Entrevista con Ian Rose
—Lo que me queda es andar por ahí, en manada con mis perros, un animal más entre los animales —me dice Ian Rose, que ha aceptado desayunar conmigo en la cafetería del Washington Square Hotel, donde me hospedo ahora que he venido a Nueva York a entrevistarlo para este libro.
Asegura que desde que notan su tristeza, sus perros se esfuerzan por ser solícitos y por estar sonrientes (el término es suyo), y que ahora viven atentos a cada uno de sus movimientos, como si quisieran recordarle que pese a todo la vida vale la pena. Casi todos los días, allá en su casa de las Catskill, Rose sale a caminar con ellos por las trochas del bosque, en fila india y siempre en la misma alineación, que se rompe cuando salta una ardilla o relampaguea una salamandra y ellos enloquecen, o se disparan en estampida detrás de un conejo o un ratón de campo. A Rose le gusta ver cómo en el monte sus tres per ros se olvidan de modales, se vuelven perrunamente perros, liberan los instintos y pegan la nariz al suelo para seguir el rastro de quién sabe qué efluvios sexuales, o se entusiasman con cualquier cagarruta que encuentren por ahí. Los excrementos de otras criaturas son algo decisivo para ellos, me dice, de ahí obtienen más información sobre un sujeto que el Pentágono con sus espías. Cuando la caravana vuelve a la calma, arranca otra vez detrás de Skunko, el más ordinario y despelucado de los tres, el que se ha ganado el puesto de líder gracias a su instinto casi infalible para encontrar el camino de regreso; no importa qué tan lejos o perdidos estén, Skunko se las arregla para guiarlos de vuelta a casa, así sea después de un buen poco de rodeos innecesarios. Detrás de Skunko siempre va Otto, el grandullón buena gente que Rose heredó de su ex mujer, y en la retaguardia, pegada a sus piernas, la perra Dix, todos cuatro, Rose incluido, levantando al tiempo la trompa al cielo cuando olfatean el humo de alguna quema, o la cercanía del agua, y orinando contra las piedras o los troncos. Evitan supersticiosamente el recodo de camino donde apareció deshollejado Eagles, guardan silencio expectante ante el rastro de un oso o un zorro, bollan con sus huellas los mantos intactos y radiantes de nieve eme se extienden por el campo, distinguen los hongos comestibles de los venenosos y se echan a descansar sobre el musgo en los claros del bosque, al abrigo del sol pálido que se filtra por entre las ramas. Así también iban esa madrugada; me lo cuenta Rose mientras compartimos té con tostadas.
—¿Me entiende? —pregunta—. Cuando murió Cleve, yo supe que a partir de ahí sólo me quedaban mis perros. Mis perros y mi bosque.
Aunque a veces sus perros se pasaban de la raya y lo metían en problemas, sobre todo la bella Dix, una hembra explosiva y jacarandosa de pelo negro azabache, hija de labradora y pastor alemán, por naturaleza loca y fuera de control, como todo bastardo nacido del cruce de nobles razas. Viejos combates la habían dejado marcada con cicatrices y lo suyo era asaltar gallineros y contribuir a la extinción de patos silvestres y otras especies en peligro, y en esas ocasiones Rose la reprendía, sí, pero de mentirillijas, en el fondo sintiéndose halagado cuando ella traía la presa en la boca y se la entregaba. Hasta que un día Dix le trajo a Lili, la gata de la señora Caleazzi, una de las vecinas. Lili era un cotonete suave y blanco que a nadie hacía mal, ni siquiera a los ratones, y al verla convertida en una mierdita, Rose tuvo en principio la esperanza de que se tratara más bien de una paloma, pero por el collar supo categóricamente que era Lili, el gran amor de la señora Caleazzi, la amplia y amable señora Caleazzi, otro cotonete blanco y blando que tampoco le hacía daño a nadie. O sea que ese guiñapo entre los dientes de Dix era en efecto Lili, y Dix la colocaba ritualmente a los pies de Rose, volteando hacia arriba unos ojos dulces y mansos que pedían aprobación.
—Hija de puta, Dix —le dijo Rose, llorando de rabia o de compasión, y ya estaba pensando cómo castigarla cuando se interpuso Cleve, que por ese entonces estaba vivo y los acompañaba a veces en las caminatas.
—No la castigues, pá —le pidió.
Para Cleve estaba claro que había algo sagrado y ancestral en ese gesto de la perra, en esa conducta ritual, heredada de sus antepasados caninos y sin embargo marcadamente humana, eso de escoger una víctima, cazarla y sacrificarla, pero no para comerla; según él, lo espléndido del caso era la ausencia de una finalidad práctica, se trataba de algo más complejo, de la ratificación de todo un orden de cosas mediante el gesto de rendirle una ofrenda al amo. ¿Qué motivaba a Dix? Cleve no lo sabía a ciencia cierta. Pero ella parecía tener claro que de esa manera sellaba un pacto con un ser superior, en este caso Rose, que ante los ojos de los demás podía pasar por ingeniero hidráulico, pero que ante los ojos de sus perros era una especie de Dios.
—Mierda, Cleve —le dijo Rose—, entiendo el propósito de la condenada perra, pero canijo, hubiera podido traerme un conejo…
—Ella siente que cuanto más preciada la presa que te ofrenda, mayor el homenaje que te rinde —dijo Cleve.
—Okey, okey. Ya que dominas el reino animal, explícale a Dix que su Dios sólo acepta conejos. Y sácame del disparadero. Si enterramos a Lili sin decir nada, vamos a ver a la pobre Caleazzi desesperada, buscando a su gata por todos lados. Y si confesamos, la junta vecinal va a exigirnos que sacrifiquemos a Dix. Nos van a decir que su próxima víctima va a ser un niño, y tus teorías no van a servir para defenderla.
Cleve lo tranquilizó asegurándole que había una tercera vía y procedió a recoger lo que quedaba de Lili: apenas una nadita con pelos. En un operativo sigiloso, colocó los restos con todo y collar sobre el asfalto justo frente a la casa de la señora Caleazzi, y los aplastó con una piedra que luego tiró lejos. Para que encontraran a Lili y pensaran que la había matado un carro.
—Si hubiera visto esa noche a Cleve, en plan bandido —me dice Rose, con una sonrisa tristona—, sólo le faltaba el antifaz. Pero yo me sentí mal con la triquiñuela. La verdad, me sentí como la mierda. Cleve no. Cleve tenía otra manera para todo. Mire, yo soy un tipo plano, soy esto que ve y no mucho más, y en cambio a mi hijo le bullía mucha cosa por dentro. Yo de ceremonias y simbolismos no sé nada, con decirle que mi mejor ritual debe ser esta nubecita que en honor a mi madre le pongo al té que me tomo. Qué quiere que haga, hasta ahí me llega la profundidad. Afortunadamente la señora Caleazzi ya consiguió) otra gata, la vigila noche y día y le tiene prohibido salir de casa.
Ian Rose sabe bien que en determinadas circunstancias sus perros pueden llegar a ser temibles, y no sólo Dix, sino todos tres. Siempre juguetones y domésticos, se vuelven unas fieras si olfatean amenaza o detectan que alguien traspasa sus dominios. Sucede rara vez, pero llega a suceder, y me dice que en esas ocasiones es asombroso, y hasta admirable, ver cómo se agachan y se erizan, cómo los ojos se les ponen brillantes y oblicuos, las articulaciones se les vuelven flexibles y toda su anatomía se amolda a la agilidad despiadada de la caza. Es decir, involucionan, se transforman en segundos en los lobos que alguna vez fueron y se sueltan a actuar como jauría, con Dix a la cabeza, convertida en amazona; el gran Otto detrás, como un tanque de guerra, y Skunko, el chiquitín, hecho todo un sicario experto en tirarse a la yugular. Más de una vez Rose ha tenido que salvar del asalto de su guerrilla canina a algún incauto que se cuela en su propiedad, o incluso a algún amigo que estando en la casa hace un gesto brusco, o ríe demasiado fuerte. Claro que basta con que Rose tranquilice a sus perros, acariciándoles el lomo y diciéndoles ya está, ya está, todo bien, perruchos, todo bien, para que de inmediato ellos batan la cola, vuelvan a ser inofensivos como cachorros y exoneren a la víctima que habían estado a punto de destrozar. Que te sirva de advertencia, le dice Rose al intruso, si ese es el caso, y si se trata de un amigo, le recomienda que respire hondo, le alcanza un vaso de agua y le pide mil disculpas por el susto y el mal rato que acaba de pasar.
En esa particular madrugada, poco después de la llegada del manuscrito, Rose y sus tres perros habían salido al bosque, como siempre detrás de Skunko y sin saber bien hacia dónde, y llevaban más de dos horas de caminata cuando se toparon con una carrilera en desuso, medio camuflada entre la vegetación, y obedecieron como por instinto esa especie de mandato que imponen los viejos rieles, el de ir siguiéndolos en su recorrido desde ninguna parte y hacia ningún lado. Por ahí se fueron dejando llevar, como hipnotizados por la secuencia de durmientes resbalosos de moho, y Rose iba tratando de no pensar en nada que no fuera en cómo la distancia entre durmiente y durmiente marcaba la justa medida de su paso.
—O a lo mejor pensaba un poco en mi infancia, o quizá en la de Cleve —me dice—. Ya ve cómo es eso, las viejas carrileras nos traen recuerdos de infancia, aunque de niños no hayamos visto ninguna y ni siquiera hayamos viajado en tren.
El primer indicio de que se rompía el hechizo fue el pelo erizado de sus perros, que pararon las orejas y empezaron a actuar nerviosamente, como si olfatearan en el aire señales que no atinaban a descifrar. Poco después les salían al paso letreros que advertían No Trespassing, Violators Will be Prosecuted, y luego reflectores potentes que destrozaban la penumbra del bosque con hachazos de luz. Rose llamó a sus perros con un chillido para que dieran marcha atrás, y al abandonar la carrilera para retomar la trocha, se topó con una patrulla taciturna que acechaba tras un recodo, con los vidrios empañados por la respiración de los policías, que en su interior tomaban café de un termo. A los cinco minutos apareció otra patrulla, y más abajo una tercera. ¡A casa! ¡A casa ya!, les gritó Rose a sus perros, para acelerar el paso y alejarse rápido de esa zona vigilada, donde para nada le apetecía estar.
Quisieron tomar un atajo que no resultó y anduvieron perdidos por un buen cuarto de hora, hasta que fueron a salir a la carretera asfaltada, donde se toparon con la prepotencia de un retén que bloqueaba el paso hacia arriba de vehículos y peatones. Estaba custodiado por una docena de guardias tipo ciborg, vestidos de negro a lo Darth Vader, pero con máuseres en lugar de espadas de luz. Sobre el retén, un gran letrero cruzaba la vía de lado a lado, y al leerlo Rose sintió que lo recorría un escalofrío como el que debía de sentir un caminante del Medioevo al escuchar acercarse los cencerros de los leprosos. Sólo decía Manninpox State Prison, pero a Rose, que hacía sus pinitos en Dante, le sonó a Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate.
Contra su voluntad, había estado caminando hacia Manninpox. Llevaba años eludiéndola, evitando mencionarla, ignorando su presencia, y ahora, de buenas a primeras, se daba de narices contra ella, como si un imán lo hubiera atraído hasta sus propias puertas, o como si el manuscrito aquel de la presa empezara a surtir el efecto de un encantamiento. A ambos lados de la carretera, del retén hacia abajo, había germinado una colección dispar de construcciones precarias, evidentemente destinadas al paso y la estadía de los familiares de las presas: un impersonal Best Valué Inn, un restaurante grasiento que ofrecía cocina fusión y thai, un Best Burger, un Mario’s Pizza, una laundromatyun desteñido salón de belleza, llamado The Goddess Path, que anunciaba cortes de pelo, depilación y masajes. Raro nombre, pensó Rose, eso del sendero de la diosa, sobre todo tratándose del paso de tanta chica hacia el infierno. Había además un stand de revelado de fotografías, anunciado con la gran foto deslavada por el sol de una novia empacada en metros y metros de tul. Rose se dirigió hacia la gasolinera y al entrar al minimart adjunto, algo capturó su atención.
Aparte de los helados, las gaseosas, las revistas, los chicles, los snacks, los gift cards, phone cards, condones y demás productos de rigor en ese tipo de establecimientos, estaban expuestos para la venta una serie de objetos peculiares, digamos que fuera de serie, trabajos manuales tan elaborados como rebuscados y que parecían provenir de un submundo carente de noción estética y de sentido práctico. Se los veía aislados en un mostrador propio, bastante polvoriento, y cada uno de ellos era una pequeña pieza única de dolorosa inutilidad. Se trataba de forros para Biblia en cuero repujado; círculos de madera tallada que representaban mándalas; medallones de chaquiras con la insignia de amor y paz; funditas bordadas para teléfono móvil; llaveros con los signos del zodíaco; chuspas para la compra hechas en tejido anudado de fibra de poliéster. Las etiquetas los identificaban como artesanías fabricadas por las internas de Manninpox. Rose examinó cada uno de esos objetos con cuidado, uno por uno, sacudido por la evidencia de que aquello provenía de allá, de adentro. Se trataba de partículas de mundo hermético que habían logrado traspasar rejas y muros para llegar hasta su lado de la realidad. Lo asaltó la duda de si alguno de esos objetos habría pasado por las manos de María Paz. ¿Uno de los medallones, quizá? ¿Un mándala? ¿Una de las bolsas de fibra de poliéster? Esa bolsa azul con blanco y rojo, ¿la habría fabricado ella? A lo mejor María Paz había calmado el ansia de sus días de encierro ocupando sus manos en esa serie de nudos que aplacarían sus nervios, o la ayudarían a matar el tiempo. ¿Precisamente esa chuspa? Era una posibilidad en un millón, pero de todas maneras Rose la compró. Compró la chuspa azul con blanco y rojo, pagó por ella ocho dólares con cincuenta más lux. No me sabe decir por qué escogió precisamente eso y no cualquier otra cosa; hubiera podido ser un llavero de Acuario, que era su signo zodiacal, o una fundita para el celular que nunca había querido poseer. Pero eligió la chuspa, para dejársela sobre la cama a Cleve.
—Así contado suena creepy —me dice—, pero es que a raíz de la muerte de mi hijo, para mí todo se había convertido en señal. O en amuleto, yo qué sé. Era como si cada cosa tuviera un significado oculto que me urgiera descifrar. Me aferraba a lo que fuera, con tal de acercarme a Cleve. ¿Sí me entiende? No puedo explicarle bien. En todo caso compré esa chuspa para llevársela a él. Claro que al fin de cuentas no me animé a dejársela allá arriba en su buhardilla; ya le digo, demasiado creepy. En cambio la guardé en el cajón de mis calcetines. Supongo que la escondí ahí porque imaginé lo que mi hijo me hubiera dicho si me veía entrar con ese objeto. ¿Estás loco, pá?, eso me hubiera dicho. Y pues sí, yo andaba un poco loco. Bastante loco. Después de su muerte, cómo más iba a estar.
Del cuaderno de Cleve
La presa colombiana me sorprende, es jodidamente inteligente, maneja una mezcla de sentido común y chispa callejera que me descoloca. Está realmente empeñada en aprender a escribir, según dice para poder contar la historia de su vida. No sé qué crimen habrá cometido, y me cuesta imaginarla en esas. Desde luego aquí eso nunca se pregunta: no le averiguas a ninguna por qué cayó. A veces ellas mismas te cuentan, les entra afán por confesarse y te lo sueltan todo. Pero otras son muy reservadas. Y es cuestión de principios no inmiscuirte: cada interna paga sus cuentas pendientes con la justicia, y de ahí en más es simplemente un ser humano. Ni inocente ni culpable: un ser humano, y punto. Sin embargo, cuanto más me gusta esta María Paz, más me perturba la posibilidad de que sea de veras criminal. Y más que una posibilidad, eso es una probabilidad; al fin de cuentas vengo a conocerla en una puta cárcel y no en un convento. Claro que su delito, si es que lo cometió, puede tener que ver con droga; Colombia y cocaína, cocaína y Colombia, son palabras que van juntas. Yeso de alguna manera sería un atenuante. Ciertamente un gran capo, un sicario de cartel, un agente corrupto de la DEA o un banquero blanqueador de millones serían incompatibles con mis parámetros morales, pero ¿una linda niña con tres o cuatro años de cárcel por traerse en el avión unos cuantos gramos de coca escondidos en el brassier? Ese pecadito podría perdonarse. ¿Voy a juzgarla yo, precisamente yo, que de adolescente me fumé toda la hierba del mundo, por más señas de la santa marta gold, que venía precisamente de Colombia? ¿Voy a despreciarla a ella si ha incurrido en narcotráfico, yo, que cada tanto me esnifo mi poco de blanca, que además puedo comprar en plena Washington Square, justo debajo del arco y casi en las narices de la Policía? Eso en caso de que sea cierto que ella cayó por traficar. Pero no sé. A lo mejor no fue por eso y su asunto es más grueso. Pero carajo, qué linda es, qué cara tan bonita tiene esa morena… Yo me hago el loco, hago lo posible por disimular, sería grotesco utilizar mi trabajo para tratar de levantarme a una interna, ni pensarlo, eso sería un metidón de pata, una cagada interplanetaria. Creo que hasta ahora nadie se ha dado cuenta de lo mucho que me gusta, ni siquiera ella misma, aunque quién sabe. Y es que son unas malditas, ella y sus amigas; me miran con sorna y siento que durante la clase me comen vivo con los ojos. Son peligrosas y seductoras como unas Circes, todas ellas, jóvenes o viejas, gordas o flacas, blancas o negras. Yo un niño de pecho, y en cambio cada una de ellas es un tótem centenario. No por nada Homero describe la morada de Circe como una mansión de piedra en medio de un bosque espeso, y acaso qué otra cosa es Manninpox. Siento que la colombiana pone en mí grandes expectativas y me jode saber que voy a defraudarla, forzosamente voy a defraudarla, eso no tiene remedio por más que yo intente otra cosa. Es como si ella esperara todo de mí, cuando no está en mis manos darle nada. Me gustan esos ejercicios escritos que me entrega en clase, me hace sentir’ bien sentarme aquí, solo en mi buhardilla, a leer sus historias; las locuras que cuenta me ayudan a sobrellevar el silencio de esta montaña. Quisiera poder decirle que la poderosa es ella, que yo bebo de su fuerza, que es ella quien cuida de orí, allá desde su celda, y no al contrario. Podría jurar que, de los dos, quien va a sobrevivir es ella. Sus historias son medio tétricas, pero les imprime una carga humana que las ilumina, y su voz de Sherezade me va llevando de noche en noche. Qué risa, escribo «Sherezade», y el corrector automático de mi procesador cambia la palabra por «chorizada». Vuelvo a poner Sherezade, y vuelve a aparecer chorizada. De acuerdo, me rindo, tiene razón él; está tratando de llamar mi atención sobre la cursilería de la frase. Digamos entonces que la chica colombiana se ha convertido en mi chorizada nocturna.
