en los cielos, y ay, Corina, mi buena amiga, tú que estás en Chalatenango, tengan piedad de mí, sálvenme de este demente.
Algo ha sucedido, puedo percibir que ese tipo vulgar que ha sido mi enamorado, ahora es dueño de una fortaleza horrenda. Es un ser pavoroso, hacia adentro y hacia afuera: infunde pavor y a la vez el pavor lo devora, su fe no es otra cosa que pánico elevado a una enloquecedora potencia. Es la primera vez que lo veo así, en plena metamorfosis. Pero ya conocía los indicios. Los percibía cada vez que hacíamos el amor. Lo normal era que Sleepy Joe anduviera por la vida medio dormido, falto de iniciativa, desplanado, indiferente y amodorrado, un paquete de músculos subutilizados. Pero en la cama, en cambio, era capaz de sacarse de adentro un voltaje sorprendente.
—Si le pusieras al trabajo la misma cantidad de energía —le decía yo siempre—, ya estarías millonario.
Y es que en materia de sexo, todo en él era mucho y muy grande y duraba una eternidad; había en él una especie de exceso que a mí me hacía pensar en un macho cabrío, un animal en celo, un sátiro, algo no del todo humano, unos monos hipersexuados e hiperactivos en un zoológico al que llevé una vez a Violeta, que se hacían la paja ahí en su jaula y cogían como locos, y que a Violeta la dejaron boquiabierta. Vámonos, le decía yo y la jalaba del brazo, vámonos, Violeta, a ver otros animales más lindos. Pero Violeta no se movía de allí, ve tú, me respondía, yo quiero ver esto.
En los arrebatos de rabia que a cada rato llevaban a Sleepy Joe a querer acabar con todos y con todo, ahí también había adivinado yo a este otro Joe que por fin ahora estaba viendo claramente. El monje de la azotea ya no era mi cuñado, ni mi novio, ni mi amante, ni el hermanito de Greg, ni tampoco el pobre Joe, el bueno para nada, el dormido, el solitario, el falso camionero. Esto de ahora era otra cosa, un poseso afiebrado, un lunático, un sacerdote siniestro, un payaso asesino. Este hijo de la gran puta es capaz de matarme, pensé; de pronto lo vi claro. Como mínimo me empala con una escoba, como a Corina.
Había unos clavos por ahí tirados y me puse a tratar de acercar alguno con el pie, poquito a poco, con mucho disimulo. Hasta que tuve uno a mano y con eso empecé a aflojar el nudo de la correa, haciéndole con mañita, con paciencia, poco a poco. Era el momento de jugármela al todo o nada: Sleepy Joe andaba volando, como quien dice stoned con la presencia divina, y como el nudo ya iba cediendo, le pegué un buen tirón a la correa, logré zafarme y me tiré como pude escaleras abajo.
No iba a cometer el error de antes, no más la bobada de esconderme dentro del apartamento, eso sería atorarme en la ratonera; esta vez agarré mi abrigo de mink y mis zapatos, que estaban en el piso de la sala, y también la billetera de Joe, que en un golpe de astucia alcancé a sacar del bolsillo de su chaqueta, y corrí directo a la puerta de entrada. Salí al corredor, bajé volando los cinco pisos… ¡y a la calle! Me arropé bien en mi abrigo para que no se notara que por debajo andaba empelota, y al rato ya estaba perdiéndome por los laberintos del metro.
¡Pero Hero! Carajo, otra vez había dejado atrás a Hero, no lo había visto por ahí cuando salí en estampida, y ponerme a buscarlo en ese momento hubiera sido suicida. Pero pasara lo que pasase, esta vez, estaba decidida a rescatarlo. Varias estaciones más adelante dejé el metro y tomé un taxi. Usted se preguntará, míster Rose, por qué no llamé a la Policía para denunciar a Sleepy Joe. ¿Quiere saber por qué? Porque la Policía es el enemigo, esa es la principal diferencia entre la gente como usted y la gente como yo: ustedes tienen a la autoridad de su lado, nosotros siempre la tenemos en contra. Si hubiera recurrido a la Policía, así en parole como estaba, ex con, desmechada, en cueros y de mink, ¿se imagina adónde habría ido a templar, míster Rose?
—Lléveme lejos —le dije al taxista.
—¿Adonde?
—Lejos.
Después de dar varias vueltas ni sé por dónde, le doy al taxista la dirección de mi casa y le indico que estacione ahí cerca, ocultándose detrás de unos contenedores de basura, a media cuadra de mi edificio. Observo un poco al tipo. Es un camaján salido del África profunda, de pocas palabras y malas pulgas. Este es el mío, me digo. Tiene calle, pienso, este no se arruga. Y por dinero no habrá problema, acabo de encontrar trescientos dólares en la billetera de mi cuñadito.
—Si no le molesta, voy a esconderme aquí —le digo al taxista, hundiéndome entre la silla trasera y el respaldar de la delantera, y aceitándole la mano con un billete de cien—. Usted va a subir al quinto piso de aquel edificio, y me dice si hay alguien ahí. Entra al apartamento, revisa por todos lados, el baño, la cocina, todo. Si no ve a nadie abajo, sube a la tenaza. Sólo tiene que echar un vistazo, viene y me avisa.
—¿Cómo entro?
—La puerta no tiene llave. Es que no quiero encontrarme con el borracho de mi marido, ¿sabe?, cuando toma me casca. No es nada raro, no se preocupe…
—No estoy preocupado —me corta el hombre; al parecer esa clase de trabajitos hacen parte de su rutina.
—Si se cruza con él, sólo pídale disculpas y dígale que se equivocó de piso.
—Yo sé cuidarme, miss.
—De acuerdo. Aquí lo espero.
A los diez minutos baja el taxista, fresco como una lechuga. He’s in there alright, me dice, ahí está en la tenaza, es un rubio alto.
—Entonces vamos a esperar a que salga. Yo sigo aquí abajo, y usted echa ojo. Tengo otros cincuenta para usted, gáneselos fácil, sólo avíseme cuando vea salir al rubio.
—There goes the son of a bitch —me dice el taxista, t res cuartos de hora más tarde, señalando hacia la puerta de mi edificio—. Ese es el tipo que vi arriba.
Y sí, ese era. Con las manos en los bolsillos y la cabeza hundida en el cuello de la chaqueta, Sleepy Joe salía caminando hacia abajo por la avenida, hasta perderse de vista.
—Espéreme aquí —le pido al taxista. Mi plan es entrar de volada al apartamento, rescatar a Hero, sacar algo de ropa, sobre todo la que Pro Bono me ha regalado para mi juicio, que ya está encima, y largarme de ahí para siempre.
¿Hero?, empiezo a llamarlo. ¿Hero? /Hero/, le grito, ven acá, perrito, dónde estás, mi precioso, dónde te metiste, ven con mamá, no tengas miedo, ya se fue Joe, ya no está por aquí la fiera. Pero mi peno nada que aparece. Lo busco debajo del sofá, detrás de la nevera, en la bañera, en los clósets, y nada. En algún lado tiene que estar, siempre sale a perderse y se esconde bien escondido cuando Sleepy Joe anda cerca. Pero no lo veo por ningún lado y no es tan grande mi apartamento, no hay tanto donde buscar, rápidamente se me agotan las posibilidades. Entonces subo a la azotea, ya muy extrañada y como por no dejar, sé que ahí no puede estar, así mutiladito Hero no puede subir esas escaleras.
El sol ya se ha instalado de lleno en la plancha de concreto, y por ahí regados veo los restos de la tal ceremonia que hace un rato celebraba Sleepy Joe. Cachos de vela, pegotes de cera, unos cuantos trapos que el viento arrastra, el hilito de humo de lo que queda de incienso. Poco más. Ahora que le cuento esto, míster Rose, se me viene a la cabeza la imagen de una discoteca estupenda en la que estuve una vez. Con Sleepy Joe, una noche que Greg pasó por fuera porque tuvo que viajar al pueblo donde tenía su casa, a atender un problema de goteras que le habían arruinado la alfombra. Sleepy Joe y yo aprovechamos su ausencia para salir a bailar. La iniciativa fue mía, yo puse el dinero y escogí el lugar, una discoteca que se llama Le Palace y que resultó ser el sitio más espectacular que yo había visto en mi vida. Le juro que esa noche me sentía en otro mundo, con esa música a todo trapo que me penetraba y me vibraba por dentro, y esa patota extravagante que volaba con éxtasis y tomaba agua a lo loco, las mujeres mostrando las tetas, los travestís envueltos en plumas y lentejuelas, las parejas flotando en un despliegue increíble de rayos láser y juegos visuales de high U’.ch. Cuatro pisos de música en vivo, risas de gente despreocupada, y yo nadando en luz como si estuviera dentro de un estanque y debajo del agua, sin saber si esos prodigios de veras los vivía o me los estaba soñando. Sobra decirle que la pasé dichosa, aunque Sleepy Joe estuviera de pésimo genio y fuera una ranga para bailar. Pero se me cayó un arete. Eran unas candonguitas de oro que me gustaban mucho y en medio del agite se me cayó una, pero no caí cuenta hasta llegar a casa. Así que a la mañana siguiente tuve que regresar a la disco, ya sola, para ver si podía recuperar mi candonga. El lugar estaba cenado pero los empleados me permitieron entrar mientras buscaban mi candonga, y yo quedé lela. No podía creer lo que estaba viendo. A la luz del día, todo el hechizo de la noche anterior se había hecho trizas, haga de cuenta el mundo de Cenicienta cuando suenan las doce campanadas. El tal Le Palace era apenas unos galpones vacíos de lo más desangelados, la verdad un sitio medio tétrico, todo silencioso y destartalado, con los muebles cubiertos de polvo, las paredes mal pintadas de negro, las cortinas desgarradas, un tufo asfixiante a colilla y basura por los rincones. A la luz del día, a eso quedaba reducido mi paraíso nocturno.
Ahora, en la azotea de mi edificio, yo miraba con la misma desazón lo que quedaba del gran ceremonial de mi cuñado. Qué desolación, qué poca cosa, haga de cuenta pedazos de juguetes rotos, esa fue la sensación que tuve, restos de un juego de niños. Toda la escena no había sido más que un remedo pobre y absurdo de un verdadero ritual. ¿Y ese había sido el horror? ¿Esa la pesadilla tenebrosa? Le juro que me sentí ridícula, míster Rose, avergonzada de tanto fantasma que había alimentado en mi cabeza. ¿De dónde había salido ese miedo injustificado, que apenas un par de horas antes me tenía paralizada?
Hasta que descubro aquello, y la sangre se me congela en las venas. Fue tan aterrador lo que vi, que las piernas se me aflojaron y me caí al suelo. Tuve que taparme la boca para ahogar el grito que sin embargo se me escapó, quebrado, casi cómico, uno de esos alaridos femeninos de mala película de terror. Y entonces sí, lo que experimenté fue un terror visceral, absoluto.
Vi a Hero. Sleepy Joe lo había clavado a la pared. Al perrito. Sleepy Joe había clavado mi perrito a la pared, allá arriba, en la azotea. Ahí estaba Hero clavado, desangrado, muerto ya.
Quedé doblada en dos, como si me hubieran encajado una patada en el estómago. No podía del dolor, del horror, de la angustia, y temblaba, míster Rose, temblaba como una azogada. Cuando pude reaccionar desclavé a mi animal, le lavé las heridas, le besé el hociquito, lo acaricié mucho rato, llorando, y luego metí sus restos dentro de una funda de almohada.
Del cuaderno de Cleve
No había vuelto a saber nada de María Paz desde que me pidieron la renuncia al taller de escritura en Manninpox. Pero pensaba mucho en ella, o mejor dicho todo el tiempo. Andaba enganchado en su olor, enredado en su pelo, soñando con sus ojos, deseando locamente sus piernas. Quién sabe si podría volver a verla, y la duda me estaba matando. Girando busqué la manera de visitarla en la prisión, me informaron de que ahí ya no estaba. Sus antiguas compañeras no supieron decirme nada; aparentemente no tenían noticias. Y de repente un día, temprano por la mañana, estoy conectado a Facebook y me salta en la pantalla una de esas solicitudes de amistad. Siempre las rechazo, me aburren esas intromisiones de extraños, pero esta decía «Juanita quiere ser tu amiga», y yo ni idea quién podría ser Juanita, pero en todo caso su nombre era latino y enseguida pensé que detrás de esa Juanita podría estar María Paz. ¿Instinto? No. ¿Premonición? Nada de eso, simplemente amor desesperado. Cuántas veces antes no habría yo contestado al teléfono seguro de que sería ella, y nada. Cuántas veces no habría seguido a una mujer por la calle pensando que podía ser ella, y nada. Y ahora otra vez. Me saltó esa solicitud de amistad y enseguida sentí que por ahí detrás podría asomar ella. Y así fue. Esta vez sí. Era ella.
