Del manuscrito de María Paz
Usted tenía un olor, míster Rose. Yo trataba de acercármele, no para tocarlo, no me hubiera atrevido, sino para olerlo. Usted era buena gente y se esforzaba por parecer calmado, ponía cara de todo bien y aquí no pasa nada, pero la tensión que traía por dentro se lo comía vivo y formaba alrededor suyo una zona de alarma. Creo que hubieran saltado chispas si cualquiera de nosotras, las internas, lo hubiera siquiera rozado. Se lo veía eléctrico, míster, sobre todo al principio. En las primeras clases estaba tan tenso que casi temblaba dentro de sus camisitas Lacoste. Se comprende. A cualquiera le pasa, si anda desprotegido en esta cueva de ladronas. Pero no todas lo somos, eso que quede claro, aquí las peligrosas son minoría. Pero también hay cada ficha, para qué voy a negárselo, mujeres más malas que pegarle a la mamá. Y no es sólo un dicho, hay una tal Melissa que paga de por vida por matar a su viejita dándole por la cabeza con una tostadora, mejor dicho la tostó, tostó a su progenitora, dígame no más de qué grado de maldad estamos hablando. No lo culpo por andar ensuciado en los pantalones, no crea que no lo entiendo, yo misma soy la primera en cubrirme la espalda para que no me caigan por detrás y me dañen. En todo caso, a mí me gustaba que usted oliera a mundo de afuera. Las guardias también salen y vuelven a entrar, lo hacen a diario, pero no traen enredado ese poco de aire fresco, están tan impregnadas de encierro como nosotras, y es que al fin de cuentas también ellas son prisioneras, o casi, o tal vez peor; lo nuestro al menos es a la fuerza, y en cambio lo de ellas es decisión propia. Su olor, míster Rose, me traía noticias de cosas tan fuera de mi alcance que me daba por creer que ni siquiera existían, que me las inventaba, que sólo vivían en mi añoranza. No hay ventanas en esta área restringida en que me tienen segregada desde hace una semana, ninguna ventana. En cambio en el 12-GPU, donde estaba antes y donde espero volver pronto, hay una ventana que da a la calle. Entiéndame, ventanas hay varias, pero todas interiores. Esa es la única que da a la calle. Alta en la pared, cerca a los baños, como un ojo que mira hacia afuera, o una barquita que navega hacia allá. Pequeña, la ventana, no vaya a creer que gran cosa, y casi cegada por la reja. Pero si te encaramas en la banqueta, la ventanita te queda a la altura de los ojos y te permite ver un trozo de calle. Un recorte nada más, a la distancia, nada especial, sin transeúntes, ni siquiera un árbol, ni un letrero, apenas un trozo de asfalto y un tramo de muro, haga de cuenta una foto en blanco y negro, de esas que se disparan por equivocación, cuando no estás enfocando nada ni a nadie. Sólo eso se ve, y sin embargo siempre hay alguna interna parada en la banqueta y mirando hacia allá, los ojos escapados hacia eso que llaman mundo de afuera, la mente volada hacia un hijo, o una madre, o una casa, lo que sea, cualquier cosa amable de su vida de antes, póngale por caso un jardín, digamos una planta que regaba todos los días y que ahora debe estar seca. O un enamorado, las hay aquí adentro volando de la tusa por cuenta de algún tipo que anda de aquel lado. Y es que hasta a la más miserable algo se le queda, algo que la está esperando y que espejea en el vidrio de esa única ventana, en el 12-GPU, cerca a los baños. Siempre hay ahí una interna parada en la banqueta, y otras cinco o seis esperando turno. Si alguna se impacienta y empieza a gritarle a la que está arriba, bájate ya, cabrona, o te crees que es para ti sola, las demás enseguida la callan. Ese momento se respeta. Hay que saber aguardar con calma, señor, para poder mirar por la ventanita aquella y suspirar un rato. Observando ese retazo de calle yo me pregunto, ¿esa será América? Mejor dicho la pregunta se la hago a Bolivia, la difunta, porque últimamente me ha dado por conversar con ella. Qué dices, madre, tú eres la que sabe, al fin y al cabo se trata de tu sueño. ¿O América es más bien esto de acá adentro?
Usted se preguntará si yo me pregunto cómo escapar. Sí, me lo pregunto. Hoy por hoy, es la única pregunta que importa. Pero rebota, no acabo de formularla cuando ya se me devuelve. Queda encerrada dentro de mi cabeza y ahí resuena y retruena, porque apunta a un propósito ciego. No hay cómo salir de Manninpox, esa es la verdad, no hay por dónde. Por más vueltas que le dé, no logro imaginarme una huida posible. Aunque sí, sí la imagino, mis neuronas y mis células se han confabulado, van tramando algo y de alguna forma ya empezaron a ponerlo en práctica. Está claro que de cuerpo entero no podré escapar, es decir con todo y mis ojos, mi pelo, mis huesos, mi carne. Lo único de mí que puede salir es mi sangre, que corre libre y no para hasta encontrarse lejos. Y ahí va, ahí va el caminito de mi sangre, chorreando, chorreando, resbalando, escurriendo, gota a gota en busca de la luz del día, hallando agujeros por donde colarse, escabulléndose por entre las piedras, traspasando rejas y rendijas, filtrando muros, deslizándose bajo los pies de las guardias, sin pedir permiso ni llamar la atención, sin hacer sonar alarmas. Así, y sólo así, es posible para mí regresar al mundo libre. Convertida en hilo de sangre atravieso el campo, corro suavecito por las autopistas y luego bajo por el bosque hasta llegar al internado para adolescentes especiales donde se encuentra mi hermana Violeta. Desde lejos la veo sentada a la sombra de esos viejos árboles que la apaciguan y así me quedo un buen rato, yo mirándola a ella y ella mirando hacia su propio adentro, y luego me le acerco para pedirle perdón, todo es culpa mía, Violeta, le digo, voy a venir por ti, hermanita, voy a llevarte conmigo, de ahora en adelante estaremos juntas las dos para siempre, nada ni nadie se va a interponer en nuestros planes, te juro por Bolivia que te voy a cumplir, si tú me perdonas. Esa promesa solemne le haré: voy a volver por ti. Y voy a cumplirle. Sobreviviré sólo para cumplirle a Violeta. Así se lo digo y le pido que me espere unos días más, que tenga paciencia mientras corro al lugar sembrado de cruces y cubierto de nieve donde mi madre reposa, mamacita linda, le digo a ella también, vengo a pedirte perdón, ¿de qué?, no lo sé, si nada te he hecho, soy inocente de lo que me acusan, pero ya sabes cómo funciona la cabeza, la culpabilidad es grande aunque no haya culpa, así que vengo a pedirte perdón y si acaso a dejarte unas rosas y eso será todo, supongo, porque al fin de cuentas estando tú muerta no es gran cosa lo que aportas, y qué tanto puedo esperar de ti, si por mucho que te hable no me respondes. O a lo mejor, qué risa, grabo en tu lápida algo así como «Madre, no te merezco pero te necesito», la frase que lleva tatuada en un brazo Margarita, una interna peruana que es tan sentimental como tú, y aquí todas se burlan de ella por eso. Y luego sigo corriendo, hecha caminito de una sangre ya un poco más viva, un poco más liviana, hasta llegar a mi casa para abrir la ventana y dejar que entren el sol y el aire, y me quedo un rato mirando mis cosas, mi diploma de bachiller, las cartas de Cami y Pati, las fotos de cuando niñas, mis almohadones de crochet en hilo blanco, mi alcoba decorada en verde menta, mis perlas cultivadas, la caja de chocolates suizos que acababan de regalarme mis compañeras de trabajo. Y le pido perdón a mi peno Hero. Sobre todo eso, que me perdone Hero porque no sé si habrá logrado sobrevivir al abandono, le pregunto quién le da de comer desde que no estoy, ven acá perrito, le digo, ya nunca me vuelvo a ir, le aseguro rascándole la panza. El cree lo que le digo y ya más tranquilo se echa a dormir en mi cama. Así que sí. Eso haré allá afuera, míster Rose, cuando me suelten, si es que algún día me sueltan, o cuando logre escapar: me llevaré conmigo a Violeta y a Hero y los tres juntos viviremos la vida de todos los días, o sea la buena vida. Eso es lo que haré: lo mismo de siempre. Porque aquí adentro son esas cosas normales, las de rutina, las que te matan de nostalgia. Pero no va a ser fácil. Cuando salga de aquí, lidiar con el mundo no va a ser fácil. Todo lo destruyeron los hombres que allanaron mi apartamento. Lo que tocaron, lo ensuciaron. Mearon el colchón y el sofá, echaron mis pertenencias en bolsas negras de plástico que sacaron de allí como quien arrastra muertos, arrancaron el tapete, las cortinas y los forros de los muebles, reventaron las chapas, vaciaron los cajones y dejaron mi casa rota y abierta, la entrada como puerta de bar, para que empuje y entre todo el que quiera. Pero de eso poco recuerdo, y si no lo recuerdo es porque no ha ocurrido, prefiero creer que mi casa está esperándome tal como me gustaba dejarla cuando salía en las mañanas, la cama tendida, cada cosa en su lugar, la ropa planchada, trapeada la tenaza, aspirada la alfombra, el baño impecable, y lo primero que haré al regresar, bueno, lo segundo después de ocuparme de Hero, será prepararme un desayuno impresionante para calmar el hambre acumulada. Jugo de naranjas recién exprimidas, café con leche, hotcakes Aunt Jemima con sirope, y fruta, mucha fruta, fresas y duraznos y manzanas y papaya y mango y chirimoya, y además un par de huevos pericos a la colombiana, bien batidos y con picadito de tomate y cebolla, y bagel con queso crema, y también pan recién tostado con mantequilla y peanut butter. Y un buen vaso de Coca Light con mucho hielo. ¿Todo eso? Sí, todo eso. Voy a poner todo eso en una bandeja con carpeta de las bordadas a mano que heredé de Bolivia, y voy a tomar el desayuno en la cama, como a veces los domingos, sin afán ni sobresalto, en piyama y viendo viejas temporadas de IT/cutis por la tele. Y otra cosa. Cuando salga de aquí, ¿iré a buscar a Greg? A Sleepy Joe, ¿quisiera volver a verlo? Buenas preguntas. Le confieso la verdad: creo que la respuesta es no. Ni lo uno, ni lo otro. Ni siquiera pienso en el reencuentro con Greg o con Joe. De ellos a duras penas me acuerdo, tal vez porque les echo la culpa de muchas cosas. Mi memoria se ha vuelto caprichosa, míster Rose, se queda con lo claro y borra lo confuso, se apega al pasado y rechaza lo reciente, y según me parece, se va liberando de lo que encuentra chocante o incomprensible. A Greg y a Sleepy Joe será mejor dejarlos donde están, tragados por la niebla. Todo el caudal de mi pensamiento, o casi todo, se va hacia mi hermana Violeta, ella copa por entero mis recuerdos, los del pasado y los del porvenir. Estoy en deuda con ella, ¿entiende? Con Violeta. Una deuda grande, enorme, aplastante. Tengo que sacarla de ese internado para adolescentes autistas donde la dejé contra su voluntad. Tengo que salir de aquí, de Manninpox, para cumplirle a Violeta. Y ojo, míster Rose, que todo este plan no es imposible. Digo, mi plan de escape. Aquí donde me ve, creo que ya he empezado a ejecutarlo. Según todo indica, deshacerme en sangre es un hecho que se va cumpliendo.
Es como si me hubieran quitado un tapón y por ahí me fuera vaciando. Como si al no poder salir de estos muros, hubiera decidido salirme de mí misma. Pero no piense que me gusta la idea de morirme. He tratado de impedir la hemorragia, no crea que no, con compresas, drogas, brujerías, yoga, conjuros, oraciones, hasta algodones entrapados en árnica y jengibre. De nada vale. Empecé con este drama recién llegada a Manninpox, en el comedor, a la hora del almuerzo. Me habían asignado puesto fijo en una de las mesas, que son largas, para ocho o diez reclusas, y a lado y lado tienen bancos sin respaldo. Ese día terminé de comer, me paré con mi bandeja y me dirigí hacia la esquina donde debemos entregarla antes de que suene el timbre, y estaba yo en esas cuando me pareció notar que las demás se abrían, apartándose de mi camino. Ya me habían advertido de que uno de los momentos traicioneros aquí adentro es cuando caminas con tus dos manos ocupadas sosteniendo la bandeja y pueden aprovechar para caerte. Si alguna quiere joderte, es el momento indicado, te chuza de costado y después se refunde entre la montonera. No sé si usted llegó a saberlo, pero a la Piporro (¿se acuerda de ella, la Piporro, que asistió a su taller un par de veces?), bueno, pues la Piporro iba con su bandeja cuando le perforaron la pleura con el mango afilado de una cuchara plástica. Nada por el estilo me estaba pasando a mí, más bien la angustia me vino al contrario, cuando noté que las otras se hacían a un lado y me dejaban pasar. Sentí que me miraban con asco y pensé, me van a pegar. Esa fue la sensación que tuve. En la cárcel esas intuiciones te vienen de golpe, como una descarga. La certeza del peligro es física, el aviso te lo da tu cuerpo y no tu mente. Por ese entonces yo todavía vivía pendiente de los ojos de las otras, me aterraba que me miraran con odio, o que me miraran demasiado. Necesitaba ver cómo me miraban para saber qué esperar. Con el paso de los días aprendes que los ojos interesan menos que las manos. Lo que no debes descuidar en ningún momento son las manos de las demás, porque de ahí viene la agresión. Ojo con la que traiga las manos atrás, o en los bolsillos. El verdadero peligro está siempre en las manos.
Eso todavía no lo sabía yo, ni había hecho amigas que me defendieran. No tenía aliadas ni formaba parte de las bandas y mi hermandad con Mandra X todavía no empezaba, o sea que andaba sola y librada a mi suerte.
Ya me habían prevenido contra ella, contra Mandra X. Es la jefa de las que derraman leche, me dijeron. Yo me imaginé cualquier cosa, ¿las que derraman leche? Me sonó a algo sexual, pero más bien de varones. Ya luego pude verlo con mis propios ojos. Haciéndose las pendejas, derramaban su cartón de leche en el piso del comedor. Las Nolis: así les dicen a las chicas de Mandra. Son su clan, sus buddies, la secta de sus elegidas. Ibas a servirte y todo estaba encharcado en leche, las mesas, los bancos, las bandejas. Al principio pensé que lo hacían por joder, y ya después supe que era su manera de exigirle a la dirección que reemplazara la leche ordinaria por leche deslactosada. Por los pedos, ¿entiende? Aquí las celdas son de a dos, de a tres y hasta cuatro, muchas reclusas tienen rechazo a la lactosa y si la toman se les infla el buche y ahí empieza el torpedeo, o sea les produce flatulencia. ¿Se imagina lo que es pasar la noche encerrada en un cuarto de 8 × 9 pies con otras tres viejas que se pedorrean? Una cámara de gas, y perdone el mal chiste. De Mandra X decían además que era marimacho y que si alguna llegaba a gustarle, se la cogía por las malas o por las buenas. Eso decían; a mí no me constaba. Le había visto, eso sí, su tamañazo de mujer grandota; en Manninpox la que se empeñe con el ivorkouty se imponga disciplina puede volverse un toro sin salir de la celda, con una rutina diaria de lagartijas, barras, sentadillas y abdominales. Era el caso de ella, de Mandra X, tan fornida que uno sospechaba que hasta un par de huevos debía de tener colgando. Y era rara. Rarísima, si la viera, más rara que un peno a cuadros. También me contaron que encabezaba la resistencia aquí adentro. Que era una guerrera, lo que aquí llaman guerrera, o sea una interna de choque. La que pone la cara ante la dirección para plantear las exigencias cuando las presas se alborotan y se desbordan. Todo eso había escuchado decir, pero hasta ese momento sólo me había topado físicamente con ella la vez del corredor, cuando se me vino encima por andar preguntando alguna cosa. También decían que las Nolis hacían pactos de sangre. Que tenían sus teorías. Que manejaban un rollo, como quien dice una filosofía propia, y practicaban ritos y hasta sacrificios. Eso decían, de ella y de su grupo, y a mí eso me sonaba bien y mal, mal por unos lados y bien por otros, sobre todo porque yo andaba indefensa y me urgía afiliarme a algo. Porque aquí la solitaria las paga y pueden forzarla a cosas feas, por ejemplo ser la mujer de alguien. O la criada de alguien. De ahora en adelante tú eres mi mujer, te dice alguna de las machorras, y si no reaccionas sacándole los ojos, te convierte en su esclava sexual. O viene una cacica y te comunica, oye, tú, vete enterando, de ahora en adelante eres mi sirvienta. O le rompes los dientes, o de por vida le lavas la ropa, le tiendes la cama, le pasas dinero, le consigues cigarros, le limpias la celda, le escribes las cartas para sus hijos o sus novios. Hasta a cortarle las uñas de los pies te obliga, y a hacerle la manicura. O también la miné, que aquí llaman el cunni. Todo eso puede sucederte, si andas desafiliada. Pero en todo caso yo les huía a Mandra X y a sus Nolis, para que no me violaran ni me forzaran a participar en sus vainas satánicas. Como que había otras opciones por considerar, como las Children of Christ, que meten un ácido que se llama angel dust y andan viendo a Cristo, pero por ser hermandad negra no iban a aceptarme. Están también Las Netas, pero son portorriqueñas, y Sisters of Jamiyyat Ul, para musulmanas, y el Wontan Clan, donde sí que menos, porque agrupa extremistas de la supremacía blanca.
Me fui dando cuenta de que Mandra X era una institución aquí adentro y que pertenecer a su grupo era algo conveniente. Y hoy día pertenezco. Bueno, más o menos, tampoco crea que soy de las fanáticas. En todo caso ella se ha vuelto mi protectora y consejera, mi hermana, mi brotha, y yo su sweet kid, su protegida. Una de sus protegidas, porque tiene varias. Con Mandra X nadie se atreve: ni la autoridad, ni las blancas, ni las negras. Y yo tampoco, claro; con ella hay que andarse con tacto. En cosas de amores es impositiva, celosa, arrecha, infiel, donjuana, jodida, calculadora, mejor dicho tiene todos los defectos de un mal hombre, y otros tantos. En cambio en camaradería es firme como una roca. No hay amante más peligrosa que ella, ni socia más solidaria. No voy a decirle que es mi amiga, ella no es amiga con nadie, ella se parapeta en su autoridad y no deja que se le igualen. ¿Cómo le dijera? Mandra X es una fortaleza dentro de la cárcel, un refugio para sus protegidas, un terror para sus enemigas, un novio para sus queridas, una líder para sus seguidoras.
Una vez le dije que me sentía muy sola. Fue una ingenuidad de mi parte.
—¿Sola? —me contestó con voz de puño y me soltó una arenga—. ¿Que conos quieres decir con que estás sola, si has pasado a engrosar las filas de la tercera parte de la población de Estados Unidos, que es la que está tras las rejas? ¿Sola? ¿Así que muy sólita, mi cono triste, mi muerdealmohadas? Pues espabila, pendeja, porque haces parte de la cuarta parte de toda la población penitenciaria mundial, que se encuentra aquí, en Estados Unidos.
Ahora sé que aquí no debes decir tonterías ni dejarte llevar por sentimentalismos. He ido aprendiendo a soportar mis días, algunos malos pero otros no tanto. A veces la hemorragia se detiene. Desaparece casi por completo por una semana o más, como si se hubiera cenado la llave de mis venas. Entonces siento que la vida vuelve, que recupero la energía, y hasta la alegría, quién lo creyera, alegría pese a todo. En esos días me alimento bien, trato de recobrar fuerzas, hago ejercicio, escribo páginas y más páginas, hasta me tranquilizo pensando que en algún momento todo se va a aclarar y voy a salir de aquí, y que voy directo donde Violeta, y me entretengo soñando que compraré una casa con jardín para ella, para Hero y para mí, vaya a saber con qué dinero, aunque en realidad no importa, en los sueños el dinero no existe.
Y Mandra X, ¿quién es Mandra X, de dónde sale? Nadie lo sabe, ella no suelta prenda. Es blanca pero habla español, es varón pero tiene cuca y tetas, es justiciera y writ writerx sabe todo lo que puede saberse de leyes, echa pestes contra esta justicia norteamericana, dice que es la peor y más corrupta del planeta. Pero se la conoce al dedillo, imagínese, décadas aquí encerrada estudiando el Código Penal, buscándole el pierde, descubriéndole fisuras y recursos. Por eso puede darle asesoría legal a quien se la pida. Pero con respecto a ella misma todo ese conocimiento de nada le ha valido, porque está condenada a perpetua y de eso nadie, ni ella misma, ha podido salvarla. No admite preguntas sobre su persona ni se anda con chismes, y sin embargo todo lo sabe. Es la memoria viva de este lugar; según ella, el olvido y la ignorancia son los peores enemigos de una presa. Mire mi caso. Las cosas más duras que me suceden, son las primeras que se me olvidan. A partir de la noche del cumpleaños de Greg, mi marido, he vivido una cadena de horrores, pero llevo un borrón donde debía estar ordenada la secuencia de los hechos, como diría usted, organizados y a la vista en sus correspondientes repisas. Pero no, yo no. Yo guardo puro dolor, pura confusión y zonas de niebla. Mandra X no transige con eso, no me lo tolera. Me obliga a escribir sobre lo que me ha sucedido, y a repasarlo, a encararlo, a sacar consecuencias. Ella archiva datos tuyos que tu propia memoria ha borrado, y luego te los devuelve, obligándote a mirarlos de frente. Te confronta con tu propia historia. Eso aquí adentro es raro, aquí todo está programado para separarte de ti misma, para dividirte en dos y trapear el piso con las dos mitades.
A usted le consiguieron un reemplazo, míster Rose, una señora con mucho título que ocupó su puesto a las dos o tres semanas de su partida. Allá nos presentamos las que habíamos hecho el taller con usted, no crea que por traicionarlo, sólo por darle continuidad a lo que nos había enseñado. Bueno, pues la tal señora arrancó hablando de metas, de propósitos, de estímulos, de logros y de avances, según ella todo era una carrera luminosa y posible hacia la superación, parecía que estuviera dirigiéndose a honorables aspirantes a un doctorado en Harvard y no a unas presas rejodidas, recagadas por la suerte, sin más avance que un par de pasos a la redonda ni más meta que darse de narices contra una reja. Qué lata con las metas, qué jodencia con la autoayuda y la autosuperación, quieren emborracharte con eso y esperan que te lo creas. Bueno, pues esa doctora que trajeron para reemplazarlo a usted, míster Rose, era la propia reina de la autobasura, y para rematar se dejó venir con una advertencia según dijo sumamente seria: escriban sobre lo que quieran, chicas, nos dijo, el tema es libre, ustedes pueden escribir sobre lo que se les pase por la cabeza, lo que les venga en gana, cualquier cosa es bienvenida, salvo lo que ocurre dentro de esta cárcel. Eso queda estrictamente prohibido. No admito escritos sobre la vida de la cárcel, episodios de la cárcel, críticas o quejas sobre lo que pasa aquí.
—Oiga, señora —le preguntamos—, ¿usted dónde cree que vivimos nosotras? ¿Le parece que andamos de farra por la ciudad y que a Manninpox sólo venimos para entregarle tareítas sobre lo bien que la pasamos afuera?