Entrevista a Ian Rose
Al lado de la prepotencia blanca e iluminada del letrero que anunciaba Manninpox State Prison, Ian Rose vio otro, pequeño y humilde, que decía en español, en letras ya borrosas, Mis Errores CaféBar. El café de Cleve. Rose y sus perros habían ido a parar ni más ni menos que al café que frecuentaba Cleve. A la mierda, pensó Rose, es como si todo estuviera predeterminado. Caminó hasta la puerta y entró cual detective a la escena del crimen, como si temiera borrar alguna huella que su hijo hubiera dejado flotando por allí. Pero el lugar estaba desierto y desangelado, y en realidad no le dijo mucho. Sobre las mesas de fórmica colgaban los semicírculos rojos de unas lámparas plásticas cagadas por las moscas, y el hule azul en que estaban forrados los bancos había cedido por las costuras, dejando asomar tripas de espuma de caucho. Rose pidió en la barra una Cola-Cola Light para él y agua para sus perros, y sintió el impulso de ordenar además un cortado para Cleve. Era lo que siempre pedía su hijo, un cortado, y le ponía una pizca de azúcar.
—Mírelas —le dijo el barman, adelantando el mentón para señalarle a las mujeres del salón de belleza, que quedaba del otro lado de la calle, justo enfrente al Mis Errores—. ¿Las ve? No sólo te peinan, hermano, también te la pelan. Fíjese en la más alta. Antes de trabajar ahí, estuvo presa en Manninpox. Y no es la única, no crea, ha habido varias que salen libres pero que no saben adonde ir, ni a qué, porque no tienen casa ni oficio, ni familia que las quiera ni perro que les ladre. Esas se quedan ahí, plantadas donde las sueltan. Se juntan entre ellas para compartir habitación de tarifa mensual en el Best Valué, y si no están muy ajadas, se arriman al Goddess Path para trabajar de manicuras o de masajistas. Ni falta hace que le especifique qué clase de masajes, ya sabe a qué me refiero.
—En realidad no me interesa —dijo Rose, clavando la vista en su vaso y moviéndolo para hacer sonar los hielos, en señal de que no quería engancharse en ninguna conversación.
—¿Quier e ver la prisión? —El tipo insistía en ponerle tema—. Desde la carretera no alcanza a verse, la oculta el bosque, pero desde la azotea de este local sí que se ve. Es un espectáculo, se lo aseguro.
Rose le dijo que no pero el barman siguió presionando, quiso tranquilizarlo aclarándole que no iba a costarle nada, que antes sí cobraba, cuando tenía los binóculos a disposición de los clientes, pero ya no.
—Les cobraba a los turistas —seguía diciéndole el tipo, aunque Rose esquivara su mirada—. Bastante gente sube por la carretera hasta acá sólo para conocer la cárcel, y no me refiero sólo a los familiares de las presas. Le estoy hablando de personas normales, turistas que se llevan una decepción cuando se dan cuenta de que Manninpox está escondida detrás de todos esos árboles. La idea de poner en la azotea unos binóculos para la clientela fue de mi amigo Roco, bastante buena idea, se lo aseguro, nos entraba dinero extra por ese concepto. Cobrábamos un dólar por cada tres minutos de observación. Aquí donde me ve, yo soy el dueño de este establecimiento, y yo supervisaba todo y atendía el bar, mientras Roco se encargaba de cronometrar y cobrar los binóculos, y como esa atracción tenía buena demanda, el local se llenaba y subía el consumo de bebidas y alimentos. Un espectáculo. Si corrías con suerte, podías hasta ver a las presas cuando las sacan hacia el bus para llevarlas a la audiencia. El detalle humano, ¿me entiende? Las sacan en fila india, cada una atada de las muñecas, la cintura y los pies, y además encadenada a las demás, todo un espectáculo, créame, ni Houdini podría zafarse de esa, y ellas casi no pueden caminar así, parecen patos avanzando a salticos. Es la The Une, que llaman, y desde aquí veías todo como en palco de honor. Ya no; eso era cuando teníamos los binóculos. Recuerdo a una presa en particular, una mujer joven, buenamoza ella, que lloraba o moqueaba y trataba de limpiarse las narices con un pañuelo que tenía en la mano, pero claro, se lo impedía la cadena, a mí me hubiera gustado ayudarla, se lo juro, de haber podido la hubiera soltado, al menos mientras se sonaba. Los binóculos eran alemanes, o sea bien finos, los compré de segunda pero estaban en perfecto estado, con todo y estuche en cuero de marrano, pero a las autoridades les dio por decomisármelos amenazando con detenerme si seguía husmeando lo que ocurría en la cárcel, y me jodieron el negocio. Pero si usted quiere subir a la azotea, bien pueda, adelante, el edificio se ve a ojo pelado, se pierde el detalle humano pero puede apreciarse el arquitectónico. Manninpox es todo un monumento, vale la pena, no se va a arrepentir. Fue construido en 1932 por Edward Branly, un genio en su época, usted no habrá visto nada parecido a lo que ese hombre fue capaz de idear, al menos no de este lado del Atlántico. Si conoce Europa tal vez sí, pero ¿en este país? ¡No señor! En este país no verá nada igual.
—Al fin acepté y subí —me cuenta Rose—. Tal vez porque necesitaba hacerlo, aunque lo negara. Tenía que ver todo aquello con los ojos de mi hijo. No fue por morbo, se lo aseguro. Supongo que los turistas soltaban el dólar por tres minutos de voyeurismo. Pero yo no. Yo acepté porque iba a conocer por fin el lugar que había acaparado la atención y la pasión de Cleve durante los meses anteriores a su muerte. Por eso acepté, porque aquello me hablaba de Cleve, y además porque allí permanecía encerrada esa chica, María Paz, y últimamente yo andaba dándole vueltas a su historia, releyendo el manuscrito y preguntándome por su autora.
La cosa es que Rose se encaramó a la azotea del Mis Errores y observó. Tuvo que reconocer que no le faltaba razón al dueño del establecimiento. Aquello no era ningún bloque uniforme y gris, como había imaginado; era todo un despliegue arquitectónico en medio del bosque, en forma de castillo europeo de estilo incierto, a medio camino entre medieval y renacentista. Ante sus ojos apareció un ostentoso castillo de piedra con muros masivos, un par de torreones sólidos, portones de arco de medio punto, ventanales estrechos con barrotes de hierro rematados en punta de lanza, balcones ciegos, capilla y foso seco alrededor. Quiso relacionarlo con algo que le resultara familiar y encontró que aquello era una suerte de réplica americana de la fortaleza de Pinerolo, donde tuvieron encerrado al desgraciado de la máscara de hierro, o una versión tipo Nuevo Mundo de la Torre de Londres. Todo el conjunto recreado con una obsesiva morbosidad por el detalle. Algo así como un Disney World del horror, y Rose pensó que sólo faltaba un hit para de con las presas levantando al unísono la pierna, como Rockettes del Radio City, pero en minifaldas de rayas blancas y negras. Para completar el cuadro de enfermiza hiperrealidad, sólo faltaba que le añadieran una visita guiada a la cámara de torturas, o un espectáculo de luz y sonido sobre un patíbulo público que resultara fascinante para la multitud. Aquello le dio la impresión de ser un museo de cera, uno en el que cobraran veinticinco dólares la entrada para adultos, quince para niños y gratis para mayores de setenta y menores de cuatro: «Visite una oscura prisión de la Edad Media, unique experience, don’t miss it!». Con el atractivo adicional de que no estaría poblado por figuras de cera, sino por presas de carne y hueso. Vista desde afuera, la prisión de Manninpox era un ersatz, ixn trompe, concebido y construido ante todo para atraer la atención, para impactar a un público, en últimas para entretener.
Rose no sabría cómo más describir aquello, ni cómo explicar la razón de ser de ese espectacular despliegue de poder justiciero y de fuerza coercitiva, esa demostración de la grandeza de los jueces, las autoridades, los fiscales, los celadores, los guardianes, los vecinos honestos y demás ciudadanos de bien, frente a la presunta insignificancia e infamia de los prisioneros. Alguien, más precisamente el Estado americano, se había tomado el trabajo y había invertido millones en construir aquel monstruo con el fin de impresionar y aleccionar. Pero ¿a quién? Difícil descifrarlo en este caso, si se tenía en cuenta que la portentosa construcción no era visible para nadie, a menos de que te encaramaras en la azotea del Mis Errores. Empezando por las propias presas, destinatarias del escarmiento, porque una vez adentro no podrían contemplar la fachada; la verían a lo sumo una vez, fugazmente, el día en que eran traídas para encerrarlas, y con suerte una segunda vez, en la fecha de su liberación, cuando Manninpox se reflejara en el espejo retrovisor del autobús que las alejara de allí.
Del cuaderno de Cleve
¿Matamos a la gente que mata para que los demás sepan que no está bien matar? La pregunta se la hace Norman Mailer, y es una buena pregunta. Ni qué decir de la práctica de exhibir el castigo de unos como espectáculo para los demás. Así somos, la humanidad civilizada presenció los últimos casos de ahorcamiento en plaza pública hace relativamente poco, ya estaba bien entrado el siglo XX cuando se registró el último, y al fin y al cabo qué tanto avance ha sido la inyección letal, esa hipocresía aséptica que exhibe al condenado tras una vidriera ante el circunspecto público, que se acomoda en un teatrito para presenciar su muerte. Y qué tanta distancia va del antiguo penitente clavado en cruz al reo de hoy, atado con correas de cuero a una camilla con los brazos extendidos, también en cruz. Me produce asco el grotesco sinsentido de Manninpox, aun como construcción; me repugna su arquitectura estrambótica y pretendidamente aristocrática. Y es que al fin de cuentas, ¿quiénes somos? How fake can we get? ¿A cuánta payasada o cuánta crueldad estamos dispuestos a recurrir, con tal de anclarnos en un pasado prestigioso que no poseemos?
Entrevista a Ian Rose
Ante la altura y las dimensiones de la fortificación insólita que es Manninpox, Rose encontró que el Best Valué Ian y las construcciones aledañas parecían casitas de cartón, y que el Mis Errores se veía ínfimo y destartalado, un lugar realmente miserable, como si toda la desolación del mundo se concentrara en esas pocas mesas, o como si todas las moscas del mundo se hubieran puesto de acuerdo para venir a cagar en aquellas lámparas rojas de acrílico, que producían una luz tan chirle que de veras encogía el alma.
—Hoy no hay nadie por aquí porque no es día de visita, las únicas visitas son los sábados a las dos de la tarde y esto se abarrota con los familiares que vienen a ver a las chicas. En otra época los traía el tren, pero ya no hay tren, así que vienen en automóvil particular. O en taxi. —El dueño del bar iba repitiendo a espaldas de Rose una retahíla como de guía turístico—. Muchos llegan en taxi, pasan la noche en el Best Value y esperan hasta la una, cuando los recogen las minivans blancas de la prisión y los llevan hasta allá adentro, y da lástima verlos, los guardianes los tratan propiamente como si fueran delincuentes también ellos, no les tienen paciencia, los insultan cuando no entienden las instrucciones. Y es que la mayoría de las presas son spics. O Africanamerican. Negras o latinas, la gran mayoría; no espere encontrar mucha blanca. Algunos familiares vienen de lejos, sobre todo de México, República Dominicana o Puerto Rico. Y Colombia. Cada día hay más presas colombianas, las agarran con droga, ya sabe, Pablo Escobar, los carteles, esa historia. A las seis de la tarde ya están los familiares aquí de vuelta, porque a las cinco termina la visita. Es una desgracia ser familiar de presa. La gente les tiene lástima a ellas pero no piensa en los familiares, que casi siempre son ancianos con niños. Mucho hijo de presa queda en manos de sus abuelos. Haga la cuenta, a los taxistas tienen que pagarles el servicio para que los traigan hasta acá, los esperen y luego los lleven de vuelta. Son mis mejores clientes, los taxistas, los que más consumen, aquí se quedan viendo un partido de fútbol por la tele, o jugando cartas, y con lo que acaban de ganar por la carrera, pueden pedir todo lo que ofrezco en la carta. En cambio los familiares a veces son plaga, ya le digo, llegan pelados después de costear el viajecito, empezando por el tiquete de avión, ¿y quién sale pagando el pato? Pues yo, quién más va a ser, porque acá en mi bar hacen antesala y ocupan mesa durante horas, usan el baño, se afeitan o se peinan en el lavabo, se quedan dormidos en los bancos y apenas si pagan lo del café o los refrescos, porque no es mucho más lo que consumen. Los peores son los poblanos, o sea los que vienen de Puebla. Llegan por docenas y traen comida de su tierra, chiles y cosas picantes y sobre todo tortillas, qué manía con las tortillas, yo tengo que prohibirles que entren con alimentos y hasta letrero colgué a la entrada con la advertencia, allá afuera puede verlo, dice «Prohibido entrar con comidas o alimentos», así en español, porque lo puse básicamente para que los poblanos se fueran enterando. Lo redactó Roco y yo pinté las letras sobre la tabla, como quien dice, él fue el autor intelectual y yo el autor material de ese letrero, que a la hora de la verdad no ha servido para mucho. Oye, señor, trato de explicarles a los poblanos, yo vender comida, tú comprarla. Desde que se fue Roco, que sabía español, es difícil que entiendan razones, se hacen los locos y piden un solo plato, pongamos por caso espaguetis con albóndigas, una sola porción para compartir entre varios, usted me dará la razón en que eso para mí no es negocio, y lo peor es que hacen a un lado la pasta, sacan del morral tortillas y frijolitos y con mis albóndigas se fabrican tacos, no hay quien les quite esa maña. Por eso me entiendo mejor con los taxistas, sí señor, mucho mejor, con los taxistas hasta conversar se puede, es bueno tratar con gente que habla tu mismo idioma y que se comporta normalmente, gente en la que puedes confiar, sabiendo que si piden espaguetis con albóndigas, se van a comer las albóndigas y también los espaguetis.
—¿Y el nombre? —preguntó Rose, recordando que alguna vez había visto mencionado ese nombre, Mis Errores Café-Bar, posiblemente en una de las historias gráficas de Cleve.
—No se lo puse yo, se lo puso Roco, sus padres son de Costa Rica. La idea fue de Roco.
Al regresar a casa, Rose escondió la chuspa de poliéster en el cajón de sus medias y enseguida subió al ático, para rebuscar entre los documentos de Cleve. Nunca antes lo había hecho, ni siquiera se le había ocurrido, le parecía una violación de su privacidad, pero ahora le había entrado la necesidad de saber más. Su cabeza quería entender en qué clase de mundo andaba metido su hijo, donde unas prisioneras pirogrababan mándalas en cuero desde sus torrejones en un falso castillo medieval. Cleve era un chico ordenado que organizaba meticulosamente sus cosas; no sería difícil dar con los papeles de sus tiempos de director del taller de escritura en Manninpox.
La tarea no le tomó a Rose más de una hora. El nombre verdadero de María Paz figuraba allí, y también sus apellidos, sus señas, su edad, su nacionalidad, hasta sus ejercicios y tareas para la clase de Cleve, páginas y páginas manuscritas con nuevos fragmentos autobiográficos que venían a completar lo que Rose había leído ya. Hasta fotos de ella podían verse en la copia de la ficha de ingreso a la prisión. Eran las famosas fotos de frente y de perfil con plaqueta numerada sobre el pecho, y mostraban a una muchacha bastante impresionante. De mirada sombría, boca grande y ceño tan fruncido que las cejas se encontraban en el centro. Así que esta era María Paz, por fin podía verla: desafiante, despeinada y contrariada. Llevada del demonio. Esta nerita debe darles brega, pensó. Pero al mismo tiempo la muchacha atraía, Rose tuvo que reconocer que era una joven seductora, eso seguro no se le habría escapado a Cleve. Era morena, de definidos rasgos latinos y un pelo indómito que se negaba a permanecer sujeto atrás, tal como debieron ordenarle para que sus orejas quedaran expuestas en la foto. Pero esa no era melena que permaneciera quieta, ni que obedeciera órdenes de quienes pretenden clasificar a la gente por la forma de sus orejas. Esa era una melena que se escapaba en crenchas rebeldes como plantas trepadoras, o culebrillas que podrían picarte si te acercas. Una melena como la de Edith, pensó Rose.
—Madre mía, Cleve, qué criatura —dijo en voz alta, observando la foto—. Vaya mirada de conmigo no te metas la que tiene tu amiguita. Este es un animal acorralado que acaba de comprender que la pelea es a muerte.
Rose acababa de enterarse de la verdadera identidad de la mujer, había visto su foto, ya conocía su aspecto y ahora necesitaba saber más. Le urgía enterarse de cuál había sido su crimen; tal vez tuviera algo que ver con la muerte de Cleve. En un primer momento, Internet no le proporcionó nada bajo el nombre real, pero no se dio por vencido y siguió buscando.
—No estoy diciendo que la culpara a ella de la muerte de mi hijo —me dice—. Mal podría hacerlo, si ella debía de estar presa cuando el accidente en moto. O sea que no. Yo simplemente me dejaba guiar por el olfato, y todo parecía indicarme que andaba tras las huellas de algo.
»¿Quiere ver la única información que encontré en Internet sobre el crimen de María Paz? —me pregunta—. Había aparecido meses antes en el NY Daily Nexos, y yo la encontré a través de Google. La imprimí y aquí la tengo, si quiere léala, se refieren a María Paz como a “la esposa del occiso”, y la acusan directamente del asesinato del marido. Tómela. La puede fotocopiar, si quiere. Sólo le pido una cosa: si la divulga, quite los nombres propios. Ya sé que aparecen en Internet, pero al menos que no se sepan por culpa mía, Cleve no me lo hubiera perdonado. Quite los nombres propios, reemplácelos por XXX.