Me andaba buscando a través de una amiga suya, la tal Juanita que me contactaba. Por esa vía nos pusimos una cita para esa misma tarde en el Central Park, y como yo andaba por las Catskill, volando de la ilusión y de los nervios como un quinceañero, por poco me mato en la carretera con tal de llegarle a tiempo. El reencuentro fue en un lugar propuesto por ella, la plazoleta de Alicia, la del país de las maravillas, en el corazón del parque.
No puedo decir que ese primer momento haya sido efusivo. Nada que ver con un encuentro de película romántica. Algo no funcionaba, algo se había quebrado y las cosas no eran ya como en Manninpox. Yo llevaba semanas pasándome por la memoria, como disco rayado, cada uno de esos instantes de complicidad, esos sobresaltos disimulados, esos corrientazos de atracción prohibida que se habían dado en la cárcel entre ella y yo. Y aquí nada de eso, ni remotamente. En medio del parque y a plena luz del día, en ese lugar de juegos infantiles, ella tan libre como yo, ya sin guardias, impedimentos ni reglamentos, la cosa había perdido su magia. Éramos un par de extraños, ella ya sin su uniforme, bien arreglada, con el pelo más largo, unos aretes vistosos y bastante maquillaje, a lo mejor más linda que antes, no sé, en todo caso mucho más delgada. Y en todo caso extraña, como si se hubiera apagado esa belleza cruda que me había atraído tan rabiosamente en Manninpox. Ausente, esa sería la palabra; era como si estuviera ahí sin estar. Alguien alelado, o despierto sólo a medias. Me dio la sensación de estar viendo a un recién resucitado, un ser que proviene de otro plano de la realidad y no acaba de aterrizar en este. Yo trataba de convencerme de que la mujer de mis sueños y esta desconocida que ahora tenía enfrente eran la misma persona, pero no, no empataban. Intenté darle un abrazo, a ver si el contacto físico rompía el hielo, pero ella no se dejó, me cortó en seco y yo me sentí fatal, equivocado, ridículo, fuera de lugar. Ya después me contó la manera sorprendente y casi milagrosa como salió de Manninpox, y ahí pude entender mejor por dónde venía la mano. Esta mujer logró volver de un lugar sin retorno, pensé; acaba de regresar del inframundo y el mundo todavía le es ajeno.
¿Y qué primera impresión habré causado yo en ella? Tampoco muy buena, supongo. Debí de parecerle de lo más común, ya sin el aura de profesor de escritura, con mi chaqueta de cuero raído y mis botas de enduro, que son blancas porque las compré de segunda y tuve que resignarme a ese mal color, y que aparte de blancas son abultadas, como si las hubiera fabricado la NASA para andar por la luna. Para no hablar de la fea raya roja que el casco me deja en la frente, porque me talla un poco. Hay motociclistas que tan pronto se quitan el casco, se esponjan un poco el pelo con la mano y ya está, quedan fantásticos. Yo desde luego no soy de esos, cuando recién me saco el casco parezco húmedo y despistado, como un pollo acabado de salir del cascarón.
Lo primero que María Paz me preguntó, tan pronto me vio, fue si había recibido su escrito. Y yo ni idea, ¿qué escrito? Uno larguísimo, me dijo, había durado días y días allá en Manninpox trabajando en eso para mí. Que yo no supiera de qué me estaba hablando la decepcionó profundamente, la dejó mal, se notaba que había puesto el alma en el empeño de escribir su historia y la noticia de que había desaparecido le cayó como un golpe bajo, una nueva pérdida después de tantas, y yo me sentía como un tonto insistiéndole en que podríamos buscarlo, reclamárselo a esa señora de Staten Island a través de la cual, según me dijo, me lo había enviado. ¿Y por qué lo mandaste con esa señora, y no con tu abogado?, le pregunté, y me respondió que se venía una requisa, corría la voz de que estaban barriendo con todo, ella tenía pánico de que le decomisaran sus hojas y no tuvo más remedio que recurrir a la primera persona que se le presentó.
En todo caso la cosa estaba tensa, ahí en el parque. Tal vez había demasiada expectativa de parte y parte, y a la hora de la verdad pocos resultados. O tal vez mi carga de expectativa no era compartida por ella; en todo caso era como si el anticlímax se hubiera precipitado antes de que se diera el climax. De pronto parecía que de la vieja empatía no quedaba mucho. La conversación andaba en reversa, cada frase era un parto, una extracción con fórceps, y eso por parte mía, yo aportaba todo el esfuerzo y la pujadora, y mientras tanto ella impertérrita: callada y ausente. Y yo ahí, echando el bofe, como jugando pingpong yo solo y contra mí mismo. Qué diferencia con los momentos aquellos después de clase, la contención delante de las demás internas, el sobresalto frente a las guardias, las indirectas entre ella y yo, los jueguitos de palabras, la seducción camuflada, la botadera de corriente, la pulsión sexual en circunstancias extremas. Mejor dicho un coqueteo ilícito de todo el carajo ahí en esa cárcel, o al menos así lo había vivido yo, y en cambio ahora todo era plano, tristemente antiorgásmico. Por fin teníamos la oportunidad de decirnos lodo lo que antes habíamos tenido que callar, pero era como si ya no quisiéramos decir nada. María Paz estaba definitivamente rara. Había tanto abatimiento en su expresión, tanta tristeza. Yo trataba de abrirme camino con el interrogatorio de rigor: ¿cuándo saliste de Manninpox?, ¿te declararon inocente?, ¿andas en libertad condicional?, ¿cómo has estado desde entonces?, ¿pudiste reencontrarte con tu hermana? Pero preguntas elementales como esas parecían aturdiría, o aburrirla, no sé, en todo caso las dejaba pasar sin hacerles siquiera el intento. Y si le preguntaba por su estadía en la cárcel después de mi retiro, me respondía con un gesto de displicencia, todo eso se lo conté ya, en mi escrito, el que se perdió, ahí estaba todo.
Mañana es mi juicio, me dijo de golpe, y ahí se me encendió el bombillo, vísperas del juicio, claro, esa es la raíz del problema, imposible peor momento para intentar una romantic connection. Le dije que con razón estaba preocupada, y cómo no, no era para menos.
—No es por el juicio —me reviró.
—¿Entonces?
—Se perdió mi escrito, ¿le parece poco? ¿Sabe cuántos días estuve en esas? ¿Sabe cuántas horas, con unos lapicitos de mierda del tamaño de un pucho? Hasta a oscuras escribía yo, no me joda, míster Rose. Yo soñando con que usted iba a leer eso algún día, yo lambiéndole a las guardias, a ver si me facilitaban cualquier trozo de papel, y ahora esa mierda va y se pierde, todo ese trabajo para nada, y usted viene y me dice que no me preocupe.
—María Paz, de veras lo lamento, yo más que nadie, pero no te pongas así conmigo, no es culpa mía.
—Pues sí es culpa suya, y si no de quién. Usted fue el que me metió el embeleco en la cabeza —me dijo dándome la espalda, y por ahí derecho sacó del bolso unas hojas escritas, las rompió en pedazos y las tiró a un bote de basura.
—¿Qué haces? —le grité—. ¿Qué rompiste?
—Los capítulos nuevos que le traía. Total para qué, si ya se jodio todo.
Vaya numerito el que me iba armando. Ahí en pleno parque, un berrinche inesperado de nena malcriada con todo y destrozo de manuscrito, en un gesto teatral como de Moisés rompiendo las Tablas de la Ley. Si yo mismo no hubiera sido escritor, o aspirante a ello, no hubiera comprendido la desazón de quien había dejado los hígados en cada una de esas páginas, y qué digo en cada página: en cada párrafo, en cada línea… Y más en las condiciones tan rudas en que ella las había escrito, la ilusión tan grande con que lo había hecho. Así que me hizo el desplante de destruir aquello, o mejor dicho se lo hizo a sí misma, y ambos quedamos mustios, estremecidos, como de luto.
Me tomó un par de minutos reaccionar, pero lo hice. Me lancé al bote de basura, cual voluntario de la Cruz Roja, al rescate de los trozos sobrevivientes de aquel escrito. Algunos se habían untado de yogur orgánico, otros de taco turco, los más suertudos de helado Van Leeuwen.
—Deje así, míster Rose —me decía ella—, no se ponga en esas.
Pero a mí nadie me detenía. Seguí escarbando sin asco y sin miedo hasta que logré recuperarlos casi todos, y aunque retaceados, pegotudos y arrugados, los capítulos de mi chica salieron del bote básicamente vivos, y susceptibles de cirugía reconstructiva. Así que los metí dentro de una bolsa plástica, también encontrada en la basura, y los atesoré en el bolsillo de mi chaqueta. Me hubiera gustado que, tras mi proeza, ella me hubiera mirado con reconocimiento y admiración, como Lois Lane al soso de Kent cuando finalmente descubre que es Superman. No fue así; en realidad María Paz no se mostró muy emotiva al respecto.
—Para qué se puso —fue todo lo que me dijo, pero yo sospecho que en el fondo el gesto debió conmoverla.
Al rato le pregunté, ¿quieres que vaya?, y me dijo ¿adonde? Pues a tu juicio, María Paz, me gustaría acompañarte… Y ella aceptó, sin pasión pero aceptó, y seguimos ahí, como dos extraños, yo proveniente efe un mundo bueno y fácil, ella venida de una cadena de dramas; yo con un futuro asegurado, ella con el destino pendiendo de un pelo; ella sentada en el hongo de bronce que está al lado del Sombrerero Loco, yo de pie, mirándola por entre las orejas del Conejo Blanco. Y los dos entrampados en ese diálogo de sordos. O de mudos, supongo, porque no era mucho lo que lográbamos articular. En todo caso yo ya estaba exhausto. Mejor dicho denotado, a esas alturas casi seguro de que me lo había inventado todo y el tire y afloje ahí en Manninpox había sido unilateral, apenas producto de mi fantasía. Ya como por no dejar, se me ocurrió preguntarle, why is a raven like a writing desk?, el acertijo sin respuesta que plantea el Sombrerero Loco en el libro de Carroll. Supongo que lo dije porque al fin de cuentas estábamos precisamente en ese lugar. Y María Paz me supo contestar. Dijo I haven’t the slightest idea, igual que Alicia. Tenía que haberse leído el libro al menos un par de veces, porque enseguida supo de qué se trataba y produjo la respuesta exacta, I haven’t the slightest idea. ¡Bingo! Aquello fue mágico, esa fue la conexión, la llave de la puerta hasta ese momento cenada.
Y entonces sí, nos reímos, como si de golpe nos reconociéramos. Y nos abrazamos. Santo cielo, qué abrazo el que nos dimos, aquello sí fue un abrazo, de los buenos, de los largos, dos personas que por fin son una sola por obra de cuatro brazos que estrechan, que aprietan, que encuentran, que ya no quieren soltar. Su cara hundida en mi pecho, mi cara hundida en su pelo, un abrazo presentido, por mucho tiempo esperado, un abrazo desde siempre y para siempre. Lo que quiero decir es que nos dimos el abrazo de la vida, no sé si me explico.
Y ya todo entre nosotros empezó a marchar como antes, pero mucho mejor que antes; podría decirse que entrábamos a esa segunda etapa de una trama, la que los novelistas gráficos llamamos Things go right, y que viene después de Confid begins y antes de Things go wrong. Por ahora empezábamos a volar juntos en la beatitud del Things go right, y ella me dijo que quería conocer algo mío, algo de mi mundo, porque yo había compartido el suyo en los días de Manninpox y en cambio ella del mío no sabía nada, salvo lo que había podido imaginar a partir de los pocos datos que yo soltaba por ese entonces.
