7

Entrevista con Ian Rose

Rose no acababa de ducharse cuando sonó el timbre y tuvo que salir mojado y en toalla a abrirle la puerta a Pro Bono, que estaba llegando al estudio de Saint Mark’s antes de lo acordado. Claro que «acordado» no es la palabra, me dice Rose. En realidad hasta ese momento no habían acordado nada, Rose estaba dormido cuando contestó) al teléfono hacia las cuatro o cinco de la mañana, y escuchó entre brumas que Pro Bono le daba una orden. Ese es su estilo, dar órdenes, yo con él no acordé nada, me aclara. Pro Bono le había dicho que se alistara porque tenían que salir. Pero no le había aclarado adonde. Y había colgado. En todo caso me levanté, me dice Rose, supongo que para ver qué pasaba, y ya luego le abrí la puerta, yo todavía en toalla y él en cambio hecho un figurín.

Ya desde esas horas a Pro Bono se lo veía tan peripuesto o más que el día anterior. Impecable la camisa, blanca y crispy; corbata Hermés en seda pesada; traje cortado a su peculiar medida en Jannel oscuro con raya de gis; toque clásico y limpio de colonia Equipage; Cartier Panthere en la muñeca; argolla matrimonial en el anular izquierdo y anillo con escudo de familia en el meñique contiguo. Demasiado elegante, según criterio de Rose. En eso, sólo en eso, se veía que la joroba hacía mella en su personalidad, por demás arrolladora. Era como si tuviera que echarse encima todo el armario y parapetarse detrás de grandes marcas para compensar la deformidad. Rose lo hizo seguir, le ofreció un té y al igual que el día anterior, sintió que el personaje lo intimidaba. Pro Bono era un prepotente, me explica, un tipo irritable y al mismo tiempo paternal, o paternalista, no sé, en todo caso una mezcla que Rose no sabía manejar.

—Se trata de María Paz —le dijo Pro Bono, obviando el saludo y fulminándolo con sus ojos amarillos.

—Eso supuse —dijo Rose.

—Es grave.

—Qué tan grave.

—Grave.

—¿Algo que pasó anoche?

—Viene pasando desde hace tiempo, pero me enteré recién anoche.

—¿Qué le hace pensar que yo puedo ayudarle?

—Tenemos que estar en Manninpox antes de las 9:15. Usted conoce el camino porque vive al lado.

—¿Cómo sabe que vivo al lado? —preguntó Rose, que el día anterior le había dejado a Pro Bono el teléfono y la dirección del estudio de Saint Mark’s, pero ninguna seña de la casa en la montaña.

—En mi oficina todo lo averiguan.

Rose trató de explicarle que no pensaba regresar ese día a las Catskill porque tenía asuntos pendientes en la ciudad, pero Pro Bono, que no era persona de aceptar un no por respuesta, simplemente no lo escuchó, dio por sentado que Rose adelantaría el viaje y cortó la discusión.

—Me lo dijo así no más, adelante su viaje, amigo —me cuenta Rose—, así sin más, como si yo fuera su empleado, y para colmo llamándome amigo cada vez que quería darme una orden. Pro Bono era esa clase de persona. Ya mí me chocaba mucho que me dijera amigo, por qué iba a decirme amigo si no éramos amigos, un día me mandaba a freír espárragos y al día siguiente ya estaba haciendo las de Paris Hilton y me nombraba su New Best Friend Forever. Esa clase de tipo, acostumbrado a manejar a los demás a su antojo.

Pro Bono le informó de que había recibido una llamada de Mandra X, y Rose supo enseguida de quién le estaban hablando. María Paz la mencionaba en su escrito y a él ese nombre le había quedado sonando, Mandra X. ¿Un homenaje a Malcolm X? ¿Un homenaje a Mandrake? En todo caso una criatura escalofriante, a la que sin embargo María Paz decía tenerle gratitud, y al parecer hasta cariño.

—Mandra X no es persona que hable por hablar —dijo Pro Bono.

—¿Y qué dice Mandra X? —preguntó Rose.

—Dice que urge encontrar a María Paz, de lo contrario se va a morir.

—Todos nos vamos a morir.

—Esto es serio.

—Asunto de vida o muerte, ¿eh? Y pretende que yo crea que usted no sabe dónde está María Paz… —dijo Rose.

—Hace bastante no sé nada de ella. Por eso lo necesito a usted.

—Lo único que yo sé es lo que leí en el manuscrito que le pasé a usted ayer.

—Ya deje de hacerse el loco, Rose, María Paz me habló de usted. Aunque se ve que la chica es fantasiosa, me hizo creer que usted era joven.

—Y a mí que usted era guapo.

—Ayúdeme a ayudarla, Rose, esa niña es su amiga y debe de estar metida en un lío. En uno nuevo, quiero decir. No la decepcione ahora. Ella confía en usted, me lo dijo varias veces.

—¿Ella confía en mí? Pero si no me conoce… A menos que… Ya veo. Creo que empiezo a entender. Usted, señor, vino aquí pensando que yo soy (lleve Rose.

—Usted me dijo que era Cleve Rose.

—Yo no le dije que era Cleve Rose.

—Cleve Rose, el profesor de escritura de María Paz…

Sorry, wrong guy. Parece que en su oficina no siempre averiguan bien. Yo le dije que era Rose, pero no que era Cleve.

—No entiendo.

—Cleve Rose se mató, señor. Yo soy Ian Rose, su padre.

—¿Cleve Rose se mató?

—¿No lo sabía, usted que todo lo sabe?

—¿Y usted es su padre?

—Es lo que acabo de decirle, que no soy Cleve sino Ian. Y no conozco a María Paz.

Pro Bono se desconcertó con esa noticia y pareció perder por un momento el control de la situación, él, que era tan locamente seguro de sí mismo.

—De malas, señor —le dijo Rose—. Mi hijo ya no puede ayudarlo.

—Entonces usted.

—Yo sí que menos.

—Pero usted me buscó ayer para preguntar por ella… Y además tiene esos papeles que ella escribió…

—Porque la cadena de equivocaciones ya va para larga. Esos papeles le llegaron a Cleve, y no a mí. Pero Cleve ya estaba muerto, y los recibí yo.

Sabiéndose atrapado de antemano, Rose de todas maneras intentó poner un par de condiciones antes de salir hacia Manninpox con Pro Bono. Una, que le explicara de qué se trataba. Y dos, que no le siguiera diciendo amigo.

—Una, no puedo explicarle, porque ni yo mismo sé —dijo Pro Bono—. Y dos, de acuerdo, amigo, no le digo amigo. Lo espero abajo.

Ya instalados en el automóvil de Rose y saliendo de Manhattan por el Lincoln Tunnel, Rose quiso saber por qué iban en su coche y no en el de Pro Bono.

—Por ahí supe que usted tiene uno mucho mejor —dijo Rose—. Uno rojo, de sport, que lo hace muy popular con las mujeres.

—No es rojo, es negro.

—Socorro dijo que era rojo. Socorro, esa señora de Staten Island, la amiga de la madre de María Paz.

—Un mal bicho, esa Socorro. Maneje con pinzas lo que ella le diga. Mi coche es negro. Un Lamborghini negro.

—Y si tiene un Lamborghini negro, ¿qué diablos hace en este Ford Fiesta azul?

—Digamos que me retiraron la licencia de conducción. Por reincidencias en exceso de velocidad.

—¿Y sólo por eso necesita que yo lo lleve hasta Manninpox? ¿No podía contratar un chófer?

—O sea que el famoso míster Rose que le daba clases de escritura a María Paz era hijo suyo… —Pro Bono cambió de tema.

—Así es.

—Y lo mataron.

—No dije eso, dije que se mató.

—¿Está seguro?

—Segura sólo la muerte, como dicen los cartujos.

—¿Cómo sabe que se mató y no que lo mataron?

—Quién iba a querer matarlo. Cleve no tenía enemigos, señor. Mi hijo era un buen muchacho.

—Todo el que se mete con María Paz se gana enemigos.

—Cleve sólo fue su profesor, nunca se metió con ella.

—Eso cree usted. Mire, Rose, mejor concéntrese en manejar. ¿Nadie le ha explicado que cuando la raya blanca es continua no se debe rebasar?

Rose bajó las ventanillas a ver si el viento frío ayudaba en algo. Lo enervaba tanta orden, lo enervaba no saber de qué iba el asunto, lo enervaba la colonia del personaje, que llenaba el carro de olor a caballo. Al igual que su despacho, la persona de Pro Bono estaba impregnada de un olor supuestamente aristocrático que tenía que ver con caballos, pero no caballitos de los que pastan por ahí en el campo, más bien olor al cuero de la montura de un caballo de salto. Rose tenía un amigo rico aficionado a la hípica que le había confesado lo que pagaba mensualmente por mantener a su campeón, y a él le había parecido un escándalo, era más de lo que gastaba en sí mismo. Y este señor Pro Bono olía a esa clase de caballo y daba demasiadas instrucciones sobre el tráfico, pare, cuidado con ese carro, ojo que el semáforo está en rojo, váyase arrimando a la derecha, cuidado.

—¿A quién le quitaron la licencia, a usted, o a mí? —protestó Rose—. Deje que yo maneje. —No lo hace bien.

—¿Prefiere bajarse? Todavía estamos a tiempo. Lo arrimo a una parada de bus y me devuelvo a mi casa a seguir durmiendo. Si manejo mal es por culpa suya, me alteran sus comentarios.

—De acuerdo, yo me callo y usted se concentra.

—Digamos más bien que usted se calla y me escucha —dijo Rose, saliendo por un desvío del highway, estacionando el carro, soltando el timón y encarando a Pro Bono—. Mire, abogado, no me queda claro qué busca usted, pero le puedo decir qué busco yo. De todo esto, lo único que me interesa es saber qué le pasó a mi muchacho. Entienda eso. Usted, María Paz, esa Socorro, todos los demás me la pelan. Mi único interés es entender qué le pasó a Cleve. No sé qué tenga eso que ver con María Paz, a lo mejor nada, pero por ahora ella es la única pista que puedo seguir. Y ahora dígame qué lo hizo cambiar conmigo de ayer a hoy.

—Hoy lo necesito para encontrar a María Paz.

—Lo llevo hasta Manninpox, y ahí termina mi colaboración.

Siguieron camino en silencio y un par de horas más tarde abandonaban las arterias principales para desviarse por una carretera vieja que ondulaba por la montaña entre los árboles. Todo parecía espléndido allá afuera, en ese final de otoño. Las bandadas de ocas contra el cielo azul profundo, el aire delgado entre los troncos ya casi desnudos, los colores quemados del paisaje, el olor a tierra mojada. Es lo mismo de todos los años, Cleve, exactamente lo mismo, y sin embargo tendrías que verlo, hijo, asombra como si nunca hubiera habido un tiempo tan lustroso, pensó Rose, y como no pudo evitar sentirse mejor, intentó hacer un poco las paces con el personaje que venía adormecido a su lado, dolorosamente encogido bajo su giba y sin embargo apacible, despojado por fin de su coraza de altanería, reducido a su verdad de pobre viejo que durante quién sabe cuántas décadas, ocho por lo menos, había tenido que andar por el mundo con ese peso extra a la espalda.

—¿Quiere inclinar un poco la silla? —le preguntó Rose cuando el otro abrió los ojos—. A su derecha, abajo, está la palanquita, tal vez quede más cómodo.

—La comodidad no se hizo para mí, amigo —dijo Pro Bono y volvió a cenar los ojos. Pero al rato, ya más despierto, le preguntó a Rose—: ¿Sabe qué es lo mejor de mi Lamborghini?

—Todo —dijo Rose—. Todo debe ser bueno en un Lamborghini.

—Lo mejor es el asiento del conductor, hecho expresamente a mi medida. En carbón fiber fabric. La Casa del Toro me lo acondicionó especialmente. Todo un Lamborghini Aventador LP 700-4, the relentless force, hecho para que un lisiado como yo pueda andar por ahí a 200 millas por hora. Qué opina.

—Qué quiere que opine, que con razón le quitaron la licencia. Oiga, abogado, yo venía pensando… Mandra X, o sea Mandrax… ¿Sí ve? Mandrax, el barbitúrico. Esas capsulitas azules con blanco que hace mil años se pusieron de moda en las discotecas, las recuerda, ¿no? De acuerdo, usted no es del tipo discotequero.

—¿Filicidio con Mandrax? Pudo ser. ¡Bien, Rose! A lo mejor usted es más vivo de lo que parece.

—No espere mucha viveza de mí, abogado. Yo soy un tipo quebrado por la pena, eso es todo.

Mandra X, verdadero nombre Magdalena Krueger, cumplía cadena perpetua en Manninpox y era en efecto de origen alemán, como sospechaba María Paz: había nacido en el punto donde se juntan dos ríos menores para dar lugar al Danubio. Como le sucedió a Cristo, de sus primeros treinta años de vida no se supo nada, hasta que hizo su aparición en la historia al entregarse a las autoridades de Idaho tras asesinar a sangre fría a sus tres hijos. En su momento, el caso había suscitado polémica y escándalo de prensa, con el repudio de la opinión pública y la movilización en su apoyo de ciertas organizaciones humanitarias y pro eutanasia. La condenaron a tres cadenas perpetuas y por tanto a permanecer tras las rejas durante esta encarnación y las dos siguientes. ¿Qué volteretas legales la llevaron de un juzgado de Idaho a una prisión en el estado de Nueva York? Eso no se lo explicó Pro Bono a Rose, sólo le dijo que Mandra X había venido a parar a Manninpox y que ahí permanecía desde siempre y para siempre. Una atenuante la había salvado de la pena capital: según el expediente, las víctimas, sus hijos trillizos, padecían una conjunción apabullante de malformaciones de nacimiento, como ceguera, sordera y retraso mental. La mujer se consagró a ellos hasta que cumplieron los trece años de edad, y en ese momento tomó la decisión de eliminarlos con sobredosis de narcóticos. A los tres el mismo día, todos al tiempo, tomando las precauciones necesarias para que no sufrieran ni se percataran de lo que estaba ocurriendo. Simplemente los dormí, los dormí para siempre, declaró después ante la prensa, con una serenidad que algún reportero calificó de pasmosa.

Mandra X había declarado ante el juez que desde que los niños nacieron, había sabido que llegaría el momento en que para ellos la vida iba a dejar de ser viable. Ella personalmente era fuerte y contaba con una herencia familiar que le permitía mantenerlos sin necesidad de trabajar fuera de casa, pero los niños no podían asistir a ninguna escuela, y como no distinguían entre el día y la noche, siempre había al menos uno despierto y exigiendo atención. Cuidarlos era una labor extenuante, el dinero de la herencia se fue agotando y el subsidio del Estado no alcanzaba. El año en que los niños cumplían los doce, a ella le diagnosticaron cáncer de vejiga. Se curó con un tratamiento intensivo pero quedó obsesionada con la idea de reincidir. Ante todo no quería morir dejándolos solos.

No hizo ningún intento de encubrir su crimen ni de ocultar los cadáveres. Al contrario. Colocó a los niños debidamente amortajados sobre sus respectivas camas y, antes de entregarse a las autoridades, se ocupó de que los servicios fúnebres quedaran pagados. Todo lo previo y se las ingenió para dejarlo arreglado de antemano, sendos cajones de tamaño adecuado, carros mortuorios, velatorio con cirios y coronas, cremación, acuerdos y permisos para que las cenizas fueran transportadas hasta Alemania y arrojadas al Danubio desde un cierto puente de su pueblo natal. Ya una vez condenada y en prisión, Mandra X estableció contacto con Pro Bono y con las organizaciones humanitarias que la habían respaldado, y en su celda se dedicó al ejercicio físico y al estudio del derecho penal norteamericano.

—Mandra X. Medea X —le dijo Pro Bono a Rose—. Medea, la colérica, la feroz, la burlada. ¿Sabe qué le hace decir Eurípides? La hace gritar: «¡Morid, malditos hijos, pues nacisteis de mí, una madre funesta!». Al principio me temblaban las rodillas cuando me enfrentaba a ella.

—Como a Clarice Starling frente a Hannibal Lecter —dijo Rose.

—¿A quién?

—Nada.

—Ya luego nos hemos vuelto cómplices; supongo que entre monstruos nos entendemos.

—De todas maneras hay una cosa que no entiendo, esa amiga suya…

—Ojo, no dije amiga, dije cómplice —corrigió Pro Bono—. Mandra X no cultiva amistades.