Ex POLICÍA BLANCO ASESINADO, VÍCTIMA DE ODIO RACIAL. En la noche del miércoles, en la esquina de XXX con XXX, fue encontrado el cuerpo sin vida del ex policía XXX, asesinado con arma de fuego por un presunto grupo de pandilleros motivados por el odio racial. Según reportes policiales, la víctima recibió siete impactos, uno de los cuales le alcanzó el corazón, penetrando en el ventrículo izquierdo y produciendo el deceso. Al hacer el levantamiento del cadáver, se encontró que presentaba además cinco heridas infligidas post mortem con arma blanca, una en el pecho, una en cada mano y una en cada pie. El ex policía, de cincuenta y siete años de edad, llevaba ocho retirado del servicio público y trabajaba últimamente como celador en una empresa de encuestas de opinión. Iba desarmado y en pantuflas la noche del crimen. Antes de escapar, los criminales escribieron sobre el muro la frase Racist pig. XXX, esposa del occiso, fue detenida horas después en el apartamento que la pareja compartía a pocas cuadras del lugar del crimen, donde se encontró el cuchillo Blackhawkgarra II con que fue marcado el occiso, y que ahora reposa como evidencia física en custodia de las autoridades pertinentes. Dicho cuchillo había sido empacado en papel de regalo y llevaba tarjeta de cumpleaños a nombre de la víctima. La mujer, de veinticuatro años de edad y de origen colombiano, trabajaba como encuestadora en la misma empresa donde la víctima se desempeñaba como celador. Allí se habían conocido años antes, y casi enseguida contrajeron matrimonio por el rito católico. Se ha comprobado que siendo indocumentada, XXX se hizo contratar presentando en la empresa papeles falsificados y que posteriormente legalizó su situación migratoria mediante matrimonio con el policía retirado, este sí ciudadano norteamericano y treinta y tres años mayor que ella Mierda, las pantuflas, había pensado Rose al leer aquello. Lo que más le impresionó fue el «detalle humano», como hubiera dicho el dueño del Mis Errores. Un viejo policía que saleen pantuflas al encuentro con la muerte. Rose se preguntó si Cleve habría sabido, o al menos sospechado, que su gatita amiga era semejante asesina de sangre fría. ¡Pero si la mínima dignidad que debe deparársele a la víctima es la de morir vestido y calzado! El detalle humano. Ni qué hablar del toque escalofriante de empacar para regalo el arma homicida, dedicandosela a la víctima precisamente en el día de su cumpleaños. ¿Qué clase de bicho era esta María Paz?
—Vaya, vaya, tu colombiana es una cuchillera desquiciada… Dónde andabas metido, muchacho, con quién te mezclabas —le dijo Rose padre al recuerdo de su hijo, y volvió a sumergirse en Google a indagar sobre cuchillos del tipo Blackhawkgarra II, como el que habían encontrado en casa de María Paz empacado en papel de regalo. Y en Google apareció, porque en Google aparecía todo, y según las fotos de catálogo se trataba de un objeto repugnante, una navaja curva, automática, que como su nombre indicaba tenía forma de garra, garra que desgarra, terminada en uña que chuza y penetra. De acero negro, la asquerosa cosa, casi azul de pirro afilada, con bahías en el mango para que los dedos se afianzaran en un grip perfecto, un juguetito sádico que en un abrir y cerrar de ojos debió traspasar la carne del policía, hendiendo como mantequilla la suela felpuda de sus pantuflas, la planta de sus pies y la palma de sus manos.
Era imaginable y hasta comprensible que una muchacha bonita sintiera fastidio por su mar ido viejo, que lo utilizara para legalizar su situación y que odiara el precio que tenía que pagar por ello, valga decir la dependencia del Viagra y otras limitaciones. Hasta ahí la cosa tenía cierta lógica. Pero ¿llegar al punto de acuchillarlo en pantuflas? ¿Juntarse con media docena de amigos oscuros y jóvenes como ella y también bailadores de salsa, para chuzar al pobre gordo hasta la muerte con una Blackhawkgarra II? Rose se sintió incómodo en su propia habitación, esa cueva amable en la que se refugiaba desde el abandono de Edith, no del todo a disgusto, la verdad, porque al fin y al cabo dormir solo tenía sus ventajas, él era persona que a la noche ronca, tose y pedea, y resultaba más cómodo hacerlo sin testigos. Pero esa noche ni siquiera su alcoba le deparaba sosiego y se durmió fastidiado con toda aquella historia turbia de un policía masacrado por su propia mujer; le angustiaba horrores la posibilidad de que su hijo Cleve hubiera tenido alguna conexión con eso, aunque fuera indirecta y remota.
Lo despertó a medianoche la sospecha de que Emperatriz, la dominicana que le hacía la limpieza, pudiera odiarlo a él como había odiado esa colombiana a su marido, el ex policía blanco. Que Empera fuera amable y servicial sólo en apariencia, que le alcanzara las pantuflas con intenciones nefastas y que a sus espaldas mascullara los motivos de su desprecio por él, ese blanco que la esclavizaba por un puñado de dólares, algo por el estilo. Y luego lo asaltó una duda todavía peor: ¿habría tenido razón Edith en aquella época, al alejarse y alejar al niño de Bogotá? ¿Los habrían odiado allí todos sus sirvientes, a ellos, los blanquitos y riquitos para quienes tenían que manejar el coche y trapear el piso e ir al mercado y cocinar y lavar baños y arreglar floreros…? ¿Rose y su familia les habrían suscitado una ira secreta y una violencia inconfesable, tal como sospechaba Edith? Una cosa era segura: entre los obreros de la compañía había infiltrados de la guerrilla, dispuestos a secuestrar al primero de los jefes gringos que se descuidara. Para los Rose no había sido fácil vivir con esa espada de Damocles, y por eso Ian no había tratado de disuadir a Edith cuando ella anunció que había llegado al límite de su aguante. Y tantos años después, ya en las Catskill Mountains y hacia las dos de la mañana, en medio del desvelo y del revoltijo de sábanas, el complot latino iba creciendo a ritmo exponencial entre la cabeza recalentada de Rose. María Paz, Empera y los sirvientes bogotanos confabulaban con obreros y guerrilleros para atentar contra los anglosajones, a quienes planeaban asaltar y apuñalar tan pronto se descuidaran y se pusieran las pantuflas, o se durmieran del todo. No había defensa posible, a la civilización occidental se le estaba viniendo encima todo el Sur, el explosivo y atrasado Sur, el desmadrado y temible Sur, con sus miles de odiadores de gringos que venían subiendo en horda encabezados por María Paz y Empera, que eran las líderes de esa gran invasión que avanzaba por Panamá, atravesaba Nicaragua, se dejaba venir como tsunami por Guatemala y México y era inconterrible cuando se colaba por los huecos de la vulnerable frontera americana. Los del Norte ya tenían encima a la marea negra del Sur, la tenían adentro, limpiando sus casas, sirviendo la comida en los restaurantes, poniéndoles gasolina a sus autos, cosechando sus calabazas en Virginia v sus fresas en Michigan, día tras día diciéndoles have a nice day con pésimo acento y sonrisa taimada… y escondiendo Blackhawkgarra II entre el bolsillo, envidiosos de su sistema democrático y dispuestos a arrebatarles sus bienes. Los buenos, que ya habían perdido Texas, California y Florida, ahora perdían también Arizona y Colorado. New México y Nevada eran ya bastión del enemigo, y poco a poco irían cayendo en manos de los malos los demás estados. A menos que Ian Rose lograra reaccionar y apaciguara las embestidas de su crisis de ansiedad. Así le había dicho el médico que se llamaba aquello, crisis de ansiedad. Le habían empezado a raíz de la muerte del hijo, y para controlarlas le habían recetado Effexor XR, que a Rose le disgustaba porque lo dejaba medio atontado, y porque tenía la esperanza de que con el tiempo la cosa fuera mejorando por sí sola.
Qué calentura la mía, pensó, cambiándose la piyama empapada en sudor. Necesitaba serenarse, recuperar el punto de equilibrio. Mejor abandonar la alcoba, que había sido el congestionado escenario de su pesadilla, y pasar a la cocina, siempre más fresca, para pisar con pies descalzos las baldosas frías, abrir bien las ventanas, renovar el agua en el platón de los perros y servirse un buen vaso de jugo de manzana con mucho hielo. Regresó a la cama, pero no quería dormirse por temor a que volvieran las alucinaciones, así que prendió el televisor y se vio por enésima vez An American in París, con Gene Kelly. Luchaba contra el sueño también por otra razón: sospechaba que, si se dormía, iría a parar de nuevo a Manninpox, ese lugar que le repugnaba y que al mismo tiempo empezaba a atraparlo, como había atrapado a Cleve. Despierto podría sustraerse a su influjo pero dormido quién sabe, dormido corría el riesgo de dejarse llevar hacia allá, sonámbulo, como hipnotizado por entre el bosque, traicionado por sus propios pasos, que iban a transportarlo hasta esos muros porosos y a obligarlo a atravesarlos, a filtrarse contra su voluntad por entre la piedra, a cruzar los patios ciegos y a recorrer los corredores lóbregos, que olerían, como los circos, a una mala mezcla de meados y creolina, y sus hasta ahora nobles botas Taylor & Sons, en un alarde de empecinamiento, iban a conducirlo hasta las propias entrañas de aquella construcción, hasta su corazón ardiente, o sea las apretadas hileras de celdas, donde la respiración femenina se pegaría a las paredes como manchas de humedad, y donde la manada de leonas enjauladas estaría esperándolo, a él, Ian Rose, para lamerle la cara o para destrozársela de un zarpazo. Pese al jugo de manzana las pesadillas no cedían, y Rose no tuvo más remedio que tomarse el Effexor que había tratado de evitar ese día. El sueño lo fue venciendo hacia el amanecer, cuando quedó profundo a la mitad de Some Like it Hot, otro film que también se sabía de memoria. Al final no supo cómo había logrado defenderse pese a su estado de inconsciencia, ni de qué mástil se habría agarrado, como Ulises, para contenerse ante los cantos de sirena de las internas de Manninpox; el caso es que ya bien entrada la mañana despertó a salvo en su propia cama, o mejor dicho lo despertó el acoso de sus perros, que no entendían por qué a esa hora todavía no había habido ni paseo ni desayuno.
Más tarde, bajo la ducha, a Rose le vino a la cabeza una idea. Aunque «idea» no era la palabra: fue más bien el fogonazo de una imagen que lo asaltó junto con una desazón venida de atrás, de sus años en América del Sur: la figura solitaria de un hombre clavado a una cruz, un condenado a muerte. Un crucificado. Eso era; lo supo al instante. El crimen del policía no había sido motivado por odio racial, como aseguraba la nota de prensa. La frase esa, racist pig, bien podía estar en el muro desde antes del asesinato; grafitis por el estilo debían de abundar en un barrio multirracial y conflictivo como el de María Paz; no por nada andaban protestando los vecinos. El asunto del ex cap era otra cosa. Había sido una crucifixión. Una crucifixión sin cruz. Las heridas de cuchillo en el cuerpo del muerto eran las mismas del Cristo crucificado, una en cada mano, una en cada pie y la quinta en el costado. Son los estigmas, había comprendido Rose de golpe, ahí mismo, bajo el chorro de agua caliente. Sabía bien lo que eran los estigmas, había tenido que aprenderlo en Bogotá. Rose no era hombre religioso y jamás se había interesado por cosas de esas, pero el asunto se le había vuelto apremiante a partir del momento en que su hijo Cleve, entonces de siete años y seguramente debido a enseñanzas recibidas en el colegio bogotano, les anunció que de ahí en adelante iba a ser católico, y además cura. Edith se había horrorizado, para ella había sido un motivo más para odiar Bogotá. En cambio Ian se lo había tomado a broma, hazlo si quieres, hijo, le había dicho a Cleve, tú decides, puedes ser católico si eso te gusta, siempre y cuando no llegues a Papa. Pero cuando el niño empezó a jurar que veía el Corazón de Derramas en las cortezas de los árboles, Ian Rose comprendió que el problema era serio y se propuso investigar. El Cristo que conoció, entonces en las iglesias barrocas del centro colonial de Bogotá no tenía nada que ver con el buen burgués incorpóreo y ecuánime que había recibido como herencia de su familia protestante. Este Dios suramericano era en cambio un tipo de extracción popular, un héroe plebeyo que atraía a la multitud con sus desplantes melodramáticos, un pobre entre los pobres que sufría y sangraba a la par con ellos, un Señor de las Llagas, un Amo de los Dolores, que fascinaba a las multitudes con su capacidad de exhibicionismo masoquista. Le asustó que su hijo se formara en esa mentalidad, a su entender sumamente retorcida, y esa fue una de las razones para que no se opusiera a que Edith se llevara al niño de Colombia. Y ahora, tantos años más tarde, Ian Rose creyó comprender de repente, ahí bajo la ducha en su casa de las Catskill, que a Greg, el ex policía, lo habían asesinado crucificándolo, o más o menos. Su crimen había sido un asunto ritual, ahí estaba la clave, y no racial como pretendían los periódicos. Y en todo caso, ¿por qué habría de creer Rose a los periódicos? ¿Desde cuándo se atenía a sus manejos? María Paz daba una versión distinta de los hechos, así que en toalla y todavía chorreando agua Rose caminó hasta el escritorio, sacó el manuscrito del cajón y releyó un par de veces esa parte. Ella sostenía que era inocente, y su argumentación no dejaba de sonar convincente. Pero entonces, si ese era el caso, ¿quién diablos había crucificado a su marido? ¿Una pandilla de antiblancos iracundos, como pretendía el NY Daily, o de fanáticos religiosos? ¿Y entonces el Blackhawk empacado para regalo que encontraron en el apartamento de ella?
Del cuaderno de Cleve
Paz: así quiere María Paz que la llame. Paz. «Mi Paz», escribí el otro día. No sé con qué derecho utilicé el posesivo con respecto a ella, que es tan de sí misma y tan de nadie más. «Mi paz os dejo, mi paz os doy», así rezaba el cura colombiano en las misas de los viernes en el colegio de Bogotá, de repente lo recuerdo, es asombrosa la cantidad de recuerdos de esa época que en estos días estoy recuperando. «Mi paz os dejo, mi paz os doy», rezaba el cura, y yo creía que estaba diciendo «mis pasos dejo, mis pasos doy», y así lo repetía a voz en cuello, sintiéndome muy sintonizado con los demás y tan católico como ellos. Y luego había allí un cántico litúrgico muy sentido que era mi favorito, que trataba del ansia del alma y que en sus notas altas decía «yo tengo sed ardiente, yo tengo sed de Dios». Y el neocatólico en que me estaba convirtiendo, fanático como cualquier converso, cantaba «yo tengo seda ardiente». Seda ardiente, así me sonaba y así lo repetía, de rodillas y con los ojos cerrados, transido de emoción, en plan místico total, al punto de que un día confronté a mis padres, que son protestantes, supongo, o no sé, a lo mejor no son nada, en todo caso los confronté al informarles que yo personalmente sería católico, apostólico y romano. Mi madre se alteró mucho, pero mi padre simplemente se rió. Y aunque nunca me volví católico —y para el caso tampoco protestante—, de todas formas sigo estando medio poseído por la sed ardiente, o la seda ardiente, y me debato contra la tendencia universal a sustituir a los dioses del Olimpo por las estrellas de Hollywood. Mala cosa, esa tendencia generalizada a desacralizar. Digo, para mí; mala cosa para mí, que aspiro a ser novelista y que estoy convencido de que en el fondo toda buena novela no es más que un ritual camuflado, cuyo único gran dilema es condena o perdón. Y que basta con escarbar en ella para encontrar entre sus personajes a la víctima y al victimario, al crucificado y al crucificados También creo que su argumento, sean cuales sean las variantes, siempre trata más o menos de lo mismo: culpa y expiación. Pregúntenle, si no, a Fedor.
Entrevista a Ian Rose
Ya un poco más sereno, Ian Rose llegó a la conclusión de que para salir del tormento de las dudas y ahuyentar los fantasmas, la única opción era armarse de valor, tratar de lidiar de frente con el hecho irreversible de la muerte de su hijo y ponerse a averiguar sobre las circunstancias no del todo claras que la rodeaban. Me voy a enloquecer si no lo hago, pensó, si sigo así voy a ir a parar al manicomio, y quién va a cuidar entonces de mis perros. Por eso a las ocho de la mañana del miércoles siguiente estaba ordenando jugo de naranja, capuchino, panqueques con miel de arce y huevos fritos con salchicha en el Lyric Diner, el desayunadero favorito de Cleve en Nueva York, una cantina cincuentera en la avenida Tercera con la 22.
—Vas a ver, pá —le había asegurado Cleve la primera vez que lo llevó a ese lugar—. Aquí tardan solo seis minutos en servirte todos los triglicéridos que pidas.
Y había resultado verdad, los meseros no había tardado más que eso, seis minutos precisos para traer les todo a la mesa, Cleve los cronometró para hacerle la demostración a sir padre, y además eran tan eficientes como hoscos, cosa que Ian Rose apreció, porque nada le disgustaba más que esa amabilidad interesada y almibarada que había cundido por la ciudad. Pero no en el Lyric; ahí no te recibían con una sonrisa impostada ni se despedían con un gélido have a ñire doy. Los chicos del Lyric le gritaban desde tu mesa al de la cocina «¡ojos ciegos!», para una orden de huevos poché; «¡tumbados!», si se trataba de fritos volteados, o «¡destrózalos!», si los habías pedido revueltos.
Esta vez Rose estaba solo y sin mucho apetito, así que ingirió menos de una cuarta parte de la montaña de comida que le trajeron, corrió los platos con los restos hacia un lado y sacó una hoja de papel y un bolígrafo para anotar lo que en unas horas tendría que preguntarle a Pro Bono, el abogado de María Paz. Enseguida sintió que los rudos del Lyric lo fulminaban con la mirada, no les había agradado que convirtiera la mesa en escritorio, porque así como eran de rápidos para atenderte, así también te sacaban de allí con el último bocado todavía en la boca, para que el siguiente cliente ocupara tu lugar. Rose recogió sus pertenencias sin haber escrito nada en la hoja, porque aparte de lo obvio no sabía qué más preguntarle al abogado, y además qué tanto puedes preguntar en diez minutos, los diez minutos que le habían sido concedidos para la entrevista, en realidad casi nada, apenas hello-goodbye y estás fuera. Saliendo del Lyric caminó hasta Strand, donde solían vender las novelas gráficas de Cleve, y entró para chequear si todavía tenían algunas por allí. Encontró una pila de ellas en un rincón perdido, rebajadas de 12 dólares a 3,50, y sintió una punzada en el pecho. Las metió todas en un carrito y se dirigió a la caja, eran quince en total y las compraría todas, se las llevaría consigo y las conservaría en casa porque le había dolido verlas rebajadas y relegadas, lo había sentido como una inmerecida degradación, un prematuro empujón hacia el olvido.
—Qué bien —le dijo el cajero a Rose al ver todos esos ejemplares del mismo libro. Era un joven flaco como un renacuajo, con un pañuelo rojo y negro amarrado al cuello y un pequeño dragón tatuado en el brazo—. Veo que usted también es Ian del Poeta Suicida…
—¿Yo también? ¿Y usted también? —tartamudeó Rose, y no pudo evitar que se le humedecieran los ojos.
—Pero claro, ¡lectura de cabecera! Y créame que no soy el único, se van a decepcionar unos cuantos cuando vean que va no tenemos existencias.