—Podemos hacerlo después —le dije—. Por ahora lo urgente es que descanses y te prepares…
—Tal vez no haya un después —me dijo—, quiero hacerlo ahora.
Entonces le pregunté si le gustaría visitar a Dorita y ella se mosqueó, porque pensó que me refería a mi novia. Le expliqué que Dorita no era novia mía sino del Poeta Suicida y que ambos eran los protagonistas de mi serie de novelas gráficas, y le propuse visitar juntos Forbidden Planet, en Broadway con la Trece, una tienda de manga y anime, cómics retros y modernos, objetos de cultura pop, figuras japonesas, T-shirtsy hoodies, donde tanto los vendedores como los clientes habituales eran amigos míos y entusiastas de mis novelas. Le expliqué que Forbidden Planet era un cielo para nerds, un rincón nostálgico con olor a infancia perdida, donde los niños que ya no lo éramos conseguíamos juguetes. Es uno de mis lugares de culto y una gran vitrina para mi Poeta Suicida y su novia Dorita, le dije, y ella aceptó ir a condición de que antes comiéramos algo.
Entramos a la primera cafetería del Upper East Side que se nos cruzó por el camino, pedimos omelettes de espinacas con ensalada y ella empezó a contarme, ya con pelos y señales, la manera inverosímil como salió de Manninpox y el tropel de cosas que le venían ocurriendo desde entonces. Todo aquello era muy fuerte y yo creí que ella iba a soltarse a llorar mientras hablaba, pero no fue así, mi chica estaba más allá de las lágrimas. Del juicio que iba a tener lugar al día siguiente no decíamos nada, ni una palabra, como si mencionarlo fuera desafiar a la suerte. Pero el tema tenía que salir, era malsano seguir evitándolo.
—Lo único importante en este momento es el juicio —dije, consciente de que no era una gran frase. Pero ella se mantuvo firme y no contestó.
En cambio me habló mucho de Sleepy Joe, su cuñado, y me confesó que había sido a la vez su amante. Insistió tanto en ese sujeto que me hizo sentir mal, por momentos parecía que sólo se interesaba por él. Y vaya historia la que me contó, una versión folklórica y espeluznante del drama de Paolo y Francesca, el par de cuñados que se hacen amantes y son arrojados por Dante al infierno. Sólo que a esos dos los había matado el marido, mientras que aquí el mar ido era el muerto. Según la descripción que María Paz me iba haciendo del cuñado, yo podía imaginármelo machista, maltratador de mujeres, ultracatólico, inculto, violento… y hasta ahí no más: un matón ordinario. Hasta que lo vi. Hablando del rey de Roma, y él que se asoma.
En un primer instante lo vi en los ojos de María Paz, mejor dicho vi el centelleo de pánico en los ojos de ella, que estaba sentada de ese lado de la mesa, mirando hacia la puerta de la cafetería. Yo de este lado, mirando hacia el fondo del local. De repente ella ve ese algo, o ese alguien, que aparece a mis espaldas, y se le van los colores de la cara. Yo volteo a mirar en dirección a la puerta y veo entrar a un macarra guapetón y mal encarado, huraño y hostil, de raza aria y contextura musculosa y elástica, farolón él, fantoche, embutido jeans pitillo, de esos tan pegados a las piernas que hay que metérselos con bolsa plástica, ostentando un cinturón de hebilla pesada con actitud de querer quitárselo para agarrar a todo el mundo a correazos. El tipo evita mirarnos pero es evidente que ya nos ha visto, pasa de largo y se sienta a unos veinte pasos de nuestra mesa, dándonos la espalda.
—Es él —me dice una María Paz que ya va agarrando su bolso para salir corriendo—. Me está siguiendo.
—¿Él? —le pregunto, aunque ya había adivinado—. ¿Cuál él…?
—Pues él, Sleepy Joe —susurra su nombre como si fuera un maleficio, y yo, que me pongo muy nervioso, sólo atino a recomendarle a ella que se calme. Le sugiero que disimule, que ante todo no deje que el miedo se le note.
¿Qué te hizo ese tipo que te pone así?, le pregunto varias veces pero ella no me responde, se hace la que sigue comiendo pero no logra bajar bocado, es evidente que no las tiene todas consigo. Yo observo al sujeto desde mi ángulo de visión, que sólo me lo muestra de espaldas. Veo cómo se pasa a cada rato la mano por el pelo cenizo y sución, como para cerciorarse de que no se le haya descompuesto su peinadito James Dean, modoso y entierrado. Lleva una chaqueta retro de carreras, sesentera, de nylon satinado y puños abrochados, con parches bordados de Castrol y Pennzoil en las mangas. Golpetea nerviosamente el suelo con el tacón de su bota y todo su ser trepida con el tacorreo, como si estuviera enchufado a la corriente. No puedo verle la cara ni estudiar su expresión porque el ángulo no se presta, hasta que él voltea la cabeza hacia mí, como buscando mi mirada. Y ahí me encuentro con esos ojos suyos, inexpresivos, putamente fríos. Unos ojos sin afecto. En ese momento comprendo que hay en él algo más que pinta de matón de barrio o de bueno para nada: percibo una fuerza interna muy oscura. Este pobre diablo puede llegar a ser el propio Diablo, pienso.
—Qué vibra tan tenebrosa la que se trae el malparido —empiezo a decirle a María Paz, pero ella se para y se larga sin esperar a que yo termine la frase.
Conmigo detrás, tratando de alcanzarla, ella sube casi corriendo hasta Lexington, traspasa las puertas giratorias de una megatienda que resulta ser Bloomingdale’s, va hacia el fondo como alma que lleva el diablo y cuando vamos atravesando la sección de zapatos de mujer, logro agarrarla por el brazo y detenerla para preguntarle qué está pasando.
—¿Por qué te persigue? —le pregunto.
—Porque quiere un dinero que cree que tengo y no tengo. En parte por eso, y en parte porque me quiere a mí.
Lo que sigue es buscar mi moto y tratar de perdernos de aquel cafre: una secuencia rápida y derrapada, María Paz y yo dando vueltas frenéticas en moto por la ciudad, sintiendo que la bestia nos pisa los talones y refundiéndonos por entre callejones y pasadizos para embolatarle el rastro. Y entre tanto yo tratando de que María Paz me explique, me ponga al tanto de tanta amenaza y tanto misterio. Ahora me caía encima como un balde de agua fría la comprensión de que a diferencia de lo que sucedía entre los muros de Manninpox —donde los crímenes que ella hubiera podido cometer no eran de mi incumbencia—, aquí afuera, en las calles de Nueva York, venía yo a encontrarme con el paquete completo: la chica y sus circunstancias. La chica y su pasado. La chica y su verdadera historia, la que no había querido contarme en los ejercicios escritos que me entregaba en clase. Y o empeñado en llamar a la Policía para denunciar al tal Sleepy Joe, y ella empeñada en que no.
—Si ese hijo de puta te está acosando —le decía yo casi con rabia—, ¿por qué coños no lo entregas de una buena vez?
Pero ella se negaba, sin explicarme ni justificarse, y yo trataba sobre todo de convencerla de que pasara la noche conmigo en mi estudio, donde podría cuidarla. Le propuse que yo dormiría en el suelo y ella en la cama para que descansara bien, que al día siguiente temprano le prepararía el desayuno, le hablé de un buen duchazo que la dejara como nueva, le ofrecí llevarla en mi moto al Bronx Criminal División, donde según me dijo tendría lugar el juicio, y escoltarla sana y salva hasta la propia puerta de la sala de audiencias. Pero por algún motivo ella se negaba.
Increíble, lo que son las mujeres. Según acabó confesándome, la razón por la cual no podía quedarse conmigo esa noche era de lo más peregrina, en últimas sólo se trataba de la ropa nueva que tenía guardada en otra parte y que quería lucir durante el juicio. Vamos por esa ropa y luego te llevo a mi casa, le rogaba yo, pero ella le ponía al asunto mucha dificultad y mucho problema, y no había manera de convencerla. Estaba ranchada en que no.
—Si mañana todo sale bien, nos vamos después del juicio en su moto adonde nos dé la gana —me prometió—. Pero si todo sale mal…, pues eso, todo sale mal.
Esa frase me iba a quedar sonando toda la noche, y no iba a poder pegar los ojos por andar soñando con los lugares adonde iba a llevarla si todo salía bien, desde playas secretas y cabañas en el monte, hasta Praga o Estambul o Santorini o Buenos Aires. Aunque todos esos sueños se iban a ver ensombrecidos por el mierda de Sleepy Joe y la amenaza que representaba; ya tendría yo que pedirle explicaciones a ella, exigirle que me pintara el cuadro completo, para no andar por ahí dando palos de ciego en medio de semejante maraña que parecía ser su vida.
Como me aseguró que tenía démele pasar la noche a salvo, acabé dejándola ir contra mi voluntad. Tuve que contentarme con asegurarle que al día siguiente iba a estar ahí sentado, en primerísima fila, para infundirle ánimos, porque no pude impedir que se bajara de mi moto y descendiera por las escalinatas de la estación del metro hasta las entrañas de la ciudad. No me había dejado un número de teléfono, ni una dirección, ninguna señal para poder buscarla en caso de urgencia. Que para qué, me había dicho, si en unas horas íbamos a vernos en el tribunal.
Al día siguiente llegué antes que nadie a la sala de audiencias, hecho todo un dandy de saco y corbata, y me senté en primera fila, tal como le había prometido a ella. Un par de funcionarios entraban a instalar un micrófono, a mover unas sillas, a no sé qué más, y cuando volvían a salir sus pasos quedaban resonando en el recinto vacío. María Paz todavía no llegaba. Ya luego fue apareciendo otra gente, guardias, el juez, el fiscal, un viejo muy particular que supuse sería su abogado… todos, menos ella. Pasaban los minutos y ella no llegaba. Yo volaba de los nervios, los demás estaban inquietos y miraban el reloj. Y ella nada que llegaba. Yo me comía las uñas y me agonizaba, y ella no llegaba.
Nunca llegó. Aunque suene increíble, María Paz no llegó. Por alguna razón, no se apareció por allí. No compareció a su propio juicio, obligando al juez a declararla reo ausente, a ordenar su captura y a soltar a toda la fuerza pública en su persecución.
¿Qué mierda había pasado? Era la cosa más insólita que me había sucedido en la vida. Me daba en la cabeza contra las paredes. Me devanaba los sesos barajando hipótesis y tratando de encontrarle justificación a semejante desastre: 1) Sleepy Joe encontró a María Paz y la mató. 2) Sleepy Joe encontró a María Paz y la secuestró. 3) María Paz se alejó de mí y buscó a Sleepy Joe porque en el fondo sigue enamorada de él, y optaron por huir juntos del país. 4) Alguien más quería evitar a toda costa que María Paz rindiera testimonio y la liquidó. 5) Como en las películas, María Paz se dio un golpe en la cabeza y perdió la memoria. Desde el momento en que abandoné la sala de audiencias, esas y otras explicaciones empezaron a dar vueltas y vueltas en mi cabeza, enloqueciéndome.
Hasta que me acordé de las hojas escritas que el día anterior ella había roto y tirado a la basura y regresé volando a Saint Mark’s, entré corriendo a mi estudio, saqué los retazos del bolsillo de mi chaqueta de cuero, los despercudí lo mejor que pude, los distribuí sobre mi escritorio y me puse a empatarlos y ensamblarlos con cinta pegante, como quien arma un rompecabezas. Pero uno de vida o muerte, y por poco no lo logro por la manera desastrosa en que me temblaban las manos. Se me hizo noche organizando más o menos aquello, digamos que apenas lo suficiente para medio leerlo. La historia que allí estaba escrita era alarmante, como todo lo de esa mujer, pero a la hora de la verdad no arrojaba luces concretas sobre lo que hubiera podido llevarla a evadir el juicio.
