Treinta años más tarde, en un bosque de arces por el condado de Ulster, en el corazón de las Montañas Catskill, al sur del estado de Nueva York, un hombre llamado John Eagles, repartidor a domicilio de comida para perros, era asesinado y su rostro era arrancado y expuesto en lo que parecía un crimen ritual. La primera persona que se dio cuenta de lo sucedido fue el joven Cleve Rose, vecino del lugar, autor de la novela gráfica por entregas El Poeta Suicida y su novia Dorita y director de un taller de escritura para las internas de la cercana prisión de Manninpox. Cleve regresaba a casa en su moto y le llamó la atención encontrar en medio del bosque la camioneta desocupada del señor Eagles. Se detuvo para ver qué pasaba y se fijó en el trapo rojo deliberadamente exhibido al que le habían adherido algo que en un principio tomó por una máscara. Tardó unos minutos en caer en cuenta de que aquel rostro atroz, con ojos vacíos y pelos apelmazados de sangre, bien podía pertenecer a un ser humano. Y si la camioneta era del señor Eagles, posiblemente también la cara fuera suya.
—Cleve me contó que en ese momento le vino un malestar que lo puso a vomitar en una zanja —dice Ian Rose, padre de Cleve, ingeniero hidráulico especializado en sistemas de riego y dueño de una casa de montaña por la zona del crimen—. Ya luego, cuando mi hijo se sobrepuso y se atrevió) a mirar de frente aquel espanto, pensó que en medio de todo sí guardaba alguna semejanza con el pobre señor Eagles. Era la cara de Eagles en versión Halloween, así me dijo Cleve, o en versión apocalipsis zombi. Así lo dijo, lo recuerdo perfectamente. Mi hijo Cleve era autor de novelas gráficas, y si usted pide mi opinión, yo le diría que la serie del Poeta Suicida era muy aguda y divertida, pero claro, no es una opinión neutral, yo era el primer fan de casi todo lo que mi hijo hacía; casi todo, ya le digo, no todo: ciertas cosas suyas me ponían los pelos de punta. Pero en general para mí era un orgullo que él supiera llegar lejos donde yo siempre me he quedado corto. Y en todo caso sus novelas gráficas eran muy buenas, pero eso sí, de un humor sangriento; llenas de historias de muertos vivos y esas cosas, ya me entiende. Y el día en que encontró al pobre Eagles en ese estado, mi hijo Cleve quedó de veras impresionado. Y yo también. Sentí que aquello era un presagio, una especie de anuncio. Al fin de cuentas eso era justamente lo que se había propuesto el asesino con toda aquella puesta en escena: anunciarnos algo. Anunciarnos un terror que empezaba ese día, y que aún no termina. Cleve avisó a la Policía y unas horas después, cuando identificaron el cadáver, que encontraron unos pasos más arriba entre la vegetación, comprobaron que efectivamente se trataba del señor Eagles. Que era un buen hombre, eso se lo aseguro, sin enemigos conocidos. La viuda así lo confirmó cuando la interrogaron: dijo que Eagles no tenía ningún enemigo y que ella no sabía de nadie que hubiera querido vengarse de él de esa manera tan feroz. El hombre simplemente regresaba de mi casa, donde acababa de dejar el par de bultos de Eukanuba que yo le había pedido por teléfono el día anterior. Siendo un hombre fuerte, no opuso resistencia ante su asesino, o asesinos. Hasta mi casa había llegado solo; Emperatriz, la señora que me ayuda con los quehaceres, le aseguró a la Policía que no había visto a nadie en el interior de la camioneta cuando Eagles se bajó a entregarle el Eukanuba. Al parecer, de regreso, Eagles se detuvo voluntariamente, incluso quizá para recoger al que resultaría ser el criminal, que presumiblemente le habría pedido un aventón. De otra manera no se explica cómo el tipo, o los tipos, se subieron a su camioneta. Por aquí la gente no es desconfiada, ¿entiende? No tiene motivos para serlo. Si Eagles vio que alguien iba a pie por el camino, simplemente lo recogió para acercarlo al menos hasta la carretera. Es lo habitual por estos lados. Ya una vez dentro de la camioneta, el asesino lo estranguló desde atrás con una cuerda, sin darle siquiera opción de defenderse, y ya luego hizo lo que hizo, todo ese asunto aterrador con su cara.
Aunque Ian Rose en un principio no me lo dice, sé que no había vuelto a convivir con su hijo Cleve desde que se separó de la madre del muchacho tiempo atrás. Y ahora que por fin estaban juntos, tenían sus espacios claramente delimitados en la casa de montaña, una construcción grande y antigua de dos pisos con mansarda, donde habían establecido una independencia como de edificio de apartamentos: los dos pisos para el padre; la mansarda, territorio sagrado del hijo. En realidad no pasaban mucho tiempo juntos ni conversaban demasiado; apenas ahora empezaban a conocerse más a fondo y todavía la comunicación no se les daba fácil. No que les preocupara mucho a ninguno de los dos. La convivencia les había resultado más suave de lo que habían calculado, compartían el gusto por el bosque y el aislamiento, y siendo Ian pragmático y aterrizado, y Cleve en cambio artista como la madre, en realidad no se parecían el uno al otro salvo en un rasgo fundamental, único en Cleve claramente heredado del padre: ambos eran la clase de ser humano que se sabe hermano de los perros. Los tres perros, Otto, Dix y Skunko, eran el verdadero centro en esa casa. Los humanos entraban y salían, parte de su vida transcurría por fuera, de modo que allí eran el elemento transitorio. En cambio los perros permanecían, todo lo llenaban con sus carreras y sus juegos, y cuando se echaban al lado del fuego, la casa parecía estar ahí sólo para guarecerlos. Una enorme cantidad de efusividad y de afecto provenía de los perros, que todo lo olían y lo conocían y lo protegían con sus ladridos. La escoba sacaba grandes bolas de pelo de perro, los muebles olían a perro, el tapete estaba desflecado por dientes de perro y el jardín cruzado por túneles cavados por los perros. Y en contraprestación, los perros hacían de la propiedad un lugar prácticamente inexpugnable; con esa tripleta dé cancerberos custodiando noche y día, no era fácil que alguien se animara a penetrar sin autorización de los dueños. En una palabra, los perros eran la casa, y tanto para Cleve como para su padre, regresar a casa significaba ante todo reintegrarse a la manada.
Rose padre no se cansaba de mirar al hijo con una emoción contenida que le venía de comprobar que el muchacho, su único hijo, se había ido convirtiendo en un tipo estupendo. En cuanto a Cleve, cuando se sentía sofocado por exceso de presencia paterna, se escapaba a Nueva York, a menos de tres horas de distancia en moto, se refugiaba durante algunos días en el cuarto de estudiante que rentaba en el East Village, por Saint Mark’s Place, y regresaba a la casa de la montaña cuando empezaba a echar de menos la alharaca de los perros y el silencio del bosque, y también, cómo no, la compañía de ese padre que empezaba a descubrir. Así que ambos se acoplaban a la mutua compañía sin grandes tropiezos y más bien en silencio, confiados en que con el tiempo la comunicación iría mejorando.
Por eso fueron pocas las frases que intercambiaron esa noche, enrarecida por el acontecimiento inesperado y salvaje de la tarde. Padre, hijo y perros se apretaban en semicírculo frente a la chimenea prendida, mientras a sus espaldas los ventanales que daban al bosque se imponían con una negrura excesiva.
—Tal vez tendríamos que colocar cortinas —dijo Rose padre, midiendo las palabras para no confesarle al hijo la sensación de que lo ocurrido rompía algún tipo de equilibrio, o dañaba un orden.
No tenía palabras para expresarlo, era apenas un presentimiento. No había sido amigo del señor Eagles, su relación con el muerto se había limitado a darle los buenos días, recibirle el bulto de comida, pagárselo, comentar un par de cosas obvias y poco más. Y sin embargo sentía que ese crimen había roto el tejido fino de una cierta ley natural que durante años se había mantenido intacta en la montaña.
—O iluminar el jardín —dijo Cleve, cansado tras haber pasado varias horas declarando ante la Policía y los investigadores que ahora pululaban por la zona—. Creo que deberíamos iluminar el jardín.
—Un buen hombre, el señor Eagles —dijo Ian Rose, echando otro tronco al fuego.
—Quién podría odiarlo de esa manera, el pobre siempre con su Eukanuba. Eukanuba, raro nombre para comida de perros, suena más bien a espectáculo de Cirque du Soleil.
Se quedaron un buen rato en silencio, tomándose a cucharadas su sopa de papa con puerro y pendientes de cualquier reacción de los perros, que sin embargo dormían apaciblemente, como si no presintieran motivo para alterarse.
