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Del manuscrito de María Paz

La oscuridad, ¿cómo era? Aprieto bien los ojos y la imagino profunda y aterciopelada. Tampoco recuerdo cómo sonaba el silencio. Me tapo los oídos para recordarlo, pero se me esconde detrás de un enjambre de zumbidos. Son cosas que ya olvidé, porque aquí en la cárcel a todas horas hay luz y ruido. Si algo añoro, es la calma de un momento largo y negro en que no suene nada en mi cabeza. Usted nos contó) que vive en la montaña, míster Rose, así que debe conocer la verdadera oscuridad y el silencio de verdad. Nos contó también que desde su casa se ve Manninpox, y yo me pregunto si de vez en cuando mira hacia acá. Si desde su casa se ve Manninpox, quiere decir que desde Manninpox se ve su casa. Bueno, se vería, si hubiera por dónde asomarse.

El problema con mis ralos de soledad es que están demasiado llenos de Violeta. De mi hermana Violeta. Puedo pasar por alto cosas decisivas que tienen que ver conmigo, como los cargos que pesan en mi contra, y en cambio me enredo en angustias que tienen que ver con ella. ¿Habrá comido, o dejado el plato intacto? ¿Andará melancólica en estos días de lluvia? ¿Habrá dejado la maña de arrancarse mechones de pelo? Desde que nació, ando pendiente de ella. Durante el tiempo en que estuvimos las dos solas en Colombia, yo en una ciudad y ella en otra, intenté varias veces llamarla por teléfono pero nunca pude hablarle. Durante semanas me olvidaba de ella, pero de pronto recordaba que en alguna parte tenía una hermana pequeña y me caía encima como una nevera el peso de ese deber pendiente. Pese a todo, a mí me había ido bastante bien en la vida, mejor de lo que cabía esperar. Supongo que lloraba mucho por Bolivia, y quién no, hasta los cachorros y los terneros lloran la ausencia de la madre, todo el mundo sabe que madre no hay sino una. Todo el mundo menos yo, que en realidad tenía dos, porque Leonor de Nava cumplía bien ese papel, por lo menos mejor que Bolivia. Pero además en Las Lomitas yo era una niña entre niñas, una más al lado de Caím y Pati, digamos que era más hermana que hija, y ahí estaba mi felicidad. Pero ¿y a ella, Violeta? ¿Como le iba a esa bebé abandonada que era Violeta? No lo sé y sospecho que tampoco la propia Violeta lo sabe, y si lo sabe, no va a contarlo.

—Violeta no olvida —dice a veces.

—¿Qué cosa, Little Sis? ¿Qué es lo que no olvidas? ¿Hay algo que Violeta no quiere recordar? —le pregunto, pero no responde.

Siempre que yo la llamaba, allá en Colombia, su madrina me decía lo mismo: Violeta no quiere pasar, es pequeña y la asusta el teléfono, mejor mándale un saludito conmigo. Caminaba, Patinaba y yo hablábamos por teléfono el día entero, si por algo nos peleábamos era por eso, porque alguna agarraba la bocina y no la soltaba, y en cambio a mi hermana Violeta la asustaba el teléfono. Qué le vamos a hacer, pensaba yo como para olvidarme de ella, o para librarme de la obligación de buscarla, y además Bolivia me aseguraba por larga distancia que la nena estaba bien y que las tres nos veríamos muy pronto. Alguna vez traté de advertirle que las cosas con Violeta no marchaban tan bien como ella creía. Le dije, ayer quise hablar con la niña y escuché la voz de su madrina que la llamaba, Venga, Violeta, venga, contéstele a su hermana, qué desgracia con esta niña, otra vez está ahí metida, lleva toda la tarde ahí metida y no hay quien la saque. ¿Me estás escuchando, Bolivia? Te estoy contando que la madrina de Violeta dijo ayer que la niña llevaba toda la tarde ahí metida. ¿Metida dónde?, me preguntó mi madre. No sé, Bolivia, metida en algún lado, o detrás de algo, un mueble, una puerta, no sé, el problema es que ha estado ahí toda la tarde. En esa ocasión, como en otras parecidas, Bolivia pronunció su frase favorita, la que más me sacaba de quicio, la que estuvo repitiendo hasta el día anterior a su muerte: No te preocupes, no pasa nada. No pasa nada, esas tres palabras resumían la filosofía de mi madre.

Ahora también llamo a Violeta, lo hago todas las semanas a pesar de las colas que se forman frente al único teléfono disponible en este pabellón. Pero con ella nada es fácil. Sé que está resentida conmigo, que no me perdona haberla enviado interna a ese colegio tan lejos de casa, y sé que tiene razón al odiarme, yo misma me odio por haberlo hecho. La cosa es que pasa al teléfono, pero no me habla. Permanece callada al otro lado de la línea y a mí sólo me queda cantarle la canción de la serpiente de tierra caliente que cuando se ríe se le ven los dientes, esa y otras de Cri Cri el grillo cantor que a ella le gustaban de niña, y así me paso diez minutos, o doce, cantándole Cochinitos dormilones, Cíela Dominga o Conejos panaderos, hasta que quemo todos los minutos de la tarjeta. Pero no crea que Violeta es boba, o retardada. Por el contrario, Violeta es tremenda. Rara, pero tremenda, y con la particularidad de no tragar mentiras. Ella sabe perfectamente que si la llamo no es para decirle las cosas como son, sino que le oculto que estoy presa, le oculto lo que pasó con Greg, le oculto un montón de hechos, que en cierta forma también me oculto a mí misma, con la diferencia de que a mí las mentiras me ayudan a vivir, mientras que a ella la ahogan. Todos vivimos mintiéndonos los unos a los otros, a veces más y a veces menos, a veces por maldad y otras por piedad. Lo dice el doctor House y tiene razón: la verdad cruda no es algo que se estile, no figura en los manuales de la buena educación. Pero las cosas no funcionan así para Violeta, ella ni dice mentiras ni quiere escucharlas, la marean las palabras a medias y los dobles sentidos; eso me han explicado los psicólogos, que Violeta no sabe interpretar evasivas o insinuaciones. Por eso, cuando le hablo desde Manninpox, se paraliza y se queda callada. O no me pasa al teléfono y eso es lo peor, ahí me denota, me deja mal toda la semana.

—No más. Big Sis se calla. Big Sis se calla —me dijo cuando empecé a dar rodeos y a inventarle historias para evitar revelarle la verdadera. Desde entonces no ha vuelto a decirme nada.