Nada que hacer. Me había quedado sin pistas. María Paz se me había refundido de nuevo en el universo mundo, y yo no tenía más opción que esperar, día y noche, a que me entrara un nuevo mensaje de Juanita por Facebook, o me llegara alguna otra señal de vida. Si es que María Paz estaba todavía viva. En los momentos de optimismo, me la imaginaba convertida en prófuga, escondida vaya a saber en qué hueco y buscando contacto. Contacto conmigo, o al menos esa era mi esperanza, aunque también podía ser que a esas alturas ella ya estuviera paseándose en bikini y tomando margaritas por Puerto Vallaría, abrazada al criminal de Sleepy Joe. Y mientras tanto yo desesperado, chequeando el correo a cada rato y revisando la prensa por si aparecían noticias de su arresto, o incluso de su muerte. Cualquier cosa era posible y yo andaba mal, desconcertado, desconcentrado, sin apetito y consumido por la ansiedad.
Del cuaderno de Cleve
Escribo esto a la carrera y ya desde las Catskill. Esta tarde tengo que salir para Chicago y antes quiero anotar la secuencia de los hechos recientes, ahora que por fin he podido reconstruirla. No quiero dejar pasar ni un día más, para que no se me olviden los detalles. Qué le voy a hacer, serán perversiones del oficio, pero no puedo impedir ver a María Paz como heroína de mi próxima serie de novelas gráficas; ante todo la poesía, como dijo Hólderlin. Pero en fin, la mano viene como sigue.
Tras nuestro reencuentro en la plazoleta de Alicia el día anterior al juicio, María Paz se baja de mi moto y se dirige a algún lugar en Queens, donde se pone a salvo de Sleepy Joe en casa de su amiga Juanita, ex compañera de encuestas, quien le tiene guardada la ropa que quiere vestir para presentarse al tribunal. Esta Juanita la actualiza en los chismes pasionales y laborales, garantiza que duerma bien y que desayune abundante, la ayuda a arreglarse y la despide en la puerta con un abrazo. Suerte, mi reina, le dice. No irá a acompañarla al juicio porque no puede faltar al trabajo, pero esa noche la espera en el Estrella Latina, best place in town; van a echar la casa por la ventana para celebrar el triunfo.
—¿Puedo llevar a un amigo? —le pregunta María Paz.
—Así que hay amigo, ¡qué bien! ¿Y cómo se llama?
—Se llama Rose.
—¡Ajá! Mucha tortilla en esas cárceles de mujeres… Entonces el amigo es amiga…
—Es gringo, tonta. Rose es su apellido.
—Is he cute’?
—Ya juzgarás por ti misma. Si es que no me enchiqueran otra vez.
María Paz llega a la West 161 con suficiente anticipación. Al bajarse del taxi se le encarama la falda angosta y nota que el taxista, un tipo de turbante, aprovecha para mirarle las piernas. Ya una vez afuera, ella se compone el sastre, se da un toque de saliva con la punta de los dedos en un mechón que se empeña en caerle sobre la frente como no corresponde, porque siguiendo instrucciones de Pro Bono se ha templado el pelo hacia atrás, agarrándolo sobre la nuca en una moña escueta. Que se ve muy distinguida, le ha dicho Juanita, que parece andaluza. Una andaluza orejona, dice María Paz, señalando las orejas que se le asoman a lado y lado, según ella como aletas de tiburón. Es un bonito día, de sol frío y cielo azul, pero ella siente que lleva una nube negra sobre la cabeza. Esto no promete, piensa, pero de todos modos se lanza con paso resuelto a través de la plaza que lleva al edificio central de la Bronx Criminal División. Camina hacia allá valerosamente, aunque sospecha que se trata de una valentía absurda, porque la lleva a la perdición. Y aun así no se detiene. Lo que haya de ser, que sea; ella está lista. En el fondo le da igual. Hoy tendría que ser su día. Si hay justicia en este mundo, todo tendría que salirle bien, pero quién ha dicho que hay justicia en este mundo. Ha pensado mucho al respecto y ha concluido que eso de la justicia es un mal invento, apenas una pantomima que monta la sociedad para salir del problema, una especie de teatro que nada tiene que ver con esclarecer la verdad. Quería sentirse fuerte, optimista, bonita, segura de sí misma. Su abogado es el mejor de la ciudad y el sastre oscuro que lleva puesto se le ve estupendo, ella misma se asombra al ver el reflejo de su silueta esbelta en los ventanales. Increíble, piensa, por fin me parezco aunque sea un poquito a Holly, he tenido que pasar por el infierno para parecerme en algo a ella. Se aferra a su bolso Gucci de dos mil dólares como si fuera un escudo protector, y se hace a la idea de que el pañuelo rosa que lleva al cuello es parte de victoria. Contra su pecho cuelga el tercio de coscoja que le regaló Bolivia cuando partió para América, y en el anular izquierdo tiene el anillo de matrimonio que le dio el difunto Greg; se los han devuelto ambos al salir de la prisión. Pero siente que hoy sus dos amuletos no irradian, están apagados, por más que los frota no tienen poder. Deséame suerte, Gregorio, le dice a Greg, tú sabes que yo no te maté, no vayas a desquitarte ahora por lo de los cuernos, mira que bien caros los he pagado ya. Ayúdame, mamita linda, le va diciendo a Bolivia mientras atraviesa la explanada, si estás aquí conmigo tienes que ayudarme. Se ha preparado tanto como se preparó su madre años atrás, cuando se presentó ante el funcionario de migración que le otorgó la green card, y quisiera creer que también esta vez las cosas van a salir bien. Sería apenas justo que salieran bien, tanto esfuerzo no puede haber sido en vano, tanta lucha por conquistar América no puede terminar en tragedia. Vamos, Bolivia, dame tu fuerza, ayúdame, mamita, que este es tu empeño, no me desampares ahora, no permitas que tu sueño acabe en pesadilla.
¿Mami? ¿Greg?
Nada.
¿Mami? ¿Greg? Nadie contesta.
Hoy mis muertos están muertos, piensa María Paz.
Lleva días estudiando a conciencia el dossier que le ha pasado Pro Bono con indicaciones sobre lo que tiene que decir y lo que tiene que callar. Podría repetir de memoria todas esas palabras que sin embargo no son suyas, nada de lo que va a decir en esa corte es lo que piensa de verdad. Pro Bono le ha explicado que el resultado depende en buena medida de ella misma, de su actitud, de su capacidad de irradiar una luz clara, trasparente, confiable. Va a estar difícil, piensa ella, difícil eso de irradiar luz clara con este hijueputa ánimo tan sombrío. Porque en el fondo sabe que la van a reventar. ¿Qué puede esperar del veredicto de gente que no la conoce, que no la quiere, a quien no le importa? ¿A cuenta de qué va a esperar que se haga justicia, ella, que en carne propia ha experimentado tanta arbitrariedad? Debería estar optimista, se lo ha dicho Pro Bono y se lo he repetido yo, o sea Cleve Rose, también conocido como míster Rose. Y sin embargo ella sólo siente cansancio, un cansancio enorme, pesante, sin solución.
—Hace tanto que no decido nada por mí misma —se ha quejado ante su amiga Juanita—, todo lo deciden otros por mí. La vida me va empujando sin consultarme, me lleva por donde quiere sin darme opción de elegir.
Hoy su suerte va a ser jugada a cara o sello, y sabe que salga cara o salga sello, el mundo va a seguir igual. Y al fin y al cabo qué tiene que ver ese juicio con ella, si ella va a desempeñar apenas el papel de espectadora en lo que ocurra allí; serán los demás quienes decidan y ella tendrá que acatar. Por lo pronto, sigue atravesando la explanada hacia la puerta principal. Después de franquear la entrada, tendrá que pasar por el detector de metales, someterse a requisa, mostrar la citación, atravesar el gran vestíbulo y buscar la sala que le corresponde. Pero antes de llegar allá, tiene de repente la impresión de que la miran desde lo alto.
Lo que experimenta es apenas un sobresalto leve, una intuición vaga, así que no le presta atención y sigue adelante. Pero persiste la sensación de que alguien la mira, alguien que clava en ella una mirada intensa, intencionada, algo así como un llamado mudo que la obliga a voltear hacia arriba la cara. Y ve a Pro Bono, su abogado, que se inclina sobre la balaustrada del segundo o tercer piso. Ella está a punto de saludarlo con la mano, pero se contiene. La expresión del abogado no es familiar, es más bien pétrea, premeditada, urgida, como si llevara rato haciendo fuerza para que ella volteara a mirarlo. ¿Por qué no la ha llamado, si ni siquiera hubiera tenido que gritar para atraer su atención? No, Pro Bono sólo la mira, madre mía, cómo la mira, una mirada que asusta, y cuando ve que por fin ha capturado su atención, le hace un cierto gesto mínimo que dura apenas un segundo, y que a ella le hiela la sangre. Disimulando para que nadie más note, porque sólo ella entre la multitud debe percibir la señal, Pro Bono se pasa rápido el índice derecho por el cuello, de izquierda a derecha sobre el gaznate, en señal de degollina. El mensaje es contundente y María Paz enseguida lo capta: estás jodida, le están diciendo, no hay nada que hacer. Ahora Pro Bono niega con la cabeza. Con un imperceptible vaivén de la cabeza le está diciendo que no, que no se acerque más, y con la mano ejecuta un ademán seco y minúsculo que ordena distancia: vete, le está diciendo con esa mano, vete antes de que sea demasiado tarde, aléjate inmediatamente de aquí. Y de nuevo la advertencia imperativa, que no deja lugar a vacilaciones: el índice que corta el gaznate. Todo está perdido, le está diciendo Pro Bono. Vete, María Paz, huye, es ahora o nunca.
Mientras arriba Pro Bono disimula aflojándose el nudo de la corbata, como si simplemente esa hubiera sido su intencional llevarse la mano al cuello, abajo en la plaza a María Paz se le revuelve el estómago, como si todo el desayuno que le ha dado Juanita pugnara por salir, Rice Krispies incluidos, y jugo de naranja y tostadas y huevo tibio. Se le acalora la cabeza, se le desboca el corazón, se le dilatan las pupilas, se le congelan las piernas. Va a tener que dar media vuelta y emprender la marcha atrás en medio de ese lugar que es un hervidero de espías, agentes secretos, soplones, guardias, policías. Ella desacelera pero evita parar en seco, eso sería delatarse, así que se controla, endereza la espalda y llena los pulmones de aire, distorsiona la expresión y se obliga a dar unos cuantos pasos más hacia adelante, como si nada. Luego improvisa un gesto teatral dirigido a la concurrencia: se pega un golpecito en la frente con el dorso de la mano, como si de pronto cayera en cuenta de que algo se le ha olvidado. Se hace la que busca dentro del bolso algo que no encuentra y pone cara de soy una idiota, cómo pude dejar eso en el carro, ya mismo me devuelvo a recuperarlo. Aparenta seguridad en sí misma e incluso sonríe un poco, como diciendo miren no más, qué boba soy, no traje esa cosa que era clave. Cae en cuenta de que está ensanchando y encogiendo las aletas de la nariz, esa maña de hiperventilar que ha cogido en Manninpox y que repite cada vez que la angustia le corta el aire. Se esfuerza por respirar normalmente y gira los 180 grados, le da la espalda al edificio y empieza a alejarse, consciente de que cualquier movimiento en falso será su perdición. Ante todo no debe voltear a mirar hacia atrás. Se ordena a sí misma: no mires hacia atrás, o te vuelves estatua de sal.
Contra lo que podría esperar, la invade de repente un entusiasmo irracional y le recorre el cuerpo una oleada inusitada de energía. Ahora sí, se dice a sí misma, ahora sí depende enteramente de mí. Ya no tendrá que jugar en cancha ajena, por fin está librada a sus propias fuerzas, y en sus propias fuerzas sí puede confiar. Siente que acaban de abrirle la puerta hacia un nuevo plano de la realidad, y le entran de golpe la sed de vida y las ganas de libertad que hacía mucho no lograba experimentar’. Vamos a ver, cabrones, reta al mundo, vamos a ver quién puede más, ustedes o yo. Ténganse de atrás, hijos de puta, lo que es a mí no me vuelven a agarrar.