—Good boy, good boy —dijo Cleve, dándole golpecitos en la cabeza a uno de ellos, y aflautando la voz para imitar la del señor Eagles—. Así les decía a los perros, ¿cierto, pá? Good boy, good boy, con esa voz aguda que tenía. Rara, esa voz, en un tipo grandote como él. Y les daba golpecitos así, en la cabeza, sin acariciarlos, apenas golpecitos en la cabeza, como por cumplir con el cliente, o como si no quisiera que las manos le quedaran oliendo a perro. ¿Crees que en el fondo le disgustaban?
—¿Los perros? Es posible. Vivía de vecinos como nosotros, que sobrealimentan a sus mascotas con croquetas y enlatados y esas cosas. Él era un campesinote, debían de caerle mal los animales demasiado mimados de nosotros, los urbanos.
—Todavía matarlo, pero ¿arrancarle la cara? Puta vida, sólo una rata miserable puede hacer algo así. Un psicópata de mucho cuidado.
—El que haya sido debe estar todavía por ahí afuera. Aunque quién sabe, con tanta Policía…
—No nos vendrían mal unas rejas. Por lo pronto unas cortinas, pá, al menos unas cortinas, yo estoy aislado allá arriba, pero aquí abajo tú vives como en vitrina…
—Nunca hubo necesidad de cortinas, nadie arrima por aquí. Quizá iluminar el jardín. Mañana mismo instalo unos reflectores. Tiene que ser un tipo grande. Digo para dominar a Eagles, que era bien fuerte, y para arrastrar el cuerpo… A lo mejor lo hicieron entre varios, al menos dos, uno que se habría subido en el asiento delantero, el otro en el trasero. El que lo mató iba atrás, lo estranguló desde atrás. Pero para qué le arrancarían la cara —dijo Ian Rose, buscando la linterna para salir con los perros a dar una vuelta de control alrededor de la casa.
—Te acompaño —dijo Cleve, poniéndose los zapatos y corriendo detrás de su padre.
Días más tarde, Cleve comentaría así el asesinato de Eagles, en la nota que tomó a mano alzada, con estilógrafo de punta recortada, en un cuaderno de tapas de cartón mármol:
«Algo inexplicable y brutal sucedió a diez minutos de la casa de mi padre, en este pacífico rincón del mundo donde nunca pasa nada. Y justamente aquí viene a suceder lo que sucedió, al borde del camino, a pocos pasos de ese laguito de aguas oscuras que llaman Silver Coin Pond. Alguien bajó al señor Eagles de su camioneta, y no en medio de las tinieblas de una noche cerrada, no, porque debían de ser apenas las cuatro de la tarde, o sea a plena luz del día, apocada luz de otoño pero luz al fin y al cabo, y tampoco sucedió en domingo, cuando esto queda desolado, sino que fue entre semana, con cierta circulación porque a esa hora alguna gente baja al pueblo a recoger a sus hijos en la escuela y regresa. No le robaron nada, ni la camioneta, ni la billetera, nada. Y en cambio hay que ver cómo lo dejaron. Un acto de sadismo difícil de explicar. Algo así como el cuarto caso de desollamiento en el hemisferio occidental, después del despellejamiento del fauno Marsias por Apolo; del martirio de san Bartolomé, cuya piel fue pintada por Miguel Ángel en su Juicio Final, y de la personificación que hizo Burt Reynolds de Navajo Joe, el indio que ponía a ondear cueros cabelludos en la punta de su lanza. Me refiero a que al señor Eagles le arrancaron la cara. Así como suena. A esa buena persona le quitaron la cara, como si se tratara de una máscara. Y es que la cara es en realidad una máscara que cubre el cráneo, yo no había caído en cuenta hasta que vi aquello. Imposible no verlo, si el asesino lo pegó sobre un trapo, un trapo rojo de esos que todo el mundo lleva en el coche, para limpiar el vidrio y así. La cosa es que alguien, aún no se sabe quién, pegó sobre un trapo rojo y con pegante Rhino la cara que le arrancó al señor Eagles. El pote de goma lo sacaron al día siguiente del fondo del Silver Coin Pond, ya sin huellas digitales, que no se encontraron tampoco en su cara sin cuerpo, ni en su cuerpo sin cara. El trapo rojo con la cara pegada fue prendido a su vez a un tronco a la orilla del camino, como un estandarte, o un póster; en todo caso lo que hicieron fue alevosamente deliberado, está claro que si hubieran querido ocultar el crimen bastaba con hundir el cadáver en el laguito, pero no, colocaron todo para que no pudiera dejar de verlo quien pasara por allí. Inclusive quizá para que no dejáramos de verlo nosotros, los Rose: es poca la gente que aparte de nosotros circula por allí. Una cosa extraña, arrancarle al señor Eagles la piel de la cara. ¿Por qué lo hicieron? Vaya a saber cuáles fueron los motivos del asesino. Por lo general desfiguras a tu víctima cuando no quieres que las autoridades la reconozcan. Le quitas la cara a alguien, o se la tapas, cuando quieres borrarlo en vida (o en muerte, si previamente lo has matado). Alguien sin cara no es nadie, es un N. N., un anónimo, un cero a la izquierda. Como los “desaparecidos” durante las dictaduras del Cono Sur: una capucha ciega les impedía reconocer o ser reconocidos y los dejaba en el limbo. Las estrellas de la lucha libre en México esconden su identidad bajo una máscara que los vuelve míticos ante los ojos de la fanaticada, como ha pasado con el Enmascarado de Plata, con Blue Demon o con El Hijo del Santo, y la peor ofensa que un luchador puede infligirle a su rival es arrancarle la máscara y exponer ante el público su verdadero rostro, porque así lo despoja de su aura de héroe y lo devuelve a su condición mortal. El Subcomandante Marcos hace otro tanto con su pasamontañas y más o menos por las mismas razones; bueno, sumándole a eso los gajes de la clandestinidad. Al Hombre de la Máscara de-Hierro, hermano gemelo del rey de Francia, lo obligaron a llevarla durante toda su vida para que nadie supiera que el rey, por naturaleza único, tenía un doble que eventualmente podría suplantarlo. Y así. Quitar o quitarse la cara, para volver al otro, o volverse a uno mismo, invisible o inexistente. Aunque también es cierto que el resultado puede ser justamente el contrario, porque el asunto trae su dialéctica. Eso lo sabe bien el asesino de Eagles, que lejos de ocultar lo que hizo, necesitaba mostrarlo. El Subcomandante Marcos, allá en las selvas de Chiapas, se hizo visible y famoso ante México y el mundo en buena medida gracias al calcetín con agujeros que le ocultaba el rostro. Ni hablar del fenómeno de V, el superanarquista, mi héroe de cabecera: la máscara que a él le oculta el rostro hoy se ha vuelto el rostro visible de millones de jóvenes en el mundo entero. Y la cara del señor Eagles, siempre discreta y desapercibida, nunca fue tan visible como cuando se la arrancaron y la expusieron. Exponer, poner a la vista. Pienso en una fotografía como aquella famosa de Einstein, con el pelo blanco que le flota en torno a la cabeza, o esa otra, también mundialmente conocida, en la que Picasso clava en el espectador su mirada de águila. O la de Marilyn Monroe, irradiando seducción mientras se hunde en el sopor, como si estuviera a orillas del orgasmo, del ensueño o de la muerte. Y la del Che, qué tal el rostro del Che Guevara, el chivo expiatorio más significativo de los tiempos modernos, con boina negra en lugar de corona de espinas y en trance de ofrecerse en sacrificio. ¿Qué son esas fotos, esos iconos, si no rostros sustraídos a sus dueños? Rostros desprendidos del cuerpo. Puestos a salvo de lo físico y lo circunstancial, de tal manera que valen por sí mismos y se vuelven eternos, tan poderosos en su carga simbólica que década tras década reaparecen en los muros y en las camisetas que usamos. Así también la cara arrancada al bueno del señor Eagles. Se ha ido difundiendo el rumor de que fue un acto aislado de brutalidad irracional por parte de muchachos drogados, gentes ajenas al lugar que estarían por aquí de paso y que andarían enajenados por la acción de algún ácido. Me parece que esa versión no es más que otra máscara, que servirá para que los vecinos se vayan tranquilizando y las autoridades se vayan lavando las manos. En cuanto a mí, no he podido dejar de pensar, de darle vueltas al asunto. Me intriga la teatralidad ritual del asesino. Pegar la cara a un trapo, hacer que el trapo sea rojo, exhibirla sobre un tronco ante los viandantes: una búsqueda deliberada de efecto teatral. Eso es un ritual, sí señor, como los de antes, como los grandes gestos sacramentales de tiempos veterotestamentarios. A eso llamo yo deep play, o mejor dicho así lo llama Sloterdijk, y define el término como acciones rituales profundamente envolventes y de máximo estrés. Tengo la impresión de que el asesino de Eagles debe ser alguien que desdeña esta mediocridad desacralizada en que vivimos ahora, esta cotidianidad castrada y amansada que según Slavoj Zizek se compone de café sin cafeína, cerveza sin alcohol, alimentos sin calorías, cigarrillos sin nicotina, guerra sin muertos (del bando propio) y sexo sin contacto. Y sacrificio sin sangre, añadiría yo. ¿Muchachos drogados? Yo tengo otra versión. Pero por lo pronto no tengo manera de demostrarla».