—Entonces me llevo sólo dos —le dijo Rose, pagándolos y sintiendo un calorcito grato en el pecho, justo en el punto donde antes había ardido el dolor—. Tenga, le devuelvo el resto, no quiero monopolizar.
Salió a Broadway con sus dos libros bajo el brazo y subió hasta Union Square, donde tomó el subway que lo llevaría hacia Brooklyn Heights, al despacho del abogado. En el manuscrito de María Paz, el tipo aparecía mencionado por nombre y apellido, mismos que aquí se omiten y se cambian por el seudónimo Pro Bono, porque según veo en esta historia todos tienen algo que ocultar y prefieren no dar la cara. María Paz hacía alusión a que su abogado defensor ya estaba retirado, y a juzgar por la fascinación rayana en el amor con que se refería a él, en un primer momento Ian Rose se había imaginado a un viejo leguleyo con ínfulas de donjuán, con peluquín para ocultar la calva y penetrante colonia masculina para tapar el olor acre de los años, para rematar con un par de zapatos negros y brillosos a lo Fred As taire. Un fulano así, de medio pelo y tal, pero guapetón a su manera; un seductor trasnochado, un galán de antaño, un silver haired daddy como el de la canción, que atendería a sus clientes en un cuchitril grasiento, la clase de lugar al que suponía Rose que tendrían acceso los hispanos pobres.
—Nada que ver, Mr. Rose —le había aclarado Ming, el amigo y editor de Cleve, quien le había hecho el favor de gestionarle la cita—. Ese abogado tiene su fama. Fama internacional, además. No es ningún pintado en la pared, es de los que se la juegan fuerte.
Ming, que ya había oído hablar de Pro Bono, había complementado lo que ya sabía preguntando aquí y allá, y a través de él, Rose vino a enterarse de que en sus buenos tiempos, Pro Bono había sido la fiera sarda de los litigios mundiales por el agua, actuando como defensor de las comunidades en contra de las multinacionales que comercializan los recursos naturales. El hombre había sabido atravesarse en el camino de varios megaproyectos multimillonarios de privatización del agua, en lugares como Bolivia, Australia y Pakistán, y también en casa, en California y Ohio. Y no había sido chico pleito: Pro Bono se había especializado en patearles el culo a unos macancanes de cuidado, e incluso alguna vez, en Cochabamba, Bolivia, había sido víctima de un atentado fallido por andar de vocero de una movilización masiva de mujeres indígenas, que no iban a dejar de sacar el agua efe sus pozos milenarios porque a los señores de la banca multinacional se les diera la gana imponerla privatización como condición de la renegociación de la deuda.
—Vaya, vaya —le dijo Rose a Ming—. O sea que voy a hablar con el paladín de los sedientos del mundo.
Como era de esperarse, no todo en el abogado había sido altruismo, porque los pleitos ganados también le habían reportado grandes compensaciones monetarias. Así que se había retirado a los setenta y cinco, ya cansado de aventuras filantrópicas y con los bolsillos llenos, y ante la perspectiva de quedarse en casa cultivando sus rosas, había optado más bien por dedicarse pro bono a casos menores, o sea a apoyar a cambio de nada a gentes como María Paz, que no podían costearse un defensor privado.
—Ese es el personaje —dijo Ming—. Inconfundible, además, por su aspecto físico; ya lo verá usted mismo.
—¿Qué tiene?
—Un problemita. Bueno, una particularidad. Digamos que notoria.
—Debe ser ciego. Para que le pongan la medalla al mérito, sólo falta que encima de todo sea ciego. —No es eso.
—¿Sordomudo? ¿Cojo? ¿Labio leporino? —Jorobado.
Jorobado. La sola palabra era tabú, y por tanto impronunciable. Hijo único, consentido y protegido por sus padres, el propio Pro Bono no se había percatado de las implicaciones de su deformidad hasta los seis años, cuando entró al colegio y los demás empezaron a señalarlo. Pero desde pequeño demostró tener recursos para defenderse. Un día se hartó de un niño que lo traía alto del suelo diciéndole camello.
—No me digas camello, ignorante, ¿no sabes eme el camello tiene dos gibas, y yo sólo una? —le gritó Pro Bono, y lo tumbó al suelo de un empujón.
Ser inteligente y pertenecer a una familia tradicional y rica de la Costa Este habían sido buenos escudos contra cualquier complejo que pudiera disminuirlo como persona. Ya de adolescente, el hecho de que su defecto fuera tabú obró en él más bien como estímulo para ostentarlo sin tapujos. Nunca rehusó observarse en el espejo; por el contrario, se paraba frente uno doble para hacer las paces con ese cuerpo extraño, casi mitológico, que le había tocado en suerte. Se repetía a sí mismo la palabra «jorobado» hasta apropiársela y saberla humana, y también sus sinónimos insultantes —giboso, camello, tarado, dromedario, corcovado, chepudo, jorobeta—, hasta quitarles las púas y neutralizar la degradación que conllevaban. Repetía también los eufemismos que pretendían soslayar su condición —minusválido, especial, discapacitado—, porque sabía que más que el defecto mismo, lo que podía derrotarlo era el estigma social, el silencio encubridor y las metáforas piadosas. A través de la lectura, había desarrollado cierto orgullo en la excepcionalidad de formar parte de la familia de Quasimodo, el jorobado de Víctor Hugo, del Calibán de La Tempestad, del Aminadab de Hawthorne y el Daniel Quilp de Dickens, y le complacía saber que Homero había destacado a Tersites dotándolo de una giba, como también Shakespeare a su Ricardo III. A esos, sus primos hermanos, sus cofrades, la literatura había querido presentarlos jorobados y perversos, haciendo de su tara física la manifestación visible de una tara moral. Pero no era verdad, Pro Bono los conocía bien y los veía de otra manera, a todos ellos les tenía cariño, comprendía sus razones, y desde adolescente se había propuesto salir en su defensa y limpiar su nombre, dejando en claro que un jorobado no era un miserable. Él iba a demostrar con su propia vida que un jorobado podía ser un buen tipo, compasivo y solidario, útil a la sociedad.
Para María Paz, que aún no contaba con abogado defensor, el aspecto físico de Pro Bono había sido realmente lo de menos. No tener defensor en las circunstancias críticas en que se encontraba significaba para ella lanzarse a la guerra sin arma ni armadura, sin saber quién era su enemigo ni de qué la estaban acusando; peor aún, sin conocer a ciencia cierta los hechos en que estaba involucrada. Refundida entre la barahúnda de la antesala del tribunal, María Paz ni siquiera había escuchado su nombre cuando la llamaron por el altoparlante a comparecer, y se salvó sólo porque otra interna, que sí lo oyó, corrió) a avisarle de que le había llegado el turno. Una vez delante del juez, no lograba entender lo que le preguntaban, en su cabeza resonaban palabras huecas, como si el inglés se le hubiera olvidado de golpe, y contestaba cualquier cosa. Se moría de los nervios, tartamudeaba, se contradecía. Y así se había ido hundiendo, hundiendo y autoinculpándose hasta un punto casi de no retorno. Y justo en ese momento, como caído del cielo, había aparecido Pro Bono, abogado veterano y reconocido, experto en las artes y mañas del oficio, y había aceptado hacerse cargo de este caso enmarañado, que parecía perdido de antemano: el de la colombiana acusada de seducir, y luego asesinar, a un ex policía norteamericano.
—Take it easy, baby, will take care of you —le había dicho Pro Bono a María Paz ese primer día, así de entrada, echándole el brazo a la espalda y dándole un apretón breve en el hombro, apenas lo suficiente para que ella se sintiera arropada por el calor de otro ser humano y recibiera como una bendición ese gesto espontáneo, que le dejaba saber que no estaba sola. Y en medio del ruido y la confusión de la antesala, habían llegado milagrosamente a oídos de ella esas palabras únicas, las que todo ser quisiera escuchar en medio de sus tribulaciones: I’ll take care of you. Ofrecimiento generoso, poderoso, y más aún en este caso, por cuanto provenía de un desconocido que no pedía nada a cambio, un hombre de aspecto extraño pero decididamente respetable, digamos que sumamente elegante a su peculiar manera, alguien que olía a limpio y a fino en medio del denso tufo del caos reinante, un flaco estructural de esos de hueso ancho, con la cara angulosa, aire de antiguo señorío, rastro de viejos vicios abandonados, una cierta guapura mordida por los años y unos ojos amarillos y tremendos, como de garza imperial. Un jorobado, sí, también eso, un viejo caballero doblegado bajo la carga de su joroba; una persona dolorosamente disminuida en su estatura y lesionada en su condición de homo erectus por la deformación de su espalda, pero lo que María Paz percibió, en ese primer contacto, fue que acudía en su ayuda un caballero. Un hidalgo, para decirlo en castellano. Un gentleman que respiraba serenidad y seguridad en sí mismo y que produjo en ella una rara sensación de alivio, como si de repente se hubiera hecho ligera la carga insoportable que también ella llevaba sobre las espaldas.
Ian Rose había querido llegar puntual donde Pro Bono, no era cosa de desperdiciar su cuota de minutos en una demora, y a las 12:20 ya estaba sentado en un buen chippendale forrado en velour verde botella, en medio de la sala de espera de un despacho que ocupaba todo un piso en un edificio tradicional de Brooklyn Heights, un viejo brownstone estupendamente remodelado. El despacho había sido aperado con pesados muebles de caoba, tapetes persas sobre piso de parquet, jarrón de rosas frescas en el vestíbulo y muchos grabados de motivo hípico: ceniceros de motivo hípico, cortinas y cojines de motivo hípico, objetos varios de motivo hípico; uno de esos lugares que quieren parecer británicos y que te huelen a cuero y madera, aunque en realidad no huelan a nada. Mejor dicho, un fortín de leguleyos por todo lo alto y de vieja escuela, más de sesenta años de experiencia litigando asuntos criminales en Nueva York y otras ciudades del mundo, altísimo perfil, assertive and aggressive, conducta ética y profesional, con fama consolidada de manejar al dedillo la ley, comprender a fondo el sistema penal y prometer poco y lograr mucho. Semejante firma tenía por nombre tres apellidos en fila, como decir Fulano, Zutano y Mengano, siendo el primero el de Pro Bono, que era el integrante principal y más antiguo, y aunque se hubiera retirado ya, sus socios, más jóvenes que él, seguían amparándose en su prestigio y le habían respetado el uso de su oficina de siempre, la más amplia y la única con vista plena sobre el Puente de Brooklyn. Ming le había contado a Rose que este Pro Bono tenía un apartamento en ese mismo edificio, en el piso de abajo, donde se quedaba sólo cuando se le hacía tarde para manejar hasta su casa de Greenwich, Connecticut, donde vivía con su esposa, a una hora de Nueva York. Vaya tipo. Hay gente así, pensó Rose.
Mientras lo atendían, Rose se puso a releer uno de los ejemplares que traía consigo del Poeta Suicida y su novia Dorita. Dios mío, qué talentoso era mi muchacho, pensó, y otra vez se le escurrieron los lagrimones, que se apresuró a secar con la manga del saco.
—Me he vuelto un viejo llorón, Cleve —dijo en voz alta; pero estaba solo en la sala y no lo escuchó nadie.
Completó veinte minutos de espera, el doble de lo que le habían prometido para la entrevista, y pensó que el tal abogado en el fondo debía de ser un fanfarrón, quién se creería, como si Rose no supiera que ya estaba jubilado y sin mucho que hacer, aparte de cruzarse de brazos y calentar silla en sir despacho.
—Soy Ian Rose —pudo presentarse finalmente ante el personaje.
—Ya lo sé, míster Rose —respondió Pro Bono, imprimiéndoles a sus palabras un cierto tono que Rose no percibió—. Me busca por lo de María Paz, la colombiana. Mire, amigo, no pierda el tiempo con eso, ella está bien. Bien en la medida de lo posible, se entiende, y en todo caso no hay mucho que usted pueda hacer por ella.
—Sólo quiero saber si es verdad que mató al marido —pidió Rose.
—Lo siento —dijo Pro Bono, pero a Rose le pareció que no lo sentía en absoluto—, no puedo suministrarle esa información.
Del supuesto encanto de aquel abogado, que tan gentil habría sido con María Paz, a Rose no le estaba tocando nada. Ming ya le había advertido que era muy probable que el tipo no estuviera dispuesto a romper el secreto profesional frente a un extraño. Y eso hubiera sido comprensible, pero es que además había allí una carga de agresividad que Rose no atinaba a descifrar.
—Si no es más, míster Rose, permítame acompañarlo hasta la puerta —le dijo Pro Bono, señalándole la salida.
—Usted ofreció diez minutos, abogado, y no han pasado ni dos.
—Es cierto. Podemos permanecer en silencio durante los ocho que faltan. O hablar del clima. Usted escoge.
Al parecer eso iba a ser todo. Para Rose un fracaso, una pérdida de tiempo, de alguna forma un agravio. El silencio era tenso y la atmósfera pesada. Pro Bono se había parado contra el ventanal y a contraluz se lo veía consultar, en el Cartier Panthere que llevaba en la muñeca, los minutos que faltaban para ponerle fin al impasse. Rose le ordenaba a su cabeza que pensara algo, pero su cabeza permanecía en blanco. Había esperado encontrar algún consuelo por parte del abogado, o al menos una guía para sus pesquisas, y en cambio lo estaban tratando como a un indeseable. ¿Quién era al fin de cuentas este Pro Bono, y qué papel jugaba en la historia? Sería muy paladín de los sedientos del mundo, pero algo olía mal en Dinamarca.
Rose no acababa de entender por qué lo echaba a patadas. María Paz decía de él cosas tan halagüeñas y le demostraba tal veneración y gratitud que Rose había llegado a sospechar que algo debía de haber pasado entre ese par, algo al margen de la relación profesional de un abogado con su cliente. Algo en el tono de ella ponía en evidencia el tipo de intimidad que no pueden disimular quienes han compartido sábanas. ¿Eso era, entonces? ¿Un lío de sábanas? A lo mejor a eso se reducía todo. Pero al ver recortada contra el ventanal la silueta del jorobado, y al caer en cuenta de que además la diferencia de edades entre el tipo y su dienta debía de ser enorme, a Rose se le ocurrió que el secreto que aquellos dos compartían tal vez no fuera de cama, aunque no dejara de ser un secreto. Pensó que Pro Bono parecía suficientemente respetable como para no andarse echando quickies a espaldas de los guardias. Pero algo había entre esos dos, tal vez una complicidad más sutil que el sexo, aunque quién sabe, cosas se veían. Era probable que la colombiana hubiera quedado seducida por la energía varonil que el tipo conservaba, por su costosa vestimenta de dandi, por las llaves del Aston Martin o del Ferrari que debía de tener estacionado afuera, y sobre todo por la digna solemnidad de camello viejo con que llevaba a la espalda su protuberancia.
Ya sobre el filo del deadline, Rose logró recomponerse lo suficiente como para jugarse una carta. Si este hombre guarda secretos, pensó, no va a querer que se divulguen, y le mencionó a Pro Bono que tenía en su poder un manuscrito en el que María Paz hacía confesiones sobre su propia vida.
—Lo menciona a usted, señor Pro Bono… —le soltó ese detalle para que el otro lo tomara como quisiera, halago o amenaza.
—¿Qué cosa?
—Un manuscrito de ella. Largo y detallado, y lo menciona a usted. Varias veces. Aquí lo traigo…
—¿Quiere hacerme el favor de prestarme eso? —Sólo si me cuenta de qué la acusan.
Pro Bono suspiró, tomó un par de sorbos de un café que a Rose no le había sido ofrecido, hizo una mueca como de conejo, arrugando la nariz y mostrando los dientes, y después habló.
—De acuerdo, míster Rose. Usted gana. Lo que va a escuchar es off the record —advirtió, después de asegurarse la posesión del manuscrito y de echarle una ojeada rápida—. Bien. Voy a referirle los hechos, una sola vez. No me pida que amplíe o que repita. Si no está familiarizado con mis términos legales, no se moleste en preguntar, porque no voy a explicarle. Entienda lo que buenamente pueda y reténgalo en la memoria, porque no le permito grabar, y tampoco tomar notas. ¿Queda claro?
¡Bingo!, se felicitó a sí mismo Rose. Pro Bono había picado.
A Rose, que no sabía de términos legales, se le escapaba mucho de la retahíla que el abogado empezó a soltarle, pero de todos modos sentía que el cuadro general le iba quedando más o menos claro. María Paz, una joven colombiana indocumentada, se casa con Greg, un ex policía blanco y norteamericano, y por esa vía obtiene derecho a residencia permanente y a trabajo en los Estados Unidos. A espaldas de ella, el tipo anda enredado en el tráfico de armas, con la complicidad de otros agentes y ex agentes de la Policía; en realidad, este Greg es apenas un eslabón de lo que poco a poco se va destapando como una gigantesca red de tráfico de armas dentro de la Policía. En la noche de su cumpleaños, Greg sale a la calle y es asesinado a tiros y cuchilladas. El cuchillo, una de las armas homicidas, o que parece serlo, es encontrado en el apartamento que el matrimonio comparte, y la colombiana es detenida, interrogada y golpeada por agentes del FBI, que actuando al margen de garantías procesales y códigos humanitarios, la mantienen varios días en confinamiento, sin leerle sus derechos, sin avisar al consulado de su país ni facilitarle traductor; sin permitirle contactar a un abogado ni llamar a sus familiares. Literalmente, la desaparecen mientras la maltratan e interrogan. Ya luego la acusan oficialmente del asesinato del marido. Primero aducen que el móvil fue el odio racial, y posteriormente la versión se inclina hacia el crimen pasional. Pro Bono hace subir al estrado a cuatro vecinos que atestiguan haber visto actuar a los asesinos, tres hombres altos, todos ellos afroamericanos. Así queda desvirtuada la versión según la cual lo mató una mujer latina y corta de estatura. De todas maneras está el tema del cuchillo que ha sido encontrado en su apartamento, y que se convierte en prueba reina y objeto central de la atención de la fiscalía. Pero en realidad se trata de una prueba escurridiza. Por un lado no tiene huellas digitales ni de sangre, como si hubiera sido limpiado meticulosamente, y sin embargo está firmado en una tarjeta: «Para Greg de su hermano Joe». No incrimina directamente a María Paz. Por otro lado, en realidad no es arma homicida: los cortes de cuchillo no son profundos y han sido hechos después de que los balazos le causaran a la víctima una muerte instantánea. O sea que el cuchillo pasa de principal fetiche de toda la investigación a ser poco a poco relegado.
—Sucede con frecuencia —le dice Pro Bono a Rose—, que una prueba que en un momento dado excita mucho a todo el mundo, se va desestimando y olvidando porque en realidad no conduce a ningún lado.