Una imbécil, la señora. Dijo que había muchos otros temas, que podíamos escribir sobre nuestros recuerdos de infancia, sobre la vida que llevábamos antes de la prisión, nuestros seres queridos, nuestros sueños, las cosas constructivas y los recuerdos positivos. Le dijimos que nosotras con lo constructivo y lo positivo hacíamos supositorios, y no volvimos a su taller. Al menos yo no volví, y otras cuantas tampoco. Por ahora, mi asesora en la escritura es Mandra X. Ella me obliga a pensar en serio, a aprender nuevas palabras, a decirle a las cosas por su nombre. A lo mejor es cierto que no hay mal que por bien no venga, porque aquí en Manninpox he tenido los mejores profesores de mi vida: usted, míster Rose, y Mandra X. Ella no tiene familiares que la visiten, sólo gentes de derechos humanos y otras defensorías de internas que pasan a verla y a tramar cosas con ella; supongo que Mandra X es su contacto aquí adentro. Trabaja para ellos, creo, o quizá sea al revés.
En todo caso fue ella, Mandra, la que me conectó con mi divino abogado, mi santísimo abogado, mi protector capaz e inteligente, mi viejo querido, qué haría yo en esta vida sin él, y así se lo digo a él cada vez que puedo, usted es el hombre de mi vida, le digo, y él sólo se ríe, consiguete uno de tu edad, me responde, uno que ande derecho, y no un viejo garabato como yo. Pero si usted es el que me gusta, le digo, usted y sólo usted, siempre tan a tono con su propio estilo, siempre fiel a sí mismo, diferente de todos los demás, y más digno y elegante que cualquiera. Hi, baby, me dijo la primera vez que me vio, ahí en medio de ese tropel que se arma en la antesala de Tribunales.
Así sin más me dijo, sin conocerme siquiera, hi there, baby, un saludito cariñoso, generoso, juguetón, y yo me solté a llorar como una magdalena. Porque de buenas a primeras volvía a sentirme persona, ya no una criminal al borde del patíbulo, sino una simple persona en problemas que merece ser ayudada. Desde entonces el viejo se ha convertido en mi defensor, mi amigo, mi consuelo, mi aliado, mi poderoso abogado, y en él deposito todas mis esperanzas. Dice que va a sacarme de aquí, cada vez que nos vemos me lo asegura. Y yo le creo, me aferro a sus palabras como si fueran el padrenuestro. Aunque claro, ¿qué es un padrenuestro, más allá de una retahíla de palabras?
Mandra X no es de las que andan diciendo dónde nacieron ni dónde vivieron, ni qué clase de vida, ni qué les dolió, ni qué pie se les torció. Cuando aún era libre, ¿tendría marido, o mujer? Misterio. ¿Alguna vez tuvo hijos? Por ahí corre una historia que mejor no repito. Mandra X. ¿Qué clase de nombre es ese, como de bicho, como de robot, como de medicina contra la jaqueca? Un mamarracho de nombre, para un mamarracho de vieja. Así pensaba yo al principio, antes de conocerla. Sus tatuajes y sus rarezas darían de qué hablar, si alguien se atreviera. Y mire que aquí casi todas se rayan. Rayarse quiere decir tatuarse, en la cárcel se le dice así y de todo se ve en esa materia, corazones partidos o atravesados por dagas, nombres de hombre y de mujer, rosas, Cristos, Santas Muertes, Niños Dioses. Un tatuaje es el único lujo y el único adorno que una interna puede permitirse, y entonces dele a pintarse, ojos en los hombros, telarañas en las axilas, lágrimas en las mejillas, mariposas, calaveras, dragones, pajaritos, retratos del ser amado, Miquimauses, Betibups, autorretratos. Todo lo que se le ocurra, hasta iniciales en la planta de los pies y garabatos en las nalgas. Hay las que se llaman a sí mismas artistas y son expertas en rayar, tienen montado negocio con tintas y agujas y no crea que les va mal, hasta agenda manejan para concertar citas, dientas no les faltan porque aquí todas son aficionadas a utilizar su propia piel como cuaderno. Unas se escriben poemas en los muslos, o consignas revolucionarias. Una que se apoda Panterilla se mandó rayar una estrofa entera de Imagine, de John Lennon, de arriba abajo en la espalda, y Margarita, la peruana que le digo, tiene escrito en su brazo eso de «Madre, no te merezco pero te necesito». Y es que en Manninpox tu cuerpo es tu única pertenencia, no pueden impedir que hagas con él lo que quieras. Por eso muchas lo chuzan, lo atraviesan con ganchos, lo cortan, lo rayan. Las hay que llegan hasta la mutilación voluntaria, algunas lo hacen, y Mandra X es la capitana en ese terreno. A mí eso me estremece, me deja sin habla. No puedo digerir que alguien por voluntad propia llegue a amputarse un dedo, como pasó el otro día en un pabellón de blancas. Pero Mandra no desaprueba. Opina que son gestos de libertad y soberanía, y que lo que estando en libertad puede ser malo, o incluso atroz, en el encierro de una prisión adquiere el signo contrario. Así dice ella, y yo la escucho. Dice que en las circunstancias nuestras, las orgías, los pactos de sangre y hasta el propio suicidio pueden ser actos de resistencia.
—Entonces deja que me desangre —le pido yo, cuando el cansancio por la anemia me pone dramática—. Dale, Mandra, digamos que es un acto de resistencia.
Pero ella me obliga a pararme. Me consigue algún remedio y me hace firmar cartas a la dirección exigiendo atención médica calificada e inmediata.
—Déjame —le ruego—, aquí estoy bien, quisiera descansar un rato.
—Te estás entregando —me sacude. Del patio me trae nieve dentro de una bolsa plástica, la anuda bien y me la pone en el vientre, para detener la sangre.
Su banda, mejor dicho la nuestra, se llama el Noli me tange re; por eso nos dicen Las Nolis. Es una frase en latín, Noli me langere. Se la dijo Derramas recién resucitado a María Magdalena y quiere decir no me toques. No te acerques, déjame en paz, conmigo no te metas. Ya ve, se aprenden cosas. Hasta en latín. Ahora que soy una Noli, sé el significado de palabras como choque, soberanía, libertad, rebeldía, derechos, resistencia. Bueno, también aprendí la palabra clítoris, me da vergüenza reconocerlo pero así es, ¿se imagina?, años y años dele que dele al botoncito ese, sin saber siquiera cómo se llamaba. Pero volviendo a lo de antes: yo no tengo tatuajes. Ni uno solo, en ninguna parte del cuerpo. Escribo pero sólo en papel, muchas hojas de papel porque es mucho lo que tengo por decir. A lo mejor si no lo hago en mi propia piel es por terror a las agujas. Aveces pienso que me gustaría hacerlo; sería más valiente de mi parte, más audaz, más para siempre. Pero ¿y si luego me arrepiento? ¿Si me parece una babosada lo que el día anterior me sonó extraordinario? Supongo que el mismo temor siente usted, míster Rose, cuando publica sus cosas. Aquí hay una interna a la que le tatuaron en el hombro una frase, «valor en la vida». Pero le pusieron ambas palabras con B grande, así que tendrá que andar con su balor en la bida hasta el día de su muerte. Piense por ejemplo en Greg y en Sleepy Joe, que son eslovacos de origen y que van marcados por un tatuaje en el pecho que dice «Relámpago sobre Tatras». ¿Relámpago sobre Tatras? ¿Y qué demonios es eso? Yo no, muchas gracias. Me quedo con el papel y el lápiz, así al menos puedo borrar, o tachar, tirar a la basura y empezar de nuevo. Mandra X me da ánimos, me cuenta que Miguel de Cervantes andaba encerrado en una celda cuando inventó a don Quijote. Aparte de usted, míster Rose, ella es la única que sabe que yo escribo, y a ella le consulto mis dudas de ortografía y de todo tipo. Usted era un maestro complaciente, transigía con cualquier cosa, todo me lo celebraba, y en cambio ella no me deja pasar una, me reta, me exige que enumere por escrito cada uno de los episodios vividos y que los describa en detalle, aunque quemen, aunque ardan. Pero a mí se me olvidan, no sé si será por la anemia.
—No recuerdo, Mandra —me disculpo—, ese pedacito no lo tengo claro, no sé bien qué pasó en ese momento.
—Eres una mujer y actúas como una niña —me dice y se larga.
¿Los tatuajes de Mandra X? Son diferentes. Haga de cuenta culebras azules que le cruzan la espalda, le abrazan la panza, le bajan por los muslos y las pantorrillas entreverándose como un enredo de sogas. Se alargan hasta sus pies y le recorren los brazos hasta llegar a los dedos. Su piel es como una de esas láminas de venas y arterias que vienen en los libros de anatomía, pero según algunas que creen conocerla no se trata de venas y tampoco de arterias, sino de ríos, todos los ríos de Alemania con sus respectivos nombres, haga de cuenta un mapa, ¿de su tierra natal? Difícil creer que Mandra X pertenezca a otro lugar que no sea esta cárcel, aquí llegó antes que todas y aquí seguirá cuando las demás ya no estemos. Según esas versiones, su piel tan blanca es un mapa vivo que ilustra el curso de los ríos. O a lo mejor ella descubrió que son la misma cosa las venas de su cuerpo y los ríos de su país. El Rin, el Alster, muchos otros que no recuerdo, y el más importante y gordo, el que le baja a Mandra por la espina dorsal, el Danau.
—En español es Danubio —dice ella.
—Ah, sí, el Danubio —le digo yo—. Greg, mi marido, me habla de ese río, pero para él se llama Dunaj.
—No hagas caso, tu marido era eslovaco y por eso decía Dunaj. Pero el río se llama Danau y tu marido está muerto. Lo mataron.
Yo cambio de tema enseguida. Andan diciendo que a Greg lo mataron en la noche de su cumpleaños. Pero yo no acabo de creerlo. Si también dicen que lo maté yo, y yo no lo hice, cómo quieren que les crea.
—Oye, Mandra, y ese Danubio, o Dunaj, o Danau, que te corre por la espalda y te baja hasta allá abajo, ¿se te mete por el agujerito del culo? ¿Es esa su desembocadura? Y una vez adentro, ¿las aguas de ese río encuentran cauce en tus venas? —me gustaría preguntarle pero no me atrevo, mejor me quedo con la duda, no vaya a ser que ella se sulfure y me deje sentada del trompadón.
Y ya me fui otra vez por las ramas. Lo que quiero acabar de contarle, míster Rose, es lo que pasó ese día en el comedor. Las demás se mantenían a distancia, como si se hubieran puesto de acuerdo en trazar un círculo en torno mío. Yo era el motivo de la bronca colectiva, eso estaba más claro que el agua, pero no sabía por qué. Sentí mareo y la vista se me borroneó. ¿Alguna vez ha estado a punto de desmayarse? Pues haga de cuenta, esos fueron mis síntomas. Pensé, me voy a caer. Aquí mismo me caigo y me van a patear entre todas. No, no me caigo, carajo, me ordenaba a mí misma, sea lo que sea, no me caigo. A medida que avanzaba, la masa de mujeres se abría a mi paso. Entregué la bandeja en medio de ese silencio que precede a la descarga. Pero el golpe se hacía esperar. Al pasar junto al banco donde había estado sentada pude ver que había quedado vacío; se habían retirado mis vecinas de mesa y en mi lugar había un charco de sangre. Mierda, me chuzaron y no me di cuenta, fue lo primero que me vino en mente. Algo me habrían enterrado, un chuzo, un cuchillo, algo tan afilado que ni había sentido. Eso pensé, pero enseguida comprendí que no. Me pasé la mano por detrás y supe que tenía el uniforme empapado en líquido tibio. Me miré la mano y la vi roja. Era la hemorragia. Nadie me había chuzado, la sangre me salía sola.
¿Ha visto por televisión, cómo los tiburones enloquecen ante la sangre y se abalanzan? Pues aquí adentro pasa lo contrario, ante la visión de la sangre el instinto de las presas es apartarse, mantenerse lo más lejos posible del contagio. Yo sola con mi sangre y las demás mirándome con asco. Y en ese momento, ¿quién cree que aparece? Pues esa que llamaban Mandra X, hasta ese momento para mí una especie de monstruo, se para a mis espaldas y camina detrás de mí. Y así salimos del comedor, yo adelante y ella detrás, ocultando mi ropa manchada de la vista de las otras.
A lo mejor me conviene pertenecer a su secta, falta ver si me acepta y si no me cobra el favor en especie, me dije a mí misma cuando ya el susto había pasado. Extraña, la experiencia: mi propia sangre me señalaba y al mismo tiempo me protegía. ¿La razón? El horror que tanto presas como guardias sienten ante la sangre ajena. En este lugar que hierve de violencia, donde lo inhumano es ley, no hay sin embargo nada que inspire tanto pavor como la sangre humana. Todo lo han vivido estas mujeres, no hay horror que no conozcan, la calle las ha iniciado en lo peor, y lo que no han aprendido allá vienen a aprenderlo adentro. Toda inmundicia toleran, el vómito de las borrachas, los orines de las incontinentes, la roña de las mendigas, la prostitución dentro de la propia cárcel. Aquí toda suciedad es aceptable, o más bien la suciedad es tu elemento, las palabras soeces, dirty words, filthy talk, amenazas, insultos, agresiones, locura, gritos. Todo se tolera menos la sangre, que marca el límite del aguante. La sangre ajena es tabú.
Una sola gota es suficiente para el contagio, una sola, y aun así la sangre no se contenta con asomar gota a gota, sino que se empoza en charcos en medio del patio o de los corredores. Cada quien trae por dentro litros de sangre que puede estar contaminada, que muy probablemente esté contaminada, y es ley llevarla bien guardada dentro del cuerpo. Allá cada quien si se consume en su propia infección, problema suyo, a nadie le incumbe, siempre y cuando no andes por ahí esparciendo el contagio. En la sangre está la plaga. En Manninpox al sida le dicen así, la plaga; la llaman por su verdadero nombre en vez de esconderla bajo una sigla. Y yo voy flotando como en el limbo, drenada de mi sangre, que forma a mí alrededor un foso protector. Inspiro odio pero también miedo; mi sangre me está matando y me está salvando. Escucho que Mandra X se ha puesto a cantar. Canta con voz de hombre una canción melancólica que se llama Luz de luna, yo quiero luz de luna para mis noches tristes, así va la letra, según dicen es una especie de himno de las lesbianas, y como Mandra le pone a la cosa un aliento profundo, todas las que la escuchan, lesbianas o no, sienten deseos de ser abrazadas. Algunas lloran porque la canción les recuerda que existe la luna. Aquí nunca la ves; cuando asoma en el cielo, ya desde hace rato estás encerrada en tu celda.
Ahora me tienen otra vez en solitary confinement y no puedo saber si afuera llueve o hace sol, si es de día o de noche. El tiempo sólo existe en el reloj redondo que me mira desde el fondo del pasillo, y que al fin y al cabo es como si no estuviera, total si nada cambia, si todo se repite, qué voy a ganar con estar consultándolo. Mejor dejar que él solo dé sus vueltas y más vueltas, si aquí el tiempo no existe, no sirve para nada, el tiempo es sólo espera de algo que no llega. Digamos que aquí las horas corren hacia atrás, hacia el pasado, y que no pasan los minutos, sólo pasan los recuerdos.
Todos los recuerdos, que para mí son muchos. Demasiados, diría yo. Se van acumulando unos sobre otros hasta que no caben conmigo en mi celda, ocupan mi espacio, se chupan mi aire, me roban la paz. O salgo de todos ellos, o me salgo yo y los dejo ahí dentro. Y es que aquí en Manninpox he tenido que cambiar, he cambiado tanto que me he convertido en otra persona, no sé si mejor o peor, en todo caso distinta. ¿Y qué hacer con el tropel de recuerdos de esa otra María Paz, la de antes? ¿En qué rincón de mi cabeza los guardo? ¿Dónde caben, a qué archivo pertenecen?
Me refiero, por ejemplo, al recuerdo del día en que Bolivia por fin nos mandó llamar para que nos viniéramos a América. Ya tenía ella en el bolsillo ese objeto mágico tan deseado, ese pasaporte a la felicidad que es la green card, que a la hora de la verdad ni siquiera es verde, pero que hoy por hoy viene siendo el Santo Grial. Años después ella misma me contó cómo había hecho para conseguirla, su greencita card de su alma. La citaron para un martes y duró horas preparándose. Se bañó con su Heno de Pravia, se maquilló con más esmero que de costumbre y se echó perfume detrás de las orejas y aquí en las muñecas, donde el pulso late. Ella, que era rellenita y rozagante, se forró ese día en un suéter con escote en V, dejando que asomara apenas la raya entre los pechos. Sí, señor, mi madre era una mujercita de poca estatura y mucha voluptuosidad, cosa que siempre supo aprovechar. Yo sé que de vez en cuando, o a lo mejor con frecuencia, Bolivia utilizó su cuerpo para salir adelante en América, eso nunca me lo confesó pero yo bien que lo sé, lo sé y se lo aprendí y le aseguro que he sido una alumna aventajada, ella tenía un dicho que yo repito: «La necesidad tiene cara de perro». Supongo que así soy yo, como un peno que hace lo necesario para sobrevivir, nada más que eso, pero tampoco menos. Para qué engañarnos, la verdad es que en América un recién llegado tiene que batirse a muerte y se jode bien jodido si no echa mano de todas sus herramientas. Lo hacía Bolivia, lo hacía Holly Golightly, por qué no voy a hacerlo yo. Ya propósito tengo una duda, míster Rose, una pregunta que no alcancé a hacerle. Es sobre Holly. Me gustaría que me aclarara qué era ella al fin y al cabo, ¿amante del Sally Tomato, escort de caballeros, o puta simplemente? A lo mejor las tres cosas juntas y revueltas.
Cuando Bolivia tuvo trabajo pasable y estable, pudo dedicarle todas las energías a legalizar su situación. Juntó los dos mil dólares que necesitaba para el abogado y después de mucho papeleo y mucho trámite, recibió la convocatoria para presentarse. Durante meses venía preparándose mentalmente para la prueba máxima, estudiando, leyendo, aprendiéndose de memoria la lista completa de los presidentes de Estados Unidos con sus respectivas esposas; las diez enmiendas del Bill of Righls; los cincuenta estados de la Unión con sus capitales; la población y el idioma de los siete Common Wealths y Territorios y no sé cuantas cosas más que alguien le dijo que le preguntarían, y que al fin de cuentas no le preguntaron. Y hubo un detalle. Antes de viajar a América, Bolivia había sido fan y seguidora de Regina Once, una dirigente espiritual y política colombiana que a mi madre le parecía muy admirable, poseedora de poderes increíbles y maestra en muchas ciencias. Esta Regina Once en mi opinión era una embaucadora, dominaba a las gentes con la fuerza de su mirada y las hacía votar por ella para los cargos públicos, utilizando una fórmula que llamaba correr las luces. Correrle las luces a una persona consistía en mirarla fijamente, pero no a los ojos, ahí estaba la clave, porque según les decía a sus discípulas, mirada con mirada se neutralizan, si tú miras al otro y el otro te sostiene la mirada, la (osa termina en empate, por eso lo efectivo es clavarle el rayo de tus ojos en un punto medio entre los suyos, para abrumarlo con tu poder mental hasta obligarlo a cumplir tu voluntad. Desde el momento en que Bolivia se sentó frente al funcionario de migración, le clavó la mirada en medio de los ojos a la manera de Regina Once, como quien dice le corrió las luces para penetrarlo y ganarlo para su causa, porque él tenía en las manos un folder con toda la información y de él dependía el sí o el no que le marcaría el destino a ella, y de paso también a nosotras, sus hijas.
—¿Cómo entró usted a Estados Unidos? —fue lo primero que le preguntó el tipo.
—Ilegal —respondió ella de frente, echándole con los ojos rayitos intensos.
—¿Cómo ha vivido todo este tiempo?
—Ilegal.
—¿Ha trabajado? —Sí, señor.
—¿Acaso no sabe que está prohibido por la ley?
—Sí, señor, sí lo sé, pero no tenía opción.
El hombre seguía preguntando esto y lo otro sin ninguna conmiseración, sin demostrarle simpatía, más bien por el contrario, con la suficiencia de quien se siente con derecho a piso por haber llegado antes, y ella firme ahí, sin dejarse intimidar, consciente de su suéter forrado, de su cara bonita y de propia fuerza interior. Le habló al tipo en spanglish, pero entiéndame, míster Rose, me refiero al spanglish de Bolivia, que siendo yo niña me hacía poner colorada de vergüenza y que nunca pasó de ser un español con un Ok por aquí y un thank you?, por allá, muchos Oohs y Wows!, aleteo de pestañas y señas con las manos. Pero fíjese cómo era el truco de mi madre, la corrida de luces, que llamaba. Mientras le contestaba al de migración, iba repitiéndose mentalmente una frase, una frase, una frase, mi madre concentrada, poderosa, resuelta, dándole al tipo en el entrecejo con la descarga de esa sola frase, como quien dispara una flecha, para que él sintiera que estaba recibiendo una orden que tendría que obedecer: Dame la green card, hijueputa, dame la green card. Dame la green card, hijueputa, dame la green card. Y el hombre se la dio.
—De ahora en adelante pórtese bien —le dijo—, no más irregularidades, porque va presa.
Bolivia salió de ahí a ponerle flores a una foto de Regina Once, aunque yo creo que más que embrujamientos, lo que le funcionó fue la honestidad con que respondió. Ya con su green card plastificada, se dedicó a trabajar todavía más de lo que había trabajado sin ella, y si usted me pregunta de qué murió, tan joven, mi madre, yo tengo que responderle que se reventó trabajando. Pero además de green card, ya tenía trabajo medio estable y casa donde meternos, así que pudo enviarnos los pasajes de avión y los documentos para que nos dieran visa americana. Tanto esperar ese momento que nunca llegaba, y de buenas a primeras Bolivia me anuncia por teléfono que ya. Por fin había llegado el momento de reunirme con ella en América.
—¿Ya? —fue todo lo que atiné a decirle.
Me aseguraba que sí, que ya mismo, y ponía una voz que a mí me sonaba rara, supongo que una voz quebrada por la emoción. Este miércoles que entra, decía y sollozaba, ¡este miércoles voy a estar en el aeropuerto con los brazos abiertos! Así decía, voy a recibirlas a ustedes, mis niñas, ¡mis niñas! Dios santo y bendito, ¡mis dos hijas al fin! ¿Puedes creerlo, María Paz, puedes creerlo? Y luego volvía y le daba las gracias a Dios.
—¿Y el colegio? —le pregunté—. ¿Puedo terminar este semestre aquí en mi colegio?
—¿No te pone feliz la noticia? —dijo, porque seguro se daba cuenta de mi desilusión.
—Sí, Bolivia, me pone feliz.
—¿Me dices Bolivia? ¿Ya no me dices mami?
—Sí, mami, te digo mami y me pongo feliz —le mentí.