—De acuerdo. Esa cómplice suya mató a sus hijos por miedo a morir ella misma de cáncer y a no poder cuidarlos…

—… pero de eso hace veinte años y sigue viva. —Pro Bono completó la frase—. ¿Ese es su reparo?

—Reparo no, quién soy yo para juzgar.

—Entiendo su punto, supongo que ella debió morir inmediatamente después, para que las notas amarillistas salieran redondas. Pero no pasó así, el cáncer no retornó, ella cometió ese error de cálculo. ¿Cree que deberían reconsiderar y condenarla a muerte por eso?

—¿Matarla porque no murió? No parece sensato.

Mandra X había apoyado a María Paz y le había enseñado a sobrevivir en prisión. María Paz se había vuelto otra persona desde que Mandra X la acogió en su grupo, Las Nolis. Les decían Las Nolis, pero el grupo, o la secta, tenía su nombre completo en latín: Noli me tangere.

—Suena raro, latinajos en la cárcel —me dice Rose—, pero así se llama, y por qué no, en un castillo medieval por qué no van a hablar en latín. En todo caso Noli me tangere quiere decir no me toques, es una cosa bíblica. Parece ser que al principio Las Nolis se equivocaron con María Paz, la vieron medio tonta, debilucha, una cosita bonita. Según Pro Bono, ella misma se encargó de demostrarles que tenía madera.

Las seguidoras del Noli me tangere se guiaban por un credo elemental de supervivencia y respeto. Hasta ahí, lo concreto. Pero Mandra X era zorra vieja y sabía que el asunto no le funcionaba si no le ponía su misterio y su culto, su ceremonia y su retórica. En la cárcel, como también fuera de ella, pero sobre todo en la cárcel, la forma era indispensable para que hubiera contenido. Sin actitud no había significado, y sin ritualidad no había compromiso.

—¿Una militancia política? ¿O una secta religiosa? —le preguntó Rose a Pro Bono.

—Más sencillo que eso.

Mandra X se había inventado la manera de cohesionar mujeres de distintas edades, clases sociales, niveles de educación, religión, color de piel, perfil psicológico y ético, inclinaciones sexuales, todas ellas con una sola cosa en común: estaban presas. Eran inquilinas del último gueto. Mandra X les proponía algo semejante a un pacto de esclavos para que no dejaran de ser humanas en condiciones inhumanas de vida. Y además eran todas latinas, ese era el otro factor común. Siendo ella misma aria, se había convertido en cabeza del clan latino. Pro Bono no sabía bien cómo había llegado a consolidarse en esa posición, pero sí que se había impuesto a tarascazos, a punta de fuerza y carisma, y porque había vivido muchos años en América Latina y hablaba español. Además era veterana, más antigua que casi todas las demás en Manninpox, donde se había formado como dirigente en derechos humanos, según un estilo muy personal. Circulaba una leyenda negra en torno a su crimen, y también a su filosofía y a sus métodos.

—María Paz. escribe sobre sacrificios colectivos en Manninpox —dijo Rose—. Habla de orgías entre las Nolis…

—¿Qué sabe de todo eso la linda María Paz? —dijo Pro Bono.

—Sacrificios cruentos —insistió Rose—. Dice que corre sangre.

Según Pro Bono, todo el asunto era difícil de entender si uno no se ubicaba en el contexto de impotencia, encierro y extrema privación de esas mujeres, para quienes sus propias heridas eran lo único verdaderamente suyo. Se las infligían a sí mismas sin que nadie pudiera impedirlo. Sus cicatrices eran marca, su marca, la que ellas mismas elegían, a diferencia del número que les asignaban, la celda en que las encerraban, el horario que les imponían, el uniforme que les chantaban. En cambio había algo que nadie podía quitarles: su propia sangre, su sudor, su mierda, sus lágrimas, su orina, su saliva, su flujo vaginal.

—Algo es algo —dijo Rose.

—Todo eso me recuerda a una mística holandesa del siglo XIV, Liduvina de Shiedam —dijo Pro Bono.

—No conozco —dijo Rose, pensando que seguramente Cleve sí habría sabido de quién se trataba.

—Liduvina de Shiedam. Una mujer extraña, entre mística y loca. Se solazaba en su propia descomposición, se aplicaba a sí misma tormentos y se entregaba con gusto a la enfermedad y a las infecciones, hasta que se transformó en un desecho, en una piltrafa. Tuvo que convertirse en basura viviente para encontrar su propia identidad. Leer sobre ella me ha ayudado a entender a Mandra X y a sus Nolis. Mire, Rose, las cosas allá adentro son de otra intensidad —iba diciendo Pro Bono, mientras Rose observaba cómo el arco bajo de la luz del otoño doraba el paisaje—. Oiga esto, amigo, si me va a acompañar allá adentro, tiene que cambiar de códigos. Allá adentro hay otro mundo, que exige pensar de otra manera.

—No sé si vaya a acompañarlo hasta allá, abogado. Más bien hábleme de María Paz.

—María Paz es otra cosa. María Paz es una persona normal, si tal cosa existe. Su paso por Manninpox fue toda una experiencia, que la endureció, sin duda, y la hizo madurar. Yo fui testigo de ese proceso, que sin embargo no alcanzó a transformarla en lo que llamarían carne de cárcel.

—O sea que María Paz no es como la santa esa —dijo Rose.

—En realidad las demás tampoco, no del todo, no hay que forzar la comparación. Mandra X y sus chicas reivindican su propio dolor, pero también su alegría. Quieren sentirse vivas porque sufren y lloran, pero también porque cantan, se masturban, escriben, hacen el amor. En el fondo, lo que Mandra X divulga es que en la cárcel se puede llevar una vida plenamente humana, si se lucha por eso con suficiente empecinamiento.

—María Paz dice que se tasajean la piel y se cortan las venas.

—También eso, y por qué no, si se da como libre elección.

—Dice que manchan las paredes con excrementos.

—Pintan grafitis con mierda. O con sangre. ¿Y con qué más van a hacerlo? No es como que tengan brocha y pintura a mano. Ya le digo, no las juzgue fuera de contexto. Lo que a usted y a mí puede parecemos asqueroso, para ellas tiene otro valor. Investigue un poco sobre Sade y Pasolini, hablan del círculo de la mierda y el círculo de la sangre.

Círculos de mierda y sangre, eso tenía sentido para las Nolis, que en cambio rechazaban la lavandina y la creolina, que borraban la huella humana, reduciéndolas a ellas a una existencia de fantasmas. Había que partir de la base de que ni siquiera la ropa o las sábanas que usaban les pertenecían; eran lavadas, desinfectadas y repartidas a quien le cayeran. Pero las Nolis no eran perita en dulce, dijo Pro Bono. Se daban sus mañas y ganaban una que otra batalla, siempre podían embadurnar algún muro con su mierda, tirar al piso la comida y cantar a grito pelado cuando las luces ya estaban apagadas. O armar un infierno allá adentro, quemando colchones y rompiéndole la madre al que se atravesara.

—Lea ajean Genet —dijo Pro Bono—. Fue un criminalazo y sobre estas cosas escribió como nadie, oiga lo que dice: «Los piojos eran valiosísimos para nosotros, porque se habían convertido en algo tan útil para atestiguar nuestra insignificancia, como lo son las joyas para atestiguar el éxito».

—Ya voy entendiendo —dijo Rose—. Así que los piojos. Voy a leer a ese Renet.

—Genet —corrigió Pro Bono y arrancó a hablar como para sí mismo, un viejo que se entrega a la vieja maña de clavar el rollo sin importar si lo escuchan o no, y por ahí se fue derecho, montado en su propio impulso, citando a Sade, a Sacher-Masoch, a Roudinesco, y ventilando anécdotas de Erzsebet la Sangrienta, Gilíes de Rais y el Conde de Lautréamont, la santa Liduvina, las demás mártires de la cristiandad, la secta asesina de los nizaríes, las viudas negras, los genios de lo oscuro, los exégetas del autoflagelo y los príncipes de la perversidad.

Del cuaderno de Cleve

Buscando algo sobre la historia de las prisiones norteamericanas, di con este librito, reimpreso en 1954 por Yale University Press, y me lo leí de una sentada. Se trata de la biografía de un bicho raro, Edward M. Branly, el arquitecto que entre 1842 y 1847 construyó Manninpox, una de las primeras grandes cárceles del país, junto con Sing Sing, Auburn Prison, la Cheny Hill Penitentiary de Filadelfia y New Jersey State Prison. Todas ellas con el denominador común de ser imponentes y rimbombantes por fuera, y oprobiosas por dentro. Ahí mismo me lo eché todo, las 156 páginas, sin parar ni para servirme un café. Me urgía saber qué clase de bicho podía ser ese que a sangre fría y a lo largo de cinco años había planeado meticulosamente la manera más eficaz de mortificar a las dos mil mujeres que permanecerían encerradas en Manninpox. Quería saber quién era el hombre que con celo profesional y fruición de artista había concebido cada miserable detalle. Como las ranuras alargadas que hacen las veces de ventanas, calculadas para dejar pasar a duras penas un hilo de luz. Como la ausencia de ventilación, que obliga a las presas a vivir bajo la permanente sensación de ahogo. Como el deficiente sistema de alcantarillado y desagüe, que hace que flote en el aire el hedor de los orines y la mierda que se van acumulando año tras año. Como las jaulas diseñadas para dos presas y que sin embargo tienen el tamaño de un clóset. Como el cabezazo de hacer de las jaulas vitrinas, para que cualquier movimiento pueda ser observado desde el exterior y cada presa sepa que en todo momento es objeto de escrutinio. Como la adición de celdas de aislamiento, por si tu comportamiento en las ordinarias deja que desear, y de otras todavía peores, las de castigo, por si no te comportas en las de aislamiento. Como el golpe recio y seco de las rejas al cenarse, pensado expresamente para que retumbe por los pasillos, como diciéndoles a todas que están jodidas, que se olviden del mundo de afuera, porque el encierro es irreversible. O como los baños, sin puertas ni mamparas para que quede a la vista el uso de duchas y escusados, con el fin de evitar, según palabras del propio Branly, «actos de violencia o asaltos sexuales, más cualquier otro tipo de movimientos prohibidos o inmorales». El ángulo más peculiar de la mentalidad del arquitecto este, el que más me sorprende, tiene que ver con el contraste entre la mezquindad y lobreguez del interior de la construcción, y el despliegue de grandeza de su exterior. O para decirlo en sus propias palabras, «la gratificación estética de un concepto arquitectónico sublime». ¿Utilizar el adjetivo sublime para referirse a un lugar de abandono y sufrimiento? ¿Qué clase de imbécil puede solazarse con la idea de una prisión sublime?

Aunque propiamente imbécil no fue el tal Edward Branly; entre diseño, construcción y comisiones, ganó con Manninpox una suma desopilante que hoy equivaldría a unos doce o trece millones de dólares. Y si no era imbécil, entonces tenía que ser sádico. Uno se lo imaginaría de niño, teniendo que crecer al lado de un padre abusador y de una madre buena a quien el padre borracho golpeaba hasta dejarla sin sentido, algo tortuoso por el estilo, o quizá el padre obligaba a la madre a prostituirse para pagarle la botella de whisky que consumía cada noche, en todo caso un niño maltratado que de adolescente se divertiría encerrando al gato en un baúl y de adulto se convertiría en un torturador de mujeres, pero uno timorato, incapaz de hacerlo directamente y que por tanto se contentaba con ser autor intelectual de las mil maneras de mortificarlas confinándolas, degradándolas, reduciéndolas a guiñapos. Algo así. Para mí que sólo esa clase de degenerado podía concebir un adefesio moral como Manninpox. El librito gris me demostró que estaba yo muy equivocado.

Edward Branly fue, muy por el contrario, un prohombre respetado y admirado en su tiempo, hijo a su vez de otro ciudadano ejemplar. Practicante de lo que se llaman «impecables costumbres», BranlyJr. se convirtió en adalid de progreso y reforma según un modelo justo y liberal, y su cárcel fue acogida en su momento como obra memorable y contribución decisiva para «mantener en alto la dignidad, autoestima y sentimiento de poder de una sociedad», para citar al adulador que escribió el libro. O sea que Manninpox no fue vista como aberración sino todo lo contrario, como institución punitiva pero a la vez reformadora e inclusive redentora, pilar de una democracia que depara merecido castigo a quienes se desvían. Y tampoco fue Manninpox excepcional; apenas uno de una serie de castillos del horror, decisivos, monumentales, imposibles de olvidar, siempre presentes en la conciencia de una nación que debe tener claro lo que le espera si opta por la seda equivocada. This is progress, this is civilization. We have arrived!, proclamó textualmente el funcionario que inauguró Manninpox en presencia del propio Branly, a quien le fue entregada una botella de champaña para que la reventara contra la piedra fundacional.

Desde que conozco Manninpox por dentro, desde que la frecuento todas las semanas, no puedo dejar de pensar en ese mundo de encierro que coexiste como una sombra con el nuestro, el de las puertas abiertas y el aire libre, donde habitamos los demás sin darnos cuenta siquiera de lo que eso significa. Y desde que conozco a María Paz no puedo dejar de preguntarme qué vueltas del destino hacen que una persona como ella tenga que vivir de ese lado de las rejas, mientras que una persona como yo puede vivir de este lado. Todo parece tan dolorosamente arbitrario. Por momentos, sólo por momentos, siento que la distancia desaparece y que los muros no existen. El otro día, ella se me acercó con dos hojas de papel, de las de bloc amarillo, en las que había escrito un ejercicio que les pedí en clase. En el momento en que me las entregó, mi mano rozó la suya y un corrientazo me recorrió el cuerpo. Me pareció que el contacto se prolongaba más de lo estrictamente necesario, que el instante se detenía en el tiempo y que durante ese instante, ella y yo estábamos juntos, tocándonos, sintiéndonos, comunicándonos. Y excitándonos un poco también, hay que decirlo, o al menos a mí me pasó. Pero lo decisivo fue que mientras duró ese roce de las manos, ella y yo estuvimos juntos y del mismo lado de la reja. O mejor aún, juntos en un mundo sin rejas. Apenas por un instante. No sé si ella habrá sentido lo mismo, a lo mejor ni cuenta se dio, pero no, no fue así, claro que sí se percató, la muy perversa debió pillarse mi azoro y aprovechó para convertirme en hazmerreír del grupo.

—Uy, míster Rose, se le puso rojo el rayo —me dijo con respecto a la cicatriz que tengo en la frente pero apostándole al doble sentido, ese ridículo jueguito picarón tan popular entre las internas, que se retuercen de risa como colegialas si uno dice tornillo porque entienden falo, o si uno dice tuerca porque entienden vagina, etc., etc., y así hasta el cansancio.

—Se me pone rojo, sí —traté de salir airoso del pitorreo—, y cuidado porque quema, como el de Harry Potter.

Entrevista con Ian Rose

—Y usted que ha leído todos los libros, ¿conoce este? —le preguntó Rose a Pro Bono, sacando de la guantera del carro un librito de pasta gris y pidiéndole que lo ojeara—. Lo encontré en la biblioteca de mi hijo. Es la biografía de Edward Branly, el hombre que…

—Edward Branly…, me suena… —interrumpió Pro Bono—. ¿El inventor de la telegrafía sin hilos?

—Otro Edward Branly, el inventor de nuevas maneras de atormentar mujeres.

—Y qué le extraña —dijo Pro Bono, después de leer un poco el libro así por encima—, con esta mentalidad se construyó la América de entonces, y en esta misma mentalidad se apoya la América de hoy.

—Y a usted, ¿no le repugna? —le preguntó Rose.

—¿A mí? Sí. Por eso soy defensor, y no fiscal.

Manninpox era una prisión antigua. Más tenebrosa que las nuevas, seguramente, pero también más difícil de controlar. Eso les daba a las internas margen de maniobra para protestar y para agruparse en torno a ciertas ideas, por ejemplo, lo sucio es humano y nos pertenece, lo limpio es inhumano y es herramienta de nuestros captores, en realidad un credo ancestral que rebeldes como los del Sinn Fein habían sabido revivir, convirtiendo las huelgas sucias en su herramienta. Pro Bono era autor de un buen paquete de teorías al respecto, que había publicado en varios artículos. Según él, las llamadas gentes de bien le tienen pánico a la mugre, a la sangre y a la muerte. Los considerados decentes le harían el juego a una civilización que les ofrece la inmortalidad como utopía, y de ahí su obsesión con la seguridad, personal y nacional. De ahí su obcecación con la juventud, la dieta, el keeping fit and active, la cirugía plástica, la salud, la limpieza extrema, los antibióticos, los desinfectantes, la asepsia. Están convencidos de que América puede hacerlos inmortales y esconden la enfermedad, la suciedad, la vejez y la muerte, para negarles existencia. La utopía americana, según Pro Bono, sería ni más ni menos que la inmortalidad. ¿En qué clase de gente nos hemos convertido, se preguntaba en sus artículos, que pretende vivir ignorando la muerte? Era lugar común decir que el sueño americano consistía en vivir para poseer, error, según Pro Bono. Había que invertir la ecuación: poseer para vivir. Poseer para no morir. La inmortalidad sería la verdadera utopía americana. A diferencia de los buenos hijos de vecino, las Nolis asumían la muerte con todos sus rituales. Esa era su lucidez, su superioridad sobre los demás.