Cleve Rose no llegó a comentar con su padre sus sospechas acerca de la identidad del asesino de Eagles, porque días después era el propio Cleve quien fallecía. En un accidente de motocicleta, lejos de las Montañas Catskill, en las cercanías de la ciudad de Chicago. Otras circunstancias, otro escenario. Y sin embargo Ian Rose, devastado por la pérdida, no podía dejar de pensar que de alguna manera la muerte de su hijo había quedado sellada desde antes, desde que el asesinato no esclarecido del señor Eagles había dejado una nube negra flotando sobre esas montañas.
—Bueno, es que te llenas de sospechas. Un hecho tan brutal, en un lugar tan pacífico…, era de veras un misterio, un misterio aterrador, y los misterios te descolocan, rompen la naturalidad del día a día, y más si implican una acechanza. No sólo nosotros, todos los vecinos también quedaron mal, algunos se alejaron por un tiempo, otros pusieron rejas, o alarmas, cosas que por aquí no se habían visto antes. Y justo en medio de ese clima de miedo y de incertidumbre, viene a suceder la muerte de Cleve. Perdóneme, pero prefiero no hablar más de eso. Me siento mal, es algo demasiado íntimo como para andar comentándolo —dice Ian Rose, pero de todas maneras continúa hablando—. Mire, para la muerte de un hijo nadie está preparado, de eso no logras reponerte, y al respecto no hace falta decir más, no voy a decir nada más, todo lo que implica queda sobrentendido.
Algún tiempo después de la muerte de Cleve, un paquete llegaba por correo postal a la casa de las Catskill. Un paquete que a su padre lo estremeció desde el momento en que lo recibió, en parte porque no conocía a la remitente, ni siquiera la había oído nombrar, pero sobre todo porque el destinatario no era él, sino su hijo Cleve. Y Cleve ya no estaba, no existía, y para Ian esa muerte seguía siendo inmanejable, era una herida que no sanaba, que lo había desgarrado por dentro y no le permitía recomponerse. Y se culpaba a sí mismo y se ahogaba en esa culpa, la de haber presentido que algo estaba mal, que sobre ellos recaía algún tipo de emboscada, y sin embargo no haber impedido que la amenaza terminara por cerrarse, y precisamente sobre Cleve.
—Esa misma noche, después del asesinato de Eagles, teníamos que haber abandonado la casa, al menos por un tiempo —reconoce—. No crea que no lo pensé, pero están los perros: no es fácil encontrar dónde alojarse con tres perros, desde luego en el cuarto de Cleve en el East Village no iban a caber. Pero teníamos que haberlo hecho, fue una de esas cosas que una voz por dentro te las dice y te las repite, pero no le haces caso.
Desde la muerte de Cleve, Ian Rose confundía en sueños al niño que no había crecido con él, con el muchacho ya adulto que quiso acercársele pero estuvo a su lado tan poco tiempo. Se le confundía el Cleve niño con el Cleve mayor, se desvelaba preguntándose por qué habría permitido que Edith, su ex mujer, la madre de Cleve, se lo llevara tan lejos, por qué él mismo no había estado pendiente, cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de que los años pasan demasiado rápido, por qué no comprendió a tiempo que en un abrir y cerrar de ojos un hijo crece y se hace libre, y en un descuido tuyo se encarama en una moto y va y se mata.
—Simplemente no podía con eso —me dice—, esa era mi derrota. Y el paso de los meses no ayudaba. Nada rompía el silencio ni acortaba la distancia que me separaban de mi hijo. Nada. Y de repente le llega a él ese paquete por correo postal, y soy yo quien lo recibe.
Un paquete que alguien le mandaba a Cleve como si todavía estuviera vivo, y que de hecho por un instante lo revive, porque en la cabeza de su padre saltó una chispa de confusión, por un segundo lo pasado se borró de su memoria y estuvo a punto de llamarlo: «¡Baja, hijo, llegó algo para ti!». Pero enseguida se rompió el hechizo, toda la muerte de Cleve volvió a caerle encima y Ian Rose se quedó un buen rato ahí parado, incapaz de moverse, ajustando el golpe de esa pena que regresaba como un búmeran, y al final no se le ocurrió nada mejor que subir al ático, donde el hijo solía dormir. Colocó sobre su cama el paquete sin abrir y dijo en voz alta: «Esto es para ti, Cleve, te lo manda una mujer de Staten Island».
—A lo mejor ese paquete no era nada importante —me dice—, casi seguro no era nada, una correspondencia atrasada, sólo eso. Pero yo no pude dejar de imaginar que era algún tipo de señal. Un mensaje de Cleve, ¿me entiende? Algo que le pertenecía a él, y que salía de la nada para llegar a mis manos, como si él me lo estuviera mandando. Mire, yo nunca he sido supersticioso, ni religioso, ni siquiera creo en el más allá, ni en apariciones, nada de eso. Pero la muerte de Cleve me dejó dando palos de ciego, atento a las señales. Me llenó de canas y de tics, y hasta creo que me dejó más estúpido que antes. La pena mata neuronas, ¿sabe? Eso es un hecho, de otra manera no podríamos tolerarla. A lo mejor el presentimiento con lo del paquete fue superstición, si quiere llámelo así. Pero es que ante la muerte de un ser querido no te queda otro remedio: o te resignas, lo cual es imposible, o empiezas a creer cosas, a guiarte por indicios que están más allá de la razón. Quién sabe. O a lo mejor todo fue más simple: ese paquete podía contener información sobre Cleve, alguna clase de dato que me ayudara a comprender. Algo así como encontrar una carta ajena de amor, o tener acceso al e-mail de otra persona.
El día en que llegó el paquete había empezado como otro cualquiera, y Ian Rose ya había cumplido con su rutina de todas las madrugadas: se había parado frente a la ventana de su alcoba para abarcar el paisaje en gran angular, salvo la esquina en que asomaba un tramo de carretera; desde la muerte de Cleve le incomodaba la visión de la vía, que interfería con su quimera de que vivía en un lugar al que no se podía llegar y del que no se podía salir. Había empezado el día vistiéndose sin bañarse y calzándose las viejas botas Taylor and Sons que lo acompañaban desde hacía años; les tenía cariño a esas botas, a punta de uso el cuero se había vuelto casi una segunda piel. Luego había salido a caminar con sus tres perros por el bosque. Eso le gustaba. De hecho era lo que más le gustaba, lo que seguía dándole sentido a sus días. Pasear por el bosque con Otto, Dix y Skunko le permitía olvidarse de todo por un par de horas, y él se dejaba ir, así no más, como un perro entre sus perros, por un par de horas y a veces más, en realidad cada vez más, últimamente trabajaba cada vez menos y daba unos paseos cada vez más largos. No era grave, total ya estaba retirado, vivía de una pensión, y si se aferraba al trabajo era más por gusto que otra cosa. Ya no la emprendía con grandes proyectos, se había quedado con el placer de lo artesanal y con la satisfacción de hacerle el favor a algún vecino al que se le hubiera atascado el pozo séptico, le goteara el grifo del lavaplatos o necesitara mejorar el riego de su huerto.
Como ya había empezado el frío, al regresar a casa Rose había rajado un buen poco de leña, se había pegado un cinchazo con agua caliente y se había puesto lo de siempre, unos pantalones que no apretaran, una camiseta blanca y encima una camisa leñadora sin abotonar. Luego desayunó. Té con tostadas, más alguna fruta. Para ese primer té del día siempre escogía un Earl Grey con una nube; lo que su madre, que era inglesa, llamaba «una nube», o sea una gota de leche que se esponja en medio del líquido dorado; «a cloud in my tea», así decía su madre, y así repetía él, a cloud in my tea.
Luego le había dado su Eukanuba a los perros —ahora el producto lo distribuía la viuda de Eagles—, con complementos alimenticios más una buena salchicha Scheiner’s para cada uno, y había pasado a la sala a prender la chimenea. No dejaba de sorprenderle ese fuego ahí, domesticado en un rincón de su casa, apacible y ronroneando como un buen gato, cuando podría encabritarse si le diera la gana, salirse de madre y dejarlo a él convertido en una mierdita de huesos calcinados y ceniza. Aveces Ian Rose sentía que no estaría mal, eso de deshacerse en nada, pero enseguida recapacitaba. «Se quedarían solos mis perros», pensaba, y seguía adelante con las tareas del día.
