Del manuscrito de María Paz
Ya le digo, míster Rose, América no está en ningún lado. América sólo está en los sueños de los que soñamos con América. Eso lo sé ahora, pero me tomó años descubrirlo. Y a la hora de la verdad no lo descubrí yo, sino Holly, ya sabe, Holly Golightly, mi heroína absoluta, la de Desayuno en Tiffany’s, mi santa, mi ideal, aunque en nada me parezco a ella, o precisamente por eso, y fue usted el que me enseñó que ni siquiera la propia Holly se parece a Holly, porque Holly es en realidad Lulamae. Cuando llegó a Manhattan se volvió chic y sofisticada y se inventó lo del vestidito negro, las gafas oscuras para disimular el trasnocho, la pitillera y tal, pero la verdad es que había nacido en Tulip, el pueblito más cagado de Texas, donde se llamaba Lulamae. O sea que Holly venía siendo tan pueblerina como yo, y descubrir eso no me gustó tanto, no me convencía la idea de admirar a una chica demasiado parecida a mí. Claro que eso es según el libro que usted nos hizo leer, míster Rose, pero no según la película, y tal vez recuerde que yo le armé trifulca en clase porque me decepcionó el final de esa novela. Me pareció una estafa. Yo había visto por lo menos ocho veces la peli de Audrey Hepburn, que termina bien y uno queda contento, como volando, como soñando, pero usted nos salió con que no era así en la historia original, porque Truman Capote no había querido que al filial Holly se casara, sino que se fuera. Que se fuera lejos a seguir buscando a América, sin encontrarla en ningún lado. Además, usted dijo que en el film Audrey Hepburn abría demasiado los ojos, como si no los tuviera ya suficientemente grandes.
—Pero es muy linda —la defendí yo.
—Muy linda sí, pero no hace falta que abra tanto los ojos. Quiere convencernos de que es un poco tonta, y bien que lo logra.
—Holly es más triste que tonta.
—La del libro. La del film es más tonta que triste. A Capote tampoco le gustó, opinó que no tenía nada que ver con la Holly de su novela —dijo usted, y hasta ahí nos llegó la conversa porque sonó el timbre y yo tuve que regresar a mi celda.
Pero ahora necesito pedirle un favor: no revele mi nombre verdadero. Digo, si algún día publica esto que le estoy enviando. Y perdone si le parezco muy ingenua al imaginar semejante cosa, la culpa es un poco suya, a fin de cuentas fue usted mismo el que nos dijo en clase que la vida de cualquiera merece ser contada y que los protagonistas de las novelas son seres comunes y corrientes, como nosotras. Eso nos dijo y claro, a uno la cabeza se le dispara y se le llena de ideas. De ilusiones. En todo caso ya le digo, nombres propios no. Ni de personas, ni de lugares; nada que se preste para identificarme. Póngame un nombre falso, hágame ese favor, no por mí sino por mi hermana, ella es de mente sensible y se pone mal cuando escucha cosas que no quiere escuchar. Y al fin de cuentas Holly se hace llamar Holly cuando en realidad se llama Lulamae, y si cambiarse el nombre vale para ella, vale también para mí. No sé si usted se acordará del mío, de eso hace ya bastante, o a lo mejor no hace tanto pero parece que fueran añares, y desde entonces ha habido un abismo de por medio, usted allá afuera y yo aquí adentro. Yo sí lo tengo presente a usted, no sabe cuánto; aquí en Manninpox la memoria es nuestro único juguete. Pero tanto mejor si a usted ya se le borró mi nombre, y en todo caso no me conviene recordárselo. Sólo le digo una cosa, fui bautizada con el nombre de un país. ¿Le parece raro? It’s an hispanic thing, you know, eso de andar poniéndole a la gente nombres de países, de animales, de vírgenes y de santas, ya usted comprenderá, porque aunque es gringo tampoco se salva, no por nada le chantaron apellido de flor. Así que póngame el nombre que quiera, pero que siga siendo de país. O de ciudad, haga de cuenta Roma, o Filadelfia. O Samarcanda, por decir algo. En realidad es una herencia que me viene de familia, piense no más que mi bisabuela, la pobre, se llamaba América María. Pero se desquitó bautizando a sus cinco hijas con nombres también sacados del mapamundi: la mayor Germania María; luego, Argentina María, Libia María e Italia María, que salieron mellizas, y a la más pequeña, una mujer desdichada que con el tiempo se convertiría en mi abuela, le tocó llamarse África María, un nombre que según parece le marcó el destino. La costumbre pasó por mi madre, Bolivia María, llegó hasta mí y ni siquiera se salvó mi hermana, que es menor que yo. A los varones les ponían nombres de gente, cosas corrientes, como Carlos José, mi tío; Luis Antonio, mi otro tío; Aurelito, el marido de tía Niza; mi primo juan de Dios. En cambio a todas nosotras nos endilgaron nombres geográficos, como si en vez de una familia fuéramos un atlas. Una tradición caprichosa, tratándose de gentes que nunca viajaron, todos ellos campesinos enraizados, hasta que mi madre, Bolivia María, se animó a alzar vuelo y se largó. Ella fue la primera que conoció mundo, los demás ni de oídas, al punto que mi tía Libia ni siquiera sabía por qué lados del planeta quedaba el lugar que le adjudicaron, y hay que ver cómo se crispó cuando alguien le reveló que Libia era un país musulmán y para rematar comunista; me están mintiendo, me quieren mortificar, decía echándose bendiciones, ella que de tan católica hubiera querido llamarse Fátima, o Belén, o en el peor de los casos Roma, pero no la Roma pagana de Nerón, sino la Roma apostólica de Pedro. Como se habrá dado cuenta, míster Rose, a todas nos acomodaron el María como segundo nombre, para que nos protegiera la Virgen, según decían. An hispanic thing, ya le digo, eso de endilgarles a las gentes un reguero de nombres, y sobre todo tan raros, o el mismo nombre repetido en cada uno de los integrantes de una familia, o una combinación de ambas cosas, como nos tocó a nosotras. Ya sé que es una tradición provinciana, por no decir absurda. Ni falta hace que me lo diga. Pero aun así no quisiera abandonarla, tal vez porque detrás de cada María con nombre de mapa, en mi familia ha habido una mujer fuerte y de armas tomar.
Si quiere, dígame Francia. Francia María. Algo así. Aunque en realidad mucha cara de Francia no tengo, muy sofisticado para mí, que soy de lavar y planchar. París tampoco, no quisiera ser tocaya de París Hilton, ese desastre de chica con nombre de hotel. Mejor algo del trópico, como Cuba o Caracas, algo que no sea mi nombre verdadero pero que se acerque. Con respecto a mi hermanita vamos a hacer otra cosa, vamos a eximirla de esa tradición familiar porque a ella viajar no le gusta, aventurarse en lo desconocido la descompone, pierde las coordenadas si la cambias de casa, o de habitación, o inclusive de lugar en la mesa. Si le corres la cama medio metro hacia allá o hacia acá, se te encarajina y le monta una pataleta. Y justo a ella le puso mi madre el nombre del país más apartado, no me pregunte cuál porque no puedo decírselo, haga de cuenta la más pifiada y refundida de las naciones, a veces pienso si el nombre no le habrá mandado el destino como a mi abuela Africa, y si no será por hacerle honor a ese país que mi hermanita se comporta extraño. A ella póngale más bien un nombre de flor, eso sí le gusta: las llores, las piedras, los árboles, todo lo que está sembrado, amarrado a la tierra, lo que permanece en su sitio y no se mueve ni se va. Póngale Violeta, que es una flor esquiva y temperamental. Así es ella, mi hermanita, tímida pero tremenda. Parecen cosas opuestas, tímida y tremenda, pero no lo son, combinan bien en la personalidad de la hermanita mía. Creo que Violeta le iría bien a ella porque es un nombre dulce, casi silencioso, y al mismo tiempo está apenas a una N de Violenta. Y es que también puede ser violenta, mi hermana Violeta. Muerde. Tengo sus dientes marcados en mi brazo; esta cicatriz es de un mordisco de ella. Ya mi madre dejémosle el de Bolivia, siempre; pensé que ese nombre le iba bien porque Bolivia es una nación recia y sin pretensiones, una sobreviviente. Y esa es mi madre, una sobreviviente. Claro que ya murió. Pero mientras estuvo viva, le hizo frente a la vida sin quebrarse ni quejarse. A todas las pruebas sobrevivió) mi madre, bueno, ya le digo, hasta que murió.
Pero vamos sacando en limpio, como recomendaba usted en clase. Mi hermana, Violeta; mi mamá, Bolivia, y quedo faltando yo. A mí puede decirme… ¿Canadá? No, demasiado frío. Holanda tampoco, no va conmigo, no conozco a ningún holandés. Siria mucho lío, con eso del Medio Oriente. California no, muy largo y no va con el María. ¿Y si me dice Paz? Paz, así no más. O Paz María. O mejor María Paz. Me gusta, María Paz. La Paz capital de Bolivia, y yo hija de mi madre. En la novela que usted escriba yo podría ser María Paz, por una ciudad que queda arriba en las nubes, a cinco mil metros de altura. Me gusta porque de La Paz nadie habla y a La Paz nadie va.
Usted y yo no volveremos a vernos, míster Rose, así que no podrá grabar mi testimonio, como me propuso alguna vez. Mejor así, no me siento tranquila con las grabadoras, los casetes quedan por ahí rodando y vaya uno a saber. De todas maneras le pido que cuide estas hojas que le estoy enviando, para que no vayan a parar a malas manos. Tiene su ironía que le escriba estas cosas en papel rosado, pero no logré conseguir uno blanco. Yo quería un papel decente, no tan infantil, pero este fue el que me dieron y mejor no quejarme, hubieran podido no darme nada. En todo caso va a ser conveniente que usted queme todo esto después de reescribirlo, digo, redactándolo a su manera, usted que es profesional en ese asunto. Queme estas hojas para que no quede constancia de mi letra manuscrita, que sería como decir mi firma. La verdad es que desde hace tiempo sueño con contarle mi historia, míster Rose, contársela completa, porque por pedazos ya la conoce.
No sé si recuerda el día en que nos quitaron las repisas. Eran dos repisas para cada interna, cuatro internas por celda. Unas repisitas de apenas 50 centímetros por 20, no más que eso, y aun así nunca estuvimos tan desmoralizadas como el día en que nos las quitaron. Lo llaman PRRS: Política de Renovación para el Refuerzo de la Seguridad. Sacan a relucir ese pomposo nombre cada vez que quieren jodernos. ¿Se imagina? Semejante palabrerío sólo para quitarnos unas repisas. Ahí colocábamos las pocas pertenencias que teníamos: fotos de familia, crema para las manos, alguna muda de ropa, un atado de cartas, un radiecito, un paquete de papas o de galletas, lo poco que a una interna le permiten tener. Desmantelaron las repisas y dejaron peladas las paredes, como para recordarnos que esto no es ningún jodido hogar de nadie, ni siquiera un remedo de hogar, apenas un hueco donde mantenernos encerradas. Como andaban con la obra, nos habían obligado a permanecer todo el día alejadas de las celdas, y cuando nos permitieron regresar, nos encontramos con que ya no había repisas. Todas nuestras cosas estaban ahí tiradas, sobre los catres. Habían destrozado paredes, habían requisado y lo poco que dejaron estaba tirado y revuelto, tapado de polvo. Como si fuera basura. Para ellos es importante convencerte de que eres basura, de que lo tuyo es basura porque has dejado de ser un humano. Ellos humanos y tú escoria: ese es el nombre del juego. Al día siguiente teníamos taller de escritura con usted, míster Rose, pero los ánimos andaban por el suelo. Nadie le ponía atención, usted hacía esfuerzos y carantoñas allá contra el tablero pero no lo escuchábamos, estábamos férricas y derrotadas, con la mente envenenada y a kilómetros de allí. Hasta que usted interrumpió la clase y preguntó qué pasaba. Como si se hubiera abierto un dique, nos soltamos a renegar de nuestra jodida suerte y a quejarnos por el atropello de las repisas, y por todos los atropellos de todos los días en este antro de mala muerte y peor vida que es la prisión de Manninpox.
Usted dijo que lo lamentaba y lo dijo con sentimiento, como si lo sintiera de veras. Y luego dijo que podía ofrecernos un consuelo, uno sólo: el lenguaje. ¡¿El lenguaje?! Nosotras volteamos a mirarlo como lo mirábamos a veces, como a un niño despistado que dice cosas, y a usted se le puso colorada la cicatriz que tiene en medio de la frente, de veras es algo bien particular, esa cicatriz incolora y en forma de rayo que a veces cobra vida relampagueando en rojo rabioso, supongo que esa es su característica más peculiar. Y como es de piel tan blanca no puede disimular, y se pone colorado a cada rato, y aquella vez trató de sacar la pata explicando que el lenguaje son las repisas donde vamos colocando todas las cosas de nuestra vida, para que nuestra vida tenga sentido. Dijo que teníamos que pensar bien cada cosa que nos sucedía para ir traduciéndola a lenguaje, y colocándola ahí, ordenada, a la vista y al alcance de la mano, porque el lenguaje es la estantería y sin lenguaje todo queda revuelto, confuso, por ahí tirado como si fuera basura. Esas fueron sus palabras.
No voy a mentirle diciéndole que su consejo nos calmó, míster Rose, todo lo contrario, a mí se me ponían los pelos de punta cada vez que a usted le daba por predicar, en esos momentos parecía cura, perdone que se lo diga. Acaso quién creía que era para venir con su cicatriz de rayo, su naricita pecosa y sus camisitas amarillas a explicarnos a nosotras lo que teníamos que hacer. Nos daba ira que tratara de ponerse de nuestro lado, porque no, señor, al fin de cuentas ni usted ni nadie estaba de nuestro lado; allá afuera el resto del mundo y aquí adentro nosotras, solas con nuestra soledad.
Además, justo ese día andábamos como tigras por lo de las repisas. Unas repisas reales, de cemento, así, duro, de cemento duro, ¿me entiende?, de 50 centímetros por 20, o sea unas repisas de verdad, y a usted no se le ocurre nada mejor que salimos con filosofías. Pero mire que a pesar de todo, siempre he recordado lo que nos dijo ese día. No lo he olvidado, míster Rose, eso de las repisas del lenguaje. Y así empieza lo bueno y también lo malo, porque lo que se pone en repisas queda a la vista, y a mí no me conviene que ciertas cosas se vean. Nadie se imagina por las que he pasado, y es mejor que no se imaginen.
