5. El criminal que conocí

Por primera vez en su vida, Fusae maldijo el paso del tiempo. Llevaba seis días sin noticias de Yuichi y, de repente, se dio cuenta de que el resto del mundo estaba a punto de celebrar la Nochevieja.

Fusae era la tercera hija de un fabricante de tatamis que vivía en las afueras de Nagasaki. Cuando tenía diez años, su padre murió de tuberculosis justo antes de partir hacia el frente y, el mismo año, su madre dio a luz a un varón que sería su segundo hijo. La primogénita había muerto a los tres días de su nacimiento. Su madre se quedó sola al cuidado de su segunda hija, de quince años, de Fusae, que tenía diez, de un niño de cuatro años y del bebé recién nacido.

Pidió ayuda a unos parientes y empezó a trabajar en un restaurante de la ciudad llamado Seyokan. La hija de quince años trabajaba en una fábrica con otros estudiantes que se habían movilizado durante la guerra, así que Fusae tuvo que quedarse cuidando sola de su hermano de cuatro años y del bebé.

De vez en cuando, su madre robaba huevos del restaurante donde trabajaba. Era su único lujo. Un día, preocupadas al ver que ya había anochecido y su madre aún no había llegado, Fusae y su hermana mayor fueron al restaurante. El dueño la había sorprendido robando huevos y la había atado con una cuerda a una columna de la cocina. Fusae y su hermana le pidieron disculpas llorando. Al verlas así, su madre también rompió a llorar en silencio.

Por entonces ya había empezado el racionamiento. Fusae cogía a su hermano pequeño de la mano, se ataba al bebé a la espalda y hacía cola con la gente mayor. Cuando las raciones eran abundantes, los demás la dejaban pasar al ver que era una criatura, pero cuando la comida escaseaba las amas de casa desesperadas la echaban de la cola a golpes de trasero. Los hombres encargados de repartir las raciones eran unos insolentes que trataban a Fusae y a sus hermanos como si fueran perros callejeros. Los empujaban y, de vez en cuando, incluso les arrojaban las patatas y el mijo. Si no conseguían cogerlas al vuelo, las patatas rodaban por el suelo, y Fusae y su hermano tenían que recogerlas rápidamente. «No permitiré que se burlen de mí. ¡No permitiré que nadie me tome el pelo!», gritaba Fusae para sus adentros, mientras recogía las patatas intentando contener las lágrimas.

Cuando terminó la guerra, su vida apenas mejoró. Su madre decía que podían considerarse afortunados porque, milagrosamente, las bombas atómicas no habían afectado a ningún miembro de la familia. Fusae terminó la educación secundaria y empezó a trabajar en el mercado de pescado. Allí fue donde conoció a Katsuji, con el que se casó más tarde. Al principio, no podían tener hijos y tuvo que soportar la hostilidad de su suegra pero, aun así, su vida fue mejorando día a día y, casi sin darse cuenta, se encontró disfrutando una vez al año de una estancia en los baños termales con sus dos hijas pequeñas.

Después de casarse, Fusae siguió trabajando en el mercado de pescado. A lo largo de su vida, en algunas ocasiones hubiera querido tener más tiempo, pero las horas nunca se le habían hecho tan largas como en los días que pasó esperando noticias de Yuichi. Normalmente, en esas fechas solía estar ocupada preparando la comida tradicional de año nuevo, decorando la casa y haciendo las típicas tortas de arroz, pero aquella vez se pasó los últimos días del mes de diciembre sentada en una silla de la cocina, sola en la casa vacía.

La mujer de Norio, preocupada al ver que Fusae no estaba haciendo los preparativos habituales, le había traído un poco de comida de año nuevo por la mañana.

—Veo que hoy los inspectores no merodean por aquí —le dijo.

—Hace dos o tres días que sólo viene el agente de la comisaría del barrio a echar un vistazo de vez en cuando —le respondió Fusae. Sin embargo, la mujer de Norio tendría la sensación de que alguien las estaba espiando, porque se tomó una taza de té y se fue enseguida.

Su marido Katsuji, que seguía ingresado en el hospital, tenía tres días de permiso para celebrar el año nuevo en casa, pero como se quejaba constantemente de dolores y náuseas, al final los médicos decidieron que sería mejor que se quedara en el hospital.

No fue Fusae, sino Norio, quien le había contado lo de Yuichi. Ella no sabía cómo se lo había dicho, pero a partir de entonces, aunque llegara al hospital angustiada y al borde de las lágrimas, él no le preguntaba nada, sino que se limitaba a quejarse de lo mucho que le dolía todo el cuerpo.