Entiéndame, míster Rose, hasta ese momento sí había sido cierto. Hasta ese momento lo que más quería yo era reunirme con ella y conocer América. Durante los primeros cuatro años me hubiera vuelto loca de la dicha al recibir esa noticia, porque la había estado esperado día a día, hora tras hora, con mi cacho de moneda colgado al cuello, escondiéndome en el garaje de la casa de las Nava para escribirle a Bolivia cartas eternas mientras lloraba a mares. Pero últimamente me sentía cómoda diciéndole mami a Leonor, la dueña de la casa donde vivía; que me perdone Bolivia por eso, dondequiera que esté, que me perdone. Además, ya no desmentía en el colegio a las que creían que Caminaba y Patinaba eran mis hermanas; al contrario, fomentaba esa confusión. Es que hay cosas. Alguien me vino con el chisme de que en América Bolivia trabajaba, o había trabajado, limpiando casas, y eso a mí me no me gustó. Luego me dijeron que planchaba ajeno, y me sonó fatal. Yo me la imaginaba manejando su automóvil nuevo por unas grandes avenidas con palmeras, y ahora me salían con que andaba de sirvienta. Mientras tanto Leonor de Nava era una señora que podía pagar una sirvienta, y hasta dos, la de la cocina y la de la limpieza, ¿entiende la diferencia? Y además era viuda de suboficial del ejército, recibía una pensión vitalicia y los fines de semana podíamos ir al club militar, un motivo de orgullo y de prestigio allá en Las Lomitas, el barrio en que vivíamos. Y en cambio mi madre trabajando de planchadora, o de sirvienta. Trabajos humildes pero al fin y al cabo en América, me dirá usted, pero yo le respondo: mejor cabeza de ratón que cola de león. Aunque ese dicho no pinta el cuadro completo, porque la verdad es que mi madre en América era cola, pero de ratón. Será por eso que yo me sentía más persona diciéndole mamá a Leonor de Nava, y hermanas a Caminaba y Patinaba, y por eso ya andaba medio en otra cosa cuando por fin me entregaron el tiquete de avión que me enviaba Bolivia para el reencuentro en América. Yo ya había cumplido los doce años, me había venido la regla, era la mejor alumna en la clase de inglés, tenía amigas a montones y aunque todavía no iba a fiestas con muchachos, practicaba pasos de merengue y salsa y era fan de Celia Cruz, de Fruco y sus Tesos, de Juan Luis Guerra y los 4.40, y me la pasaba alisándome el pelo con secador y cepillo redondo y luego colocándome por toda la cabeza rulos de los grandes. Y además me había enamorado de Alex Toro, un muchacho del barrio que se pagaba los estudios trabajando como mensajero nocturno en Drogas La Rebaja. Leonor preguntaba a los gritos desde el baño, ¿para qué otra botella de alcohol? O ¿quién toma tanta aspirina? O ¿quién compró más Merthiolate? Y había sido yo. Llamaba a La Rebaja y pedía cosas a domicilio, sólo para ver a Alex Toro. Él se echaba la carrerita en su bicicleta, me traía de regalo cómics de Condorito y yo le prestaba discos de Roberto Carlos, no era más lo que hacíamos pero a mí me parecía que eso era amor, el amor de mi vida, y por eso me cayó en reversa la gran noticia de que por fin América. Como le digo, no era que ya no soñara con Bolivia y con América. Pero ese sueño se me había ido volviendo justamente eso, un sueño. Un sueño lejano. Bolivia se me había convertido en algo así como la Virgen Santa, y América en algo así como el Cielo. Pero mi tierra firme eran Caminaba y Patinaba, Alex Toro, las clases de inglés, el club militar los fines de semana y la salsa y el merengue por la radio en las tardes, después del colegio.
A lo mejor tener un sueño y tener una decepción son la misma cosa, las dos caras de la moneda, el sueño que viene primero y la decepción que llega después. Y así gira la rueda, vuelta a empezar una y otra vez, del sueño a la decepción, de la decepción al sueño. Parece una tontería, pero toma años aceptar que en la vida no avanzas en línea recta sino que te agotas en círculos. Es el tipo de cosa que he tenido que aprender estando presa, porque aquí todo se ve intenso, más intenso que afuera, como cuando de niño te daban un cuaderno para colorear y en vez de pasar el lápiz así por encima, suavecito, te daba por reteñir, así decíamos, reteñir, y quería decir que mojabas en saliva la punta del lápiz para que el color saliera fuerte, brillante y parejo. Reteñido. Aquí en la cárcel las cosas se ven así, reteñidas. Aquí en Manninpox he venido yo a entender que si mi madre fue cola de ratón, mi papel en esta historia ha sido dar paso todavía más para abajo, hasta hundir a la familia en la categoría cagarruta de ratón.
Todas las mañanas a las siete, a menos de que llueva o te tengan en aislamiento, nos sacan a un patio interior que llaman O.S.R.U., Open Space Recreation Unit, no sé si usted llegó a verlo, creo que hasta allá nunca entró. Por arriba tiene cielo abierto, por abajo piso de cemento y sólo mide 42 × 15 pasos, contados uno a uno. En realidad un espacio putamente apretado para las 130 o 150 presas que lo compartimos, pero no importa porque ahí ves el cielo, un glorioso rectángulo azul, y te llega el aire, tus pulmones se inflan de aire libre y puedes respirar por fin. En invierno el patio amanece cubierto de nieve y es como un milagro caminar antes que nadie sobre esa alfombra intacta, tan blanca y blanda, tan resplandeciente y caída del cielo, y dejar ahí la huella de mis pies. Desde niña me fascina la nieve, que vine a conocer aquí, en América. Ya se lo he dicho, Colombia es trópico y en el trópico no hay invierno. A Bolivia le preguntaba por teléfono, siempre que me llamaba a casa de las Nava, dime, mamá, dime cómo es la nieve. Como helado de limón, me contestaba. Con todo y todo, desde la primera vez me llamó la atención ver a todas las internas dando vueltas alrededor de ese patio. Caminando rápido, rápido, en círculo, al pie de esos muros de piedra que las encerraban, usted ya sabe cómo es esto aquí, un ridículo castillo de Drácula con muros de piedra reforzada, sin una ranurita siquiera que te permita soñar con escapar. Y ahí estaban todas, cien o ciento cincuenta mujeres dando vueltas, unas detrás de las otras, de a dos en fondo, de a tres, en sentido contrario a las manealias del reloj, como sonámbulas atrapadas en su propio sueño. Aquello no parecía cárcel sino manicomio. Y sin embargo antes de una semana yo estaba en las mismas, también yo posesa por el afán de dar vueltas, sin poder detenerme siquiera a preguntarme para qué lo estaba haciendo. Es como si necesitaras quebrar el encierro. Lo que te empuja a caminar en círculos, creo, es la urgencia de salir de allí. Haga de cuenta un tigre enjaulado. Los animales en el zoológico, ¿los ha visto? Dan vueltas y vueltas pegados a la reja, circundando el espacio que los atrapa. Nosotras jamás podremos traspasar los muros de ese patio, a menos de que se derrumben por obra y gracia de unas trompetas como las de Jericó. A la mujer araña que logre trepar hasta arriba la esperan focos de luz y aullidos de sirenas, rollos de alambre de piras, enjambres de cuchillas y redes electrificadas que la van a chuzar, a tajar, a cortar en pedazos, electrocutándola y quemándola hasta que caiga de vuelta al suelo hecha un guiñapo. Por eso mismo damos vueltas, creo. Tal vez con esto de dar vueltas pegadas a los muros, lo que buscamos sea cercar lo que nos cerca, encerrar lo que nos encierra. Dicen que el que llega a una isla, tarde o temprano se empeña en darle vueltas. Lo llaman rock fetier. Nosotras también enfermamos de rock Zíwraquí adentro en Manninpox, y ahí nos tiene a todas, todos los días en lo mismo.
A lo mejor ya es hora de explicarle por qué me encerraron aquí. Claro que tanto como explicarle no va a ser posible, porque no acabo de entenderlo ni yo misma. Sólo puedo contarle que mi cadena personal de equivocaciones en América empezó cuando me enamoré de un policía. O cuando no me enamoré de él suficientemente, porque no voy a mentirle, míster Rose, enamorarme, no me enamoré. Como quien dice morir de amor, pues no, eso no me sucedió. Me pregunto si usted estará locamente enamorado de esa chica que atiende sordomudos; yo pensaría que sí por la manera como se refirió a ella, pero con los norteamericanos uno nunca sabe, tienen la maña de hablar como si estuvieran ante las cámaras, aquí no importa qué se diga, siempre y cuando se diga con una sonrisa y un have a nice day. Qué mal me cae el have a nice day. Ni te conocen, ni les importa un cuerno qué sea de tu vida, te puedes caer muerto delante de ellos y de todas maneras te sueltan el have a nice day con una sonrisa prefabricada.
Voy a poner el asunto de esta manera, para que en su novela sobre mí quede preciso: mi perdición fue casarme con Greg, ex policía, norteamericano, demasiados años mayor que yo. Trabajaba en mi empresa como celador diurno. O tal vez mi error fue quererlo, porque a Greg no lo habré amado, pero sí lo quise. En sus tiempos debió ser un cabrón, un hijo de puta de los que revientan a patadas a los latinos y a los negros, o a lo mejor no, nunca me quedó claro, en todo caso estaba reblandecido cuando la vida lo puso en mi camino, ya viejón y cascado, con una media sonrisa que era su bandera blanca, la que utilizaba para decir no más guerra, yo me rendí hace rato. Además era viudo, esa fue la clave, que el hombre era viudo, el tipo de viudo con aire de huérfano que parece suplicar que aparezca una buena mujer que se haga caigo. Tenía empaque de haber sido un toro, pero venía doblando la esquina y tiraba a buey cansado. Un tipo amable, créame, de barriga cervecera y zapatos negros siempre recién lustrados. Pero lo que me atrajo de él, se lo confieso aunque suene feo, es que era alto, blanco, angloparlante y rubio; bueno, rubio es un decir, rubio en sus buenos tiempos, porque últimamente andaba calvo. Me conquistó que se pusiera la cachucha azul y blanca de los Colorado Rockies para sentarse a comer, que le echara medio frasco de kétchup a todo y que creyera que si uno era colombiano, seguramente conocía a un amigo suyo que vivía en Buenos Aires. Alguien así era mi dream come trae, justamente lo que yo andaba buscando desde los tiempos en que masticaba Milky Ways soñando con América. Yo ya había tenido varios novios US latinos, más uno hondureño y otro peruano, pero esa sería la primera vez, en todos esos años, que un gringo-gringo se fijara en mí con propósitos serios, como diría Bolivia, o sea con otro interés aparte de cama y jarana. Póngase usted a pensar, míster Rose, lo que para una muchacha latina y pobre significa estar por una vez en la vida, ya no del lado de las minorías violentas y los superpredators, sino del lado de la ley y el orden y de los CSI special victims unit.
Un martes iba yo hacia la oficina con treinta y ocho encuestas diligenciadas, siendo que debía entregar cuarenta. Me faltaban dos y eso era un drama, porque sólo nos pagaban por trabajo completado, cheque a contra entrega de planilla llena. Antes de entrar, alcancé a encuestar por teléfono a un contacto, cosa prohibida porque toda encuesta debía hacerse personalmente y en el respectivo lugar de residencia, es decir que nosotras sólo elaborábamos encuestas presenciales, pero esa vez se trataba de una absoluta emergencia, por lo general yo diligenciaba bien mi trabajo, digamos que demasiado bien, nada de procedimientos rutinarios como hacía la mayoría de mis compañeras. Yo no, yo me empeñaba a fondo en cada entrevista poniéndole al asunto bríos de reportero y preguntando más de la cuenta, por chismosa, supongo, o porque me entusiasmaba con los cuentos de la gente. Le confieso ese pecado, me gusta meter las narices en las vidas de los demás, enterarme de lo que pasa en los dormitorios y las cocinas, bueno, y ahora, por las circunstancias, sobre todo en las celdas. Desde niña tengo la maña de inmiscuirme en las conversaciones privadas, trato de entender los sueños de la gente, y sus miserias, y me fascinan las historias de amor de la vida real y las sigo como si fueran telenovela. La cosa es que ese día ya había logrado yo conseguir una encuesta más, había completado 39, pero todavía me faltaba una para las 40. Entré al bar de la esquina a desayunar, un bar que quedaba justo en diagonal a nuestras oficinas, muy preocupada porque por primera vez iba a presentar un trabajo incompleto. Pedí café y tostadas en la barra, ¿y a quién veo? Pues a Greg, el celador. Ahí parado estaba el viejo con su taza de café en la mano, dándole trozos de sándwich de jamón y queso a su peno Hero, un animalito mutilado que era la mascota de todos nosotros, los empleados de la compañía. Greg es mi hombre, me dije, me lo está mandando el cielo, y me le acerqué, modosita, con el formulario de la encuesta. Nunca antes habíamos conversado, digo, aparte de darnos el have a nice day y de intercambiar tal o cual frase sobre la salud de Hero.
—Le pago otro sándwich a Hero si me respondes unas preguntas —le propuse.
—¿Sobre qué?
—Pues sobre tus hábitos de limpieza, sobre qué va a ser.
—No son muchos —me dijo, pero me fue respondiendo un punto tras otro con honestidad, casi con humildad, y así fue como empecé a conocerlo. Me contó que antes de entrar a la Policía no se duchaba diariamente.
—¿Semanalmente, entonces?
—Digamos que un par de veces a la semana. En cambio en la Policía me exigían ducha diaria con agua helada.
—¿Nunca te duchas con agua caliente, o tibia?
—Eso es para sissies, para mariquitas —me dijo, y a renglón seguido me confesó que no sabía nadar, de chico le había tenido terror al agua por haber crecido en Colorado, donde su padre era jornalero en las plantaciones de cebada cervecera de la Coor’s.
—¿Y qué tiene que ver?
—Tiene todo que ver, no había mucha agua por allá, y la que había se utilizaba para regar la cebada.
Además su madre opinaba que el agua era peligrosa porque abría los poros y por los poros abiertos se colaban al cuerpo las infecciones y las enfermedades. La señora sólo había tomado dos baños de cuerpo entero en toda su vida y se preciaba de eso, porque para ella la limpieza no era cosa de baño sino todo lo contrario, pensaba que si uno no estaba sucio no tenía para qué bañarse, y que alguna enfermedad inconfesable debían de esconder los que se bañaban tanto, porque de otra manera no se explicaba.
—Entonces según tu madre —le dije—, los más limpios son los que menos se lavan.
—Algo así.
—Dices que tu madre se dio dos baños de cuerpo entero. ¿Recuerdas en qué ocasiones?
—El primero, el día del bautismo, a los once años. En su pueblo natal bautizaban a los niños sumergiéndolos en el Dunaj.
—¿Y qué cosa es el Dunaj?
—El Dunaj, ¡el Dunaj! ¿Acaso no lo sabes, niña? El Dunaj es el río más grande del planeta.
—Para ríos grandes, el Amazonas. —Yo salí en defensa de lo mío—. El Amazonas, que corre por mi tierra. Pero a nadie se le ocurre meter a una niña en el Amazonas para bautizarla, se la tragan las pirañas. Dejemos eso así, cada quien tiene derecho a pensar que su propio río es el más grande. Dime más bien cuál fue el segundo baño que tomó tu santa madre.
—No lo sé. No recuerdo que me lo haya contado, en todo caso fueron sólo dos, de eso estoy seguro, se lo escuché decir varias veces. A mis hermanos y a mí nos lavaba por partes, pies y manos, cara, orejas y cuello, pero no nos metía en una bañera; eso según ella era para leprosos y enfermos de la piel.
—No te preocupes, Greg —le dije, porque me pareció notar congoja en su voz, como si esos recuerdos no fueran gratos.
En realidad no faltaba mucho tiempo para que yo descubriera que el problema no era sólo la madre. También el propio Greg, ya de adulto, era refractario al baño. Algunas de mis compañeras de trabajo se jactaban de que sus maridos se lavaban sus partes antes de hacer sus cosas en la cama, y se duchaban después. Ese no iba a ser mi caso: ni antes, ni después. Pero en ese momento todavía no me enteraba y empecé a aplicarle esa formula de consolación, que consiste en que cuando alguien te cuenta un episodio triste de su vida, tú le sales con otro todavía más triste de la tuya propia.
—A todos nos pasan cosas parecidas —le dije con golpecitos en el hombro—, mira que la tía Alba, Alba Nava, cuñada de Leonor de Nava, la madre de mis casi hermanas, era una señora rica, sin hijos, que vivía en una casa enorme.
—¿Quién vivía en una casa enorme?
—Pues Alba Nava, la cuñada de…, en fin, no importa, una señora rica allá en mi pueblo, yo nací en un país que se llama Colombia. En todo caso esta Alba Nava mantenía muy arreglada su casa enorme, con una pileta de azulejos a medio camino entre la sala y el comedor, una pileta para peces, sólo que dentro no había peces, ni siquiera agua. Permanecía desocupada toda la semana salvo los miércoles, el día en que mis medias hermanas y yo acompañábamos a Leonor de Nava a visitar a Alba, su cuñada. Entonces la pileta se llenaba, pero con nosotras tres.
—¿Cuáles tres? —preguntó mi Greg, que era de los que andan pensando en otra cosa.
—Pues nosotras tres, yo con Cami y Pati Nava, a las que llamábamos Caminaba y Patinaba, un chiste en español que ni trato de explicarte. A nosotras tres, las tres niñas, nos metían los miércoles dentro de esa pileta.
—¿En el agua, con los peces?
—Ya te dije que no había agua ni peces. Lo que quiero eme captes es que la tía Alba nos hacía meter ahí, en la pileta vacía, mientras duraba la visita. Para que no le ensuciáramos la casa, ¿capish? A la hora del té nos traía tres tallas de cocón y galleticas saltinas con mantequilla y mermelada, que teníamos que comernos ahí mismo, en la pileta, cuidando que ni una miga lucra a caer por fuera.
—Es una historia bastante triste —dijo Greg.
—Lo que te quiero decir es que es tan desagradable ser sucio como ser demasiado limpio.
La fórmula del consuelo debió surtir efecto, porque dos semanas después el hombre me estaba proponiendo matrimonio. Enseguida le respondí que sí, sin pensarlo dos veces, y a mí misma me dije, María Paz —sólo que no María Paz, sino mi verdadero nombre—, ya la hiciste, muchacha, y me autofelicité con palmaditas en la espalda, me dije have a nice day, María Paz i tu linda, coronaste al fin, te vas a casar con gringo y vas a entrar en América ahora sí de verdad, así que de ahora en adelante have a very nice day every fucking day of the rest of your life. Y es que mi madre había logrado llegar a América, pero nunca había logrado entrar en América. Violeta y yo crecimos en América, pero también para nosotras era como si nos hubiéramos quedado en la puerta, sin poder pisar ese hall enorme y luminoso que se abría unos pasos más allá. Habíamos llegado, pero todavía no estábamos. Porque llegar a América no es aterrizar en Phoenix Arizona o en Dallas Texas, ni terminar high school con honores y ni siquiera hablar inglés sin acento. América está escondida dentro de América, y para penetrar hasta allá no basta con la visa ni con la tarjeta Visa, con la green card ni con la MasterCard. Todo eso ayuda, pero no es definitivo. Para mí, Greg sí significaba el acceso por la puerta grande. Por fin iba a ser yo cien por cien americana. ¿Sabe lo que eso significaba en materia de papeles? Bolivia había logrado sacarla green card para ella, pero se la habían negado para nosotras, las hijas. Finalmente logró que a Violeta le regularizaran la situación, con el apoyo de un instituto de salud mental que dio fe de que la niña era autista y no podía ser deportada porque no podía valerse por sí sola. Pero yo me quedé por puertas. Bolivia quería hacerme pasar a mí también por emproblemada mental, pero no me dejé. Así que me comporté normal en las pruebas psicológicas y en la evaluación salió que yo no tenía nada. A Bolivia le habían dado su green card cuando la pidió por las buenas, pero los tiempos eran otros cuando yo solicité la mía, y me la negaron. Por eso tuve que usar papeles falsos cuando entré a trabajar de encuestadora de artículos de limpieza. Aquí es fácil conseguirlos, tal vez usted no lo sepa, pero el tráfico de documentos falsificados en Estados Unidos es un negocio multimillonario, el problema es que te pillan y vas a dar a la cárcel. Pero yo estaba salvada, el matrimonio con Greg me iba a dar papeles en regla y derecho a residencia y a trabajo. Me iba a casar con gringo, qué más podía pedir, me iba a casar con todas las de la ley y con blanco norteamericano.
Claro que después vine a saber que en realidad era eslovaco. Greg: eslovaco. De Eslovaquia, un país que yo hasta ese momento ni siquiera sabía que existía, y que todavía hoy confundo con Estonia y con Eslovenia. Greg era nacido en América, pero de sangre eslovaca. Su padre, ese jornalero de la cebada en Colorado: eslovaco. Su madre, esa señora que no se bañaba: eslovaca. Cómico todo, al fin de cuentas. Después de tanto sufrir por sentirme extranjera, vine a descubrir que si escarbas un poco, todo americano acaba siendo otra cosa, viene de otro lado, siente nostalgia de no sé qué pueblo en Japón, o en Italia, o de alguna montaña del Líbano. O de Eslovaquia. En cuanto a Greg, su mayor nostalgia era la kapustnica, una sopa típica de col fermentada, y su orgullo era saber prepararla como lo hacía su madre, y como lo había hecho su abuela, y antes su bisabuela, y de ahí hacia atrás hasta Eva. Greg y su kapustnica. Para mí una pesadilla, porque como le dije no me gustan las comidas raras, los revueltos con sorpresas, a ver con qué me sale esta vez la cuchara en esta pesca milagrosa, nada peor que esas sopas que son como el mar, turbias y llenas de bichos. Eso no va conmigo. Necesito saber exactamente qué me estoy comiendo, si es arroz, arroz, si son frijoles, frijoles. Porque mi lengua es un ser miedoso que se esconde en su cueva y que se aterra cuando lo enfrentan a sabores fuertes y a texturas raras. Todo el miedo que no tiene mi persona, lo tiene mi lengua. Me le mido a lo que sea, menos a un bocado que no reconozca. En eso andábamos a la par, Greg y yo; él también le tenía fobia a las comidas desconocidas y sospechosas, pero claro, a la kapustnica no la clasificaba en esa categoría, para él la kapustnica era lo máximo, lo único, la reina de las sopas y la octava maravilla. Alguna vez intenté preparar un plato típico de mi tierra sólo para que él lo probara, para que se enterara un poco de dónde venía yo. Le hice un ajiaco bogotano con todo y sus tres clases de papas, bueno, logré conseguir dos clases de papa en un mercado de productos colombianos y reemplacé la tercera, nuestra papa criolla, que es pequeña, amarilla y muy sabrosa, por la papa pálida y dulzona de Idaho, pero ni cuenta se iba a dar Greg, lo mismo le hubiera dado, y en vez de las guascas, que es una hierba nuestra que se le echa al ajiaco, le puse unas hojas de marihuana, también colombiana y más fácil de conseguir por acá que las guascas. Por lo demás, todo en orden y según la receta, la mazorca, el pollo, las alcaparras, la crema de leche y el aguacate. Cociné con emoción, casi con lágrimas en los ojos, se lo juro, es toda una ceremonia eso de preparar tu propia comida en tierra extraña, es algo patriótico, como cantar el himno o izar la bandera, sientes que eres tú misma, tus antepasados, tu identidad, lo que está hirviendo en esa olla. La cosa es que me pasé todo un sábado consiguiendo los ingredientes y luego la mañana del domingo preparándolos, y hasta me tomé el trabajo de explicarle a Greg que se trataba de un plato precolombino, y luego tuve que explicarle también qué cosa era precolombino.
—Es algo que nos viene de nuestros ancestros indígenas —le dije.
—Ya veo —asintió—. Algo azteca.
—Bueno, azteca no, no exactamente, haz de cuenta más abajo en el mapa, vas por Centroamérica y bajas hasta la América del Sur, ¿me sigues? Aunque te sorprenda hay tres Américas, la del Norte, la Central y la del Sur, y no sólo la del Norte, que es la tuya. Los aztecas son de México. Nosotros los colombianos somos chibchas. Yo, chibcha y no azteca. No es lo mismo.
—Pero casi —me dijo.
En todo caso mi ajiaco fue un fracaso. Greg apenas si lo probó, un par de cucharadas no más porque le vino un ataque de hipo, y me dijo cosas ofensivas que yo realmente no me esperaba, yo que siempre disimulo cuando se trata de su kapustnica, que me parece espantosa pero no se lo digo a la cara, y en cambio él es de los que van soltado de frente cada barbaridad, y me dijo que mi ajiaco era una comida muy primitiva, cómo le parece, míster Rose, el rústico del Greg diciéndole primitivo a lo mío.