Siempre ando soñando con que vuelvo a encontrármelo, míster Rose, don’t know when, don’t know where, como dice la canción. En todo caso sueño que me lo encuentro y que le cuento mi historia para que la convierta en novela. Algo conoce ya, por los ejercicios que le entregaba en su taller de escritura creativa. Claro que a usted eso de creativa siempre le sonó mal, opinaba que decir escritura creativa era como decir agua mojada. Me gusta imaginar que su novela sobre mí se vuelve un bestseller, que con ese bestseller hacen una película y que esa película se gana el Oscar. Y no es que aspire a la fama, a cuenta de qué; si quieren una colombiana famosa, ahí tienen a Shakira, yo en cambio apenas la interna número 77601-012, qué le vamos a hacer si esa es la dura verdad. Tampoco voy tras el dinero y sospecho que usted menos; si quisiera hacerse millonario no andaría metiendo las narices en estos morideros. Por eso le digo, si le pagan un billetal por mi historia, bien pueda, míster Rose, dónelo a una fundación para la defensa del ciervo cola blanca, que es un dios para los indios tarahumaras y que se está extinguiendo. Fue usted el que nos habló de eso, ¿recuerda? Por poco nos hace llorar con el dramonón del ciervo cola blanca. Ya por entonces a mí me agradaba su clase, le estaba cogiendo el gusto. Sólo dos cosas apreciaba yo de Manninpox, su clase y el show del doctor House, que también era los jueves. De 2 a 4 pm su clase, y a las 7 pm episodios viejos del doctor House por la tele, y yo me pasaba toda la semana esperando a que llegara el jueves.
Mi interés al escribirle, míster Rose, es deshacerme de todo lo que sé, como quien se confiesa. Una confesión larga, larguísima, que me traiga el perdón y la calma, haga de cuenta echar balda/os de agua y desinfectante por toda la casa. En sus primeras clases, usted nos puso a hacer ejercicios para que aprendiéramos cosas sencillas, como distinguir un verbo de un sustantivo, y una vez nos pidió una lista de diez verbos que fueran importantes para nosotras. Debíamos escribirlos rápidamente, poner lo primero que se nos viniera a la cabeza, y entre los diez yo anoté «pánico». Entonces usted dijo que no podía aceptarlo porque pánico no era verbo, y yo me defendí, le reviré que sí era verbo, bueno, un poco verbo, porque el pánico no existía si yo no estaba ahí para sentirlo.
—De acuerdo —usted fue amable—, digamos que es un poco verbo, pero sólo un poco.
—No, míster Rose —me reí yo—, no me la regale. Ya entendí que pánico no es ningún verbo.
En la siguiente clase nos puso a hacer otra lista, esta vez de adjetivos, anotando enfrente la definición. Uno de los diez míos fue «paniqueado», y le puse enfrente, «comido por el pánico». Usted me preguntó si acaso estar paniqueado no era igual a «sentir pánico», y yo le contesté, una persona como usted tal vez «sienta pánico», una como yo está jodida y «paniqueada». Eso quiere decir que el miedo se le metió a uno adentro para no salir más, quiere decir que uno y su pánico ya se volvieron la misma cosa.
—Tuche —dijo usted, y me explicó que ese era un término de esgrima, touché, y significaba que había ganado yo.
Pero a la clase siguiente me dio el contragolpe, no se iba a quedar atrás en el contrapunteo que nos traíamos entre los dos. Se dejó venir con que había un filósofo que se llamaba Heidegger, y que ese Heidegger hablaba de la diferencia entre miedo y ansiedad. Decía que el miedo es un sentimiento frente a algo o alguien, como decir un perro que nos ladra o un policía que puede detenernos, mientras que ansiedad es un estado de ánimo frente a todo en general y nada en particular, simplemente frente al hecho de estar en el mundo.
—Según eso —preguntó usted—, ¿qué se siente aquí, en Manninpox, miedo o ansiedad?
—Miedo ante lo que enfrentamos aquí adentro —yo fui rápida para desenfundar—, y ansiedad ante lo que dejamos allá afuera.
Usted sonrió y yo supe que íbamos pegando la hebra, o sea que nos entendíamos. Perdone que se lo suelte tan de frente, pero todo eso se parecía demasiado a un coqueteo. Digo, entre usted y yo, con tanto jueguito de palabras, que si sí, que si no, que si Heidegger, que si San Putas, que si tal cosa quiere decir esto o lo otro…, no sé, a lo mejor me equivoco, pero sospecho que si nos hubiéramos conocido en una discoteca en vez, de la cárcel, ya por entonces habríamos empezado a amacizarnos, como dicen en mi tierra, o a franelear, que viene siendo lo mismo; franelear es palabra de Marbel, una che que ingresó hace poco. Pero en fin, dejemos eso así, que es terreno resbaloso.
Me gusta pensar que todo lo que he vivido va a quedar guardado dentro de un sobre, y que pondrán ese sobre al correo para que vuele hasta donde usted se encuentre y así yo voy a quedar limpia y liviana, como decir hoja en blanco. Preparada para lo que venga. Por un lado yo, y por el otro, allá lejos y en un sobre bien cerrado, el pánico y el miedo y la ansiedad. Por eso me invento en sueños cómo quiero que usted narre cada capítulo, cada detalle. Prefiero pensar en todo lo que me ha pasado como si fuera una novela, y no una vida vivida. Como vida vivida está cargada de dolor, y en cambio como novela es una gran aventura. Pregunté aquí en la cárcel por su dirección, para poder enviar este paquete. Me hubiera gustado entregárselo personalmente, pero nos separaron de usted antes de que pudiera hacerlo. ¿Y su dirección? Por supuesto que no me la dieron. Quiénes somos nosotras, las internas, para andar averiguando datos de la gente normal, qué derecho tenemos, para qué querría yo su dirección como no fuera para extorsionarlo o para amenazarlo. Les dije que era para enviarle la novela de mi vida, y soltaron la risa. Qué novela ni qué cuernos, y acaso qué vida íbamos a tener nosotras, las internas.
—Y tú, ¿qué piensas relatar en tu autobiografía? ¿Vas a contar que duermes hasta las seis, comes a las siete y cagas a las nueve? —se burló de mí Jennings, la más podrida y sarcástica de las guardias.
Total, míster Rose, que me negaron su dirección. Así que tendré que ingeniarme otra vía para hacerle llegar esto; será como lanzar un mensaje al mar dentro de una botella.
Otra cosita antes de empezar: yo le voy contando, y usted va creyendo todo lo que le cuente. Las que nos hemos ganado la vida haciendo encuestas, como yo, sabemos que a la gente hay que creerla, porque en general no miente. O miente, pero no mucho. Eso es algo que no entiende el doctor House. Es mi gran favorito, ese cojo mala clase, mi gran favorito de todos los tiempos. Por ahí me informan de que en el resto del mundo ya pasó de moda, que el público está hasta el gorro de su pedantería insoportable, y es que es cierto, el hombre se cree el Putas de Aguadas. Pero en Manninpox su fama es eterna, para nosotras sigue siendo el rey, será porque vivimos un tiempo estancado y porque lo que aquí entra, aquí se queda. La cosa es que según House, la gente siempre miente. Por eso él no cree en lo que le dicen sus pacientes, ni en lo que le informan los otros médicos. Su mala leche lo hace desconfiar y anda por ahí sospechando y bregando a pillar a los demás en el engaño, porque está convencido de que toda la gente miente, a todas horas, sobre todas las cosas. Y en eso se equivoca. Aun así sigue siendo mi favorito, el jodidazo del House, pero se equivoca. En el diagnóstico de las enfermedades nadie le gana, a él no le falla el olfato y se las huele todas, pero en lo otro sí está pifiado. Lo sé porque durante años trabajé como encuestadora para una empresa de investigación de mercadeo de productos de limpieza. Claro que eso fue antes de que mi vida estallara en mil pedazos. Me gustaba mi trabajo y lo hacía bien, y una de las cosas que más lamento es haberlo perdido. Tenía que ir de puerta en puerta preguntando cosas, como ¿cuántas veces a la semana limpia usted el baño?, o ¿lava sus prendas íntimas a máquina o a mano?, o ¿considera que su propia casa es más limpia o menos limpia que la de sus padres? Ese tipo de cosas. Tal vez le suene soso, míster Rose, pero no lo era. Esa gente es loca por dentro, ya sabe, y el asunto de la limpieza les dispara las rarezas. Dan respuestas inesperadas, a veces hasta divertidas. En eso trabajaba yo muy a gusto, hasta que me sucedió aquello. Aquella cosa brutal que ocurrió en mi vida. A algunos nos pasa: todo va bien y de pronto cae el rayo y nos parte. No he llegado a los treinta y ya pasé por el infierno, de ida y vuelta y otra vez ida.
Y ya le digo, en mi trabajo me enteraba de cosas. Ahí vine a saber que está estadísticamente comprobado que quien responde una encuesta, por lo general está diciendo más o menos la verdad. Puede que exagere o minimice, pero dentro de ciertos límites, sin salirse del rango. Una señora de clase media baja te puede decir que viaja dos veces al año, siendo que en realidad viaja una sola vez. Pero si el lugar adonde va es la casa de su madre, en South Carolina, no te va a decir que va al Ritz en París. Por eso, míster Rose, si se anima a escribir mi historia, tiene que ser así como le digo: yo le cuento, y usted me cree. Es posible que yo le mienta un poco, que exagere, así que siéntase en libertad de moderar la cosa, o de indagar cuando vea que me callo algo importante. Puede volver al grano si me voy por las ramas, usted es el escritor y está en su derecho. Pero básicamente tiene que creerme. Ese es el trato.
Hay una novela, El lejano mundo de Christina, sobre un cuadro de Andrew Wyeth, un pintor americano que usted conocerá mejor que yo. Bueno, pues aquí en la cárcel vine a enterarme del tal pintor y de su cuadro cuando me leí esa novela, no una, sino tres veces. Una, dos, tres. Tres veces completas, de cabo a rabo, antes de conocerlo a usted. El autor se llama Jordán Hess y en la tapa venía su fotografía, un cabezón con un peinado absurdo, abultado a los lados y arriba pelón, mejor se hubiera rapado para dejar todo parejo, como Andre Agassi, el divino calvo; a mí qué me importa que Agassi haya confesado que aspiraba metadona, para mí sigue siendo un dios en zapatos tenis. Mientras leía esa novela que le digo, El lejano mundo de Christina, prefería imaginarme a Jordán Hess como Andre Agassi, y hasta enamorada de él creo que estuve. De Jordán Hess, no de Agassi, o mejor dicho de Hess pero con el aspecto de Agassi. Tengo ese problema, ¿sabe?, a veces no puedo distinguir mis fantasías de la realidad; supongo que por eso me han pasado las mil y quinientas. En todo caso me leí tres veces la novela esa, porque es una de las pocas que tienen en la biblioteca de la cárcel. Claro que no fue por eso, aunque sí, también un poco por eso, pero sobre todo por lo que significó para mí la historia de esa muchacha paralítica, Christina, que en la pintura de Wyeth se arrastra por los pastizales secos bregando para llegar a su casa, que espejea allá, al fondo, donde ella no puede alcanzarla. El artista pintó con cariño sus piernas muertas y cada uno de sus cabellos largos y negros, que flotan al viento, y sus brazos flacos. No sé si usted se daría cuenta, pero yo también tengo el pelo largo y negro, y aunque me conoció gordita, después me he puesto flaca como una gata, igual que Christina o todavía más. En el cuadro, a ella no se le ve la cara porque está como de espaldas, sentada sobre el pasto seco con su vestido rosa pálido, y yo imaginaba mi propia caí a en ese cuerpo inválido, ella paralítica y yo prisionera, tan impedidas ambas pero tan resueltas, y soñaba que todo lo que le pasaba a Christina me estaba pasando a mí, y me repetía a mí misma, si ella puede, por qué yo no, si ella llega hasta esa casa que espejea a lo lejos, por qué no voy a salir yo libre.
Si le hablo de ese libro es porque gracias a él me animé a asistir a las clases suyas. Me anoté enseguida cuando anunciaron que un escritor venía a hacer un taller en el programa de capacitación para internas, y que las inscripciones estaban abiertas. Lo hice no porque creyera que podía aprender a escribir —eso me parecía un sueño imposible, un sueño que ni siquiera me había soñado—; la verdad es que fui porque quería verle a la cara a un escritor. A uno de carne y hueso. Para saber cómo eran en realidad. A lo mejor usted se parecía a Jordán Hess, o mejor aún, a Andre Agassi. Le confieso que me llevé una sorpresa cuando por fin lo vi. Tan alto, tan escuálido, tan pálido, con su relampaguito en la frente, sus pecas tan cucas y esas camisas Lacoste de manga corta, esos zapatos de lona y esos pantalones claros que le nadaban y se le hubieran caído de no ser por el cinturón apretado. Pensé que parecía recién salido de la casa de su mami, o de los prados de una universidad costosa. O de una cancha de tenis de los años treinta, eso es, de una cancha de tenis de las antiguas. Me preocupé por usted, me pareció que no tenía por qué estar aquí, enterrado en este mundo oscuro, respirando este aire podrido; me pareció que venía de demasiado lejos, que se veía limpito e ingenuo, siempre como recién duchado, que había caído aquí por equivocación y que no iba a aguantar. Usted mismo nos contó, no esa primera vez, sino a la cuarta o quinta, que hay 3,5 veces más suicidios entre los prisioneros blancos que entre los negros y latinos, porque los blancos están menos hechos a condiciones tan duras. Claro que usted iba y venía, permanecía en la prisión sólo unas cuantas horas por semana, pero aun así, entrar a este lugar es como bucear en la negrura de unas aguas profundas: una experiencia que no cualquiera resiste. Y ya luego empezaron a entusiasmarme sus clases, y hasta le perdoné la cara de seminarista recién afeitado y las camisitas amarillo pollo, que cuando no eran amarillas eran azul cielo y de vez en cuando blancas, pero siempre marca cocodrilo. Hasta chiste se había vuelto entre nosotras, y antes de cada clase le apostábamos al color de la camisa que usted llevaría puesta ese día. Yo le apostaba al amarillo y casi siempre ganaba. Lo más intrigante era el rayo ese que tenía en medio de la frente, qué hijoeputa guantazo tenía que haberse dado en la mollera para que le dejara semejante cicatriz, que según yo era señal de inteligencia. Alguien con un rayo así en la frente tiene sólo dos posibilidades, o es Harry Potter, o es un as para razonar, eso fue lo que supuse desde la primera vez que lo vi, aunque otra interna, la vieja Ismaela Ayé, que es una bruja supersticiosa, hubiera regado el chisme de que su rayo significaba que usted tenía el don de la profecía. A lo mejor, no sé, tal vez como teoría no sea tan disparatada, pero en todo caso prefiero la mía porque la bruja Ayé me cae re mal. Otras decían que no era un rayo sino una zeta, como la marca del Zorro. Como verá, cada quien tenía su propia interpretación.