—¿Así que María Paz no participaba de eso? Digo, de esas cosas de sangre —le preguntó Rose.

—María Paz era en sí misma un sacrificio vivo. En un medio donde se valora y se exalta la inmolación, ¿qué mejor símbolo que María Paz, la inocencia personificada y sometida al desangre?

—Por este desvío se llega a mi casa. —Rose señaló hacia la izquierda cuando llegaron a la intersección con un camino estrecho y empinado, oscurecido por una vegetación más densa—. Entrando por ahí, a unos quince minutos hacia arriba, se llega a una lagunita que llaman Silver Coin Pond. A la orilla hay una roca grande, y al lado un arce más alto que los demás. Hace un tiempo, ahí apareció pegada la cara de un hombre que se llamaba John Eagles. Se la arrancaron y la pegaron a la corteza de ese árbol. Esa muerte dejó imantada esta montaña. Pesa sobre la gente. Y también sobre el paisaje; no se quita con nada.

—¿Quién hizo semejante cosa? —preguntó Pro Bono.

—No se sabe. Las autoridades dicen que fue gente de fuera que andaba drogada, pero los vecinos se lo achacan a las fugitivas. Los de aquí creen que las presas de Manninpox se escapan y que rondan por el bosque haciendo maldades. Cada vez que sucede cualquier contratiempo, los vecinos dicen que fueron ellas. Una gallina perdida, un incendio en un establo, un ruido en la noche, una bicicleta robada. Todo se lo achacan a las fugitivas. Por aquí son un mito. Uno trata de razonar con la gente, explicar que quién va a poder escapar de esa fortaleza blindada, pero no hay caso. La gente cree que ellas se escapan, y les tienen miedo.

—¿Cuándo sucedió eso? Lo del tipo de la cara arrancada.

—Unos días antes de la muerte de mi hijo.

Al rato les cenaba el camino la mole de Manninpox. El lugar indeseable por antonomasia, la pesadilla de las noches de los buenos vecinos del lugar, la nube de sus días soleados, el punto negro en su espléndido paisaje. Rose, que venía dudando si entrar o no, en ese momento supo que no había escapatoria: si alguna pista había sobre la muerte de Cleve, estaba encerrada allá adentro. Pro Bono, que jugaba de local y conocía los procedimientos, le tramitó un gafete de visitante profesional, haciéndolo pasar por ayudante suyo, y le avisó que ante Mandra X lo presentaría como lo que era, el padre de Cleve Rose, antiguo director de uno de los talleres literarios. Aquella no iba a ser una visita ordinaria; Mandra X gozaba de régimen especial, podía atender interlocutores entre semana, incluyendo representantes de la prensa, en recinto privado y sin presencia de guardias, según disposición del Senado para ciertos internos con reconocido liderazgo en derechos humanos de la población carcelaria.

Los encerraron bajo llave en lo que llamaban Conference Hall, un recinto de techos opresivamente altos que tenía por mobiliario cinco mesas metálicas con cuatro sillas cada una, suficientemente distanciadas entre sí como para que las conversaciones no se cruzaran. La única mesa ocupada era la suya, y Rose sintió que no podía existir en el mundo un lugar más desolado. Para mitigar la angustia quiso saber hacia dónde estaría su casa, en qué dirección, pero aquel recinto no tenía ventanas, ninguna ventana, no era posible orientarse. Debían de estar bajo el nivel del suelo, al menos a Rose le había dado la impresión de que habían ido en descenso por la larga rampa de acceso. Se estremeció de frío, lamentó haber dejado dentro del automóvil su abrigo y a falta de él se subió el cuello de la chaqueta y se la abotonó. Le extrañó sentir corrientes de aire. Por algún lado debían de colarse a ese lugar hermético, haciendo que aquella soledad fuera insoportable. Los chiflones entraban pero no así la luz del día, ni un gramo de luz de sol, el lugar estaba alumbrado por tubos de neón colocados arriba en el techo, desde donde esparcían una especie de fluorescencia granulada que rompía el espacio en una miríada de puntos vibrantes. Rose trató de detectar algún ruido humano, una tos, unos pasos, algún rastro de vida que llegara de lejos, pero no lo logró. En cambio escuchó timbres apremiantes como la voz de Dios, y golpes metálicos que bajaban a sus oídos desde diversos ángulos, una vez y otra vez, golpes secos y sordos de rejas al cenarse, o sería apenas el eco de viejos golpes. Dios mío, pensó. Y se metió las manos heladas a los bolsillos para tratar de calentárselas.

—No sé qué me dio en ese lugar —me dice Rose—, supongo que un ataque de claustrofobia. Empecé a sentir que se me cenaba el pecho. Era una opresión jodida, para peor del lado izquierdo, tanto que me pregunté si no sería el corazón. Lo único que quería era salir de ahí. Como le digo, el salón era espacioso, pero yo sentía que todo ese espacio tan frío y tan vacío se encogía sobre mí. Y nadie venía, nadie abría la puerta, nada. Ahí seguíamos solos y bajo llave en lo que me pareció una eternidad, aunque en realidad hayan sido sólo quince o veinte minutos. Pero yo sentía que se habían olvidado de nosotros.

Finalmente hizo su aparición Mandra X. La escoltaban guardias a lado y lado, pero sin tocarla; era evidente que conservaban cierta distancia. A juzgar por lo que le habían dicho del personaje, Rose esperaba que irrumpiera resoplando fuego y rompiendo las tablas, como un toro bravo al ruedo. Pero no fue así. Mandra X fue entrando lentamente, fría y majestuosa como una reina de hielo, calculando cada paso, balanceando la masa musculosa, midiendo distancias y peinando el lugar con la mirada, con la boca apretada y los brazos flexionados, ligeramente apartados del cuerpo.

Aunque Pro Bono le había aconsejado discreción, y advertido que ante todo no se quedara mirándola fijamente y con la boca desencajada, como solía suceder, Rose no pudo evitar mantener clavados los ojos en ella desde el principio hasta el final. Una criatura totémica, eso era Mandra X. Un ser superior a la naturaleza, o inferior a ella, de quien no podías saber si era dios o demonio, hombre o mujer, templo sin estatuas o estatua sin templo. En eso había logrado transformarse tras años y años encerrada en una celda, sin mejor plan que reinventarse a sí misma chuzándose, cortándose, pintándose, clavándose agujas y perforándose, en versión contemporánea de las Liduvinas de otros siglos. Se había metamorfoseado a sí misma mediante todas las modalidades de lo que llaman intervención voluntaria sobre el propio cuerpo, y los tatuajes la rayaban de arriba abajo sin perdonar un palmo de piel, como si un niño armado de crayola azul se hubiera ensañado contra ella. Tenía los lóbulos de las orejas alargados y desprendidos de la cara. Las pestañas ausentes y las cejas borradas le daban el aspecto inhumano de un Mazinger Z. Y luego estaba el pelo cortado al cepillo y cruzado por líneas de máquina de afeitar, como un Nazca en miniatura. Más las narices agujereadas; el labio superior bífido y la lengua bifurcada; las mejillas, el cuello y las manos marcadas con escarificaciones. Y si eso era lo que asomaba, qué no ocultaría esa mujer bajo el uniforme, Rose no quiso ni imaginarlo, pero no pudo evitar recordar que según María Paz, Mandra X se había hecho inyectar los pezones con tinta y tatuar una corona de rayos alrededor de cada uno, como dos soles negros en medio del pecho. Y el olor que despedía… No propiamente olor a santidad, pensó Rose, más bien como esos homeless que te tumban con su tufo cuando pasan por el lado. Manejaba bien su montaje y su teatralidad y era muy consciente del efecto que causaba, como de sibila deifica pero a lo bestia, y no buenamoza y ojiverde, como la pinta Miguel Ángel en el techo de la Capilla Sixtina, sino una sibila esperpéntica, grotesca pero de alguna manera sublime, como debieron ser realmente las sibilas.

—Con decirle que en la frente tiene tatuada una frase, «I have a dream» —me dice Rose—. ¿Se imagina? Ahí en esas mazmorras vive una criatura que se atreve a soñar, a levantar las banderas del viejo sueño. Francamente. No sé, espeluznante. De veras. Otros llevan camisetas con slogans como «Solterito y a la orden», «I love NYC», «Fuck y’all», «Ban nuclear now». Ella no, ese monstruo se tatuó «I have a dream» en toda la frente. Con razón Pro Bono me había dicho que Manninpox parecía existir sólo para contenerla a ella, a Mandra X, el minotauro de ese laberinto de piedra. Y la cosa es que no entró sola. Venía acompañada por otra interna del mismo tamaño de ella, o a lo mejor hasta más grande, no sé, pero le juro que yo no me di cuenta, yo sólo podía mirar a ese… ser, esa especie de toro rayado de azul. Ni siquiera noté que había entrado con otra interna, hasta que las dos estuvieron sentadas frente a nosotros. En silencio. Pro Bono se había olvidado de advertirme de que Mandra X no habla directamente con la gente de fuera, sino que siempre lo hace a través de una intermediaria. Tal vez para que no la incriminen, el motivo no lo supe, la cosa es que nunca llegué a escucharle la voz. De tanto en tanto le susurraba al oído algo a la otra interna, que era la que se comunicaba con nosotros. Después Pro Bono me dijo que a esa la llaman la Muñeca. Precisamente por eso, porque es haga de cuenta un muñeco de ventrílocuo. Y como le digo, de la boca de Mandra X no salió ni una palabra. Nada. El Minotauro sólo nos miraba. No se había sentado a la mesa, sino a cierta distancia, y nos miraba. Así como para empezar, la Muñeca le hizo una pregunta a Pro Bono, refiriéndose a mí. Le preguntó, ¿usted confía en ese tipo? «Ese tipo» era yo. ¿Y sabe lo que respondió Pro Bono? Pro Bono respondió, en realidad no lo conozco. Increíble, eso fue lo que dijo, en realidad no lo conozco, ahí está pintado ese tipo, my new best friend forever me negaba delante del monstruo así sin más ni más, y yo ahí, queriendo que me tragara la tierra. Si prefieren me salgo, dije, como si pudiera salirme por esa puertota metálica cenada con llave, pero en todo caso lo dije, si quieren me salgo, y me fui parando, y entonces Pro Bono les explicó que yo era el padre de Cleve Rose, y a una orden de Mandra X, la Muñeca me indicó que me quedara donde estaba.

Rose supuso que eso significaba una especie de bautizo; Mandra X estaría dándole el visto bueno y él en reciprocidad debía aceptar su mandato. Imposible no hacerlo, por lo demás, si estaba claro que de los cuatro presentes, ella era el alfa, el macho dominante, la que indicaba por dónde y hasta cuándo. Enseguida la Muñeca empezó a hablar de María Paz. A contarles una historia de los días que María Paz había pasado en Manninpox. Dijo que cuando las internas antiguas la vieron por primera vez, lo que comentaron fue «esta no la logra».

A Manninpox van a parar dos clases de gentes. Al primer grupo pertenecen las que asumen la responsabilidad de sus acciones, las que reconocen que sí, que cometieron un crimen y les vale madres, y sueltan de frente un yo lo hice y qué, lo hice y aquí estoy pagando, y cuando termine de pagar me largo y no vuelven a verme el pelo. Esa es una clase. La otra clase dice no, yo no lo hice, soy inocente, esto es una injusticia y los bastardos que la cometieron van a terminar pagándola. A estas las mantiene vivas y activas la indignación y las ganas de matar y comer del muerto. Pero María Paz estaba en una tercera categoría, la de las condenadas por su propia cabeza, las que no cometieron delito pero de todos modos se sienten culpables. Estaba jodida desde antes de empezar, porque la hundía el pequeño fiscal que llevaba dentro, un detractor implacable que no la dejaba dar un brinco.

—Enseguida reconoces a una víctima, hay algo que la delata, es como si estuviera marcada —dijo la Muñeca, siempre bajo supervisión de Mandra X, que contemplaba la escena como desde un pedestal, helándole a Rose la sangre con su silencio.

—Cuantos más signos victimarios posee un individuo, más posibilidades tiene de atraer el rayo sobre su cabeza. La frase no es mía —dijo Pro Bono—, es del maestro René Girard.

Rose escuchaba todo, y no decía nada. No se atrevía a mirar a Mandra X a los ojos pero no paraba de observar las líneas azules que le recorrían los brazos, y se preguntaba qué querían decir. Serán venas, pensaba, venas tatuadas sobre las otras venas. Pero luego vio que cada línea tenía un nombre, un nombrecito escrito paralelamente en letra diminuta, como en los mapas, y aunque no pudo leerlos, porque hubiera tenido que ponerse las gafas, recordó que María Paz contaba en su escrito que el enjambre de líneas azules que le recorría el cuerpo a Mandra X era la red hidrográfica de Alemania.

—La teoría del rayo es cierta, los hay por ahí con el rayo en la cabeza —me dice Rose y me habla de Luigi, un niño de su vecindario durante la infancia.

Ese Luigi, flaquito y unos años menor que él, era a todas luces una víctima reconocible, un pobre cagón, un mocoso triste a quien su mamá le gritaba y le pegaba. Y Rose también, claro que Rose también, no era sino oír llorar a Luigi para que se despertara en él una vocación de crueldad que antes no conocía, al caído caerle, algo así, una rara exacerbación, o mejor decir excitación, que tomaba posesión de su persona cada vez que oía chillar a Luigi. Yeso que Rose jamás había sido un bully, más bien todo lo contrario, los matones del colegio se habían burlado de él hasta el cansancio, Rose podía hacer suyas las palabras que al respecto había dicho Obama, I didn’t emerge unscrathed. Y sin embargo una pulsión casi sexual lo había llevado a patear a Luigi, a hacerlo berrear, a contribuir él también a joderlo simplemente porque ya estaba jodido, simplemente porque su madre, al golpearlo, se lo había regalado, poniéndolo a disposición de su superioridad. Luigi era un láser, un despreciable sufridor, y Rose sentía que maltratarlo era lícito y además inevitable: sus lloriqueos eran una invitación a la maldad.

Las demás presas creían que María Paz convocaba a la desgracia con su propensión a bajar la guardia, con su manera de refugiarse en un repetido no sé, no recuerdo, no entiendo, y con su forma púdica de estirarse la falda del uniforme, como si le quedara corta. Las internas antiguas se decían entre ellas, esta tiene cara de mártir y está regalada: un juicio en el que casi nunca erraban. Manninpox reconocía a las débiles, a las perplejas, a las denotadas. Y se aprovechaba de ellas. Se les bebía la sangre. Y en el caso de María Paz eso no era del todo metáfora: su sangre goteaba caliente sobre esas piedras heladas.

Al principio María Paz vivía en las nebulosas y era incapaz de contarse a sí misma su propia historia, incompetente a la hora de juntar las piezas del rompecabezas para armar un todo. Durante sus primeras semanas en Manninpox, ni siquiera lograba dilucidar cuál había sido su punto de quiebre. Hablaba de sus propias cosas como si le hubieran ocurrido a otra persona. La primera vez que Mandra X conversó con ella en privado, María Paz se quejó de que no le habían dado pantis. Al ingresar a la prisión, cuando le quitaron su ropa y le suministraron el uniforme, no le habían dado pantis. La dejaron sin ropa interior y eso la mortificaba horriblemente, se quejaba de eso como si fuera su drama único y principal, andar por ahí sin pantis, expuesta y violentada. Tal vez con pantis esta mosca muerta vuelva a ser persona, había pensado Mandra X, y le había conseguido dos pares, para que pudiera lavar uno mientras usaba el otro. Eso pareció calmar un poco a la novata, que venía de aguantar mucho; después de un careo a los sopapos, la habían confinado en el calabozo por varios días, vaya a saber cuántos, la propia María Paz no lo sabía, había perdido la cuenta. Se comprendía que anduviera turulata después de lo que había soportado, pero se iba a hundir si no reaccionaba.