Gracias a los testimonios de esos vecinos, la colombiana es declarada inocente de asesinato agravado por premeditación y crueldad excepcional. Pero aunque las autoridades han evitado destapar el terna de la corrupción interna y el tráfico de armas dentro de la Policía, este acaba saliendo a luz, y Pro Bono no puede impedir que a la colombiana la declaren culpable de algún grado de coparticipación, pese a que no hay mayor evidencia, aparte de haber contestado llamadas telefónicas en el apartamento y ese tipo de cosas. Le cobran también pecados del pasado, como haber trucado documentos y trabajado ¡legalmente con papeles falsos. Una vez cenado el juicio, ella vuelve a la cárcel. Pro Bono entonces le solicita al juez que reponga el procedimiento para que cumpla con el derecho fundamental a una defensa digna y suficiente. O sea: Pro Bono pide que se: declare nulo ese primer juicio y que vuelva a desarrollarse desde cero. El juez, accede, en realidad no puede negarse, porque es difícil imaginar un procedimiento más atrabiliario que el que le han aplicado a esa mujer. Borrón y cuenta nueva. Vuelve a haber esperanza par a María Paz. Pero en tanto se lleva a cabo el nuevo juicio, debe permanecer encarcelada.
—Así que ella no mató a su marido —dijo Rose, después de esforzarse por asimilar todo lo que el abogado acababa de decirle.
—Es una bella mujer. Admirable también, en cierto sentido. Y no, no creo que haya matado a nadie.
—¿Quién lo hizo, entonces? —No se sabe.
—¿El hermano del muerto?
—Es de raza aria, como el propio muerto. Quedó descartado desde el primer momento.
—Pero ¿y el cuchillo?
—Y dele con el cuchillo.
—Entonces no fue un crimen pasional…
—Usted especule lo que quiera y guárdese sus opiniones.
—¿Un crimen relacionado con el tráfico de armas?
—Puede ser, pero quisieron presentarlo como odio racial, primero, y luego como crimen pasional. Para tapar, amigo. Habrían hecho cualquier cosa con tal de tapar. A la Policía no le agrada que se sepa que se ahoga en mierda.
—Y ella, ¿sigue en Manninpox?
—Usted sabrá.
—¿Yo? Por qué voy a saber…
—¿Me está tomando el pelo?
—Sólo le pregunto.
—Pues desde luego en Manninpox no está.
—¿La dejaron en libertad?
—No he dicho eso.
—¿La trasladaron a otra cárcel?
—Oiga, amigo, yo supongo que usted lo sabe, y si no lo sabe, averígüelo —dijo Pro Bono, señalando su Cartier Panthere para indicar que el plazo se había vencido hacía rato.
—Fue una crucifixión —atinó a decirle Rose—. Una crucifixión sin cruz. El marido fue crucificado.
—Qué le hace pensar semejante tontería.
—Una herida en cada mano, una en cada pie y la quinta en el costado. Las cinco heridas del Cristo…
—Eso del cuchillo fue apenas un detalle truculento. Una maniobra de distracción.
—Para mí que al contrario, yo diría que fue importante… ¿Y es que acaso los testigos no vieron? Lo del cuchillo, digo, ¿no vieron esa parte?
—Son cuatro miembros de la misma familia. Salen al tiempo de su edificio, presencian el crimen y vuelven a entrar; no van a quedarse ahí, como tarados, esperando que los asesinos los liquiden a ellos también. Llaman a la Policía desde su propio apartamento, que no da a la calle sino a un patio trasero, y por razones obvias no vuelven a asomar las narices. No ven nada de lo que ocurre después. ¿Conforme? Mucho gusto, entonces. Hasta otro día —dijo Pro Bono, dando por terminada la entrevista.
—Recuerde que yo mantengo el original de esto —le dijo Rose, sin saber de dónde sacaba la audacia a último instante para presionar al abogado, y abanicándose con un sobre que contenía otro fajo de papeles idéntico al que ya llevaba Pro Bono en la mano.
—¿Es un chantaje? —le preguntó Pro Bono, mirándolo con ojillos que relampagueaban de rabia.
—Digamos que es un favor que le pido. Sólo quiero que me diga donde está ella.
—De acuerdo, usted vuelve y gana —dijo Pro Bono—. Búsquela en el hotel Olcott, 27 West, calle 72.
Rose anotó esos datos y ya se retiraba mascullando las gracias, cuando escuchó la risa que Pro Bono soltaba a su espalda.
—El hotel Olcott ya no existe —le gritaba—, lo cenaron hace años. ¡Vaya, búsquela allá, amigo, a ver si la encuentra!
Del cuaderno de Cleve
Paz dice que su trabajo es lo que más extraña de su vida antes de Manninpox. Trabajaba haciendo encuestas sobre hábitos de limpieza y las anécdotas que cuenta son bien interesantes, en el fondo están referidas a toda una jerarquización social, ética y estética del mundo según estándares de suciedad/limpieza. Yo vengo alentándola para que escriba sobre su trabajo, sobre sus encuestas, sobre la gente que conoció allí, pero ella tiene reticencias. Al principio se negaba de plano, decía que ese «no era tema». Le pregunté cuál tema «sí era tema», y me contestó que el amor. Que eran aburridas todas las novelas que no contaban una historia de amor. Eso me dijo, y supongo que en últimas tiene razón. En todo caso, poco a poco he ido logrando que escriba sobre su trabajo, la veo transformarse cuando lo hace, es como si saliera a flote el ser humano íntegro que alguna vez fue, antes de que la trituraran los dientes de la autoridad y la justicia. Durante un tiempo anduvo haciendo encuestas sobre hábitos de limpieza por Staten Island, y el otro día contó en clase una anécdota feroz que sin embargo nos hizo reír, a sus compañeras y a mí. Dijo que había estado golpeando puertas entre los habitantes de West New Briton, uno de los vecindarios más apestosos de la isla, porque colinda directamente con el megabasurero de Fresh Kills. Una de las preguntas que tenía que hacerles a esos vecinos era, ¿en un cuánto por ciento considera usted que se ha deteriorado su nivel de vida debido a los malos olores? Nos contó que en ese punto concreto, el de los miasmas, nueve décimas partes de los encuestados se sentían drásticamente afectados por el problema, y tres décimas partes lo atribuían no a la proximidad del basurero, sino a la creciente invasión de inmigrantes. Una señora le dijo que estaba pensando en mudarse porque no resistía el olor de la comida que preparaban sus nuevos vecinos, que eran de Ghana. La señora había oído decir que comían carne de gato, y aunque a ella no le constaba, de todas formas el olor que llegaba hasta su cocina le quitaba el apetito, al punto de que había perdido más de doce libras a partir del día en que esa gente de Ghana se había mudado a la casa contigua. María Paz comentó en clase que era increíble que los blancos de West New Briton se aguantaran el basurero pero no a los africanos. Le pregunté a qué lo atribuía, y me respondió, muy en su estilo, que el problema, como siempre, era el pedo ajeno, porque a nadie le huele mal el de su propio culo. Todas sus historias sobre la limpieza me dejan pensando y he estado leyendo un buen poco de teoría al respecto. El otro día inclusive me fui hasta Staten Island, porque me entró curiosidad por conocer Fresh Kills. Quería ver con mis propios ojos qué cosa era aquello. En parte porque el tema es inquietante, como ya dije, y en parte, supongo que la mayor parte, porque a mí me inquieta todo lo que tiene que ver con María Paz.
¿Acaso no dice ella que una historia es buena sólo si es historia de amor?
La cosa es que Fresh Kills no sólo se destaca por ser el basurero más grande de la historia —de hecho es el monumento ciclópeo que les gana a todos por ser más masivo que la Gran Muralla China y más alto que la Estatua de la Libertad—. Esa proeza se logró arrojando a ese terreno trece mil toneladas de basura diarias durante medio siglo, y no deja de tener su simbolismo y su truculencia que la mayor obra de la humanidad haya sido precisamente esta inconmensurable montaña de porquerías, que en últimas ha quedado allí como verdadera marca de fábrica de nosotros, los norteamericanos; como sello que legaliza nuestra propiedad sobre toda esta zona del planeta, porque oh, paradoja, cuanto más ensuciamos, más poseemos, y cuanto más poseemos más ensuciamos, y como dice Michel Senes, lo que está limpio no es de nadie, hagan de cuenta un cuarto de hotel que espera vacío entre huésped y huésped, recién arreglado y desinfectado por las camareras, y que sólo se convertirá en la habitación 15-03 del señor Fulano, o la 711 de la señorita Zutana, cuando ese Fulano o esa Zutana dejen impreso el sudor de su cuerpo en las sábanas, los hongos de sus pies en las baldosas de la ducha, sus pelos atascados en el desagüe, su ropa en las repisas, las colillas de sus cigarros en el cenicero, los empaques y recibos de sus compras en la caneca, sus babas en la funda de la almohada; porque así es la cosa: sólo poseemos lo que ensuciamos, y lo que; está limpio no es de nadie. Empujando el raciocinio al extremo, concluyes que esta gran porción de tierra, cielo y agua que llamamos América está sembrada hasta los tuétanos con nuestra basura, nuestra mierda, nuestros olores y desperdicios. Por eso es nuestra, más allá de los títulos de propiedad, de las invasiones y agresiones defensivas contra las demás naciones y de los operativos de los guardias de frontera. Aquí hemos depositado la porquería que generación tras generación ha salido de, o pasado por, nuestros cuerpos; me refiero a cantidades industriales de semen, a ríos de sangre, a toneladas de Kotex, Kleenex v condones usados, y pañales desechados, y computadores y televisores desactualizados, servilletas de papel, autos viejos, bolsas de plástico y rollos higiénicos. Y sobre todo caca. Siento vértigo al imaginar esa cantidad inconcebible de caca, porque así como los tigres y los perros marcan territorio con su orina, así nosotros hemos conquistado una patria a punta de mierda. De basura y de mierda. No es exclusividad nuestra, desde luego; todos los demás pueblos de la tierra hacen igual, pero ninguno con nuestros niveles de magnificencia y abundancia. Aquí están enterrados nuestros muertos; su descomposición y fetidez abonan esta tierra, sobre cuya superficie se solidifican, en capas geológicas, las cordilleras de escoria que nuestra civilización ha ido dejando a su paso. Ergo, esta tierra es nuestra. Mis especulaciones acaban de demostrarlo. Pero además está el nombre, Fresh Kills. Aquel megabasurero se llama justamente así, Fresh Kills, valga decir matanzas frescas, porque antes de ser lo que hoy es debió haber sido matadero, es decir terreno bañado por, e impregnado de, la sangre de miles de bestias sacrificadas allí por el hombre, (lomo cualquier santuario de la antigüedad, desde el gran Templo de Jerusalén hasta las pirámides de Teotihuacán: teñidos de rojo y hediondos de sangre. Todo lo cual demuestra, vaya descubrimiento, que bien a propósito, bien por simple necesidad, Fresh Kills debió haber sido zona sagrada, o sea santificada mediante la sangre sacrificial, y que sobre esa tierra santa construimos nuestro templo, o sea nuestro inmenso vertedero, la catedral absoluta de la basura, la más alta y grande que en toda su trayectoria sobre el planeta ha logrado construir el ser humano. La Notre Dame de la porquería, la Sagrada Familia de la inmundicia. Y ahí está T. S. Eliot, claro, citarlo es de cajón, what are the roots that dulch, what branches grow out of this stony rubbish…
P. D.: Anoche me animé a echarle mi teoría acerca de Fresh Kills a mi padre, aquello de matanzas frescas, y como era de esperarse, me la echó por tierra de un pastorejo. Según él, Kills no quiere decir matanzas. Dice que el término viene de tiempos de la ocupación holandesa de NYC y quiere decir simplemente agua, o arroyo. Agua fresca, o algo así. Lástima, sonaba mejor lo mío.
Entrevista a Ian Rose
Al salir del despacho de Pro Bono, en Brooklyn Heights, a Rose le dio por atravesar el puente de Brooklyn hacia Manhattan por el paso peatonal. Very nice, aquello. Vista espléndida, imponente ingeniería, sol amable, bellas chicas que le pasaban por el lado haciendo jogging y le dificultaban la concentración. Mira, Cleve, dijo, cuánta muchacha bonita, y todas como de tu edad. La brisa cálida y el día radiante contrarrestaban en parte el mal sabor de ese encuentro hostil, y recapacitando Rose cayó en cuenta de que lo más duro no había sido soportar la irritación o la incomprensión del tipo —al fin de cuentas había logrado arrancarle buena parte de la información que necesitaba—; lo más duro había sido enterarse de que María Paz, ya no estaba en Manninpox. Hasta ese momento no se le había ocurrido siquiera ir a visitarla, por lo menos no como ocurrencia seria, pero la noticia que acababa de darle Pro Bono lo había hecho sentir que de repente la perdía, que su rastro se le refundía, y había experimentado una de esas instantáneas sensaciones físicas de espiral hacia el vacío. En su escrito, ella confesaba que había sido en medio de todo un alivio que la registraran en Manninpox con número y foto, porque le permitía volver a existir sobre el planeta, tener de nuevo una identidad, así fuera la de una presa, y una dirección, así fuera la de una cárcel. ¿Y si salir de Manninpox le hubiera implicado volver al limbo de los desaparecidos? Era una posibilidad preocupante. Perderle el rastro a ella, significaba para Rose perder definitivamente a Cleve.
Le quedaba una segunda cita por cumplir, y se acercaba la hora. En la esquina superior izquierda del sobre de manila que Socorro Arias de Salmón había enviado con el manuscrito, figuraba su propia dirección, el número 237 de la calle Castleton, Staten Island, NY 10301, y allá le había enviado Rose una nota escueta solicitándole permiso de visitarla. A los pocos días ya estaba su asentimiento en el buzón; la señora Socorro lo recibiría en su lugar de habitación. Después de la experiencia desabrida con Pro Bono, Rose tuvo que hacer un esfuerzo grande por embarcarse en el ferry color mandarina que salía de Whitehall Street, en Lower Manhattan, y que en menos de media hora lo depositaría en Staten Island, ese islote tristemente célebre porque albergaba al megabasurero de Fresh Kills.
Al vaivén del ferry, mientras sentía en la cara el roce de la niebla fría que subía del agua, Ian Rose no podía dejar de pensar justamente en eso, en el basurero que se extendía a lo largo de la costa a su mano izquierda. María Paz lo mencionaba en su escrito, contaba que había estado en Staten Island haciendo encuestas de limpieza durante la época en que desempeñó ese oficio. Justamente había sido la señora Socorro Arias de Salmón quien accedió a presentarle a sus vecinas, sirviéndole de contacto para abrir el terreno, porque era indispensable una madrina que viviera en el lugar y te recomendara, de lo contrario las puertas se cenaban en tus narices y no era posible realizar el trabajo.
La casa de la señora Socorro, una de las construidas en serie por los años veinte, era de madera añeja, de dos pisos y techo de doble agua, con un toldillo de lona amarilla sobre el porche y un pequeño jardín delantero donde crecían un par de arbustos podados en forma de cisne. Socorro, una mujer de poca estatura y cara indescriptible por anodina, llevaba puesto un conjunto beige de material sintético y brilloso y una blusa blanca de encajes. Le tendió a Rose una mano pequeñita y fría mientras con la otra esparcía aroma floral con un desodorante de ambiente, para tratar de disimular los vahos tóxicos que alcanzaban a llegarles desde Fresh Kills. El interior estaba muy limpio, como una casa de muñecas que una niña hacendosa mantuviera ordenada e impecable, y a Rose lo hizo pensar en el contraste entre la pulcritud del adentro, de lo privado, con la omnipresencia del basurero público, como si la contraposición sucio/limpio fuera sólo otra expresión de la pugna entre lo público y lo privado.
—¿Vio la Estatua de la Libertad? —le preguntó la señora.
Sí que la había visto, imposible no, si el ferry le pasaba por el lado. Enorme, la señora Libertad, con su rígida túnica color verde tiempo, o pátina de sal, lo mismo daba, y Rose había pensado que no hacía falta esforzarse por describir aquel color, porque ya no debía de quedar en el mundo nadie que no lo hubiera visto, así fuera por TV o en postales. Observando la megaestatua de perfilazo, a medida que el ferry se alejaba, le pareció que se la veía fantasmagórica y melancólica entre las ondulaciones de esa bruma lenta que la iba envolviendo y por momentos casi la ocultaba. Rose había imaginado que también María Paz habría visto la estatua emblemática, e incluso la habría visitado, comprando suvenires y hasta pagando los diez dólares que cobraban por visitar la parte de la corona, aunque según creía entender, a partir del atentado contra las Torres Ciérnelas tal cosa sólo podía hacerse por tour virtual. Se preguntó qué clase de símbolos serían, hoy por hoy, la Estatua de la Libertad, o Ellis Island, o aun las Tor res Ciérnelas para una inmigrante que se venía hasta América sólo para terminar-encerrada en un lugar como Manninpox.
—Bolivia y yo le hacíamos una ofrenda a Libita… —oyó eme decía la voz de la señora Socorro.
—¿A quién, perdón?
—A Libita, quién va a ser, pires la estatua de la Libertad, en mi tierra le decimos Libitas a las que se llaman Libertad. En todo caso le hacíamos su ofrenda en las primeras semanas de la primavera, tirándole al mar desde el ferry’ un bonito ramillete de astromelias, porque al fin de cuentas Libita con nosotras se había portado como una madre y nos había abierto las puertas de América. En realidad no he vuelto a hacerlo desde que Bolivia y yo nos distanciamos, me refiero a lo de tirarle flores al mar; esas cosas tienen sentido si uno está acompañado, de lo contrario se vuelven deprimentes, dígame si no. Porque a eso vino usted hasta acá, ¿no es cierto? ¿A hablarme de Bolivia? Así me pareció entender por la nota que me mandó. Pues bienvenido a esta casa, míster Rose, Bolivia fue mi amiga del alma, haga de cuenta mi hermana, mi única hermana porque otra no tuve, en mi familia todos nacieron varones y sólo yo mujer. Como hermanas, sí señor, como hermanas fuimos yo v Bolivia… hasta que nos distanciamos por cosas de la vida, qué pesar. Pero siga, hágame el favor, siéntase en su casa y siéntese aquí en la sala, que la historia es larga y usted debe venir cansado.