En la empresa de investigación de mercadeo me contrataron inmediatamente, en la primera entrevista a la que acudí, cuando era una mujer libre. De eso no hace mucho pero me parece que fue en la prehistoria, o en una anterior encarnación. Enseguida me notaron las ganas de trabajar y la buena disposición. Además yo era bilingüe y el universo de encuestados incluía gringos y latinos. A la hora de la verdad tuve que lidiar con todo: negros, latinos, blancos, cuáqueros, protestantes, evangelistas, judíos, jipis. Hasta curas católicos. Seguramente me contrataron por bilingüe, pero ya luego me volví imprescindible al demostrarles que era de verdad buena en el oficio y que todo me salía bien, encuestas puerta a puerta, jocus groups, pantry check. Y no crea que es fácil; meterse a la casa de la gente a preguntarle cosas íntimas requiere habilidad y desparpajo. Siempre estás corriendo riesgos porque andas mucho en la calle, y ya se sabe, la calle es la calle; en los sectores populares te roban y en los sectores altos te tiran la puerta en la cara. Para todo dependes de tus compañeras de trabajo, ellas son las únicas que te defienden y te apoyan. La que se corta sola va al muere, porque queda expuesta a cualquier atropello. Mis compañeras y yo éramos haga de cuenta las mosqueteras, todas para una y una para todas, y como le digo, ese es un oficio para guerreras, en el que tienes que hacerte respetar. Tienes que ser fuerte para romper la resistencia y tienes que ser zorra, muy zorra y muy rápida para encontrarle a cada quien la vuelta psicológica que permita hacer contacto. Además aprendes a ser tolerante para aguantar con calma y responder con educación a todos los no puedos, los vuelva después, los ahorita no tengo tiempo, o no estoy de ánimo, o váyase al infierno.
Usted, míster Rose, me dijo una vez que yo era inteligente. A la salida de clase me lo dijo, y para mí fue una sorpresa. Nunca, nadie, me lo había dicho antes. Que era trabajadora sí, que era avispada, que era bonita. Pero inteligente, eso no. La cosa me quedó sonando toda esa tarde, toda esa semana y hasta el día de hoy. Me gusta saber que llevo adentro una maquinita que se llama inteligencia, que la mía funciona bien, que está bien aceitada. Si le cuento cosas de mi oficio como encuestadora, es para que sepa que esa fue mi escuela, la que me despertó la inteligencia que a lo mejor mantenía dormida. Otros hacen carrera en la universidad; yo ni el bachillerato pude terminar. Me formé en la calle como encuestadora de casa en casa. Y era la mejor del equipo, bueno, una de las mejores. Pero lo que hice bien en el trabajo, no supe hacerlo en mi propia vida. He sido menos inteligente para vivir que para trabajar. En mi trabajo todo era precisión y eficacia, mientras que en mi vida todo ha sido ensueño, deseo y confusión.
Para ser encuestadora tienes que tener buen estómago, se lo aseguro, porque a veces el interior de las casas es un mugrero repugnante, y además tienes que tener hígado, porque algunas casas esconden cosas raras, que a lo mejor te chocan profundamente. Una vez, estaba yo hablando en la puerta con el hombre que me abrió, apenas un intercambio de frases, cuando vi a una mujer que pasaba detrás de él, moviéndose por la casa. A primer golpe de ojo no noté nada, pero la segunda vez que la mujer se colocó) en mi ángulo de visión percibí que tenía las manos atadas con alambre. Alambre apretado, que le tallaba la carne. ¿Se imagina? Yo me alejé de ahí horrorizada y corrí a la comisaría más cercana de Policía, donde me dijeron que eso no era asunto de ellos, que no podían hacer nada. En ese tiempo yo estaba recién estrenada en el oficio, ignorante de las reglas, y mis compañeras me pusieron en mi sitio y me cantaron la tabla: mira, María Paz, me dijeron, grábate esto en la cabeza, regla número uno: nunca, por ningún motivo, llamar a la Policía. Pase lo que pase. Tu oficio no es delatar, me dijeron, ni ser correveidile de la autoridad. Si tienes un problema nos llamas a nosotras, pero a la Policía ni se te ocurra. De todas maneras ese fue un caso raro, por lo general no vas encontrando por ahí pobres chicas amarradas con alambre.
Lo que sí ves, por todos lados, es soledad. Una soledad inmensa, sin remedio. A veces, cuando la gente te invita a entrar, sientes que te estás hundiendo en un pozo. Es una sensación casi física, la soledad es como la humedad, la hueles, se te pega a los huesos. Hay ocasiones en que piensas, dios mío, yo debo ser el primer ser humano con el que esta persona conversa en quién sabe cuánto tiempo. Y no te quieren dejar ir, míster Rose. Los encuestados a veces no quieren que te vayas. Ya has terminado con la encuesta pero te ofrecen más café, te sacan álbumes de fotos, cualquier cosa con tal de retenerte unos minutos más. Una vez una anciana me dijo, qué bueno que vino, señorita, esta mañana temprano pensé, voy a volverme loca si pasa otro día sin que yo tenga a quien darle los buenos días.
Y no crea que son solo los pobres, los ricos también están solos. Antes de trabajar en encuestas, cuando aún no había pisado una casa de ricos, pasaba de vez en cuando por sus vecindarios y los veía a ellos desde afuera, desde la calle oscura, ellos rodeados de jardines verdísimos de pasto recién cortado, ellos allá adentro con sus luces encendidas, flotando en esos espacios interiores tan luminosos e inalcanzables, todo como de ensueño, como de Good Housekeeping, como si esas gentes ya se hubieran muerto y hubieran llegado al cielo. Esto sí es América, pensaba yo, por fin la veo, América está allá adentro, en las casas de ellos. Los imaginaba dichosos y la verdad es que no siempre, míster Rose, la verdad es que no tanto. Una de las cosas que descubres es que al fin de cuentas tenían razón en esa telenovela que nos fascinaba cuando vivía con las Nava, la que no nos perdíamos por nada del mundo: Los ricos también lloran.
Los casos raros pues son eso, raros, y en cambio la soledad se da por todos lados. La vez de la chica del alambre aprendí otra lección importante. Aprendí a apañármelas con lo que viera, porque mi oficio no era hacer de samaritana ni andar salvando almas. Nunca volví a buscar a la Policía, ni a meterme en los enredos de la gente. Salvo cuando vi maltrato a niños o a animales; hasta ahí llegaba mi tolerancia. Niños pringados de mugre por negligencia de los padres, perros encerrados en un patio, aullando de abandono; esas cosas. Ahí sí ponía la denuncia, al menos eso. Porque si hay algo que no resisto es el dolor o la tristeza en los niños y los animales.
Lo que tiene que ver con limpieza, tiene que ver conmigo. ¿Acaso no me eché todos esos años averiguando sobre hábitos de higiene? De higiene y también de porquería, que son las dos caras de lo mismo. Usted pensará, qué gracia tiene ir por ahí preguntándole a la gente si quita las manchas de la ropa con OxiClean o con Shout, y si compra pasta dental con fluoruro o con bicarbonato. A lo mejor le suena a tontería, a nada interesante, pero en realidad no lo era. Una vez le hice la encuesta a un diseñador gráfico. No era común que los hombres se prestaran, pero podías lograrlo ofreciéndoles bonos como estímulo. Bonos para que compraran alimentos en tal supermercado, o pagaran la gasolina en tal o cual estación. En todo caso, este era un tipo de unos cuarenta años, divorciado. Se llamaba Paul, todavía me acuerdo, se me quedó grabado su nombre. Estábamos en la cocina de su apartamento y yo le iba haciendo las preguntas, nada especial, lo de siempre, ¿utiliza blanqueador para la ropa?, esas cosas, y el tipo me cuenta lo siguiente: me dice que un día, siendo adolescente, descubre que cada madrugada su madre retira las fundas de las almohadas de él y de su hermano y las lava. El y su hermano metían mucha coca, y debido a la coca les sangraba la nariz. Durante la noche la sangre manchaba las fundas y todos los días la madre se levantaba antes del amanecer a lavarlas. Él suponía que su madre hacía eso para que el marido no viera las manchas, o quizá para que no las vieran ni él ni su hermano. El tipo no me supo explicar más, sólo me contó ese cuento y luego ambos nos quedamos en silencio.
En otra ocasión andaba yo en la rutina de las seis camisetas, y la entrevistada se me larga a llorar a mares. La rutina de las seis camisetas consiste en que llegas a las casas con un bolso que contiene seis camisetas de diferentes grados de blancura. Están numeradas, para que la persona las clasifique de más sucia a más limpia. El caso es que ahí estaba yo con esta señora. Joven, aria, clase media acomodada. Saqué mis camisetas y ella las iba inspeccionando una por una y me iba diciendo, esta está percudida, esta huele raro, esta otra se ve amarilla debajo de los brazos, la número tres no está mal, opino que la número tres es la más limpia de todas, o no, tal vez no, si uno se fija bien le ve esta manchita aquí, y aquí esta otra, déjeme mirar mejor, tal vez la más limpia sea la número cuatro. Y así. Yo creía que hasta entretenida estaba ella con el jueguito, cuando se arranca a llorar, a llorar, a llorar, y yo no hallaba cómo consolarla. Le preguntaba qué le pasa, con palmaditas en la espalda y tal, no llore así, nada puede ser tan grave. Pero ella no paraba. Cómo sería que llamé a Corina, mi compañera de trabajo, salvadoreña ella, que estaba haciendo encuestas en mi misma manzana. Cori, hermana, le dije por el móvil, vení ayúdame a lidiar con un caso crítico de depresión aguda. Me quedé con la chica que lloraba mientras Cori iba hasta el grocery store de la esquina por un té de manzana, porque dijo que eso la calmaría. Luego regresó y mientras nosotras le preparábamos el té, la entrevistada se quita el suéter de cuello alto que trae puesto, se desabrocha el brassier, se lo quita también… y nos muestra. Tenía una mancha bermeja que le empezaba en el cuello, le cubría todo el pecho izquierdo y seguía bajando, casi hasta la cintura. Pero no era una mancha lisa, así rojita y ya está, no, eso no. Era una vaina jodida, de verdad monstruosa, la piel gruesa, apelmazada y amoratada, haga de cuenta la marca de Caín, pero berraca marca. Realmente una malformación severa, tanto que Cori y yo nos pusimos pálidas al ver aquello.
—Y esta mancha, ¿cómo se quita? Ustedes que tanto saben de manchas, ¿pueden decirme cómo se quita esta? —nos preguntaba la mujer llorando a Cori y a mí; de repente era ella la que arremetía con el interrogatorio, uno doloroso y jodido que ni Cori ni yo hallábamos cómo responder.
Cosas así íbamos viendo, no todos los días, pero sí cada tanto. Cori me contó que le había tocado entrevistar a una muchacha que le dijo que a su novio le gustaba que ella le orinara en la boca, pero que eso no era sucio, sino excitante.
—¿Te fijas? —me dijo Cori, que era más veterana que yo en el oficio—, ¿te fijas? Cada humano tiene su manera de decidir qué es limpio y qué es sucio, en esa materia no hay regla general.
Y le repito, lo mejor de ese oficio era la amistad de mis compañeras de trabajo, y en particular de seis: Cori, Jessica —aunque Jessica trabajaba en otro lado—, Juanita, Sandra Sofía, Nicole y Margo. Y yo, claro, yo era la séptima, y las siete éramos inseparables, haga de cuenta los días de la semana o los enanos de Blancanieves. Pero mi preferida, la más cercana a mí, era sin duda Cori. Valiente, avispada, solidaria, buena trabajadora, buena amiga y con sentido del humor. Lo mejor de Cori era eso, que sabía reírse y hacerme reír. Le estoy hablando de un mujerón, eso era Cori, Corina Armenteros se llamaba, y así se sigue llamando aunque haya regresado a Chalatenango, su tierra natal. Tenía un talón de Aquiles, mi amiga desagradable; simplemente no era bonita, y eso le complicaba la vida. Una vida dura, como la de todas nosotras. La habían violado cuando tenía quince años, allá en Chalatenango, y de esa violación había resultado una niña, Adelita, que se quedó con la abuela cuando Cori resolvió probar suerte en América. Adelita era todo para Cori: su hija, su vida, sus ojos, su más grande y único amor. ¡Socorro!, decíamos, huyamos, que ya anda Cori otra vez con las fotos de Adelita. Porque las desenfundaba al menor pretexto para mostrárselas al que se dejara. Cori no era mi amiga, era mi hermana. Todavía más que Violeta, que es mi hermana de sangre y la quiero como a nadie, pero con Violeta no se puede contar, y no la estoy acusando, ella simplemente es así, a lo mejor por causa de su enfermedad. En cambio con Cori yo contaba hasta la muerte, yo con ella y ella conmigo. Pero la desgracia quiso que yo no estuviera a su lado cuando ocurrió eso que la marcó y que debilitó nuestra amistad, y que fue al fin de cuentas, o al menos eso creo, lo que determinó su regreso a El Salvador.
Ni estuve a su lado, ni me comporté a la altura de las circunstancias. Ella ya lo venía rumiando desde hacía tiempo, eso del regreso; desde que la conocí soñaba con volver porque no soportaba la lejanía de su hija, la idea de no verla crecer, de no estar a su lado para protegerla en caso de necesidad. Pero lo de esa noche la empujó a tomar la decisión. Y fue por culpa mía. Lo que ocurrió esa noche. Yo le digo una cosa, míster Rose, Cori no se lo merecía. Nadie se merece un mal rato como ese, y ella menos que nadie. Verá, no era como que Cori tuviera una explosiva vida sexual. Supongo que muchos factores influían en eso: la violación tan joven, la falta de confianza en su propio físico, la vida dedicada al trabajo, todo eso hacía de ella una chica del tipo recatado: poca fiesta, poco trago, nada de cama. Greg, mi marido, le tenía aprecio; él, que me celaba hasta de las amistades femeninas, se alegraba de ver a Cori en casa. Porque ella lo sabía llevar, le hacía preguntas sobre sus tiempos de policía, le ponía conversación de política, de Vietnam, de Corea. Ya le digo, Cori era una mujer inteligente y enterada. Un día se me ocurrió hacer el intento de presentársela a Sleepy Joe, mi cuñado, el hermano menor de Greg. Ella andaba sola y él también, aunque con Sleepy Joe nunca se sabe, siempre ha sido de estado civil incierto y movedizo. Pero al parecer por esa época no tenía relaciones estables, o al menos públicas. Así que se me ocurrió la brillante idea de presentarlos. Nada se perdía con hacerle el intento al cruce, y me puse a tramar la manera de juntarlos al uno con el otro. Greg no dijo nada, ni que sí ni que no, a él le daba lo mismo, cumplió con advertirme que esas cosas no funcionaban. Es un bombón, le dije a Cori de Sleepy Joe, y a Joe le dije lo mismo de Cori. Y al menos con respecto a Joe no estaba mintiendo: a la mierda si está bueno el muchacho, propiamente un papacito rico. Blanquito pero sabroso, tipo Viggo Mortensen, de esos que llegaron de la Europa pobre, de un país que se llama Eslovaquia en su caso particular, de allá son sus padres aunque él personalmente nació en Colorado, USA, lo mismo que mi Greg. Así se lo pinté a Cori cuando le propuse la blind date, pero ella no sabía quién era Viggo Mortensen, nunca había visto una película suya, ni había oído mencionar Eslovaquia. Iríamos al cine los cuatro: Greg y yo, ella y Joe.