—Ni siquiera le informaron del asesinato del marido, y si le informaron, ella no registró el dato —me dice Rose—. Tuvo que contárselo Pro Bono, más de un mes después de ocurrido.

—¿Usted sabía, abogado, que María Paz. estaba preñada? —le preguntó la Muñeca a Pro Bono—. No lo sabía, ¿cierto? Embarazada, ¿entiende? O cómo quiere que se lo digamos, con humo en la cocina, cargada, con el muñequito adentro. ¿Boquiabierto con la noticia? Pues sí, estaba putamente preñada, fucking pregnant.

—En realidad no lo sabía —reconoció Pro Bono después de unos segundos de silencio, y por su tono Rose supo que no haber estado al tanto lo hacía sentir mal—. Ella nunca me lo dijo.

Ah, no, qué le iba a decir, si María Paz nunca dice nada, y menos si le duele. Pero así era, estaba preñada. Aunque de eso hablara poco, porque era incapaz de reconocerlo, incluso de reconocerlo ante sí misma. Según la visión que de ella se tenía dentro de la prisión, María Paz era un manojo de confusión, un jodido nudo de nervios. Cada vez menos, eso se lo abonaban, poco a poco se había ido despertando, agarrando cancha, porque en Manninpox la que no espabila va al muere, camarón que se duerme se lo lleva la corriente, pero al principio la veían como una nena, pura negación y tembladera.

—Supongo que usted tampoco sabe que ella perdió el crío durante la paliza que le dieron los del FBI —le dijo la Muñeca a Pro Bono—. Ni idea, ¿cierto? ¿Y sabía que la hemorragia le empezó por eso? No, usted no lo sabía. La princesa esas cosas no las cuenta. Porque duelen. Entonces mejor cenar la boca.

Mejor no contar, por ejemplo, que las guardias ya ni toallas sanitarias querían darle, echándole en cara que había agotado su cuota de Kotex y la de todo el pabellón. Pero María Paz era de las que creían que bastaba con no mencionar las cosas para que no hubieran pasado.

—Tonto yo, no haberlo sospechado —me dice Rose—. María Paz bien podía haber estado embarazada, claro, con tanta actividad de catre y tanto novio. Y sí, claro, la golpiza que le dieron cuando la detuvieron tenía que haberle ocasionado un aborto, todo era tan de cajón, cómo no haberlo intuido. Creo que debió dolerle ese niño malamente abortado vaya a saber en qué sótano de qué comisaría, en manos de qué sádicos. Ella, tan incapaz de formular un raciocinio del tipo es culpa de ellos, los que me maltrataron, conozco bien el cuadro, también yo pertenezco a esa familia. Ella debió hacer de ese hijo malogrado un nuevo motivo de golpes de pecho, una cantinela de por mi culpa, por mi culpa mi hijo no pudo nacer, por mi culpa no pude ser madre, por mi culpa mi hijo no era de Greg sino de Joe, o al revés, por mi grandísima culpa no era de Joe sino de Greg.

Rose dice haber caído en cuenta de una característica general del manuscrito de María Paz: se detiene en lo inmediato o se extiende en el pasado, dejando en el aire, como una neblina, lo más comprometedor y complicado. Pero claro, también podía ser que María Paz sí hubiera hablado sobre su embarazo, y que ese fragmento se hubiera perdido con las páginas faltantes.

—¿Usted sabía, abogado, que como la hemorragia no paraba, a María Paz la enviaron a un hospital adjunto a Manninpox, donde le hicieron un legrado? —seguía preguntándole la Muñeca—. Un dizque legrado, señor, así lo llamaron. No, usted no lo sabía, María Paz no se lo contó; ella no es capaz de representar el cuadro completo, ella ve su propia vida llena de huecos, como un jodido queso gruyere. La gente piensa cosas, ¿cierto? La gente tiene ideas. Iniciativas, que llaman. Y al hijo de este señor aquí presente, al profesor Rose, se le ocurrió poner a María Paz a escribir sus cosas. Para que tomara conciencia, que llaman. Ingenuo su hijo, señor Rose. Buena persona, pero inocente.

—Mi hijo era un excelente profesor y aquí hizo lo que pudo —saltó Rose, que ante la ofensa a su muchacho dejó a un lado la inhibición.

Los problemas de María Paz no habían parado ahí. Según la Muñeca, o según Mandra X a través de la Muñeca, la atención médica que se les prestaba a las internas de Manninpox era un oprobio, sobre todo la ginecológica. Las presas enfermas eran trasladadas al pabellón especial de un hospital público cercano, donde por supuestas medidas de seguridad, se las segregaba en un ala custodiada y se las encadenaba a un catre. Se las obligaba a esperar horas, o días, y finalmente se las atendía con la zurda, sometiéndolas a un diagnóstico burdo y a tratamientos inadecuados. Nadie se preocupaba por explicarles nada. ¿Qué padecían? ¿Qué medicinas les estaban dando? De eso la propia presa nunca se enteraba; actuaban sobre ella como si fuera un objeto. Con María Paz no habían hecho excepción. Le practicaron un legrado y aparentemente se recuperó, la sangre paró y ella fue devuelta a su celda. Pero un par de semanas más tarde la hemorragia reapareció, aunque no tan fuerte como antes. Pero cada día aparecían en su ropa interior manchitas color granate, como recordéis de que el daño seguía estando adentro. Mandra X la presionaba para que se concentrara en el juicio que la esperaba, que se preparara, que repasara los argumentos de su defensa, que tuviera clara la cronología de los hechos, que no cayera en contradicciones, que no agachara la cabeza. Pero María Paz se negaba a aterrizar, se hacía la loca y se perdía en sueños ajenos a la evidencia, fantasías sobre esa casa con jardín que según decía iba a comprar.

Rose me comenta que el retrato de María Paz que le pintaron en la cárcel no lo convenció del todo, le pareció que esas mujeres no acaban de entender su psicología. Por ahí no es la cosa, me dice. A raíz de lo que había leído, creía saber un poco cómo era ella, aunque por supuesto en Manninpox no se atrevió a contradecir, porque no toreas a un par de dragones si los tienes enfrente. De María Paz no debías esperar ideologías, creía Rose; no había que censurarla porque no fuera combativa, ni altiva, ni echada para adelante, como seguramente esperaba Mandra X de sus militantes. María Paz se las arreglaba con otros métodos, según Rose más discretos, pero no menos eficaces. La necesidad tiene cara de perro, reconocía ella misma en su escrito, y Rose empezaba a entender que precisamente en eso debía de consistir su código personal de conducta. Él conocía bien a los perros, había podido observar su manera peculiar de ir supliendo poco a poco las carencias con dosis infinitas de humildad y paciencia, y al mismo tiempo con una astucia y una convicción que los convertían en los más listos de los animales. Así iba María Paz por la vida, sin hacerle el asco a nada y al mismo tiempo sin morder ni ladrar, o sea sin declaraciones ni aspavientos, más bien avanzando en diagonal. Con nadadito de perro. Rose había visto nadar a sus perros. No sería crol, ni mariposa, ni espalda, sino un meneo sin estilo, apenas el necesario para avanzar manteniendo la cabeza fuera del agua, pero tan efectivo y perseverante que les permitiría cruzar el Canal de la Mancha si les diera la gana. A María Paz, Rose la adivinaba en las antípodas de la actitud retadora y guerrera de una Mandra X. La veía pragmática, comedida, acostumbrada a no pedir más de la cuenta, a no exponerse más de lo necesario, a moverse más bien por debajo de cuerda, lenta pero segura, ocupándose de cada cosa a la vez, sin desgastar sus neuronas en filosofías ni dilemas. Mandra X era una agitadora, una líder, una rebelde con causa. María Paz no. Una sobreviviente, había dicho ella misma con respecto a Bolivia, su madre, y Rose pensaba que otro tanto podría aplicársele también a ella; también María Paz era una sobreviviente, y a lo largo de su vida debía de haberse vuelto experta justamente en eso, en arreglárselas para sobreaguar sin hacer olas, como los perros.

Un día habían ido las guardias por María Paz a la celda, para llevársela hacia los tribunales. Había llegado el momento decisivo del juicio. Mandra X la había visitado minutos antes y la vio echándose bendiciones y rogándoles a los santos que le devolvieran la libertad para poder ir por su hermana Violeta. A la mierda los santos, le dijo Mandra X, déjate de rezos y olvídate por ahora de esa Violeta, la que debe salvar el pellejo eres tú, ve allá a romperle la madre a los malparidos que te tienen presa, los santos no tienen nada que ver en esto, aquí la cosa es confiando en tus propias fuerzas. Y cuando María Paz se alejaba ya por el pasillo hacia el autobús que iba a conducirla, encadenada como Houdini, a la sala de audiencias, Mandra X todavía alcanzó a gritarle una cosa más: vas a salir de aquí porque eres inocente, ¿me oyes?, eres inocente y vas a salir libre.

Pero no había sido así. María Paz había regresado a su celda con una condena de quince años a cuestas. Unas semanas después, la tragedia se aliviaba un poco, cuando Pro Bono solicita ante el Tribunal Superior la anulación del juicio, que según sus palabras, no había asegurado el derecho a una correcta defensa. Puesto en palabras de Rose, había sido una mierda de juicio, una parodia infame, una secuencia de canalladas. ¿Y qué sucede? Pro Bono logra su cometido y el tribunal dicta la orden de reposición. Es invalidado ese juicio, y a esperar hasta el nuevo. Borrón y cuenta nueva, aquí no pasó nada, volvemos a empezar. Pro Bono solicita que entre tanto se le conceda libertad condicional a su defendida, pero en eso no tiene el mismo éxito y su petición es denegada. María Paz debe permanecer en prisión; Manninpox va a mantenerla resguardada para evitar una posible evasión.

Por esa época se opera el mayor cambio en ella, y sus compañeras de prisión presencian cómo de adentro le va surgiendo otra persona. La ven ir madurando, fortaleciéndose, alejándose de la María Paz despistada y denotada que se había enfrentado al primer juicio en condiciones lamentables de entrega e indefensión. El apoyo de Pro Bono y la solidaridad de Mandra X, sumados a la expectativa de una segunda oportunidad, le infunden presencia de ánimo, energía y hasta sentido del humor. Se duerme en las noches con la esperanza de ser declarada inocente y se despierta en las mañanas con la sensación de que a la vuelta de la esquina está su libertad. Le da por leer todo lo que cae en sus manos y se entusiasma con el taller de escritura de Cleve. Sólo de tanto en tanto le viene un bajonazo, lo que las internas latinas llaman causa, sobre todo cuando su hermana Violeta se niega a pasarle al teléfono. Por lo demás, María Paz permanece activa y de buen ánimo, y se la pasa consultando el diccionario, aprendiéndose las conjugaciones de los verbos y las reglas gramaticales, empeñada en mejorar su inglés escrito para dejar testimonio de lo que ha tenido que vivir.

Pero no todo está saliendo a pedir de boca. El Tribunal Superior, que debe determinar la fecha para el inicio del nuevo juicio, la aplaza una y otra vez. ¿Por qué razón? Rose no entiende bien, Pro Bono ha tratado de explicarle una serie de razones que él sería incapaz de repetir, la minucia se le escapa. El problema tiene que ver con trabas legales, con putadas del fiscal, con condiciones insuficientes, con ires y venires en las negociaciones entre Pro Bono y la parte acusadora. Tos meses van pasando y el nuevo juicio se va convirtiendo en un espejismo. Y aunque la mente de María Paz aparentemente resiste la incertidumbre y la tensión que aquello implica, no sucede lo mismo con su cuerpo, que empieza a fallar de nuevo. María Paz somatiza el asunto, y la hemorragia, que reaparece más fuerte que antes, va minándole severamente el ritmo vital.

Mandra X y las Nolis intentan lo poco que está a su alcance para detenerle el quebrantamiento definitivo, remedios caseros que ante la anemia crónica resultan desesperados e insuficientes, cosas como relajamiento con yoga, alimentos frescos, ocho a diez vasos de agua diarios, té de hierbas aromáticas, suplemento de hierro, supresión del café, baños fríos de asiento.

—A muchas internas todo eso les sonaba a babosada y preferían otros métodos —les dijo la Muñeca—. Me refiero a hechizos, supersticiones, esas huevonadas.

Unas se iban por la magia blanca y otras por la magia negra, de todo se daba ahí dentro: candomblé, vudú, conjuros, palo mayombe, misas y hasta exorcismos, un aquelarre completo según la Muñeca. Mandra X le hacía la guerra a esas fantasías porque todo lo irracional le repugnaba, nada de rezos ni de sahumerios ni de velas encendidas a las vírgenes y a los santos, a todo eso le tenía casada la guerra. Pero el ambiente estaba caldeado. El pabellón había aprendido a apreciar a María Paz. Algo tenía esa niña que le permitía ganarse a la gente, era una seductora natural, y empezaron los rumores de que Mandra X la estaba dejando morir. Y según la Muñeca, la propia Mandra X reconocía que de alguna manera era cierto, lo suyo eran paños de agua tibia para la gravedad de la enfermedad. Como iban, iban mal.

Entre las latinas había una vieja, Ismaela Ayé, que se coronaba como reina madre de cuanta brujería. Era la única que había ingresado a Manninpox antes que Mandra X, o sea que las dos rivalizaban en antigüedad, y también en lo demás: enemigas declaradas desde el primer día. Pero esa Ismaela Ayé llevaba ya años en retirada. Según su propia versión, su declive había empezado cuando las guardias le decomisaron un tarro con tierra santa, una tierra del Gólgota, aseguraba, que era su fuente de poder sobrenatural.

—Pendejadas —dijo la Muñeca—, a Ismaela Ayé la había ido arrinconando Mandra X, esa es la verdad, a ella y a toda la superchería tercermundista, a todo el catolicismo de caverna y demás devociones de pacotilla, qué tarro ni qué tarro, qué tierra del Gólgota ni qué niño envuelto, Mandra X había empujado a Ismaela a un lado, convenciendo a las demás de tomar conciencia, de actuar racionalmente, de no dejarse joder ni por la autoridad, ni por su propia ignorancia.

Con la crisis de salud de María Paz, Ismaela se vuelve a crecer, a ganar presencia regando chismes contra Mandra X, convirtiéndose en la fuente de la maledicencia y haciendo que de su celda salgan especies, como que una asesina de sus propios hijos no puede entender el valor sagrado de la sangre. Ismaela Ayé se arranca a citar el Éxodo y los Hebreos para inculpar a Mandra X, y aprovecha las circunstancias para ir promoviendo la gloria de la sangre vertida, la sangre del Calvario que cae en copa celestial y otras extravagancias por el estilo, que en el fondo tienen acogida y quedan sonando por el pabellón.

A su vez, Mandra X sabe que por ahora lleva las de perder, porque la crisis de María Paz pone en evidencia sus limitaciones. Las demás internas la juzgan, dudan de sus resultados, esperan el desenlace. A lo mejor Mandra X podría afianzarse de nuevo en la supremacía deshaciéndose de Ismaela Ayé, difícil no le quedaría, bastaría con un capirotazo, si la vieja es apenas un manojo de huesos envueltos en pellejo reseco. Pero el tiro saldría por la culata, sería como admitir la denota, así que Mandra X opta por una línea conciliatoria y trata de apaciguar a Ismaela. Pero entienda, abuela, le dice, entienda que esta María Paz no es ningún Jesucristo, es apenas una criatura enferma. Pero la vieja no cede, sabe que lleva la sartén por el mango. Nada que hacer, las teorías de Mandra X y las prácticas de las Nolis sobre el dolor como redención y las heridas como consigna suenan mal ante el hecho real de que María Paz se les está muriendo. Mandra X queda entre la espada y la pared: entre la negligencia de las directivas de la cárcel y el fanatismo que se desata entre las internas. Ha tenido que ablandarse hasta el punto de recetar tés de hierbas, ejercicios de yoga y baños de asiento, y eso va minando su imagen y su ascendiente. En cambio la popularidad de la vieja Ayé sigue en ascenso y el pabellón de latinas abre los oídos a sus sermones, que aseguran que todos somos Cristo y toda sangre es sagrada, que si con sangre Moisés roció el libro, que si la sangre de Yemayá viene de las sombras, que si el cordero selló el pacto, que si el sacrificio abre las puertas de no sé qué y no sé cuánto. Una mezcolanza grotesca, les dijo la Muñeca a Pro Bono y a Rose, esa Ismaela tenía el cerebro reblandecido y ya no se acordaba de nada, todo lo revolvía y lo juntaba, lo que no sabía, se lo inventaba, y lo que no inventaba, se lo soñaba. Y sin embargo, de la noche a la mañana había logrado venderle sus cuentos a muchas, arrastrándolas a una borrachera de supersticiones y de esperanzas sobrenaturales.