Serenidad y control, esa es la combinación clave en estos momentos decisivos en que deja atrás la plaza y se dirige hacia los parqueaderos. Alarga un poco las zancadas pero sin soltarse a correr, intentando un caminadito rápido y brioso como de top model en pasarela. Debe de parecer alguien que simplemente ha dejado algo en su coche y se apura a recuperarlo. Ya está en el estacionamiento. Eso significa que ha superado la parte más difícil; atrás ha quedado el terreno minado.
Y justo en ese momento le entran unas ganas inusitadas por volver a casa. De repente echa de menos las Navas, añora a Bolivia, necesita a Mandra X, quisiera abrazar a Violeta, acariciar a Hero, tener una moneda para llamar de un público a Corina. O estar agarrada de la mano grande y segura de Greg. O de la mano de su padre, quienquiera que haya sido; hasta aquel desgraciado marinero peruano que debió ser su padre se le cruza de golpe en esa película paralizante. ¡Si con sólo cenar los ojos pudiera volver a casa! La ha invadido una oleada repentina de nostalgia, un bajonazo traicionero de adrenalina, un autogol que la deja drenada de fuerzas y le pone las piernas de trapo. Donde unos minutos antes había decisión, ahora se esponja una blandura sentimentaloide que no ayuda para nada. Pero el trance crítico sólo dura un instante, porque enseguida le cae como rayo una revelación: ¿Casa? ¿Cuál casa? ¿A qué corros de casa quiere volver, si hace mucho no tiene casa, si en realidad nunca la ha tenido?
Semejante iluminación no la denota. Más bien por el contrario, le despercude todo ese algodón y esa babosada que aturden y debilitan. En la cabeza se le conecta en cambio una canción de Juanes que últimamente pasan mucho en videoclip, Juanes de overol naranja, como un preso gringo, que le canta al oído «ya no tengo que explicar, ya no tengo quién me juzgue». Y sí, pues sí, piensa María Paz, tiene mucha razón ese baby, yo tampoco tengo nada que explicar, mejor dicho nada y a nadie, y acaso cuántos Juanes eres, si yo no veo sino uno, y allá voy detrás de ti, Juan o Juanes, y están locos de remate los que creen que van a juzgarme, hasta risa me dan, allá que se queden sentados esperando, y su puta sentencia que se la metan por donde les quepa, porque lo que es yo, yo ya no tengo nada que explicar. Nada ni a nadie. Ni tengo que rendir cuentas. No hay amor que me detenga ni odio que me cierre las puertas, ya me puedo ir soberanamente al carajo porque pase lo que pase, gano. Caiga cara o caiga sello: yo gano.
Ya tiene todos sus poderes otra vez bajo control y va a salir adelante, pa’lante que pa’trás asustan, como decía su madre; abran paso que ahí va María Paz, la Colombian Wonder Woman, fucking them all and blasting them into pieces. Saca del bolso las llaves de la puerta inútil de su casa y las bate como si fueran las del coche que está a punto de abrir. Las filas de automóviles que se alinean ante ella le parecen obstáculos que tiene que salvar, que puede salvar, que ya está salvando. Pasa de largo la primera fila, la segunda, la tercera. A sus espaldas alguien se acerca, un varón a juzgar por el golpe recio de sus pasos. ¿Viene por ella? Cada vez lo tiene más cerca, ya casi encima. María Paz escoge un carro color rojo cereza. Decide que ese va a ser el suyo porque ese color le gusta y le inspira confianza, y actúa como si el carro le perteneciera. Sobre el capó deja caer despreocupadamente el bolso, lo abre, saca unas gafas oscuras, se las pone y se da media vuelta para encarar al tipo que viene detrás.
—¿No tendrá un cigarrillo? —le pregunta.
El tipo se saca del bolsillo una cajetilla de Marlboro, le ofrece uno, se lo prende con un Zippo y sigue de largo.
Entonces, y sólo entonces, mientras se hace la que fuma procurando no toser, María Paz se atreve a mirar por primera vez su reloj: aún faltan diez minutos para las 11:30, hora del juicio. Todavía no habrá sonado la alarma, todavía no le habrán soltado los perros, le quedan por lo menos veinte minutos antes de que la echen de menos y empiecen a buscarla. Permanece donde está mientras espera a que su corazón recupere un ritmo normal. No importa arder por dentro en ascuas, siempre y cuando por fuera se vea fresca, sin prisa, derrochando actitud de mujer bonita, bien vestida y de gafa oscura que se fuma tranquilamente un cigarro en el parqueadero recostada contra su automóvil, acaso qué tiene eso de raro, es apenas natural que no quiera fumar dentro de su coche para no impregnarlo de olor a tabaco, los que pasen por enfrente no verán nada fuera de lo común, apenas una mujer que ahora aplasta con desenfado la colilla contra el asfalto, una mujer como otra cualquiera, una secretaria tal vez, o una abogada, alguien que a lo mejor trabaja en una de las oficinas del tribunal; de ninguna manera una ex presidiaría de Manninpox, esas no son tan bonitas ni llevan bolsos Gucci de dos mil dólares.
En un rincón de su memoria se alumbra por un instante el recuerdo escurridizo de un sueño que ha tenido la noche anterior: una vagina grande, de tela, desprendida de cualquier cuerpo, cosida sobre sí misma y redonda como una pelota. Por la ranura de esa vagina brotan varias criaturas felpudas como conejos, aunque no son conejos. Alguien le advierte que una de esas criaturas está enferma y ella enseguida la detecta, porque es la que late más fuerte. La anida entre las manos y se tranquiliza sabiendo que el animalito, o lo que sea, está a seguro ahí donde está. Le pone por nombre una palabra de tres letras que nunca antes ha escuchado, AIX. El animalito responde cuando ella lo llama por ese nombre. Y hasta ahí llega el recuerdo del sueño, que estalla enseguida y se desvanece, como una pompa de jabón. Pero María Paz retiene ese nombre y, antes de abandonar el parqueadero para lanzarse a la calle, lo escribe con el dedo sobre la pátina de mugre del coche color cereza: AIX.
A último momento descubre que a cierta distancia está estacionado el Lamborghini de Pro Bono. Tiene que ser ese, es inconfundible, sería demasiada coincidencia que hubiera otro igual por allí. Su primera reacción es alcanzarlo y esconderse debajo hasta que el abogado aparezca, preguntarle qué pasó, qué lo motivó a desconvocarla, saber por dónde viene la mano, contar con él para escapar, apoyarse en él, ampararse bajo su ala. Pero enseguida rectifica: no hace falta preguntarle nada a Pro Bono, sólo creerle y escapar, él tendría sus razones, y sus razones debían de ser suficientes. Tampoco puede comprometerlo, el viejo ya se ha arriesgado a fondo, no puede implicarlo más. No, se ordena a sí misma, de aquí en adelante estoy sola, de aquí en adelante todo depende de mí. Lo único que tiene que hacer, por ahora su única responsabilidad, es perderse en la ciudad de Nueva York, que se abre ante ella como un mar.
Abandona el parqueadero, se va refundiendo entre los transeúntes de Mclrose Avenue y toma el primer autobús que se detiene en una parada. Se baja varias cuadras más adelante, no sabe dónde, y camina todo lo rápido que le permiten la falda estrecha y los zapatos de tacón. Ante todo necesita pies ligeros, y cuando pasa frente a un quiosco de chucherías chinas, no duda en perder unos minutos comprando un par de zapatillas de tela que ahí mismo se calza, guardando los tacones en el bolso por si los necesita más adelante. Ha visto películas en las que el bueno se cambia al vuelo la ropa para que no lo reconozcan los malos que vienen persiguiéndolo, así que se quita el saco oscuro y queda en camisa blanca, y luego suelta los ganchos que le sujetan la moña y deja que le caiga sobre la espalda todo ese pelo que tiene, largo y negro como el de la Virgen del Carmen. María Paz conoce bien a los habitantes efe Nueva York, sabe que unos cuantos van por sus calles apurados, elegantes, delgados, vestidos de negro o gris charcoal y hablando en buen inglés, mientras que todo el inmenso resto anda por ahí como en feria: una gran parranda de tercermundistas disparatados y vistosos. Y si hasta hace un rato ella necesitaba aparentar pertenencia al grupo selecto de los estirados, ahora le conviene refundirse entre la multitud anónima. Así que en otro mercadillo se prueba un conjunto de gorro, bufanda y guantes en lana verde, roja y amarilla, un adefesio de combo, el tipo de cosa que usan sólo ciertos caribeños, curiosamente sólo cuando hace calor. Se mira al espejo que le alcanza el vendedor ambulante y se ríe de sólo pensar en lo que hubiera dicho Bolivia si la hubiera visto así, Bolivia siempre tan comedida en su aspecto, tan de colores claros para no ofender, ni qué decir de lo que hubiera opinado Socorro de Salmón, siempre tan muerta del susto de no pertenecer, y sobre todo lo que hubiera opinado ella misma unos años antes, la propia María Paz, cuando el terror al mal gusto no la dejaba ni respirar y su principal empeño era no parecer you latina, disimular el acento, esconder la nacionalidad, vivir explicando que no todos somos narcos, no todos terroristas, no todos ladrones ni integrantes de la mará Salvatrucha o de las FARC. Ya con ese gorro colorinche embutido hasta las cejas, y esa bufanda compañera en vez del pañuelo de seda que ya se quitó, y en las manos esos guantes tan fachosos y en los pies esas chinelas chinas y a la espalda esa orden de arresto y esa mala fama y ese pasado judicial, ya qué carajos, con todo eso encima a quién va a convencer o a impresionar. Ya no tiene la obligación de complacer a nadie, ni de obedecerle a nadie, ni de llegar a tiempo a ningún lado, ni de hacer buena letra, ni de adquirir nada, ni de cancelar cuotas, ni de estar al día en los pagos, ni de rezar los domingos, ni de ser buena esposa, ni tampoco buena amante, ni de sacar notas altas, ni de ser la más bonita ni la más flaca, ni de comparecer ante el juez ni de pasar ninguna prueba: nada de eso, nada de nada. Puta madre, piensa, encasquetarme este gorro colorinche ha sido el acto más libre de mi vida. Aunque claro, sobra el Gucci, que disuena horrible, nada tiene que ver con el nuevo look que las circunstancias exigen. Debería dejarlo por ahí tirado, hacerse la loca y abandonarlo, o regalárselo a alguien que pase. Pero ahí sí, todo Nueva York voltearía a mirarla. Sería un escándalo mayúsculo, incluso en una ciudad acostumbrada a todo, menos a que la gente ande despreciando Guccis. Y además qué caramba, por qué va a perder ese regalazo que le hizo Pro Bono, y no, pues no señor, no va a perderlo, cuándo más en su vida va a tener una cosa tan preciosa, con ese cuero de mantequilla, y ese olor a Italia, esas hebillas pesadas y ese tamaño perfecto, que se amolda a su cadera tan amorosamente.
En uno de los varios metros que toma ese día, alguien a su lado lee el Daily News, y ella alcanza a ver las fotos y a leer los titulares. Gran despliegue. A la derecha de una de las páginas centrales, Greg muy joven, rubio, apuesto, con su uniforme de Policía. A la izquierda, Greg vuelto mierda, tirado en una esquina en un gran charco de sangre. Más abajo otra foto de Greg, esta vez con Hero: conmovedora. Y hay una foto más, oscura y pequeñita: de la propia María Paz. La que le han tomado en Manninpox, desmelenada, con pinta de leona en celo, con todo y ficha de presidiaría sobre el pecho. Basta con un vistazo general para tener claro el mensaje: Colombiana Perversa vs. Good Cap Americano. Pro Bono siempre le ha dicho que los jurados son muy susceptibles a los vaivenes de la opinión pública, y este despliegue publicitario debe tenerlos con el espíritu patriótico exacerbado. A María Paz no le queda difícil atar cabos, y cree intuir por qué su abogado ha sabido de antemano que el veredicto va a ser adverso. Debió alarmarse con lo que vio en los diarios, piensa, y habrá optado por darme la voz de aviso. A lo mejor fue así. O a lo mejor no, pero al menos ella ya tiene una hipótesis.