Y aun así, no me atrevo a confesarle la verdad. No es fácil decirle a tu hermana menor que te has metido en un lío de la madonna y que es posible que no puedas ir a verla en mucho tiempo, o tal vez no se lo digo precisamente por lo contrario, porque en el fondo estoy convencida de que en cualquier momento despierto y se desvanece este castillo del horror, este lugar inverosímil, como sacado de un cuento de hadas, pero de los macabros. Y enseguida voy por ella a su colegio en Vermont, y me la llevo conmigo, y nos vamos las dos juntas a algún lado, todavía no sé cuál, y le voy a prometer solemnemente que no voy a tener novios que opinen que vivir con ella es un infierno. Aunque es verdad, es un infierno. Y aun así. Violeta será un desastre pero es mi hermana, yo la quiero montones y ella me hace mucha falta. Cómo se repite la historia, o mejor dicho cómo la repetimos estúpidamente y sin darnos cuenta. Violeta y yo siempre sobrábamos en casa cuando Bolivia traía a vivir a uno de sus novios. Para la parejita de enamorados, mi hermana y yo nos convertíamos en el pegote, el problemita que jodía el romance de su mamita bonita, tan joven pero con unas hijas tan grandes y tan entrometidas. Siempre que Bolivia vivía con un hombre, nosotras sobrábamos en su casa, éramos las arrimadas, las que no tenían que ver con el paseo, el principal obstáculo para la felicidad de los recién casados. Y luego se muere Bolivia y yo quedo encargada de Violeta, y me da a mí por vivir con un tipo, me lo traigo a casa y automáticamente Violeta se convierte en pegote. La historia que se repite. Ya le digo, el problema es que no escarmentamos. La pasamos fatal, y luego le hacemos lo mismo al siguiente, como quien dice nos vamos pasando la pelota de mano en mano. Por eso mandé a Violeta interna a ese colegio especial, bien al norte, en Vermont. ¿Me entiende? Yo quería ser feliz, y ella era un pegote. Supongo que hice igual que Bolivia: también a mí me entró el embeleco de la felicidad. Es un gran error, ¿sabe? La base de todos los líos y las desgracias es empezar a soñar con esa vaina. La vida no está hecha para eso, y punto. Y no es que le esté diciendo que he sido desgraciada, no es eso, supongo que hay muchos que la han pasado peor. Pero de ahí a tratar de ser feliz, hay un salto que no conviene dar. O a lo mejor yo simplemente quería salirme de mi caja cenada, con eso de mandar a Violeta lejos. Mírelo de esta manera, durante tantos años, ¿quién fui yo? ¿Qué recuerdos tengo de mi adolescencia? La verdad no muchos, yo era una caja cenada. Yo era la que cuidaba a Violeta, no mucho más que eso. Mientras Bolivia trabajaba, mientras Bolivia le apostaba al amor, mientras Bolivia fracasaba en el amor y volvía a apostar, yo era básicamente la que cuidaba a Violeta. Una vez Mike me mandó a comprarle cigarrillos. ¿No le he contado quién fue Mike? Por ahora no importa, digamos que uno de los novios de mi madre. Yo debía de tener once años, tal vez doce, Mike nos había invitado a Bolivia, a Violeta y a mí a uno de sus viajes de negocios y eso se había convertido en todo un acontecimiento. Yo nunca había estado en un hotel así y no sabía que pudiera haber en el mundo algo tan lujoso, un hotel de dos estrellas que a mí me parecieron todas las estrellas del firmamento, y en el último piso encontramos máquinas de refrescos y hielo, y nos alojamos en dos cuartos unidos por una puerta, cada cuarto con su propio televisor y su propio baño, y en cada uno de los baños, frasquitos con crema y champú. Mejor dicho el paraíso. Pero el detalle es que el hotel quedaba frente a una gran avenida de mucho tráfico y varios carriles, mejor dicho una autopista. Yo bajé con el dinero que me había dado Mike, pregunté en el bar polla marca que él fumaba pero no tenían, salí del hotel, pregunté en otro lugar y tampoco, en otro más y nada. Alguien me dijo que podía conseguirlos enfrente y yo hice lo que el instinto de conservación me dictaba que no hiciera: cruzar el highway. No quería presentirme en la habitación sin los cigarros, no sé, supongo que al fui de cuentas Mike no me caía tan mal, y en ese momento estaba locamente agradecida con él por habernos llevado a ese lugar maravilloso. En todo caso no tuve problema, atravesé la ¿venida al tiempo con otra gente y no pasó nada. Compré los cigarrillos, intenté regresar, y cuando me di cuenta estaba debajo de un carro. Abrí los ojos y ahí estaba yo, caída debajo de un carro, con la nariz a un palmo de su panza metálica y el vestido aprisionado por una de las llantas delanteras. Un oriental que debía de ser el conductor se había puesto en cuatro patas, se asomaba, me veía y gritaba.

Aparte de su cara oriental y de la barriga negra del carro, empecé a ver piernas y zapatos y supe que alrededor se iba formando una conmoción. Escuché que se acercaba una sirena de ambulancia. It’s a girl, decía una voz de mujer, she is dead, decía, she is dead. Y entonces entendí que esa era yo, yo era esa girl que estaba dead. Pero no me dolía nada, no sentía nada, así que zafé de un tirón la falda de mi vestido, agarré la cajetilla y las monedas, que habían quedado ahí tiradas, me escabullí de debajo del carro, me paré lo más rápido que pude, corrí a lo que me daban las piernas sin permitir que nadie me atajara, y así corriendo y sin mirarlos lados atravesé los carriles que faltaban, escuchando los frenazos justo a mi lado. Entré al hotel y me escondí detrás de unas matas hasta que dejaron de buscarme, y luego entré al baño del lobby. Ya le digo, yo debía de tener doce años. Me eché agua en la cara y me la sequé con una toalla de papel, enjuagué la parte de mi falda que había quedado debajo de la llanta y la sequé con el chorro de aire caliente, me peiné como pude y me revisé en el espejo por todos lados para asegurarme de que no se veía nada raro. Al rato regresé a la habitación, le entregué los cigarrillos y las vueltas a Mike… y no dije nada. En realidad de eso nunca he dicho nada, aunque hasta el día de hoy sigue pasando ante mis ojos con la claridad de una película. Y si ahora se lo cuento a usted, míster Rose, es para que entienda que yo no era nadie. Yo no era nadie y a mí no me pasaba nada, porque si eres nadie tío te pasa nada. Lo mío no contaba y no valía la pena contarlo, así de fácil. Y no crea que sufría por eso, simplemente me parecía normal.

Será por eso mismo que tampoco ahora le cuento a nadie que estoy presa, y menos que menos a Violeta. No sé. O será más bien por vergüenza que le oculto la verdad. A ella nunca le gustó que yo anduviera con Greg, y con Sleepy Joe menos. Le parecía ridículo el montaje de mi matrimonio, porque es muy zorra, la Violeta, no se le escapa nada. Era como si supiera desde un principio que todo mi asunto con los dos eslovacos carecía de fundamento, que iba de mal en peor y que terminaría como terminó. Condenada Violeta, yo a tratar de ser feliz, y ella a no dejarme. Es un testigo implacable, la maldita; no la convencía la telenovela que yo andaba montando, y supongo que en el fondo a mí tampoco, y por eso me fastidiaba sobremanera tenerla ahí, presente a toda hora, recordándomelo. No era que me lo dijera, o que hiciera reclamos o advertencias, eso no; ella tiene sus propias maneras, y son muy cabronas. Sabe buscarse la formita de irlo exasperando a uno y de empujarlo hasta el límite, por ejemplo empezaba a orinarse noche tras noche en la cama, o se paseaba desnuda por la azotea, o se sentaba en un rincón a arrancarse el pelo a mechones. A Sleepy Joe se la teñí; jurada. Creo que Greg no le caía tan mal, al menos a él no le casaba pelea, aunque tampoco era fácil. Greg es policía, ya sabe, policía de los pies a la cabeza, con una noción cuadrada de la ley, aunque por debajo de cuerda no haga sino violar esa mismísima ley que tanto pregona. Pero eso es otro problema, lo del tráfico de armas, del que aquí vine a enterarme, porque créame que antes no sabía nada. Pero le estaba hablando de otra cosa. Le decía que de todas formas los códigos disciplinarios de mi Greg eran estrictos, y él sentía que Violeta se burlaba de ellos. Por ejemplo le decía:

—Violeta, no sigas jugando con esa copa, que vas a quebrarla, ¿te das cuenta de que vas a romper esa copa?

—Sí —le respondía ella, sin dejar de hacer lo que estaba haciendo.

Greg lo tomaba como desacato, cuando sólo era la manera particular en que Violeta respondía, ya le digo, ella entendía las frases a la letra, las insinuaciones no le entraban en la cabeza. O por ejemplo sonaba el teléfono, ella contestaba y oía que preguntaban, ¿está Greg?

—Sí —decía y colgaba.

—Pero ¿por qué no me avisaste, niña? —rugía él.

—¿Por qué no me avisaste? —repetía ella.

—¡Pero preguntaron que si yo estaba! —Violeta dijo que sí.

Un día Violeta estaba tratando de amarrarse unos patines y no lo lograba.

—Te ahogas en un vaso de agua —le dijo Greg, y se dispuso a ayudarla.

—Idiota —le dijo Violeta, pegándole con furia en el brazo—. Violeta no cabe dentro de un vaso de agua.

Greg no podía entender que no había ofensa, que simplemente ese era el lenguaje de ella, su manera de no entender comparaciones. Una vez, estando Bolivia todavía viva, mandó a Violeta a la esquina por clavos y canela, para hacerle una Maizena que a la niña le gustaba. Porque ese es otro drama, Violeta no acepta sino comida blanca: arroz, espaguetis, leche, clara de huevo, pan de trigo, helado de vainilla, es decir pura comida simple y blanca; se vomita si le das cualquier otra cosa. Esa vez Bolivia quería prepararle la Maizena, que por supuesto también es blanca y que se pone a hervir en mitad leche, mitad agua, con azúcar, clavos y canela.

—Ve a comprar clavos y canela —le dijo a Violeta, y le dio unas monedas.

Violeta le trajo la canela y también los clavos, pero clavos de acero, clavos de clavar con un martillo en la pared. ¿Me entiende? A ella le dicen traiga clavos, y ella trae clavos. Punto. Porque no sabe interpretar, porque no conoce de matices. Y Greg, medio mongo también él, nunca supo interpretar que Violeta no sabía interpretar. Y ella tampoco ayudaba; si el hombre llegaba cansado, ella se ponía a gritar hasta enloquecerlo, o se perdía por el barrio y él tenía que salir a buscarla. A diario cosas así. Pero ya e digo, el pleito primordial de Violeta no era con Greg. Era con Sleepy Joe.