—Un retroceso de décadas —dijo la Muñeca—, una vuelta a la jodida Edad Media, eso era lo que se vivía en el pabellón. María Paz moribunda en el centro de la atención y Mandra X impotente, mirado cómo la chica se le moría en las manos y sin poder hacer nada, porque todos sus recursos estaban agotados.

María Paz cada vez peor, física y moralmente. Mandra X la veía entregada, hablando sin parar de su hermana Violeta con una sonrisa bobalicona en los labios, como si ella misma fuera la primera en comprender que lo mismo daba, porque va a esas alturas ni el divino putas podía salvarla. Hasta que la presión había llevado a Mandra X a ceder, y tuvo que permitir que Ismaela Ayé tomara posesión de la enferma y practicara sus trucos en ella.

—Dejar que la vieja intentara lo suyo —dijo la Muñeca—, ese fue el último recurso de Mandra, ya no podía hacer más.

Lo primero que ordena Ismaela es que bajen a María Paz del camastro al suelo y la coloquen en cruz. Bocarriba, el cuerpo recto y extendido, los brazos perpendiculares al torso. Para cruzarle la suerte, esa es la fórmula que la vieja se saca de la manga porque, según ella, la cruz es un umbral, una puerta, un cruce de caminos, y ante el poder de la cruz, la mala suerte tuerce su rumbo, agarra para otro lado y deja de cebarse en la víctima. ¿Y le funcionó el método?

—Funcionó, cómo no, funcionó para la puta mierda —dijo la Muñeca—. A la media hora de estar ahí, extendida en el suelo, a María Paz le da un patatús y se truena. Cae en estado comatoso y la vimos prácticamente muerta. No reaccionaba. Y a todas estas la vieja, ¿arrepentida? ¿Haciendo confesión pública de su error y su ignorancia? ¿Reconociendo su culpa? Nada de eso. Ismaela Ayé seguía tranquila, orgullosa, diciendo a diestra y siniestra que sus métodos habían empezado a surtir efecto, que la mala suerte de María Paz había quedado truncada y que de ahora en adelante se encauzaría por buen rumbo. Mandra X la encaraba, ¡pero si la mataste, vieja podrida! Pero ella como si nada, asegurando campante que así tenía que suceder, primero la enferma tocaba fondo para luego empezar a ascender, a salir del pozo; tenía que vislumbrar las tinieblas para luego regocijarse en la gloriosa luz del Todopoderoso. Ese era su discurso. Y María Paz como muerta.

Cómo sería la cosa, que la dirección de la cárcel por fin reaccionó; no tuvo más remedio que trasladarla otra vez al hospital, esta vez en coma. A los cinco días, María Paz regresa caminando por sus propios pies. Ha superado el coma, y aunque viene demacrada, está viva y despierta, y hasta sonriente, y les cuenta a las demás que le han inyectado antibióticos y antinflamatorios en dosis para caballos. Y sólo pasan cuarenta y ocho horas a partir del momento de su regreso del hospital, cuando le sucede la cosa más inesperada: sin dar razones ni explicaciones, la dirección de la cárcel le notifica que el tribunal le ha concedido la libertad condicional hasta el nuevo juicio. Puede irse para su casa.

Dicho de otra manera: le han concedido a María Paz el beneficio de llevar su juicio en libertad, algo que rara vez sucede, salvo si se dan condiciones extraordinarias, como cuando se trata de un preso notable que esté en la mira de los medios por su prestigio o arraigo en la comunidad. O de un individuo considerado de conducta intachable, y, sobre todo, de alguien que demuestre solvencia y ofrezca garantía económica. María Paz no cumple con ninguno de esos requisitos, su perfil es todo lo contrario. Y sin embargo, le notifican que puede salir.

¿Irse? ¿Para su casa? Sí, para su casa. ¿Podía salir de Manninpox, libre de polvo y paja? Tanto como eso, no. Le conceden libertad condicional y queda bajo régimen vigilado hasta el nuevo juicio. Pero puede salir, irse, out, patas pa qué te quiero. María Paz no puede creer lo que oye, cómo es posible que de repente le vengan con semejante noticia. Que recoja sus cosas inmediatamente, le ordenan. Son las siete de la noche y las internas ya están recluidas cuando las guardias la apuran para que salga de allí. Pero ella no reacciona. Se sienta en su catre, los pies descalzos en el piso de piedra, y se queda ahí, con la mirada atónita, envolviéndose en su manta como si fuera un escudo.

—¡Que te vayas, carajo! —le grita Mandra X desde la celda de enfrente—. ¿Acaso no oyes? Te están diciendo que sales.

—Pero cómo así. —María Paz no entiende nada. No siente nada. Y si algo siente, es pánico. No se atreve a moverse, como si se tratara de una trampa para declarar su fuga y pegarle un tiro por la espalda.

—No preguntes —le dice Mandra X—, no preguntes nada, sólo lárgate.

María Paz medio se viste, algo empaca en una caja que le han dado, no alcanza a recoger todas sus cosas, se le quedan los recortes que ha pegado a la pared, no le dan chance de recuperar las pertenencias que le ha prestado a las otras, no le permiten despedirse, darle un abrazo a nadie. La sacan por el corredor, azorada por la noticia y sostenida en pie por la tanda de remedios que le han inyectado. Ella voltea la cabeza para mirar atrás, como preguntando, o suplicando; como si más que a la libertad, la llevaran a alguna clase de castigo. Al verla pasar, sus compañeras de cautiverio se alinean contra las rejas de sus respectivas celdas y aplauden. Aplauden a su paso. Primero tímidamente, unas pocas. Después todas, en una ovación cenada. You made it!, le gritan. ¡Lo lograste! ¡Los jodiste! You made it, kid!

Con respecto a la manera particular en que María Paz habría vivido ese momento inesperado y decisivo de su vida, el instante fulminante en que le abren las rejas y le anuncian váyase, Rose cree que aquello tuvo que ver con la palabra «despertar». En su escrito, ella repetía una y otra vez que todo el capítulo de su encarcelamiento no era real, sino más bien una alucinación, un paréntesis improbable que tarde o temprano tendría que cenarse para que la normalidad pudiera seguir su curso. Rose me dice que, a su entender, justamente por eso ella nunca había llamado desde la cárcel a sus amigas, a sus compañeras de trabajo en las encuestas de limpieza, a las que consideraba cómplices y confiables. No las llamó, ni siquiera las puso al tanto de su situación, para no difundir la alerta ni centrar la atención en ese episodio para ella ilusorio y pasajero. Día tras día, ahí en Manninpox, hora tras hora, María Paz había estado esperando que la pesadilla terminara. Si de repente y a cuenta de nada la habían arrancado de su casa y llevado presa, así también, de repente y a cuenta de nada, le avisaban de que quedaba libre y podía volver a casa. Pese a que la libertad que le ofrecían era frágil, porque el verdadero juicio seguía pendiente, ella debió vivir el instante como el fin de la pesadilla, el tan esperado instante del despertar. Rose me hace notar que así es como suceden las cosas en los sueños: arbitrariamente, repentinamente, sin secuencia lógica, sin causa ni consecuencias. Simplemente así.

A partir del día en que María Paz salió de Manninpox, pasaron varios meses sin que Mandra X y sus Nolis volvieran a saber de ella. Hasta ahora. De nuevo tenían noticias, y las noticias no eran buenas. Por eso habían llamado a Pro Bono, y Pro Bono a su vez había recurrido a Ian Rose, o más bien a Cleve Rose, y en su defecto había arrastrado a su padre. Y ahí estaban ellos, y Mandra X les anunciaba a través de la Muñeca que las noticias eran malas. Volvió a insistirles en que a las presas de Manninpox no les informaban sobre las enfermedades que padecían, no les mostraban los exámenes de laboratorio, si es que se les hacía algún examen, ni les decían cuál era su diagnóstico médico, si es que lo había, para no hablar de radiografías, si es que se las tomaban.

Y ahora llegaban al meollo de la historia. Hacía algunos días, a una cierta interna paralítica la habían dejado sola y desencadenada en la enfermería apenas unos minutos, suficientes para que ella le echara mano a la carpeta con su historial clínico, que por descuido habían dejado a su alcance. Rápidamente se sentó encima de la carpeta con los papeles y la sacó escondida en la silla de ruedas, debajo del trasero. Junto con su carpeta, se le habían venido otras cuantas, que pertenecían a otras presas, y una de esas carpetas fue a parar a manos de Mandra X; se la ofreció la presa paralítica a cambio de veinte dólares, porque sabía que le iba a interesar. Era el historial clínico de María Paz, que por casualidad se encontraba entre los demás. Mandra X había abierto aquel sobre y había encontrado un informe médico, mismo que ahora la Muñeca se sacaba del seno y se lo entregaba por debajo de la mesa a Pro Bono, pidiéndole que lo leyera, cosa que Pro Bono hizo y después se lo pasó a Rose.

—Y si las requisas son tan intensas —le pregunto yo a Rose—, ¿cómo fue posible que la Muñeca se escondiera ese informe entre el seno?

—Dicen que Neptuno está sembrado de diamantes —me responde—. ¿No le ha llegado ese chisme?

—Hasta donde yo sé, en Neptuno sólo sopla el viento —le digo.

—Pues ahora se sabe que en Neptuno hay montañas de diamantes. ¿Y?

—Vaya usted a extraer un diamante de Neptuno, a ver si puede. Lo mismo sucede con los pechos de la Muñeca, que son como un par de montañas. Entre esas montañas puede esconderse cualquier cosa, que ahí nadie la encuentra.

Según ese informe médico, el cuadro del aborto de la interna 77601-012, o sea María Paz, no se había solucionado correctamente, y se había presentado en consecuencia una infección ascendente del tracto genital. Una endometritis por una práctica no aséptica al hacer el curetaje. Esa endometritis había sido tan grave que había producido un shock séptico, es decir una infección severa. La disminución del flujo sanguíneo, sumado a presión arterial baja, había llevado a la mala irrigación, a consecuencia de la cual los órganos vitales empezaron a funcionar mal, y era improbable que la paciente pudiera volver a quedar embarazada.

—Pero eso no es todo, todavía no han escuchado lo peor. Dentro del sobre venía también una radiografía. Una radiografía fechada. Según la fecha, fue tomada la última vez que María Paz pasó por el hospital, es decir pocos días antes de que la dejaran salir de Manninpox. Miren esto —les dijo la Muñeca, pidiéndole a Pro Bono el lápiz que tenía en la mano y dibujando algo sobre la tapa de la mesa—. ¿Qué ven aquí?

Rose trató de interpretar aquel dibujo pero no pudo saber qué era, apenas un garabato, una especie de vasija invertida con unos churumbeles a los lados, que le recordó a la boa constrictor que devoró un sombrero y que fue dibujada por Saint-Exupéry en El prinápito, el libro favorito de Cleve cuando niño.

—Qué es —insistía la Muñeca—. Digan qué ven aquí.

—¿Una mariposa? —preguntó Rose tímidamente.

—No. No es una mariposa. ¿Y usted, abogado? Díganos usted qué ve.

—Tal vez una… ¿flor? —aventuró Pro Bono.

—Es un útero, señores —dijo la Muñeca—. Aquí están los ovarios. Y aquí, a lado y lado, las trompas de Falopio.

—Estos dos confunden las trompas de Falopio con las de Eustaquio —dijo Mandra X y se rió, sobresaltando a Rose y Pro Bono, que se timbraron en su silla ante lo inesperado de esa frase, que de improviso rompía el gran mutismo de la sibila, y se quedaron pasmados ante lo incomprensible de esa risa, porque tan bueno no era el chiste. Según me asegura Rose, eso fue lo único que dijo Mandra X durante toda la entrevista, el solo aporte que produjo, que por alguna razón a ella misma le pareció cómico, y cuando abrió la boca para reírse, ahí fue cuando Rose pudo verle bien la lengua bífida, que aleteaba eléctrica allá al fondo de su cueva.

—¿Acaso no lo ven? —insistía la Muñeca—. Es un útero.

—Un útero, claro —dijo Rose, avergonzándose de su propia obsecuencia.

—Si eso es un útero, mi abuela es una bicicleta —dijo Pro Bono.

—Su abuela será bicicleta y su madre también, pero lo que les estoy mostrando es un jodido útero. El útero de María Paz. Y ahora fíjense —dijo la Muñeca, dibujando con el lápiz una cosita minúscula en medio del supuesto útero—. Miren aquí, donde les estoy señalando con la punta del lápiz. ¿Qué ven ahora?

—¿Un feto? —dijo Pro Bono.

—Ningún fucking feto.

—¿Un tumor? —preguntó Rose.

—Ni mierda de tumor. Es una pinza. Así como lo oyen. En la radiografía se ve perfectamente, ahí está la jodida pinza más clara que la fucking luz del día, pero la radiografía hubo que desaparecerla, a la dirección no le gusta que le saqueen su enfermería. Ahí en el útero, clarifica, silueteada perfectamente, sin lugar a confusión, ahí se veía eso que les digo: una pinza quirúrgica. De las pequeñas, una cosita de nada, así en forma de U, una jodida U metálica, chiquita pero traicionera, matadora, ahí metida entre la enchufa, jodiéndole a María Paz todo por dentro. Mírenla, pues. Aquí se las vuelvo a pintar. Esa pinza está en el útero de María Paz, y eso es lo que nos urgía decirle, abogado, para que se lo haga saber a ella. No puede andar más tiempo con eso adentro, porque eso debe de ser lo que la está desangrando.

—¿Y cómo diablos fue a parar ahí…? —preguntó Pro Bono.

—Cómo diablos fue a parar ahí —repitió la Muñeca—. Esa es la pregunta. ¿Cómo cree que fue a parar ahí? A ver usted, señor —le dijo a Rose—, dígame usted, cómo fue a parar ahí la pinza. ¿Ni idea? Pues al principio nosotras tampoco entendíamos. Nos costó hacernos una composición de lugar, que llaman, hasta que Mandra X logró armar la secuencia completa.

Según la cronología que expone la Muñeca, María Paz sufre un aborto involuntario a raíz de su detención, y los bestias de Manninpox la llevan al hospital para hacerle un legrado. Se lo hacen mal, con negligencia, y luego vienen todos esos meses de hemorragia intermitente, que se van agravando hasta que ella entra en coma. Ahí se la llevan de nuevo al hospital y la devuelven antes de una semana sin haberle hecho mucho, aparte de un bombardeo masivo de antibióticos que detienen temporalmente el proceso infeccioso. Porque aunque no se lo dicen, además le han tomado una radiografía… y en la radiografía descubren la pinza. La pinza que ellos mismos le habían dejado adentro, por desidia, por descuido, meses atrás, cuando le practicaron el legrado. ¿Qué hacer? Pues operarla y sacarle ese objeto que la está matando, que es el origen de sus males y que lleva meses ahí dentro por estupidez de ellos; eso tendrían que haber hecho, porque eso hubiera sido lo lógico. Pero en Manninpox nada es lógico, o lo es según una lógica infame. En ese momento María Paz ya está tan mal, en estado tan crítico, que ellos deben haber calculado que podría quedárseles en la operación. ¿Y cómo iban a justificarlo?

Cuando la detuvieron y la interrogaron, la habían maltratado hasta hacerla abortar, le habían practicado descuidadamente un legrado dejándole adentro una pinza, y ahora se les podía morir en la mesa de operaciones cuando trataran de sacársela. Y aun en el caso de que no se les muriera, estaban expuestos a una denuncia y a un escándalo. Y ante eso, ¿qué hacen las autoridades de la cárcel? De alguna manera arreglan la cosa con la justicia y la dejan ir. La dejan en libertad. Esa es la solución que encuentran. Si se va a morir, o si pretende denunciar, pues que sea por fuera, cuando la responsabilidad no les caiga encima a ellos.

—Por eso sale María Paz de Manninpox —dijo la Muñeca—. Por eso estos hijos de puta la dejan salir. Para que no se les muera aquí adentro.

—Y yo que estaba por creer que el milagro lo había hecho la cruz de Ismaela Ayé… —dijo Pro Bono, pero nadie se rió.

—El milagro lo hizo la pinza, señor… —lo aleccionó la Muñeca.

—Pues sí —dijo Pro Bono—. La pinza es la única explicación.

—Tiene que buscar a María Paz —le dijo la Muñeca—. Ella tiene que saber esto y hacerse operar de inmediato.