De tanto en tanto pasaba el rato recordando a Edith, su ex mujer, la madre de Cleve. De soltero, Ian Rose no había sido ningún playboy, ni siquiera un tipo desenvuelto con las mujeres, así que se sintió muy afortunado cuando Edith se mostró dispuesta a salir con él. Ante los ojos de Rose, ella era el ser maravilloso e inalcanzable que tocaba el chelo en un cuarteto universitario llamado The Emmanuel String Quartet, mientras que él, en cambio, se veía a sí mismo como un tipo manulito, un pichón de ingeniero que asistía a los conciertos de los viernes en el auditorio del campus y se sentaba entre el público a escucharla a ella. Ya mirarla, porque no podía quitarle los ojos de encima. Era de verdad un espectáculo esa mujer de cuerpo grande y fuerte, con esa cortina de pelo oscuro que le caía dramáticamente sobre la palidez de la cara mientras sus rodillas apretaban el costillar del chelo. Porque era grande, ese chelo, nada de versiones reducidas para mujeres, este era un fullsize en regla, con el cual la incomparable Edith producía mugidos y maullidos casi humanos que a él lo enardecían. Y no era metáfora: Edith con su chelo podía llegar a producirle erecciones. Y así pasó que Rose fue enloqueciendo por esa mujer. Pero no se atrevía a acercársele, le parecía grotesco abordarla en el camerino con un ramo de rosas o algo ridículo por el estilo.
Una vez, durante uno de esos conciertos, las manos de Rose se entretuvieron haciendo una estrellita con el papel plateado de la cajetilla de cigarros. Ahí, en la oscuridad de la platea, mientras él se concentraba en la música, o más bien en Edith, sus manos solas fueron doblando el papel hasta hacer una estrellita, y vino a pasar por casualidad que, después de la función, Rose se mete a un café cercano al auditorio y casi se va para atrás cuando ve entrar ni más ni menos que a Edith, la prodigiosa. Además viene sola. Se ha agarrado su estupenda mata de pelo en una cola de caballo, se ha limpiado el maquillaje haciendo su palidez aún más espectral, se ha cambiado el vestido de gala por unos jeans y una chaqueta de cuero. Edith entra, se sienta en una de las butacas de la barra y pide un dry martini. Rose, que conserva la estrella en un bolsillo, saca fuerzas de un whisky que se baja de un trago, se le acerca y se la regala. O sea, le regala a la violonchelista la estrellita de papel plateado. Ella le pregunta «¿quién eres tú?», y él, en un arranque de cursilería que ella terminará cobrándole años después, le responde «soy un regalador de estrellas». Enseguida se pone colorado y se odia a sí mismo por haber dicho semejante bobería, y para colmo Edith, desde la posición preponderante que le da estar sentada en la alta butaca del bar, mira el objeto insignificante que tiene en la mano y le dice, ladeando un poco la cabeza, «vaya, chico, me pones en un aprieto, ahora no sé dónde tirar esto que me has dado».
De ahí que para Ian Rose fuera un milagro que en medio de aquel oso de la estrella de papel, cuando rogaba que se lo tragara la tierra, Edith lo invitara en cambio a una copa, y no sólo eso, sino que además aceptara salir con él una semana después, y que no sólo saliera, sino que antes de un mes se hubiera enamorado de él. Así que cuando resolvieron casarse y se juraron fidelidad eterna, Rose estaba ciento por ciento convencido de lo que hacía y decidido a cumplir con sus votos hasta el final. Durante la luna de miel se desempeñó admirablemente desde el punto de vista sexual, eso hasta la propia Edith lo reconocía, y de ahí en adelante Rose se entregó en cuerpo y alma a su papel de hombre casado, y mantuvo la decisión y el entusiasmo a lo largo de sus diecinueve años de matrimonio, y cada amanecer estiraba el brazo con los ojos todavía cerrados para tocar el cuerpo de Edith, y se alegraba al comprobar que ella seguía estando ahí, a su lado. Porque Rose era la clase de hombre que nace para estar casado, y casado justamente con su mujer y con ninguna otra. Aunque Edith hubiera abandonado prematuramente el chelo, Rose se sentía en primer lugar el marido de Edith y en segundo lugar todo lo demás, padre de Cleve, ingeniero hidráulico, empleado de la firma inglesa que lo había trasladado con su familia a Colombia, donde recibía doble sueldo por tratarse de un lugar clasificado como altamente peligroso. Nunca, ni siquiera en las peores noches de desvelo, ni en las ocasiones en que por motivo de un viaje estuvieron separados, ni durante las peleas conyugales, se le había pasado por la mente a Rose que Edith pudiera concebir la relación de manera distinta a como él mismo la concebía. Para Rose estaba claro que si él era ante todo el marido de Edith, Edith era ante todo su mujer. Por eso no entendió nada esa noche bogotana en que él regresó del trabajo a casa, donde ella se había quedado en cama debido a una de esas gripas que le daban con frecuencia en esa ciudad fría y lluviosa, a tres mil metros de altura en la cordillera de Los Andes.
—¿Me trajiste el Vicks Vaporub y el jarabe para la tos? —le había preguntado ella, y él tuvo que confesar que lo había olvidado.
Hacia la medianoche, a Rose lo despertó el ruido. Ahí estaba Edith, con un suéter rojo sobre la piyama, ardiendo en fiebre, ahogada en Kleenex y reclamándole con voz nasal que él era apenas un regalador de estrellas, para ella siempre había sido sólo eso, un triste regalador de estrellas que la había traído a vivir a este lugar imposible donde ella no iba a permanecer ni un día más. Si él insistía en quedarse, allá él, si la compañía le importaba más que su familia, allá él, pero ni ella ni el niño iban a permanecer ni un día más en ese lugar calamitoso donde en cualquier momento podría ocurrirles una desgracia.
—Estás delirando de fiebre. Cálmate, Edith, ven a acostarte, que estás con fiebre, no puedes dejarme simplemente porque olvidé el Vicks Vaporub —le había insistido Rose, e inclusive había buscado en la guía de teléfonos una farmacia abierta veinticuatro horas adonde pidió entrega a domicilio de jarabes y antigripales. Pero ella no paró de empacar hasta que repletó cuatro maletas y dos bultos.
Al día siguiente Rose se vio a sí mismo llevándolos al aeropuerto a ella y al niño, que en ese momento tendría diez años. Ante el jet de Avianca se despedirían por lo que Rose pensó que serían algunos meses, mientras él terminaba contrato con su compañía y podía regresarse a los Estados Unidos a buscarlos, pero que en realidad resultó siendo para siempre, porque al poco tiempo del distanciamiento, Edith se había juntado con un antropólogo llamado Ned y se había ido con él y con el niño a vivir a Sri Lanka.
—A Sri Lanka, ¿se imagina? —me dice Rose—. Se separó de mí porque se sentía insegura en Colombia y se instaló en Sri Lanka…
La reacción de Rose había sido de sorpresa e incredulidad. Y aún seguía un poco en las mismas, sorprendido e incrédulo, básicamente eso, pese a que la separación era un hecho cumplido desde hacía años; pese a que durante esos mismos años Edith y Cleve habían vivido con Ned en Sri Lanka mientras Rose se instalaba en la casa de las Catskill con los tres perros; pese a que durante los veranos Edith y Ned le traían al niño y pasaban las vacaciones alojados en su casa, con Rose presente y con su visto bueno; pese a que durante esas semanas de verano los cuatro convivían amablemente, sin que Rose pudiera siquiera decir que sentía celos o que la pasaba mal. Pese incluso a que en gratitud por su hospitalidad, Edith y Ned le habían enviado de Sri Lanka, después de una de esas visitas, una lupa con mango de ébano que él había colocado sobre su escritorio, donde seguía estando como prueba reina de que su matrimonio efectivamente había terminado, y de que eso no tenía vuelta atrás.
Rose siempre había creído que estaría casado con Edith hasta el día de su muerte, o la muerte de ella. Y sin embargo algo, aún no sabía bien qué, pasó en algún momento, no podía precisar en cuál, y las cosas resultaron de otra manera. Y en esas estaba Rose, pensando en Edith, o rajando leña, o prendiendo la chimenea, o preparándose un té con nube, la mañana en que llegó el paquete por correo postal, y tras recibirlo lo dejó sin abrir en el ático. Poco o nada subía Rose a ese cuarto del ático mientras Cleve estuvo vivo, porque sabía que al muchacho le gustaba que respetaran su soledad. Aunque en realidad Rose no sabía qué tan solo permanecía su hijo allá arriba; al parecer no tanto, al menos Empera, la dominicana que venía a hacer la limpie/a dos veces por semana, había tratado de insinuarle que Cleve se encerraba con una chica, a lo mejor una amiga o una novia que no quería presentarle. Pero Rose había parado en seco a Empera.