Increíble, cuesta entender por qué Violeta se empecinaba en joder a Sleepy Joe, en sacarlo de casillas precisamente a él, que es tan malo. Lo de él es un impulso ele hacer daño, una urgencia de maldad, posiblemente inconsciente, yo diría que hasta infantil, o sea un gusto por el dolor ajeno como el que a veces experimentan los niños cuando les sale el ladito perverso. Sólo que Sleepy Joe e s un niño con perversidad adulta. Mejor dicho un adulto malo, maloso, maldadoso, así es Sleepy Joe. O así era, no sé qué habrá sido de su vida, desde que estoy aquí encerrada no mantengo contacto con él. Tal vez la distancia me ha ayudado a comprenderlo mejor, a pillarme cómo funcionan sus mecanismos. La cosa es así, míster Rose, o al menos eso creo entender ahora. Mire y verá. Al que ya tiene una fisura, a ese le cae Sleepy Joe para quebrarlo, por la pura satisfacción que le produce arrastrarlo hasta el borde, y porque herir a los demás le produce cosquillas en los huevos y pálpito en las sienes. A Hero tenía que dañarlo porque estaba mutilado, a Violeta tenía que enfermarla porque ya estaba enferma, a Cori tenía que violarla porque ya había sido violada. Sleepy Joe necesitaba desquitarse con ellos, pretendía aplastarlos como si fueran insectos, él un dios y ellos unos insectos a sus pies. El por fin fuerte, todopoderoso; el problema es que sólo lo logra en comparación con los débiles. Algo hay en él que lo hace sentirse el llamado a reventar la cadena por el eslabón más débil, quizá para no reventar él mismo, porque él mismo debe ser, a la hora de la verdad, el eslabón más débil de todos. Así era Sleepy Joe, y así debe ser todavía. Haga de cuenta un pollo con un ala quebrada. Pero no un pollito bueno, sino un hijueputa pollo. Con un ala quebrada. No sé cuándo se produjo en él el daño, seguramente en la infancia, como todos los daños irreparables. Parecía un muchacho muy lastimado. Y no sólo del alma, también del cuerpo, si viera cuántas cicatrices tiene en la espalda.

—¿De qué son? —le pregunté muchas veces, siempre que estábamos en la cama, le acariciaba la espalda y mis manos se topaban con todas esas huellas en la piel, una al lado de la otra, como cuentas de rosario. Las marcas de la vida, las llamaba él, y de ahí nadie lo sacaba.

A veces Sleepy Joe se dormía bocabajo, sin camisa, y yo aprovechaba para observarlas. Eran cicatrices pequeñas per o muchas, una constelación donde la piel se abultaba, más brillante que en el resto de la espalda.

—¿Cómo te hiciste esto? —volvía yo a preguntarle.

—Son las marcas de la vida —salía con lo mismo y seguía durmiendo.

Y sin embargo fíjese, la Violeta no se dejaba de él. Ella también se inventaba maneras de martirizarlo, como que competían en eso de las maldades. Ella se daba cuenta de que él era un tipo atemorizado, y lo agarraba por el lado flaco. Sabía por ejemplo que el muy pendejo les tenía miedo a los perros y para fastidiarlo metía en la casa gozques callejeros, animalitos de nada, pulgosos de rabo entre las piernas, pero que a él lo amedrentaban y lo ponían histérico. Y también otras cosas, maneras que se ingeniaba ella de molestarlo. Como la pasión de él eran los programas de televentas, Violeta se le atravesaba delante de la pantalla, y si el otro medio la tocaba para hacerla a un lado, ella lo mordía hasta arrancarle el pedazo. Porque es una fiera cuando se enfurece y tiene una fuerza de los mil demonios, mi hermana Violeta; ahí donde la ve, tan frágil y delgada. Nunca le ha gustado que la toquen. La primera ley si quieres andar con ella, es que no debes tocarla, ni siquiera para acariciarla, y abrazarla sí que menos, reacciona como si la hubieras quemado con un cigarro. También tenía otras formas más ingeniosas de asustar al pobre Sleepy Joe, la mosquita muerta de la Violeta. Sabía que él le tenía pánico a dormir, aunque contra su voluntad se quedara dormido a cada rato. Pero nunca a oscuras. No le gustaba dormir en la oscuridad dé la noche, y por eso de día andaba medio sonámbulo. Odiaba el mal sueño que llega de noche, que en español tiene un nombre feo, pesadilla, suena a quesadilla, pero que en cambio en inglés se llama nightmare, yegua nocturna, una hembra brillante y negra que vaga solitaria y despavorida por la inmensidad de la noche. Violeta se aprovechaba de eso, porque ella, en el caos de sus horarios, no hace diferencia entre el día y la noche, y anda por la oscuridad como Pedro por su casa.

—Anoche vino la yegua negra. Violeta la vio —decía, y Sleepy Joe quedaba psicoseado, porque sabía que Violeta nunca miente, no por buena, sino por ignorante de los mecanismos del engaño, así que la visita de la tal yegua tenía que tener algo de verdad, y él es un hombre muy supersticioso.

Y no lo culpo, algo hay en las incoherencias de Violeta que las vuelven proféticas. Corina andaba con el temor de que Sleepy Joe le hiciera algo a ella, a mi hermanita Violeta, una muchacha tan linda y aparentemente indefensa, y tan ignorante de la sexualidad aunque ya se hubiera desarrollado como mujer. Como mujer hermosa, santo cielo, porque qué linda que es la maldita, y qué alboroto de hormonas el que lleva por dentro. Yo no estaba tan segura de que Violeta no supiera qué estaba haciendo cuando se bañaba desnuda en la alberca, a sabiendas de que Sleepy Joe andaba por ahí. Para mí que lo provocaba, que lo toreaba a propósito, porque esa era otra de sus maneras de atormentarlo. En todo caso no quise quedarme de brazos cruzados, esperando a ver quién tenía la interpretación acertada, si Corina o yo. Fuera lo que fuese, de ninguna manera me gustaba, y opté por matricular a Violeta en el colegio de Vermont.

Tampoco crea que era una tortura, míster Rose, no estaba mandando a la niña al matadero; en realidad se trata de un colegio espléndido, con profesores especializados, supercostoso, con full instalaciones a la orilla de un bosque. Por fortuna de eso se encarga Socorro de Salmón, la amiga de Bolivia; ella le paga las mensualidades a Violeta, dice que es un compromiso que tiene con mi madre, una deuda pendiente. En muchos sentidos creo que mi hermana está realmente mejor allá en su colegio, ella que siempre odió la ciudad. Imagínese lo que es, para alguien que no aguanta el contacto físico, tener que andar entre la montonera comprando tiquetes de metro, aguantándose las filas, el transfer, el viaje de pie, los recorridos eternos, el ruido, los túneles hediondos, la gente que se sube, la gente que se baja, la que te empuja o te roza. En el colegio tiene en cambio todo el verde, y el cielo, y los árboles y la paz del mundo, y allá le enseñan a no ser tan egocéntrica y a convivir con los demás, mejor dicho a comprender a los demás, que es algo que ella no sabe hacer, y que además la tiene sin cuidado. En el fondo no es mala opción, para nada mala, ese colegio para adolescentes especiales de Vermont. Se especializa en casos como el de Violeta, y la comprenden y la van llevando, eso es muy importante, tenga en cuenta que ella nunca pudo con las escuelas normales, donde arañaba y mordía a sus compañeros y a veces ella misma volvía toda aporreada. Sea como sea, no me perdono a mí misma por haberla enviado interna a ese lugar; me come viva el remordimiento.