Yo tenía mis razones para querer emparejar a Joe con alguien, y eran razones poderosas. A lo mejor más adelante, más en confianza, se las explico. Por ahora, míster Rose, confórmese con saber esto: no es fácil tener en casa semejante cuñado, y menos si tu marido es treinta años mayor que tú. Cori tenía muchas reticencias, que sí, que no, que esto, que lo otro, me sacaba una disculpa tras otra, pero yo la acicateaba y poco a poco se fue entusiasmando. Como era muy desgreñada, la acompañé al salón de belleza a que le pintaran rayitos y le hicieran un buen corte. La peluquera resultó ser una portuguesa que le preguntaba «¿scaladinho, scaladinho?», con las tijeras en la mano, y nosotras, sí, sí, scaladinho. Y ya con nuestro visto bueno, la peluquera metía tijera que daba gusto, y los mechones de Cori iban cayendo al suelo. ¿Scaladinho’? Sí, dale, portuguesa, dale sin miedo, ¡scaladinho! Pú final del día, como dicen por aquí, el peluqueado no quedó tan bien como esperábamos. Resultó fatal el tal scaladinho, poco sentador, haga de cuenta mango chupado, y mi pobre Cori se veía más feíta que antes. Pero ya no había nada que hacer, aparte de reírse del desastre. Le dije a mi amiga que, para compensar, le regalaría unos pantalones negros de regio corte y unas sandalias bien sexis de tacón alto, porque ella es de las que se aperan en la tienda del Ejército de Salvación, y si la dejaba sola no iba a tener empacho en aparecerse haga de cuenta de sastrecito café, zapato blanco tipo enfermera y bolso negro. No sabía nada de renovar el clóset, not my Cori, ni de tendencias o moda de temporada, porque cada puto dólar que conseguía, se lo mandaba enseguida a Adelita, allá a Chalatenango.
Escogimos un viernes para la gran cita y esa tarde salimos juntas del trabajo hacia mi casa, y ahí la sometí a una sesión de extreme make up. Sombra en los párpados, alargador de pestañas, delineador, máscara, polvos de arroz, perfume, brillo en los labios, mejor dicho qué no le puse, saqué cuanto potingue tenía en el cajón del tocador y de todo le eché, y para rematar le presté un par de aretes y traté de mejorarle en lo posible el scaladinho que le habían organizado en la cabeza.
—¿Qué tal? —le pregunté, cuando por fin le permití mirarse al espejo.
—Irreconocible —fue todo lo que dijo.
¿Y cuál fue el resultado de la conspiración? Greg tenía razón, es todo lo que puedo decir al respecto. Sleepy joe no llegó) al teatro donde daban la película, llamó a zafarse con cualquier pretexto y a avisar que nos alcanzaría directamente en el restaurante, y allá llegó, sí, pero como si no hubiera llegado: el muy patán se soltó a discutir con Greg en eslovaco, porque así eran ellos, con el resto de la gente se entendían en inglés, pero entre ellos siempre en eslovaco, que según le dije ya, venía siendo la lengua de sus padres. Y el pesado del Greg, en vez de llamarle la atención, en vez de facilitar las cosas, se puso a hacerle el juego al hermanito, y los dos se engarzaron en su bronca privada muy olvidados de nosotras, que nos desquitamos cargándole la mano a la ginebra en las rocas. La Corina me hizo reír esa noche. Como pronunciaba fatal el inglés, no lograba que el mesero la entendiera cuando le pedía un gin, que dicho por ella sonaba a algo así como tzin.
—Please, one tzin —decía Cori.
Y el mesero:
—What!?
—Please, one tzin.
—What!?
Hasta que Cori se cabreó y le ordenó, en tono ya golpeadito:
—One tzin and tonic, without tonic!
Nunca voy a reponerme de su ausencia. A ninguna de mis otras amigas he querido acudir en este aprieto en que me encuentro ahora, aquí jodida y encerrada dentro de este hueco, y en cambio a Corina la hubiera llamado enseguida, y sé que ella hubiera hecho cualquier cosa por sacarme de aquí, así fuera agarrar estos muros a patadas. Me consuelo recordándola, repasando los días de nuestra amistad, tan juguetona, tan divertida, tan de verdad, y lamentando lo que pasó esa noche, en parte por culpa mía. Entiéndame, a otra cualquiera tal vez no la hubiera afectado tanto, pero a Cori le lastimó el corazón. Le partió el alma, como quien dice, y le dejó moretones por todo el cuerpo. Ese viernes en el restaurante, Greg y Sleepy Joe se echan sus cervezas. Nada de interacción con nosotras, haga de cuenta la torre de Babel pero en mesa, la mesa de Babel con ellos dos sentados a un extremo discutiendo en su endiablada lengua, y nosotras dos al frente, dándole al español como locas y pasándola bien por nuestro lado, y sobre todo en nuestro propio idioma, que siempre es una ventaja. Hasta que se hace tarde, llega la hora de regresar cada quien a su casa, y el fresco de mi cuñado, que en toda la velada no ha volteado a mirar a Cori, y ni siquiera le ha dirigido la palabra, de pronto le pasa el brazo por los hombros y se la lleva. Salieron juntos del restaurante, Sleepy Joe medio la empuje) al interior de un taxi y se la llevó, o sea que ella y yo no llegamos a despedirnos siquiera, ni tuve oportunidad de preguntarle qué opinaba del giro inesperado que ya sobre el final había tomado la blind date. Ya le digo, ella iba con sus tragos, pero nada del otro mundo. Es decir, caminaba bien y tal, aunque medio chispeada, eso sí, con ese poco de tzin entre pecho y espalda. Greg y yo nos fuimos a pie hasta el apartamento, que quedaba a unas cuadras de allí, y ese fin de semana no volvimos a saber más ni de Cori ni de Sleepy Joe.
—¿La llamo? —le consultaba yo a Greg.
—Déjala, mujer —me respondía—, déjala, que no es ninguna menor de edad.
El lunes Cori no se presenta al trabajo, así que a la salida voy a buscarla a su casa. Me abre la puerta y me hace entrar, pero está rara. No sé; rara, distinta. Callada y evasiva, ella que era tan alegre. Me costó arrancarle palabra sobre lo que había sucedido la noche del viernes; de hecho en ese momento no me dijo nada, tuvo que pasar tiempo antes de que me contara que Sleepy Joe la había violado.
—Lo raro es que no hacía falta —me dijo—, porque yo de todas maneras me hubiera dejado, iba dispuesta, ya me había mentalizado con todo ese maquillaje y esos pantalones apretados. Tan es así que yo misma le propuse que entráramos a mi casa. Para eso habíamos montado la cita, ¿no? Para eso me puse tacones y me eché ese poco de ginebra adentro. De eso se trataba, ¿no? It was all about getting laid, wasn’t it? Y sin embargo tu cuñado me violó y me maltrató, no una vez sino varias, muy brutal, ¿sabes? Yo le rogaba que no más, le rogaba que parara, pero él parecía poseso, en un momento llegué a pensar queme mataba.
Eso me dijo Corina, y le confieso, míster Rose, que yo no sabía qué tanto creerle, digamos que ella no era ninguna diosa del sexo, digamos que un montón de experiencia en ese campo pues no, no tenía, y la poca que tenía había sido justamente esa violación allá en Chalatenango, cuando tenía apenas quince años. Por eso yo tenía mis dudas. La veía golpeada, eso sí; digamos que traía moretones por aquí y por allá, pero nada de heridas de sangre. El daño mayor parecía ser psicológico, y yo la estaba notando tan afectada, tan apocada, que la llevé al médico. Y ahí supe que Sleepy Joe sí la había maltratado, lastimándola por delante y rasgándola un poco por detrás. La penetró por cuanto agujero le encontró y le dejó hinchados los pechos, la boca y los genitales. Pero qué le vas a hacer, al fin de cuentas así es el sexo cuando es apasionado, eso trataba de explicarle yo a mi amiga Corina.
—Mira, chica —le decía—, a veces sucede que después de un buen polvo quedas hecha un Cristo, casi sin poder sentarte, caminando como pato y de mandíbula desencajada de tanto chupar pito. Y puede que tu parejo también salga igual, magullado hasta la nies, con los huevos a dos manos, la pija en compota, la espalda arañada, la lengua escaldada y el cuello mordido. Eso puede suceder. Pero no por eso el sexo deja de ser placentero. ¿Entiendes lo que te digo, chica? You understand?
—Esto fue otra cosa —me decía.
—¿Acaso no te he oído decir, a ti misma, que lo que para unos es sucio para otros es limpio? A lo mejor a ti te pareció terrible lo que a otras les parece normal…
—Esto fue otra cosa —repetía.
Yo había leído en alguna parte que una mujer que ha sido violada revive la violación cada vez que tiene sexo. Ese era el cuadro que me hacía en la cabeza con respecto a Cori, y por eso le hablaba así, como a una niña pequeña. Yo, la sabihonda, la experimentada, y ella la inocente, la ignorante, la psicológicamente damnificada.
—Usó un trozo de palo —me dijo Cori—. Un cacho de palo de escoba. Me metía un palo.
—¿Un palo? ¿Te metía un palo?
—Un trozo de palo de escoba.
Madre mía. Entonces sí era posible que aquello hubiera sido un calvario… Pero ¿qué clase de monstruo viola con un palo de escoba? ¿Qué placer puede obtener de eso? Yo no lograba entenderlo. ¿Sleepy Joe, un maníaco sexual? ¿Un impotente? No parecía, la verdad que no; no me cuadraba que fuera impotente ese monumento a la masculinidad, ni que necesitara reemplazar los atributos propios por unos artificiales. Le di vueltas a la cosa y al fin resolví preguntárselo a él directamente, y por supuesto lo negó todo.
—Tu amiga es una remilgada —me dijo—. No sabe divertirse, es una culiapretada.
Yo no hallaba a quién creer. Todo pudo haber sido producto de tus miedos, le repetía a Cori, y ella acabó admitiendo que era posible. Tal vez lo hizo para que la dejara en paz con el tema, porque no le gustaba sacarlo a relucir. Vaya a saber en qué rincón de la memoria lo archivó, y a duras penas soltaba alguna frase de cuando en cuando.
—Me parece que rezaba —me dijo uno de esos días.
—¿Rezaba? ¿Quién rezaba?
—Tu cuñado.
—¿Quieres decir que rezaba esa noche, en tu casa? ¿Antes de hacerte lo que te hizo? ¿O después?
—Al mismo tiempo. Era como una ceremonia.
—Por supuesto. Esos eslovacos son peor de rezanderos que nosotros, los latinos. Para ellos la religión es manía; se santiguan, se arrodillan, cargan el rosario en el bolsillo, de niños sueñan con ser papa y de adultos ahorran para ir en peregrinación donde la Virgen de Medjugorje. Son fanáticos, que llaman. ¿Me comprendes? Cada nacionalidad arrastra con sus taras.
—No, María Paz, no es eso. Lo que hizo conmigo fue una ceremonia fea.
—¿Una ceremonia fea?
—Lo que él estaba haciendo. Lo que estaba haciéndome. Feo, muy feo. Me refiero sobre todo al miedo.
—Ya sé, santa mía, debiste estar muy asustada, mi pobrecita niña, el error fue todo mío, por soltarte con semejante patán.
—Ese hombre sabe cómo hacer para que sientas miedo. Goza haciendo que tiembles de miedo, María Paz, durante horas. Te va llevando al límite, poco a poco, sistemáticamente. Es experto en eso…
Yo insistí en consolarla y apapacharla como si fuera una niña asustada, y a partir de ahí Corina no pudo o no quiso contarme más, seguro disgustada porque yo no le hacía eco, y ya luego no volví a verla porque renunció al trabajo y regresó a Chalatenango, El Salvador. Todo así no más, de buenas a primeras, sin previo aviso, sin darme chance de ir a buscarla, de rogarle que se quedara, que no me dejara, si éramos como hermanas, si mi mayor apoyo era ella, y yo hubiera querido explicarle que un incidente como ese no podía liquidar una amistad tan fuerte y duradera, porque esas cosas pasan y se olvidan, y la amistad queda. Pero no, no hubo caso, Corina tomó su decisión de un día para otro y eso no tuvo vuelta atrás. Una advertencia sí me hizo. En el momento del adiós, por teléfono, ya desde el aeropuerto, minutos antes de tomar su avión.
—Abre los ojos, María Paz —me dijo—. Abre los ojos y ten cuidado. Ese muchacho es enfermo, yo sé por qué te lo digo.
¿Enfermo, mi cuñadito? Pues por ese entonces, cuando andaba recién casada, yo hubiera dicho todo lo contrario, yo lo veía muy alentado. Raro sí, y zafado y fiero y pandillero, pero qué joven de barriada pobre no tiene ese perfil en América. Corina había sido mi maestra, míster Rose, negar eso sería absurdo y malagradecido. Así como usted me enseñaba a escribir, ella me enseñaba a vivir. En el trabajo, en la calle, en el trato con la gente, en la manera de comportarte en América y de entrarles a los americanos, en los compromisos de la amistad: ella la maestra, yo la aprendiz. Pero en este caso tan particular y tan delicado, el episodio que tenía que ver con Sleepy Joe, yo estaba convencida, mejor dicho sabía, que quien tenía la razón era yo. Ella la novata y yo la veterana.
Cori nunca me perdonó por no haberla creído, no haberla apoyado, no haberle dicho tenés razón, amiga, estoy contigo, ciento por ciento contigo, sé del espanto que viviste esa noche, me duele como si me hubiera pasado a mí, mi cuñado es una mierda de tipo, una basura, un triste bollo de mierda de perro, le pediré a mi marido que no lo deje volver a entrar a nuestra casa. Porque eso era lo que Cori esperaba de mí, y yo era consciente. Pero tenía mi propio parecer. A mí me fascinaba Sleepy Joe pese a sus rarezas y a sus brusquedades, esa era la verdad. Peor aún, con frecuencia soñaba con que hacíamos el amor él y yo, y en esos sueños qué palo de escoba iba a haber, si con su propia dotación el muchacho se desempeñaba regio.
Qué le voy a hacer, a Cori ya no la recupero y en cambio tengo que seguir arrastrando mi propia vida, o sea que más vale que me esfuerce con esto de la escritura, porque contarle a usted mis cosas me produce algún alivio y me despeja un poco la mente, y es bueno que sepa que hoy por hoy esto es mi único soporte y mi Virgen del Agarradero. Así que sigo adelante con la tarea, y usted póngale atención a esta otra historia, algo que le escuché a una viuda a la que fui a entrevistar, y que me sale con que no lava las sábanas porque en ellas durmió su esposo, difunto hace siete meses, y que en las noches ella quiere reencontrarse con su olor, con su presencia en la cama. Ante eso yo no atino a decir nada, a semejante drama tenía que entrarle despacio, así que le fui preguntando con maña, y ¿cómo le hace, señora?, ¿no están ya medio mugrositas esas sábanas, después de tanto tiempo? Y ella me responde que no, que están tal como él las dejó, porque la que se lava es ella, todas las noches antes de acostarse. Cada noche se bañaba toda ella, toda hasta el pelo, y se ponía un camisón limpio, y así nunca tenía que lavar las sábanas. ¿No es increíble? Tenía razón Cori, entre lo pulcro y lo asqueroso cada quien traza su propia raya. ¿Sabe qué opinan los árabes de personas como usted o como yo, que utilizamos papel higiénico? Ellos, los árabes, se lavan bien con agua después de hacer del dos, y lo del papelito les parece una cochina costumbre occidental. Y hasta razón tendrán.