—Faltaba más —le había dicho—, la vida privada de Cleve es de incumbencia de Cleve y de nadie más. En esta casa nadie se mete con su vida privada, Empera, y usted debe hacer otro tanto.
—Es verdad, ustedes no se meten con mi vida privada —le había respondido aquella vez Empera, que no era de las que se quedan calladas—, pero no por educados, sino porque les importa un cuerno.
—Y tenía razón ella —me dice Rose—, Empera lo sabía todo sobre mí, hasta el color de mis calzoncillos, y en cambio yo sabía poco o nada sobre Empera, salvo que era dominicana, que no tenía papeles y que había entrado de ilegal a los Estados Unidos no una vez, ni dos, sino diecisiete veces, mejor dicho cada vez que le daba la gana, sin que yo me atreviera a preguntarle cómo lo hacía, cómo lograba acometer esa proeza como de récord Guiness.
Ya después, tras la muerte de Cleve, a Rose empezó a dolerle horrores no saber un poco más de su hijo, no haberse acercado más a él mientras estuvo vivo, no haberlo apoyado más, no haber averiguado por sus amores; cuando ya no había remedio, le había entrado la necesidad de preguntarle a Empera lo que no había querido escucharle aquella vez.
—Cuénteme, Empera —le había pedido—, ¿usted llegó a conocer a esa muchacha que, según dice, venía en secreto a visitar a Cleve?
Pero Empera, que había aprendido la lección, no iba a dejar que la puerta le machucara los dedos por segunda vez.
—¿A qué muchacha se refiere el señor? —le había respondido secamente mientras se alejaba hacia la cocina chanqueteando con sus sandalias de plástico.
Y ahora llegaba ese paquete, y durante todo ese día Rose tuvo que ocuparse de oficios varios fuera de casa pero en ningún momento dejó de pensar en eso, en el paquete que había dejado sin abrir sobre la cama de su hijo, y al regresar estuvo a punto de subir a inspeccionarlo. Lo detuvo el escrúpulo de inmiscuirse en las cosas privadas de su hijo; si había algo que Cleve detestara era que invadieran su espacio, así que Rose padre desistió) de abrirlo y más bien entró a la cocina a prepararse un sándwich. Pero enseguida lo acosó la sensación contraria: ¿no estaría traicionando a su hijo al ignorar esa señal? Le dio por pensar, ahí frente a la chimenea, mientras se bajaba su sándwich con un vaso de leche deslactosada, que tal vez no fuera tan absurdo ni tan irrespetuoso abrir ese paquete, que de alguna manera era una última señal de Cleve. Un mensaje póstumo, por ponerle un nombre rimbombante. De un tiempo para acá iban ganando terreno en la cabeza de Rose ese tipo de cábalas, o serían más bien sentimientos de culpa, o ramalazos de ansiedad que tenían que ver con el hecho de que no se resignaba a la muerte del hijo.
—De acuerdo, Cleve —dijo en voz alta—, deja no más que me coma esto y enseguida lo abrimos, a ver de qué se trata.
Quieres que lo haga, ¿cierto? ¿Me autorizas a que abra tu correspondencia privada? Supongo que sí, a estas alturas ya qué te importa.
Se trataba de ciento cuarenta hojas de algo así como papel Hallmark color rosa para cartas de adolescentes. Habían sido escritas a mano, con una letra que a primera vista a Rose le pareció claramente femenina. Estaban escritas por lado y lado y cada vez más apretadamente, como si la amanuense hubiera calculado que iba a faltarle papel para todo lo que tenía que contar.
—Mira, Cleve —dijo Rose—, parece que una chica te manda una larga carta de amor.
Quien aquello escribía no era la misma remitente, una tal Mrs. Socorro Arias de Salmón, de Staten Island, sino una muchacha que deseaba permanecer anónima y que anunciaba que utilizaría el falso nombre de María Paz. Esta María Paz escribía en primera persona para confesarle algo a Cleve, refiriéndose a él como míster Rose, y esa misma noche Ian Rose amanecía leyendo las ciento cuarenta hojas color rosa en la buhardilla, echado en la cama de Cleve, todavía vestido, con una cobija por encima, los dos perros grandes a los pies y el chiquito, Skunko, instalado a su lado.
—Tiene esa manía, ese perro —me dice Ian Rose—. Yo no le permito subirse a mi cama, siempre he sido estricto con eso, pero en cambio Cleve no. Y ya sin Cleve, la cama de Cleve era básicamente la cama de Skunko, así que no le ordené que se bajara, al fin y al cabo ahí el intruso era yo.
Quienquiera que fuera la verdadera autora, había escrito pensando en míster Rose, o sea en Cleve. La chica había puesto todas sus expectativas en míster Rose, lo había convertido en destinatario de la historia de su vida. Rose padre me pregunta si coincido, a lo mejor son apenas especulaciones suyas, no sabe mucho de eso, pero a él nadie le saca de la cabeza la sensación de que la historia de una vida es esa vida, es propiamente esa vida, que a la larga sólo existe en la medida en que hay un alguien que la cuenta y otro alguien que la escucha.
—Lo supo bien Alejandro Magno, que a todas sus empresas y batallas llevó consigo a sus historiadores, porque sabía que lo que no se narra es igual a lo que no ocurre —me dice Rose, explicándome que el hecho de que sea ingeniero no quiere decir que no le guste leer—. Yo diría que el destinatario de un testimonio de vida se convierte en una especie de conciencia ante la cual el otro despliega sus actos para que sean condenados o indultados. Al menos eso me sucede a mí cuando leo una novela, o autobiografía, sea real o ficticia. Ahí sucede una alquimia rara: mientras sostengo el libro ante mis ojos, siento que la vida de esa persona está literalmente en mis manos. Y en este caso esa muchacha, María Paz, había escogido para ese fin a mi hijo Cleve. Mejor dicho a míster Rose, y sucede que también yo, Ian, soy un míster Rose, y mientras leía el manuscrito tenía la impresión de que también a mí se estaba dirigiendo esa mujer, y que al contarme sus tribulaciones se estaba poniendo en mis manos, porque al fin de cuentas de los dos míster Rose era yo, Ian, el único que sobrevivía. Tenía que haber sido al contrario, por una canallada del destino no había sido al contrario, yo muerto en ese accidente, mientras mi hijo seguía con todo lo que le quedaba por delante de vida, con sus clases, con sus presas, con muchos números más del Poeta Suicida y su novia Dorita. Pero no había sido así. Así no había sucedido, y en ese momento yo era el único míster Rose que podía leer lo que esa mujer había escrito, revelándome cosas no sólo sobre ella misma, sino ante todo sobre mi propio hijo.
El manuscrito venía por tramos en bolígrafo de tinta azul, por tramos en bolígrafo de tinta negra, y a veces a lápiz. Las partes más borroneadas las había escrito a oscuras, según ella misma contaba, o sea después de las nueve de la noche, cuando en la prisión se apagaban las luces de las celdas. Alguna vez le había sucedido a Rose, mientras vivía todavía con Edith, que se le ocurrió a medianoche un complemento para un informe que andaba redactando, un asunto técnico para su oficina, y por no despertarla a ella al prender la lámpara había escrito un par de párrafos entre la cama, a oscuras. A la mañana siguiente se encontró con un galimatías como estos de María Paz, puros garabatos y líneas encaballadas unas sobre otras.
La muchacha se expresaba en un inglés salpicado de español, y Rose ensayó a leer un par de párrafos en voz alta para oír cómo sonaba aquello. Le sonó bien; espontáneo y bien. Los dos idiomas se mezclaban juguetonamente, como amantes inexpertos en la cama. Rose no tenía dificultad con el español, que había aprendido durante su estadía en Colombia, no muy bien, con demasiado acento, pero algo era algo, y en cambio Edith casi nada, su fastidio por Colombia había redundado en su negativa de aprender la lengua. Cleve sí lo había asimilado perfectamente, a la manera de los niños, sin proponérselo ni hacer esfuerzo.