—Bueno, en realidad vengo a hablarle más bien de María Paz, la hija de Bolivia…
—Pero claro, María Paz…, no me diga que le van a publicar el libro, ¡lo sabía!, ¡qué emoción! Qué bueno que le mandé todas esas hojas. Tenía muchas reservas y por eso me demoré, ya sabe, la niña revela cosas que es mejor que no se sepan, supuse que Bolivia se revolcaría en la tumba si los trapos sucios de su familia se ventilaban al sol, y sobre todo en un libro, que los lee todo el mundo, porque los hay que se vuelven bestsellers y venden millones, ¿no es cierto? Cuánto se puede ganar alguien como usted, que escribe bestsellers, ¿un millón? ¿Más? Qué tal que se saque esa lotería la muchacha, quién hubiera dicho que tenía habilidad para escribir, así que le van a publicar el libro, me alegra tanto haber tomado finalmente la decisión de enviárselo a usted. Ella lo admiraba muchísimo, decía que sus clases le habían abierto los ojos, que usted era maravilloso no sólo como maestro, sino también como escritor.
—En realidad no me admiraba a mí, sino a mi hijo Cleve —logró decir Rose, en una pausa que hizo Socorro para tomar aliento—. Mi hijo Cleve murió hace unos meses, yo soy su padre; él era escritor, yo no, y usted le envió el paquete a él, pero lo recibí yo.
—¿Así que usted no es el autor de esas novelas famosas?
—Ya le digo, ese era mi hijo Cleve. Pero él murió.
—Oh, cuánto lo siento, de veras lo siento mucho, oh, sí. Yo nunca he tenido hijos y mejor así, no hubiera soportado la pena de verlos morir. De veras lo siento, discúlpeme. Pero entonces, ¿usted no conoció a María Paz?
—A María Paz la conoció mi hijo, y desgraciadamente el que está vivo soy yo.
—Esas cosas pasan, míster Rose, lo lamento tanto. Pero si usted está aquí, debe ser porque piensa ayudarla con su libro. O me equivoco.
—No sé si pueda, en realidad mi interés es más por… —No pudo terminar la frase, porque su interlocutora ya lo ahogaba con una nueva andanada.
—Claro, claro —le decía Socorro—, usted tiene derecho a considerarlo y a pensárselo bien. Pero qué descuidada soy, me está diciendo que murió su hijo, y yo ni siquiera le he dado el pésame. Usted debe estar desolado, pobrecito, yo sé lo que significa la muerte de un ser querido, sin ir más lejos, si viera cuánto lloré la pérdida de Bolivia, que en paz descanse, y eso que no debo llorar porque los ojos se me hinchan horrores y alrededor se me pone todo rojo. Venga, déjeme estrecharlo en consolación por su pérdida, quién iba a pensar que se iba a morir un hombre tan joven, pero no me entienda mal, usted también está muy joven, es sólo que…
—Espere un momento, doña Socorro. Espere. Primero dígame por qué tenía usted el manuscrito…
—Pues porque María Paz me lo dio, desde luego. Una vez fui a visitarla a esa cárcel, una sola vez y a escondidas de mi marido, que me había advertido que no me metiera en eso, allá la hija mayor de Bolivia si quería llevar vida de forajida, allá ella si esa era su decisión, este es un país libre y aquí cada quien está en libertad de hacer de su capa un sayo. Pero yo no llevaba velas en ese entierro. Mi marido insistía en que yo no tenía por qué meter las narices en eso, además como extranjera no me convenía porque podían ficharme, nunca se sabe qué puede pasarle a uno si lo asocian con el hampa. En todo caso, la vez que la visité, ella me entregó el paquete, mejor dicho me lo entregaron en portería por petición de ella, eso sí, después de revisarlo muy bien revisado. Le cuento que ella estaba triste porque ya no iba a volver a verlo a usted, míster Rose, y así me lo dijo con todas las letras, que estaba muy triste por eso. Algo había pasado allá en la cárcel y habían suspendido sus clases…
—Las mías no, las de mi hijo. Él se llamaba Cleve, yo me llamo Ian, y obviamente compartimos el mismo apellido, Rose.
—Sí, claro, usted no es él, sino el padre de él, y él no es usted, sino su hijo. Ya comprendo y lo siento mucho, de veras, reciba mis sentidas condolencias, de veras, y es que en todo caso María Paz había redactado todo eso que está en el manuscrito para dárselo al hijo de usted, que era el profesor de escritura de ella, pero como a él ya no volvería a verlo, entonces me dio los papeles a mí dentro de un sobre, con la petición de que yo se los hiciera llegar al hijo de usted.
—¿Hace cuánto de esto? ¿Hace cuánto le entregó los papeles María Paz?
—Oh, heavens, hace varios meses, en realidad hace rato, no recuerdo exactamente… Ella me pidió encarecidamente que se lo hiciera llegar lo antes posible, pero ya sabe, yo tenía mis dudas, mis temores, no es conveniente estar entregando recados de un presidiario porque no sabes en qué te estás involucrando, y además qué cantidad de groserías y palabrotas dice esa niña, suelta por lo menos dos en cada frase, vergüenza debería darle. Afortunadamente superé todo eso y le colaboré a ella con el encarguito, le invertí unos cuantos centavos a las estampillas pero lo valioso de mi parte fue ante todo la decisión, digo, la decisión de poner eso al correo pese a todo, espero que ella se acuerde de mí cuando le empiece a entrar dinero a chorros por cuenta de su libro…
—No, bueno, las cosas no son del todo así. —Rose intentaba sacarla de su error—. Todavía no lo han publicado, señora, digamos que voy a seguir intentándolo, sé que a mi hijo le hubiera gustado, y desde luego también a ella, pero aún no se ha podido hacer nada, yo creo que…
—No corre prisa, míster Rose, si está en sus manos, la cosa funciona. Me doy cuenta de que usted tiene olfato —le dijo la señora Socorro, picándole un ojo—. Mi vecina, Odile, se ha leído todos los libros del mundo y seguro los de su hijo también, yo todavía no, no soy mujer de letras, pero ahora que tengo el honor de conocer personalmente al padre del personaje, pues sí que los voy a leer, le voy a decir a Odile que me los vaya prestando, ella seguro los tiene porque no hay libro que no haya comprado, y como ella misma dice, si no lo he leído es porque no se ha escrito, y cuando usted vuelva por esta su casa, aquí los tendré para que me los fu me, no importa que usted no sea el autor, sino el padre del autor, eso también es valioso.
—Cleve no escribía libros, señora, apenas novelas gráficas —dijo Rose, pero no fue escuchado.
—Y qué emoción tan grande. —Socorro no paraba—. Puedo imaginarme a María Paz ya repuestica de su dolencia y de sus problemitas legales y firmando libros hecha toda una estrella, puedo ver su foto en People con un titular que diga «De presidiaría a autora de éxito». Qué lástima que Bolivia no haya vivido para ver el triunfo de su muchacha. Quién la ha visto y quién la ve, ahora de escritora, ella que parecía descarriada…
No había manera de taparle la boca a aquella mujer, y Rose había pensado pasar por su casa diez o quince minutos, apenas lo suficiente para conseguir algún indicio sobre las actividades de Cleve anteriores a su muerte. Pero no, este paso por Staten Island amenazaba con irse para largo, una visita eterna, porque no había quien detuviera la lengua de doña Socorrito una vez desatada, y ahí estaba Rose, atrapado de patas y manos, pese a que aún antes de que lo invitaran a entrar ya se había arrepentido de haber ido. Empezó a sentirse mal. Le incomodó estar allí casi tanto como le había incomodado estar en la oficina de Pro BOJÍO, y hasta sintió náuseas, como si de pronto partículas de basura de Fresh Kills le hubieran bajado por la garganta. Qué diablos hago aquí, empezó a preguntarse, si lo único que quiero es estar en mi casa con mis perros. Y se respondió a sí mismo, para poder recuperar el sentido de la realidad: hago esto por Cleve, mejor dicho por mí, para poder entender qué le sucedió a Cleve.
—A Bolivia y a mí nos gustaba ver cómo las olas se iban llevando nuestras astromelias, hasta que se las tragaban —volvía con el tema Socorro—. Eran flores sencillas, no crea que mucho más, pero lo importante era el gesto, nuestra forma de demostrar agradecimiento por estar en este país.
Mientras Rose se preguntaba cuántos años podría tener esa mujer, ¿sesenta?, ¿setenta bien llevados?, ella lo hizo sentar en uno de los sillones de su pequeño living, forrados en jaequard blanco y protegidos por forros de vinilo transparente, y luego le explicó con lágrimas en los ojos que Bolivia, la madre de María Paz, había sido la mujer más esforzada y trabajadora que uno pudiera imaginar, y que no había merecido la suerte que tuvo con sus dos hijas, las dos tan bonitas, a imagen y semejanza suya, tal la madre, tal las hijas, y canturreó algo en español sujetándole a Rose las dos manos entre las suyas, tan pequeñitas y frías y de uñas rojas y largas, porque como Rose bien sabía, los latinoamericanos tocan mucho, o sea, tocan a la gente, a la otra gente, incluso a los desconocidos los abrazan y los besan porque no le temen a la piel ajena. Socorrito le soltó las manos después de un rato que a Rose le resultó excesivo, porque aunque admirara esa bonita costumbre de andar tocándose, en realidad no solía practicarla; digamos que no se destacaría como militante del movimiento Abrazos Gratis, esos chicos cariñosos y esas chicas amorosas que andan repartiendo abrazos y calor humano por las calles, entre personas que no se muestran mayormente interesadas. Y luego Socorro le preguntó si yo no quería un tintico, aclarándole que tinto le decían al café en su tierra, cosa que él sabía ya por experiencia.
—Las dos hijas de Bolivia, tan bellas pero tan desafortunadas. La mayor perseguida por la justicia, la menor enfermita de la cabeza —dijo la doña y desapareció por la puerta de la cocina para preparar el tinto, mientras Rose acercaba la nariz a sus propias manos, ahora impregnadas del fuerte perfume de la crema hidratante que Socorrito se echaba en las suyas.
Se quedó mirando en torno, medio mareado por el montón de porcelanas que había allí, ni una pared que no tuviera repisas, y ni una repisa que no estuviera atiborrada de porcelanas, esos objetos fosilizados de una impensable época pastoril, chicas con grandes sombreros de paja que acunan gansos en los brazos, parejas de enamorados que se miran a los ojos en un banco de parque, casitas de chocolate, zagales pobres pero buenos con los pies descalzos, zagalas pobres pero lindas que calzan zuecos de madera. Era extraña la sensación de estar en medio de ese pequeño mundo de porcelana, pero Rose se fue haciendo a la idea y al rato él y la señora ya conversaban como si se conocieran desde antes, dos viejas comadres tomando tintico en sendos sillones en jacquard blanco, protegido del mugre por forros de acrílico.
—Destinos paralelos —le aseguraba Socorro—, el de Bolivia y el mío, pero al mismo tiempo no tanto, no tanto, no crea, míster Rose, más bien destinos cruzados. Usted mismo juzgue, déme un diagnóstico.
Bolivia y Socorro habían nacido las dos en Colombia, en el mismo pueblo y en el mismo año. Fueron juntas a la escuela primaria de las monjas salesianas y desde el principio se hicieron amigas. Más adelante la familia de Socorro, de mejor estatus, viajó a la capital, en tanto que la de Bolivia se quedaba estancada en su rincón provinciano. Socorro terminó la secundaria y la familia celebró el evento con una fiesta de esmoquin y vestido largo en un club social.
—Me confeccionaron a la medida un traje estilo imperio en shantung de seda —le fue contando a Rose—, y me hicieron una moña de bucles, por entonces se estilaban las moñas de bucles, así muy inmensas, y lucí unos aretes de aguamarina que me regalaron para la ocasión. A todas estas, Bolivia había decidido ponerse a trabajar, no sé si me entiende, había tenido que abandonar los estudios antes de llegar a tercero de bachillerato. Se hizo estilista, manicura y depiladora, y se contrató por las mañanas en el salón de estética D’Luxe, y por las tardes como ayudanta en una casa de modas.
Pero las vacaciones de diciembre las pasaban juntas, como cuando niñas, y no veían la hora de encontrarse en su viejo vecindario para gozarse verbenas y novenas, siempre compartiendo un sueño, el de irse algún día del país; las dos migrarían, viajarían, buscarían destino por otros rumbos, volarían muy lejos. Y el sueño se les cumplió. Ambas fueron a parar a Nueva York, aunque con más de media década de diferencia: Socorro primero y Bolivia siete años después. En Nueva York se reencontraron, ni más faltaba que no se fueran a buscar, si Socorro ya había sentado pie en América y cómo no iba a ayudar a la otra, que era su hermana y estaba recién llegada. Así que le aseguró que mi casa es tu casa, vente para acá hasta que encuentres tu propio camino, esta es la tierra de los caminos abiertos, caminante no hay camino, todos los caminos van a Roma, no importa llegar lo importante es caminar, le dijo esas frases motivacionales y otras por el estilo mientras le cedía tres de los cajones de su propia cómoda y la ayudaba a desempacar. Hasta ahí todo bien, dos amigas que se quieren y un sueño común cumplido, pero ya luego empezaron las divergencias, los pequeños malentendidos pese a la gran complicidad, y Socorro fue soltándole como al desgaire otro tipo de refranes, cada quien en su casa y dios en la de todos, o incluso este otro, el invitado como la pesca, a los tres días apesta.
—Voy paso a paso —le aclaró Socorro a Rose—, para que usted me entienda bien. Bolivia siempre fue una mujer bella, bajita pero exuberante, de ojos soñadores y pestañas de muñeca, y en cambio yo no tanto, mi belleza es más bien interior, como dice mi marido. Usted mismo lo estará comprobando, yo nunca he sido ni soy propiamente una lindura, soy lo que se llama una mujer de intelecto.
Y sin embargo Socorro se bahía casado con un tipo adinerado, o al menos de buen pasar. Era plomero, hacía su oficio con profesionalismo, cobraba bien, quería levantar una familia y se enamoró enseguida de esa colombiana que le presentaron en la fila de Wonder Wheel, la rueda de Chicago de Coney Island, por ese entonces la más alta del mundo. Les tocó en suerte compartir canasta y qué miedo le habían dado a Socorrito esas alturas, cómo se tapaba los ojos y cómo gritaba, y eso le bastó a él para saber que aquella mujer estaba destinada a ser su esposa. A la segunda cita le llevaba de regalo un ejemplar empastado en cuero de El profeta, de Khalil (libran, mismo que Socorrito sacó de un cajón para mostrárselo a Rose, orgullosa de la dedicatoria, que decía en tinta verde y palabra por palabra, «A Socorro que tanto me ama, firmado Marcus Clanci Salmón». A Rose le pareció extraña la dedicatoria, pensó que quizá hubiera debido decir «A Socorro, a quien tanto amo», pero Salmón tenía su propio estilo y estaba claro que le sacaba provecho, porque al tercer encuentro, durante un paseo por el jardín botánico de Brooklyn, frente al estanque japonés, salía triunfal al proponerle matrimonio a Socorro, que aceptó encantada el brillante de 0,10 quilates que sellaría su unión.
—Él era jamaiquino, yo colombiana y nadie sabe cómo lográbamos comunicarnos, porque ni él sabía español ni yo barruntaba inglés, a lo mejor por eso mismo funcionó la cosa, va sabe cómo es eso —volvió a guiñarle el ojo Socorro—, el lenguaje de las caricias y los mimos es más hermoso que el de las razones y las discusiones, dígame si no tengo razón.
Ya a esa altura de las confesiones, Rose se animó a preguntarle por qué Bolivia, siendo tan bonita, no se casó.
—Cómo no, lo intentó por lo menos tres veces —le dijo Socorro—, pero ella siempre terminaba por salir corriendo, a lo mejor la misma belleza la perjudicó, mire usted, yo siempre estuve satisfecha con mi jamaiquino, Marcus Clanci Salmón, que así se llama; yo siempre satisfecha y orgullosa de ser Mrs. Salmón, aunque ya sabe, como apellido no es el mejor, tanto en inglés como en español viene siendo nombre de pez. Pero ¿Bolivia? No, Bolivia no, Bolivia siempre andaba a la búsqueda de algo distinto, otra cosa, alguien más. Yo nunca pude saber cuál era la insatisfacción que la aquejaba y que la hacía salir corriendo detrás de una quimera, quién sabe cuál.
Y así seguía la historia de esos dos destinos que a ratos se encontraban para bifurcarse después, Socorrito felizmente casada y Bolivia no, pero en cambio Bolivia había podido ser madre y Socorrito no.
—Bolivia tuvo sus dos hijas —dijo Socorro—, y no voy a negarle que mucho se las envidié, de hecho las quise como si fueran mías, sobre todo a Violeta, la menor; aquí venían de visita y a esa niña le encantaban mis porcelanas, podía pasarse las horas mirándolas, le gustaba limpiarlas con un trapo húmedo y yo se lo permitía, siempre y cuando lo hiciera con cuidado para que no se le fueran a romper. Claro que es un poco psicológica, mi niña Violeta, tal vez bipolar, que llaman ahora, o nerviosita, no sabría precisarle, pero en todo caso es una muñeca, hay que ver ese pelo claro y esos ojos verdes que tiene en la cara y que alumbran como dos faroles, y es apenas cosa de saber llevarla, de seguirle la corriente. Para calmarla, ¿sabe? En cambio con María Paz, la mayor, las cosas siempre han sido embrolladas, de pequeña fue rebelde y difícil, y de grande todavía peor. Bueno, digamos que es una muchacha temperamental y dejémoslo así, para no entrar a juzgar. Mi marido me lo advirtió desde un principio, ojo con la hija mayor de Bolivia, me decía, va a acabar en problemas, vas a ver, quien sale de Guatemala cae en Guatepeor, mal empieza la semana el que ahorcan en lunes. Tal vez fuera paranoia de él, ya sabe cómo vivimos los inmigrantes en este país, con tanto miedo de hacer algo mal, de portarnos indebidamente, de echarnos encima a los vecinos o a la autoridad, todo se vuelve pánico a que te desprecien y te miren feo, a lo mejor la cosa es mental, de acá arriba, ¿me entiende?, problema del coco, pero uno igual se psicosea, es inevitable, basta con que el pasto de tu jardín esté un poco descuidado para que ya sientas que te pueden deportar. Pero mire, míster Rose, no juzgue a mi Marcus, que conmigo se ha portado bien, pero eso sí, me impone condiciones y en eso es tajante y no da lugar a discusión.
Salmón se había mostrado satisfecho cuando María Paz decidió casarse con un policía americano. Le dijo a Socorro que a lo mejor la muchacha se estaba rehabilitando y aceptó invertirle una buena suma al regalo de bodas, un juego de copas de cristal checo. Pero cuando sucedió lo de la cárcel, Salmón le advirtió a su esposa que la hija mayor de Bolivia no volvería a pisar esa casa. ¿Y si ella no tuvo la culpa de lo que le pasó?, se había atrevido Socorro a preguntarle. Algo habrá hecho, había sido la respuesta definitiva del señor Salmón.