No sé sí ya va entendiendo, míster Rose, por qué me agarró esa rebeldía tan enorme contra Violeta. Yo quería vivir mi vida, ¿era mucho pedir? Por fin una vida propia, con derecho a ocuparme de otra cosa que no fuera Violeta, Violeta, Violeta. Lo mío frente a ella siempre ha sido angustia. Angustia y amor, o amor y angustia, no sé qué va primero, en todo caso así fue desde el principio: yo con mi pegote al lado desde el avión que nos trajo juntas a América. Algo rarito le noté desde ese primer día, después de cinco años de no verla, pero pensé que quizá sólo fuera una niña malcriada, ya sabía yo que la gente demasiado linda, como ella, se daba el lujo de ser caprichosa. Para empezar, ella se había presentado al aeropuerto de jirafa de peluche y eso a mí me pareció fatal, a esa edad ya se me había despertado el sentido del ridículo y sentí que al entrar al avión los demás pasajeros nos echaban esa mirada de oh, Dios, que no se me sienten junto estas chicas con jirafa, ya sabe, esa mirada, la que se ganan los que regresan de México con sombrero mariachi, o de Disney con orejas de Mickey. Por fortuna no nos tocó nadie al lado. Ella dejó que yo le abrochara el cinturón de seguridad, pero no me respondió) cuando quise hablarle del automóvil nuevo que tenía Bolivia.

—¿Sabes quién es Bolivia? —le pregunté.

—¿Sabes quién es Bolivia? —me devolvió la pregunta.

—Bolivia es tu mamá, y está esperándote en América.

—Es tu mamá, y está esperándote en América.

—Y a ti también.

—Ya ti también.

—Eso, muy bien. Bolivia es la mamá tuya y mía, y nos está esperando a las dos. Con muchos regalos. En América.

No era cierto que Violeta estuviera asustada por ser la primera vez que viajaba en avión, como me había advertido doña Herminia; Violeta simplemente no estaba, ni asustada ni nada, era alguien ausente que me ignoraba, hasta que intenté quitarle la jirafa y entonces empezó a gritar.

—¡Tenemos que ponerla arriba! La jirafa, Violeta. No puedes llevarla en el asiento, ya dijo la azafata que las pertenencias personales había que guardarlas en los compartimentos de arriba, son las leyes de la aviación —trataba de explicarle yo, que antes de Manninpox fui siempre respetuosa de la lev, y no entendía por qué ella no soltaba ese bendito peluche, si estaba claro que debíamos contribuir a la seguridad del vuelo.

Yo sabía bien lo que era un accidente aéreo porque un par de años antes, cuando tenía diez, un DC4 había caído en plan cha sobre nuestro barrio. Se habían matado los pasajeros y también mucha de la gente que estaba abajo, sobre todo almorzando en un merendero que se llama Los Alegres Compadres. Nuestras vidas quedaron marcadas por ese accidente, la única cosa importante que había pasado en toda la historia de Las Lomitas. Algunos de los muertos eran gente conocida, incluso una niña de nuestra misma escuela, y durante meses estuvimos viviendo como en película, con los perros entrenados que buscaban cuerpos entre los escombros y el cordón de Policía alrededor de la zona del siniestro, una palabra que no habíamos escuchado antes, siniestro, y que de repente se puso de moda. Todo había sido conmoción, la Cruz Roja, los entierros, los novenarios, los noticieros de televisión, que nos convirtieron por unos días en el centro del mundo, y sobre todo la sensación de triunfo de nosotros, los vecinos que hubiéramos podido morir, y en cambio habíamos sobrevivido de milagro.

Los de Las Lomitas éramos clase media baja, o sea que sólo viajábamos por carretera, y en otros barrios menos deprimidos nos salieron con el chiste de que esa había sido nuestra única oportunidad de morir en accidente aéreo. Quién iba a saber en ese momento que un par de años después, yo sería la primera persona del vecindario que volaría en avión. Por eso no iba a permitir ahora que Violeta me aguara la fiesta por negarse a colocar su jirafa en el compartimento de arriba, como ordenaba la azafata.

—Escucha lo que te dicen, Violeta, ¿o acaso no oyes? —la retaba yo—. ¡Puede ser muy peligroso!

Ya desde entonces hacía parte de mi personalidad rendirle pleitesía a la autoridad, una maña que se me quitó aquí en Manninpox, y sobre todo a la autoridad uniformada, tal como demostré más adelante al casarme con un ex policía. Y esa azafata de mi primer vuelo, con su uniforme azul añil y sir pañuelito rojo al cuello, debió parecerme propiamente la dueña del cielo. Me fascinó su estilo seguro y severo de andar por el pasillo trayendo jugos y dando órdenes, tanto que juré que algún día yo también sería azafata. Afortunadamente no se me cumplen esos sueños, porque un tiempo después vi Pretty Woman con Julia Roberts y juré que sería prostituta. Forcejeé un buen rato con mi hermana por lo de la jirafa, pero ella armaba tal escándalo que al final desistí.

—De bebé no llorabas, ¿cuándo aprendiste a dar esos alaridos? ¿Acaso nadie te ha enseñado a hablar? —le dije, y hasta la zarandeé un poco.

Al fin y al cabo me daban superioridad sobre ella la diferencia de edad, el inglés que había aprendido en el colegio, el brassier Ensueño copa doble A y los zapatos de charol con tacón muñeca que Leonor de Nava me había permitido estrenar para la ocasión. Para no hablar de la colección de cómics de Tribilín que Alex Toro me había regalado la tarde anterior, al despedirnos, pero que yo había tenido que dejar atrás porque no me cupo dentro de la maleta. Llegué a la conclusión de que no acababa de gustarme esta hermana tan histérica que me había tocado en suerte, y que en cambio echaba mucho de menos a Caminaba y a Patinaba.

Pero cómo no querer a Violeta, si era tan blanca y tan linda, con su pelo largo y ondulado y con esos ojos verdes que parecían joyas, como si en esa carita perfecta alguien hubiera incrustado un par de piedras de luz, que no miraban hacia afuera sino hacia adentro. Haga de cuenta una Alicia perdida en sus propias maravillas, así era y sigue siendo mi hermana Violeta, y ya luego al rato me arrepentí de haber sido brusca con ella. Mal comienzo para una vida nueva, pensé, y traté de ponerle conversación sobre otros temas, pero ella nada, ni soltaba la jirafa ni soltaba palabra, retiraba inmediatamente su brazo si el mío llegaba a rozarlo, y yo estaba demasiado cansada para lidiar con tantas susceptibilidades. Para tomar el avión, que salía al mediodía de la capital, había tenido que levantarme antes del amanecer y viajar varias horas en bus con Leonor, y a eso súmele la conmoción por la despedida y la expectativa por lo que me esperaba, así que me quedé dormida y por el momento no supe más de Violeta.

Me despertó un tufo ácido, desagradable. Era olor a orines, y salía de ella. Abrí los ojos y vi que apretaba la jirafa entre las piernas, pero me tomó un rato comprender que se venía reventando de ganas de orinar, y que en vez de preguntar por el baño, se había orinado en la jirafa. Y ahora la jirafa estaba entrapada, era un asqueroso bicho de peluche que goteaba amarillo, así que se la quité de un manotón, y ella volvió a gritar.

—La tripulación se va a enterar de que te orinaste y se va a armar la grande, si no te callas se cae el avión, cállate ya, histérica, orinetas —la insultaba yo, y ella más gritaba.

»Vamos al baño, nena —intenté la opción persuasiva— aquí, dentro del avión, hay baño con agua y todo, vamos a lavarte a ti y a lavar tu jirafa, mira que nos van a devolver si llegamos así a América, allá todo es limpio y tú hueles a orines; Bolivia me ha dicho que allá no aceptan gente mugrosa.

Afortunadamente ella estaba incómoda en su silla mojada y se dejó convencer, caminamos hasta el final del pasillo y entramos las dos al mismo baño, donde quedamos tan apretadas que casi no logro cenar la puerta. Milagrosamente Violeta ya no gritaba. Se bajó los pantis y se sentó en la taza, pese a que yo le advertí que no lo hiciera, porque Leonor de Nava me había enseñado que en baño ajeno, las mujeres deben orinar paradas y sin tocar la taza. Pero Violeta se veía tranquila ahí dentro, ese gabinete tan pequeño no le pareció mal, se instaló en la taza como en un trono y por primera vez me miró a los ojos.

—Cierra bien la puerta —me ordenó, y en ese momento supe que ella podía hablar bien cuando se le daba la gana.

Lavé la jirafa en el aguamanil con el jabón líquido y luego traté de quitarle el olor con la crema de manos y la colonia que había allí, para los pasajeros, en frasquitos bien ordenados sobre una repisa, todo pequeñito, como en la casa de los tres ositos. Me gustaron mucho esos frasquitos y si no me los eché al bolsillo fue por temor a que me detuvieran por ladrona en América. Leí en el espejo un letrero que decía «Por cortesía con el siguiente pasajero se ruega dejar el baño tan limpio como lo encontró», y eso me pareció de lo más civilizado y americano, y después de exprimir la jirafa lo mejor que pude, «por cortesía con el siguiente pasajero» me dediqué a fregar y a secar con papel higiénico todo el baño hasta dejarlo «como lo había encontrado», y todavía más limpio que eso. La nena se veía por fin tranquila, ahí resguardada como en una cueva, apretadas la una contra la otra sin que ella protestara, sin que su piel resintiera el contacto con la mía. Ahí empecé a entender que a Violeta la desconcertaban los espacios grandes, abiertos, y que por el contrario, la personalidad se le suavizaba cuando estaba en pequeños lugares donde se sintiera protegida por los cuatro costados.