Después pasa un buen rato refundida entre las montañas de gangas de un almacén de baratijas, toma otro autobús y al bajarse se mete a un cine. Hacia el atardecer se deja atraer por una música andina que sale por las ventanas de una escuela pública. Se trata de una kermés con degustación de platos típicos, y María Paz compra su boleto de entrada. En medio de quenas, charangos, anticuchos, ceviches, pisco sours y danzas incaicas, se mezcla con los asistentes hasta bien entrada la noche. Ahí mismo, entre la comunidad peruana, conoce a una familia que la cree recién llegada a la ciudad y le ofrece alojamiento por esa noche. Con la orquesta ya cansada, la concurrencia baila unos cuantos valsecitos más y brinda con los últimos pisco sours, porque los organizadores están a punto de anunciar el fin de la fiesta. Los músicos guardan sus instrumentos y se retiran, y María Paz mira su reloj. Son las once y veinte de la noche. Dentro de diez minutos va a cumplir sus primeras doce horas como prófuga de la justicia.
A esa misma hora, en otra esquina de la ciudad, yo me desespero sin saber nada de ella. Y tendrán que pasar casi siete semanas para que mi incertidumbre encuentre paliativo, un sábado por la mañana, cuando recibo mensaje de Juanita. Por fin se manifiesta la loca de la María Paz; al menos está viva.
El mensaje dice así: «Dos páticos frente a Dorita». Mierda. No está fácil de descifrar. Dos paticos frente a Dorita. Nada más. Dos paticos frente a Dorita. ¿Se trata de algún estanque de patos en el Central Park? ¿Del Two Ducks Hostel, un roñoso Bed and Breakfast por la West 35 Street? ¿La sede del Ugly Ducking Presse, por la calle Tercera en Brooklyn, porque alguna vez mencioné en Manninpox que participo en las actividades de esa casa editorial? ¿O será más bien la Pekin Duck House, en Chinatown? Nada hace mucho sentido, hasta que me suena la flauta. Lo de «dos paticos» puede tratarse más bien de la manera colombiana de aludir al número 22, que semeja dos paticos que avanzan en fila hacia la izquierda. Quizá no se trate de un lugar sino de una hora, las 22. «Donde Dorita» es más fácil de adivinar, existe una sola Dorita que conozcamos tanto ella como yo. Al parecer María Paz me está citando a las diez de la noche en Forbidden Planet, en Broadway con calle 13, adonde iba a llevarla la noche del reencuentro, antes de que se nos atravesara Sleepy Joe, para mostrarle la colección de números de mi novela gráfica, El Poeta Suicida y su novia Dorita. Tiene que ser eso, y si no es eso, no sé qué más podrá ser. ¿O será acaso una fecha? ¿El día 22 de este mes? Opto por creer que se refiere más bien a la hora. En Forbidden Planet, entonces, a las diez, de la noche. Pero entonces ¿de qué día?
Ese sábado la esperé allí desde las 9:30 p. m. casi hasta la medianoche, y nada. El domingo tampoco apareció, ni el lunes. El martes se me hizo un poco tarde, iba llegando a las 10:20 cuando creí verla parada en la puerta del local. Pero llevaba con un gorro inverosímil embutido hasta los ojos y el resto de la cara envuelto en una bufanda compañera, así que sólo cuando estuve a su lado pude cerciorarme de que en efecto era ella. De antemano había tomado yo la decisión de esconderla en mi casa en la montaña; era de lejos la mejor opción. Tenía que sacarla enseguida del perímetro urbano, por donde andarían buscándola con lupa, y de hoteles ni hablar, son lugares vigilados donde te exigen documentos y te reportan a la menor sospecha. A ella ni siquiera le consulté, no era momento para asambleas ni deliberaciones, apenas le hice señas de que se encaramara detrás de mí en la moto y ahí mismo arrancamos. Sólo le confesé nuestro destino cuando ya íbamos por la carretera. Ella no dijo ni que sí ni que no, sólo preguntó dónde quedaban mi casa y mi montaña, y no supo si reírse o llorar cuando le dije que justamente al lado de Manninpox.
No sé cómo explicar lo que a partir de entonces viene ocurriendo. Digamos que estamos viviendo como en un sueño, escondidos los dos en mi ático, asumiendo la cosa de una manera bastante infantil, como dos niños desde su casita del árbol, porque hacemos caso omiso de lo que sucede en el mundo de abajo, que anda erizado de amenazas. Digamos que por lo pronto nos cagamos en las amenazas. Y que las amenazas se cagan en nosotros, porque nos mantienen arrinconados como hormigas fumigadas. Todas las furias de la nación apuntan contra María Paz; yo todavía no entiendo cómo este encanto de chica ha logrado convertirse en blanco de tanto macho encabronado, agentes de la CIA y la DEA, policías, migras y bounty hunters todo un pelotón encabezado por la alimaña del Sleepy Joe, que en estos momentos debe andar bramando en su cueva porque le arrebataron su presa. Pero María Paz no quiere hablar de nada de eso. No menciona su pasado y su futuro menos; creo que la reconforta sentirse mecida como en una barca en medio de un mar sin tiempo. De nuevo ella y yo flotamos en el bliss de un Things go right. Siete meses atrás pasamos por uno muy efímero, que duró apenas un par de horas; después caímos en un largo y angustioso Things go awfully wrong, y ahora volvemos a la beatitud de los días felices. Como heroína de novela gráfica, María Paz es complicada: con ella la trama no responde a ningún esquema predecible.
Todo esto es extraordinario, ultramundano, muy intenso. Y al mismo tiempo es tan irreal, esto de asumir los días haciendo caso omiso de lo que pasó, ignorando voluntariamente las consecuencias, dejando que alrededor nuestro se acabe el mundo. Y ojalá ese fuera sólo un decir. Pero empieza a haber síntomas; un nuevo Things go wrong se va anunciando con señales feas, puramente feas. Hace cuatro días se cometió en esta montaña un crimen horrendo, una cosa de veras innombrable, al hombre que nos trae la comida de los perros no sólo lo mataron, sino que le arrancaron la cara. La Policía sigue buscando a los culpables y mantiene la zona patrullada noche y día: buena cosa por un lado, por cuanto restablece la seguridad, y mala cosa por otro, porque a nosotros dos nos recluye aquí arriba de manera todavía más claustrofóbica que antes; ahora sí es cierto que María Paz no debe ni asomar las narices, o todo el operativo de seguridad se le va a voltear en contra.
Pero de nada de esto he querido hablarle a ella, porque para qué; por lo pronto no veo razón para alterarla. Aquí arriba está resguardada, alejada de cualquier amenaza, ignorante del alboroto que afuera tiene a todo el mundo en conmoción. María Paz necesita reposo. Ante todo tiene que reponerse de lo que ha tenido que soportar, pasarla bien, dejarse mimar, comer mucho, dormir más, permitirse un poco de paz. Así que los temores y las conjeturas me las guardo para mí solo.
Por lo pronto no quiero que se rompa esta burbuja de felicidad, ciega, sorda, excluyente y autosuficiente en la que los dos flotamos. Como ando de vacaciones no tengo que salir a nada, aquí en la buhardilla nadie nos molesta y pasamos juntos las veinticuatro horas del día, siete días a la semana, salvo un par de horas en las noches, cuando bajo a cenar y a conversar con mi padre, más que nada para disimular. Y ya luego vuelvo a subir, trayendo conmigo una buena provisión de comida y de bebida.
María Paz es efusiva y generosa a la hora de hacer el amor, pero no he logrado que acepte dormir abrazados. Después del amor se atrinchera, me da la espalda replegándose sobre sí misma como un caracol, y no me queda más remedio que contentarme con la compañía esa sí incondicional de Skunko, al que le ha dado por echarse entre los dos, y resignarme a mirarla a ella durante horas. Me asombran su mata de pelo negro, que invade las almohadas, y sus pestañas largas y sedosas como arañas patudas. Me detengo en la curva de su hombro, en la oreja saltona que ella tanto odia, en el resplandor suave de su piel, en el vello de su nuca, en las ondulaciones de su respiración, en los pantis blancos de algodón que usa, más grandes que los de cualquier otra chica que yo conozca, unos maxipantis carcelarios, la verdad, o más bien de orfelinato, que distan mucho de ser sexis y que sin embargo me excitan, como todo lo suyo. Ahora sí puedo hacer mías las palabras de Boris Becker, que dijo haber caído en cuenta de lo oscura que era su mujer cuando vio por primera vez su cuerpo desnudo contra las sábanas blancas.
Ni María Paz ni yo nos preguntamos qué va a pasar el día de mañana, cuando forzosamente tengamos que bajar de aquí para enfrentar la realidad. Cuando le pregunto cómo logró sobrevivir a partir del momento en que huyó del Bronx Criminal División, me dice que gracias a la gente de buena voluntad. Y me habla de los peruanos que conoció en la kermes; de un templo budista por Hunts Point, donde le dieron refugio; de un capo mafia de Mott Haven que le expidió un salvoconducto para desplazarse por su territorio; de un soltero rico de Park Slope que le permitió quedarse en su penthouse. Me habla también de momentos de pánico, de noches de soledad, de ocasiones en que se salvó por un pelo, de esquinas de mal agüero, de la traición de una amiga. Y también de un par de hermanas de El Barrio que hacen tamales para venta a domicilio y que a cambio de techo y comida la contrataron para amasar la harina de maíz.
—Yo nunca había comido tanto tamal —me dice.
—¿Y por qué no te fuiste del país…? —le hago la pregunta obvia.
—Por Violeta. Por mi hermana Violeta. No puedo dejarla aquí. No puedo irme hasta que no logre llenarla conmigo.
En realidad todo esto lo supe durante las primeras noches que pasamos juntos aquí en mi ático, cuando ella hablaba a borbotones hasta bien entrada la mañana, enhebrando episodios inconexos de su epopeya. En una noche particularmente fría me reveló por fin las circunstancias de la muerte de Greg, su marido. Me habló largo y tendido y al parecer sin tapujos, y no sé cómo llegamos a una escena gótica en la que su amiga Corina tenía que lidiar con un palo de escoba. De eso también me habló, pero se andaba con rodeos cada vez que nos acercábamos a la participación de Sleepy Joe en los distintos episodios, como si quisiera minimizar la culpabilidad del tipo. Así que tuve que ponerme enérgico y exigirle claridad al respecto, le dije que no podía engañarme porque yo sabía más de lo que ella creía. Le confesé que había recompuesto aquel escrito que ella había roto en el Central Park, y que por eso estaba al tanto de hechos claramente brutales por parte de Sleepy Joe, como los interrogatorios a ella y la muerte de su perro. Como única respuesta María Paz permaneció callada, y desde entonces no ha querido volver a hacerme confidencias, como si se le hubiera secado el impulso, o prefiriera olvidarse. Conversamos mucho, sí, pero siempre por los lados y tirando a lo impersonal. Ella me hace preguntas sobre lo divino y lo humano, y en cambio no permite que yo le pregunte nada. La veo flotar en una especie de estado de gracia e inocencia, como una ninfa del bosque, no sé, o como un nemifar, un cervatillo, una odalisca. Le han pasado demasiadas cosas, demasiado graves, en muy poco tiempo, y es comprensible que no quiera aturdirse descifrando las malas jugadas del destino. Supongo que prefiere dejar en blanco la cabeza y desconectada la voluntad, algo así, como si hibernara para recuperar fuerzas y prepararse para lo que se le viene encima. En realidad no sé, prefiero no saber, tampoco yo quiero pensar en eso. Pero al mismo tiempo me inquieta horrores lo que ella pueda estar ocultándome.
Mientras ella duerme me quedo pensando, más desvelado que el carajo. Siento a mi lado su aliento dulce y su respiración suave, y me pregunto quién será en realidad esta mujer tan llena de oscuridades y secretos, La mezo por el hombro para despertarla, porque me entra urgencia de hacerle una pregunta. Una sola.
—¿No me estarás mintiendo? —le digo.
—Tiene que creerme, míster Rose —me responde, medio dormida.
—Dime por qué. Por qué tengo que creerte…
—Porque a la gente hay que creerla —dice, se enrosca más apretadamente sobre sí misma y sigue durmiendo.