—No es primitiva —quise aclararle—, es ancestral, que es distinto, así que respeta, ya te expliqué que esta sopa la venimos preparando desde antes de Colón, o sea desde los tiempos de los pueblos precolombinos, que en muchas cosas eran más avanzados que los europeos.
—¿Ah, sí? —me retó—. Dime una sola cosa en la que ustedes fueran más adelantados que los europeos, una sola, en sopas desde luego no. En Europa esto que preparaste sería un potaje de los que toman en invierno los campesinos pobres, cuando ya se les agotaron todos los alimentos y en la despensa no les quedan más que papas.
Hubiera podido argumentarle que las papas eran originarias de América, que sin América sus tales campesinos no hubieran podido comer ni siquiera papas, pero mejor me mordí la lengua para no revirarle, y eso que también hubiera podido preguntarle que si le parecía muy manjar de reyes su vulgar sancocho de coles fermentadas. Pero me refrené. En realidad siempre me refrenaba, para no provocarlo. Mi Greg era un tipo tranquilo, casi que aletargado, pero cuando se enfurecía, me soltaba su amenaza mayor. La sacaba a relucir con facilidad, como quien desenfunda: decía que haría que me quitaran la green card, porque gracias a él me la habían otorgado.
Con ese chantaje yo me apocaba, me volvía mansa, agachaba la cabeza y le aguantaba hasta que dijera que el ajiaco colombiano era asqueroso, porque en el fondo eso fue lo que dijo, que le producía un poco de asco, y lo que produce asco se llama así, asqueroso. Ya le digo, míster Rose, Greg era un tipo apacible pero había cosas que lo descontrolaban, y el tema de las comidas era una de esas cosas. No sé por qué la comida suscita tantas susceptibilidades, tal vez porque tiene que ver con lo que llevas por dentro, entre las tripas, y también con lo que cagas, es decir con lo que te recorre entera de la boca al culo, lo que te entra por el agujero de arriba y te sale por el de abajo, o sea lo que verdaderamente eres, hablando en plata blanca.
No se me preocupe, míster Rose, no crea que me estoy yendo por las ramas si me demoro contándole estas cosas, al contrario, por ahí vamos directo al punto que usted seguramente está esperando, la razón por la cual vine a parar a una cárcel en USA. Pensará que la kapustnica no tiene nada que ver, pero sí tiene. Tiene todo que ver, casi que está en el corazón del problema. Yo sé que usted no sabe por qué me metieron presa, lo sé porque en la primera clase nos preguntó a cada una nuestros nombres y nada más; dijo que lo que hubiéramos hecho o dejado hacer, o la razón por la cual estuviéramos ahí dentro, era asunto exclusivamente nuestro con la justicia. Eso dijo. Y añadió que en eso usted no llevaba arte ni parte y que no hacía falta que le aclaráramos nada. Y ya casi llego al grano. Por donde vamos, vamos bien, pero antes deje que le hable un poco de Hero, el peno que andaba con nosotros para todos lados, cuando no en casa, en el trabajo con mi marido. Mutiladito, Hero, como la Christina de la novela aquella. Malogrado de las patas traseras, igual que ella, porque según parece lo utilizaban para detectar explosivos plásticos en Alaska, donde todavía quedan independentistas que ponen bombas. Y los independentistas le explotaron las patas a Hero, que debido al accidente andaba en un carrito especial que le confeccionó el propio Greg, cuidando que le pesara lo menos posible y que no le hiciera peladuras en ningún lado. La parte damnificada de Hero encajaba bien en el carrito, que impulsaba con sus patas delanteras, y como si nada, nunca vi un peno más ágil ni más alegre, más enloquecido por correr detrás de la pelota, y aunque se la tiráramos cien veces, él siempre quería otras cien. De resto era sólo un perrito como otro cualquiera, qué quiere que le diga, de tamaño normal, supongo, antes de que lo volvieran medio perrito, y de tres colores, negro con amarillo y un poco de blanco en el hocico, y nosotros lo adorábamos. La Asociación de Protección de perros Policías Retirados lo había condecorado por servicios caninos a la patria y se lo había entregado en adopción al bueno del Greg, que quiso conservarle el nombre que traía desde Alaska, Hero, pese a que yo siempre fui partidaria de cambiárselo. No me quedaba claro que nuestro Hero hubiera peleado del lado de los buenos, sospechaba que los independentistas alaskanos podían tener algo de razón en sus reclamos, como los cuatro hermanos de Alisette, mi amiga portorriqueña, todos ellos combatientes de la causa Puerto Rico Libre. Y en cualquier caso, yo hubiera preferido para Hero un nombre sin tanta historia, como Tim o Jack, o a lo mejor Lucero. Así se llamaba el caniche toy de las Nava, Lucero.
Durante doce horas diarias, de ocho de la mañana a ocho de la noche, permanecían Hero y Greg a la entrada del edificio donde trabajábamos, requisando bolsos, pidiendo papeles, otorgando pases, siempre cordiales los dos, y bonachones. Greg y su perrito. El perrito y su carrito. Y yo, que me había desgastado anteriormente en unos cuantos amores tormentosos y de final destemplado, me dije a mí misma, María Paz, muchacha, es hora de pensarse mejor las cosas, este eslovaco no es ningún Adonis, ni tampoco es un americano auténtico, pero bastará con que te sea tan fiel como a su perro. ¿Quién era en realidad Greg? Para mí, siempre un enigma. ¿Un policía bueno? Pero ¿qué tan bueno? Nunca lo supe. Él juraba que no era racista, pero sí que lo era. Si veía a una blanca con un negro decía que debía de ser prostituta, y si veía a un negro manejando un auto costoso, opinaba que lo había robado. Y sin embargo se casó conmigo, que soy latina y morena. Por la iglesia, en una ceremonia en la que no faltó nada. Hubo sacerdote y monaguillos, azucenas, rosas blancas, torta de tres pisos, canapés variados, hot and cold buffet que incluía langosta, vestido de novia con velo y coronita de azahares, y hasta anillo de circonio que parecía de diamante. Porque Greg así lo quiso, yo nunca fui muy practicante, y en cambio él era tan católico que hasta colgó el crucifijo en nuestra alcoba matrimonial. Toda la fiesta la pagó él con el dinero de su jubilación, la iglesia, la recepción, la luna de miel en Hawái, hasta su propio atuendo pagó, un esmoquin azul rey con pajarita al cuello y faja de raso bien ajustada color vino tinto para disimular la panza, no sé si me entiende, y también mi vestido de novia salió del bolsillo de Greg, y el vestido de mi hermana Violeta, que sería la madrina, y hasta el de las damas de honor, cuatro de mis compañeras de trabajo. Bueno, como Bolivia no vivió para verlo, yo le había pedido a Violeta que fuera mi madrina. Pero al fin no quiso, a último momento se negó a asistir y nos dejó metidos con un vestido largo de shantung color almendra que le habíamos mandado hacer a la medida, compañero del mío, que no era en shantung sino en encaje pero también color almendra. Pero en fin, Violeta es capítulo aparte y requiere muchas explicaciones, así que de ella mejor le hablo más adelante, sólo tenga en cuenta desde ahora que ella es el corazón de toda mi historia. Pero por’ el momento sólo le digo que yo hubiera preferido casarme en un acto sencillo, definitivamente más privado; no crea que me sentía como un ángel de Charlie paseándome por las playas de Hawái con un viejo barrigón como mi Greg.
Nuestra relación empezó con todas las de la ley, porque así lo quiso él. Ya mí me convino, desde luego, porque después de tanta angustia y tanto esfuerzo, por fin lograba conseguir la ciudadanía americana. Póngase en mis zapatos. A partir del momento en que mi madre murió, la única persona que se hacía cargo de Violeta era yo, y a mí podían deportarme en cualquier momento. ¿Ahora sí entiende por qué faltó poco para que me arrodillara en el Apple Croimbi, la noche en que Greg y yo nos citamos ahí para ir después al cine, y él se sacó del bolsillo la cajita de terciopelo negro por fuera y raso blanco por dentro, haga de cuenta un ataúd en miniatura, y dentro de la cajita venía el circonio engastado en oro blanco? No sería de Tiffany’s, míster Rose, como le hubiera gustado a Holly Golightly, pero para mí como si lo fuera. Generoso siempre, mi pobre Greg. Tenía sus ahorros, el hombre. En casa nunca nos faltaba para la comida ni los servicios, y desde que nos casamos todos los meses pagábamos el alquiler por anticipado. Tampoco que fuera muy alto lo que teníamos que pagar; caraduras tendrían que ser para cobrar más, si el barrio es bien deprimido y el edificio bien deprimente, le estoy hablando de una de esas zonas del white Clee, mejor dicho por ahí hacía mucho que no se veía un carapálida, mi Greg era una rareza de museo entre tanto moreno, negro, mestizo y mulato, en realidad él siempre se sintió entre nosotros como mosco en leche, no veía la hora de que nos largáramos de ahí, solo estaba esperando que le saliera su jubilación para irnos al carajo, a ese pueblo de blancos pobres donde tenía su casa, donde la mosca en la leche iba a ser más bien yo. Lo que estoy tratando de decirle es que mi barrio era deprimido pero en serio. Con decirle que alguna vez, años atrás, el propio dueño quiso quemarlo para cobrárselo a la aseguradora, y se hubiera salido con la suya si los bomberos no se lo apagan antes de tiempo, y hasta el día de hoy el primer piso sigue deshabitado y con los muros ennegrecidos por la chamusquina. Pero mi apartamento era otra cosa. Entrar a mi apartamento era como llegar a otro mundo. Recién pintadito, acogedor, dotación completa de electrodomésticos, persianas en buen estado, tapete blanco. Mi apartamento yo siempre lo mantuve reluciente, Bolivia diría que como tacita de plata. Y Greg me colaboraba, tenía su caja de herramientas y siempre estaba pendiente de reparar cualquier daño. Lo último que alcanzó a hacer, mi pobre viejo, fue ampliar el barbecue de la terraza dizque para que cupieran más hamburguesas y más mazorcas, un detalle de su parte. Un detalle medio inútil, la verdad, porque nunca invitábamos a nadie, salvo a Sleepy Joe, y ese se invitaba solo. Lo que quiero que sepa es que hasta eso teníamos en mi apartamento, azotea con barbecue, diga si no es la propia American way of life, y además una vista esplendorosa desde allá arriba, creo que con binóculos hubiéramos podido divisar el Empire State. Bueno, lo que veías a ojo pelado era nuestro barrio extendido a todo el rededor, una visión no tan estimulante, ya le digo, un sector medio deprimidón, o deprimidón y medio, pero en todo caso teníamos barbecue. Sólo que nunca llegamos a estrenar la remodelación que le hizo Greg.
Tenía sus cosas, mi marido. Manías de ex policía, pero de ex policía católico. Pertenecía a una confraternidad de agentes retirados que se llamaba El Santísimo Nombre de Derramas. Así, tal cual, The Most Holy Ñame of Derramas. Allá me llevaba el primer domingo de cada mes a recibir la comunión y luego a desayunar con sus antiguos colegas, los policías católicos, y yo me sentaba ahí, callada, a escucharlos conversar sobre cómo había que actuar en la vida para no ofender el santísimo nombre de Derramas. Aparte de eso, tres o cuatro veces al año asistíamos a ceremonias nocturnas en las que ellos se premiaban los unos a los otros, por el valor, la constancia o el mérito. El mérito, la constancia o el valor. En esas ocasiones Greg se enfundaba su uniforme, que pese a las remodelaciones ya casi no le entraba, y yo me recogía el pelo en una moña y me vestía de largo. Las ceremonias culminaban en cenas bailables con fuegos artificiales en las que yo parecía la hija de la más joven de las parejas presentes, y Greg me exhibía, orgulloso. En verano asistíamos con la misma comparsa a un picnic conmemorativo en alguno de los parques nacionales, y eso era más o menos todo. Pero era obligatorio, no podíamos saltarnos esos rituales, mi Greg no perdonaba la hostia consagrada de los primeros domingos, ni los sándwiches en los parques nacionales, ni los canelones gratinados de las cenas bailables.
¿Por qué se casó conmigo, y no con una blanca? Primera respuesta, obvia: porque yo era joven y bonita. Dudo que una blanca joven y bonita hubiera encontrado estímulo en casarse con un tipo como él. Pero además le tenía terror a los cuernos y las blancas jóvenes le parecían muy putas. Y no era que tuviera mal concepto de las putas. Había pertenecido a una anticrime unit de policías vestidos de civil, de los que anclaban por la calle, infiltrándose. Los elementos más jodidos y descontrolados de toda la institución, digo yo, pero sólo se lo digo a usted, no lo hubiera dicho delante de Greg. Una sola vez fue rudo conmigo, él, que siempre se mostraba manso y delicado. Una sola vez, y por el motivo más inesperado. Debían de ser las ocho o nueve de la noche, yo estaba estirada en el sofá, viendo una película que acababa de alquilar en Blockbuster, y él llego a casa en plan amable, como siempre, preguntándome qué quería para la cena, porque como le digo, él era el que cocinaba. O sea, hasta ahí todo bien. Pero se le desfiguró la cara cuando se dio cuenta de cuál era la peli, una con Nick Nolte, que salía de bigotito y pelo engominado haciendo de policía maldito, Séf A se llamaba, ¿la recuerda? Nada especial, una trama demasiado enredada, yo hacía rato le había perdido el hilo y apenas miraba las imágenes, pensando en otra cosa. Bueno, pues Greg se abalanzó sobre el televisor para apagarlo, sacó) a la brava el disco y ahí mismo se fue a devolverlo a Blockbuster, gritando que no iba a permitir que esa cosa permaneciera un minuto más en su casa. Que a propósito, no era su casa sino mi casa, y todos los muebles eran míos, comprados por mí, empezando por el televisor; el único aporte suyo era el crucifijo, que yo me hubiera ahorrado, ese hombrecito ensangrentado y colgado de una cruz no era una visión estimulante. Y aquí se preguntará usted, míster Rose, por qué Greg no tenía casa propia pese a su pensión de policía retirado, más su sueldo de celador. Sí que la tenía, una casa de tres cuartos, dos baños, estudio, garaje y jardín en un pueblo cercano, donde según los planes nos iríamos a vivir en unos años, todavía no, no podíamos abandonar la ciudad porque en el pueblo no había trabajo y con la sola pensión de él no alcanzaba, sobre todo por la escuela especial, sumamente costosa, que yo le pagaba a Violeta, y además porque yo no quería dejar mi trabajo, ya le conté lo mucho que me gustaba. En todo caso, aquella vez de Q_ & A Greg salió dando un portazo con la película en la mano y yo quedé desconcertada. Ya después regrese’) con su personalidad de siempre, trayendo una pizza de Sbarros’ y unas Coor’s enlatadas. Mientras comíamos, me pidió disculpas y se justificó diciendo que no resistía la morbosidad de la gente que se goza las historias de policías malos.
—Piensan que un policía corrupto es muy divertido —dijo—. Celebran que los policías maten y se hagan matar. Son unos hijos de puta, esos directores de cine que se llenan los bolsillos hablando de sangre derramada, cuando ni siquiera saben a qué huele.
—¿A qué huele? —le pregunté.
—Tiene un olor metálico. Y a veces suelta vapor, como si conservara algo de ese calor de la vida que al cadáver ya se le escapó.
Pero lo que venía contándole, míster Rose, es que trabajando en su anticrime unit, Greg aprendió a valorar a las prostitutas. Me decía que habían sido sus mejores aliadas, porque eran las que verdaderamente sabían todo lo que ocurría en la calle, las que mejor conocían las redes y los manejos del hampa. Por eso las estimaba. Pero claro, no hubiera querido caer en las redes de una de ellas. Greg tenía en muy alta estima el sacramento del matrimonio, se casó por lo catódico con su primera esposa, de la que no sé mucho, y luego conmigo repitió la fórmula. Supongo que calculaba que las latinas, al ser tan católicas, éramos menos inclinadas a poner los cuernos, algo así debió ser, o quizá influyó que de niño creció) en una comunidad de hispanos. Claro que conmigo se equivocó). No porque lo engañara, no, ni pensarlo, aunque ganas no me faltaron.
Y alto ahí, porque le estoy mintiendo. La verdad es que yo sí engañé a Greg, míster Rose. Lo engañé de mala manera. A usted tengo que confesárselo aunque me duela, porque si omito el dato, no va a entender la que se armó después. Yo sí me acosté con mi cuñado. Y no una vez; mil veces. Ya está. Ya salió. Ya se lo dije. ¿Entiende ahora por qué dudaba yo del cuento de Corina, ese asunto de la violación? Pues porque yo sabía cómo era el desempeño del muchacho en la cama, me lo sabía de memoria y no tenía queja al respecto, sino todo lo contrario; por ahí no venía el problema. Y sin embargo ese asunto era un mal rollo, mala cosa andar con dos hermanos al tiempo, pésimo invento. ¿Y ahora sí comprende mis razones para querer traspasarle Sleepy Joe a Cori? Yo necesitaba librarme de él, míster Rose, sacármelo de encima, echarlo de mi cama para siempre antes de que volara mierda al zarzo. Todo ese enredo del adulterio ya me estaba pesando demasiado, vivía temblando del susto de que mi marido nos pillara, y eso era lo de menos, lo peor era la culpa que me comía viva. Pero sola no podía hacer nada, me derretía con sólo ver al buenón de mi cuñado, la decisión y la voluntad se me caían a los pies tan pronto el muchacho entraba por la puerta de mi casa. Tampoco me atrevía a contárselo a nadie, así que no se me ocurrió mejor idea que cederle el amante a mi amiga, a mi mejor amiga, como diciéndole sin decirle, sálvame, Cori, líbrame de este enredo, quédate tú con él. Evidentemente la cosa era un disparate, una pésima iniciativa de mi parte, y tal como era de esperarse, salió mal por todos lados. Primero aparece Corina con la historia de la violación, del palo de escoba, todo ese horror. Pero ¿cómo iba yo a creerla, si conocía de sobra a Sleepy Joe en la cama? Yo y mi cuñado. Mi cuñado y yo. Lo que teníamos entre los dos no era juego de niños, de acuerdo; era sexo del bravo, hot stuff mayores de veintiuno, full frontal nudity, alto voltaje, pornografía, como quiera llamarlo; todas las posiciones y las trasgresiones, todo lo que quepa imaginar. Pero pese a los berrinches y el pésimo genio de Joe, nuestra relación de catre siempre se había mantenido dentro de los límites de los derechos humanos, por así decirlo, y de la violencia consentida y moderada.
A Sleepy Joe el episodio del blind date con Cori lo puso frenético, y le desató la locura furiosa que ya de por sí cargaba por dentro. Greg me contó, meses después, que era justamente eso lo que discutían en eslovaco en el restaurante aquel. Joe le echaba en cara la falta de respeto hacia él, el insulto, la indignidad, quién sabe qué más. Qué crees que soy, le gritaba a Greg, y mientras tanto Cori y yo ahí sentadas, justo enfrente, sin sospechar siquiera que éramos las causantes de la gresca. Qué crees que soy, ¿un pobre prostituto?, gritaba Sleepy Joe, ¿crees que me entrego a cualquiera?, ¿ah?, dímelo a la cara, hermano, ¿eso es lo que crees? Armó) todo un numerito. Pobre mi Greg, que tuvo que aguantárselo. Afortunadamente se pelearon en eslovaco; eso nos dejó por fuera a Cori y a mí, que seguimos con la ginebra en las rocas como si nada. Tarde vine yo a enterarme de que a Joe lo había ardido y humillado todo el asunto. Supongo que no le cayó bien que yo, su novia, dispusiera de él, endosándoselo a otra. Me hubiera gustado explicarle esto a Cori, disculparme con ella, conversar estas cosas a las claras, confesarme mi sucia maniobra. Pero ya se había ido para Chalatenango y no me había dejado su dirección. A lo mejor el maltrato a Corina fue la forma que encontró Joe para cobrarme la mala pasada. Tal vez fue su venganza contra mí. Mucho más cruel la venganza que la ofensa, tal como cabía esperar de Sleepy Joe, para quien no vale la ley del ojo por ojo y diente por diente. Por un solo diente que le tumbes, te baja todos los tuyos de un puñetazo y te saca los dos ojos con un lápiz. Y todavía cabe una pregunta más. ¿Por qué esa manera indirecta de hacerme saber que estaba lastimado? Por orgullo, seguramente. Y porque así es él, Sleepy joe, lleno de rencores y de mensajes cifrados.
Desde el propio día en que empecé con esto del adulterio, desde ese mismísimo día anduve buscando la manera de ponerle fin. Haga de cuenta, míster Rose, que usted dispara dos flechas al mismo tiempo y en sentidos opuestos. Así andaba yo, atrapada en la infidelidad y al mismo tiempo aborreciéndola. Quería zafarme y no podía, y cuanto más lo intentaba, más amarrada quedaba. Mi pasión por mi cuñado iba creciendo al tiempo con mi arrepentimiento. Al inicio de todo esto, Greg era mi principal motivo para tratar de acabar con Joe. El temor de que Greg se diera cuenta. El estallido de Greg, si llegaba a enterarse; el fin de nuestro matrimonio; la pérdida de la green card; la pelea a muerte entre los hermanos; el juicio final. Pero después de lo sucedido a Corina, mi principal motivo para querer acabar con Joe pasó a ser el propio Joe, que siempre me había inspirado un poco de miedo, pero a partir de ese momento, ese miedo se me fue volviendo pánico. Porque yo conocía bien a mi cuñadito en la cama, y es cierto que podía dar fe de sus habilidades, pero también de su ladito perverso.
Si Greg se equivocó conmigo, fue porque no le resulté muy católica que digamos. Y fiel sí que menos. Todo lo contrario de su primera esposa, de quien no sé casi nada, porque a él poco le gustaba hablarme de ella. Sólo sé que aceptó usar la argolla de oro blanco que había pertenecido a su suegra, misma que años después Greg me daría a mí, el día de nuestro compromiso, con la añadidura del circonio engastado; misma que me quitaron aquí en Manninpox cuando me enchiqueraron, y no me la han devuelto. No que me haga falta, la verdad sea dicha. Aquella joya no era del todo mía; cuando me llegó, ya había pasado por demasiadas manos.
¿De qué otra cosa rara puedo hablarle yo a usted, qué otras señales que hubieran hecho prever lo trágico del desenlace? Bueno, en casa había armas, pero en qué casa de ex policía no las hay. Unas cuantas pistolas, o serían revólveres, no las diferencio y en todo caso nunca las toqué, ni siquiera reparé en ellas. Greg las mantenía bien aceitadas y eran su orgullo porque, según decía, habían sido sus armas de dotación. Le encantaba ojear catálogos de armamento y estaba suscrito a varias revistas que leía en el baño, pero no Playboy ni Penthouse ni por el estilo, a mi Greg lo entusiasmaba otra cosa. Se encerraba en el baño con Soldier of Fortune, la biblia de los mercenarios, o con Corrections Today, el abe en materia de innovaciones en seguridad carcelaria, lo sé porque él me las mostraba, quería que compartiera su entusiasmo, y es que al fin y al cabo ese era su mundo, sus suvenires del oficio, sus nostalgias de juventud. Sus cosas. Cada quien tiene las suyas. Y yo a Greg se las respetaba porque era un buen hombre. Digamos que un hombre que sentía por mí un amor ansioso, desbordado, propio de viejo por mujer mucho más joven. Me consentía como a una hija y yo me dejaba consentir, aunque me asfixiara un poco su exceso de afecto. En relaciones anteriores con hombres de mi edad ya había conocido yo suficientes desplantes, y el amor de Greg me resultaba un oasis. Y después de su muerte, si es que está muerto, vengo a darme cuenta de que vivir con él fue un privilegio, porque es el único hombre que me ha querido en serio, o que me sigue queriendo, si es que está vivo. Salvo esa tontería que le cuento de Q & A, la pelea por esa película, nunca tuve un contratiempo con Greg. Las cosas marcharon bien desde que nos casamos, hasta la noche de su cumpleaños número cincuenta y siete.