Ya luego volvimos a los puestos, nos trajeron la comida en bandejas individuales y yo quedé maravillada con lo bien organizado que estaba todo, era increíble ver cada cosa en platico aparte, cubierto con papel aluminio; el vasito de plástico en una esquina, en la otra los cubiertos, la servilleta entre bolsita de celofán, y lo mejor era la hamburguesa que vendría adentro con papas fritas a la francesa y leche malteada, porque esa sería nuestra primera comida americana de verdad, verdad. Qué desencanto cuando vi que era apenas pollo con verduras, ensalada y gelatina, lo mismo, idéntico, que me daban casi todos los días allá en Las Lomitas, en la casa de las Nava. Pero no, nada iba a empañar mi ilusión: me consolé pensando que si era pollo americano, debía de ser un pollo extraordinario.

Esa fue la primera vez que me pasaron comida en bandeja; la última vez estaba ya en solitary confinement. A veces alguien, o algo, reaparece como de la nada, cae del azul y te hace sentir que se cierra un ciclo, que algo que empezó hace tiempo ya está terminando, o sea que algún maklubse está cumpliendo, como dice mi amigo Samir. Así sea algo tan tonto como una bandeja plástica. Me tenían encerrada en una celda donde todo era gris, sin luz del día. Las paredes, la puerta metálica, el catre, el piso de cemento, el escusado de acero inoxidable, todo gris, gris, gris, sin noción del tiempo porque me habían quitado el reloj, y sin ver absolutamente a nadie, ni a mí misma porque no había espejo. Ni siquiera podía verle la cara al ser humano que abría la escotilla para pasarme la bandeja con comida. La bandeja entraba, la bandeja salía. Tres veces al día. Sólo me daban una cuchara de plástico, supongo que para que no pensara en cortarme las venas. Precauciones inútiles; después vine a saber que se puede hacer un punzón a partir de una cuchara, inclusive una de plástico; es lo que las internas latinas llaman chuzo, o manca. Cucharas, lápices, pinzas para el pelo y otros objetos inofensivos de la vida diaria, aquí se convierten en armas.

Y la bandeja que entraba, la bandeja que salía, pero yo no veía quién me la entregaba. Al principio me desgañitaba, ¿hay alguien ahí? Somebody there? Mi marido es policía, gritaba, déjenme llamar a mi marido. Pero nadie contestaba. Me dio por pensar que a lo mejor me había muerto y que la muerte era ese lugar gris donde yo no sabía de nadie y nadie sabía de mí. Día y noche con un tubo de neón que zumbaba y que yo hubiera querido apagar para poder descansar, o al menos para quitarme de los ojos ese gris tan insistente, cambiarlo por una oscuridad bien negra. Pero no. Si cenaba los ojos, veía la luz sucia y rosada que se filtra por los párpados, y si los abría, ahí estaba el gris, todo gris en torno a mí. Siempre me traían la misma comida, exactamente la misma, tres veces al día: un vaso de styrofoam con café con leche y una dona. Antes me encantaban las donas, y acabé odiándolas. Café con leche y dona, café con leche y dona. Hasta que una mañana en la bandeja del desayuno venía además una naranja. ¡Una naranja! No podía creerlo. Me pareció un milagro, era como si de repente entrara el sol a mi celda. Esa naranja brillaba como si estuviera viva, se lo juro, míster Rose, y me hizo saber que yo misma estaba viva también. Por esa naranja pude recordar cómo era el color amarillo, que ya se me estaba borrando. Yo pensé, el sol es como esta naranja, y brilla allá afuera. No puedo verlo, su luz no me alumbra ni me calienta, pero eso no quiere decir que el sol no siga estando allá, y en cualquier momento también yo voy a estar allá afuera, y voy a sentarme al sol y a sacarme de encima toda esta humedad y este encierro, y ya nunca jamás volveré a comer ni una sola dona. Es que en la cárcel, donde no tienes nada, cada objeto que cae en tus manos se te vuelve religioso, haga de cuenta una medalla, o un escapulario, así se trate apenas de un lápiz o un peine. Lo aprietas en la mano, te aterras a él, lo tratas como si tuviera alma. Así me pasó con mi naranja. Se me hacía agua la boca de sólo mirarla, pero si llegaba a comérmela la iba a perder, y ella era mi única compañía en ese hueco. La conservé entera hasta que amenazó con pudrirse y entonces sí, me la comí antes de que fuera tarde. De todas maneras guardé la cáscara, que siguió despidiendo olor durante un tiempo y ya luego lo perdió.

Pero no perdió el color, así que pude conservar ese trocito de amarillo. Luego vendría mi primera noche fuera del solitary confinement, ya en un pabellón con otras presas. Me trasladaron tarde en la noche y me quedé mucho rato mirando, a través de la reja, ese corredor iluminado y largo al que daban las rejas de todas las celdas. Era agradable poder ver más allá de la pared de enfrente, una alegría para los ojos poder mirar lejos y hacia el fondo, una buena cosa comprobar que el mundo era más grande que un dado. Ya luego me acosté, me dormí enseguida y soñé con ese mismo corredor, que se me apareció como una estación de metro, y las celdas como vagones que pasaban rápido. Me desperté con un buen sabor en la boca. Pensé, si estoy en el metro y este es uno de los vagones, quiere decir que va a echar andar y me va a llevar a algún lado.

Al día siguiente me permitieron bañarme, por primera vez en quién sabe cuánto. Fue un duchazo corto pero con agua caliente y jabón. No sería Heno de Pravia, el favorito de Bolivia, pero bajo la ducha las estuve recordando, a ellas dos, mejor dicho a nosotras tres en ese tiempo, cuando ese tiempo todavía duraba. Estuve recordando el cuerpo redondo y bonito de mi madre, y el cuerpito de lagartija de la bebé Violeta, y mi propio cuerpo moreno y menudo, una casi nada al lado de Bolivia. Maktub, pensé, maklub, mejor así, mucho mejor, mejor que Violeta haya estado en Vermont, que se haya ahorrado el allanamiento, los gritos de los tipos, la insistencia de sus preguntas y los golpes que me dieron y que seguramente le hubieran propinado también a ella; qué bueno que no vio cómo bajaron de la azotea sus objetos favoritos entre bolsas negras. Qué bueno. En medio de todo, había sido una suerte que Violeta hubiera estado donde está, allá en su colegio en Vermont, sentada en un jardín, a salvo, donde nadie puede alcanzarla ni dañarla, tejiendo canastos de mimbre en clase de manualidades y aprendiendo qué quiere decir la risa, y qué son las lágrimas, y los abrazos: todos esos exabruptos que la otra gente llama emociones y que a ella tanto la despistan y perturban.

Cuando le hablo de Samir me refiero al hombre que en mi vecindario vendía baklaba, halvah, marnoul y otros dulces árabes, el mismo que me contó que a ellos les parece mal que los occidentales nos limpiemos con papel higiénico. Greg desconfiaba de este Samir, pero a mí me gustaba porque era dulce como las golosinas de miel que él mismo preparaba, y porque cada vez que yo pasaba por su tienda me llamaba Ai-Hawa, you are my Ai-Hawa, me decía, eres el aire que respiro. Samir me contó que en su lengua hay esa palabra, maktub, que quiere decir que todo ya está decidido y escrito, todo, todo, desde el principio. Aquella mañana bajo la ducha, la primera vez que en Manninpox me permitieron bañarme, yo traté de no pensar en nada, salvo en los días bonitos de mi niñez, los de mi primera niñez, la de antes del viaje de Bolivia. No pensar en nada, dejar que mi cuerpo pensara por mí, que se concentrara en el agua caliente. Pero no pude evitar que mi cabeza volviera a Samir y su maklub. Pensé que tal vez todo estaba ya maktub desde entonces, desde ese día en que se despidió de nosotras Bolivia, cuando éramos unas niñas. Todo ya desde entonces maktub, todo lo que ahora se estaba cumpliendo.