No puedo dejar de pensar en su retorcida relación con su cuñado/amante. He sacado en limpio una breve lista de las inclinaciones de ese personaje, como son dormir de día, las novias de prostíbulo, su obsesión con María Paz, los caramelos picantes, las compras inútiles por televentas, y sobre todo la orquestación de rituales cruentos. He leído que si lo incruento es meramente simbólico, o sustitutivo, lo cruento, por el contrario, implica el derramamiento de la sangre de una víctima sacrificial. Salvo los toros en el ámbito hispánico, y en el resto Los night clubs y los campeonatos de ultimate fighting, hoy día en Occidente se practican poco este tipo de degüellos concebidos como espectáculo, tipo circo romano, porque a la gente le aterra y le asquea la sangre y sólo la acepta cuando aparece en pantalla, donde no huele, mancha ni contagia. Lo peculiar de Sleepy Joe es el salto atrás, al rito primitivo y brutal. Y así. Poco a poco voy comprendiendo una que otra cosa. El problema es que mi investigación no pasa de ser amateur, y en realidad se atiene más que nada a la metodología sugerida en un blog que encontré por casualidad y que se llamaba Killing softly and serial. Por eso pensé que sería conveniente una opinión más calificada, y dejé a María Paz sola en mi ático por un día para pasar por Nueva York, supuestamente a entregarle un material a Ming, mi editor, pero en realidad para preguntarle por Sleepy Joe, a quien él desde luego no conoce, ni siquiera de oídas. Pero me urgía saber qué caracterización podría armar a partir de los datos que yo le suministrara.
El caso es que Ming colecciona de todo y es experto en mil cosas, preferiblemente estrambóticas. Es connoisseur, por ejemplo, de variedades de caviar, de antiguos tocados nupciales africanos, y de esos suntuosos y feroces guerreros que son los peces betta. Pero de todas sus pasiones, a la que más tiempo le dedica es a los cómics noir. Aparte de ser editor de un buen número de ellos, Ming posee una colección asombrosa de ejemplares de culto que ha ido encontrando por el mundo. Y el que sabe de eso, sabe de asesinos. Los cómics noir, originalmente inspirados en Sin City, de Frank Miller, y con frecuencia dibujados en blanco y negro, constituyen un género erizado y electrizado, como inyectado con anfetas, por lo general misógino y escatológico y centrado en criminales sádicos, maniáticos y asquerosos, y en detectives decadentes y viciosos. No es mi género, desde luego: mi poeta suicida y su chica son hermanitas de la caridad al lado de los monstruos del noir.
Le conté más o menos a Ming lo que había ido conociendo de Sleepy Joe, sus delirios de quemar y destruir masivamente, los dados en los ojos del cadáver de una ex novia, el ritual con un palo sobre Corina, el ritual con cuchillo sobre su hermano muerto, el episodio escalofriante del perro.
—No creo que sea un asesinóte —me dijo Ming—, más bien un asesinito. Uno tímido, irresoluto. Al menos por ahora, aunque quizá se anime más adelante. Su ejecución ceremonial es burda, pero a falta de finura en el detalle, le sobra convicción. Por lo pronto amenaza y agrede pero no mata, o mata animales pero no humanos. Aunque ojo, que puede ir agarrando vuelo a medida que la pulsión se haga más fuerte. Debe de haber algo de necrofilia, supongo. Este Sleepy Joe manipula cadáveres, ejecuta ritos sobre cadáveres: el de la ex novia, el de su hermano. Es posible que al peno lo haya clavado sólo después de matarlo.
—¿Quieres decir que tortura cadáveres?
—No creo que entienda sus rituales como tortura, más bien como purificación, o incluso glorificación. Tal vez hace las paces con el muerto a través del ritual; puede ser su forma de pedirle perdón, fíjate que corta con cuchillo el cuerpo de su hermano, con quien seguramente se identificaba. Greg, el hermano mayor, su ídolo, posiblemente el único ser que desde niño lo cuidaba y se preocupaba por él. Sleepy Joe debía de adorarlo.
—Sí, lo adoraba pero se le comía a la esposa, valiente amor.
—Ahí está, lo adoraba hasta ese punto, píllate el detalle, puro mecanismo de sustitución; al adueñarse de su mujer, se coloca él mismo en los zapatos de su hermano, se convierte en su hermano. Y hace de María Paz el objeto ardiente de su deseo. Y luego María Paz no quiere saber más de él. Al alejarse, ella lo está privando de las cosas que le son fundamentales: lo castra al dejarlo sin cama, le niega la identificación con el hermano y para colmo le quita el dinero, esos 150 grand que deben ser una suma desopilante para él, no me jodas, para él y para cualquiera. A ella la agrede pero no la mata. Porque sería acabar con su desiderata, y el tipo no es tonto. Pero la agrede hasta el límite, y va destruyendo a los seres que ella ama. La va dejando sin nadie, ¿entiendes? Ahí está el mensaje que le manda: «En este mundo no me tienes sino a mí». No me has dicho que andes con ella, Cleve, pero lo adivino. Y si es así, ten cuidado. Te estás atravesando en el camino de ese Sleepy Joe, un bicho complicado.
—¿Puedes trazarme un esbozo de su modus operandi? —pregunté.
—Joder, modus operandi tendrá Jack el Destripador; este huevón apenas tiene mañas —dijo Ming.
Entonces le conté sobre Eagles y le hablé de mi sospecha de que eso también fuera obra de él.
—Tiene su marca de fábrica: ritual sobre el cadáver —me dijo Ming, mientras alimentaba con lanas de mosquito al iridiscente y azulado Wan-Sow, el mejor de sus bettas—. Quería decir que la pulsión lo está llevando a una escalada superior. Quería decir también que el tipo se va acercando, Cleve.
Si Sleepy Joe es el asesino de Eagles, quiere decir que lo tenemos encima. Aunque es muy improbable que permanezca merodeando por aquí; desde la tarde del crimen, el lugar es un hervidero de patrullas. Los policías hacen presencia en nuestra casa al menos dos veces al día; van llamando de puerta en puerta para preguntar si todo está en orden. Eso viene siendo para nosotros una barrera de protección contra Sleepy Joe, y al mismo tiempo es la peor de las amenazas, porque si descubren a María Paz, la hacen papilla. O sea que nos protegen los que pueden liquidarnos, puta situación la nuestra, tan doble y complicada. Como le hacen decir los Cohén a George Clooney: «Damn, we’re in a tight spot!».
Por lo pronto aquí tengo a María Paz a mi lado, en este refugio que es la mansarda, y ella es mi étnica realidad. Devora sándwiches de queso mientras ojea mis libros dejándolos sucios de grasa, por largos ratos no hace nada, se echa encima toda el agua caliente de la ducha, cepilla a Skunko, se pinta las uñas de los pies. Luego oye mis discos, se acuesta en mi cama y ve unos realities que a mí me parecen fatales pero que ella no se pierde por nada y que luego me cuenta capítulo por capítulo y al detalle. Al levantarse hace aeróbicos según instrucciones de una tal Vera en un programa que se llama En forma con Vera; enseguida desayuna con ración doble de helado; más tarde se viste con mi ropa, si es que no se queda todo el día en piyama, y se entretiene hurgando entre mis cajones y desordenando mis cosas. Se sienta al lado de la ventana, escondida tras la cortina, para espiar a los venados que arrasan con nuestro jardín y a los alces que vuelcan la caneca de la basura buscando comida. Y se la ve serena, liviana, yo diría que radiante, en todo caso muy hermosa. Y yo ando locamente enamorado de ella.
Pero vivo alerta y con los pelos de punta. Le dedico muchas horas a psicoanalizar al tal cuñado, a hacer una disección de su personalidad. Por razones obvias, desde un principio me ha interesado más su historia que la del propio marido, y eso que el marido es el asesinado. Pero tráfico de armas me suena a asunto vulgar, un capítulo más de la corrupción de siempre, de todos modos me caen mal los policías y cualquier porquería que me cuenten sobre ellos me parece posible y hasta probable. En cambio he llegado a algunas conclusiones interesantes sobre Sleepy Joe. Por ejemplo, que debe haber pasado toda su infancia cagado del susto. Por lo general esa clase de matones han sido a su vez matoneados, abusan porque han sido abusados, etc., eso lo sabe cualquiera que lea cómics. Imagino que en su caso viejos terrores de infancia deben resurgir en el adulto, llevándolo a una ritualidad enferma y distorsionada, seguramente como conjuro contra sus propios pánicos. María Paz me ha contado que siendo Sleepy Joe un niño, la madre lo obligaba a rezar una oración llamada los Mil Jesuses, que consistía en repetir ese nombre un millar de veces seguidas. Derramas, Derramas, Derramas, Derramas. Desde luego no debía de ser el mejor plan, mil jesuses son una cantidad exagerada de jesuses, cualquiera se chifla un poco si lo tienen durante horas de rodillas repitiendo Derramas en eslovaco. También me ha contado que en la alcoba de esos niños, Greg, Sleepy Joe y los demás hermanos, colgaba de la parecí un cuadro grande del Niño Jesús clavado a una cruz blanca. No el Jesús adulto, no, sino el Niño Jesús.
Crucificado. Una cosa tan enferma como un niño crucificado. Yo no hubiera podido pegar los ojos con ese cuadro en mi cuarto, eso como mínimo, pero a lo mejor no me hubiera vuelto un monstruo por eso. Quién sabe qué más le habrá pasado a él, a raíz de qué le habrá nacido la afición por el mal, tiene que haber algo más, al fin y al cabo ser hijo de una madre que reza demasiado no te convierte automáticamente en clavador de perros a la pared. Lo más obvio sería buscarle raigambre cristiana a sus perversiones, pero quizás el drama tenga menos que ver con el cristianismo y más con los Cárpatos, su región de origen, unas cordilleras que yo imagino lúgubres y amenazadoras, macizos de roca cortados a pico y abismos de vértigo, con parajes helados y una historia patria surcada por crueldades y carnicerías cotidianas. En realidad de Eslovaquia no sé nada, ni siquiera podría ubicarla con precisión en el mapa, pero así me la imagino durante mis insomnios. Y me da por pensar que hasta allá debió extender sus dominios Vlad Tepes, el conde Drácula, empalador insaciable y aficionado a tomar la cena en medio de la agonía de las docenas de turcos que mandaba ensartar por detrás. ¿Y acaso Sleepy Joe no presenta una cierta vocación dracúlea? Corina y el palo de escoba: ¿no es fácil hacer asociaciones?
Pero esas son apenas especulaciones sonámbulas, intoxicación de películas de terror. Lo único cierto es que hora tras hora va creciendo el asco que el tal Sleepy Joe me produce. Soy el tipo de persona que no resiste el sufrimiento animal. Confieso que a veces me siento un poco como Brigitte Bardot, con su obsesión maniática y exclusiva por el bienestar de las focas. No transijo con quienes practican el maltrato a los animales en cualquiera de sus formas, y por eso soy vegetariano. Ahora, ¿clavar un perrito a la pared? Hay que ser un malparido sádico muy cabrón para hacer algo así. Ya con eso bastaría para disparar mi odio, y eso es sólo la punta del iceberg. Si hay algo que no aguanto en esta vida, es a un macho que maltrate a una mujer. Grado de tolerancia cero, y ni hablar si es a la mujer que amo. Ese es el límite de mi aguante.
Y sin embargo hay un ángulo en él que me llama la atención, una esquina de su personalidad, una sola, que me produce cierta envidia: su don de la ritualidad, que parece auténtico. Ese pobre pendejo, analfabeto y brutal, conserva intacto el sentido arcaico de lo sagrado. O como mínimo es un hijo de puta muy inspirado. En ese bastardo vibra la cuerda tensada de una convicción, pensé el otro día, y corrí a escribir la frase para no olvidarla; de tanto trabajar en novelas gráficas me ha quedado la maña de pensar así, en viñetas. Todo lo voy traduciendo a expresiones impactantes que quepan en un globito. Algo arrastra a Sleepy Joe más allá de sí mismo. Algo lo arranca de su circunstancia empujándolo hacia épocas más oscuras, más densas, de alguna manera más verdaderas. Desde la seguridad de mi cama, en las noches intuyo lo que María Paz tuvo que comprobar a la brava en esa azotea, amarrada y aterrada, desnuda y temblando de frío, mientras observaba cómo su cuñado oficiaba aquella ceremonia.