Me pregunto si usted podrá verme cara de personaje, después de enterarse de estas cosas ordinarias de mi vida. Digo, para su novela. Usted nos hizo conocer a la Lizzy de Orgullo y prejuicio y a la Eleonora de Poe. Esas son protagonistas, yo soy apenas una mujer del montón, ni siquiera eso, soy apenas la número 77601-012 en el último hueco de la Tierra. Bueno, además soy alguien que ha tenido que vivir un dramonón, pero no creo que eso baste para aparecer en un libro. También me pregunto si alguien, alguna vez, podrá leer sobre mí con la misma pasión con que yo leí sobre Christina, ya sabe, la de El lejano mundo. Cuando le comenté que ese libro me había fascinado, usted torció la boca y me dijo que era literatura menor. Yo le contesté, de todas formas fue mi primera novela y eso para mí la hace mayor, incomparable. Hasta hoy me mantengo en mi opinión y me conformaría con ser protagonista de una novelita menor, alguien así como Christina. No aspiro a más. Me gustaría que Jordán Hess supiera que leí su libro en estado de trance, de máxima tensión, como cabe esperar de una presa que devora un libro en su celda, bueno, una presa a la que le guste leer, como a mí, porque hay otras que a los libros les tienen desprecio, o incluso temor. En todo caso, sospecho que un escritor no tiene idea de cuánto puede llegar a intimar con él un lector, o una lectora. Creo que hasta se espantaría si llegara a saberlo. Porque un libro no es sólo historias y palabras, sino que además es algo físico que uno posee. El lejano mundo de Christina estuvo encerrado en la celda conmigo, y acostado en la litera conmigo, y cuando me permitieron por fin salir al patio, se sentó conmigo al sol. Ese libro absorbió mis lágrimas, se salpicó de mis babas y se manchó con mi sangre; no le exagero, es verdad que se manchó con mi sangre, más adelante va a saber por qué. Yo acariciaba ese libro. Seguramente a Jordán Hess le incomodaría escuchar todo esto y a lo mejor a usted también, porque los escritores deben ver a los lectores como a fantasmas. Unas sombras por allá, lejos, sin nombre, borradas, de las que ellos nunca van a saber. Un escritor llega a una librería y pregunta, ¿cuántos ejemplares se han vendido de mi libro? ¿Doscientos cincuenta mil? Pues ya está, doscientos cincuenta mil lectores. Pero no es así. Cada lector es una persona, y cada persona es un nudo de ansiedades. Mientras leía El lejano mundo de Christina, yo acercaba la nariz a las páginas para oler el papel, pero también para olfatearlo a él, al propio Jordán Hess. Hubiera querido decirle que me gustaba su libro y protestarle porque el final no me convenció, ese tampoco, siempre quedo descontenta con los finales, siempre ando esperando algo más, una especie de revelación que no acaba de producirse. Me pasa que cuando termino, los libros me dejan como empezada, con la sensación de que ahí había algo importante, pero sin saber exactamente qué. Debe ser difícil, eso de rematar una novela. Me pregunto qué final irá a ponerle usted a la mía, y espero que no sea trágico. En todo caso prefiero que sea flojo a que sea trágico, eso se lo advierto de una vez.
Un día usted me hizo reír en clase, y vuelvo a reírme cada vez que recuerdo el episodio. Llevábamos varias sesiones trabajándole a un cuento que usted nos había pedido y yo ya quería terminarlo como fuera, pero mi historia tenía demasiados personajes y a cada uno de ellos le sucedían demasiadas cosas, así que no hallaba cómo.
—Léalo, míster Rose —le pedí—, y deme un consejo, dígame cómo lo acabo.
—Pues no sé, María Paz, de verdad no lo sé —me respondió usted—, esto que has escrito está realmente muy embrollado.
—Sólo dícteme un final —insistí—, porque ya estoy desesperada.
—De acuerdo. Voy a darte el consejo que para esos casos insolubles da mi amigo Xavier Velasco. ¿Tienes lápiz? Entonces anota: «Y se murieron todos».
Pero le venía contando que yo quería protestarle a Jordán Hess, pero ¿cómo llegarle, si no lo conocía, si no sabía su número de teléfono y ni siquiera su e-mail? Al fin de cuentas lo étnico que tenía eran las palabras que él había escrito. Por más preguntas que le hiciera nunca iba a respondérmelas, y eso resultaba tan decepcionante como rezarle a Dios. El verdadero milagro fue que usted apareciera, míster Rose; una prisión estatal de mujeres es el último lugar donde uno espera encontrar a un escritor. Por eso le regalo esta historia, que escribí para usted. Para que la corrija si le gusta y la publique con su nombre, si no le parece mal. O al menos para que la lea; conque la lea, ya quedo yo contenta. Haga de cuenta que es uno de los ejercicios que nos ponía en clase, sólo que esta vez salió más largo que de costumbre.
Y ahora déjeme hablarle un poco de mi hermana Violeta. Linda y rara, llevada de su parecer. Distinta. A veces insoportable y a veces querible, tímida a ratos y a ratos salvaje. Yo era casi una adolescente y ella una niñita cuando pudimos por fin conocernos, o mejor reconocernos, en el avión rumbo a América. Cinco años antes, Bolivia, mi madre, se había ido para América a cumplir su sueño y a conseguir dinero, porque no le alcanzaba para mantenernos. Quería darnos una buena vida, eso decía Bolivia, y la vida buena sólo estaba allá, en América. O mejor dicho acá, pero es que en ese entonces, para nosotras América era un allá muy lejano e inalcanzable. Violeta era mi única hermana, ella con un apellido y yo con otro pero las dos con nombres de mapa, como todas las mujeres de mi familia. A ella, a mi hermana, vine a conocerla en ese avión, bueno, en realidad unas horas antes, en el aeropuerto, y ya desde ese día ella abrazaba una jirafa de peluche como si de eso dependiera su vida. En cambio a mí no quiso abrazarme, ni siquiera voltear a mirarme, aunque su madrina le dijo, dale, salúdala, que es tu hermana María Paz. Pero ella parecía no necesitar más que a esa jirafa, y no puso atención cuando le mostré la cadenita que yo traía al cuello.
—Mira, Violeta —le dije, insistiendo en que la viera—, tú traes una igual.
Y alargué la mano para agarrar la cadenita de ella, eso fue todo lo que hice, tratar de tocar su cadena para demostrarle que era como la mía, y ahí fue cuando ella, que hasta ese momento me había parecido una criatura angelical y ensimismada, se volteó como rayo y me arañó la mejilla. Pero fue un tremendo arañazo el que me pegó, si viera, me sacó sangre con las uñas, haga de cuenta reacción eléctrica de gato con rabia. Ahí vine a saber que eso era mi hermana menor, un lindo gatito casi siempre indiferente, pero feroz de repente.
Y ese fue nuestro primer encuentro. Cinco años habíamos tenido que esperar para que se diera. Bolivia no había podido llevarnos con ella a Pastados Unidos porque se había ido a la buena de Dios, jugándose la suerte como indocumentada, dejándonos con la promesa de que en unos meses mandaría por nosotras, tan pronto tuviera visa, techo y trabajo. Algunas de las niñas de mi escuela, allá en mi país natal, salían a alardear con pantalones de licra tipo chicle, zapatos Nike o camisetas marca Bebe con corazones brillantes o lentejuelas plateadas. Y ni para qué preguntarles, ya se sabía de dónde venían aquellos tesoros, esto es americano, decían, me lo trajeron de Miami. Yo no tenía quien me trajera nada de Miami, ni siquiera muñecas Barbie, pero en cambio sabía que por esos lados andaba Bolivia y que un día nos iba a llevar con ella, a mi hermana y a mí, y nos iba a llenar el clóset de ropa americana. A veces yo juntaba plata para una chocolatina Milky Way. Las vendían de contrabando a la salida de la escuela y yo las saboreaba con los ojos cerrados y sin atreverme a masticarlas, pensando, a esto sabe América, lo primero que voy a hacer al llegar a América es pegarme una tracalada de Milky Ways, voy a comprarme para mí sola un paquete entero de los que vienen en tamaño mini, mis favoritos porque podías metértelos enteros en la boca y soñar con mi madre y con América.
A Violeta y a mí, Bolivia nos había dejado a cada una en una casa distinta, al cuidado de una familia distinta, en dos ciudades apartadas. No quería separarnos, pero nos separó. No consiguió a nadie que se hiciera cargo de sus dos niñas a la vez. Ya le digo, cuando ella se fue yo tenía siete años y Violeta apenas unos meses de nacida, yo hija de un hombre, Violeta hija de otro y mi madre desentendida de ambos. ¿Quiénes eran esos hombres, qué clase de bichos, de qué color sus ojos o su pelo, qué tan buenas personas serían, o tan malas? Sólo mi madre lo supo; esos eran sus secretos. Vea cómo son las cosas, nunca he sabido nada del hombre que me dio la vida, y ahora tampoco sé mucho de usted, el que va a escribir mi biografía. Sé que una vez atropello a un oso cuando iba en motocicleta por una carretera de montaña, lo sé porque lo contó en clase. Trato de recordar cómo eran sus manos, ¿grandes, blancas? Es de suponer que sí, sería apenas obvio, pero en realidad no lo sé (creo que ya las olvidé, o tal vez no se las miré nunca, aunque sería raro, me gustan las manos masculinas y en Manninpox no hay mucha oportunidad. Cuando también su cara se me borra, me lo imagino con la de Andre Agassi. Espero que no le moleste.
¡Ay, Bolivia! A qué hora le habrá entrado a Bolivia el embeleco por América. En realidad nosotras también vivíamos en América: América Latina. Pero esa no era América; la del Norte se había quedado hasta con el nombre. Bolivia me decía por teléfono, aquí las calles son seguras, hija, y los camiones recogen la basura casi todos los días y no hay quien no tenga automóvil. Eso me decía Bolivia, y me aseguraba que América olía a limpio y yo se lo creía, porque a la gente hay que creerla, y soñaba con ese olor, y con el sabor del Milky Way, y además daba por sentado que Bolivia tenía automóvil; si todo el mundo tenía uno, mi mamá por qué no. Ella llamaba todos los meses sin falta, una vez al mes, y mandaba dinero para nuestra manutención. A Violeta también la llamaba aunque al principio estaba muy bebé, y ya luego creció, pero según parece nunca quiso pasarle al teléfono. Rarezas de Violeta, digo yo, que es tan linda pero tan encerrada en sus silencios. A menos que le dé por hablar, o por gritar, y entonces nadie habla tanto ni grita tan fuerte.
Mire que ya estábamos en América y Violeta debía tener unos trece años, cuando arrancó a gritar en un museo al que la llevé un domingo. De buenas a primeras se largó a los alaridos, y todo por un cuadro que vio. De una santa. No sé de cuál pintor, en todo caso una pintura oscura y antigua. Tenía su horror, no lo voy a negar. La santa era santa Ágata y llevaba los pechos puestos sobre un plato. Blancos, redonditos y tiernos, el uno al lado del otro sobre una bandeja al parecer de plata. Se los habían cortado para atormentarla y ella los exhibía para que la humanidad tomara nota de su fe inquebrantable. La culpa fue mía, no debí habérselo explicado a Violeta. Ella me preguntó, qué lleva esa mujer en ese plato, y yo le dije la verdad siendo que he podido mentirle, he podido decirle, lleva un par de budines de coco. Claro que ella hubiera empezado a preguntar, y para quién son esos budines de coco, y por qué los lleva en ese plato, y por qué no se los come. Es la historia de nunca acabar: cuando algo la inquieta, Violeta no para de preguntar. A veces parece que por fin se olvidó del asunto y pasa un mes, hasta dos, sin que lo mencione, pero qué va, de buenas a primeras y a cuenta de nada vuelve y empieza, y por qué lleva en ese plato budines de coco. Uno ya ni recuerda de qué está hablando, pero para ella es como si nunca se hubiera interrumpido esa vieja conversación, y por qué son de coco, y por qué no se los come, y por qué son dos y no uno. Así es ella, Violeta. O se queda callada semanas enteras, o se vuelve tan parlanchína y preguntona que enloquece al más templado. Ahora que lo pienso ella, que tanto pregunta, nunca preguntó por qué le habían cortado los pechos a santa Ágata. Sólo se puso a gritar, no preguntó nada.
Bolivia decía por teléfono que América olía a limpio y yo me imaginaba unas calles radiantes, resplandecientes, casi celestiales. Antes de negar el prodigio de América, me hubiera dejado cortar los pechos. Pero lo que realmente olía a limpio era ella, mi madre. Siempre andaba bonita y fresca, como recién salida de la ducha. Aun en lo más pesado del verano, Bolivia olía a limpio y a joven. Olía a desayuno sobre mantel de cuadros en una terraza, aunque nunca tuvimos terraza, y ahora que lo pienso tampoco mantel de cuadros, y como ya le dije, el propio cuerpo de mi madre también era ajeno, había algo en él que no era doméstico sino que se movía de puertas para afuera, como una ventana que de noche queda abierta y deja expuesta la casa. Eso era Bolivia, la que se mataba por conseguir cuatro paredes y un techo que nos acogieran, y al mismo tiempo la que hacía vulnerables esas cuatro paredes, dejando la puerta abierta. Parece un enredo todo esto que hoy le escribo, pero en el fondo sólo quiero decir algo sencillo, haga de cuenta que un día entre semana, pongamos un miércoles de madrugada, ya en América, ya juntas por fin las tres, mi madre, mi hermana y yo jugando a que nos conocíamos, a que pese a todo éramos familia, digamos que sentadas a la mesa del desayuno y cumpliendo nuestro sueño, porque aunque no tuviéramos mantel de cuadros, sí teníamos jugo de naranja y Corn Flakes y vasos de leche achocolatada, esas cosas comunes que son el bienestar de una mamá con sus dos hijas, que se apuran a salir para la escuela. Cuando de pronto de la habitación a oscuras de Bolivia sale un tipo con el pelo revuelto, sin camisa, recién despertado, con el sueño todavía pesándole en los párpados. Niñas, nos dice en ese momento Bolivia con voz festiva, este es Andrés, o este es Nat, o este es Jonathan, mi novio, de ahora en adelante va a vivir con nosotras y dentro de un tiempo nos vamos a casar. Andrés, o Nat, o Jonathan, acércate, please, échate un poco de agua en la cara que voy a presentarte a mis hijas, esta es María Paz y esta es Violeta, un par de chicas adorables, y aprovecho que estamos por fin reunidos para asegurarles que de ahora en adelante nos la vamos a llevar muy bien los cuatro, como una familia unida y verdadera. Ven, siéntate con nosotras, Andrés, o Nat, o Jonathan, vamos a desayunar todos juntos, van a ver qué bonito la vamos a pasar en familia. A la semana Bolivia ya estaba casada, o arrejuntada, pero a los seis o siete meses ya no estaban en la repisa las camisas ni los calzoncillos de Nat, o de Jonathan, sino que ahora teníamos los de Andrés, o los de Mike, que en su momento también desaparecían y la repisa quedaba libre para que algún otro pudiera colocar ahí su ropa. Y así sucesivamente. ¿Ahora sí entiende a qué me refiero?