Este es un capítulo escrito a las carreras, míster Rose, seguro usted ya se dio cuenta de eso. Pero es que pasa una cosa: este capítulo será el último. Y no porque haya agotado todo lo que tengo por contarle, qué va, si vamos apenas en los inicios de la historia de nosotras tres en América, la historia de Bolivia, Violeta y yo, este drama que en mi diario bauticé Mujercitas en Queens, cuando recién nos mudamos a ese barrio y en el colegio me estaban haciendo leer Mujercilas, de Louisa May Alcott. Si ahora estoy escribiendo a contra reloj es porque hoy, siendo sábado, viene a visitarme Socorro Arias de Salmón, la amiga de mi madre, y he decidido entregarle esto para que me haga el favor de ponérselo a usted al correo. Ha sido una decisión desesperada y de última hora, apenas ayer me avisaron de que ella había solicitado autorización para visitarme, y me preguntaron si aceptaba. Va a ser la primera visita que reciba aquí en Manninpox, y probablemente será la última, al menos en mucho tiempo, así que se me ocurrió la idea, un poco suicida, de mandarle a usted este escrito con ella. Entiendo que es un carisellazo, un todo o nada: o arriba a destino, o se pierde para siempre. Y hasta ahí llegaría todo este esfuerzo, para no hablar del sueño de ver mi historia convertida en novela. Espero que sea una buena jugada, míster Rose, y que Socorro logre dar con su dirección. Quién sabe. Crucemos los dedos y… al agua, patos. En todo caso tampoco hay mucha opción. Anda corriendo el rumor de que en otros pabellones ya han empezado las redadas de seguridad, y que van celda por celda llevándose lo que encuentran. Se dice que esta vez están muy quisquillosos y más estrictos que nunca. Y una sola cosa es segura: yo no voy a esperar a que me caigan y me quiten mis papeles. Lo que sea, menos eso. Prefiero correr el riesgo con Socorrito. Eso está decidido. Maklub también por ese lado.

Ya en este momento me quedan dos horas apenas, y tengo que decidir qué escojo para contarle. ¿Cómo puede caber todo el resto de mi vida en dos horas de llenar a las carreras unas cuantas hojas? Creo que lo mejor será seguir en orden, como si nada fuera a pasar, como si tuviera todo el tiempo del mundo por delante. Digo, seguir con el cuento de nuestra llegada a América y los primeros pasos de nuestro sueño americano, y ya luego parar donde sea, cuando se me agote el tiempo. Será lo mejor.

Habíamos quedado en que Violeta y yo comíamos pollo con verduras en el avión que nos trajo, mejor dicho en que yo me comía todo, lo de ella y lo mío, porque ella no probaba bocado. Entre tanto Bolivia la estaba pasando mal, lo sé porque después me contó muchas veces la historia de cómo tuvo que enfrentarse a las mil y quinientas el día de nuestra llegada. Unos meses antes, digamos ocho meses antes, ella había caído en cuenta de una cosa. En realidad una cosa evidente, que si no la había visto era porque no quería verla: con lo poco que ganaba, y lo mucho que se le iba enviando dinero a Colombia para sus hijas, y pagando techo y comida para sí misma, nunca iba a poder juntar suficiente para traernos. Así de sencillo. ¿Qué fue lo que de repente la hizo caer en cuenta? Eso no lo sé. La cosa es que un buen día dejó de engañarse con cuentas alegres y aterrizó en la verdad, y esa verdad era dura, era una verdad cabrona. Llevaba ya cuatro años trabajando como esclava en Nueva York, sin ahorrar lo necesario y viviendo de esperanzas, haciéndose la loca, dejando pasar los años, y de pronto esa realidad la golpeó como una cachetada, dice que se sentó en la placita de Alicia en el Central Park, esa en que está ella con sus compañeros de tea-party, el sombrerero, la liebre y tal. Era el lugar adonde ella quería llevarnos el primer día de nuestra llegada, lugar muy lindo que también yo conocía, al menos en foto, porque Bolivia me había mandando una que se había tomado allí. Por detrás de la foto decía, y todavía dice, «A mis hijas, vamos a reencontrarnos aquí». Desde el mismo día en que la recibí, la guardé en la billetera, donde debe estar todavía, y aunque la billetera me la quitaron al entrar aquí, ya me la devolverán algún día y ahí seguirá estando esa foto, de una Bolivia muy joven, con gorra y bufanda de lana roja, parada al lado del gato que sonríe. La cosa es que ahí, en ese mismo lugar, volvió a sentarse en algún momento y se dio cuenta de que no, no lo lograría, podría trabajar otros cuatro años, y cuatro más, guardando cada centavo, y ni aun así lo lograría. Y entre tanto el tiempo seguiría pasando, sus niñas seguirían creciendo y lo que había empezado siendo una separación provisional se transformaría definitivamente en abandono. La perspectiva era aterradora, la de dejarnos solas a nosotras, sus hijas, y aunque esto que viene nunca me lo dijo, yo sospecho que más que la idea en sí misma, a Bolivia la espantaba la posibilidad de llegar a acostumbrarse a ella. O sea, me pregunto si en ese momento, ahí sentada al lado del gato, Bolivia no comprendió que estaba ante una disyuntiva: o regresaba a Colombia, o renunciaba a nosotras. Y me duele pensar que al menos por un momento debió optar por lo segundo, por quedarse sin nosotras en América. Si así sucedió, en todo caso rectificó enseguida, y empezó a barajar soluciones intermedias. Como buena colombiana que era, sabía bailar, era un crack de la salsa, y el mambo y el merengue. Y los domingos por la tarde iba con sus amigas, dos dominicanas que se llamaban Chelo y Hectorita, al Palladium Ballroom, en la West 53 con Broadway, donde no faltaba quien le pagara en taquilla el boleto de entrada y si acaso un par de tragos adentro. Ahí había conocido a algunos tipos que se encantaban con ella. Seguía siendo linda, mi madre, aunque la vida de asalariada ya por entonces le hubiera marcado las piernas con várices, y sacado patas de gallo alrededor de los ojos, y enrojecido la piel de las manos y despellejado los dedos. Pero seguía siendo una mujer llamativa y llena de vida, que sabía arreglárselas para no pasar desapercibida y que tenía justo lo necesario para brillar allí, en el Palladium Ballroom: Bolivia sabía bailar. Entre los caballeros que asistían a ese salón los domingos había un venezolano rico que se llamaba Miguel y que se había hecho célebre por una frase que andaba repitiendo: no me digas Miguelito, a mí llámame Mike. Este Miguelito, o Mike, se fijó en Bolivia y poco a poco se le fue acercando con lo que ella llamaba proposiciones serias, léase llevársela a vivir con él a Spanish Harlem. Y tenía un buen piso, ese Miguelito que se hacía llamar Mike, lo sé porque tiempo después Violeta y yo también iríamos a parar a su casa. Era un piso amplio y luminoso, con wall to wall carpet color vino tinto, muebles caros y hasta un piano de cola blanco que habían metido allí vaya a saber por dónde, y además para qué, si nadie lo tocaba. Mike era un tipo alto y siempre falto de aire porque no dejaba de fumar aunque desde niño padecía de asma, un asma severa que parecía asfixiarlo a todo momento. Usaba un sombrero Panamá de paja fina y ala ancha, pantalón y zapatos blancos, camisa de palmeras y una panza portentosa.

—¿Por qué tienes que andar disfrazado de costeño? —le preguntaba Bolivia cada vez que salían juntos a la calle.

—No te equivoques —le respondía él—. No me disfrazo, me visto de lo eme soy.

En el fondo siempre me cayó bien este Miguelito, llamado Mike; en todo caso mejor que tanto fantoche que tuvimos que aguantar después. No se puede negar que este tenía su personalidad. Era dueño de un negocio de embalajes, y supongo que esa fue la razón principal por la cual Bolivia le dio el sí, en uno de esos domingos del Palladium Ballroom. Ya luego me explicaría cuál había sido su raciocinio: si este hombre me sostiene, voy a poder ahorrar la totalidad de mi sueldo y ahí sí, juntar lo necesario para traerme a las niñas. Y dicho y hecho, o sea maktub. El nuevo apartamento le pareció un sueño, más lindo de lo que había imaginado, y en cambio la convivencia con su nuevo novio le resultó más difícil de lo sospechado.