Y vuelvo a la kapustnica. Una noche a mediados del otoño, Greg y yo preparábamos la cena en casa, una cena muy especial porque era su cumpleaños. Cincuenta y siete años cumplía. Mejor dicho la cena la estaba preparando él, porque él cocinaba, yo no, y además ese día yo había tenido que trabajar en el otro extremo de la ciudad y estaba regresando tarde, muy formal y cumplida con ramo de rosas en una mano y un sixpack de Coor’s en la otra. Quedé agitada después de subir los cinco pisos del edificio, porque vivimos en el último y sin ascensor, y al entrar al apartamento Hero me salió al encuentro y como siempre empezó a darme vueltas alrededor. Usted no sabe, míster Rose, cuánto extraño a mi peno Hero, si al menos me dejaran traerlo sería más llevadero este encierro. Tengo que contenerme para no llorar cada vez que escribo sobre Hero. Pero vuelvo a esa noche. La noche de mi mal, como dice la canción. Tan pronto entré al apartamento, me envolvió la nube, el vaho y olor que salía de la olla de la kapustnica, que llevaba horas hirviendo; Greg se había tomado el día libre para dedicarse a eso. Los vidrios de la casa estaban empañados, aquello era un baño turco de col fermentada, y en medio de un rimero de ollas sucias estaba él, parado frente a la estufa, con el cucharón en la mano. Llevaba puesto el mandil que usaba para cocinar platos especiales y se veía cómico, se lo juro, hasta ternura me dio verlo así, de cachetes colorados, el poco pelo que le quedaba todo sudado y la panza forrada por el mandil, que era de esos que tienen pintados dos círculos arriba y un triangulito más abajo, simulando las tetas y el pubis de una chica curvilínea. Greg se ufanaba de su mandil, le parecía un chiste estupendo, un golpe de ingenio a la altura del gremio selecto de los machos aficionados a la culinaria.
Me gusta imaginar que usted cocina, míster Rose, y que prepara para su chica platos antiguos de su tierra, o de la tierra de sus padres, o de sus abuelos. Como aquí no tengo acceso a internet, no he podido averiguar nada sobre el origen de su apellido, Rose, pero me gusta creer que es de un país lejano donde las rosas se dan salvajes, y donde sus abuelos sabían preparar una sopa espesa de puerros con papas, o un cabrito al horno con romero; un país que ellos debieron abandonar en barco porque la guerra y el hambre habían acabado con los puerros, las papas y los cabritos, sólo quedaban las puras rosas y de eso no se alimenta nadie, y por eso imagino que cuando usted le prepara a su chica la sopa de papa, o el cabrito al horno, lo hace en memoria de sus abuelos y adorna la mesa con un vaso de rosas. No sé, me gusta imaginar eso, ya sabe, aquí hay tiempo de sobra para echar globos.
—Hi, sweetheart, qué bueno que llegaste —me gritó Greg desde la cocina la noche de su cumpleaños, y se notaba que de veras se alegraba de verme, siempre se alegraba de verme, el bueno del Greg, y me decía así, sweetheart, y a mí me sonaba a película de Sandra Bullock. De vez, en cuando ponía voz temblorosa para cantarme una viejera de canción de un tal Nelson Eddy, según me explicaba, y que decía sweetheart, sweetheart, sweetheart, así, por partida triple, porque a veces trataba de ser romántico, mi Greg.
—La kapustnica está casi lista y es una obra maestra, me quede) como nunca —me dijo—, y eso que no pude conseguir chorizo de Cantimpalos, el mejor sustituto que he encontrado por aquí, tuve que comprar uno ordinario pero ni se nota la falta del Cantimpalos, ven acá, sweetheart, prueba y verás. ¿Y? ¿Mejor con el Cantimpalos, o mejor así? En fin, qué le vamos a hacer. Algún día te llevaré a mi país para que pruebes la kapustnica con chorizo del nuestro, del auténtico chorizo ahumado de mi tierra. Mientras tanto a conformarse. Dale, sweetheart, la mesa, ve a poner la mesa, ¿te acordaste de traerme la cerveza? Bien, entonces saca las copas, para que le hagan honor a esta kapustnica prodigiosa.
—¿Cerveza en copas, Greg? Qué basto.
—Y para qué tenemos copas, entonces, si nunca las usamos.
Cerveza en copa de vino, chorizo de Cantimpalos, chorizo ahumado o concha su madre, a mí me daba lo mismo, y si quiere que le diga la verdad, míster Rose, por mí mejor sin chorizo de ninguna clase, y sin col, ni costillas de marrano, ni cebolla blanca ni ajo, pero claro, eso no fue lo que le dije esa noche a Greg. Por fortuna no se lo dije, al menos murió convencido de que yo apreciaba sus esfuerzos culinarios.
—¿Viene Sleepy Joe? —le pregunté. Sleepy Joe, como ya le expliqué, es el hermano menor de Greg—. ¿Le pongo plato en la mesa?
—Sólo dos puestos —respondió Greg—, uno para ti y otro para mí, y el platón de Hero.
—Ni se te ocurra darle kapustnica a Hero, ya sabes que le suelta el estómago —le advertí mientras arreglaba las rosas en un florero.
—Le doy un poquito, nada más. Para que la pruebe. No le pongas plato a Sleepy Joe, siempre jura que viene y al final nos deja metidos —me dijo mientras se limpiaba las manos, restregándolas en el par de tetas pintadas en el mandil.
Esa es la última imagen de Greg que conservo en la memoria.
Le di un trozo de queso a Hero, lo subí a la azotea para que se echara la última meada del día, lo liberé de su carro, volví a bajar con él cargado en brazos y lo deposité en su cama favorita, que era por supuesto la nuestra. Luego pasé a la sala comedor y estaba sacando de su caja las copas de cristal, el regalo de bodas que me había dado Socorro, la mejor amiga de mi madre, cuando escuché que sonaba el teléfono y que Greg tomaba la llamada desde la cocina. Unos minutos después, sentí que a mis espaldas se ponía la chaqueta y abría la puerta de entrada.
—¿Adónde vas? —le pregunté sin voltear a mirarlo.
—Acaba de llamar Sleepy joe.
—Le pongo plato, entonces.
—No, sólo quiere que baje un momento.
Imaginé que Sleepy Joe quería darle un regalo de cumpleaños a Greg, o al menos un abrazo. No me extrañó que prefiriera no subir, últimamente las cosas andaban un poco tensas entre ellos, y aunque por lo general no peleaban en casa, por evitar hacerlo delante de mí, yo sabía que afuera se engarzaban en discusiones cada vez más frecuentes. Bueno, a veces también lo hacían en casa, pero en eslovaco, así que no me pregunte de qué iba la cosa, porque yo no entendía nada. En todo caso Greg quedaba molesto y agitado después de esas peloteras, pero yo no lograba arrancarle palabra y me quedaba sin saber qué había pasado.
—¿Por qué pelean? —le preguntaba, medio temiendo que yo fuera la causa.
—No te preocupes —me decía—. Es un viejo pleito familiar, un asunto de una herencia, allá en Eslovaquia. Algún día habrá que ir a reclamarla y entonces vendrás conmigo, será nuestra segunda luna de miel.
Yo no tenía ningunas ganas de ir a Eslovaquia, me la imaginaba helada y desolada y perdida en el pasado de los tiempos, y en todo caso me resultaba mejor mantenerme al margen de esas trifulcas. Son pasajeras, pensaba, cosas de hermanos. Al fin de cuentas ellos dos se querían, no podían vivir el uno sin el otro, y hasta tenían la costumbre de rezar a dúo, también en eslovaco, o a lo mejor en una lengua todavía anterior, porque entonaban lo que a mí me parecían cánticos antiguos y venidos de lejos, cómo le dijera, más guerreros que religiosos, o al menos así me sonaban. Lo hacían todos los días a las 6 en punto de la madrugada. El ángelus que llaman, y que según me explicaron es la celebración del misterio de la encarnación. Tremendo misterio, para mí pavoroso, según el cual Dios, arrepentido de los errores que ha cometido en la creación, se encarna y se hace hombre, baja a la tierra para sufrir como cualquier humano, para conocer en carne propia el sufrimiento que él mismo les ha impuesto a los humanos y para ser humillado y azotado y torturado en una cruz de una manera atroz, o sea para echarse encima un sufrimiento todavía peor que el de cualquier humano, al fin y al cabo Dios es Dios y su dolor es infinito porque es divino. Vaya misterio. ¿Y por qué no más bien, si todo lo puede, por qué no en vez de hacerse hombre, no vuelve dioses a sus criaturas, le ahorra a todo el mundo el sufrimiento y se lo ahorra a sí mismo? Eso le preguntaba yo a Greg, y Greg me respondía, no pienses tonterías, niña, sin sufrimiento no hay religión y no hay religión), sin sufrimiento. En fin. Misterio es misterio y no hay quien lo resuelva. En todo caso los dos hermanos rezaban en la azotea, nunca adentro del apartamento, que es pequeñito y de techos bajos, digamos que acogedor pero apretujado, porque según Greg, la azotea era una catedral con el cielo por bóveda. Así decía mi Greg, que a veces soltaba frases bonitas, no sé de dónde las sacaba. Una catedral con el cielo por bóveda. Y no le faltaba razón. Cuando estás arriba, en la azotea de mi edificio, te parece que te sopla en la cara un viento venido de otros lados, es como si te salieras de este barrio desolado, lo miraras desde arriba, y aunque sólo son cinco pisos de altura, pudieras verlo pequeñito, allá abajo, porque aquí arriba tú estás en otro mundo, y te escapas a soñar con ciudades lejanas y desconocidas, a soñar con que ves las estrellas aunque en realidad no las veas, y te llegan el olor del monte y el ruido del mar, digo, aunque no sea cierto puedes soñar con eso, con que tu vida se hace grande y se hace libre, sin un techo que te aplaste ni unas paredes que te constriñan. Creo que por eso la azotea era el lugar preferido de mi hermana Violeta, el único que la serenaba, y también el lugar que Greg y Joe utilizaban para rezar su tal ángelus cada madrugada y luego todos los santos días durante la Semana Santa, Greg llevando la voz cantante por derecho de primogenitura y joe haciéndole el responso. A mí en realidad eso no acababa de convencerme. Los vecinos van a pensar que aquí vivimos puros musulmanes y nos van a mirar con desconfianza, les advertía a los hermanos, pero es que aparte de sus rezos y sus cantos hacían sonar una campanita como de escuela, y yo temía que fueran a despertar al barrio, y para colmo prendían velas y quemaban sahumerios. Pero ni caso me hacían, mis advertencias les entraban por un oído y les salían por el otro. Seguían en lo suyo como si nada, fidelidad a sus tradiciones por encima de todo, cada día a las seis en punto de la mañana, llueva o truene, porque ellos a sus oraciones les ponían mucha pasión, como también a sus trifulcas. Aunque más Sleepy Joe que Greg. Greg era un tipo domado por los años, en cambio Joe es un exaltado, o como dicen en los noticieros, un fundamentalista. Cuando discute parece dispuesto a matar y a morir, y cuando reza…, cuando reza es todavía peor. Siempre he sentido desconfianza hacia las gentes demasiado piadosas y rezanderas, esas que adoran a Dios por encima de todas las cosas. Me producen escalofríos los que se arrodillan y besan el suelo, los que se flagelan, los que se arrastran y se sacrifican por el Señor y veneran a sus santos y sus ángeles. Sleepy Joe es uno de esos, y cuando le entra la ventolera se transforma, le sube una fiebre fría y se vuelve otra persona. Así es él, un tipo violento y místico que sabe combinar ambas cosas sin ponerse colorado. Quiero decir que cualquiera de las dos le nace espontáneamente, y a veces las dos al tiempo. Greg no era tan así. Compartía fanatismo religioso con su hermano, eso desde luego, y hacían planes para ir juntos al santuario de la Virgen de Medjugorje, me refiero a esa clase de fanáticos anticuados, pero al menos Greg al rezar no ponía la misma cara de loco trasfigurado. Joe sí, y sé por qué se lo digo, ya le confesé que lo he visto hacer ambas cosas, fornicar y rezar. Y dormir y buscar pleito, eso también, porque sin duda el hombre tiene su bipolaridad, pero sobre todo es aficionado a dormir, eso es lo suyo, dormir desde que amanece hasta que anochece. En realidad creo que en esta vida no hace mucho más. A mí me da miedo verlo cuando le entra el arrebato místico, se lo juro, míster Rose. Imagínese un tipo de aspecto ruso, musculoso todo él, con sus tatuajes raros y su camiseta arremangadita, de piernas como de piedra, áspero de arriba abajo, de olor ácido, haga de cuenta Viggo Mortensen en Promesas del Este, así de recio y de buenotote, como quien dice pavorosamente masculino, demasiado tal vez, y también demasiado blanco, de un ario agresivo, no sé si me entiende, y ahora imagíneselo reconcentrado, en éxtasis, rezándole rosarios en eslovaco a la que llama Santísima Virgen María, madre y señora, reina de cielos y tierra, que es como decir su propia madre pero potenciada a la enésima, todavía más temible y poderosa que su madre y enorme como el universo. Si viera al Sleepy cuando anda en ese trance: se le saltan las venas del cuello, la piel se le eriza y se le voltean los ojos, como a un epiléptico. Bueno, tanto no, pero casi. Venas saltadas, ojos en blanco y un estremecimiento por todo el cuerpo: así de recalcitrante es su devoción. Ya le digo, así fornica Sleepy Joe, así discute y así ora, y da como miedo mirarlo cuando está en cualquiera de esas tres cosas, siempre como al borde de algo más, siempre a un paso del berrinche bipolar.
Greg lo quería con amor de padre, en el buen sentido y en el malo. Lo mimaba demasiado y le soportaba desplantes, y al mismo tiempo lo sermoneaba a toda hora y por cualquier cosa, como si fuera un menor de edad. Recuerdo el descontrol que le entró a Greg un domingo en que regresábamos de misa y encontramos a Sleepy Joe sentado a la mesa de la cocina y jugando con el chuchillo de la carne, pasándolo con la mano derecha por entre los dedos de la izquierda, rápido, rápido, chuzando la mesa con la punta del cuchillo entre dedo y dedo, cada vez más rápido, y justo cuando Greg le ordenó que dejara ese maldito juego, a Joe le falló el tino y se cortó. No mucho, pero alcanzó a salpicar de sangre la mesa y Greg le gritó imbécil, le gritó tarado, qué no le dijo esa vez, me dañaste la mesa de la cocina, pendejo de mierda, le dijo, mira cómo la dejaste con ese cuchillo, llena de agujeros. Y mientras tanto el otro callado, chupándose la herida que se había hecho entre el anular y el meñique.
Estos dos se pelean mucho porque se parecen mucho, pensaba yo y lo sigo pensando; supongo que Greg se hizo policía como hubiera podido hacerse criminal, y que joe se volvió un bueno para nada de la misma manera en que hubiera podido hacerse policía. Pero no, no estoy siendo justa con Greg, que es un tipo tranquilo, y en cambio Sleepy Joe carga una rabia por dentro que se lo come vivo y se le sale hasta por las orejas. Siempre he creído que si no es asesino en serie, es por pereza: prefiere echarse a dormir y evitarse el esfuerzo. Nos decía que era camionero y aunque yo nunca le vi el camión, no tenía verdaderos motivos para dudar de su palabra, como no fuera por lo del sueño. Si de veras fuera conductor, ya se habría destutanado en alguna carretera por caer profundo sobre el manubrio. Cuando recién me casé y Greg se mudó a mi casa, Sleepy Joe empezó a visitarnos con frecuencia, cenaba con nosotros y se quedaba a dormir en el sofá de la sala. Por lo general dormía casi todo el día. Se echaba sus cervezas, eructaba largo y sonoro, como un bebé satisfecho, se despatarraba en el sofá de la sala frente a la tele y quedaba tan profundo, durante tantas horas, que parecía que se hubiera muerto. Un muerto espléndido, la verdad sea dicha. Yo aprovechaba su sueño para observarlo, la cara medio oculta bajo el brazo doblado y expuesto el cuerpo poderoso, apenas mecido por la respiración. Un joven león en la mansedumbre del reposo. Claro que Greg lo veía de otra manera. Opinaba que Joe había sido desde niño la clase de persona que si no está rabiando y maldiciendo es porque está dormido, y si no está dormido es porque está tramando alguna maldad contra alguien. En el fondo yo lo sabía, no puedo afirmar que no me diera cuenta, pero no lo decía en voz alta; si se me hubiera escapado, Greg hubiera salido inmediatamente en defensa del hermano.
—Déjalo, es joven —lo justificaba—, puede tomarse la vida con calma.
Después de los rezos de las seis, Sleepy Joe dormía la mañana entera, hacía un receso para devorar lo que hubiera en la nevera, volvía a dormirse hasta la media tarde y ya luego permanecía despierto hasta que el cielo aclarara de nuevo, porque, según él, hombre precavido no debe dormir a oscuras. Para mí que era miedo físico, creo entender que en la oscuridad se le paralizaba el corazón y que no se atrevía a cenar los ojos para que no lo acogotaran vaya a saber qué fantasmas. Alguna vez se lo dije, Joe, tú matas la noche con el ruido de la tele para no sentirte solo, y él debió) responderme con alguna de esas cochinadas que soltaba con su boca morada, y no estoy exagerando, tenía las encías y los labios morados, idénticos a los de Greg, los dos hermanos eran esa clase de gente que va por ahí con las encías visibles y los labios gruesos y amoratados, mejor dicho con demasiada boca en medio de la palidez de la cara, una boca que se te impone aunque tú no quieras mirarla tanto, y en todo caso puedo imaginármelos a los dos de niños, allá en Colorado, compartiendo cama con los demás hermanos como sardinas en lata, Greg dormido como un bendito y Joe en cambio terriblemente despierto, un eslovaquito con los ojos abiertos bajo unas cobijas burdas y carrasposas, contando el paso de los miles de minutos y millones de segundos que faltan para que amanezca, sin atreverse a llamar en su auxilio a su madre, esa señora que no los bañaba y que a la primera luz del día los sacaba al patio, en verano o en invierno, vestidos o en calzoncillos, para que la acompañaran rezando el ángelus. O a lo mejor era ella la propia fuente del pánico, la pesadilla era ella, la madre, bien puede ser, yo al menos me alegro de no haber conocido a esa suegra y me produce escozor tener que usar la argolla matrimonial que fue de ella.
La cosa es que, cuando estaba en mi casa, Sleepy Joe se preparaba para sus desvelos nocturnos apertrechándose de latas de cerveza Coor’s, Marlboro light y unos caramelos mexicanos muy picantes que comía por cantidades, según él para dejar de fumar. Se llamaban Picalimón y venían envueltos en unos papelitos rojos con verde; al regreso del trabajo no me quedaba difícil adivinar si Sleepy Joe había estado de visita, me bastaba con ver los ceniceros repletos de colillas y los papeles de Pica-limón regados por el suelo.
—Comes docenas de esos Pica-limón para dejar de fumar —le decía yo—, pero sigues fumando como un demente.
—Como Pica-limón para dejar de fumar y fumo para dejar el Pica-limón —me respondía con sorna y me echaba una de esas miradas que solía echarme, unas miradas lentas, pastosas, que se me quedaban pegadas al cuerpo.
Desde la media tarde hasta la madrugada, Sleepy Joe dejaba el sofá, que según él estaba recalentado, para apoltronarse en la mejor silla, una reclinomatic imitación cuero que daba masajes. Prendía el televisor y no se quitaba las botas al apoyar las patotas sobre una mesita de vidrio que yo había conseguido para la sala.
—Vas a quebrar la mesa, cerdo —lo retaba Greg—. Al menos quítate esas botas, tíralas a la basura, andar con botas de cocodrilo es cosa mafiosa.
Yo en cambio no le decía nada, para no molestar; me gustaba que Greg supiera que hacía lo posible para que el ambiente en casa fuera amable. Le soportaba casi todo a Sleepy Joe; lo único que me sacaba de quicio era que le diera Pica-limones a Hero. El pobre perrito empezaba a toser, a echar baba y a hacer unas muecas como de vampiro, arrugando la nariz y mostrando todos los dientes. Yo corría a darle pan para que se le pasara el picor, mientras Sleepy Joe se doblaba de la risa.
—¿Qué te ha hecho el animal para que lo atormentes así? —le reclamaba yo.
—¿Qué me ha hecho? —respondía él, con los ojos llorosos por las carcajadas—, ¿qué me ha hecho? Pues pasar con su puto carro por encima de tu alfombra blanca, le tienes prohibido que ensucie tu alfombra y no hace ni puto caso, lo castigo por eso, bien merecido lo tiene, y además me río de él un buen rato, qué hay de malo en reírse un rato.
—Tú les tienes miedo a los perros y por eso les haces daño, eso es lo que pasa, que eres un cagón, en el fondo no eres más que un niño asustado, hasta Hero te mete pánico…
—A esa mitad de peno de porquería yo no le temo, lo detesto. Ese bicho tendría que estar muerto. Lo que me da es hueva, ¿entiendes?, me aburre sobremanera que ande por ahí con medio cuerpo apenas. ¿Qué se creen Greg y tú? ¿Muy samaritanos? ¿Acaso no ven que es una payasada querer salvarlo, porque el pobre preferiría estar muerto? Cuando ese animal te mira así, fijo y a los ojos, te está rogando que acabes con esa mitad que por error quedó viva. Un día de estos lo voy a liquidar de un manotazo.
Y lo peor era que Sleepy Joe no hablaba por hablar, había algo en el tono de su voz, o en la expresión de su cara, que te hacía pensar que de verdad creía en todas esas barbaridades. Siempre me llamó la atención su odio hacia los más débiles. Simplemente los aborrecía, a lo mejor porque le hacían de espejo. A Sleepy Joe lo conocí en un restaurante, donde Greg lo citó precisamente para presentarle a su novia, a la mujer con quien se iba a casar, o sea a mi persona. Y así, a primer golpe de ojo, me pareció rabiosamente guapo pero medio soso. El tipo que según mi marido iba a ser mi cuñado me pareció un fanfarrón, me chocó su manerita de mirar para otro lado en actitud sobrada de mero macho que no se quita el sombrero, como haciéndote el desplante de yo a ustedes me los trago enteros y escupo la pepa. Y para colmo no habló casi, y cuando habló, fue sólo con Greg y en eslovaco. En todo caso esa vez no logró causar en mí una buena impresión. Como le dijera, me pareció un tipito guapito y cabeza hueca, no más que eso, y ahí hubiera quedado la cosa si al salir los tres del restaurante no hubiera conocido el otro lado de su personalidad. Por ese entonces las calles se habían inundado de homeless, había haga de cuenta una epidemia, homeless dormidos en los andenes, homeless borrachos, homeless tocando la armónica o pidiendo limosna. Entonces se nos acercó uno particularmente desbaratado, sin dientes, apestoso, una cosa apenas viva y sin dignidad, mejor dicho una piltrafa, alguien a quien la vida le había galopado por encima dejándolo hecho trizas. El infeliz se hacía el payaso y llevaba un cartel que decía, Kick my ass for one dollar. Greg y yo le pasamos de largo tratando de no mirarlo, y en cambio Sleepy Joe se le fue derecho, a negociarle la patada por medio dólar. Te doy cincuenta centavos, basura, no mereces más. Así le dijo. El pobre hombre aceptó el trato, agarró sus monedas y se agachó, todavía riéndose, o haciéndose el que reía, y entonces Sleepy Joe le propinó en el culo un patadón brutal, totalmente desproporcionado, que lo tiró de cara contra el asfalto. Greg y yo ya íbamos como a media cuadra de distancia pero de todas formas alcanzamos a ver la escena, y yo quedé temblando. Pero ni por esas me di cuenta cabal de la perla de cuñadito que me había tocado en suerte. Después empezó a frecuentar nuestra casa pero ya en plan tranquilo, sacando lo mejor de sí mismo, que tampoco era gran cosa, ya se lo he dicho, pero al menos se contenía a la hora de salir con patanadas. Pero eso sí, se desbocaba con las palabras. Soltaba cataratas de monstruosidades, por lo general amenazas contra cualquiera que le pareciera débil, o tonto, o perdedor, o pobre, o indefenso, o incapacitado. Este tiene cara de víctima, decía de un vecino muy gordo que apenas si podía subir las escaleras del edificio.