Le gustaba vestirse de blanco, a Bolivia. Cuando éramos paupérrimas y después también, cuando ya no lo fuimos tanto. Si no iba de blanco, iba de colores claros: lila, azul celeste, rosado. En América trabajó catorce horas diarias, todos los días hasta la fecha en que murió, y sin embargo se las arreglaba para oler a jardín. Y se daba un lujo extravagante para una mujer como ella, el jabón Heno de Pravia, que según ella blanqueaba el cutis y dejaba la piel de seda. En la casa no podía faltar Heno de Pravia, así no hubiera azúcar en la azucarera o pan en la canasta. Cuando Bolivia se fue de Colombia dejándonos allí, a mí me dio por pensar que América olía a Heno de Pravia. Añoraba desesperadamente a Bolivia, y pensaba que América debía efe oler como ella. Claro que llegando a América me di cuenta de que había cosas de Bolivia que a mí, como buena teenager que era, me mataban de vergüenza. Por ejemplo que ella, siempre tan peripuesta, jamás lograra entender el casual look americano. Haga de cuenta que su mamá, o sea la suya de usted, se le hubiera presentado a una reunión de padres y maestros con un bouquet de orquídea natural abrochado a la solapa, dígame si usted no hubiera preferido que se lo tragara la tierra. Bueno, pues a eso me refiero, a ese tipo de cosas. Con decirle que Bolivia jamás compró un solo trapo en una tienda americana, no, ella no, ¡Dios no lo quiera!, ella permaneció fiel hasta el final de sus días a un negocito de barrio donde cosían ropa a la medida y que se llamaba, así en español: Las Camelias, Prendas y Accesorios para Dama; a ver si nos vamos entendiendo.
Me da curiosidad saber cómo me va a pintar usted en la novela. Físicamente, quiero decir. Cómo me va a retratar físicamente. Ahora estamos muy lejos el uno del otro y no puede verme, y dudo que en ese entonces me haya mirado detenidamente, o siquiera que me haya mirado. En la maraña que tengo en la cabeza sí se fijó, eso lo sé, se sorprendía con mi manera de pensar, a veces mis ejercicios de escritura lo hacían reír, y yo era la marisabidilla que primero respondía a sus preguntas. Pero en mi aspecto físico, ¿llegó a fijarse alguna vez? ¿Se dio cuenta de que estaba enferma? Ya me había empezado esta hemorragia que no para. Una vez estuve a punto de desmayarme en clase, delante de usted, y creo que por momentos la pérdida de sangre me hacía alucinar. Pero disimulaba, me hacía la loca y disimulaba, no era tan difícil, en este lugar muchas parecen enfermas o desquiciadas. Y yo no iba a dejar que mis achaques me impidieran ir a clase, por nada del mundo me hubiera perdido una clase suya, ni tampoco un episodio de doctor House. Entonces tome nota, míster Rose. Lo principal de mi aspecto es esta hemorragia que me tiene ojerosa como novia de vampiro y demacrada como punketa. Lo segundo es el aire latino. Yo era una de las seis latinas que asistíamos a su curso, sólo seis; a lo mejor otras también hubieran deseado asistir, pero no hablaban suficiente inglés. Eso se nos iba volviendo drama desde que a la dirección le dio por prohibir el español, intimidándonos cuando nos escuchan hablar en nuestra propia lengua. This is America, te gritan, here you speak in English or you shut up, y hasta las guardias latinas, malparidas, vendepatrias, se hacen las locas y no te responden si les preguntas algo en español. Nosotras les gritamos vendidas y ellas nos gritan go get fucked, you motherfucker. Aunque aquí guardias latinas en realidad no hay muchas. Las presas somos casi todas oscuras, las guardias casi todas blancas. Y los mierdas de la dirección han ordenado que aun en la hora de visita se debe hablar inglés. Aquí las visitas son a través de vidrio y con micrófono, para que la dirección pueda monitorear todo lo que dices, y claro, si hablas en español no te entienden. Así que lo prohibieron. Prohibieron que en las visitas con los familiares se hable en español. ¿Quiénes creen que somos, acaso? ¿En qué quieren que hablemos, en griego? El vidrio te impide el contacto; ni abrazos, ni besos, ni siquiera el roce de una mano. Y ahora, además, te violentan obligándote a hablar con los tuyos en un idioma que no es el tuyo, un idioma que tu gente ni siquiera sabe hablar.
El día de visitas ya de por sí ha sido siempre delicado. A las 5 de la tarde se van los familiares llevándose con ellos cualquier ilusión de calor y de cariño, y las internas volvemos a quedar solas, libradas a nuestra fría realidad. Y unos minutos después, hacia las 5:15 o 5:20, empieza el peor momento de la vida en la cárcel, porque a las presas les da por cometer actos desesperados. Es como si quedaran vacías por dentro, todavía más desoladas que antes; como si su corazón, reblandecido por la visita de los seres queridos, fuera más vulnerable a la soledad. Y entonces muchas rondan por ahí como malevos, cometiendo actos desesperados. A veces son puñaladas. O chuzadas, violaciones, ese tipo de cosas. Pero en realidad no tanto eso, que no sucede todos los días; le estoy hablando más bien de actos gratuitos de intimidación. Imagínese que a cuenta de nada, alguien, a quien yo ni siquiera he registrado, alguien que para mí no es nadie, me pasa por el lado y me empuja, o golpea por debajo mi bandeja haciendo que mi comida salte por el aire, o me agarra el culo, o me suelta una obscenidad. No es tan grave como una cuchillada, a lo mejor ni siquiera es grave, físicamente quiero decir, pero me cala hondo, me revienta los nervios, me dispara las alarmas, porque es un mensaje claro. Un mensaje que me hace saber que esa persona me aborrece, no me soporta, se sentiría mejor si yo no estuviera por ahí. ¿Por qué? Pues porque sí, porque siente que yo le quito el aire. La sensación de asfixia es permanente aquí adentro, el aire no circula en estos espacios cerrados, por eso tienes que pelear cada gota de oxígeno contra las demás. Digamos que esa persona te ha empujado, o te ha mordido el labio. En los agarrones entre presas puede pasar que alguna le arranque el labio a otra con los dientes, es lo que aquí llaman the swiss kiss. Esa persona te está haciendo saber que le reduces el espacio, que tú exasperas la desesperación que ya de por sí trae por dentro. Por eso los sábados a las cinco y media, después de que se van las visitas, lo mejor es guarecerte, hacerte la invisible en algún rincón, no cruzarte con nadie ni buscarle la quinta pata al gato. Y para acabar de llenar de mierda el tarro, a la dirección le ha dado por que las visitas tienen que ser en inglés, sólo en inglés, nada de español, y a la que no hace caso le apagan el micrófono, y ahí están los pobres familiares, mexicanos, portorriqueños, colombianos, que muchas veces vienen de lejos, no hablan una palabra de inglés y se sueltan a llorar de impotencia cuando les impiden hablar español con esas hijas a las que sólo pueden ver a través de un vidrio blindado. Ni las palabras quedan, ni tampoco los abrazos: toda forma de comunicación te la destruyen, y sólo queda la feroz frustración y la ansiedad en esas miradas que se cruzan de lado a lado, de esas manos que quieren tocarse con el vidrio de por medio. Yo sé lo que una visita significa para una presa, lo sé aunque a mí nunca me haya visitado nadie. Cuando estás aquí adentro, el encuentro con un ser amado es tu razón de vivir, tu sustento hora tras hora, la étnica ilusión de toda la semana. Y si te lo roban, lo único que quieres es morirte o matar. La prohibición del español ha sido lo peor, míster Rose, lo más duro de todo, es una arbitrariedad que te quema por dentro y te pone a hervir la sangre. Una injusticia que te revuelve las tripas. La cosa se ha sabido por fuera y gente de derechos humanos ha hecho la denuncia. Mandra X, que es vocera de nosotras las internas, se ha encargado de poner el grito en el cielo, y el escándalo anda rodando por los periódicos. Por eso, la directora de este antro se ha visto obligada a dar declaraciones. Anda diciendo que nosotras, las latinas, utilizamos nuestra lengua nativa para traficar y hacer pactos ilegales con los familiares sin que la dirección se entere, o como nos gritó la Jennings el otro día, ¿quién asegura que ustedes en español no estén dando la orden de matar a alguien allá afuera? Tu madre será sicaria, le respondió alguna, la mía es una viejecita honorable. La rata callejera de la Jennings, no sé por qué se me ocurre que sus días deben estar contados. También argumenta la dirección que usamos el español para insultar a las guardias sin que las guardias se den cuenta, imagínese, salir con esas, aunque en ese punto no le falta razón, es verdad que en inglés a todo contestamos yes, ma’am, no problem, ma’am, I’m sorry, ma’am, I won’t do it again, ma’am. Pero a renglón seguido les escupimos en un español de entre dientes un metete un dedo en el culo, vieja malparida, o un andá a comer mierda, pendeja asquerosa. Mejor dicho, es seguro que a las putas guardias les cae encima su buen chinga tu madre, su puteada o su madrazo, según la interna sea mexicana, argentina o colombiana, porque aquí el español se defiende en todas sus lenguas, en che, en guanaco, en chapín, en catracho, en nica y en tico, en paisa o en rolo, en costeño, en veneco, en boricua, en niuyorrican, en chicano, en chilango.
En medio de ese boleo vino a suceder, míster Rose, que como su taller era en inglés, asistir se nos volvió traición ante los ojos de nuestras propias hermanas latinas, que empezaron a acusarnos de vendidas y a querer bloquearnos el paso para que no llegáramos hasta el salón de clase. Nosotras, las seis, bregábamos a explicarles: el gringuito enseña a escribir, en qué idioma lo haga es lo de menos. No hay ofensa, les decíamos, pero les sonaba a cuento chino.
—Pues de ahora en adelante voy a dictar media clase en inglés, media en español —se le ocurrió anunciar a usted, cuando se enteró de cómo venía la mano.
—Cómo que español —se le encresparon las alumnas que hablaban sólo inglés, que eran mayoría—, pero si usted no habla español y nosotras tampoco.
—Pues sí que lo hablo —se plantó usted en plan desafiante y se soltó en un español impecable que a las latinas nos dejó boquiabiertas, de dónde diablos sacaba el gringuito tan perfecto manejo de la lengua de Cervantes, y por ahí derecho usted dictó la mitad de la clase en nuestro idioma, aunque las arias quedaran viendo un chispero.
Ya después se acabó la hora, usted se despidió y se largó y se quedó sin ver cómo las latinas nos alineamos a un lado del salón, de espaldas a la pared y erizadas como gallos de pelea: se nos venía encima la venganza del norte, la estábamos esperando desde antes de que usted se fuera, y a saber qué hubiera ocurrido allí si no se interpone una que llaman Lady Gugu, una activista radical blanca que anda con su propia escuadra predicando que es perder el tiempo agarrarnos de las mechas entre razas, y como tiene su buena chispa y sabe hacerse la payasa, anunció que también ella iba a dictar clase en español y empezó a chapurrear unas frases inventadas y dementes que rompieron la tensión y nos hicieron partir de risa a los dos bandos, quién sabe qué tanto decía esa loca con un acento americano de lo peor, decía tu culo es un grande sombrero, decía buenos días enchiladas, Antonio Banderas me come el cono, cualquier cosa iba diciendo, mucha señorita puta, ricos tacos de mosquito, mucho gusto amigo mío, lo que se le fuera ocurriendo, I am very mexicana, I am pretty coconito, y las demás quedamos neutralizadas, quietas en primera base, porque era imposible saber a quién estaba insultado la Lady Gugu, si a las blancas al hablar en español, o a las latinas al hablarlo en burla. Y así salimos esa tarde del embrollo.
Lo malo fue que, a partir de ahí, a usted no volvimos a verlo. Eso sucedió un jueves, y al martes siguiente nos anunciaron que el curso había sido cancelado. Sólo eso dijeron, que había sido cancelado, it’s been canceled, así hacen los anuncios aquí, ese es el estilo, no se dignan aclarar quién o por qué, it’s been canceled, lo canceló Dios o el fantasma, se canceló solo, en este lugar es así, les gusta hacernos sentir que las desgracias ocurren por sí solas y de esa manera se lavan las manos. Pero tampoco que hiciera falta que dijeran más, para nosotras las razones de su despido estaban claras.
Desde que empezaron a jodernos con el español, las internas latinas andamos como tigras, listas a arañarle la cara al quesea, nuestros corredores siempre al borde del estallido. Van a tener que cosernos la boca si no quieren que hablemos nuestra propia lengua, que, como usted mismo dijo, es al fin de cuentas lo único que no pueden quitarnos. Y ahí seguimos con el bonche, a veces quieren ponerse estrictexsy aveces relajan la norma porque se dan por vencidos, pero ahí sigue la joda, y si el sábado le apagan el micrófono a alguna durante la visita, vuelve a hervir el malestar, la temperatura va subiendo y se dispara la rabia. Y lo que no tuvo vuelta atrás, míster Rose, fue lo de sus clases. Las cancelaron sin más ni más, pero yo nunca olvidaré ese jueves en que a Lady Gugu le dio por hablar español, diciendo culo y sombrero y esas tonterías. Fue un momento de euforia, míster Rose, si hubiera viste), una especie de pequeño triunfo, unos minutos de juego y chacota de latinas con blancas, una cosa muy rara por aquí; fue como si las presas de todos los colores nos pusiéramos de acuerdo para darles una bofetada en la cara a todos los que nos odian.