Ella sabe bien cómo es la cosa. Y después de tantos días de silencio al respecto, esta madrugada me soltó una frase que no he sabido cómo interpretar. No sé si va en defensa de su cuñado y en contra mía, o viceversa: me advirtió» de que a Sleepy Joe yo no debía subestimarlo.
—Odiarlo sí, despreciarlo también, lo que quiera, míster Rose —me dijo—, pero no lo subestime.
—De acuerdo —le dije, bastante molesto—, voy a tener cuidado, no me agrada la idea de quedar clavado a la pared. Para no hablar de un palo de escoba en el culo.
Desde antier le avisé de que hoy tendríamos que separarnos por unos días, muy pocos, porque viene el aniversario de mi madre y Ned, y les he prometido a ambos que iré a Chicago para estar presente en su fiesta. Me aterra la idea de dejar aquí a María Paz sabiendo que Sleepy Joe ya viene golpeando tan cerca, y al mismo tiempo me parece más arriesgado aún tratar de sacarla de aquí por entre el cerco de policías. Pero no puedo dejar de asistir a la celebración de ese jodido aniversario, mi madre me mata, anda bastante rasquituerta desde que decidí venirme a vivir con mi padre y no asistir a su fiesta ya sería el remate. En medio de todo, aquí arriba María Paz está segura; esta es una casa de blancos más o menos ricos, o como mínimo del promedio para arriba y por tanto libres de sospecha, los patrulleros tienen claro que deben protegernos y no importunarnos, y no van a meterse con ella a menos de que a ella le dé por asomar las narices. Le advierto mil veces de que no debe hacerlo, por lo que más quiera, no debe hacerlo, no, no, no. No asomarse a la ventana, no bajar jamás la escalera, no dejarse tentar por el jardín, de la puerta de la calle ni hablar, bajo riesgo mortal.
—Mírame a los ojos, María Paz, prométeme que no vas a hacer ninguna locura mientras yo no esté —le digo, y trato de tranquilizarla—. Sólo van a ser cuarenta y ocho horas contadas por reloj, cuarenta y ocho horas de sensatez por parte tuya, no es más lo que te pido, en un abrir y cenar de ojos voy y vuelvo en la moto, piensa que sólo voy a estar ausente esta tarde, el día de mañana y la mañana de pasado, apenas el tiempo de la ida, el de la celebración y el del regreso, tú no en lo que mientras tanto y no cometas acciones desesperadas, sólo espérame, María Paz, ¿me oyes?
—¿Y si a usted le pasa algo? —me pregunta, abriendo mucho unos ojazos negros en los que yo quisiera saltar de cabeza, perderme en el agua profunda y oscura de esos ojos, olvidarme de Edith y de Ned, a la mierda su aniversario, ya celebrarán otro el año entrante, pero no, imposible, no puedo, Edith me mata, si me preguntaran a quién le temo más, a Edith o a Sleepy Joe, tendría que reconocer que gana mi madre por varias cabezas.
—No me va a pasar nada —le aseguro a María Paz.
—Las motos son bichos traicioneros…
—Me parece estar oyendo a mi papá. Voy a dejarle a ella comida suficiente y una resma de papel, por si se anima a escribir de nuevo. A manera de despedida temporal, anoche hicimos el amor y luego nos bañamos juntos en la ducha, yo bregando a abrazarla bajo el chorro de agua caliente y ella escabulléndose de mis brazos, mojada y escurridiza como una nutria.
—¿Así que AIX? —le pregunté.
—¿Qué cosa?
—AIX. Dijiste que así se llamaba la criatura de tu sueño, esa que salía de una vagina de tela. ¿Acaso no era AIX? —dije, y escribí las tres letras con el dedo en el vidrio empañado de vapor.
—¿Y si su padre sube? —me pregunta, todavía tratándome de usted porque se niega a pasarse al tú, o incluso a decirme Cleve; pese a tanta intimidad, para ella sigo siendo básicamente míster Rose, su profesor de escritura creativa.
—Mi padre va a andar estos días por Nueva York. Además nunca sube, ya lo sabes. ¿Te irás a aburrir?
—Cómo me voy a aburrir, si estoy en el cielo.
Su frase no podía ser más amorosa y risueña, y sin embargo a mí me produjo angustia. Aunque la propia María Paz no se dé cuenta, aquí está tan encerrada y privada de libertad como en Manninpox, sólo que unos cuantos acres más abajo.
—¿Y por qué no empiezas de nuevo con tus memorias? —le sugiero—. Te dejo mi laptop, ya sabes usarlo, y ahí hay papel suficiente por si prefieres a mano…
—Uy, no, míster Rose, repetir mis memorias no, demasiado largas. Eso ya se perdió, y mejor que siga perdido. Una cosita sí, antes de que se vaya —me dice y me entrega una caja pequeña de madera que saca de su morral y que contiene las cenizas de su perro Hero, revueltas con la medalla al valor que le otorgaron en Alaska.
María Paz quiere enterrar las cenizas y quedarse con la medalla, pero la medalla cuelga de una cinta azul y la cinta azul está toda pegoteada con las cenizas, así que le sugiero que mejor enterremos todo eso junto, dentro de su caja. Ella acepta con la condición de que lo haga en un claro del monte que puede verse desde la ventana de mi cuarto. Ahora más tarde voy a darle gusto, antes de salir para Chicago. Voy a organizarle a Hero unos funerales de héroe de guerra, con todo y música de Wagner. Voy a pirograbar su nombre en una tablita y voy a señalar el lugar de su R.I.P. con una cruz que haré amarrando dos palos. Aunque pensándolo mejor, no voy a pirograbar ningún nombre en ninguna tablita, sería una pendejada andar dejando pistas por ahí para que luego venga la Policía a averiguar, o qué tal que mi padre vea la cosa y le dé por preguntar quién es ese Hero, de qué héroe se trata. Nada de eso, sólo entierro la cajita, le organizo a la carrera su cruz y va, nada de Wagner ni de primores, voy fatal de tiempo, le prometí a mi madre que no me iría en la moto de noche, y si sigo así no le voy a cumplir.
P. D. Acaba de pasar algo abajo que quiero dejar reseñado. Una pequeña revelación de bolsillo. Ya me había despedido de María Paz, de los tres perros y también de mi padre. Voy hacia el garaje por una pala, para cumplirle a María Paz con lo del entierro. Pero paso un instante por la cocina para agarrar un Gatorade y ahí veo a Empera, que está preparándoles la comida a los perros. Trae encajados los audífonos de su iPod nano con la música tan alta que no se da cuenta de que estoy ahí, así que me detengo un momento para observarla un poco; siempre he sospechado que los perros no son seres de su predilección. Tal como yo sospechaba, no les hace ninguna fiesta, ni mucho menos los acaricia, pero en cambio les prepara su comida con cuidado, y a cada uno le pone sus vitaminas y suplementos alimenticios en el correspondiente platón. No siente afecto por los animales, eso está claro, ya lo sabía yo desde antes, pero tampoco los maltrata ni los desatiende, eso era lo que yo quería saber, y quedo tranquilo con lo que veo.
—Buenos días, Empera —le digo a sus espaldas, cuando ella todavía no me ha visto, y por poco se infarta del susto que le pego—, me alegra saber que usted no clava perros a la pared.
—Santo Dios bendito, niño, pero qué cosas dice, y yo por qué iba a hacer semejante barbaridad, los perros serán apestosos, pero son criaturas de Dios.
—Oiga, Empera, usted que sabe tanto de la vida, dígame qué tiene en la cabeza un tipo que mata a un peno clavándolo a la pared.
—¿Un tipo que mata a un peno clavándolo a la pared? —Exactamente.
—Bueno, pues eso es una atrocidad. Lo que ese tipo tiene en la cabeza es locura de la peor, y más vale que lo encierren en un manicomio. ¿Clavar con clavos a un perro, como hicieron con mi Señor Derramas? Eso es herejía, joven Cleve. ¡Cómo van a clavar a una sucia bestia como si fuera el Hijo de Dios! Morir clavado es privilegio del Altísimo, eso no está reservado para cualquier mortal, y menos si es irracional. Eso que usted me cuenta es herejía, téngalo por seguro. Para mí que el tipo que hizo eso se cree Dios.
—¡Gracias, Empera! Es lo que quería escuchar —le digo, y me devuelvo a saltos hasta mi altillo. Necesito ver una cosa, de repente me ha entrado urgencia de consultar un cierto libro, y tiene que ser ya, no lo puedo dejar para el regreso, tiene que ser ya mismo, aunque mi madre me mate por llegar de noche.
—¿Y? —me pregunta María Paz, que anda pegada a la ventana, pendiente de los funerales de su Hero—. ¿Todavía no?
—Es el paso siguiente —le digo, besándola—. Primero tengo que anotar algo.
Sé exactamente dónde está cada uno de mis libros en mi estantería, podría dar con cualquiera casi con los ojos cenados, y más si se trata de Borges, a quien siempre ando leyendo y volviendo a leer. Pero mierda, no está donde debe estar, y enseguida sospecho de ciertas hierbas. Le pregunto a María Paz, y ella saca el libro de debajo de la cama. Se trata del segundo tomo de las obras completas de Borges, y ya con él en la mano no me queda difícil encontrar la parrafada que necesito, doy con ella rápidamente, toda subrayada como está, con mis anotaciones al margen. Página 265. Se trata de un comentario de Borges al Bialhanalos, de John Donne. Leo con cuidado la nota que yo mismo puse al margen hace un par de años, y que dice así: «Bialhanalos, uno de esos libros improbables y malditos que de tanto en tanto echan su sombra sobre la humanidad, como el Apocalipsis del falso Juan Evangelista, o el Necronomicón que Lovecraft inventó pero nunca escribió». Según Borges, el propósito del Bialhanalos es revelar que la muerte de Cristo fue en realidad suicidio. En consecuencia, la historia entera de la humanidad, a. C. y d. C., no sería sino la megapuesta en escena de un deicidio autoinducido y espectacular, aceptado por el Hijo y propiciado por el Padre, quien habría creado cielos, tierra y mares con el único propósito de ambientar el tormento de la cruz sobre un imponente patíbulo cósmico. Y. si es cierto que Cristo ha muerto de muerte voluntaria, según dice Borges que dice Donne, entonces, y aquí viene la cita textual de Borges: «Ello quiere decir que los elementos y el orbe y las generaciones de los hombres y Egipto y Roma y Babilonia y Judá fueron sacados de la nada para destruirlo. Quizá el hierro fue creado para los clavos y las espinas para la corona de escarnio y la sangre y el agua para la herida». Ahí está. Oíd man Borges da en la clave, como siempre, y detrás de Borges, Donne. Me están regalando el corolario, la cereza del pastel. A partir de este párrafo sólo tengo que dar la vuelta del peno y regresar a Sleepy Joe.
El resultado es sorprendente. Más que sorprendente, deslumbrante. Si Borges tiene razón, y si antes de Borges tuvo razón John Donne, cada uno de esos pequeños crímenes rituales, o remedos de crímenes, debe significar para Sleepy Joe un paso más hacia el gran ritual, el definitivo, la culminación de toda su ansiedad, la liturgia apoteósica que con tanta insistencia anda persiguiendo: la de su propia inmolación. El homicidio de sí mismo, eso debe ser lo que en últimas busca este Sleepy Joe. Cernió logras despistar, cabrón, le digo, qué bien sabes disfrazarte, el muy estúpido de ti, analfabeto y rudimentario, vil matón de barriada, fanático del indoor trayning de andar exhibiendo el six pack, y al mismo tiempo qué de estertores sublimes te sacuden por dentro, cabrón. Te tengo pillado, maldito bastardo, ahora sé que con tus minicrímenes aspiras a la perfección. Lo que le hiciste con el palo a Corina, los cortes post mortem con cuchillo a tu hermano, el martirio del perrito Hero, quién sabe qué otras perversiones de las que todavía no me he enterado… Dale, hijo de jauta, sigue ascendiendo por tu escalera, ánimo, que todavía te faltan muchos peldaños, adelante compañero, supera tu propio nivel, no te detengas hasta la victoria, dale con ganas, sigue como vas. Tu última víctima vas a ser tú mismo.