—Muérete de un infarto, gordo pena —le gritaba cuando lo veía—, hazle al mundo el favor de morirte.
Esa clase de personas con defectos o problemas lo sacaban de quicio y lo ponían en un estado de sobreexcitación muy rara. Una vez bajé con él a comprar Pizza To Go en la esquina, y a la dependienta, una mujer torpe que no se apuraba, la llamó maldita pena bastarda. Así era él, desmedido. Sentía un odio ciego por los mendigos, por ejemplo; creía que había que limpiarlos de la faz de la tierra. Cuando empezaba a decir esas cosas, se emocionaba; recuerdo que una vez lo vi enardecido, temblando, mientras contaba que los espartanos tiraban a los niños deformes por un acantilado. Otro caso: Sleepy Joe no podía quitar los ojos de la pantalla cuando transmitían las Olimpiadas Especiales. Pero no por admiración hacia esos atletas tan esforzados, sino por deseos de acogotarlos, de sacudirlos y cobrárselas todas, como si fueran culpables de algo. Hasta de los bebés decía que eran aborrecibles. Claro que no siempre era así. Había días en que parecía un tipo más o menos normal, hasta simpático, siempre seductor, que de vez en cuando soltaba buenos chistes y era generoso a la hora de hacerme regalos, de los que pedía con tarjeta de crédito en las promociones televisivas de It has to be yours. Y había otros días en que se lo veía muy exaltado, muy ofuscado, haga de cuenta fuera de sí. No sé, a lo mejor yo lo juzgaba demasiado duro, y en realidad sólo se trataba de un pobre adolescente tardío, lleno de agresividad por cuenta de sus muchas inseguridades y miedos. No sé. En todo caso yo había empezado a verlo con otros ojos a raíz de lo que pasó con mi amiga Cori, el episodio aquel del palo de escoba, esa vaina tan rara y tan fea. Y no podía olvidarme de la advertencia que ella me hizo justo antes de partir, abre los ojos, María Paz, abre los ojos y ten cuidado, que ese muchacho es enfermo. Eso me había dicho Cori, esas habían sido sus últimas palabras antes del adiós, y yo no las olvidaba. Y cuando Sleepy Joe empezaba con su retahíla de salvajadas, yo lo detestaba y lo agarraba a cojinazos para callarlo. O lo dejaba ahí solo, y me encerraba en mi cuarto.
—Vuelve acá, culo lindo, vuelve aquí con papi. ¡Si era sólo un chiste! —me gritaba desde la sala.
Pero yo no lo encontraba chistoso. Delante de Greg, Sleepy Joe nunca se hubiera atrevido a darle Pica-limón a Hero, ni a mirarme a mí de esa manera o hablarme en ese tono; en el fondo le tenía pavor a su hermano mayor. Y no por nada. Si se hubieran ido a las manos, seguramente Greg habría salido ganando. Sleepy Joe era más que nada finta y empaque, mientras que Greg, pese al deterioro y los achaques de la edad, seguía siendo una formidable bestia bípeda. Me di cuenta de eso un domingo en que les dio por apostar plata echando pulsos sobre la mesa de la cocina. Greg lo fue denotando tiro tras vez con una facilidad sorprendente, le ganó veinte dólares y le dejó el brazo derecho resentido.
¿Cuáles eran los shows de TV favoritos de mi cuñado? Ninguno. Que yo recuerde, no veía ningún show. Ni serie, ni reality, y noticiero sí que menos. Ni siquiera deportes o porno. Se quedaba prendido toda la noche adivine de qué, adivínelo, no le queda difícil porque acabo de decírselo. La pasión de Sleepy Joe eran esos programas de televentas tipo «It has to be yours», que promueven hasta el cansancio toda suerte de productos milagrosos y los mandan a domicilio dondequiera que vivas,
Asunción, Managua, Miami, you ñame it, no hay ciudad del continente que no tenga en pantalla el número telefónico correspondiente, sólo tienes que anotarlo rápido porque en un abrir y cenar de ojos ya están promoviendo otra cosa. Sleepy Joe quedaba hipnotizado ante el quemador de grasa que te deja sílfide en dos semanas, el microondas ecológico que no consume electricidad, la faja modeladora que te quita lo que te sobra y te pone lo que te falta, la escalera que se transforma en cama, la cama que se transforma en clóset, la crema facial que te hace el lifty te deja de quince sin pasar por cirugía. A veces yo me sentaba con él, y si se me ocurría abrir la boca para comentar que algo de lo que anunciaban me llamaba la atención, Sleepy Joe enseguida mi lo regalaba. Lo pedía a domicilio, lo pagaba con tarjeta de crédito y a más tardar en una semana ya lo teníamos en casa. Por lo general se trataba de implementos para el hogar. Una vez me regaló una aspiradora para extraer del aire los pelos del perro, y en un diciembre encargó un Papá Noel de luces intermitentes que ocupó media sala, porque venía completo con trineo y con renos.
—¿Sabes por qué anda Santa con tanto reno? —me preguntaba—. Pues porque se los come. En las noches de invierno, cuando el viejito no encuentra qué comer, prende un fuego y asa a uno de sus alegres renos. Los otros, mientras tanto, lloran al compañero. Y si el viejito necesita hembra humana desesperadamente y no hay ninguna en esas inmensidades, se sirve de uno de sus alegres renos. Entre tanto los otros miran y ríen solapadamente.
A mí me intrigaba Sleepy Joe. Medio me asustaba, medio me fascinaba. En todo caso me extrañaba que un camionero tuviera billete para tanto regalo, más todas las telecompras que hacía para sí mismo, sobre todo productos sofisticados y caros para evitar la caída del cabello, como aceite de castor, células de placenta y ungüentos amazónicos, porque según decía a lo que más miedo le tenía en la vida era a quedarse calvo. En alguna ocasión se interesó por mi trabajo, y le propuse que le haría una encuesta múltiple choice, para mostrarle de qué se trataba.
—¿Cuál de los siguientes olores te fastidia más? —empecé, y ya iba a leerle las opciones a, b, c o d, cuando me cortó en seco.
—¿Quieres saber qué cosa apesta? —dijo—. Apesta mi propia vida, y la de todos los que vivimos en este muladar.
A mí me chocó esa frase. Era cierto que vivíamos en un barrio de clase media baja, en una de las zonas bravas de la ciudad, y que nadábamos en basura cada vez que los recogedores entraban en huelga. Hasta ahí era cierto. Pero el apartamento lo había alquilado yo cuando estaba todavía soltera, lo había amoblado con mi dinero, lo mantenía pulcro y brillado como una tacita de plata y era mi mayor orgullo. Arriba tenía azotea con asador para los domingos, y un cuartico de depósito en el sótano, porque el edificio era relativamente nuevo. Dejé pasar por alto la respuesta de Sleepy Joe como si no se tratara de nada personal, la anoté en mi formulario, en los renglones destinados a comentarios adicionales, y cuando fui a pasar a la siguiente pregunta, él me dijo casi con rabia que aún no había acabado de responder la primera.
—Apesta no tener dinero —dijo—, el dinero todo lo limpia, la pobreza es hijueputamente sucia. La gente como tú compra detergentes, jabones, pomadas, creyendo que con eso va a vivir mejor. Pura mierda.
—Mira quién habla —reviré—. Eres tú el que se la pasa en esas, te hipnotizan los anuncios de televisión, te ofrecen cualquier tontería y es como si recibieras el mandato de adquirirla.
—Vivimos hundidos hasta las tetas en la inmundicia —me dijo con fanatismo, y vi tanta fiereza en sus ojos que hasta miedo me dio—, todo es roña, grasa, costra, pringue —dijo señalando alrededor con un movimiento circular de la mano, como si se refiriera al universo entero.
—Tal vez el mundo sea una porquería —le dije, molesta—, pero hazme el favor de decirme qué ves sucio en esta casa, como no sean los papelitos de tus caramelos, que tiras al piso en vez de tener la decencia de colocarlos en el cenicero, donde no caben, claro, porque los repletas de colillas.
—Todo es asqueroso —dijo—, dondequiera que pongas los ojos, ves porquería. Sal a la calle, agarra un palito, cualquier palito, y haz un hueco en la tierra. Luego te arrodillas, te agachas bien agachadita, cara a tierra y culo al aire, y miras por entre el hueco que acabas de hacer. ¿Qué ves? Ves un océano de mierda. Esta ciudad, todas las ciudades, flotan sobre mares de nuestra propia mierda. Cada día depositamos nuestra cuota, puntualmente. La enviamos allá abajo desde el escusado, por las cañerías, por las cloacas. El sistema no falla. Juiciosamente almacenamos mierda allá abajo, así como los bancos almacenan oro en sus bóvedas. Llevamos siglos almacenando mierda. Dale, tú sigue fregando por arriba, arregla bien tu apartamentico, trágate la mentira, límpiate bien la piel con cremas y lociones, utiliza mucho papel higiénico cada vez que cagues, quédate muy satisfecha con tu higiene personal. Pero yo te voy a decir una cosa, una sola: la túnica verdad es que bajo los pies no tienes sino mierda. Cuando un volcán estalla, ¿sabes qué sale?
—Ríos de lava.
—Wrong answer. Márcalo ahí, en tu formulario, pon que no entiendes nada de nada. Cuando un volcán estalla, saltan ríos fie mierda. De mierda iracunda, incandescente. ¿Te queda claro? Como una diarrea, eso es. Una diarrea cósmica. La tierra se encabrona y estalla en una diarrea en la que nos ahogamos.
—Eres repugnante —le dije, me retiré con asco de su lado y fui a sentarme a una silla enfrente—. Eres un cerdo, Joe, un auténtico y asqueroso cerdo. Basta con que digas cualquier cosa para que asome por tu boca toda la inmundicia que te bulle en la cabeza.
—Esta vez acertaste. Soy un cerdo, sí. ¿Y sabes qué comen los cerdos? Comen mierda. Andan por ahí hociqueando mierda para tragársela. Te crees muy marisabidilla, pero hay verdades que nadie te ha contado. ¿Sabías que tres cuartas partes de los seres vivos son coprófagos?
—¿Son qué cosa?
—Coprófagos. ¿No sabes lo que es? ¿Acaso no conoces al escarabajo pelotero? No me digas que en tu país no hay de eso, a mí me han dicho que por allá todos son tremendos comemierdas. Anota la palabra ahí, en tu pequeño formulario sabihondo: coprofagia. Anótala para que te la aprendas. Tres cuartas partes de los seres vivos: coprófagos. Quiere decir que se alimentan de caca, así, munch, munch, munch, yummy, yummy, se la tragan y se relamen, los hijos de puta. Toma nota, ¡tres cuartas partes! Escribe esto que te voy a decir y apréndetelo de memoria, copris, heliocopris, onitis, oniticellus, onthophagus eucramini argentinos, canthonini australianos… Ya lo sabes, no tires la cadena del escusado después de depositar en él tus cositas, porque estarías desperdiciando manjares. Y no me vengas con cuentos, vete con tus encuestas donde otros más ingenuos. Yo no soy de esos. Desde chico sé bien cómo son las cosas. En la secundaria tuve un amigo que soñaba con incendiar su cochino vecindario, armaba fuegos entre las canecas de la basura, quemaba llantas, andaba siempre por ahí jodiendo con fósforos, decía que un día iba a hacer una pira inmensa, un incendio universal, para darle una buena lección al mundo entero, así decía, y para acabar de una buena vez con toda la mierda acumulada durante siglos. Que se cuiden todos los malditos cerdos, porque les voy a quemar el culo con un volador de siete truenos. Eso decía mi amigo.
—¿Y ese amigo no serías tú mismo? —le pregunté.
—Ya te dije que era un amigo —respondió—, un compañero de la secundaria.
Pese a sus groserías y sus rudezas, Sleepy Joe no era alguien que me disgustara del todo. Más bien al contrario, tendía a gustarme. Físicamente, quiero decir. Y lo que sí me disgustaba era precisamente eso, que me gustara. Cómo le dijera, Greg se me iba volviendo cada día más viejo y en cambio Sleepy Joe era como estar viendo a Greg, pero de joven. Tenían estatura y facciones similares, pero Joe exhibía el cuerpazo en unas camisetas licradas que se arremangaba con todo cuidado en forma de rollito sobre el bíceps, y usaba unos jeans stretch que invitaban a adivinarle el culo y las piernas, para no hablar del paquete, que se le marcaba por delante de manera provocadora. Era evidente que se cuidaba mucho, debía desvivirse en el gimnasio y pasar muchas horas en las cámaras bronceadoras, sabe Dios dónde haría todo eso, debía de ser en su otra casa, la que tuviera lejos de la mía, aunque siempre lo negó; aseguraba que para él no había otro arraigo que los moteles de carretera, para qué quiero más, suspiraba haciéndose el desamparado. A mí me entraban unos deseos locos de abrazarlo, de protegerlo, de abrigarlo, y él se daba cuenta, claro que se daba cuenta, y aprovechaba.
—Para qué quiero más —repetía mirando con ojos de ternero recién destetado—, de día tengo mi camión y de noche necesito poco, me basta con un televisor, una cama y un bar abierto 24/24, y eso lo encuentro en cualquier motel de carretera.
Pero no sabía mentir, resultaba imposible creerle, era evidente que lo único que de verdad tenía a mano era a su hermano Greg, que le pasaba dinero cada vez que estaba en aprietos. O sea permanentemente. Un vividor de mujeres, un abusador de la bondad fraterna, un niño asustado que rezaba para matar sus miedos, un guapetón bueno para nada, sin oficio ni beneficio: eso es Sleepy Joe, poco más que eso. Y sin embargo cuando venía a visitarnos y salía del baño con el pelo empapado y la toalla a la cintura, yo no podía quitar los ojos de su espléndido six park, dorado con rayos UVA. Ya le digo, Sleepy Joe en toalla era un dios, y yo tenía que morderme los labios para contenerme. Para mi desgracia la tentación era permanente porque el hombre se duchaba mucho, por lo menos dos veces al día, una por la mañana y otra por la noche, y si hacía calor, a veces también a media tarde. Las broncas entre los hermanos eran frecuentes por eso; después de quince o veinte minutos de cinchazo, Greg agarraba a golpearle en la puerta del baño, gritándole que si acaso iba a pagarnos los servicios. Y hasta razón tenía, por toda el agua y la luz que el condenado se estaba gastando. Y ni por esas cenaba la llave Sleepy Joe, sino que desde allá le gritaba a mi Greg que era un cerdo, un sucio marrano. Y razón no le faltaba, la verdad, porque mi Greg era muy reacio al baño.
Curioso cambalache del destino, pensaba yo cuando veía a mi cuñado pasar medio desnudo y echando vapor por los poros. Curioso cambalache: ese cuerpo, precisamente ese y no otro, es el que hubiera querido yo tener a mi lado en la luna de miel, cuando me paseaba al sol por las playas hawaianas. Sleepy Joe se daba perfecta cuenta de la situación, y le sacaba jugo al triángulo. Un triángulo eléctrico que vibraba peligrosamente cuando él estaba en casa: un hombre viejo, su mujer joven, su hermano joven. Pero ahora que le menciono el sixpack de Joe, tengo que hablarle también de su cruz de doble travesaño, porque en esa cruz por poco muero crucificada. Una vez estábamos Sleepy Joe y yo sentados en el sofá de la sala…, pero espere, ese capítulo todavía no, porque sucede más adelante. No tengo remedio, sigo dando brincos y desordenando el cuento. No importa, después el orden lo pone usted mismo, míster Rose, cuando vaya a publicar este relato.
Lo raro era que Greg ni cuenta se daba, ingenuo él, meter un adonis en casa y pensar que su joven esposa no iba a mirarlo. Greg, que de todos sospechaba, que con todos me celaba, que al llegar a casa me armaba escenas si durante el día me había visto conversando con alguno en la oficina, así fuera amigablemente. Y qué de amenazas con hacerme quitar la green card seguía siendo tan puta. Ningún hombre escapaba de las falsas sospechas de Greg, ni el tendero, ni el vecino, ni el agente de seguros, ni sus propios compañeros de retiro, ni mis amores del pasado, ni el médico y menos el ginecólogo. Mi marido se torturaba imaginando que con todos ellos yo hacía cosas, o podía llegar a hacerlas, con lodos salvo con uno, el único que a mí me interesaba: su portentoso hermano. Y sin embargo frente a Sleepy Joe, mi Greg nunca tuvo una sospecha, ni un mal pensamiento, sólo regañinas fraternales, afecto paternal e instinto de protección, mi pobre Greg, sólo eso, y mientras tanto entre el muchacho y yo, puro chisporroteo y relámpagos sobre Tatras.
Me estremecía sentir que Sleepy Joe me observaba. Greg debía marcar tarjeta en la empresa todos los días a las ocho en punto de la mañana, pero como mis horarios de trabajo eran flexibles, yo me daba el lujo de salir del apartamento un poco más tarde. Durante esa diferencia de tiempo —veinte minutos, media hora, una hora a lo sumo—, Sleepy Joe y yo permanecíamos solos, y podía suceder que él se quedara parado, sin decir nada, en la puerta del dormitorio, mientras yo me peinaba o me abrochaba la blusa.
—¿Necesitas algo? —le preguntaba yo, mirándolo por el espejo.
—Nada, no necesito nada —me respondía con ganas y con sorna, como diciendo te necesito a vos, jodida pena.
Y Greg ni sospechas. Será justamente por eso que a la larga acabé en la cama con Joe, el único hombre al que podía acercarme sin la amenaza de perder mi green card. Acabé en la cama con él, desde ya lo confieso, me revolqué de placer y toqué el cielo con las manos haciendo el amor con él no una vez, ni dos, ni tres, sino muchas, y para colmo ahí mismo, en el mismo dormitorio matrimonial que compartía con Greg, en el mismo colchón y sábanas, bajo la mirada del mismísimo Cristo colgado a la cruz.
Y ya que le menciono mi dormitorio, aprovecho para describírselo, porque es mi gran orgullo. Desde antes de casarme tomé la decisión de decorarlo con primor y sin reparar en gastos. Escogí el verde menta para la colcha y las cortinas, tejí a mano media docena de cojines en croché blanco para organizarlos contra la cabecera, compré una flamante cama full double con colchón ortopédico, y en eso me equivoqué, porque resultó tan ancha que apenas quedaron dos pasadizos estrechos a lado y lado, afortunadamente no tan estrechos como para que no cupieran las dos mesitas de noche, en madera blanca, al igual que la cómoda, y dos lamparitas que daban una luz íntima y cálida, con pantalla de cristal color ámbar, tipo campana, de esas de flequillo de chaquiras por todo el borde. Sobre la cómoda, un gran espejo para poder maquillarme a la luz del día, porque el bañito no tenía ventana y Bolivia siempre advertía, si te maquillas con luz artificial, quedas como mamarracho. Ya después, cuando Greg se mudó) conmigo, instaló en la pared, a la cabecera de la cama, ese crucifijo que yo aborrecía porque era muy realista, muy ensangrentado, un objeto de pesadilla que se iba de patadas con la decoración, no sé si me explico, una antigualla desagradable que nada tenía que ver con la colcha y las cortinas en verde menta que yo había escogido para alegrar mi vida.
Cruz de doble travesaño sobre monte azul de tres crestas. Así me explicaba Sleepy Joe el tatuaje que llevaba en medio del pecho, algún símbolo de Eslovaquia debía de ser, algo de su tierra natal, y debajo de la cruz, en letras góticas, una levenda, «Relámpago sobre Tatras». Mi Greg llevaba exactamente el mismo tatuaje, cruz de doble travesaño sobre monte azul de tres crestas, y la misma leyenda, «Relámpago sobre Tatras». Igual que Sleepy Joe, la llevaba en medio del pecho. A ninguno de los dos le gustaba hablarme de eso, pero yo me daba cuenta de la importancia religiosa, o patriótica, que tenía para ellos. ¿Era la marca de una logia, o de una organización rebelde? ¿Tenía que ver con un lugar de origen, o más bien con alguna hermandad, o mafia? Me quedé sin saberlo. A Sleepy Joe le gustaba contarme que les había mandado tatuar esa misma cruz en la nalga a sus dos esposas, pero reducida, así, en pequeñito, del tamaño de un pulgar. Matonerías de Sleepy Joe, desplantes de camionero. Si es que era cierto que era camionero. Decía que sus dos novias, o esposas, o amantes, trabajaban en sitios nocturnos, algo así como pubs, o bares, o antros, y me mostraba fotos de ellas que cargaba en la billetera, y yo lo odiaba por eso y al mismo tiempo me obsesionaba y le exigía detalles, no podía contenerme y le hacía preguntas que me atormentaban, cosas del tipo, pero ¿ellas saben la una de la otra?, ¿saben de mí?, ¿y de las tres, cuál es tu preferida? Y otras tonteras por el estilo.
—¿Acaso qué tienen mejor que yo? A ver, dime, ¿qué tienen que yo no tenga? —Era mi inquietud más insistente.
—Me dejan dormir de día y no me joden por eso.
El tema se nos había vuelto motivo de conflicto permanente, tanto que a veces parecía que me interesaran más las novias de Sleepy Joe que el propio Sleepy Joe. En fin, supongo que así funcionan los celos, te montan en un pugilato ciego con alguien que ni siquiera conoces, y por eso te entra semejante afán por dominar cada minucia de tu rival, por conocerla con pelos y señales; sólo así puedes calcular las posibilidades que tienes de vencerla. Por cuenta de mi cuñado, yo andaba trompeándome en un ring fantasma no con una contendora, sino con dos al tiempo. La una se llamaba Maraya, y era una chica disco. A juzgar por su fotografía, hubiera sido bonita si no tuviera la nariz gruesa y los dientes delanteros chuecos y separados, para no hablar de la cara de no haber dormido en meses, ni de las ojeras de enferma: para mí que era drogadicta. Pero tenía un cuerpazo, imposible negarlo, era una de esas mujeres a las que se les da el milagro de mantenerse flacas donde no conviene engordar, y rellenas donde no conviene adelgazar. Al menos eso parecía a juzgar por la foto, donde lucía top negro de spandex, hot pants en piel de leopardo, botas de plataforma, un gorrito marinero y unas candongas enormes. Bailaba en el Chiki Charmers, un bar para camioneros a la orilla de la carretera, en medio del campo, a doce millas al norte de Ithaca, estado de New York. Route 68 por más señas. Según Joe, esa Maraya se especializaba en baladas de los años setenta, porque el Chiki Charmers montaba espectáculos temáticos según la hora de la noche, y ella se ocupaba de striptease y karaoke sobre temas lentos como She.’s gol a way de Billy Joel, Tonight ‘s the night de Rod Steward o Three times a lady de los Commodores. Como yo le jalaba la lengua para sacarle detalles, Sleepy Joe me contó que en el contrato de su tal Maraya estaba estipulado que cada noche tenía que salir vestida a tono con esa época, la de los setenta, que era la de Travolta en Saturday Night Fever, cuando le hacían locamente al baile y al workout para sacudirse el estrés de una semana de trabajo. Esa era la actitud que ella debía representar en el escenario, y para alardear del cuerpazo tenía que usar ropa ceñida en lycras y lúrex y pantalones plateados de satín elástico, y estaba obligada a usar zapatos de plataforma para parecer seis pulgadas más alta de lo que era en realidad, y hacer piruetas y monerías en el tubo mientras se iba quitando las minifaldas, los hot pants y los bikinis en crochet, o al menos eso creo, porque eso era lo de los setenta.