Del cuaderno de Cleve Rose
«A mi madre la estadía en Colombia la marcó con pesadillas recurrentes de las que despertaba gritando cosas, inclusive cuando ya no estábamos allí. Cosas como que la guerrilla nos iba a secuestrar, que los ladrones nos robaban los espejos retrovisores del carro, que los volcanes de los Andes escupían ríos de lava, que yo me tragaba unas pepitas rojas y venenosas y que tenían que llevarme intoxicado al hospital. Yo en cambio siento nostalgia desde que abandonamos ese país, aunque no sé exactamente de qué. Algo echo terriblemente de menos, algo indefinido que me hace cosquillas en la boca del estómago, tal vez ese olor intenso y húmedo a color verde que le alborotaba los sentidos al niño reprimido y tímido que era yo; o los chorros de adrenalina que disparó en mí esa pelea a machete entre dos hombres que me tocó presenciar; o será el peligro de las carreteras de montaña, los camiones que aceleraban de manera suicida por curvas cerradas sobre abismos de niebla, y los puestos de fruta agarrados con las uñas de la orilla de la carretera, para que uno pudiera comprarlas desde el automóvil. Aunque ese último recuerdo sea más de mi padre que mío, ese de las frutas exóticas, porque en realidad yo nunca quise probar ninguna, y confieso que en ese entonces, y hasta la fecha, me daba y me sigue dando miedo llevarme a la boca alimentos desconocidos. Y sin embargo recuerdo los nombres de aquellas frutas, nombres con muchas yes y aes, guanábana, chirimoya, papaya, maracuyá, guayaba, al punto de sentir mareo si los pronuncio seguido, una y otra vez como si fueran conjuro, chirimoya, chirimoya, papaya, papaya, maracuyá. Recuerdos. En español recordar, del latín cor, coráis, corazón, o sea volver a pasar por el corazón; de donde recordar la infancia podría ser sacársela del corazón, donde la traeríamos guardada. Y es que estoy convencido de que ciertos recuerdos de infancia se van apropiando de ti, se entronizan en los nichos de tu memoria como santos antiguos en una iglesia a oscuras, y desde allá despiden un brillo raro, mítico, que poco a poco va predominando sobre la demás materia mental, hasta que ellos, esos recuerdos de infancia, se convierten en tu primera y quizá única religión. No sé, siento que en el fondo de mi persona unas cuantas frutas de aquellas echan sus destellos, y en todo caso me arrepiento de no haber tenido agallas para hincarles el diente, porque a lo mejor hubieran sido para mí como la comunión para los cristianos, que se comen a Dios en cada trozo de pan. Los nombres de esas frutas resultaban fascinantes y difíciles de pronunciar para el niño extranjero que era yo, y ya se sabe que todo mito se esconde en lo desconocido, en lo que percibimos como misterioso y nos infunde pánico y fascinación. No es que ahora le rece secretamente a un dios llamado Guanábana ni que le ofrende sacrificios a Chirimoya, no se trata de algo tan estúpido como eso, es sólo que me niego a acabar convertido en un simple occidental que deja pasar de largo frutos prodigiosos para contentarse con naranjas o manzanas. Tal vez por eso añoro mis años en los Andes, donde la vida ocurría a una cantidad increíble de metros de altura y era de por sí azarosa, y será por eso que me vuelve a la boca el sabor del arequipe, una melcocha ahumada y redulce que las sirvientas colombianas me daban a escondidas de mi madre, que me tenía prohibido comer cosas azucaradas. Pero de todos esos recuerdos el mejor, por mucho, es el de María Aleida, una morena muy hermosa que en su pueblo natal había sido coronada Reina Regional del Currulao, y que en nuestra casa bogotana trabajaba como niñera mía. Nunca aprendí a bailar el currulao, pero en cambio me quedaba claro que María Aleida era la mujer más linda del mundo, y no sólo eso, sino que además me decía “mi amor”, cosa que me perturbaba mucho. Mi amor esto, mi amor lo otro. ¿Quería decir que María Aleida estaba enamorada de mí? ¿Sería posible semejante cosa? ¿Que el flacuchento tímido que era yo le gustara a la Reina del Currulao, que me llevaba por lo menos diez años y que era poseedora de la belleza más apabullante que yo pudiera imaginar? El asunto era confuso, difícil de interpretar, porque María Aleida no me decía mi amor sólo a mí, sino a todos nosotros, los de la familia Rose. Y lo que ya era enredado se enredó todavía más el día en que escuché a María Aleida chismoseando sobre mi padre en la cocina. Yo la estaba espiando —yo siempre la andaba espiando—, y ella les estaba diciendo a los demás empleados del servicio que mi padre debía de pertenecer a la CIA, porque todos los gringos que vivían en Colombia eran de la CIA aunque se disfrazaran de diplomáticos o de ingenieros. Yo estaba escondido detrás de un escaparate y me sorprendió la noticia, pero no por eso disminuyó mi admiración por mi padre, al contrario, lo hizo admirable ante mis ojos, o en todo caso más interesante; me gustó saber que era espía y no ingeniero. Eran mentiras, claro, eso de la CIA, chismes que María Aleida sólo se atrevía a decir a espaldas de mi padre, mientras que en su cara le decía mi amor. Bueno, a todo el mundo le decía mi amor. Alvaro Salvídar, el chófer, era para María Aleida un mi amor, o si no, mi rey, o también muñeco. Don Tuchas, el jardinero, era otro su mi amor. Sí, mi amor. No, mi rey. Ya voy, muñeco. A Anselma, la cocinera, le decía mi amor y le decía mi reina. Ni qué decir de mi madre, que era su principal mi reina. No sé, creo que me duele no ser ya el amor, ni el rey, ni el muñeco de nadie. Y qué bella se veía María Aleida cuando se descalzaba para enseñarme a bailar salsa o merengue, burlándose de mi torpeza y mi falta de ritmo, así no, muñeco, mira, así, así, cariño, me indicaba meneando la cadera, y yo, paralizado de amor, era incapaz de seguirle el paso. Pero es que además María Aleida a mí me decía mi negro, que en Colombia es un apelativo cariñoso que se le aplica a cualquiera, independientemente de su color de piel. Eso era lo fantástico, lo más increíble de todo, que para María Aleida yo era mi negro. Tal vez a todos ella les dijera mi amor, pero sólo a mí me decía mi negro, pese a que mi piel es casi transparente de tan blanca, y pese al desasosiego de mi madre cada vez que yo salía sin camisa ni bloqueador solar a jugar al jardín, porque te vas a freír vivo, así me decía, y si lo miras bien esa es una amenaza horrenda, te vas a freír vivo, quizá de ahí me venga el temor a morir quemado. Ven a ponerte una camisa, Cleve, que te vas a freír vivo, así me gritaba mi madre desde la ventana, y yo me entraba a la casa sintiéndome vulnerable, blanquinoso y ridículamente menor de edad. En cambio, la sensación era de triunfo y poderío cuando María Aleida me llamaba mi negro. ¡Yo, el gran Mi Negro, Rey de la Jungla y del Currulao, a quien la bella María Aleida secretamente amaba! Ya después mi madre y yo regresamos a Chicago y no volvió a haber camiones suicidas en abismos de niebla, ni olor penetrante a verde, ni shots de adrenalina por peleas a machete, ni muñeco aprendiendo a bailar salsa, ni tampoco maracuyá, ni guanábana ni arequipe, y sobre todo nunca, nunca más la esplendorosa María Aleida diciéndome mi negro. Entre las internas a las que les doy clase de escritura en Manninpox, hay una muchacha que me llama particularmente la atención. En realidad me fijé más en ella desde que supe que era colombiana. Supongo que enseguida la identifiqué con María Aleida, se me ocurrió que su cara bonita debía de ser parecida a la cara ya olvidada de María Aleida, su risa y su pelo los de María Aleida, y sobre todo el color de su piel. Y no pude evitar imaginarme a esa presa libre, lejos de Manninpox, otra vez en su Colombia natal, bailando salsa y batiendo arequipe con cucharón de palo en una paila de cobre».
El manuscrito firmado por quien se hacía llamar María Paz tenía una letra clara, de imprenta; el tipo de caracteres que utiliza alguien que se propone hacer legible su mensaje, y sin embargo a veces a Rose le costaba descifrar los añadidos comprimidos en los márgenes, y las flechas que indicaban dónde había que intercalarlos. Además faltaban varias hojas, 17 en total; la enumeración, colocada en la esquina superior derecha, se interrumpía cada tanto y pegaba saltos. Estaba claro que la autora no se lo había enviado a Cleve directamente, sino que había tenido que recurrir a uno o varios intermediarios y que el último de ellos era la tal Socorro Arias de Salmón, Staten Island. ¿Por dónde habría rodado el escrito durante el trecho del desfase? ¿Por cuántas manos habría pasado antes de llegar a las de Ian Rose? ¿A qué se había debido la demora? ¿Por qué Mrs. Socorro se decidió a mandarlo finalmente? ¿Qué había sido de las diecisiete hojas faltantes, quizá perdidas o más probablemente confiscadas? Rose no lo sabía. Lo que sí tuvo claro era que el papel color rosa, tipo esquela para adolescentes, contrastaba de manera brutal con el contenido de lo que allí venía escrito. En realidad no se trataba de una carta de amor, aunque por momentos lo pareciera. Era evidente que la autora era una muchacha latina. Colombiana por más señas. Y a Ian Rose le bastó con leer un poco para comprender que estaba presa en Manninpox, desde donde escribía la historia de su vida para enviársela a quien se había desempeñado como su director en un taller de escritura para internas. Ese director de taller de escritura había sido ni más ni menos que Cleve, su hijo Cleve, y daba la casualidad de que Manninpox quedaba a diez minutos de la casa de montaña. Lo cual no era casual, desde luego; que Manninpox estuviera tan cerca fue la razón por la cual Cleve se había ofrecido para trabajar allí y no en cualquier otra prisión del Estado. Nada es casual, nunca, como tampoco lo es que entre todas las presas con las que Cleve debió tratar, se acercara precisamente a una colombiana. Segim parecía, los Andes lo habían marcado más de lo que su padre sospechaba.