—Va a estar difícil —suspiró Pro Bono.

—Arrégleselas, abogado. Desde aquí adentro no es mucho lo que nosotras podemos hacer. La vida de María Paz está básicamente en sus manos.

Con la vida de María Paz básicamente en sus manos, como había sentenciado la Muñeca: así salieron esa mañana Rose y Pro Bono de Manninpox.

—Es prácticamente imposible —dijo Pro Bono.

Imposible y todo, no les quedaba más remedio que encarar la tarea inmediatamente, o al menos proponérselo, como mínimo empezar por discutir sobre posibles contactos, proponer lugares, buscar alguna manera de hacerle llegar el mensaje. Pero a ninguno de los dos se le ocurría mucho; nada distinto a recurrir a la señora Socorro de Staten Island.

—Habrá que intentarlo, aunque sea una vieja mentirosa —dijo Rose—. Tal vez María Paz haya vuelto donde ella…

Todavía le dolía la mano que la Muñeca le había triturado cuando se despidió, y Rose se la llevó a la nariz para olfatearla, esa vieja maña suya que Edith le criticaba tanto, la de olerse la mano después de estrechar la de alguien. De parte de Mandra X no había habido despedida de mano; ni siquiera había habido despedida. Así como no les habló, así tampoco se les acercó en ningún momento. Cuando consideró terminada la entrevista, se paró y se salió del recinto tal como había penetrado en él, solemne, imponente, impenetrable y apestosa, como la Reina de Saba.

De pronto le cayó encima a Rose un gran cansancio, y le propuso a Pro Bono que fueran a su casa, a pocos minutos de allí, para comer algo y reposar antes de regresar a Nueva York, así de paso él podía saludar a sus perros y chequear que estuvieran bien. Pero Pro Bono prefirió tomarse un café en el Mis errores; no tenemos tiempo, dijo.

—¿Y si ponemos un aviso en los diarios? —sugirió Rose.

—¿Ah, sí? —se burló Pro Bono—. ¿Algo así como «Tienes una pinza adentro, nena», en los titulares del New York Times.

Y ahí Rose estalló. Si querían contar con él, iban a tener que empezar por explicarle. ¿Qué diablos había pasado con María Paz? ¿Por qué no podían encontrarla? ¿Qué había sucedido en ese juicio? Rose no iba a mover un dedo hasta que no le aclararan, ahí había algo demasiado raro, dijo, algo definitivamente confuso y turbio, a él no iban a seguir tomándole el pelo. O le explicaban, o estaba fuera.

—Y le vamos a explicar, Rose, por supuesto que sí —le aseguró Pro Bono, palmeándole la espalda—. Tiene toda la razón, si usted va a estar involucrado en esto, merece todas las explicaciones del caso. Y todo se lo vamos a aclarar, bueno, en la medida en que yo mismo lo tenga claro, que tampoco es gran cosa. Pero sí, tranquilícese que yo le explico, sólo que con calma, amigo, tiene que ser poco a poco. Vamos por partes, como dijo el descuartizador. No pretenda que le despache en dos frases lo que es toda una historia endemoniadamente complicada. Primera aclaración: si vamos a buscar a María Paz, tiene que ser con una discreción absoluta. De lo contrario le hacemos un gran daño. Nada público, nada ruidoso. Tenemos que hallar la manera de que sólo ella reciba el mensaje.

—Eso no es ninguna aclaración —protestó Rose—, eso es una advertencia.

—De acuerdo. Vamos a intentarlo de nuevo. Pero coloquémonos in situ. Hay que ambientar este asunto. Vamos a ver: son las once y diez de la mañana, todavía hay tiempo. Hágame un favor, Rose, lléveme un momento en su carro a un lugar que debe estar por aquí cerca —pidió Pro Bono, y le pagó el par de cafés al dueño del Mis errores.

»¡Oríllese aquí, a la izquierda! —le ordenó a Rose al poco rato, ya entre el carro y de camino.

—¿Dónde?

—Aquí, en este motel. Sólo un momento. Creo que sí, este era. ¿A ver? Déjeme ver… Sí, este debió ser. Blue Oasis Motel, ya está, no recordaba el nombre, no sé cómo pude olvidarlo. Blue Oasis, ya está, eso era todo.

—¿Necesita baño? ¿Quiere comer algo?

—No, hombre, no. Devuélvase, lléveme otra vez a Manninpox.

—No entiendo qué estamos haciendo.

—Le estoy aclarando, ¿no era eso lo que quería? Por ese Blue Oasis Motel pasé con María Paz cuando la soltaron de Manninpox. Yo era el único que la esperaba a la salida de la cárcel, ¿sabía eso? Yo. El único.

Estaba lloviendo la tarde en que a María Paz le dieron el alta, y Pro Bono ya llevaba un buen rato esperándola en su coche. Le habían anunciado su salida para las cinco, él ya había cumplido con todo el papeleo, se había hecho oscuro y todavía nada. Los guardias de la entrada iban envueltos en capotes de caucho negro y se movían como sombras contra los haces de luz, proyectando siluetas blancas sobre el pavimento mojado. Resguardado entre su Lamborghini y a la luz de una linterna de lectura de recarga solar, Pro Bono trataba sin éxito de entrarle a la última novela de Paul Auster. Nunca antes había estado en Manninpox después de las tres o cuatro de la tarde y no conocía la dimensión sobrenatural que adquiría la prisión en el silencio inmenso de la noche. Las figuras encapuchadas se le antojaban frailes, y la mole de piedra un monasterio macabro. Ya iban a dar las ocho cuando se abrió una pequeña puerta lateral. Y entonces la vio salir, solitaria y frágil bajo la negrura emblanquecida por los reflectores.

—Fue un momento bastante inolvidable —le confesó a Rose—. La vi acercarse por entre los miles de gotas de agua que soltaban destellos al atravesar los haces de luz, como si sobre ella estuviera cayendo confeti de plata.

Ya con ella a su lado dentro del coche, Pro Bono le pregunta si le gustaría ir a cenar para celebrar su libertad. Ella no lo escucha, tampoco lo mira, parece tener todos los sentidos cenados salvo el tacto, y pasa la yema de los dedos por las superficies como reconociendo la textura de un mundo blando, amable, tibio, ya casi borrado de su memoria. Pro Bono le repite la pregunta y ella asiente con la cabeza. Pero así no, dice, no quiere llegar a Nueva York toda mojada y oliendo a cárcel. Entonces él le propone parar en un motel de la carretera para que se bañe y se arregle un poco, no va a tomarles más de veinte minutos, alcanzan a llegar a la ciudad para una bonita cena de medianoche. Pero lo que ella de verdad quiere es pegarse un buen baño, echarse encima una catarata de agua caliente que le despeje la pesadilla, que la bautice de nuevo, la limpie, le saque de encima todo ese montón de cárcel; que no le quede encima ni una sola partícula de Manninpox, ni siquiera entre las uñas. Y como si de pronto recuperara la voz, se suelta a decir cosas, a ella misma le da risa estar hablando tanto, más que secuestrado recién liberado, dice recordando un dicho de su tierra. Le confiesa al abogado que no ve la hora de encerrarse en un baño, lleva meses duchándose en montonera y en este preciso momento lo que más anhela en el universo mundo es encerrarse en un baño limpio, sumergirse en un buen poco de agua caliente, sin ojos encima que la anden morboseando ni guardias que la anden chuzando, y diciéndole adiós para siempre a ese triste hilito de agua destemplada al que tenía derecho apenas dos veces a la semana, con la espalda adherida al frío del baldosín. Qué dicha no tener que bañarse nunca más como el hombre araña, o sea pegada a la pared. Quiere en cambio agua caliente y nubes de vapor, y luego secarse con buenas toallas, grandes y afelpadas, y poder tirarlas al suelo y pisarlas, toallas blancas y sin huecos, suaves, grandes, secas, sobre todo eso, que no estén húmedas, no puede creer que en el mundo exista una cosa que se llama toallas secas. Dice también que le gustan los frasquitos de champú, de acondicionador y de crema que hay en los baños de los hoteles. Así que paran en uno cualquiera, el primero que se les atraviesa en el camino.

—El Blue Oasis Motel… —dijo Rose—. Para usted era importante recordar el nombre, ¿no es así, abogado?

—Decisivo. Cosas fuera de serie suceden en los moteles, amigo. Nabokov hace que Humbert Humbert lleve a Lolita a uno que se llama The Enchanted Hunter. ¿Número de habitación? La 342. Inolvidable. ¿Y dónde trascurre La noche de la iguana, de Tennessee Williams? En el Costa Verde Motel.

—¿Qué hotel aparece en una canción de los Eagles? —se animó a preguntar a su vez Rose—. El hotel California, this could be heaven or this could be hell. Y en Leaving Las Vegas, ¿en qué motel se encierra Nicolás Cage a tomar trago hasta morir? En el Desert Song Motel. Y esta que viene es suya, abogado, se la regalo: ¿en un baño de cuál motel monta Alfred Hitchcock el asesinato de una secretaria en Psicosis…? —¿El Bates Motel?

—Correcto, el Bates Motel. Lo que es la memoria, conserva el Bates Motel y borra el Blue Oasis…

—Soy hombre casado, amigo.

—Comprendo.

—Aunque en realidad esa noche no pasó nada digno de ocultar.

—Salvo que estuvo en un motel con una chica. Que además era su clienta.

—Estuve y no estuve. Estuve, sí, pero no como usted cree. Digamos que yo me puse a ver un poco de televisión mientras ella se bañaba. Encerrada en el baño. No fue más.

—Dónde se sentó usted a ver la televisión, ¿en la cama?

—Pues sí, en la cama, dónde más, aquello era una habitación, no una sala de cine.

—Y ella, ¿se sentó también en esa cama?

—Es posible, no puedo jurar que no, tal vez se sentó en esa cama, sí.

—En esa cama, ¿estuvieron los dos en posición horizontal?

—Oiga, yo nunca podré estar en posición horizontal, el horizonte es una línea recta, ¿y acaso no me ve?, yo soy un garabato. Pero sí, nos acostamos juntos en esa cama, y sí, yo la abracé, y sí, inclusive nos tapamos con las cobijas.

Aun así, Pro Bono conserva la ropa puesta. Nunca se desnuda delante de nadie, ni siquiera de Cunnora, con quien lleva casado cuarenta y dos años. En realidad ya ni siquiera se desnuda delante de sí mismo: ahora de viejo evita mirarse de cuerpo entero al espejo, para evitarse el disgusto.

—¿Quiere que crea que se metió en esa cama con su traje de paño y su reloj caro y sus zapatos finos? —preguntó Rose.

—Bueno, algunas cosas me habré quitado, pero otras ciertamente no.

María Paz necesita conversar, necesita que la quieran, que la consientan, que le aseguren que todo va a salir bien. Está maravillada con el buen colchón, abre y cierra la cortina con el control remoto, sube y baja la luz con el dimmer, anda descalza por la alfombra mullida, se estira en la cama kingsize, besa las sábanas nuevas, abraza el montón de almohadas que le huelen a limpio, le cuenta a Pro Bono que en Manninpox tenía que dormir apoyando la cabeza sobre el brazo porque durante meses no le habían asignado una almohada, y cuando al fin pudo conseguir una, prefirió no usarla porque estaba asquerosa y olía mucho a grasa. Pro Bono insiste en llevarla a un buen restaurante en Nueva York, a festejar esas primeras horas de libertad con una estupenda cena y una botella de champaña. Pero ella dice que se siente bien ahí, le da flojera salir, para qué van a ir a otro lado si afuera está lloviendo y en cambio esto está tan bueno, no sea malito, abogado, quedémonos aquí donde estamos.

—Apuesto a que en ese momento usted la invitó a reclinar la cabeza sobre su hombro —dijo Rose.

—No recuerdo.

—¿No recuerda? Eso quiere decir que sí.

—Por televisión estaban pasando un capítulo viejo de su programa favorito.

—Entonces fue ella la que prendió el televisor, y no usted…

—Ella prendió el televisor, y no yo.

—Y qué vieron, ¿House?

—No sé qué habrá visto ella, algo de médicos.

House, en su escrito cuenta que le gusta el doctor House. Ella veía House y usted le acariciaba el pelo, que tenía mojado, primero por ese asunto del confeti de plata, y segundo porque acababa de lavárselo con los frasquitos de champú del motel.

—Lo tenía seco, se lo había secado con el secador. Si su próxima pregunta es si hicimos el amor, la respuesta es no.

—Eso mismo dijo Clinton, I did not sleep with that woman.

—No caigamos tan bajo, seré jorobado, como Ricardo VI, pero no villano. Y además tengo mi orgullo, no me expongo a situaciones en las que me vería más grotesco de lo que soy. Le estoy contando lo que sucedió, Rose, ni más ni menos. Esto es una confesión voluntaria, ¿entiende? De pronto sentí necesidad de contarle a alguien algo que nunca le he contado a nadie, qué sentido tendría mentirle. De eso que usted está pensando no hice ni la menor insinuación, y ella a mí menos.

Pro Bono no logra relajarse, ahí dentro de ese cuarto ordinario. Le escuece la conciencia, no deja de pensar en su esposa, le molesta el olor a desodorante floral que inunda el ambiente, le aterra la posibilidad de que esta bonita chica le pida desempeño en la cama y él no esté a la altura. En todo caso no acaba de sentirse cómodo, así que le habla a María Paz del Balthazar, el bistró francés a donde le gustaría llevarla; la verdad es que la joroba lo acompleja hoy más que nunca y necesita ponerse a salvo, siempre ha sido hombre de lucirse más en la mesa que en la cama, se sabe más un gourmet que un donjuán. A ella el nombre del restaurante que él propone le suena a Rey Mago. ¿Y qué se come ahí?, pregunta, y él responde, yo personalmente me inclino por el del mignon au poivre. Ella: y eso qué es. Él: un buen trozo de carne a la brasa con salsa de pimienta. Ella: ¿muy picante?, no me gusta la comida picante. Él le está diciendo que puede pedir cualquier otra cosa cuando la tanda de comerciales termina, vuelve a empezar House y ella queda absorta en la pantalla. Al final del programa está muerta de hambre y dice que no es capaz de esperar hasta esa carne con pimienta, por qué no piden algo mejor al room serviré. Ya para entonces Pro Bono se ha relajado y se ha indultado a sí mismo, y por qué no, acaso qué tiene de malo, mirándolo bien es un momento irrepetible, la ocasión amerita, la chica es joven y bella y encantadora, viene del infierno y ahora está contenta, por qué no darle gusto con algo tan sencillo, toda la situación es de un candor delicioso y además es cierto que afuera llueve a cántaros. Pues sí, qué demonios, dice Pro Bono, pidamos al room serviré, dale, María Paz, escoge lo que quieras. Al rato aparece una mesa con ruedas cubierta por un mantel blanco y repleta de cosas, todas las que María Paz ha ordenado por partida doble: sopas de pollo, sándwiches club con papas fritas, ensaladas caprese y pays de manzana con helado de vainilla. Pro Bono le sugiere vino pero ella prefiere Coca-Cola helada, así que con Coca-Cola helada brindan por su libertad.

Libertad condicional, precisa ella con la boca llena de sándwich club. Y según Pro Bono, eso es básicamente lo que hacen en ese cuarto de motel, ella comer y él mirarla comer.

—Ni que la hubiera llevado al Maxim’s de París —le contó a Rose—. Se devoró todo aquello, lo de ella y lo mío, yo casi no probé bocado, y enseguida se arrebujó entre las cobijas y se durmió, como un hurón en su madriguera. Un sueño profundo, sin sobresaltos, y así hubiéramos podido seguir hasta la noche siguiente, o hasta la semana siguiente, no sé si usted lo comprende, amigo Rose, pero allí estaba sucediendo algo parecido a la felicidad.

Y como no hay felicidad que dure para siempre, Pro Bono debe regresar a su casa, donde seguramente ya cundió la alarma; al fin de cuentas es un tipo casado, padre de una hija y abuelo de una nieta, así que llama a su Gunnora, hello, dear, tengo un problemita aquí tratando de sacar a un preso, pero estoy bien, no te preocupes, después te explico, ya sabes cómo son estos trámites. Y antes del amanecer, ya vuela con María Paz en el Lamborghini negro rumbo a Nueva York. Ella va alegre, y él también.

—¿Conversaron mucho durante el trayecto? —preguntó Rose.

—Poco, porque ya no llovía y ella quiso bajar las cuatro ventanillas del carro y yo le di gusto, aunque el clima no se prestaba.