¿Le sorprende, míster Rose, que se me haya grabado cada detalle, hasta el más tonto? Ya sabrá por experiencia que nada taladra más en la memoria que los celos. La segunda esposa de Sleepy Joe se hacía llamar Wendy Mellons, hablaba español, tenía hijos de otros hombres, era bastante mayor que Maraya, y también mayor que yo, y más alta y más gorda, y evidentemente mucho mayor que el propio Joe, eso desde el vamos, aunque él se negara a reconocerlo. De tetas extreme y culo formidable, según él; según yo, una abuelita jamona, una diva pasada de temporada. Trabajaba de barwoman en un establecimiento llamado The Terrible Espinosas, en Cañón City, por Conejos County, al sur de Colorado Springs, en el estado de Colorado. Ni más ni menos que la tierra natal del par de hermanos eslovacos; sería por eso que Sleepy Joe la quería tanto. Esta Wendy Mellons debía de ser para él una segunda madre, de otra manera no se entendía por qué iba a estar enamorado de una abuelita tan parecida a la de Caperucita.
—Tus dos novias son un par de putas —le decía yo.
—Qué quieres que haga —me contestaba—, si las esposas honradas como tú no me dan bola.
Y nos reíamos del asunto. Como no, si al fin de cuentas también yo era casada y no estaba en condiciones de exigirle a él la fidelidad que no iba a darle. Claro que con Joe la risa duraba poco, era apenas un rayo de sol entre los nubarrones de un día de tormenta, porque enseguida le volvía una rabia que era como arcadas de vómito negro.
—Párate ya —le pedía yo después de hacer el amor—. Tenemos que vestirnos y arreglar esta leonera, que ya va a llegar tu hermano.
Quién dijo miedo. Ni que le hubiera mentado la madre. Que si acaso él no tenía derecho a dormir un poco después de un buen polvo, que si yo era una triste puta que se paraba enseguida a lavarme lo que los tipos me habían derramado entre las piernas. Nunca tuvo límite, Sleepy Joe, para decir cosas ofensivas. Era lo que se llama un tipo rudo. Pero no la clase de tipo rudo pero en el fondo bueno. No. Más bien la clase de tipo rudo, pero en el fondo malo.
—¡Largo de aquí! —le gritaba yo en medio de mi angustia, y no sabía a qué temerle más, a que Joe me sentara de un mangazo, o a que Greg me pillara en esas.
Y enseguida me ponía a limpiar, a limpiar como loca, a no dejar ni un pelo, ni una baba, ni una arruga en una sábana, ni el más minúsculo de los espermatozoides por ahí flotando, ni rastros de lo que acababa de pasar, ni siquiera el recuerdo de tanto deseo y tanto sexo y tanta rabia que había habido en esa cama, y corría a abrir las ventanas de par en par y a rociar la casa con spray ambiental, y a echarme a mí misma per fume detrás de las orejas y desodorante íntimo entre las piernas. A último minuto alcanzaba a bajar los calzoncillos de Joe. que habían quedado colgando de los pies del Cristo de la cabecera, al que le rogaba, ay, Jesusito lindo, tú que moriste en cruz, cierra esos ojos, di que no has visto nada, perdóname el pecadote y júrame que me guardas el secreto.
De tanto en tanto Sleepy Joe desaparecía semanas enteras, e incluso meses. Durante esos períodos no volvíamos a saber nada de él, no recibíamos una llamada, ni una señal de vida, nada; era como si se lo hubiera tragado la tierra. Cualquier día regresaba yo a casa del trabajo y ahí estaban otra vez los papelitos rojos con verde de Picalimón regados por el piso de la sala, los ceniceros taqueados de colillas y el propio Sleepy Joe, en persona, echado en el sofá y absorto en algún programa de televentas. ¿Dónde andabas? ¿Qué te habías hecho? ¿Por qué no llamaste? ¡Creíamos que estabas muerto!, etc., eran preguntas y protestas inútiles, porque él nunca contestaba ni explicaba. Así como desaparecía, así también volvía a aparecer, haga de cuenta Casper, el fantasmita amistoso. Una vez sí me dijo algo. En uno de esos regresos. Venía con una banda negra en la manga, de esas de luto, y le pregunté quién se le había muerto.
—Maraya —me respondió—. Vengo de su entierro.
—¿Maraya? ¿Tu Maraya? ¿La Chiki Charmer, la que baila como Olivia Newton-John pero en cueros?
—Calla, cono, por qué mierda te burlas de los muertos.
—¿Se murió en serio?
—Nadie se muere en chiste.
—Sentido pésame, entonces… De veras, Joe, lo siento mucho, no sé qué decirte, qué vaina, pobre Maraya, ¿y cómo murió?
—Dentro de un jacuzzi.
—¿En un jacuzzi?
—Vivía en un cuarto alquilado con tenaza y jacuzzi. Se metió al jacuzzi un lunes por la noche, ahí se murió y no la encontraron hasta el jueves por la mañana.
—¿Quieres decir que estuvo ahí, a los borbotones en el agua caliente durante sesenta horas?
—Al final estaba tan blanda que la carne se le desprendía del hueso, como cuando cocinas un puchero.
—No seas asqueroso, Joe, calla esa boca, no quiero ni imaginar aquello, es la peor atrocidad que he escuchado en mucho tiempo. Hasta yo, que la odiaba, me aterro con lo que le pasó a la pobre, sesenta horas en agua hirviendo es algo que no le deseo a nadie, ni a mi peor enemiga. Pero cómo pasó, por qué no se salió a tiempo, tal vez murió dentro del jacuzzi de sobredosis y ya luego ahí quedó hasta volverse sancocho, siempre te he dicho que debía ser drogadicta. —La mataron.
—¿Dentro del jacuzzi la mataron? ¿Y quién pudo hacer eso? —No se sabe, uno de sus clientes.
—¿Presentaste la denuncia en la Policía? ¿Agarraron al criminal?
—La Policía no se interesa por una mujer como ella.
—¿Ya ti quién te avisó…?
—Sus amigas.
—¿Sus amigas te avisaron que alguien la había matado?
—Sus amigas me avisaron y yo fui y pagué el entierro.
—El entierro de lo que quedaba de ella… Hiciste bien, Sleepy Joe, me parece justo, al fin de cuentas fue tu mujer durante no sé cuántos años…
—Eso no tiene que ver. Pero en todo caso le organicé una ceremonia como se merecía.
—¿Por lo católico?
—Le puse un dado en cada ojo.
—¿Un dado, o un dedo?
—Un dado.
Todo el cuento era tan grotesco que casi suelto la risa; afortunadamente me contuve porque él parecía realmente afectado, o digamos más bien que estaba alelado, hablando como para sí mismo, sin mirarme siquiera.
—¿Y para qué hiciste eso? —le pregunté—. Eso de ponerle un dado en cada ojo.
—Cosas entre ella y yo. Ella hubiera entendido —dijo.
—¿Un ritual eslovaco, algo así?
—Saqué toda su ropa de los cajones.
—Toda esa lycra y ese spandex, toda esa tela psicodélica que fosforescía con la luz negra…
—¿Yeso qué tiene que ver? Eres una idiota, María Paz. Por eso nunca te cuento nada, porque no respetas, porque hablar contigo es lo mismo que nada. Vete a la mierda.
—Discúlpame, Joe. Discúlpame, ¿quieres? Fue un comentario inocente, nada más que eso. Y ahora sí, cuéntame.
—¿No quieres hablarme? Estabas diciendo que sacaste la ropa de ella de los cajones. Se comprende, si vivía en un cuarto alquilado, habría que devolver ese cuarto. Algo así, ¿cierto?
Yo me devanaba los sesos tratando de hallarle la lógica a sus historias, pero era imposible, era como si su cerebro funcionara con otro código.
—Dividí su ropa en cuatro montones —me contó al rato.
—Bien hecho —dije yo, porque no supe qué más decir; con él siempre había que andar cuidándose de no decir algo impropio. Impropio según criterios que sólo él conocía; por eso era tan difícil atinarle.
—Y puse cada montón en una esquina del cuarto —dijo.
—¿Y por qué cuatro montones? ¿Para repartir sus cosas entre sus cuatro mejores amigas, tal vez?
—Quemé el primer montón, el segundo lo regalé, el tercero lo metí junto al cadáver dentro del ataúd, y el cuarto lo rifé.
—Pues sí. ¿Y quién se ganó esa cuarta parte que rifaste?
—Desconocidos. Gente que nunca supo comprenderla ni apreciarla.
—Eso pasa, a veces. Muy triste, sí. ¿No había familiares presentes?
—No tenía familiares.
—¿Llevaste pianista para que tocara en su entierro?
—No seas ridícula. No entiendes el significado de lo que sucedió. Yo trato de decirte las cosas, María Paz. En serio, yo trato. Es más, necesito decirte las cosas. Pero es perder el tiempo, porque tú nunca vas a entender.
—Tal vez si tú me explicas… Sobre todo la parte de los dados en los ojos, es la que más trabajo me da…
Pero desistió de tratar de que yo entendiera, y yo desistí de tratar de entender. Después sacó de la billetera las fotos de Maraya, las quemó, tiró las cenizas al escusado, soltó el agua, se echó a dormir y durmió durante tres días seguidos. Al mes cumplido dejó de usar la banda negra en el brazo, y a su novia difunta nunca más volvió a mencionarla. Yo me animé a contarle a Greg que habían asesinado a una de las novias de su hermano, al fin de cuentas Greg había sido policía, alguna opinión tendría al respecto. En realidad yo nunca hacía eso, o sea nunca, o casi nunca, le transmitía a Greg algo que me hubiera contado Sleepy Joe, para que no se preguntara a qué hora hablábamos tanta cosa. Pero la muerte de esa muchacha me inquietaba, todo era demasiado raro y escabroso en esa historia y yo andaba soñándome pesadillas con esa carne humana tan cocinada que se desprendía del hueso, con los dados en los ojos, con la rifa de la ropa de la pobre difunta y todo ese horror, así que se lo conté a Greg. Pero omitiendo los detalles, claro; sólo le conté que habían asesinado a una novia de Joe.
—Puta, al fin y al cabo. Las putas andan con canallas, hasta que uno de esos canallas las mata —dijo Greg, y ese fue todo su aporte.
Yo sabía bien que Sleepy Joe era un loco furioso, y cada vez más: cada vez más loco y cada vez más furioso. Le disparaban la bilis las cosas más raras. Era muy mañoso, y ay del que se atreviera a contradecirle las mañas. No le gustaba mezclar cosas. En el plato de la comida, por ejemplo. Cada alimento tenía que estar bien separado de los demás, o lo hacía a un lado con asco. Que el arroz no se le mezclara con la verdura, que la carne no se le untara de papa, y así. Insistía en que era asqueroso mezclar las cosas, pero nunca me explicó por qué. Un día me dio por regalarle un suéter de lo más chévere, de lana con apliques de cuero en los codos y en los hombros. Madre mía, quién dijo miedo. Por poco me lo tira por la cabeza. Que acaso quién era él, me dijo, para ponerse ropa mezclada. Por qué mezclada, me atreví a preguntarle, qué quieres decir con eso. Mezclada de lana y cuero, idiota, ¿no te das cuenta?, sólo a ti se te ocurre regalarme esa porquería, pídele perdón a Dios por hacer cosas sucias. Yo me quedaba atónita cuando le daban esos arrebatos, ¿qué tenía que ver Dios con el maldito suéter? Al rato Sleepy Joe se arrepentía, y se me venía con besos y arrumacos a rogarme que lo disculpara. Esa vez en particular acabó aceptando el regalo, pero sólo cuando le demostré que podía arrancarle los apliques de cuero sin que pasara nada. Así está mejor, dijo, pero igual, nunca se lo puso.
Yo sabía bien, mejor que nadie, que andar con Sleepy Joe era jugar con fuego. Pero qué iba a hacerle, si él era mi vicio. En su divino pecho la cruz de doble travesaño se veía imponente, casi pavorosa, como un símbolo oscuro de vaya a saber qué, mientras que entre las tetorras que le habían crecido a Greg, se veía poco menos que patética. Sé que de joven, por la época en que se mandó tatuar, Greg tenía el mismo pecho atlético que ahora exhibía su hermanito, a lo mejor más dorado aún, más fornido y recio, porque de los dos, Greg era el más alto y más ancho de espaldas. Pero con los años, su cruz de doble travesaño había tomado el aspecto de un triste poste de luz que capotea el vendaval entre la niebla de unos cuantos pelos blancos. Y el monte azul de triple cresta le remarcaba el rollo de grasa de la sobrepanza. Y en cambio en Sleepy Joe… Hasta me soñaba yo, dormida y despierta, con esa crucecita que el muchacho traía tatuadita en su pecho. Mierda, cómo me gustaba, y cada día más. Relámpagos sobre Tatras, que Dios me perdone por las ganas locas que le traía a mi cuñado.
—La kapustnica tiene que hervir doce minutos más, sólo doce minutos por reloj, y le bajas el fuego al mínimo. Pero ojo, no la tapes porque se ahúma y se echa a perder. O no, mejor olvídale, no te metas para nada con mi kapustnica, que antes de doce minutos ya estoy de vuelta —me indicó Greg desde la puerta, la noche de su cumpleaños número cincuenta y siete ya le conté, míster Rose, que mi Greg se disponía a salir esa noche por la llamada que Sleepy Joe acababa de hacerle. Enseguida Greg chifló llamando a Hero para que lo acompañara, pero el perrito ya estaba sin su carro y escuché su quejido impotente.
—Déjalo, ya está acostado —le dije a Greg, todavía parada de espaldas porque andaba atareada colocando los cubiertos en la mesa. No sé si me escuchó o si ya se había ido.
Como pasaron los doce minutos y aún no regresaba, le bajé el fuego a la olla sin cubrirla, tal como me había indicado, y aproveché para comerme a escondidas un sándwich de queso suizo con mayonesa, porque venía muerta de hambre y la kapustnica me hacía poca ilusión, o ninguna. Apenas si me tomaría algunas cucharadas del caldo durante la cena, haciendo de lado todos los trozos sólidos, y tan pronto Greg se descuidara, yo le diría que iba a la cocina por pan, o por agua, y vaciaría el resto de mi plato de vuelta en la olla. Siempre había sido así con la kapustnica, salvo la primera vez, todavía de novios, cuando me tomó por sorpresa y tuve que zampármela íntegra para no defraudar al que dentro de poco, bendita la hora, sería mi esposo.
Pasaron diez minutos más y Greg no regresaba, así que entré al dormitorio con la idea de arreglarme un poco para agasajarlo, total era su cumpleaños y hacía meses me veía siempre con la misma ropa, un sastre azul marino que la empresa nos imponía como uniforme de trabajo, pobre Greg, yo siempre el mismo sastre, todos los días, salvo sábados y domingos, cuando me quedaba en casa en sudadera. Aprovecharía que él había tenido que salir para darle una sorpresa a su regreso, me pondría un strapless negro entallado y un collar de perlas, que aunque fueran cultivadas darían el toque clásico que andaba buscando, un look impecable y perfecto tipo Audrey Hepburn, y no más de pensarlo me fue saliendo Moon river, así cantada suavecito como lo cantaba ella asomada a la ventana, Moon river, wider than a mile, NY crossing you in style some day. Y mire qué casualidad, míster Rose, el que acaba contando la historia de Holly es un escritor joven, como usted; o a lo mejor no es casualidad sino todo lo contrario, y en el fondo yo lo ando buscando a usted sobre todo para imitar a Holly.
En todo caso le confieso que esa noche mientras me arreglaba me puse a cantar la canción de Holly, y por qué no, si al fin y al cabo ese también era mi sueño, in style some day. Same day, some day, y por qué no in style ese mismo day, o sea esa misma night, la del cumpleaños de Greg, aunque claro que mi Greg, pobre gordo mío, se parecía más a Sally Tomato, el gánster que le paga a Holly, que a Paul Varjak, el escritor guapísimo que escribe sobre ella cuando ella ya se ha ido. Eso según el libro; en la película es distinto porque el escritor acaba casándose con ella, y cuando dije en clase que prefería ese final, usted lo pensó un poco y luego me respondió, no sé, no sé, sospecho que para Varjak recordar a Holly y escribir sobre ella es una manera todavía más intensa de amarla. Wow!, qué gran frase, míster Rose, usted a veces hablaba muy bonito.
Esa noche, mientras esperaba que Greg regresara, me cambié los zapatos de patonear por unas sandalias de tacón alto y exageré la nota con un maquillaje retro, como el de Holly. ¿Recuerda esa raya negra, gruesa, que ella se hacía en el párpado? Bueno, pues así mismo me la hice yo y me quedaron unos ojazos, y luego me eché Anais Anais, mi perfume favorito en ese entonces. Me agarré el pelo en la coronilla con una pinza, para dejarlo caer un poco a mechones, así al desgaire, y haciendo a un ladito a Hero, me encaramé en la cama para alcanzar a mirarme de cuerpo entero en el espejo.
Vaya sorpresa la que me llevé. ¿Conque igualita a Audrey Hepburn? ¿Así que Holly Golightly en persona? Lo que vi en el espejo fue un moscorrofio. El strapless, que de soltera me quedaba bien, ahora se me veía apretujado. Parecía yo un tamalito oaxaqueño, con los muslos y la panza forradazos, y por si fuera poco, al estirarse hacia lo ancho el vestido se acortaba y dejaba ver mis rodillas, antes lindas y huesudas y ahora rellenas, impresentables. El escote, que antes quedaba justo en su sitio, ni muy muy, ni muy poco, ahora bajaba demasiado haciéndome ver vulgar, parecidonga a Bolivia aunque no tan bonita como ella, más bien como Maraya o Wendy Mellons, o al menos así me vi a mí misma en ese momento. ¡Vaya look clásico! Valiente estiladlo el que me había organizado. Ya sabía yo que había engordado durante el año y medio de vida tranquila con Greg, pero nunca había imaginado que fuera tanto. Mierda, dije. Sin darme cuenta a qué hora, había pasado de ser Holly Golightly a ser una gorda housewife. Me desenfundé rápido el strapless antes de que alguien, aparte de Hero, me viera con eso puesto, lo embutí en el último rincón del clóset y me resigné al sastre azul marino que traía puesto, con el que al menos podía disimular los kilos. Chao, Holly, otra vez será. Los tacones altos sí me los dejé, y en lugar de las perlas cultivadas, me até al cuello un pañuelo de seda fucsia que salía bien con el tono del pintalabios. Qué diablos, pensé, da igual, al bueno del Greg de cualquier forma le parezco despampanante.
Volví a la sala y miré el reloj: habían pasado treinta y cinco minutos desde que él había salido por la puerta. Ojalá no esté peleándose con Sleepy Joe, pensé, ese muchacho es capaz de amargarle el cumpleaños. Miré con ojo crítico la mesa que había puesto hacía un rato y me pareció que el mantel estaba arrugado, ya le dije que soy fanática de la plancha, me exasperan las arrugas, es una manía que heredé de Bolivia y a lo mejor también de mi abuela África y que la vida de cárcel no ha logrado curarme. Como aquí no hay plancha, humedezco el uniforme por las noches y lo estiro bien sobre el piso, debajo de mi cama, para que amanezca alisado; cualquier cosa con tal de no andar por ahí con la ropa fruncida y ajada. En todo caso, pensé, tal vez alcanzo a echarle una pasadita de plancha al mantel antes de que regrese el cumpleañero, y me puse a retirar platos, cubiertos, copas, candelabro, canasta del pan, todo lo que con tanta meticulosidad había colocado antes. Instalé la tabla de planchar, planché el mantel rodándolo con Blue Violet Linen Water Spray, tal como hacía Bolivia, lo tendí de nuevo sobre la mesa del comedor, volví a colocar todo como estaba antes, y miré el reloj. Greg llevaba fuera más de una hora. Me acordé de apagar la kapustnica, que empezaba a secarse, me desplomé en el sillón reclinomatic de la sala, lo gradué en masaje suave y recién entonces caí en cuenta de lo cansada que estaba. Me quedé dormida sin saber a qué horas, y cuando desperté ya eran las once y cuarto de la noche. ¡Las once y cuarto! Y de Greg, ni señales.
Le marqué a su celular, cosa que por lo general no hacía porque a él no le gustaba que lo interrumpiera cuando andaba en sus cosas, pero esa vez el telefonazo estaba más que justificado, algo tenía que haberle ocurrido, Greg no era la clase de persona que deja abandonada una kapustnicas una razón de peso. Marqué su número y a que no adivina, míster Rose, qué cosa sonó desde nuestra habitación. Pues esa musiquita que me crispa los nervios, la de Mamma Mia, de Abba, justo en esa parte en que dice I’ve been cheated by you since I don’t know when, so I made up my mind, it must come to an end. Greg la había escogido como ringtone para su celular, era ridículo, qué tenía que ver con él esa canción melcochuda y esos vestidos blancos y brillantes, como de ángeles tontos, que se pusieron los cuatro Abbas cuando la grabaron, ¿recuerda ese video tan primitivo, el de Abba cantando Mamma Mia? La rubia v la morena, las dos de blanco, y sobre todo los dos tipos, no sé si serían sus maridos, con esas sonrisas y esos peinaditos cursis de peluquería, ¿qué tenía que ver todo eso con un policía rudo y peludo como mi Greg? ¡Y cómo me sobresaltaba yo cada vez que aquello arrancaba a sonar! Me parecía que Greg había escogido justo ese ringtone, y no cualquier otro, para echarme en cara mi asunto con Joe. Eso de «me vienes engañando desde hace no sé cuánto, ya me decidí, esto debe terminar», ya se imaginará, míster Rose, que me parecía directamente dirigido a mí, una advertencia, un llamado de atención, un «ya lo sé, pena, lo sé todo y un día me vas a pagar tamaña traición». Por eso, cada vez que timbraba el celular de Greg yo pegaba un brinco.
—Cambia esa maldita tonada, Greg —le pedía yo—, búscate algo serio.
Pero él siempre respondía lo mismo, si a mí me gusta, porqué la voy a cambiar. En todo caso esa noche a las once pasadas, digo, la noche de su cumpleaños, no resistí más la espera y marqué el número de su celular. Lo hice porque ya era demasiado tarde, algo anormal tenía que estar pasando. Pero la única respuesta fue Abba con su Mamma Mia, que sonó desde mi cuarto, donde despertó a Hero, que empezó a ladrar. Nada que hacer, Greg ni siquiera se había preocupado por llevar consigo el celular.