Entrarle a aquel paquete había sido como abrir una caja de Pandora: los fantasmas escaparon en tropel y se le encaramaron a Ian Rose en el hombro para quedarse a vivir ahí. Cada una de las líneas escritas por esa muchacha le iba hablando de Cleve, directa o indirectamente, y leer y releer esas páginas había significado para él la posibilidad de vislumbrar instantes que no conocía de la vida de su hijo. De su vida y también de su muerte: aquí y allá Ian Rose creía encontrar indicios, imaginados o reales, de que la autora debía de tener algún vínculo con la muerte de Cleve. Algún vínculo, Rose no sabía cuál. Pero ella tenía que saber, algo tenía que saber, aunque hubiera escrito aquello antes de que Cleve muriera, aunque le escribiera creyendo que estaba vivo, aunque en realidad ya estuviera muerto sin que ella lo supiera, algo tenía que saber, y Ian Rose excavaba en sus páginas como un arqueólogo, buscando alguna huella.
La muchacha mencionaba incluso un hecho tan familiar como que en una ocasión Cleve había atropellado a un oso. Y era cierto, Cleve se había estrellado contra un oso una noche sin luna, justamente cuando regresaba en su motocicleta por entre el bosque de arces. En esa ocasión no le pasó nada, milagrosamente, y aparentemente tampoco al oso. Ya en casa y cuando se hubo serenado un poco, le explicó) a su padre cómo había sucedido aquello. Le dijo que estaba muy oscuro y que tras un golpe fuerte quedó tendido en el camino, atontado, perplejo, sin entender qué fuerza invisible y sobrenatural lo había arrollado y hecho rodar por tierra. Hasta que vio moverse una masa negra a unos cuantos pies de distancia. Era el oso, que se levantaba aparentemente ileso también y se internaba en el bosque. Al día siguiente, en el desayuno, los dos Rose se engarzaban en una vieja discusión. Como había hecho ya tantas veces, el padre le insistía al hijo en que se comprara un carro. Le daría el dinero para que lo hiciera. ¿No lo aceptaba? Bien, entonces que se quedara con el Toyota de su madre. Cada vez que Edith pasaba vacaciones en casa de su ex, al partir abandonaba allí alguna pertenencia, como dejando constancia de propiedad en ese terreno aunque ya no lo ocupara. Entre esos patrimonios relegados por ella, se contaban el perro Otto, el chelo y un Toyota rojo, los mismos que Rose había acogido amorosamente y cuidaba con especial deferencia, como si fueran promesa de que algún día su dueña regresaría para quedarse.
El Toyota estaba en buenas condiciones, y al día siguiente del accidente con el oso, Ian se lo ofreció a Cleve a cambio de la moto. Pero desde luego a Cleve el cambalache no lo convenció para nada. Dijo que prefería toda la vida su motocicleta, eso fue lo que dijo, y en ella encontraría la muerte un tiempo después, ya no en las Catskill sino en las afueras de Chicago, al perder el control, estrellarse violentamente contra la barda metálica y salir volando con moto y todo. Se quebró en varias partes la espina dorsal a la caída, luego rodó más de ciento treinta pies por la pendiente que bordeaba la carretera y su cuerpo, maltratado por los golpes contra las piedras y desgarrado por la vegetación, fue encontrado abajo, entre unos arbustos. Por tratarse de una ruta poco utilizada, no hubo testigos ni cámaras de control de velocidad que grabaran lo que sucedió. Al tratarse de muerte accidental, sólo el highway patrol y los paramédicos se ocuparon del levantamiento del cadáver, que quedó reportado como contingencia de tránsito. Y sin embargo a Ian Rose nadie le sacaba de la cabeza que más que un accidente, la muerte de su hijo había sido el cumplimiento de una fatalidad.
—Para mí que estaba escrita —me dice—. Yo sentía que había sido un hecho previsible, posible de prevenir, ¿me entiende? Algo que yo hubiera podido impedir.
Hasta la llegada del paquete, la única posición de Rose padre ante la vecina prisión de Manninpox había sido ignorarla, y no había sido fácil. Según me dijo, necesitas mucho yoga y mucha caminata por el bosque para seguir adelante con tu propia vida cuando tienes la agonía ajena a la vuelta de la esquina.
—No es propiamente agradable tener una prisión de máxima seguridad para mujeres a unas cuantas cuadras del lugar donde duermes —me dice Ian Rose—. Si la idea de varones encerrados ya de por sí resulta perversa, la de mujeres enjauladas es directamente monstruosa.
Había comprado esa casa sin saber lo que tenía al lado. La agencia de finca raíz no se lo advirtió, seguramente a sabiendas de que perdería al cliente. Y sí, lo hubiera perdido, porque de saberlo, Rose hubiera salido corriendo a comprar propiedad en las antípodas. Pero la casa lo había enamorado a primera vista, todo en ella le había parecido a la medida de sus sueños: la belleza de los alrededores, las chimeneas de piedra, los techos altos, los espacios generosos, los pisos de tablones de roble, el silencio y la vista espléndida, y sus perros se habían adueñado enseguida del bosque que la rodeaba y ya no habían querido salir de allí. Además el precio era excepcional, así que Rose agarró la oferta al vuelo y sin investigar la razón de la ganga, que era, desde luego, la desvalorización de la zona por cuenta de la prisión. Me explica que le pasó lo que suele pasar con las gangas, que el comprador se hace el loco para que el vendedor no caiga en cuenta de la ventaja que le están sacando, mientras que el vendedor hace lo mismo con el comprador.
—Soy un tipo liberal —me aclara—, me horroriza la idea de castigar a la gente encerrándola para que la sociedad pueda funcionar. Me parece aborrecible que dos terceras partes de la población de Estados Unidos temblemos al pensar en el daño que la otra tercera parte puede infligirnos, y que una décima parte de los norteamericanos se pase la vida dentro de una jaula para que las otras nueve sintamos que podemos vivir en paz. Y, sin embargo, si alguien me hubiera dado las llaves de todas las celdas de todas las cárceles del país, y me hubiera dicho «está en tus manos dejar libres a los criminales», yo seguramente le hubiera devuelto las llaves sin hacer uso de ellas.
Lo sentía por las chicas de Manninpox, pero la verdad era que no le habría gustado encontrarse a alguna de ellas escondida en su garaje, o haciendo diabluras de noche en su cocina. Si Ian Rose no pensaba en Manninpox, era porque no sabía qué pensar. El problema lo rebasaba. La prisión se alzaba a unas ocho o diez millas de su casa, subiendo por esa carretera que interfería con su ángulo de visión cuando en las madrugadas se paraba frente a la ventana para mirar el paisaje. El solo nombre lo enfermaba, Manninpox. Nunca había visto las construcciones que la componen, pero podía imaginarlas; como todo ser humano, manejaba a priori una noción fuerte y precisa de lo que era una cárcel. ¿De dónde la sacaba? Tal vez del cine, de la televisión, de alguna lectura o pintura, de alguna que otra foto…, pero tenía la sensación de que el asunto iba más allá, que era más profundo que eso.
—La idea de cárcel está grabada tan nítidamente en nuestras mentes —me dice—, que parece que hubiéramos nacido con ella. Con la tumba pasa lo mismo. También debe ser innata la sensación de estar bajo tierra, con los terrores que eso implica. Y no es filosofía, es apenas sentido común; sabemos lo que es respirar a pleno pulmón, y sabemos lo que es contar con suficiente espacio para movernos. Por lo tanto, deducimos por la negativa lo que sería no poder hacer ninguna de esas dos cosas; podemos imaginar cómo sería ahogarnos por falta de aire, o infartarnos de claustrofobia en una cueva estrecha que nos oprima. Tumba, cárcel: son distintas manifestaciones de lo mismo.