María Paz se suelta el pelo al viento y pone la radio a todo volumen. ¡Vamos, Thelma!, anima al abogado, y como él no le entiende, le explica que se trata de una película. Usted es Thelma, le dice, y yo soy Louise. Pro Bono la lleva hasta Staten Island y la deja frente a la casa de esa señora Socorro, una especie de tía suya, según explica María Paz. Luego viene un momento difícil. Un duro final de fiesta.

—¿El momento de la despedida? —preguntó Rose.

—El del segundo parto. Salir de la cárcel y regresar a la vida real es para todo preso un parto más difícil que el del nacimiento. La cárcel infantiliza, te vuelve dependiente, todo te lo quita y a la vez todo te lo resuelve.

Todavía en el automóvil, María Paz le lanza a Pro Bono un SOS con la mirada. Con la mirada apenas, sin decir una palabra, le dice que la aterra que la deje sola, ahí abandonada en medio de la nada. Pero a él no le queda más remedio que hacerse el loco y voltear los ojos hacia otro lado. Arréglatelas, pequeña, piensa. Va a ayudarla en el juicio, hará lo posible por sacarla adelante en el terreno penal, pero por ahora más lejos no puede ir, ella tiene que entender que para él la relación con ella es apenas un sideline, su verdadera vida corre por otro lado, la que ha construido ladrillo a ladrillo y a salvo de cualquier contingencia, una vida exitosa pese al hándicap de la joroba, pese a eso un buen matrimonio, una bella familia, una trayectoria profesional brillante. Está claro que un hombre como Pro Bono no puede arriesgarse pasándose de la raya, ni siquiera por una chica inocente y bonita como María Paz. Antes de arrancar, se queda un momento mirándola caminar hacia la casa. Desde la puerta, María Paz le dice adiós con el brazo. Bye, Thelma!, le grita, y él le responde, ¡adiós, Louise!

—¿No volvió a verla después? —le preguntó Rose.

—Pero claro que la vi después, varias veces, pero ninguna como aquella noche del Blue Oasis… Yo era su abogado defensor, amigo, y se venía el juicio, cómo no iba a verla.

La libertad le sentaba estupendo y se la veía radiante, le decía Pro Bono a Rose, ahí instalado, al parecer sin afán, frente al Mis errores, como si no tuvieran que ir a ningún lado, en plan confianzudo y confidencial, y Rose no acababa de entender por dónde venía la mano, el viejo petulante de pronto contándole sus secretos y comportándose como compinche de secundaria, ¿y es que acaso no tenían que salir a investigar, como en The Wire, porque había una chica que iba a morir con una pinza adentro? Y sin embargo Pro Bono ahí, instalado en su Ford Fiesta y echando chismes, como si hubiera resuelto quedarse a vivir en ese carro.

Tras salir de la cárcel, María Paz se había dedicado a cumplir religiosamente con la visita al parole officery después iba a ver a su abogado, siempre cargando con su perrito entre un rebozo que se terciaba a la espalda. Había podido recuperarlo milagrosamente: Hero había sido entregado a una sociedad protectora de animales y allá lo encontró, sano y salvo, esperándola. Como el animal no caminaba, ella no se atrevía a dejarlo en casa por temor a no poder regresar y a abandonarlo de nuevo; ya había sucedido una vez, podía volver a suceder.

Pro Bono no sólo la prepara para el juicio, sino que además le cumple la promesa de acompañarla personalmente a comprar ropa buena, para que se presente como una princesa ante el juez. Le asegura que el aspecto es decisivo en esos casos porque los jueces no escuchan razones, están hartos de escuchar razones y toman su decisión más bien a partir de un golpe de ojo, o inclusive de olfato. Pro Bono la lleva a Sacks Fifth Avenue. María Paz protesta, no está para nada convencida, se queja de que en esa tienda todo es carísimo y poco juvenil. Muy señorero, según dice. Así tienes que verte, trata de explicarle Pro Bono, como una señora, una señora bonita y elegante. Y sobre todo una señora inocente; los jueces tienden a creer que las señoras inocentes son las que visten ropa costosa. Finalmente logra convencerla y compra para ella un traje sastre de un buen paño oscuro, una camisa blanca, zapatos de tacón moderadamente alto y un bolso Gucci que le cuesta un dineral. Según él, se ve muy bien, la niña, pero en cambio ella, que se observa en el espejo de frente y de perfil, opina que como no se trata de ir a un velorio, le hace falta un poco de color. No puedo presentarme así, le dice a Pro Bono, mire cómo me vistió, de luto cenado, como si del juzgado saliera directo al patíbulo.

Pro Bono escucha aquello y se le hace un nudo en la garganta.

—No era un caso fácil —le dijo a Rose—. No estaba tan claro que ese juicio lo fuéramos a ganar. Pero me quedé callado y le compré un bonito pañuelo Ferragamo, para que llevara al cuello ese día. ¿Sabe de qué color?

—¿Qué cosa?

—El pañuelo que le compré. —Ni idea. ¿Tiene importancia?

—De todo lo que le he contado, es lo que más importa. Era un pañuelo color rosa. Más exactamente rosa de Francia, ese es el nombre preciso para ese tono. Ella se lo envolvió al cuello y quedó preciosa, su piel se veía muy suave y morena contra la seda clara, y el pelo negro le relucía admirablemente. Tenía razón ella, ese toque de color marcó la diferencia.

Cuando se despiden, Pro Bono le da a María Paz suficiente dinero para que vaya a un buen salón de belleza a que le recojan atrás el pelo, porque la melena suelta puede ser contraproducente. Demasiado llamativa, le explica. Le aconseja que no se maquille demasiado, que no se pinte de rojo los labios, ni las uñas, nada. Discreción ante todo, le dice, no basta con ser inocente, también hay que parecerlo.

—Pero ya, basta de cuentos —dijo de golpe Pro Bono, incorporándose en su silla y mirando el reloj, como si recuperara el sentido del tiempo y saliera de su ensueño.

—Sí, de acuerdo, absolutamente de acuerdo —dijo Rose—, vamos al grano, explíqueme ahora sí en qué está María Paz.

—Tengo que decirle algo, Rose, espero que no se lo tome a mal. Vamos a ver: lo que pasa, amigo Rose, es que en estas dos semanas que vienen no voy a estar en Nueva York.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Tengo que irme a París.

—¡A París! ¿Y qué tiene que hacer en París, justo en este momento…?

—Me voy a París… de luna de miel.

—¿Luna de miel? —Rose no podía creer lo que oía—. ¿De qué luna de miel me está hablando?

—Bueno, en realidad segunda luna de miel. Me voy con Gunnora, mi esposa. Le juro que la idea no fue mía, ella se ha empeñado en esto, quiere que la lleve a París a una segunda luna de miel.

—Es una broma, ¿cierto?

—Desgraciadamente no.

—¿Y acaso no hay que buscar a María Paz?

—Usted va a tener que hacerlo, Rose. Durante estas dos semanas. Son dos nada más, y ya luego yo retomo la tarea y seguimos juntos. Además no lo dejo solo, va a estar acompañado por un profesional en el asunto, alguien de toda mi confianza.

—Sigo sin entender. ¿Primero me engancha, y luego me suelta en banda? ¿Y cree que yo me voy a hacer cargo del enredo? Fuckyou, Pro Bono. Ahora entiendo por qué me llamó, ahora sí entiendo, a usted nadie le quitó ninguna licencia de conducir, eso era mentira, usted necesitaba un huevón que lo reemplazara, para poder lavarse las manos y largarse para París. Mejor dicho le caí del cielo, yo era justamente el imbécil que necesitaba. Jódase, Pro Bono, no voy a caer en su trampa.

Era tal la indignación de Rose que el corazón le latía con furia, le palpitaban las venas de la frente y se le atoraban las palabras. Le dio la espalda al viejo y se quedó mirando por la ventanilla. Necesitaba serenarse, entender el enredo en el que andaba metido. Ante todo necesito pensar, pensé, pero ningún pensamiento claro llegaba a su cabeza. Las palabras de Pro Bono seguían cayéndole encima como una catarata, aturdiéndolo cada vez más.

—Lo último que yo quisiera en este momento es irme para París, créame —decía Pro Bono—. Yo estimo a María Paz, ¿me comprende, Rose? Me angustia lo que pueda sucederle. Pero son sólo dos semanas. Dos semanas es todo lo que le pido, y después emprendemos la búsqueda juntos. Cálmese, Rose. Desde el principio debí advertirle, discúlpeme. Mire, yo a María Paz la quiero bien, y la respeto, y la he apoyado mes tras mes sin descuidarla nunca. Cuando todo parecía perdido, yo permanecía a su lado. Usted es nuevo en esta historia, Rose, pero yo no. Yo me la he jugado por esa muchacha, más de lo que usted cree. Y ahora sólo pido dos semanas de receso.

—¿Niega que me llamó porque necesitaba reemplazo, a sabiendas de que me iba a dejar clavado?

—Dos semanas, Rose. A lo mejor ni siquiera pasa nada durante estas dos semanas, no creo que encontremos a María Paz antes de un mes. Si es que la encontramos. Pero por lo pronto necesito ocuparme de mi mujer. Hace dos años vengo aplazando este compromiso con ella. Dos años es mucho para una mujer que es casi tan vieja como yo. A Gunnora la mantiene en pie la ilusión de este viaje. Ya tiene los tiquetes de avión, ya pagó el hotel en París, ya compró entradas para Le nozze di Figuro, su ópera favorita, ya…

—¿Tanta culpa siente frente a su mujer? ¿Qué pecado está pagando, abogado? ¿Esa noche que pasó en un motel con María Paz? ¿O es que hubo otras noches como esa? ¿O es que en esa noche sucedió más de lo que me contó? ¿Qué pasa, está enamorado de María Paz? ¿Eso es? Sí, eso debe ser, usted está enamorado de María Paz y para compensarle a su esposa, va a llevarla a París.

—No siga, Rose, no diga cosas que no tienen sentido. Está muy alterado, se comprende, no podía ser de otra manera. Pero son dos semanas, ayúdeme. —Pro Bono dejó contra el parabrisas del carro de Rose una tarjeta con el número de su teléfono móvil—. Llámeme cuando quiera, cuando necesite, día o noche, voy a estar pendiente. Además no queda solo en esto, lo dejo en las mejores manos. William Guillermo White, el mejor investigador de mi despacho, tiene instrucciones de acompañarlo 7/24.

—¿7/24?

—Siete días a la semana, veinticuatro horas al día.

—¿Entonces para qué engancharme a mí? ¿Por qué no dejar que su investigador investigue solo?

—Porque sólo usted tiene ciertas pistas que nos pueden llevar a ella.

—¿Yo? ¿Yo qué tengo que ver con María Paz?

—Usted nada, pero su hijo sí.

En ese momento Rose escuchó el ruido de un motor y volteó a mirar. Y ahí estaba, como un espejismo. Poderoso, elegante, negro azabache y relumbrante, como su pena Dix: un coche de sport, que acababa de llegar y de parquearse justo detrás de ellos. Un Lamborghini. ¿El de Pro Bono? ¿Otra movida fríamente calculada del jodido viejo? Del Lamborghini se bajó un tipo alto y pasado de peso, de unos treinta o treinta y cinco años, facciones agradables, five o’clock shadow a mediodía y cables que le salían de las orejas y lo conectaban a alguna cosa que llevaba en el bolsillo. Vestía un traje convencional de ejecutivo en buen paño oscuro, melena descuidada hasta los hombros, cero corbata, t-shirt de Nirvana bajo una camisa blanca abierta, y, asomados bajo la bota del pantalón, un par de sneakers doble suela de goma que le resonaban el caminado y le añadían un par de pulgadas a su ya considerable estatura.

—William Guillermo White —dijo el hombre, tendiéndole la mano a Rose.

—¿Quién diablos?

—William Guillermo White, trabajo como asistente en la firma del abogado. Si quiere llámeme Buttons, así me dice todo el mundo.

Rose se distrajo un momento con el recién llegado, y cuando vino a caer en cuenta, Pro Bono ya se había bajado del Ford y salía disparado en su Lamborghini, alejándose como una exhalación y dejando tras sí una estela de aire inquieto.

—No… puedo… creerlo… —dijo Rose, con pausas entre palabra y palabra, y más para sí mismo que para el tipo que tenía parado al lado—. No puedo creerlo. O sea que eran mentiras, a ese sinvergüenza no le sacaron ningém boleto por exceso de velocidad…

—¿Boleto por exceso de velocidad? —se rió Buttons—. No sea ingenuo. Boletos sí, pero para la ópera, eso es lo que tiene mi jefe. Lección número uno: nunca confiar en un burgués que lleve en el bolsillo boletos para la ópera.

—No me diga que usted se vino hasta acá, manejando dos horas y media, sólo para traerle el coche a su jefe; no me joda, hermano, usted sí está muy jodido, eso es lo que se llama ser chupamedias —gruñó Rose, descargando la bronca contra Pro Bono en el pobre recién llegado, que venía muy risueño.

—Un poco chupamedias, supongo que sí, pero la oportunidad de manejar un Lamborghini de estos no se te presenta todos los días, y además vine básicamente para hablar con usted, señor Rose. Por órdenes de mi jefe, claro; ya usted lo dijo, soy apenas un chupamedias, o sacamicas, si prefiere.

—Y además deja que le digan Buttons, ¿por qué coños le dicen Buttons?

—Siempre ando tironeando de los botones de la camisa, hasta que los arranco. Tengo esa maña. Entre muchas, claro. Y después me los meto a la boca. Me gusta chuparlos, ¿ve? Así. —Buttons retrajo los labios para mostrar un botoncito blanco que apretaba entre los dientes delanteros—. Buena cosa, chupar botón. Calma los nervios. Además me sé una retahíla de chistes sobre botones. ¿Quiere oír uno? Un tipo le pide a otro: ¿podrías llamar el ascensor?, y el otro grita, ¡ascensor! Entonces el primero le dice, así no, idiota, con el botón. Y el otro se acerca a la boca un botón de la camisa y le susurra, ¡ascensor!

—No es un chiste de botones, es un chiste de autistas.

—Bien dicho. Mejor echémonos unas hamburguesas en aquel antro, que muero de hambre.

Las pidieron para llevar y acabaron comiéndoselas con papas fritas y Budweisers en casa de Rose, rodeados de perros.

—¿Usted cree que su jefe está encaprichado con esa María Paz? —preguntó Rose, en realidad no supo para qué, tal vez para evitar que Buttons le echara más chistes de botones. Acababan de pasarle demasiadas cosas, todas contradictorias entre sí, y su cabeza había entrado en corto y se había quedado en blanco.

—Encaprichado no —dijo Buttons—, yo diría que mi jefe está enamorado, at his old age. Hay un amor vistoso al que se le ponen palabras, un amor que se dice y se hace. No me refiero a ese. En cambio hay otro amor que no se sabe, ni se dice, ni se hace, simplemente pasa, sin que el enamorado se dé siquiera cuenta, ni haga mucho al respecto. Me refiero a esa clase de amor.

—Y sin embargo se va para París cuando ella más lo necesita.

—Quiere ir a París, y se va para París. Así son los ricos, señor Rose. Tienen prioridades, ¿entiende? Eso lo llevan en el ADN.

—¿Y acaso Pro Bono no defiende a las indígenas bolivianas, y a los sin agua, y a no sé quién más?

—Sí, y también a María Paz. Pero Gunnora es Gunnora. Gunnora, su hija, su nieta, su casa en las afueras, su biblioteca, París, su Lamborghini, su jardín de rosas…, todo eso pertenece para él a otra esfera de la realidad. La esfera prioritaria de la realidad.

—No sé, no me cuadra. Yo empezaba a tener otra imagen de Pro Bono, hasta llegué a pensar que era un abogado distinto a los demás…

—Y no se equivocaba, señor, eso también es cierto, piense que el hombre se va apenas por dos semanas, tampoco es como que haya desertado para siempre; en dos semanas ya estará aquí, otra vez a la cabeza de la cruzada pro María Paz. Y volveremos a perderlo cuando Gunnora cumpla años, o cuando monten Las bodas de Fígaro en La Scala de Milán.

—¿Qué pasó en ese juicio, Buttons? Eso es lo quiero saber.

—Yo también, señor Rose. Quisiera saberlo y no lo sé, le aseguro que no. Para que me crea, puedo contarle lo que vi personalmente ese día; de ahí para adelante no sé nada.