Pero a la noche, esa sensación se había esfumado. Cuando estás presa tienes que desconfiar de esos momentos de entusiasmo porque se dan la vuelta rápidamente, y como saltas desde más alto, pues más hondo caes. Andas con el ánimo como un yoyó, para arriba y para abajo, para arriba y para abajo, por un instante sientes que te salvas y al siguiente sabes que estás condenada. Así me pasó esa noche, después de esa clase suya que sería la intima, aunque no lo sabíamos todavía. Ya sola en mi catre me cayó la causa, o sea la pálida, y lo que unas horas antes me había parecido fantástico de repente me parecía una payasada, cuál sombrero ni cuál sombrero, cuáles enchiladas, en mi vida había comido enchiladas, ni siquiera sabía de qué estarían hechas, seguramente de algo desagradable y picante como el canijo. Y además Banderas era mal actor. ¿Tanto orgullo por el español, un idioma que yo ni siquiera hablaba bien, porque lo estaba olvidando? ¿Tanto orgullo en ser latina, yo, que unos meses antes tocaba el cielo con la mano por estar casada con americano? Ya le digo, todo me pareció muy forzado. Me dio por pensar: mientras estuve en libertad, mi meta era borrarme lo latino como si fuera una mancha, y desde que estoy presa me ando volviendo una fundamentalista de la latinidad. Pero qué le voy a hacer, por un lado me sale espontáneo, es la cara que tiene mi rabia, y por otro lado lo necesito para sobrevivir, así de simple, aquí tienes que tomar partido para no quedar en sándwich en la permanente guerra entre razas.
Le decía que a la pálida, o sea al bajonazo de ánimo, las presas latinas le tenemos un nombre, la causa. La causa te cae encima como un baldado de agua helada, te empapa los huesos, te ahoga en desesperanza. Me cayó la causa, decimos aquí, o tengo la causa en la cabeza, o no me hables, que estoy con la causa. La causa es lo peor, te quieres morir, nada te interesa, sólo deseas estar quieta, aislada, como encerrada dentro de ti misma, como muerta en vida. La causa es introversión, más desánimo, más pesimismo: todo eso junto en un cóctel mortal. En la segunda sección donde estuve, la 12-GPU, había una cubana negra encausada, tirada siempre en su catre. Una mujer enorme, abandonada en ese catre estrecho donde apenas cabía, como una montaña que se hubiera derrumbado. Su nombre era Tere Sosa y, como no se movía, le decíamos Pere-Sosa. A las demás la causa nos llega y se nos va, pero a ella se la había tragado entera. No se levantaba ni para ir a comer, y a partir de cierto punto ni para ir al baño, se ensuciaba encima, despedía un olor que ya no era humano, como si hubiera decidido convertirse en una pila de mierda, en un montón de basura. Las guardias no podían obligarla a levantarse, ni siquiera a la fuerza, porque no hay fuerza más poderosa que la causa. Y entonces le rociaban agua con manguera y la dejaban ahí, empapada y tiritando de frío. Pero ni por esas; mojada o cagada o muerta de hambre, a esa mujer todo le daba igual. Recién llegada yo a esa sección, todavía bisoña e ignorante de sus leyes, pasé frente a Pere Sosa y se me ocurrió preguntar qué había hecho para estar tan mal, por qué la habían detenido. Para qué habré abierto la boca, enseguida sentí el empujón, alguien que me lanzaba contra la pared echándome encima todo el peso de su robusta persona. Después vine a saber que esa era ni más ni menos que Mandra X, una de las capos de la cárcel. Una matona machorra que lideraba una secta poderosa, según me informaron entonces.
—Óyeme bien —me dijo esa vez Mandra X, aplastándome la nariz contra su pechamenta—. No sabemos qué habrá hecho esta Tere Sosa. ¿Y sabes por qué no sabemos? Porque no preguntamos. Aquí no se pregunta, mi reina, la próxima vez que te oiga preguntando, te reviento la jeta.
El remedio para la causa es el trabajo. Trabajar sin parar, en artesanías, en lo que te dejen, repujado de cuero, tejido en crochet, fabricación de objetos de madera, lo que sea, así puedes mecerte al runrún de la rutina de tus manos y dejar que ellas piensen por ti, para que no haya en ti otro pensamiento que ese pequeñito y sin angustia que las manos saben pensar. Es la mejor contra para la causa. Pero es difícil que te dejen trabajar. Si no te tienen confianza no te sueltan las herramientas, que podrían convertirse en armas, ya sabe, así que sólo te las dan, si es que te las dan, por un par de horas y bajo vigilancia. Sólo un porcentaje pequeño de las presas goza del privilegio del trabajo manual, y esas son casi todas blancas, porque las negras y las latinas inspiramos desconfianza. A mí me dejan hacer mochilas en fibra de poliéster, anudando la fibra con las manos. Eso me alivia y además es más factible que me lo faciliten, porque no requiere herramienta. Hacer nudos y más nudos durante horas y horas es una compulsión que puede salvarte si te ha caído la causa; al menos a mí me funciona, me tiene casi enviciada, podría anudar fibra de poliéster de aquí a la eternidad, pensando en nada. El otro recurso contra la causa es apuntarse para trapear corredores. Siempre necesitan voluntarias, porque en mi vida he visto unos pisos más brillados. A toda hora hay alguien trapeando el cemento, alguien limpiando lo que no puede limpiarse. Por más lejía que rieguen el olor siempre está ahí, siempre flota en la penumbra el hedor de los orines y el sudor y la mierda de las miles de presas que desde hace más de un siglo habitan este lugar, los miasmas de la gran cloaca que corre bajo estos pisos que todos los días trapeamos y volvemos a trapear, hasta dejar relumbrantes.
Yo, por mi parte, empecé de buen ánimo con las mochilas en fibra de poliéster y también con el trapeo, pero la hemorragia me ha ido mermando las fuerzas y cada día me derrota. Y ya me fui otra vez por las ramas. Arranco a contarle una cosa, me arrastra un viento que sopla y termino quién sabe dónde. Le estaba preguntando, míster Rose, mejor dicho me estaba preguntando a mí misma, cómo iría usted a describirme físicamente en la novela, porque en clase no parecía que nos mirara ni que demostrara interés, ni por mí ni por ninguna, si ni siquiera se mosqueaba cuando nos sentábamos en primera fila para cruzarle provocadoramente la pierna. Ya estábamos por creer que era homosexual, cuando nos habló de una novia que tenía y dijo que era maestra de niños sordomudos. A la salida nos fuimos chismoseando que vaya pareja de noviecitos santos, ella lidiando con sordomudos, y él lidiando con presas. Lo que yo creo es que usted por correcto nunca nos hizo una inspección ocular, lo que se llama desvestir con la mirada, y además ya se sabe lo quisquillosos que son los gringos con lo del harassment. Así que yo misma tendré que decirle cómo soy, describirle mi apariencia, por si no la recuerda.
Perdone si le parezco engreída, pero considero que soy una mujer bastante bonita. Bella no y divina menos, pero sí bonita. Tengo el pelo color café, largo y mucho. Mucho pelo, mejor dicho un pelazo. Mi pelo es mi mejor aporte, lo único en mí que no se ha deteriorado con la hemorragia y con esta vida de cárcel. Por lo demás, tengo facciones aceptables, una sonrisa seductora pero no perfecta porque nunca me pusieron brackets, la piel tostada, canela que llaman, y un cuerpecito agradable. Así me dijo una vez un novio la primera vez que rae vio desnuda, me dijo que yo tenía un cuerpecito agradable. A mí me sonó destemplado el comentario, sobre todo en medio de la que se suponía que era una tórrida escena de amor, pero a lo mejor el hombre no quería ofender y sólo estaba haciendo una «descripción objetiva con uso comedido de la adjetivación», como hubiera aconsejado usted en clase de creative xonling. O sea que no soy ningún hembronón, pero tampoco me falta gracia. Bueno, cuerpecito agradable tengo cuando estoy delgada, aunque no tanto como ahora, que estoy hecha un angarrio, y además le confieso que por épocas he estado gorda, pero gorda mofletuda y culona, sobre todo después de casarme; la vida matrimonial se me iba acumulando en los muslos y en el trasero. Ahora estoy muy delgada y eso me hace ver anoréxica, con los pómulos marcados y los ojos tan crecidos que parezco bicho nocturno del monte. Debido a la anemia tengo las manos trasparentes, si las pongo contra la luz me parece ver los huesos como en radiografía, y aunque me choque mi actual aspecto, creo que a Kate Moss le despertaría envidia.
Una vez, ya en América, tuve que llenar un formulario para solicitar trabajo. Estaba con mi amiga Jessica Ojeda, que como nació en Newjersey hablaba inglés mejor que yo, aunque eso no es garantía, el que yo aprendí de niña lo aprendí todo en Colombia, en el Colegio Bilingüe Corazón de María, de las Madres Clarisas, al que asistí con las Nava y donde la madre Milagros nos daba clases intensivas de gramática, pronunciación y literatura inglesa durante cinco días a la semana. Ya después llegué a América y desde los doce hasta los dieciocho años anduve rodando por puros barrios latinos donde el inglés poco o nada se escuchaba. Mi primera gran decepción al llegar a América fue que Bolivia no tuviera carro; la segunda, que en América hiciera tanto calor; y la tercera, que en América se hablara sólo español. ¿Quiere saber cuáles eran los letreros de los negocios de mi primer barrio aquí en América? Pues La Lechonería; Pasteles Nelly; Rincón Musical; Pollos a la Brasa; Tejidos el Porvenir; Pandi y Panda Ropa a Mano para Bebé; Papasito Restaurant; Cuchifrito; Sabor de Patria; Futbol en Directo; Cigarrillos Pielroja; Consultorio Pediátrico para Niños y Niñas. Y así. Pero vuelvo a lo del formulario, ese que llenamos con la Jessica Ojeda. Ella vio que donde preguntaban «ojos y pelo», yo ponía coffee. «Color de pelo»: Coffee. «Ojos»: Coffee. «Piel»: coffee with milk. Así lo puse porque entre nosotros ese color se llama así, café, o mejor dicho varía en tres nombres, según el tono: trigueño, o sea color trigo; canela y café.
—Esos son nombres de comida —me regañó Jessica—. Aquí no digas así porque la gente se ofende, aquí debes decir no cuando te pregunten por tu ethnic groupy brunette cuando te pregunten por ojos y pelo, déjate de cosas y pon que eres brunette, no andes llevando la contraria.
—No entiendes —le expliqué—. Los que nacimos en zona cafetera tenemos los ojos y el pelo coffee, o sea del mismo color del café cuando en la taza se ve oscuro y brillante, o sea del café cuando se ve de un magnífico color café, y la piel la tenemos del color del café cuando le pones leche y azúcar y te lo tomas bien caliente.
—Bueno, pues —dijo ella, queriendo transar—, entonces pon dark brown.
—Ningún dark brown —me mantuve yo—, coffee a mucho honor, y no se hable más.
A ver, míster Rose, qué otra cosa quiere que le diga de mí. ¿Le interesa saber si tengo señales particulares? Varias cicatrices, que aquí en la cárcel llaman bordados. La del brazo por mordisco de Violeta, esa ya se la dije. Otra de operación de apéndice; la obligatoria ceja rota por porrazo en bicicleta; un lunar a dos centímetros de la comisura de la boca, del lado derecho. Hasta ahí todo normal, pero además tengo una que otra cosa inconfesable. Por ejemplo estrías en los muslos por todos los kilos que aumenté y luego perdí; demasiado vello en las piernas y un matorral color coffee en el pubis; uno de los huecos de las narices, o sea una fosa nasal, unos milímetros más alta que la otra, y aunque podría mentirle con que tengo senos turgentes, como en las novelas, la verdad es que apenas lleno una copa A. Aparte de eso, mido 1,65, calzo 37 tengo las manos transparentes por la anemia, también se lo dije ya, y un par de orejas, esas sí turgentes, que afortunadamente se disimulan bajo el pelo suelto.
Me gustaría que en su libro usted contara que la partida de Bolivia hacia América fue triste pero también alegre, porque nos bañamos juntas en la ducha con agua caliente, una cosa que nunca habíamos hecho. Me lavó la cabeza con un champú de hierbas que ella misma fabricaba en la cocina de casa, y como yo tenía el cuerpo menudo y oscuro, el de ella me pareció un prodigio, tan redondo y lleno, tan blanco y generoso. Aunque siempre fue para mí motivo de desconfianza. Yo era muy niña, míster Rose, y de la vida no sabía nada, pero sí sabía un asunto, que mi madre hacía cosas con su cuerpo. Yo no hubiera podido decir exactamente qué, pero había una acechanza que me inquietaba, sentía como que el cuerpo de mi madre no estaba guardado, no era privado sino que salía de casa, se mostraba; había algo en el cuerpo de Bolivia que a mí me fascinaba y me espantaba al mismo tiempo. Ese día ella me había planchado mi blusa de arandelas y mi mejor vestido, un jumper amarillo, que por entonces era mi color favorito. Bolivia sabía planchar con almidón de una manera primorosa, con eso quiero decir que la tela le quedaba fragante y fresca, como nueva. Parece ser que la cosa le venía de familia porque también la madre de ella planchaba, esa abuelita África María tan desgraciada, pobre alma en pena; según dicen ella también planchaba. Y al parecer mi madre me había enseñado a mí, creo que fue una de las pocas cosas que alcanzó a enseñarme antes de dejarnos, aunque pensándolo bien eso he debido inventármelo, nadie le enseña a planchar a una niña de siete años, sería una salvajada, una niña se quema con una plancha. En todo caso me hubiera gustado que ese recuerdo fuera cierto, y a lo mejor lo es y qué bueno pensar que Bolivia me enseñó algo, que me dejó algo suyo antes de irse para América, digamos que algo más que el tercio de coscoja que cuelga de la cadena que llevo al cuello, bueno, que llevaba, antes de que me la confiscaran cuando ingresé a Manninpox.
¿No sabe qué es una coscoja? No se preocupe, yo tampoco lo sabía y cuando me enteré no me gustó nada, enseguida metí en alcohol mi cacho de coscoja y lo dejé ahí toda la semana, yo que antes de saberlo me la pasaba con eso entre la boca, qué asco. Cosas de mi madre, la coscoja; siempre había que andarse con cuidado con mi madre. Pero tenga paciencia que poco a poco le voy explicando.
En todo caso en la fecha de la partida, Bolivia se vistió de jeans, zapatos planos de amarrar y camisa a cuadros, como si saliera de excursión al cerro. La miré pintarse los ojos, que eran cafés como los míos, de pestañas largas. Muchos años después también me quedaría mirándola, el día de su muerte, ella con la cabeza apoyada en una almohada de raso, entre su ataúd de madera oscura. Estaba otra vez bonita, rejuvenecida, porque en sus últimos tiempos el cansancio y las preocupaciones la iban atropellando, y en cambio ese día volvía a estar serena, como si el Heno de Pravia le devolviera la luminosidad de la piel. Me parece estar viendo cómo la sombra de sus pestañas, producida por la llama de los cirios, bailaba suavemente sobre sus pómulos, dando la sensación de que la muerte la trataba con dulzura. He visto otros cadáveres, y aunque no me dejaron asistir al velorio de mi marido, ya antes había estado en otros varios, pero nunca vi una muerta tan linda como ella. La señora Socorro y las otras comadres prepararon pavo y ensalada rusa para atender a los deudos, y comimos todos. Todos menos Bolivia, ella que había sabido arreglárselas para que nunca nos faltara pavo en los inviernos de América. En vísperas de Thanksgiving y de Navidad nos llevaba a la parroquia, donde repartían pavos gratis para que no se quedara nadie sin una buena cena en esas fechas, y nosotras hacíamos la cola y recibíamos nuestro pavo, y al otro día volvíamos a hacer la trampa, y también al siguiente, mañana y tarde, a reclamar un pavo como si no nos hubieran dado nada, y otro pavo y otro más, y la vez que mejor nos fue con esa táctica logramos conseguir hasta seis pavos en una sola Navidad.