—Pero dígame, Socorro, ¿mientras estuvieron pequeñas, las dos niñas de Bolivia alcanzaron a vivir en esta casa, aquí con ustedes en Staten Island? —preguntó Rose.
—No. Bolivia tardó mucho en poder traer a sus niñas. Más de cinco años. Y cuando por fin las trajo, ella ya no vivía aquí conmigo. Pero venían de visita de tanto en tanto, a veces se quedaban durante el fin de semana, y tratábamos de pasar juntas el Thanksgiving o la Navidad. Entiéndame, Bolivia y yo seguíamos siendo amigas, pero algo invisible y fino como una espina de hielo había enfriado por dentro lo que había sido nuestra hermandad. Y ya luego ella se murió. Y tal vez yo no me he portado demasiado bien con su niña mayor, eso lo reconozco, y espero que Bolivia no me lo cobre desde el más allá —le dijo Socorro mientras miraba hacia abajo como quien se confiesa, y clavando los ojos contritamente en sus sandalias de charol—. Pero no me culpe sólo a mí, tenga en cuenta las convicciones de mi marido…
—Supongo que esta visita, el hecho de que yo esté aquí en este momento, también es algo que está sucediendo a escondidas de su esposo —le dijo Rose.
—Bueno, usted vino a revivir fantasmas que a mi esposo lo importunan…, perdóneme, pero no sería bueno desempolvar ciertos episodios que pusieron en jaque mi matrimonio, Marcus es un hombre al día con la ley, pese a su generosidad no perdona la delincuencia ni la mala conducta, nada que atente contra el orden y la seguridad, y mucho menos contra la moral.
—Pero usted misma admite que es posible que María Paz no sea culpable…
—Pero vaya a explicárselo a Marcus, que es un hombre de principios inalterables. Una cosa así no me la perdonaría jamás.
—¿Una cosa cómo?
Socorrito empezó a enredarse en las palabras, se arrepentía de su falta de carácter, se disculpaba por su sometimiento al marido, se sentía en la obligación de justificarse ante ese desconocido que había venido a interrogarla. Siempre había sido débil, le dijo, de tensión alta y salud quebradiza, qué de dolencias no la habían afligido, al menos una docena de las que figuran en el inventario del Medical Care, y por ahí derecho le fue haciendo la lista de todos sus males, enumerándolos con sus deditos finos de largas uñas en punta: cáncer de seno, sinusitis, alergias, erupciones, hipos que podían durarle semanas. Tanta visita al médico, tanto paso por hospital, tanta fatiga crónica, no la habían dejado parir ni trabajar. Y en cambio Bolivia era incansable para el oficio y fuerte como un roble, ni un día de descanso se permitía, ni una gripa en todo su historial. Pero Socorrito seguía viva y Bolivia, en cambio, había quedado muerta y enterrada antes de cumplir los cincuenta y dos. Socorrito nunca había tenido que trabajar, pero dinero no le faltaba; Bolivia, que nunca había cesado de trabajar, era de las que no logran juntar ni para el alquiler mensual. En la sala de cuidados intensivos del Queens Hospital Center, unas horas después de que a Bolivia una apoplejía fulminante le fritara el cerebro, Socorro se paró al pie del lecho de su amiga, que yacía inconsciente pero todavía viva, y le juró por la Santísima Virgen y con la mano sobre el corazón que de ahí en adelante ella, Socorro Arias de Salmón, se haría cargo de las niñas. Puedes morir tranquila, amiga, le dijo, que yo me encargo de tus hijas. Y hasta ahora le había cumplido bien, a medias pero bien, digamos que bien con respecto a Violeta y no tan bien con respecto a María Paz, y le reveló a Rose que tenía ideado un mecanismo especial de ahorros para poder seguir cumpliéndole a Bolivia con lo de Violeta cuando ya ni ella ni Mr. Salmón estuvieran vivos.
—Casi todas estas porcelanas que ve aquí son Royal Doulton —le dijo—. Valen una fortuna, mire, esta es pieza única, por lo menos siete mil dólares le darán a Violeta por ella cuando la venda.
Bajo llave, detrás de un vidrio, tenía además media docena de Capo di Monti y le preguntó a Rose si él sabía valorarlas, si se daba cuenta de que eran originales, es decir con todo y sello de originalidad, y que estaban en óptimo estado.
—Mire, sólo con esta que ve aquí, la niña enferma de Bolivia tiene suficiente para vivir por el resto de su vida. Observe —le pidió Socorro.
Y Rose observó: era una pieza de buen tamaño, conformada por dos figuras colocadas sobre una especie de nube, una mujer y un hombre, la mujer con aire imperial, como hacer de cuenta una María Antonieta o una Madame Pompadour, en traje de arandelas y de velos, que se inclinaba sobre un mendigo que estaba hincado a sus pies. Mendigo, o en todo caso persona de ruin condición, que contemplaba con arrobo casi místico el generoso escote de la señora, se podría decir que se comía con los ojos ese par de pechos de porcelana, y en todo caso a Rose le molestó el tipo, el mendigo aquel, porque había algo abyecto en su actitud.
—Bonita pieza —dijo, porque no supo qué otra cosa decir.
—Como Marcus y yo no tenemos hijos —le explicó Socorrito con un dejo de frustración—, Violeta será heredera única de todos estos tesoros. Es una deuda que tengo con Bolivia, con mi querida Bolivia, porque no siempre me porté bien con ella, no siempre me porté bien. Por celos tal vez, o por envidia, y es que nadie es perfecto, ya se sabe, y yo menos que nadie. Y en realidad Bolivia tampoco; no era ninguna pera en dulce, mi amiga Bolivia, eso téngalo por seguro.
Aunque Socorro no lo confesara, Rose iba llegando a la conclusión de que esa mujer no podía soportar que su marido mirara tanto a Bolivia, que Bolivia fuera fértil y ella no, y que sufría al comparar su figura reducida y magra con la redondez rebosante y la sonrisa espléndida de su contrincante. Era seguro que Bolivia se había dado cuenta, percibía que algo andaba mal, no por nada con el paso de los meses la tensión se había ido haciendo más que evidente, casi tangible, según dijo doña Socorro, hasta que una noche, cuando ella y su jamaiquino regresaban de vespertina, descubrieron que Bolivia se había marchado con todo y maleta, dejándoles una notica que decía «Love you, thank you very much for everything, gracias y hasta siempre y que Dios les dé muchos años de matrimonio feliz». De ahí en adelante, Socorro sólo volvió) a verla de cuando en vez, y de su historia y aventuras no volvió a conocer más que fragmentos. Era una sobreviviente, eso era Bolivia, una sobreviviente, se lo repitió varias veces Socorro a Rose, y este, que recordó haber leído la misma frase en el manuscrito de María Paz, se preguntó qué significaría exactamente, y si acaso no tendría algo que ver con las diecisiete páginas que faltaban en el manuscrito de María Paz.
—¿Faltan diecisiete páginas?
Socorro quiso hacerse la que no sabía, pero se puso colorada y unas gotas de sudor le humedecieron la pelusilla oxigenada que tenía entre la boca y la nariz.
—¿Por casualidad sabe qué pasó con esas diecisiete páginas?
—En realidad no, quién sabe, a veces las cosas se pierden, ya sabe…
—Socorrito, le agradecería que me dijera la verdad.
—Entiéndame, míster Rose, esas páginas eran la parte más comprometedora de la historia, yo tenía temor de que…, en fin. Mire, señor Rose, la verdad es que las quemé.
—Las quemó.
—Sí. Confieso que las quemé. Hacían referencia a cosas íntimas y graves, que me incumben directamente. Cosas dolorosas para mí. Y otras que no recuerdo. Cosas inconvenientes para la memoria de mi mejor amiga, you know what I mean, y ya no insista más, señor Rose, por favor.
—De acuerdo, dejemos así. Sólo una pregunta más, la última antes de despedirme. Dígame qué la decidió a enviar por fin el escrito.
—Esa pregunta sí tiene una respuesta fácil: lo hice porque la propia María Paz me lo pidió, y no me sentí con derecho a contrariar su voluntad.
—Pero tardó mucho en poner ese sobre al correo…
—Supongo que me ganó el remordimiento, que muerde como un perro, ya sabe, precisamente por eso se llama así, remordimiento, y no me quedó más remedio que buscar la dirección suya, míster Rose, en eso me ayudó Odile, mi vecina, que lee mucho y es muy entendida, ella maneja computadora y encontró las señas suyas en esa cosa Gugu, o como se llame, y entonces sí le envié a usted el escrito, más vale tarde que nunca, ¿sí o no?
—¿No lo habrá hecho por temor a que María Paz se enterara de que no lo había hecho?
—Y qué le hace pensar eso, si van tiempos en que no veo a María Paz, desde que la visité en la cárcel no la volví a ver. Uno hace favores… En la medida de lo posible uno hace favores, a María Paz yo le regalé ni más ni menos que un abrigo de mink para que no pasara frío en el invierno, ¿acaso eso no cuenta?, o para que lo vendiera, si prefería, y se quedara con el dinero. No le voy a decir que ese mink estuviera en óptimas condiciones, pero de todos modos fue un bonito gesto de mi parte, porque ya le digo, en la medida de lo posible uno está dispuesto a ayudar. ¿Y sabe que fui quien le consiguió a Bolivia su primer trabajo aquí en USA, cuando llegó de indocumentada? Sí señor, fui yo. Yo se lo conseguí. Era un trabajo humilde, pero trabajo al fin, como mujer de la limpieza en el apartamento de una anciana que vivía en Manhattan por la 55 Oeste. Pero lo estoy aburriendo, ¿o quiere que le cuente?
—Si no se remonta a los persas, doña Socorro.
—Persas no, judíos. La señora se llamaba Hanna y era judía, y a Bolivia no le tomó mucho tiempo darse cuenta de que cuando llegaba al apartamento, la señora ya lo tenía todo limpio y en orden. Bolivia le preguntó un día, pero señora, cómo quiere que yo haga mi trabajo, si usted se me adelanta. Y la anciana le contestó, bueno, es que no resisto la idea de que alguien entre a mi casa y la encuentre sucia. Ahí comprendió Bolivia que lo que su patrona buscaba era básicamente compañía, porque no hay nada peor que la soledad, usted debe saberlo, míster Rose, así que Bolivia no volvió a preguntar y aprendió a echarle una limpieza rápida a lo que ya estaba limpio y a ordenar lo que ya estaba ordenado. Después salían juntas de paseo por Central Park, donde siempre hablaban de lo mismo: el color de las hojas de los árboles según la estación del año.
—Yo diría que esta hoja es de álamo, y que tiene un color viridiana —apostaba la señora Hanna.
—Viridiana no sé lo que es, yo diría que más bien verde esmeralda —opinaba Bolivia.
—Es lo mismo, Bolivia, viridiana y esmeralda son el mismo verde. Y esta hoja de sauce llorón, ¿acaso no es verde cromo?
—Más bien verde lama.
—¿Qué tal verde pantano?
—De acuerdo, señora Hanna, verde pantano.
Y así todos los días, con sicómoros, arces, olmos, intercambiando opiniones sobre la variedad de tonos de verde, verde limón, verde menta, malaquita, y más adelante en el año se iban por las posibilidades de los ocres y los dorados del otoño, y ya en invierno no les quedaban sino el gris y el blanco.
—¿Sabes que los esquimales distinguen nueve tonos de blanco y tienen un nombre para cada uno? —preguntaba la señora.
—Madre mía, qué exageración, ¡nueve tonos de blanco!
Después del paseo matutino por Central Park y ya con hambre, las dos mujeres, la colombiana indocumentada y la americana solitaria, se iban caminando del brazo hasta el Carnegie Deli, donde pedían pastrami y pepinillos o matzoh balls, para rematar con un cheesecake de fresas. Siempre pagaba la señora Hannah, y como ninguna de las dos comía mucho, venían sobrando montañas de comida que el mesero envolvía en papel de aluminio y que Bolivia se llevaba en el subway 7, derecho desde Times Square casi hasta la propia puerta de su casa, una habitación que compartía en Jackson Heights con una dominicana y su sobrina, quienes a su vez recibían allí mismo visitas temporales o permanentes de familiares o conocidos. Lo interesante es la cadena alimenticia que a partir de ahí se generaba, porque en esa habitación de Jackson Heights cenaron a diario un promedio de cinco personas durante cuatro meses y medio, sin que ninguna de ellas pusiera un pie en un supermercado; les bastaba con el agua de la llave y las doggy bags que Bolivia traía del Carnegie Deli.
Una pésima influencia sobre Bolivia —le dijo Socorro a Rose—. Yo sé por qué se lo digo. Una pésima influencia, la de esas dos dominicanas. Se llamaban Chelo y Hectorita, y eran tía y sobrina. Aquí vinieron un par de veces, con Bolivia. Chelo era la tía, Hectorita la sobrina.
Del sueldo que Bolivia recibía en la calle 55, casi todo lo enviaba a Colombia para el mantenimiento de sus dos hijas. Vivía con lo poco que quedaba, y el resto lo ahorraba. Pero el resto no era nada, nunca le quedaba nada para su propósito único y principal: pagarles a las niñas visas y pasajes. Para ese fin había abierto una cuenta de ahorros que no engordaba, pobre cuenta anoréxica que se vaciaba cada vez que alguna de las niñas se enfermaba, o cumplía años, y quienes las cuidaban pedían dinero extra para cubrir la emergencia.
—No va a haber año en que tus niñas no se enfermen o cumplan años, al menos una vez al año —la puyaban las dominicanas—. Mientras sigas de sirvienta, nunca vas a ahorrar. Deja esa vaina, niña, saca los pies, tú consigues algo mejor.
—¿Y la pobre señora Hanna? —protestaba Bolivia.
—La pobre señora Hanna es rica. Tú eres la pobre.
—¿Y qué vamos a comer, sin el pastrami y sin las maza bols?
—Ahí vemos, ahí nos arreglamos.
—Pero la señora Hanna y yo somos amigas…
—Amigas, las güevas. A las cosas por su nombre. La señora Hanna es la señora. Tú eres la criada. Pero de aquí en adelante vas a ser maquila.
—Maquila…
—Te vamos a llevar con el capataz donde nosotras chambeamos. Vas a entrar a la fábrica. Y vamos a darnos un jumo para celebrar.
Se trataba de una fábrica de bine jeans, uno de esos sweatshops, o reductos de semiesclavitud que supuestamente hacía mucho habían sido clausurados y penalizados en la ciudad de Nueva York, pero que en realidad seguían funcionando a todo vapor. Para que Bolivia llegara preparada a su entrevista de trabajo, las dominicanas la adiestraron psicológicamente, la tranquilizaron con gotas homeopáticas y la instruyeron en las preguntas que tendría que responder. Lo coges con suavena, le aconsejaron para que no se dejara intimidar por el carácter agrio del capataz, que se hacía llamar Olvenis y era uno de esos tipos secos y angulosos, de barba erizada, que si te rozan, te raspan; un origami de papel de lija, ese era Olvenis, el capataz.
—Cuando te pregunte si sabes manejar máquina industrial, tu dile que sí.
—Pero si no tengo idea —rezongaba Bolivia—, si nunca en mi vida.
—Tú nos haces caso y le dices que sí.
—¿Y cómo respondo, con este inglés de mierda?
—No problem, el de él es peor, porque no es americano. La dueña del establecimiento sí, ni más ni menos que Martha Camps, ya sabes quién, ¿o no lo sabes? En qué mundo vives, niña, ¡Martha Camps! ¡La famosa de la tele! Pero Martha Camps ni asoma, para eso tiene al capataz, que casi no habla el inglés. Si aquí en New York el inglés se da escaso, no te hagas bola, siempre encuentras alguno que lo habla peor que tú. ¿Acaso no sabes decir yes? Cualquier cosa que pregunte, tú dile yes. ¿O te parece muy difícil decir yes? Yes, misler Olvenis, yes, yes. Yes, of course, misler Olvenis, thank you misler Olvenis, thank you very much.
—¿Y cuánto pido de paga?
—No le pides nada, aceptas lo que buenamente te dé, así empezamos todas, ya luego vas mejorando, y si no mejoras, te largas a buscar por otro lado. Por aquí la chamba clandestina funciona así.
—¿Si pregunta si tengo papeles?
—No te va a preguntar, sabe que ninguna tenemos y ahí está el detalle, en eso va el negocio, sin papeles puede pagarnos mal, o no pagarnos, depende de qué tan revuelta tenga la bilis ese mes.
La llevaron hasta un edificio clausurado y cruzado por cinta plástica amarilla, de la que dice Police Unit do not cross. Sobre la fachada, cartelones oficiales que denunciaban embargo por mora en el pago de laxes; al frente un muladar acumulado; los vidrios rotos y las ventanas tapiadas con tablones, y si pasabas por allí desprevenido, podías jurar que sólo las ratas y el polvo vivían en ese lugar. Aquí es, le dijeron. ¿Aquí? Ven, se entra por detrás. Atravesaron casi a oscuras un depósito de maderas adosado a la parte trasera del edificio, Chelo y Hectorita adelante, Bolivia detrás, y luego tantearon peldaño a peldaño para subir por una escalera crujiente. ¡Cristo Derramas! ¿Cuántos pisos faltan? Animo, niña, que van cinco y quedan cuatro, y cuando ya Bolivia no tenía alientos, escuchó el ronroneo de máquinas que provenía del fondo. Y ninguna voz humana, como si las máquinas marcharan solas. Ya llegamos, es aquí. Abrieron una puerta metálica y el golpe de luz las cegó, y cuando las imágenes se delinearon en medio del relumbrón, Bolivia pudo distinguir las presencias silenciosas de unas veinte mujeres, todas ellas jóvenes, apretadas en mesas largas, cada una concentrada en su máquina de coser como si en el mundo no existiera nada más. Parecen zombis, pensó, y apenas si alcanzó a quitarse el abrigo cuando ya la habían sentado entre dos, frente a su propia máquina. Por cada jean que debía confeccionar, le habían suministrado doce piezas de denim seis remaches, cinco botones, cuatro etiquetas, una cremallera y una única instrucción, que el jefe le dio una vez y no le volvió a repetir: tenía treinta minutos para terminar cada jean. Las dominicanas le habían hecho la cuenta, treinta minutos por jean, veinte jeans por trabajadora en jornadas de diez horas de trabajo, menos fallas mecánicas, en ores humanos, lunch break, eventuales cortes de luz y paradas a hacer pipí, para un total de trescientos a trescientos veinte pares de blue jeans confeccionados y empacados al final de cada día del año.
—Madre mía —había suspirado Bolivia—, y quién anda por ahí poniéndose tanto jean.