El juicio tendría lugar a las 11:30 de la mañana, en la Bronx Criminal División, en la 161 Este, adonde Buttons llega con su jefe dos horas antes. Es costumbre de Pro Bono presentarse con mucha anticipación; no es de los que se arriesgan apostando contra el reloj. Ni Pro Bono ni Buttons han desayunado, así que bajan a la cafetería. De pasada Pro Bono compra los diarios, y luego pide en la barra un café, un poco de fruta y un muffin. Buttons pide pizza y refresco. Se instalan en una mesa apartada y comen en silencio, al jefe no le gusta que le conversen ni lo distraigan en los momentos previos a un juicio, necesita concentrarse. Intercambian apenas un par de frases, según cree recordar Buttons. Pro Bono le cuenta que ha dormido bien, que está fresco y descansado, que la pelea de esa mañana va a ser a muerte, pero que confía en que pueden ganarla. Buttons tiene más dudas, pero básicamente está de acuerdo: las acusaciones contra María Paz son bastante vagas. Ya luego se despiden. Buttons tiene que salir a ocuparse de otras cosas, y deja a Pro Bono en ese lugar, leyendo la prensa. En ese momento, María Paz no ha llegado todavía. Pero no es de preocuparse, hay tiempo de sobra.

—Y eso fue todo —le dijo Buttons a Rose.

—No es mucho —dijo Rose.

—En realidad casi nada. Pero es todo lo que sé. Volví a ver a mi jefe a la tarde, ya en la oficina. Ahí me contó que María Paz nunca había aparecido. Estaba tan desorientado como yo al respecto; no teníamos idea de qué podía haber sucedido.

—Y ya no volvieron a verla…

—Hasta el sol de hoy.

—Muy extraña, toda la historia de ella. Increíble, también. O sea que a su manera, ella logró escapar de Manninpox. Increíble. Digo, con lo de la pinza y tal. Como sea. Al fin de cuentas logró escapar…

—Puede decirse que escapó, sí —dijo Buttons—. Pero ¿quién sabe? A partir del momento en que evade el juicio, María Paz se convierte en prófuga de la justicia, y se desatan a perseguirla, la Policía estatal, el FBI, la Interpol (por ser extranjera), la DEA (por ser colombiana), y la CIA. Para no hablar de la jauría hambrienta y sin escrúpulos de los cazarrecompensas. Eso si está viva, claro. ¿Sabe cuántos presos han logrado escapar en los Estados Unidos de 2001 al presente? Un total de veintisiete. No más. Y de esos veintisiete, ¿sabe cuántos fueron recapturados?

—Ni idea.

—Póngale.

—¿Doce?

—Veintiséis. De un total de veintisiete, veintiséis fueron recapturados. Eso quiere decir que en una década, sólo uno logró escapar definitivamente.

—Dos, con María Paz —dijo Rose, y brindó por ella alzando su lata de Bud.

—Mi jefe me pidió que investigara —dijo Buttons, ya acabando de comer, mientras se limpiaba la boca con la servilleta de papel y le echaba el último trozo de su hamburguesa a uno de los perros.

—¡No! —gritó Rose—, no les dé comida así. Están enseñados a comer sólo en su platón, no hay que malcriarlos.

—¿Oyó lo que le dije? Mi jefe me pidió que investigara.

—¿Y?

—Tengo algunas cosas. Fuertes. Sobre la muerte de su hijo.

—Las autoridades pertinentes dijeron que había sido accidente de tránsito. Caso frío y cenado.

—Son burócratas. No les interesa. Creo que yo tengo algo.

—No sé si estoy listo —dijo Rose, que vivía anclado en la muerte de su hijo, pendiente de cualquier señal que le ayudara a entender lo insondable e irreversible del hecho, y que sin embargo cenaba los ojos y echaba para atrás, despavorido, cada vez que se acercaba a una pista concreta—. Entiéndame, es demasiado para un solo día. Por lo pronto voy a dar una vuelta con los perros. Queda en su casa, Buttons, haga lo que quiera. Después hablamos —dijo Rose, y salió. Se sentó un poco en el porche de su casa, para acariciar a sus perros y no pensar en nada. Skunko se echó a sus pies, Dix le mordisqueaba las faldas de la chaqueta y Otto se rascaba una oreja. ¿Por qué se rasca así este peno? Ojalá no se le haya vuelto a infectar el oído, pensó Rose, agradeciendo el frío viento otoñal que le golpeaba la cara y le despejaba la cabeza. O serían más bien los efectos del Effexor que acababa de tomarse.

—¿Quiere que hablemos de la muerte de su hijo? —le preguntó esa noche Buttons mientras atizaba el fuego en la chimenea. Como no tenía coche para regresar a Nueva York, había aceptado la sugerencia de Rose de quedarse a dormir.

—Fui corriendo a la morgue cuando me llamaron para la diligencia de reconocimiento del cadáver —fue diciendo Rose—. Iba rezando, que no sea él, que no sea él, todavía convencido de eme no podía ser Cleve. Y de alguna manera tenía razón, ese que estaba ahí muerto no era Cleve, no podía serlo, estaba tan lastimado y tan quieto… Ese no podía ser mi muchacho. Y al mismo tiempo sí era, pese a lo extraño de su cara desfigurada, casi irreconocible, por los golpes y las heridas, ahí estaba esa cicatriz en forma de zeta en medio de la frente. Ese era Cleve, mi único hijo, y ese cuerpo maltrecho y lastimado era lo único que me quedaba de él, y ya después no lograban apartarme de su lado. Necesitaban cenar el local, o irse para sus casas, o guardar a los muertos, lo que fuera, pero no podían deshacerse de mí. Yo quería quedarme con (lleve. En algún momento había entrado Edith. No supe cuándo, no la sentí. Hacía unos años había regresado de Sri Lanka y se había radicado con Ned en Chicago. Para allá iba Cleve en su moto cuando se mató, quería asistir a la fiesta de aniversario de su madre y de Ned, no sé cuántos años de casados cumplían, ni siquiera sé si se habrían casado de verdad, sospecho que no, porque Edith y yo nunca llegamos a divorciarnos. Y ahí delante de mí estaba Cleve, mi hijo Cleve, cubierto por una sábana. A su derecha estaba parada Edith. Y a la izquierda yo. Una cosa sé decirle, Buttons. Una sola: a partir de ese día, los muertos fuimos tres. Usted me ve caminar, trabajar, comer hamburguesa. Todo eso lo sigo haciendo, pero no quiere decir nada. Me quedó muy claro durante el entierro, cuando Edith y yo pudimos mirarnos por fin a los ojos y ambos supimos que nos habíamos muerto los tres. Hasta ahí llegué yo, lo que ha venido después no tiene importancia, ha sido cosa de aguantar y dejar que el tiempo pase. Y cuidar a mis perros, eso sí, ellos me necesitan vivo. En realidad lo que vino después fue la culpa, montañas de culpa, de arrepentimientos, de azotes contra mí mismo por haber dejado que sucediera lo que sucedió. Una culpa enloquecedora, se lo juro; hasta pastillas tuvo que recetarme el loquero para que no perdiera la chaveta definitivamente.

—¿Quiere hablarme de eso?

—Es largo.

—Tenemos toda la noche.

Rose no sabía por dónde empezar. Tal vez por el día en que Cleve, de diez años, había saltado a una piscina vacía tras la separación de los padres. Aparentemente había saltado a sabiendas de que estaba vacía, se había dislocado el hombro y fracturado el húmero y se había abierto la frente por un golpe fuerte en la cabeza. No podía decirse que hubiera sido un intento infantil de suicidio, la piscina no era suficientemente honda, hasta un menor de edad podía darse cuenta de eso. Pero sí había sido un claro llamado de atención, que les dejó ver a los padres que tenían un hijo sensible, más vulnerable de lo que habían percibido. De ahí en adelante, una zeta en la frente del niño fue señal de que en esa familia rota había un eslabón débil por donde la resistencia podía quebrarse. Años después, cuando un Cleve ya adulto había expresado su decisión de irse a las Catskill a vivir con su padre, Rose supo que recaía sobre él una responsabilidad enorme, que entró en contravía con el asunto de la moto. Para la generación de Cleve, motocicleta tal vez quisiera decir transporte, diversión, deporte, chicas bonitas y con suerte algo de sexo. Para Rose, en cambio, decir motocicleta era decir extremo peligro, riesgo de perder la vida, accidente garantizado, ese tipo (fe histeria paterna. Así se lo advirtió al hijo hasta el cansancio, suscitando peleas y malos genios de parte y parte, desde el momento en que Cleve se presentó en casa con esa Yamaha, hasta el propio día en que se mató en ella.

—Era un animal de cuatro cilindros y cuatro carburadores, con doble árbol de levas en la culata —le dijo Rose a Buttons—. Tragaba gasolina como una bestia y era imbatible en carretera, pero cero maniobrable en emergencias porque era larga y pesada y de poco radio de giro. Todos los días se lo decía yo a Cleve. Sin embargo, él no le veía ningún pero, él la veneraba, andaba locamente enamorado de ella. Lo tenía hipnotizado, la tal Yamaha. La limpiaba, la abrazaba, vivía chequeándole el filtro del aire, los carburadores, el aceite, las bujías. Le invertía una fortuna en gasolina de alto octanaje. Aquello era amor ciego, compenetración total del hombre y la máquina. Y ahora póngase en mis zapatos. Mi única tarea importante en esta vida era impedir que Cleve reincidiera en eso que había intentado a los diez años. Antes piscina, ahora motocicleta. Lo único que yo tenía que hacer era impedirlo, y fallé. Punto. No hay más que decir.

—No fue culpa suya, señor Rose, no se martirice así. Ojalá fuera tan fácil. Yo estuve averiguando. Cleve se mató en una carretera secundaria que corría paralela a la Interstate 80, faltándole hora y media para llegar a Chicago… Esa tarde llovía, y…

—Todo eso lo sé de sobra —lo cortó Rose—. Llovía y Cleve se salió de la carretera con todo y moto.

—Me dijeron que su hijo era un piloto experimentado, no era ningún novato que no supiera lidiar con un poco de agua caída del cielo. La cosa es que no está claro si el accidente sucedió porque el pavimento estaba mojado, o más bien porque lo forzaron a salirse de la carretera. Piénselo así: aun en el caso de que Cleve hubiera perdido el control de la moto, pudo haber sido porque huía de alguien que lo perseguía. Se habría dado cuenta de que venían por él… —dijo Buttons—. Es imposible saberlo porque no hubo testigos ni radar, ni investigación criminal. El caso sólo fue atendido por el Highway Patrol y los paramédicos, y el dictamen forense indica muerte instantánea por traumatismos varios debido a pérdida de control de la moto, por una combinación de exceso de velocidad y lluvia. Se sabe que la lluvia aumenta enormemente las posibilidades de pérdida de control de una motocicleta, así que a esos casos no les queman mucha neurona, el dictamen sale casi automáticamente como simple accidente. No acordonaron ni cuidaron la escena del crimen, pisotearon el barro, dejaron colillas, eliminaron pruebas sin darse cuenta… Porque no lo consideraron caso criminal.

—No fue un caso criminal. Y deje de mascar botón, Buttons, hace un ruidito que me enerva.

—De acuerdo —dijo Buttons, y escupió el botón—. No tomaron ninguna precaución… pero tomaron fotos. Muchas fotos. Aquí las tengo, en mi Mac. ¿Quiere verlas? Son… difíciles. Si quiere le sirvo un trago primero…

—Está bien así.

—Fíjese en esta. Nos permite ver claramente el cuerpo, tal como lo encontraron. Tiene ciertas heridas de espinas…

—Pero claro que tiene heridas de espinas, si rodó por entre matorrales y zarzas espinosas —dijo Rose, pasando apenas la mirada sobre las imágenes que aparecían en la pantalla, como haciéndose el que las veía y en realidad sin verlas—. Voy a pedirle un favor, Buttons. No me haga revivir esto, si no es por algo que valga la pena.

—De acuerdo. Vamos paso a paso. Mire aquí. Cleve no lleva casco. El casco aparece más abajo, aquí puede verlo, en esta otra foto.

—Usted me está torturando con perogrulladas. No tiene casco porque se le cayó el casco, qué otra razón puede haber. —Que alguien se lo haya quitado.

—¿Y para qué? Para robárselo no, ahí lo dejaron. Se le cayó, hombre, no le dé más vueltas a eso.

—Es un buen casco, un Halo Helmet Full Face de máxima seguridad, de amarrar con doble correa y doble anillo; si amplío la imagen se ve claramente. Un casco de estos no se zafa así no más, y su hijo no era persona de andar con el casco suelto, y menos por carretera y lloviendo. Para mí que después del accidente alguien le quitó el casco.

—Pudo quitárselo él mismo —dijo Rose, agarrándose la cabeza a dos manos—. Si no murió enseguida pudo quitárselo él mismo, siempre me dijo que ese casco le apretaba.

—Pudo ser. Hay muchas cosas que no sabremos, demasiadas. Pero volvamos a las heridas de espina. Mírelas aquí, en la frente de Cleve. Son diecinueve. Diecinueve heridas pequeñas que le van marcando la frente de lado a lado, casi equidistantes, casi en línea recta. Y ahora mire esta rama de acacia espinosa que aparece al lado del cuerpo. ¿Ve que está curvada? Si aumentamos el tamaño al 300 por ciento, podemos ver que en algún momento esa rama tuvo los extremos atados entre sí; mire, aquí en este extremo todavía se ve la hilacha de corteza con que debió estar amarrada.

—¿En forma de anillo?

—O de corona. Y ahora mire lo que pasa si usamos Photoshop —dijo Buttons, trasladando en la pantalla cierto segmento de la rama hasta colocarla sobre la frente de Cleve—. Concuerdan, ¿sí ve? Las espinas de la rama cazan exactamente con las heridas que su hijo tiene en la frente. Si hoy día tuviéramos acceso a esa rama, es seguro que encontraríamos en ella rastros de sangre de Cleve.

—¿Una corona de espinas? —preguntó Rose, que se había puesto muy pálido.

—¿Está bien, señor? Venga, recuéstese un poco. Tome aire. Espere aquí. Creo que de todas maneras voy a traerle ese trago —dijo Buttons, y cuando regresó a la sala con un par de whiskys en las manos, vio que Rose se había puesto de pie; ya no estaba desmadejado y su expresión ya no era desencajada. Por el contrario, parecía entero y pavorosamente sereno.

—Respóndame un par de preguntas, Buttons. Sólo diga sí o no. Mi hijo no se mató, sino que lo mataron.

—Eso me temo, señor.

—¡Sí o no, Buttons!

—Sí.

—Y lo torturaron.

—Creo que le quitaron el casco para enterrarle en la cabeza esa corona de espinas.

—¿Todavía estaba vivo cuando se lo hicieron?

—Imposible saberlo, ya a estas alturas. Pero yo diría que no, al parecer murió instantáneamente al caer, y alguien le habría encajado después esa corona de espinas. Una especie de ritual, algo así, no lo sabemos a ciencia cierta. Pero sabemos otras cosas, señor Rose. Mientras usted paseaba con sus perros, yo anduve por aquí, mirando un poco por la casa y los alrededores. Le pido perdón por eso, pero creo que era necesario. Llamé por teléfono a la viuda de Eagles, el hombre de la cara arrancada. El teléfono aparecía en los bultos de comida de sus perros. Ella me dijo algunas cosas. Y luego rebusqué en el ático. El ático era la habitación de Cleve, ¿no es así? Eso está claro. Ahí encontré un par de artículos de mujer. Maquillaje, algo de ropa.

—Y por qué no, si mi hijo tenía novias, o amigas, que venían a visitarlo.

—También podían ser de María Paz. Va a decir que fuerzo la mano… Pero es que hay más. Afuera, en un claro del bosque, detrás de la casa, ahí está clavada una cruz de palo, a lo mejor usted sabe a qué me refiero… ¿Nunca la ha visto? Y con razón, en realidad pasa desapercibida, es una cruz hecha a mano alzada, se diría que a la carrera, apenas dos palos amarrados con cabuya. Pues yo supuse que podría estar señalando una tumba, o algo por ese estilo, y escarbé un poco por ahí. Sólo encontré esto, esta cajita que al parecer contiene cenizas. Pero también esto otro —dijo Buttons, y le entregó a Rose una medalla de bronce que colgaba de una cinta percudida y atacada por el hongo—. Lo que quiero que sepa, señor Rose, es que el peligro está cerca. Por aquí ha estado, merodeando. A lo mejor ha entrado a esta casa.

Rose observó la medalla de bronce por un lado y por el otro.

—Creo que ya sé cómo encontrar a María Paz —dijo.