Hasta que no duermes al lado de un asmático severo, no calculas hasta qué punto las noches pueden ser un tormento, tanto para el enfermo como para la acompañante. O sea que cuando ya estaba sellado el trato, Bolivia vino a descubrir que para este Mike la cama no era un mueble para acostarse, sino que se sentaba en ella con la espalda en ángulo casi recto contra una pila de almohadones, a roncar como una morsa si lograba dormir y a silbar de asfixia cuando respiraba despierto, o sea serenata corrida con ronquidos o silbidos, por una cosa o por otra, y ella a veces sentía compasión de ese hombre y su falta de aire y trataba de ayudarlo poniendo a hervir hojas de eucalipto, alcanzándole el Ventolín Inhalador, dándole masajes en la espalda y rogándole que dejara el cigarrillo. Otras veces, las más según me dijo, lo veía como una grande y estorbosa máquina de hacer ruidos y hasta ganas le daban de ahogarlo, de una buena vez y con la almohada. No perdonaba que por culpa de él pasara tan malas noches y tuviera que luchar al día siguiente, en la fábrica, contra una modorra que por momentos le cenaba los ojos pese a tener en la mano la plancha caliente. Total, que mi madre soportó durante siete meses el drama respiratorio del venezolano y a cambio pudo ahorrar todo lo que necesitaba, más otro poco que le vino de ñapa. Nos envió los pasajes, nos dijo por teléfono que nos esperaba, y diez días antes de nuestra llegada, abandonó a Miguelito llamado Mike, sin darle muchas explicaciones. Según versión de la propia Bolivia, mientras le servía el primer café de la mañana le dijo, Chaíto, Mike, esta noche no vuelvo, me voy a vivir con mis hijas, que están por llegar. Ya le había advertido ella de que el trato sólo duraba hasta que el avión de sus hijas aterrizara en el aeropuerto de Nueva York. Y adiós para siempre, así sin más; esa misma tarde Bolivia subarrendaba dos piezas con baño dentro de un apartamento de colombianos, lejos de Spanish Harlem, más bien por los lados del East Village, que por ese tiempo venía siendo bajos fondos.

Sus compañeros de vivienda resultaron ser muchachos solteros y simpáticos, estudiantes según le dijeron, y ella lo creyó, o le convino creerlo, porque en cualquier caso el dinero no le hubiera alcanzado para nada mejor. Así era la mentalidad de ella, de mi madre: si no tengo dinero para otro sitio mejor, quiere decir que el mejor sitio es este que tengo. No sería grande ni bonito, ni seguro ni tranquilo, ni tendría wall to wall carpet, ni piano de cola, y al fin de cuentas tampoco era independiente, porque compartía entrada y cocina con esa otra gente, pero ella estaba contenta, me decía después, porque al fin tenía un lugar propio para vivir con sus hijas. El dinero que había ahorrado le alcanzó además para comprar en un remate de segundazos tres camas sencillas con sus colchones, una mesa con cuatro butacas, un televisor en blanco y negro y todo un rollo de tela de cuadritos. Con esa tela cosió ella misma, a mano, colchas para las camas, fundas para los almohadones, cortinas para las ventanas y un mantel con servilletas.

—Habían quedado muy pizpiretos mis dos cuartos —me dijo—, como casa de muñecas. Y yo estaba dichosa, muy satisfecha de tener un lugar bonito donde recibirlas. Sólo le faltaba un gran Horero en medio de la mesa, y las sábanas y toallas que había dejado donde Mike.

Nuestro avión llegaba un limes a las ocho de la noche y Bolivia había pedido licencia de trabajo por toda esa semana, para poder pasearnos y mostrarnos nuestra nueva tierra americana. Ese lunes, mientras nosotras nos preparábamos para tomar el avión en el aeropuerto de Bogotá, ella se levantaba a las seis para terminar de pespuntear las colchas, luego limpió el lugar hasta dejarlo reluciente, después bajó al mercado, trajo galletas, frutas, huevos, cereal, Maizena de la colombiana, refrescos y el ramo de flores, y ya cerca del mediodía se fue hasta su antigua casa en Spanish Harlem a recoger su equipaje, porque hasta ese momento no había tenido tiempo para hacer la mudanza. Cuando volvía al Village en un taxi, cargada de trastos y cajas, notó desde lejos un escándalo de sirenas por su cuadra, y al acercarse más, vio que el revuelo de patrullas era justo frente a su edificio. Ella, que siempre fue listilla, le pidió al taxista que se detuviera en la esquina, se bajó) y entró a la tienda de alimentos a averiguar qué pasaba. En esa tienda todos los empleados eran chinos, salvo un colombiano que se había hecho amigo de ella.

—Piérdase, m’ija —le dijo el paisano—, piérdase, que están allanando su apartamento.

—Pero ¿por qué?

—Pues por qué va a ser, por lo de siempre, por droga. Piérdase, mija, pero ya, antes de que la agarren a usted también. ¿Dejó adentro papeles, algo que la identifique?

—No, los papeles los llevo aquí, en la cartera. Pero adentro están mis muebles, las cositas para las niñas, voy a asomarme a ver si recupero lo mío, yo le explico a la Policía que con eso de la droga no tengo nada que ver —resolvió Bolivia, que siempre fue aventada.

—No, mija —la retuvo el paisano—, por encima de mi cadáver, yo a usted no la dejo asomar por allá.

—¿Y mis cosas? ¿Y mis niñas?

—Suerte tienen sus niñas de que alguien esté esperándolas en el aeropuerto esta noche, por poco llegan y no hay nadie porque a la mamá se la llevaron a la guandoca. Dele gracias a Dios y piérdase, mija, ¡pero ya, qué espera!

Sus demás pertenencias venían dentro del taxi, y el taxista, que maldecía de lo lindo por la demora, va estaba desocupando el baúl del carro y dejando las cosas de Bolivia tiradas en la acera.

—¿Y ahora qué hago? —le preguntó ella al paisano de la tienda—. Dígame qué hago con mis cosas, ahí tiradas y sin tener dónde meterlas.

—Venga, déjelas aquí abajo mientras se organiza en algún lado, en la bodega hay espacio.

Bolivia no sabía cómo agradecerle, mi Dios se lo pague, así se dan las gracias en Colombia, y arrimó sus trastos en un rincón de la tienda y salió a pie a buscar alojamiento, porque en unas horas llegaríamos nosotras, sus hijas, y ella no tenía dónde llevarnos; acababa de quedarse sin casa. ¿Y cómo iba a confesarnos que no teníamos ni dónde dormir? Tanto prometernos una vida buena en América, tanto hacernos esperar ese gran momento. Pero dónde iba a encontrar mi madre alguien que le abriera la puerta. En esa ciudad inmensa tenía que haber aunque fuera una persona, una sola, pensaba ella, que se compadeciera y le dijera véngase, comadre, instálese y traiga a sus niñas que aquí todos vamos a estar bien, donde caben dos, caben tres, y donde caben tres, caben cuatro, no es sino rendir con agua la sopa. Esas son las cosas que se dicen en Colombia a manera de bienvenida. Pero en Nueva York nadie se las dijo, dieron las seis de la tarde y Bolivia todavía no encontraba lugar, así que tuvo que suspender la búsqueda para correr al aeropuerto por nosotras.

El avión atendió puntual y de golpe Bolivia nos vio, sus dos niñas ahí paradas y casi irreconocibles por los cinco años pasados, muy distintas la una de la otra, yo más morena de lo que ella me recordaba, ya casi una adolescente pero todavía niña, y con mucho pelo, demasiado pelo, indómito y revuelto, eso me diría después ella, me dijo que a primer golpe de ojo, yo le había parecido más pelo que niña, y que me vio observando lo que había a mi alrededor con ojos hoscos y cara de pocos amigos. Eso me aseguraba ella, pero para mí que era más bien cara de recién despertada después de haber dormido casi todo el vuelo.

—A Violeta la miré desde el otro extremo del Cate, y no sé qué le vi —me diría Bolivia, años más tarde—, pero le vi algo. Muy linda, mi niña, eso sí. Pero rara.

Tengo que quererlas a las dos por igual, se juró Bolivia a sí misma mientras se nos iba acercando, tengo que quererlas a las dos por igual, ni una gota más a una que a otra. Y no sé si lo logró. Me parece que no. Siempre he sentido que mi madre quiso más a Violeta. Tal vez para protegerla, pero no sólo eso; algo tenía la niña que yo no tenía, una magia en medio del berrinche, que hacía que pese a todo a Bolivia le quedara más fácil ser madre de ella que ser madre mía. Quién sabe. De todas formas, entre nosotras tres nada se daría espontáneo, todo tendría que ser aprendido de a poco; después de cinco años cada una por su lado, Bolivia iba a tener que acostumbrarse a ser nuestra madre, nosotras a ser sus hijas, y Violeta y yo a reconocernos como hermanas. Teníamos mucho por aprender, a veces pienso que demasiado, o tal vez demasiado tarde. En todo caso no iba a ser fácil.