Algo le habría pasado. A menos de que se estuviera repitiendo el viejo cuento del hombre que le dice a la esposa que va a la esquina por cigarrillos y no regresa nunca. Pero nadie dura todo el día cocinando una sopa si sabe que antes de comérsela va a abandonar la casa. Bajé los cinco pisos hasta el primero, salí a la calle, recuerdo que soplaba mucho viento, un viento frío que traía olor a comida china, y caminé un par de cuadras hacia la derecha del edificio y luego hacia la izquierda, pero no vi nada. Entonces me latió que justo en ese momento Greg podía estar marcándome al fijo y subí al apartamento saltando de a dos los escalones, porque mi edificio no tiene ascensor. A lo mejor me había llamado mientras yo estaba fuera, ¿o mientras dormía en el sillón? ¿Me habría dormido tan profundamente que el teléfono no me había despertado? Sería muy raro pero podía ser, más raro aún era que Greg tardará tanto sin avisar, no era para nada la clase de tipo que hace esos desplantes, y menos en una fecha importante. Ya estaba de veras angustiada cuando timbran a la puerta y corro a abrir, segura de que es él, aunque en realidad no tan segura porque él no timbraba, tenía llave y abría sin avisar, eso fue siempre un problema durante mi rollo con Sleepy Joe, porque nunca sabía cuándo iba a irrumpir Greg y a atraparme como quien dice con las manos en la masa. En todo caso abrí a la puerta y pues no, no era Greg. Era Sleepy Joe.
Traía un gorro de lana encajado hasta las cejas y venía en camiseta tipo esqueleto con sus brazos portentosos al aire, aunque afuera soplara todo ese viento. Así era él, ya le conté que a Sleepy Joe le gustaba exhibirse, hacer alarde de sus encantos, y por eso no me extrañó que viniera en esa facha.
—Hola, Culo Lindo —me dijo y me pellizcó el trasero.
—¡Suelta, bicho, ahora no! —le dije disimuladamente, convencida de que detrás de él iba a aparecer mi Greg.
Hubiera sido apenas lógico puesto que andaban juntos, o al menos de eso estaba convencida. Pero no. Detrás de Sleepy Joe no venía nadie.
—¿Y Greg? —le pregunté.
—¿Greg?
—Sí, Greg, tu hermano…
—Greg, claro, Greg. Estuve esperándolo y no se presentó.
—¿Cómo que no se presentó? —le dije—. Si salió de aquí a buscarte…
—Pues ya ves, no apareció.
—Qué dices, si tú le telefoneaste y él salió a buscarte… —No sé, nunca apareció.
Noté algo muy raro en Joe. Se esforzaba por parecer tranquilo, por hacerse el fresco, pero estaba alterado. Más que eso: estaba trastornado. Temblaba. El que ya de por sí es blanco, esa noche venía transparente, como si hubiera visto un espanto.
—Me estás mintiendo —le dije—. ¿Dos horas lo estuviste esperando?
—Lo esperé un buen rato y ya luego me entretuve por ahí —me dijo con una sonrisa nerviosa, de medio lado, que no supe cómo interpretar.
—Quieto con las manos —le dije, porque seguía tocándome—. ¿No ves que estoy preocupada?
—Cálmate. Cálmate ya, nada de histeria. —Más que un consuelo, era una orden.
—Te digo que Greg salió a tu encuentro cuando lo llamaste y aún no ha regresado.
—Calma, te digo, no quieras enloquecerme, porque lo logras.
Era cierto, me di cuenta de que el hombre estaba al borde del estallido, así que opté por bajarle el tono. Además seguía inquieta por Greg pero ya no tanto, Joe había empezado con los chupetones en la nuca y las frases sucias al oído y le digo la verdad, míster Rose, nunca he podido resistírmele al bastardo, no sé qué tiene que me hace perder el seso. Será testosterona, supongo, juventud y testosterona, es haga fe cuenta un plato suculento cuando uno anda muerto de hambre. Pero en para qué le explico si ya me entiende, y además es demasiado tarde, de qué sirve entender cuando ya la fatalidad nos cayó encima. Si me extiendo en aclaraciones es por remordimiento, por esa culpa que me carcome, comprenderá que no era bonito ni generoso de mi parte, mi Greg desaparecido en el día de su cumpleaños y yo contenta con su demora y aprovechándola para gozarme un rato a su hermanito guapo. Pero todo era raro, nada cuadraba, todo era muy raro esa noche. Había algo extraño también en Joe, hasta en la forma descuidada en que me tocaba, como si tuviera la mente en otra cosa. Porque él será vago y perezoso para todo, menos para el sexo, en ese campo siempre se empeña a fondo y es muy aplicado. Pero esa noche no. Estaba irreconocible esa noche.
—¿En qué piensas? —le pregunté.
No respondió, entre a la cocina y se tomó unas cuantas cucharadas de kapustnica fría., directamente de la olla.
—¿Te la caliento? —le pregunté, y él me apercolló» contra la pared, apoyándome el paquete en la entrepierna.
—Sí, me la calientas —dijo pero no era cierto, porque la tenía floja. Él, que siempre la lleva dura y parada, esa noche la tenía floja.
—A ti te pasa algo —le dije—, ahora sí estoy segura. ¿Tiene que ver con Greg?
—Calla y apúrate —fue todo lo que dijo—. Calla y apúrate, que no hay tiempo. Y quítate esos tacones de puta barata, ponte unos zapatos cómodos y un buen abrigo. Rápido.
—¿Vamos a salir a buscar a Greg?
—Eso mismo, vamos a buscar a Greg. Andando, tenemos los minutos contados. ¡Hola, Colorado, viva amigos míos de Río Huérfano! —gritó, pasando en segundos del bajonazo a una euforia que me sonó artificial, o más bien rebuscada. Una vaina bipolar, que llaman. Así gritó, en español, echando la cabeza hacia atrás y soltando un aullido tipo mariachi que hasta me asustó.
—Dime de qué se trata —le pedí—. Tú estás tramando algo.
—Nos llegó la hora, Culo Lindo, ¡nos largamos de aquí para siempre! ¡Cucurrucucú paloma!
—Qué tanto dices…
—Nada. Ve por el abrigo. Pero antes dame una Coca-Cola light. Pero ya, ¿me oyes? Ya, ya, ya, moviendo el trasero. Una Coca light. Esa no, idiota, esa es normal. Light, te estoy diciendo, ¡light! No me hagas repetirte cien veces cada cosa, la normal tiene azúcar y esto va a quedar más pegajoso que caramelo chupado. —Otra vez cambiaba de ánimo y empezaba a enervarse en serio; era rápido para encresparse cuando no complacían enseguida sus deseos.
Y que se saca del bolsillo una puñaleta y que me la muestra, pero la retira cuando yo estiro la mano para agarrarla.
—Quieta ahí —me advierte—, mirar y no tocar.
—Por qué andas con eso.
—Por nada. Se la traje a Greg.
—¿De regalo de cumpleaños?
—Eso mismo. De regalo de cumpleaños.
Yo las armas las detesto y esta era un puñal de los peores, una vaina negra y fea, de pandillero o de atracador, pero no se me hizo raro ni sospeché demasiado, total era frecuente que el par de hermanitos se pasaran un domingo entero manoseando armas, era su fascinación, hay hombres que tienen morbo por los fierros y ese era el caso de ellos, así que apenas normal que esa noche Joe saliera con una puñaleta para Greg como regalo de cumpleaños. Yo fui hasta la alcoba, me cambié los zapatos y regresé a la cocina con el abrigo en un brazo y Hero en el otro.
—Estoy lista —anuncié—, vamos a buscar a Greg.
Joe estaba limpiando el cuchillo con su pañuelo entrapado en la Coca-Cola light, luego lo secó con una servilleta de tela, lo envolvió así no más, en la misma servilleta, y lo colocó en lo alto de la estantería.
—Enseguida bajo —me dijo, y arrancó) a subir por la escalera que va a la azotea—, espérame ahí, quieta. No te muevas de donde estás. Y suelta ese perro, no lo vas a llevar.
Hero como que entendió y me dio las quejas con la mirada. Mientras esperábamos, pensé que el regalo se vería mal, así que nada se perdía con envolverlo bien, para que pareciera un obsequio de verdad. Fue una de esas cosas que se nos ocurren a las mujeres, que somos detallistas. Detallistas, así se le dice a esa babosada, y me dio por traer un par de pliegos de papel de seda, tijeras y una bonita cinta azul. Y envolví la puñaleta, tuve ese detalle. La envolví con cuidado de no tocarla para no ensuciarla, para no estamparle la huella de mis dedos después de todo el esmero que Joe había puesto en dejarla limpiecita. En dos minutos la tuve lista, con moño de cinta y todo. Contra la puerta de la nevera, entre un poco de fotos y otros recuerdos, había pegadas con imanes viejas tarjeticas de Navidad, de esas que dicen «De… Para…». Yo las conservaba todas, por sentimental, supongo, o por esa maña heredada de Bolivia de que nada se tira porque algún día puede ser útil, y toda basura se guarda y se recicla, o simplemente se deja ahí, amontonada, llenando cada cajón de la casa. Busqué una tarjeta que dijera «Para Greg de Joe». Por ahí tenía que haber alguna… ¡Y la encontré! Justo lo que necesitaba, «Para Greg de Joe», de puño y letra del propio Joe. Greg se iba a conmover con el detalle, así que prendí la tarjeta en el paquete y lo escondí en el más alto de los estantes, pensando en que si Joe lo veía se iba a burlar, o a encolerizar, así que mejor bajarlo sólo para entregárselo directamente a Greg. En esas, Joe empieza a hacer ruido arriba, en la azotea. Unos golpes secos, como martillazos, y luego se suelta a maldecir, como era su costumbre cada vez que se descontrolaba, y otra vez arranca con el golpe teo, pero a trancazos fuertes, como si le estuviera dando a un muro con un mazo. Qué cosas gritaba mientras tanto es algo que no sé, no lo recuerdo exactamente, o será que no alcancé a escuchar bien, pero sí me di perfecta cuenta de que se había cabreado, algo lo había puesto fúrico, y yo, que le temía a sus rabietas, fui a refugiarme en mi alcoba. Me senté al borde de la cama y me puse a acariciar a Hero, para tranquilizarlo. Temblaba, el animalito, cada vez que se nos venía encima la cólera de Joe. Y ahí fue cuando escuché el portazo. No, en la azotea no: en el piso donde yo me encontraba. Un portazo fuerte y violento; el golpe de la puerta de entrada cuando la azotaron contra la pared. Al principio pensé que Joe se habría largado, tirando la puerta tras sí. A veces lo hacía, así, intempestivamente. Pero luego escuché voces. Voces masculinas, desconocidas, y supe que varios hombres acababan de penetrar a la brava en mi apartamento.
Tiempo después, no sé cuánto, tal vez a dos o tres meses de mi ingreso en Manninpox, en esas primeras semanas en que andaba tan confundida, me encontré una mañana con que durante la noche las Nolis habían pintado un grafiti en la pared del corredor. Adivine, míster Rose, con qué lo habían pintado, no es tan difícil. Pues con la única pintura que tienen a mano, su propia mierda. Aparte de su propia sangre, claro, pero eso sólo en casos desesperados. Este grafiti decía «De mi piel para adentro mando yo». Me pareció típico de ellas, tratar de concientizar con cosas de esas, y lo que sentí fue rabia, las desprecié por cursis, por andar predicando vainas rebuscadas. Es que en esta olla podrida se cocina de todo, desde las más revoltosas hasta las más abyectas, desde las de pata al suelo, que no tienen ni donde caerse muertas, hasta unas cuantas hijas de rico que se permiten cada extravagancia. Como Tara, una ex modelo ya cincuentona pero todavía buenona que tuve un tiempo por compañera de celda. Juraba que ese era su nombre de pila, Tara, y le decíamos Tarada porque era más boba que las gallinas. Sabrá Dios a qué se dedicaba su amante para tener tanto dinero, o sería ella la rica, no sé, la cosa es que desde afuera el tipo le mandaba de todo, cremas, lociones, esmalte de uñas… Y un spray de olor a pino que era mi desgracia, porque cada vez que alguien hacía del dos en el escusado de acero inoxidable que tenemos empotrado dentro de la celda —ahí sin más, como un trono, en medio de la celda y a la vista—, cada vez que alguna se sentaba y hacía popó, enseguida Tara sacaba su spray de pino para matar el olor, rociaba chorros de eso y puta madre, qué asfixia, mejor no lo hubiera hecho, haga de cuenta ese chiste viejo, parecía que alguien hubiera cagado en el bosque. La cosa es que el amante le hacía llegar de todo a Tara, hasta unos dichosos pellets de soya para aplicación subcutánea. ¿Me lo puede creer? Yo ni los había oído nombrar, a los tales pellets de soya. Son unos superproductos finísimos de belleza que vienen en bolitas y que esa Tara sabía injertarse a sí misma con Gillette debajo de la piel, a la altura de la cadera; una cortadita minúscula, adentro el pellet, a cenar con micropore, y ya. Para regenerar las hormonas, reactivar el deseo sexual y rejuvenecer la piel. Cada pellet costaba 280 dólares, y su amante sobornaba a las guardias para que le hicieran llegar a ella su capsulita mensual, o bimensual, no recuerdo, en todo caso su pellet de soya le llegaba puntual, para que no tuviera que interrumpir el tratamiento. Y mientras tanto las locas de las Nolis escribiendo con mierda en las paredes sandeces como esa, «de mi piel para adentro mando yo». ¿Así que sí? ¿De mi piel para adentro mando yo? Nada más falso. Ahí sí que pura mierda. Tal vez Tara todavía tenga piel, esté donde esté tal vez conserve la piel gracias a sus cremas y a sus pellets de soya. Pero mi historia es otra. Mi piel ya no es mía, yo me quedé sin piel, yo soy una que anda en carne viva. Bueno, es un decir, no me interprete al pie de la letra, lo que pasa es que desde que los tipos me jodieron ando como ardida, como si todo me quemara. Me refiero a los del FBI que allanaron el apartamento la noche del cumpleaños de Greg.
Uno de ellos, al que los otros llamaban Birdie, se encerró conmigo en el baño. Me tiró al suelo y me hacía daño mientras me preguntaba dónde estaba el dinero. El dinero, gritaba, el dinero. Quería saber dónde estaba no sé qué dinero.
—El étnico dinero que hay aquí es el de la Virgen de Medjugorje —le dije.
—¿Qué cosa?
—Como que se aparece, la Virgen de Medjugorje… —Cállate ya, no digas estupideces.
—Pues sí, yo tampoco creo en eso, pero mi cuñado y mi marido son muy católicos y andan juntando dinero para ir en peregrinación hasta su santuario —soltaba yo a borbotones, muy nerviosa y hablando por hablar.
—¿Qué cosa?
—El santuario de la Virgen de Medjugorje, queda en Bosnia, o eso me han dicho, mi marido y mi cuñado andan ahorrando para ir a ver el milagro, pero si quiere coja el dinero, quédese con él, no hay problema, está en la cocina dentro de un tarro…
Pero eso no era lo que buscaba Birdie, que me calló de un sopapo y se puso como loco, se le saltaron los ojos y empezó) a darme unos golpes en la cara que me dejaban viendo estrellas. Yo había creído que era apenas un dicho, o algo que sale en los cómics, eso de ver estrellas cuando te pegan, pero esa noche descubrí que era real. A cada golpe, yo quedaba viendo negro y en esa negrura destellaban puntos de luz, como estrellas. Ahí supe que no es cuento: cuando te pegan fuerte en la cara, ves las estrellas. Y ese Birdie me seguía gritando, los ciento cincuenta mil dólares, you bitch, los ciento cincuenta mil dólares, no te hagas la zorra. Y yo ni puta idea, ¿de qué ciento cincuenta mil dólares me hablaban? Claro que se los hubiera dado, si los tuviera.
Los tipos se tomaron la kapustnica Greg, echados como cerdos en los muebles de la sala. Pusieron en la tele una de vaqueros con el volumen a tope, y mientras el Birdie me interrogaba, los otros merodeaban, olisqueaban, desocupaban cajones, todo lo pateaban, se iban tragando lo que encontraban. Yo preguntaba por Greg. ¿Y mi marido? ¡Díganme dómele está mi marido!, gritaba, o quería gritar pero no me oían, o me oían y no me respondían. No te hagas la zorra, me decían, y seguían insistiendo en que les entregara el dinero. Me tenían en el baño con las manos atadas. Pero le advierto, míster Rose, que esa noche para mí está borrada, no tiene carne ni realidad, es haga cié cuenta una nebulosa que sólo por momentos se despeja. En mi memoria resuenan todavía sus voces, eso sí los oigo reírse, pero todo lo demás es vago. Creo que a ratos me dejaban sola. Tal vez porque ese Birdie se cansaba de matonearme, o porque se alejaba un rato para recuperar fuerzas y empezar de nuevo. Todo lo recuerdo mal, incomprensible, como si hubiera sucedido hace cien años, o como si le hubiera ocurrido a otra persona. Salvo el frío del baldosín. Sé que me hacía temblar el frío del baldosín mojado, tal vez con los orines de ellos, porque era fuerte el hedor. Olía a macho encabritado y olía también a mi propio miedo, y recuerdo haber tenido el cuello tronchado contra el borde de algo, el escusado tal vez, o la bañera. No les gustaba la sopa, eso les oía decir, pero se la tomaban, y también la cerveza, y yo sabía que todo lo dejaban sucio, los platos sucios, las copas rotas, el mantel manchado, las huellas de sus zapatos en mi alfombra blanca.
Aunque recordando mejor, yo no tenía grandes temores sobre lo que pudiera sucederme a la larga. El que nada debe nada teme, dicen en mi tierra, y nunca me había metido en nada, y además ya con papeles en regla no veía de qué podían acusarme, tan era así que ni siquiera creía que fueran a sacarme de mi casa. Les exigía que me mostraran orden de allanamiento, orden de arresto, algún papel que los autorizara a hacer lo que estaban haciendo, y estaba claro que no tenían nada de eso. Así que durante todo ese rato estuve bregando a convencerme a mí misma de que debía aguantar con serenidad. Calma, me decía a mí misma, ante todo calma, esta pesadilla va a pasar y todo va a volver a ser como antes. Tal vez por eso ni gritaba ni lloraba durante el interrogatorio, no quería que se oyera el escándalo por el edificio. Y mire cómo es la cabeza, en medio de aquella escena, mi cabeza se preocupaba por la alfombra de la sala. Es de no creer. Y lo peor es que todavía pienso en ella, en mi alfombra blanca, debo estar loca. Más loca que esa señora que entrevisté una vez, la que me dijo que no resistía que le desordenaran las mechas del tapete, y que cada vez que alguien caminaba sobre su tapete, ella se iba detrás, agachada, alisando las mechas con la mano para que volvieran a quedar todas hacia el mismo lado. Sin que ella se diera cuenta, en mi formulario la catalogué como híper, o fanática absoluta de la higiene, que era precisamente lo que perseguíamos, reunir una buena lista de hipers, que sirvieran de target para una aspiradora multiservicios que absorbe las partículas de polvo del aire, y los pelos de gato, y también hasta al gato si se le atraviesa, la Miele S5 Callista Canister, que era precisamente la aspiradora que patrocinaba esa particular encuesta. Así estaba yo, igual de híper, sufriendo por mi alfombra cuando lo que me urgía saber era dónde estaba Greg, por qué no llegaba, qué le habría sucedido, y les preguntaba a ellos, díganme dónde está mi marido, qué le hicieron. Porque mi única esperanza en ese momento era que Greg apareciera, pobre mi Greg, tan enamorado de mí y yo tan enamorada de su hermano, pero era a él a quien me urgía ver ahora, para mis adentros rogaba que Greg entrara por la puerta, que les mostrara su credencial de ex policía y que todo se arreglara, todo bien de nuevo, el orden restablecido, el error aclarado y punto final a la pesadilla.
¿O no? Cabía otra posibilidad, pero era demasiado aterradora. ¿Qué tal que todo esto fuera obra del propio Greg, que se habría enterado de mis engaños y me enviaba estos matones para que me dieran mi merecido? ¿Serían amigos suyos estos matones? ¿Cómplices suyos en lo que me estaba pasando? ¿Era esta la venganza de Greg, que caía sobre mí como castigo divino? La sola idea me heló la sangre. Pensé que podría aguantar cualquier cosa, menos que Greg se enterara de los cuernos.
Ya Sleepy Joe, ¿lo habrían agarrado los tipos estos? ¿Lo tendrían atado en algún otro lugar del apartamento? Lo estarían interrogando también a él? No me atrevía a preguntar, no me convenía hacerlo. Tal vez él había alcanzado a escapar, seguramente por la azotea, o estaría arriba escondido y era mejor no alertarlos. A los tipos esos, mejor no alertarlos. Si Joe había escapado, volvería pronto con ayuda. Llamaría a Greg, le contaría lo que estaba pasando. Y Greg seguro vendría a socorrerme, porque no sabría nada del asunto de mi adulterio con su hermano. Claro que también podía ser que Sleepy Joe se hubiera quedado dormido allá en la azotea, y que ni cuenta se hubiera dado del allanamiento.
—La torta no se la coman, es para el cumpleaños de mi marido —les rogaba yo a los tipos del FBI, pero ellos ni puto caso.
—Ya no hay cumpleaños que valga —me decían, y se comían la torta directamente de la bandeja y a manotadas, sin ocuparse siquiera de cortarla en tajadas para servirla en platos. Los muy cerdos. Parecía que no tuvieran afán de ir a ningún lado, se habían instalado a sus anchas, parecía que ellos fueran los dueños de casa y yo la intrusa.
Hasta que Birdie me sacó vendada de mi apartamento y me llevó) a algún lugar, donde siguieron los interrogatorios, los golpes, los insultos y las zarandeadas, ahora más brutales que antes. Cuando terminaron conmigo, creo que varios días después, me sacaron de eso que debía de ser una comisaría de Policía y me trasladaron en bus, encadenada como peno rabioso. Por el camino alcancé a ver árboles, extensiones enormes de bosque, y por momentos pensaba que me iban a tirar en medio del bosque y me acordaba del cuento de Pulgarcito, que intenta salvarse dejando el camino sembrado de migas de pan que luego se comen los pájaros. Ya luego vi el letrero que decía Prisión Estatal de Manninpox, y supe lo que me esperaba. Al llegar estuve no sé cuánto tiempo sin bañarme, porque no me llevaban a las duchas. Tenía el pelo hecho un asco, todo apelmazado. Me habían obligado a desvestirme y se habían llevado mi ropa. El anillo de matrimonio me lo habían quitado y también la cadena con mi tercio de coscoja. Me hicieron poner un uniforme de tela muy delgada, una miseria de trapo para el frío que estaba haciendo, y en las noches me daban una cobija, una sola, tan corta que los pies me quedaban por fuera. No me dieron ropa interior. Yo hubiera pagado un millón de dólares por unos pantis, aunque sólo fuera eso, unos pantis para no sentirme regalada, sin pudor, en manos de esa gente, ellos unos dioses y yo una piltrafa. Sentía que el viento se me colaba por la entrepierna y me helaba por dentro. De la gente que me conocía, Greg, mis compañeras de trabajo, el propio Sleepy Joe, ninguno sabía que me hallaba detenida, ni dónde, porque no me habían permitido avisarles.
En algún momento me tomaron la foto, la famosa foto de frente y de perfil de los presos, y me adjudicaron un número, el 77601-012. Le aseguro, míster Rose, que en ese momento sentí que a lo mejor me salvaba. Al menos ya tenía un número, estaba anotada en algún registro, y si un día Violeta preguntaba por mí, le dirían que no era culpa mía si no había vuelto a visitarla. Si me desaparecen, pensaba, tendrán que darle cuentas a alguien, se abrirá una investigación sobre esa 77601-012 que figura en alguna parte.
La foto que acababan de sacarme sería mi garantía de sobrevivencia.