El día de su viaje a América yo miré a Bolivia y pensé, qué suerte la mía, tener una mamá tan linda, y al mismo tiempo me entró el desconsuelo, porque iba a estar lejos de mí toda esa maravilla radiante que era mi madre. Después bañamos a la bebé Violeta, que le había heredado la piel blanca y tenía los ojos más verdes que se habían visto en nuestro barrio, donde no era corriente esa clase de ojos, y hasta los desconocidos nos paraban por la calle para admirarlos. Mami, ¿de dónde sacó Violeta esos ojazos verdes? ¿Es ojiverde su padre? Bolivia no respondía. Cerraba la boca cuando yo le preguntaba por sus hombres. El día de su viaje, secamos a Violeta con una toalla que habíamos dejado sobre el calentador para entibiarla, le echamos talco Johnson’s, le pusimos pañales limpios y un enterizo de lana baby alpaca. En ese entonces Violeta nunca lloraba, vivía como perdida en una ensoñación. Me pregunté si vería todas las cosas verdes, con esos ojos que tenía. Quise jugarle con un sonajero de llaves de plástico, las agité frente a su cara, pero no se fijó en ellas.
—Mami —le dije a Bolivia—, ¿de qué le sirve a Violeta tener esos ojos, si no miran?
—Sí miran. El médico me aseguró que no tiene nada malo en los ojos. Lo que pasa es que son demasiado verdes —me respondió, y yo quedé conforme con la explicación.
El morral de Bolivia ya estaba listo y también las cajas de cartón con nuestra ropa, y antes de salir a la calle Bolivia anunció:
—Ahora vamos a hacer una pequeña ceremonia de despedida y pronto reencuentro.
Yo, que no sabía qué era una ceremonia, quedé sorprendida y encantada cuando ella abrió tres cajitas de terciopelo azul y sacó tres dijes de metal gastado que colgaban de sus respectivas cadenitas de oro.
—¿Qué son? —le pregunté en un susurro, a sabiendas de que estábamos haciendo algo solemne, que el momento era irrepetible y que esos dijes, fueran lo que fuesen, representaban algo. En realidad esos dijes de metal oscuro y aporreado no me gustaron tanto, lo verdaderamente lindo era la cadenita dorada, pero de todos modos supe que también los dijes eran algo importante.
—Son tres piezas de una misma moneda —me respondió, y me mostró cómo al juntarlas formaban un todo.
Uno de los lados de aquella moneda no tenía nada, apenas rayones en la plata gastada, y en el otro podía verse una cruz de ocho lados con la palabra «lazareto» inscrita en el centro. Alrededor de la cruz, arriba, decía «dos centavos y medio», y abajo «Colombia 1928». Bolivia me colgó al cuello uno de los dijes, levantándome el pelo para poder abrochar la cadenita en la nuca. Le puso el segundo dije a la bebé Violeta, y se quedó con el tercero para ella misma. Por supuesto yo tampoco sabía qué significaba «lazareto», ni siquiera se me ocurrió preguntar, debió parecerme una palabra mágica que hacía de aquel dije un amuleto protector. Años después, ya en América, Bolivia me contaría que monedas como esa habían sido acuñadas en las primeras décadas del siglo XX para circulación restringida en los leprosarios, con el fin de evitar el contagio en el resto del país. Las llamaban coscojas y hi figura octogonal que tenían grabada era la cruz de la Orden de San Lázaro de Jerusalén, también conocida como cruz templaría o de las ocho beatitudes. Ahí vine yo a saber qué clase de horror era la lepra, y me fue revelado el gran secreto familiar. Supe que mi abuela Africa María había terminado sus días comida por la enfermedad y recluida en el puebloleprocomio de Agua de Dios, donde se ocultó de la mirada del mundo. Ni su marido ni sus hijos volvieron a verla durante los nueve años que siguieron, hasta que les anunciaron su muerte y entonces sí la buscaron, pero sólo para acompañarla durante su entierro. Bueno, al parecer artículos de primera necesidad sí le había estado mandando sin falta su esposo, mi abuelo, que aunque nunca fue a visitarla personalmente, le hacía llegar todos los meses una maleta con comida y otras cosas, más una nota con instrucciones de que la maleta no debía devolvérsela. Según me contó tiempo después Bolivia, el abuelo prefería comprar todos los meses una maleta nueva y perderla, a estar recibiendo de vuelta ese objeto impregnado de miasmas. Entre el contenido de la maleta iba una vez una plancha eléctrica, que según se supo la abuela leprosita nunca utilizó porque prefería una de esas antiguas, pesadotas y de hierro, a las que se les embucha la panza con carbón ardiente. Con eso planchaba la abuelita África allá en su pueblo de enfermos; la carne se le estaría cayendo a pedazos, pero la ropa la cuidaba con esmero.
Mi madre era una adolescente cuando la muerte de su madre, y me dijo que llegaron a Agua de Dios cansados después de dos días de camino, que los aturdía el calor y el zumbido de los insectos porque el lugar quedaba en medio de la manigua. No los dejaron acercarse a los leprosos que asistían al entierro desde el otro lado de la alambrada. Mi madre recordaba que podía verlos de lejos, a ellos, a los leprosos, pero no sus caras, que llevaban cubiertas con harapos, y que la había estremecido la idea de que esos seres hubieran sido la étnica compañía de su madre durante tanto tiempo.
A los miembros de la familia, las autoridades sanitarias los obligaron a taparse nariz y boca con un pañuelo entrapado en alcohol. Al cadáver de la abuela lo incineraron junto con su colchón y otras pertenencias, y Bolivia estuvo ahí parada, rascándose los piquetes de mosquito que le hinchaban las piernas y mirando cómo las llamas se tragaban a alguien que supuestamente era su madre, pero que llevaba tanto tiempo enterrada en vida que estaba casi borrada de la memoria de sus hijos.
—¿Cómo te explico? —me dijo Bolivia—. No era que para nosotros, los niños, mi madre no hubiera estado siempre presente, sí que lo estaba, pero no como persona sino como miedo, como sombra.
Cuando el fuego se apagó) y las brasas se extinguieron, la muchacha que en ese momento era Bolivia vio un brillo metálico entre las cenizas. Zafándose del control de su padre, corrió hasta el lugar donde había ardido la pira, y pese a los gritos de advertencia, atrajo hacia sí con una rama seca ese algo pequeño y brillante que había capturado su atención. Era la coscoja, que tal vez proviniera de uno de los bolsillos de la ropa incinerada de mi abuela.
—Mira, María Paz, mira cómo es la mente —me dijo Bolivia, ya en América—. El día del entierro de mi madre, la mente me llevó a imaginarla rodeada de enfermos, pero sana. Sana y con el peinado anticuado y luciendo sobre los hombros la mañanita tejida con la que aparecía en el retrato de la sala de casa.
O sea que sólo poco a poco fue comprendiendo Bolivia la verdad que a ella y a sus hermanos les habían ocultado por tanto tiempo. Después del entierro, que en realidad no fue entierro sino cremación, permitida por la Iglesia en caso de muerte contagiosa, la familia tuvo que pernoctar, de a tres por catre, en una posada a mitad del camino de regreso, y sólo ahí, en el insomnio acalorado de esa noche, Bolivia cayó plenamente en cuenta de que durante todos sus años de ausencia, su madre debía de haber sido igual a ellos, a esos enfermos que ocultaban con trapos la piel putrefacta.
¿Por qué, tantos años después, escogía mi madre justamente ese objeto, la coscoja de la abuela África, para la ceremonia de nuestra despedida? Nunca me lo explicó, y si le preguntaba me cortaba en seco con cualquier pretexto, como ¿quieres más leche de chocolate? O, prende la tele, María Paz, que ya es la hora de la novela. Así que yo sola tuve que ir buscándome mis propias explicaciones. Y le aseguro, míster Rose, que lo que iba descubriendo no era tranquilizador. Mi madre me había revelado lo que llamó el gran secreto de la familia, la enfermedad innombrable de la abuela África. Pero ese era sólo el comienzo. El verdadero secreto, el secreto detrás del secreto, tuve que deducirlo yo misma, y tenía que ver con un pozo negro y sin recuerdos. El pozo negro de los años durante los cuales mi madre y sus hermanos crecieron en ausencia de su propia madre, esa mujer desaparecida y negada, esa madre cuyo nombre el padre jamás volvió a pronunciar, esa muerta en vida sobre la cual sus hijos no podían preguntar, esa orfandad no declarada, esa ausencia de amor materno que nunca encontró explicación, esa pesadilla muda, esa intuición del horror. Ese punto ciego, de pánico y tinieblas, en la cabeza y en el corazón de unos niños a los que nadie creyó necesario aclararles nada. No puedo evitar imaginarme a mi madre de dieciséis años, la muchacha espigada y bonita que debió ser, rescatando de las cenizas del oprobio esa moneda que encerraba alguna mínima forma de memoria, o tal vez de cura, de redención. Tampoco puedo evitar recordar a mi madre, una mujer ya hecha y derecha, partiendo en tres la moneda de la abuela abandonada, para dejársela como legado a unas hijas que está a punto de abandonar.
Bolivia había pagado en una joyería para que partieran la coscoja en tres y a cada tercio le colocaran una argollita para pasar la cadena. Hasta ahí lo que ella decidió, digamos que claramente decidido; lo demás, lo que voy a contarle ahora, sucedió al azar como todo lo que me ha ido sucediendo a mí en la vida, y usted que es profesor y además escritor sabe mejor que nadie que la palabra azar significa chiripa, albur, casualidad, algo que te sucede no porque tú lo quieras, sino porque así lo quiere el destino. No crea que no he buscado en los diccionarios. Porque eso fue justamente lo que sucedió, que la palabra lazareto, grabada en la coscoja, quedó dividida así, AZAR-ETO, y como a mí me tocó el cacho del centro, pues el mío decía, y todavía dice, AZAR. Deduzca usted mismo las consecuencias. Piense no más en todo lo que puede pasarte a partir del momento en que tu propia madre te marca con semejante palabra, AZAR, colgándotela al cuello.
Después de nuestra ceremonia y ya cada quien con su medalla, salimos las tres a la calle, limpias y recién planchadas por fuera y llenas de presagios por dentro. A Violeta la dejamos con su respectiva caja de cartón en casa de doña Herminia, su madrina, que se haría cargo de ella. Pasó sin inmutarse de los brazos de la madre a los de la madrina y eso no nos sorprendió, ya empezábamos a intuir que Violeta era Violeta. Pero ¿qué sintió Bolivia al dejar a su beba, tan linda y tan lela, en manos de otra gente? Eso no lo supe nunca. Muchas cosas han quedado en agua de borrajas. ¿Es verdad que Violeta era así, rara, desde antes de la partida de Bolivia para América? O se volvió rara por algo que no sabemos y que pudo haber sucedido en casa de doña Herminia, donde nadie la habría defendido ni estaría allí para acompañarla. Ese es uno de los clavos ardientes que Bolivia nunca quiso tocar, siempre encontró pretexto para escurrirle el bulto a esas verdades. La leche de chocolate, la telenovela, cualquier cosa le servía para hacerse la desentendida. El pasado, nuestro pasado, el de ella misma, lo que hubiera sucedido durante los años de separación, nada de eso era tema que ella aceptara tratar. Hacía de cuenta que la página estaba en blanco: cero recuerdos, cero remordimientos. Como si nuestras vidas hubieran empezado al momento de esa segunda ceremonia, desmerecida por el calor y el cansancio, que hicimos cinco años después, ya en el aeropuerto John F. Kennedy de la ciudad de Nueva York, cuando por fin logramos juntar las tres piezas de la coscoja. Los dolores no existen si no se los nombra, esa era la filosofía de Bolivia; para ella la tierra natal había quedado atrás. Y lo pasado, olvidado. No era mujer de nostalgias, mi madre, ni le apostaba a imposibles. Se preciaba de ser práctica; recursiva que llaman. Púlanle que p’atrás espantan, decía, e iba cumpliendo con su empeño de sacarnos adelante sin mucha complicación. Tenía que alimentarnos y nos conseguía comida, necesitábamos techo y nos lo deparaba. Sacarnos adelante, así decía, y sospecho que nunca se dio cuenta de que salimos más bien torcidas y hacia el costado. Hay demasiadas cosas que nunca supimos, ni conversamos, y que arden dentro de nosotras con un brillo oscuro. Coscojas perdidas entre las cenizas, digo yo. Le señalo ese lado de mi madre, míster Rose, porque sé que no debe haber tapujos en lo que le escribo. Es bueno que sepa que por culpa de eso, de los silencios de Bolivia, resultó difícil crecer al lado de ella, afianzarse, hacerse adulta, y piense además que tras cinco años de distancia, llegamos aquí a convivir como desconocidas. No se tapa el sol con el dedo, ni las piezas rejuntadas de una moneda solucionaron el hecho de que ninguna de nosotras tres sabía en realidad quiénes eran las otras dos. Téngalo en cuenta cuando escriba sobre todo esto. Las cosas que callábamos nos obligaban a estar como quien dice encogidas, como guardadas dentro de una caja estrecha. A veces pienso si no sería en ese embrollo de pequeñas y grandes mentiras donde quedó refundida la cabeza de Violeta.
Es sólo por unos meses, le dijo Bolivia a doña Herminia cuando le entregó a Violeta, cuídela como si fuera hija suya, que yo sabré recompensarle. Luego bajamos las dos, Bolivia y yo, hasta la terminal. En uno de los muchos buses amarillos con franja roja que estaban allí parqueados, iba yo a viajar sola hasta la ciudad donde Leonor de Nava, una parienta de mi madre, vivía con sus hijas Camila, dos años mayor que yo, y Patricia, de mi misma edad. Les decían Cami y Pati y como su apellido era Nava, se quedaron desde niñas Caminaba y Patinaba. Con ellas viviría yo hasta volver a reunirme, ya en América, con mi madre y con mi hermana. Apretando en la mano mi tercio de coscoja, miré por última vez a Bolivia por la ventana del bus. Pensé que se veía demasiado joven con su morral, su camisa a cuadros y sin sus hijas, y por un instante tuve la sospecha de que se estaba deshaciendo de nosotras. Es sólo por pocos meses, me dijo su boca, articulando bien las palabras para que yo pudiera verlas a través de un vidrio que me impedía escucharlas. Sólo por pocos meses. ¡Y después América!
Sólo por pocos meses. Pero no fueron pocos, y tampoco fueron meses. Tuvieron que pasar más de cinco años para que yo volviera a ver a Bolivia y a Violeta.