Ya en ese punto, la historia de ese día empata con mis propios recuerdos: un hervidero de gente y de maletas en ese aeropuerto, mucho calor, Violeta descontrolada y yo de un genio negro, tal vez debido al cansancio y al aturdimiento. ¡María Paz!, ¡Violetica!, ¡María Pacita!, ¡Violeta!, la señora de pelo ondulado y labios rojos que venía corriendo hacia nosotras, gritando nuestros nombres, resultó ser nuestra madre, y cayó de rodillas para abrazarnos, y nosotras la abrazamos a ella, aunque creo que Violeta no quiso. Supongo que yo sí, pero con extrañeza. Cinco años de no ver a Bolivia, cinco años de hablar con ella por teléfono, la habían convertido para mí en una voz sin cara, y en el momento del encuentro, ahí en el aeropuerto, sentí que esa voz que me era tan familiar estaba saliendo de la cara equivocada; yo no lograba hacer coincidir la voz y la cara, no sé si me explico.

Bolivia, por su parte, que había luchado como una leona para llegar al reencuentro con sus hijas, vivía ese instante como un triunfo personal, el final de un largo camino, una especie de meta imposible que se hacía realidad tras un esfuerzo sostenido y monumental. Una victoria, sí, pero pírrica, porque ahí estaban las niñas, pero ¿adónde llevarlas? Hasta ese momento, cada vez que Bolivia se había dado por vencida, cada vez que caía rendida de cansancio, o que no daba más porque no le quedaba una gota de fuerza en el cuerpo, cada vez que eso le sucedía, volvía a animarse con la idea de que algún día nos iba a ver, así, tal como nos estaba viendo en ese instante, ahí en ese Gate del John F. Kennedy. Salvo que a Violeta no se la imaginaba tan rara, y a mí no acababa de reconocerme en esa muchachita de piel oscura y demasiado pelo que en nada se le parecía, como si no fuera hija suya, y que en cambio le devolvía el recuerdo del hombre que en esa ocasión la había dejado preñada, y que según supe por Socorro de Salmón, porque mi madre de eso no hablaba, era marinero en un barco pesquero de bandera peruana, tenía la mitad de la sangre india y la otra mitad negra, había llegado a la costa pacífica colombiana persiguiendo un banco de atún, se había enrumbado y emborrachado con Bolivia día y noche durante una semana y luego había seguido de largo, tras otro banco de atún. Y no había vuelto nunca. Ese era mi padre, y Bolivia pensó en él apenas me vio a mí, ahí en el aeropuerto.

—Te pareces a tu padre —me dijo esa vez, y ya no volvió a mencionármelo.

Así, tal como estaba sucediendo, se había imaginado Bolivia el momento del reencuentro con sus hijas, así, tal cual, salvo que en sus sueños salíamos del aeropuerto las tres de la mano, como en película, hacia una casa bonita con colchas y cortinas de tela de cuadritos y flores en la mesa, donde las dos niñas nos sorprendíamos con novedades fantásticas como el aire acondicionado y un televisor a control remoto. Pero en la realidad real no tenía nada para ofrecernos, ni siquiera eso, y no encontraba las palabras para confesarnos lo que estaba ocurriendo. Quiso ante todo que no nos diéramos cuenta, y poniendo cara de no pasa nada, paró un taxi sin tener idea de qué dirección indicarle. Mientras el chofer acomodaba nuestras maletas dentro del baúl, ella pensaba, me quedan dos minutos para decidir adonde vamos, me queda un minuto, me queda medio. Me saturaba a mí de abrazos y de besos y trataba de dárselos a Violeta, que no se dejaba, y a todas estas el taxista la apuraba, y ella no sabía qué decirle.

—¿Adonde va, señora?

—¿Como dice?

—La dirección, lady, no me ha dicho la dirección. Dónde quiere que la lleve.

—Siga por aquí, que ya le digo. Siga, siga por aquí, que yo le voy indicando, cruce por aquella calle, siga derecho otro poco —respondía Bolivia sólo por decir algo, por mantener el coche en marcha, por matar tiempo mientras se le ocurría alguna idea, y mientras tanto rezaba, ayúdame, Diosito lindo, ayúdame, ilumíname, dime adonde llevo a estas niñas a pasar la noche.

—¡Aquí! —dijo por fin, frente a un hotel.

Mejor dicho un hotelucho, un hueco de mala muerte que olía a rancio, con sábanas sucias, tapete manchado, muebles con quemaduras de cigarro y una única ventana que daba contra un muro negro. ¿Qué sentía yo, a todas estas? No recuerdo, supongo que cansancio. Aquello debió parecerme muy por debajo de las expectativas. Ya había sido de por sí un desencanto comprobar que Bolivia no tenía ningún carro, pero ese hotel de mierda sí rebasó la copa para la preadolescente con pretensiones en que me había convertido donde las Nava. En todo caso, cuando Bolivia despertó, al otro día muy de madrugada, yo ya estaba lista, tenía lista a Violeta y las maletas empacadas y cenadas.

—Vístase, mamá, que nos vamos de aquí —le anuncié a Bolivia.

—Pero adonde, hija.

—A América —le dije—. Todavía no hemos llegado.

—Pero si esto es América, mi linda —me dijo.

—No me mienta, mamá, esto no es América.

Entonces ella hizo una llamada y un poco más tarde las cosas ya habían mejorado, porque estábamos desayunando en un apartamento grande y elegante, con tapete color vino tinto y un piano blanco, donde un señor barrigón que hablaba español y se llamaba Miguelito pero nos pedía que le dijéramos Mike nos ofrecía arepas de maíz, frijoles negros, queso llanero rayado y café con leche. Al rato me asomé por la ventana de ese apartamento y vi en la calle algunos letreros, que decían, en español, Chalinas Bordadas, Pollos a la brasa, Cigarrillos Pielroja y Las Camelias, Prendas y Accesorios para Dama. Habíamos llegado. Ahí con Miguelito, en esa calle de Spanish Harlem, habríamos de pasar nuestros primeros años en América.

Y ya, míster Rose, ya se va acercando la hora. Allá le va esto, a ver si le llega, como un mensaje que se arroja al mar en una botella. Tengo la mano entumida de escribir a las volandas, y me da tristeza, no crea que no, porque es como si me estuviera despidiendo de usted. Gracias por su compañía, contarle todo esto ha sido una forma de tenerlo cerca, hasta ganas me dan de decirle que en estos últimos tiempos usted ha sido para mí como la naranja aquella, porque me recuerda que afuera brilla el sol y que a lo mejor también yo voy a estar allá, afuera, y que todo va a pasar, como pasan las pesadillas cuando uno despierta. Son las once y cuarenta, según el reloj del corredor. La cuenta regresiva está por terminar. A las dos empiezan las visitas; desde la una y media tenemos que estar nosotras, las internas, en la sala esperando a los visitantes; a las doce menos cuarto timbran para el almuerzo y yo tengo que acudir aunque no tenga apetito. Me quedan apenas cinco minutos para decirle las últimas cosas. Cinco minutos, de a reglón por minuto, serían al menos un párrafo, un último párrafo para darle un buen final a nuestra novela. Pero mi mano ya no da más y la cabeza se me ha puesto en blanco. Si alguna vez ve a Violeta, si la conoce, dígale que lo primero que haré al salir de aquí, lo primerísimo, será ir a buscarla. Dígale que voy a salir de aquí, como sea, para poder cumplirle. Dígale que a pesar de todo, la quiero. Dígale que lo siento mucho, que me perdone y me espere, que voy a ir por ella. Y qué más, Dios mío, qué más puedo contarle, míster Rose, en el minuto que me queda. Póngale usted un buen final a esta historia. Pero que sea bonito. Se lo recomiendo, ya sabe que odio los finales depresivos. Invéntese algo, usted sabe de eso, al fin y al cabo es su oficio. No me haga quedar mal ante los lectores, no permita que yo les inspire lástima. Chao, míster Rose, acaba de sonar el timbre para el almuerzo, de veras fue bueno conocerlo. A lo mejor volvemos a vernos algún día, aunque no me hago ilusiones al respecto. Todo dependerá de maklub, o sea de lo que está escrito. Y ahora sí, chao.