Trató de recordar las indicaciones que así en frío y en teoría le habían dado sus amigas sobre cómo funcionaba aquello, se echó la bendición, dijo por mis hijas, y con el pie derecho hundió el pedal. Para comprobar enseguida que un aparato industrial como el que tenía delante era un monstruo con vida propia, un caballo desbocado que se tragaba la tela y enredaba los hilos antes de que ella alcanzara siquiera a quitar el pie del pedal. A veces la aguja le atrapaba los dedos, pero les pasaba por encima tan rápido que cuando ella veía las manchas de sangre en el denim ni siquiera sabía de dónde provenían. Al tercer día Olvenis la había llamado a su oficina para hablarle fuerte, golpeado, le gritó groserías en ese inglés de él, demasiado parecido a su extraño idioma natal, y aunque Bolivia no le entendiera, bien que adivinó de qué se trataba. La estaban despidiendo por descarada, por mentirosa, porque jamás había manejado una máquina industrial. A ella la sangre se le subió a la cara y enseguida se le bajó toda de un sopetón. Se puso muy pálida, se le nublaron los ojos, los oídos le timbraron, sintió que iba a ensuciarse encima y cayó al suelo sin sentido, ahí mismo, en el piso de cemento de la oficina del capataz.
—Hice el papelón más ridículo —les lloró esa noche a sus amigas, echada en su colchón y con compresas de alcohol sobre la frente.
A la mañana estaba regresando donde la vieja señora de la calle 55, a pedirle perdón por haberla dejado sin previo aviso y a rogarle que le diera una segunda oportunidad. Pero la señora de la 55 ya había contratado a una chica oriental. Y en todo caso a la noche, las dominicanas traían noticias alentadoras a la habitación de Jackson Heights.
—Te sirvió el desmayo, Bolivia —le dijeron—, a Olvenis le dio lástima y te manda decir que te recibe de nuevo, pero sólo si te encargas de la plancha.
El planchado era el trabajo peor pagado y más duro, sobre todo por el vapor y el calor. Tenía que planchar blue jeans durante toda la jornada en un cuarto de dos por dos, caliente como un horno, cero ventanas y poca ventilación. Y es que las ventanas ciegas no eran casualidad, los dueños se cuidaban de que el taller no fuera detectado desde el exterior. Era verano y Bolivia se asfixiaba entre las montañas de jeans. A la semana creyó que se moría, a los quince días resucitaba, al mes volvía a desfallecer. Pero el recuerdo de sus dos hijas la mantenía en pie. No daba más, tomaba la decisión de renunciar pero no lo hacía, debía aguantar para traerse a sus hijas cuanto antes, costara lo que costase las iba a traer, así se cayera muerta las traería, y una vez al mes, antes de regresar a su habitación en la noche, se echaba la pasada por el Telecom Queens de Roosevelt Ave, donde docenas de colombianos hacían cola ante las cabinas telefónicas para llamar a su patria. Desde allí hablaba con su hija mayor y lloraba con ella, luego marcaba el otro número para tratar de comunicarse con su hija menor pero nunca podía, la señora que la atendía alguna disculpa sacaba, hoy Violeta no anda por aquí, o ya está dormida, o es tímida, le decía a Bolivia, tienes que comprender, hace mucho que no ve a su mamá, recuperar su confianza no te va a quedar fácil, no va a ser cosa de un momento a otro, tenle paciencia a la niña, que está confundida, tiene un lío en la cabeza, tenle paciencia que ya se le pasará.
»Y al otro día, vuelta Bolivia a la fábrica y a la plancha y al calorón desde las siete de la mañana, con media hora de receso para el lunch break, sólo café con leche y donas, que les traía un mensajero y ellas tenían que consumir ahí mismo, porque no les estaba permitido bajar a esa hora a la calle, y que además debían pagar de su bolsillo, el mismo menú, café con leche y donas, café con leche y donas, para todas las veinte obreras todos los días de la semana, y luego a la tarde Bolivia seguía trabajando hasta las cinco y cuarto. ¿Y qué hacía ella ahí, un cuarto de hora más que las demás?
Socorro de Salmón le contó a Rose que a eso se refería alguna de las 17 páginas que había tenido que quemar.
—Ahí en esa fábrica, después de las cinco de la tarde —le chismoseó a Rose—, cuando ya se habían ido a casa sus amigas, las dominicanas esas, y todas las demás, Bolivia ya no planchaba, la pobre tenía que ejecutar otro tipo de trabajo manual.
—¿Sobre Olvenis?
—Algo así.
—Esclava laboral y esclava sexual.
—Esa era su desgracia.
—¿Y nunca se divertía, su amiga Bolivia? —preguntó Rose—. ¿Ni siquiera iba al cine? De vez en cuando saldría a bailar…
—Bueno, necesitaba todo el dinero extra que pudiera conseguir.
—Para traer a sus hijas a América.
—Así es. Júreme que no lo repite, pero la verdad es que en un momento crítico, Bolivia hasta llegó a ser teibolera.
—¿Qué cosa?
—Teibolera. Yo tampoco conocía la palabra, teibolera, o sea una mujer que baila sobre el teibol, o sea la mesa. Topless, que llaman, y ya sabe cómo es eso —Socorrito bajó la voz, como para susurrar un secreto—, con los pechos al aire. Bien llenos que los tenía Bolivia, con razón podía explotarlos. Y todo por traer a sus niñas a América.
—Hay algo que no me suena, Socorro —comentó Rose—. Demasiada abnegación. ¿Para qué las había dejado, en primer lugar?
—Pues no era propiamente un asunto de hambre, no era de esos casos en que la persona no tiene con qué darles de comer a sus crías. No era tan así. Allá en su pueblo Bolivia llevaba una vida más o menos, ya le digo, con una familia que la apoyaba, todas esas tías y primas con nombre de mapa, más dos trabajos y varios novios, incluyendo a los padres desconocidos de sus hijas, y modestia aparte no le faltaba mi amistad, yo contaba con recursos y de vez en cuando la ayudaba…
—Veo —dijo Rose—. No era propiamente un escenario extremo de hambre y miseria.
—Mire, señor Rose, lo que ella quería era una vida soñada. Ella salió corriendo detrás de un sueño, ¿sabe lo que es eso?
—¿Hasta el punto de dejar solas a las hijas durante cinco años?
—Así pasa.
—¿No habrá dejado a sus hijas allá lejos porque le estorbaban?
—Calle esa boca, señor Rose, cómo se le ocurre decir semejante cosa, si Bolivia se mató durante años para poder traerlas…
—Abandonar a los hijos le produce calambres de conciencia a cualquiera. Yo sé por qué se lo digo. Bolivia se castigaba trabajando noche y día, y así mataba la culpa de haberlas abandonado. Hay cosas que uno entiende porque las ha vivido. Pero estoy seguro de que esas 17 páginas faltantes decían algo más.
—Pues sí, decían algo más. Lo más horrible para mí. Esas páginas mencionaban a mi marido.
—Déjeme adivinar… ¿Bolivia y el señor Salmón? ¿De ahí su bronca contra su amiga, Socorro?
—Bolivia era una rebuscadora… Y la hija también es así. Tal la madre, tal la hija, y no son calumnias mías. Antes de liquidar al pobre policía, María Paz ya había desplumado a unos cuantos.
—¿A usted le consta, Socorro?
—Pues constarme, no me consta, pero no es difícil de adivinar. Si lo haces una vez, puedes volver a hacerlo… Como le digo no me consta, claro que esa muchacha es tremenda…
—Está hablando con rabia, Socorro, quiero entender que está sangrando por la herida, Bolivia la lastimó a usted, y usted se está desquitando con su hija. ¿No será eso? Para mí es muy importante saber la verdad: piense bien, por favor, ¿tiene bases para eso que está insinuando?
—«Bases para eso que está insinuando», madre mía, ya me suena usted a detective, me está asustando…
—Perdone, no era mi intención, sólo necesito aclarar los hechos, pero no se preocupe, es por razones enteramente personales.
—Qué tal si nos echamos otro tintico… —Venga, otro tintico.
—¿Y si se lo enveneno? —¿Cómo dice?
—Si le corto el tinto con tantico aguardientico…
—De acuerdo, Socorrito, envenene el tintico, pero escúcheme, el abogado de María Paz dice que ella no lo hizo.
—Eh, ave María, valiente abogado, hasta acá trajo un día a la muchacha en ese carro rojo de sport que tiene, yo de usted no le creía de a mucho a ese abogado, que no parece muy profesional que digamos.
—¿María Paz andaba con el abogado en un coche rojo de sport}
—Por eso le digo. En un coche rojo de sport.
Mientras trabajaba en la maquila clandestina, Bolivia había comprobado que rara vez alguien se acercaba por el cuarto de la plancha, nadie iba hasta allá atrás, así que una mañana de calor horrible, se animó a quitarse la camisa mientras trabajaba. Al otro día se quitó la camisa y la falda, y cada vez se fue volviendo más audaz, hasta que terminó) planchando en brassier y cucos y ya luego nada, con el puro cuerpo juagado en sudor y el pelo chorreando.
—Teibolera al fin y al cabo —moralizó Socorro—. Mi marido dice que con eso no se juega. Tos senos como los perros bravos, sólo se sueltan de noche y en casa.
Con el rociador de los jeans, Bolivia se echaba agua por la cara y por la espalda, y en los peores días de sofoco, llegó hasta a pararse dentro de un platón de agua fría. Se acomodó bien ahí, en el cuartico de la plancha, el único lugar donde podía estar fresca en verano. Y caliente en invierno, mientras las demás tiritaban de frío en la sala sin calefacción, y además planchar siempre le había gustado, desde niña lo hacía bien, su abuela América le había enseñado a humedecer la tela con almidón, a aromatizarla con agua de lavanda y a pasarle una de esas pesadas planchas de hierro que se llenaban con carbón ardiendo, porque la abuela se empeñaba en seguir utilizándola pese a que ya le habían regalado la eléctrica, y con esa misma plancha de hierro le enseñó el oficio a su nieta Bolivia, quien años más tarde lo utilizaría para sobrevivir en ese país de ensueño, que no por nada llevaba el mismo nombre de su abuela América, así que Bolivia, mientras dominaba los cerros de jeans en el cuartico de la plancha, recordaba a su abuela y eso le proporcionaba felicidad, y se esmeraba porque cada jean le quedara perfecto, mira, abuela, le decía, este nos salió bien, sólo nos faltan cincuenta, abuela, y ahora cuarenta, y la abuela parecía responderle desde el más allá, ánimo, mi niña, no te canses todavía que ya no son sino treinta, y veinte, y diez, y ya casi vas a acabar. Ahí sola, en ese espacio pequeño y cenado, milagrosamente privado, Bolivia podía inclusive soñar, podía darse el lujo de pensar en sus hijas, de imaginar el reencuentro, una vez y otra vez y otra vez, mil veces visionaba cada detalle del momento en que por fin volverían a juntarse y a ser de nuevo familia.
—Pero lo estoy cansando, míster, a usted lo aburren esas minucias de mujeres, que almidón, que plancha, que agua de lavanda, que máquina de coser… A usted todo eso qué le va a interesar.
—No son minucias, son cosas de trabajo, y sí me interesan. Son los trabajos que hace una persona para sobrevivir. Y no son cosas de mujeres, son cosas de humanos. Siga, Socorro, que sí me interesa. ¿Hasta cuándo trabajó Bolivia en esa fábrica?
—Hasta que murió, señor, hasta que murió. Pobre mi amiga Bolivia, ojalá haya podido descansar en paz.
—Una última cosa, Socorro. La más urgente. La verdadera razón de esta visita: ¿me puede decir dónde está ella?
—Cómo no, está enterrada en el St. John Cementery. Si quiere ir a visitarla, yo de golpe hasta lo acompaño, hace mucho que…
—Espere un momento, doña Socorro… ¿Me está diciendo que María Paz murió?
—¡María Paz no, señor! Dios nos libre. Me refería a Bolivia. Bolivia murió hace rato, ya le conté cómo, y está enterrada en el St. John. El St. John Cementery, de Queens.
—Entonces María Paz está viva…
—Pues sí, hasta donde yo sé.
—Dígame, por favor, Socorro, dónde encontrarla. Para mí es muy importante, por razones difíciles de explicar.
—Quiere encontrarla por lo del libro, ¿cierto?
—No exactamente. Pero si fuera por el libro, ¿me diría dónde está?
—Ay, mi amor, si lo supiera… Pero no tengo idea, se lo juro, ¿no le digo que la última vez que la vi fue cuando le hice esa visita a la cárcel?
—¿No dice que un día el abogado la trajo hasta acá en su coche rojo de sport}
—Ay, míster Rose, le pido mil disculpas, pero es mejor que se vaya yendo de una vez. Y no es por ofender. Por mí fuera, encantada de seguir con esta charla tan agradable. Pero va a llegar mi marido, ya sabe…
Durante el regreso en el ferry desde Staten Island, Rose se fue de pie en cubierta, apartado de los demás pasajeros, con la mirada clavada en la ancha estela de espuma que el ferry iba dejando en el agua color alquitrán. Se compró un talego extralarge de palomitas de maíz y las fue tirando al agua una tras otra sin comerse ninguna, y al final tiró también el talego y vio cómo el remolino lo engullía de un jalón. Esa noche se quedó en el cuarto de estudiante que había dejado su hijo Cleve, un dormitorio con baño, clóset y cocina compactados en menos de 80 pies cuadrados en un edificio ruinoso de Saint Mark’s Place, y no habían pasado doce horas desde que se despidió de Socorro de Salmón, o mejor dicho desde que Socorro de Salmón lo despidió a él, cuando escuchó que sonaba el teléfono. Todavía no amanecía, Rose contestó entre sueños y sin saber de quién podía ser esa voz masculina que le hablaba tan a destiempo.
—¿Estaba dormido? —le preguntó la voz.
—Hasta que usted me despertó.
—Pues espabile, amigo, porque es urgente. Tenemos que salir en una hora —le ordenó alguien que Rose por fin reconoció: se trataba de Pro Bono.
Del cuaderno de Cleve
Paz se me ha convertido en una criatura perturbadora con dos cabezas, una especie de monstruo bicéfalo que me urge descifrar, para tratar de entender la maraña de sentimientos que despierta en mí. La Paz de la primera cabeza viene de un mundo lejano pero que alguna vez, allá en Colombia, me abrió sus puertas, alguien a quien yo siento parecido a mí, o igual, o incluso mejor; una muchacha ruda y dura que vive la vida con más intensidad que yo, que es más hábil para lidiar con el otro lado del tapiz, y al mismo tiempo más abierta a la alegría, alguien con quien me encantaría tener la libertad de sentarme a conversar durante horas. O ir al cine y después a cenar. O compartir cama, sobre todo eso, por qué no, qué tiene de raro desear locamente a una chica guapa así sea tu alumna, o esté presa o sea delincuente. De esta Paz de la primera cabeza puedo decir que es morena y oscura sin temor a ofender, oscura de piel y oscura ella misma por impenetrable, y por eso mismo inquietante. Es alguien que me saca del cansancio que arrastro frente a lo obvio, lo claro y limpio y codificado. Mi amigo Alan Reed, que vive en Praga, me invitó hace unos años a visitar esa ciudad, pero ven pronto, me apuraba en su carta, antes de que el capitalismo acabe de policharlo todo. A lo mejor eso busco en Paz, alguien todavía no polichado por el capitalismo. Quisiera tocar su piel, que es distinta a la mía, sentir su piel morena contra mi piel clara, enfrentarme a las amenazas y a las promesas de ese contacto, someterme a la iniciación pavorosa y casi sacra que implica. Traspasar el umbral. El Cantar de los Cantares habla de unirse a una mujer que es «bella, y oscura como las tiendas de Qedar». Así veo a esta primera Paz, oscura como las tiendas de Qedar, y oscura también como Otelo, a quien Yago llama el Moro (de moro viene la palabra moreno, y alguna vez leí en una revista de deportes unas palabras, casi un conjuro, cié Boris Becker, el tenista blanco como la leche que se casó con una mujer negra, y que confesaba maravillado que no se había percatado de cuán oscura era la piel de ella hasta el amanecer de su primera noche de amor, cuando la vio desnuda contra las sábanas blancas.
El caso de la segunda cabeza es más complicado porque está enraizado en viejos miedos y en prejuicios generalizados de los cuales no puedo decir con honestidad que yo esté del todo exento. Esta Paz. de la segunda cabeza es la misma de antes, pero vista con otros ojos y con un abismo de por medio, alguien venido de un universo incomprensible y lejano de tierras empobrecidas, hambrientas y violentas, esas que salieron mal libradas del reparto. Además es alguien de otra raza, y ahí estaría la clave; alguien con un letrero en la frente que indica su raza, que no es la misma mía, y con un color diferente al mío. Alguien con quien yo temería ir a la cama porque en la intimidad podría comportarse distinto, y tendría otras costumbres sexuales y a lo mejor despediría un olor fuerte y desconcertante. Alguien que se alimenta de cosas que yo ni siquiera me atrevo a probar. Alguien con cuentas pendientes con la justicia, capaz de cometer fechorías impensables en mi caso. Otra clase de ser humano, como los que van descalzos en procesiones religiosas por las calles empedradas de su pueblo, los que cultivan maíz en una parcela para alimentar a sus innumerables hijos, los que se meten a la guerrilla y son torturados por algún dictador militar. Por si fuera poco, esta María Paz de la segunda cabeza tiene una mirada demasiado intensa que puede penetrarme, y es que en el fondo para nosotros, las gentes de ojos claros, unos ojos negros pueden encerrar algo malvado, algo tal vez bello pero también malvado, como quien dice una trampa; basta con observar a Penélope Cruz cuando anuncia rímel en una valla publicitaria, para darse cuenta de que esa clase de ojos bien podría hipnotizarte para después violarte, o al menos para robarte el celular o la billetera; se supone que un ojizarco como yo debería pensársela dos veces antes de confiarle un hijo, o una tarjeta de crédito, a una persona de ojos tan oscuros como los de mi Paz. Antes que una persona, esta segunda María Paz sería una extranjera, con las implicaciones de recelo y de rechazo que esa palabra contiene; no por nada proviene del latín extrañen, desheredado, o extraneus, externo, de la parte de afuera, extraño, raro, que no me resulta familiar. Es una foreign tr. del latín: foras, afuera, de fuera, alguien venido de lejos, de lo exterior. O forastera, de foris, puerta, entrada: alguien que permanece del otro lado de mi puerta cerrada, que no traspasa mi entrada. Y forastera del latín foresta, bosque, selva: alguien que viene del bosque, un ser salvaje, selvático, y por tanto ajeno a la paz y la seguridad de mi casa y de lo mío. Alguien, en fin, a quien mantenemos encerrado en una cárcel como Manninpox, a ella como a tantos miles de latinos y latinas, negros y negras, básicamente por la razón de que cumplen con las características que acabo de enumerar.