Tal como hasta entonces había existido en la imaginación de Ian Rose, Manninpox era una serie de espacios interiores inmensos y desolados, como inventados por Piranesi, donde los seres humanos adquirían el tamaño y la condición de insectos y los ecos de sus voces quedaban resonando para siempre porque no hallaban por dónde salir. Y si no era eso, eran varios pisos de jaulas, seis o siete pisos de jaulas apretadas unas contra otras, como un zoológico vertical, con la diferencia de que a los animales se les concedía un mínimo necesario de espacio vital. El aspecto exterior sería el de una gran mole de concreto oscuro, cortada en ángulos definidos, impuesta en medio del paisaje y cercada con alambres de cuchilla y redes electrificadas. Un monumento escueto, infranqueable y abyecto en medio de esa verdura idílica de pinos, arces y abedules. Ante la imponencia del gran adefesio gris, poca cosa serían los habitantes naturales de esos bosques, como decir el oso negro, el zorro colorado o el ratón de patas blancas. Ese rincón del universo habría caído bajo la sombra de esa fortaleza de cemento en la que se hacinaban vaya a saber cuántos cientos de mujeres, impregnando el aire de su angustia y abrumando a la naturaleza con su presencia invisible pero siempre ahí.
—Antes me pasaba que cada vez que pensaba en Manninpox se me erizaba la piel —dice—, como si sus mujeres enjauladas estuvieran respirándome en la nuca. Saberlas encerradas a ellas me producía claustrofobia a mí. Por eso no pensaba en Manninpox.
Aunque a veces no pudiera evitarlo, como cuando sus perros ladraban en la noche y él sentía que le ladraban al espectro de la prisión. Y ya luego, de día, evitaba mirar en esa dirección y se olvidaba de su existencia. Lo lograba durante tres cuartas partes del año, pero cuando empezaban a caer las hojas de los árboles, se perfilaba a lo lejos su presencia renegrida como una gran quemadura en medio del bosque blanco. Ian Rose sabía que era apenas una ilusión óptica, pero de todos modos se sentía afectado. En eso no se le parecía su hijo Cleve, que no era de los que huyen o hacen la del avestruz. En los primeros días de convivencia en la casa, Cleve había intentado hablarle al padre acerca de Manninpox.
—Parecía obsesionado —me dice Ian Rose—, tanto que tuve que pedirle que parara. Le dije: «Deja esa cosa en paz, Cleve, ya es suficientemente malo que exista, como para que encima me lo estés recordando».
Pero a Cleve ese lugar parecía hipnotizarlo. Cada vez se acercaba más en su motocicleta, bordeando la zona vigilada, y empezó a frecuentar un cuchitril llamado Mis Errores CaféBar, que queda justo en la línea divisoria entre el mundo libre y el reducto de las internas. Rose padre sabía que Rose hijo había empezado a pasar horas enteras allá, en ese café con nombre en español.
—En español tenía que ser —dice—, semejantes resonancias de culpabilidad y arrepentimiento sólo pueden darse en español, y en católico.
Ya después del accidente de Cleve, y sobre todo a raíz de la llegada del paquete, Rose padre empezó a imaginarse a su hijo en el Mis Errores, frente a una taza de café, seguramente abrumado, o encandilado, por la contigüidad de ese agujero del fin del mundo que es toda prisión. Me cuenta que Cleve había ido creciendo como un niño retraído que se encontraba más a gusto entre los perros que entre la gente, en eso sí que se le parecía, aunque sólo fuera en eso. En el resto no. Rose padre siempre se había sentido un individuo de lo más promedio, mientras que en su hijo notaba una sensibilidad a flor de piel que le permitía detectar cosas que para los demás pasaban desapercibidas, y aun percibirlas antes de que ocurrieran. Como por ejemplo un temblor de tierra. Alguna vez, cuando vivían en Bogotá, Ian le había escuchado decir a Cleve que iba a temblar, y tal cual, unas horas después temblaba aparatosamente, aunque no en Colombia sino en Chile. Eso había dejado perplejo al padre, que no supo si las antenas premonitorias del niño fallaban, o si, por el contrario, eran tan agudas que tras pasaban fronteras. En todo caso, estaba claro que una vibración tan intensa como la que despedía Manninpox no podía ser ignorada por Cleve, que había encontrado en el Mis Errores la puerta para empezar a penetrar en esa otra dimensión de la realidad, la de las mujeres que viven a la sombra. Aquello lo atraía como un imán. Se había propuesto traspasar la barrera de muros y alambradas y lo había intentado una y otra vez, hasta que logró ser aceptado como director del taller de escritura para las internas. ¿Cómo? Rose padre no lo supo. Pero suponía que hacia allá se dirigía su hijo cada vez que enfilaba su motocicleta por la carretera a la izquierda.
—Hueles a sopa fría —le decía a Cleve cuando este entraba a la casa, ya de regreso—, apuesto a que estuviste metiendo las narices en ese lugar.
Del cuaderno de Cleve
«Me aburren los amagos de salvación a través de la escritura. Me sacan de quicio quienes juegan a que la literatura es un culto; la cultura, una religión; los museos, unos templos; las novelas, unas biblias y los escritores, unos profetas. Además, no me aguanto a los izquierdosos que pretenden “hablar por los que no tienen voz”, ni tampoco a los escritores conocidos y derechosos que bajan a las mazmorras durante unas cuantas horas al mes para que América duerma tranquila pensando que al fin y al cabo no la pasan tan mal los presos en este país, que han dejado de ser tan malos para volverse un poco buenos porque alguien ha tenido la caridad de enseñarles a escribir. Hace unos años, el preso que buscaba un milagro rezaba el padrenuestro, recitaba el Talmud o pagaba un buen abogado. Ahora escribe una autobiografía. Y está bien que lo haga, siempre y cuando nadie quiera venderle la idea de que así va a ser feliz, rico y perdonado por la sociedad, que lo acogerá como a oveja negra blanqueada por el sacramento de la escritura. Esa no es la verdad. La única verdad es que estar preso es una jodida desgracia. Y sin embargo, tengo grandes expectativas ahora que me han aceptado como director del taller de escritura para las presas de Manninpox. Tiene que haber una manera honesta de hacerlo, una manera limpia de servir de puente para que ellas puedan hacerlo por sí mismas, contar sus cosas, sacárselas de adentro, perdonarse a sí mismas por lo que sea que hayan cometido o dejado de cometer. Walter Benjamin dice que la narrativa es el lenguaje del perdón. Yo quiero creer en eso. Y me gustaría facilitar las cosas para que ellas hagan el intento».
Al terminar de leer el manuscrito, esa misma mañana, Ian Rose bajó al pueblo, le sacó varios juegos de fotocopias y le puso uno de ellos al correo a Samuel Ming, el editor de las novelas gráficas de Cleve. Ming, que además había sido el mejor amigo del muchacho, sorprendía con su cruce indescifrable de razas porque parecía chino pero llevaba rastas, tenía un par de ojitos pequeñitos y oblicuos a lado y lado de una poderosa nariz árabe, y grandes dientes cuadrados entre labios de una finura casi femenina. Rose padre le mandó la copia del manuscrito con una nota en la que le preguntaba si veía factible publicar aquello, tal vez como testimonio, o como denuncia, o quizá incluso como novela. Un par de días después, cuando Ming le avisó de que ya le había echado una ojeada, Ian Rose condujo su Ford Fiesta hasta Nueva York para conversar con él personalmente.
—No sé qué decirle, míster Rose —le dijo Ming, y de verdad no sabía, qué pena le daba ver cómo desde la muerte de Cleve su padre parecía haberse echado diez años encima, pobre viejo, pensó, para qué acrecentar su dolor poniéndolo al tanto de esa historia oscura, y al mismo tiempo cómo no advertirle que no hurgara demasiado por ahí, no fuera a encontrar-cadáveres entre el closet, así que decidió más bien hacerse el loco y ocultarle al viejo el hecho que ya desde antes estaba al tanto de la historia—. A ver, míster Rose, cómo le explico. Mire, no vale la pena darle mucha vuelta a eso. Váyase de paseo, tome un poco de sol en una playa, regálese quince días en París, hágase esa concesión a usted mismo… Y sobre el manuscrito que me envió, yo le propongo que dejemos eso quieto. Mire, está claro que a esta muchacha le gustaría que se conociera su, digamos, biografía. Y parece ser que a Cleve le hubiera gustado que la ayudáramos a lograrlo. Pero la verdad, no veo cómo, míster Rose. No es un texto acabado. Es una autora desconocida, y ni siquiera contamos con su autorización. Además no es el género que yo manejo…
Ming, a quien he tenido oportunidad de entrevistar también, me asegura que en ese momento hubiera querido advertir al señor Rose sobre los riesgos, digamos letales, que implicaría publicar ese material, pero que prefirió no avasallarlo con más drama y dejó la negativa de ese tamaño.
—Te he puesto en un brete —se disculpó Ian Rose con el editor.
—No se preocupe, míster Rose —le dijo Ming, dándole unas palmaditas en un hombro que sintió muy huesudo, y pensando que debía de ser cierto eso de que hay penas que matan.
Ya de vuelta en su casa en la montaña, Ian Rose volvió a colocar el paquete con el manuscrito sobre la cama de la buhardilla.
—Lo siento mucho, hijo. No va a ser fácil que nos publiquen esto.