Unos días antes, después de haberlo lavado como de costumbre, Fusae se estaba preparando para irse cuando su marido murmuró de repente:

—¿Por qué ha tenido que hacerle esto a un viejo moribundo como yo?

Fusae salió de la habitación sin decir palabra. En vez de subir al ascensor, se encerró en el baño y rompió a llorar. Su marido Katsuji también había tenido una vida muy dura. Ambos habían tenido que soportar muchas penalidades para alcanzar juntos la tercera edad.

Fusae alargó la mano sin pensar y cogió la cajita de comida que le había traído la mujer de Norio. Cuando abrió la tapa, vio ante sus ojos el color vivo de las gambas. Al coger una, se dio cuenta de que no había comido nada desde la hora del desayuno. Ya eran más de las doce. Cogió una fiambrera de plástico del estante, con la intención de meter algo que Katsuji pudiera comer e ir a visitar a su marido por la tarde.

El teléfono sonó cuando estaba metiendo algas en la fiambrera. Al principio pensó que podía ser Yuichi, pero el teléfono había sonado decenas de veces en los últimos días, y siempre se llevaba una decepción. O bien era Norio, que se preocupaba por su salud, o bien su hija mayor, que quería planificar el futuro de sus hijos.

Fusae descolgó el teléfono con los palillos en la mano y oyó la voz de un hombre joven al que no conocía.

—¿Podría hablar con la señora Fusae Shimizu?

—Sí, soy yo —respondió ella a tan amable pregunta.

—¿Es usted la señora Shimizu?

La voz del hombre se volvió algo insolente. Fusae tuvo un mal presentimiento y apretó los palillos sin querer.

—Le agradezco que firmara el contrato con nosotros. Para entregarle el pedido del mes que viene…

—¿Cómo? ¿De qué está hablando? —lo interrumpió Fusae.

—Le hablo de los productos que usted se comprometió a adquirir el otro día mediante un contrato firmado en nuestras oficinas.

El hombre empleaba unas palabras muy educadas, pero su tono de voz contenía un deje de prepotencia.

—Supongo que se acuerda, ¿no? —le preguntó.

—Ah… sí —repuso ella vagamente. Las rodillas le flaquearon. Revivió la escena del despacho, cuando aquellos hombres la habían amenazado. La mano le temblaba y el auricular le daba golpecitos en la oreja.

—Usted firmó un contrato anual.

—A… ¿anual?

Fusae hacía esfuerzos desesperados por hablar en voz baja, con la intención de evitar que el hombre que había al otro lado de la línea notara el temblor de su voz.

—Sí, señora, es un contrato anual. El otro día recibimos el primer pago y el mes que viene tiene que reembolsarnos el segundo. Como ya abonó la cuota de entrada, el segundo pago asciende exactamente a 250.000 yenes. ¿Cómo piensa realizarlo? ¿Por transferencia bancaria? ¿O prefiere que pasemos por su casa a cobrar? Le advierto que le cobraremos comisión por la transferencia.

Su voz no era intimidatoria, pero Fusae tuvo la sensación de que volvía a estar sentada en la silla de aquel despacho, rodeada de hombres violentos y maleducados. Cuando le habían dicho, en un tono insolente, que dejarían que se fuera en cuanto hubiera firmado y ella cogió el bolígrafo con la mano temblorosa, se sintió como cuando tenía que lanzarse al suelo desesperadamente para recoger la mísera ración de patatas que los funcionarios le habían lanzado.

—No… no podrá ser —respondió Fusae con un hilo de voz.

—¿Qué? ¿De qué va esto, vieja? —le espetó el hombre inmediatamente.

Muerta de miedo, Fusae colgó. Se sintió como si el peso del auricular la hubiera aplastado. Por un instante, la cocina quedó sumida en el silencio. Fusae cayó desplomada sobre una silla. En cuanto se sentó, el estridente timbre del teléfono volvió a sonar. Antes de descolgar ya pudo oír los gritos del hombre diciéndole: «¡Vieja! ¿Quién te crees que eres? ¡No te servirá de nada escapar! ¡Ahora mismo iremos a tu casa!». Fusae se tapó los oídos, pero el teléfono siguió sonando.

Después de haber llamado veintiuna veces consecutivas, el teléfono enmudeció. Mitsuyo apartó la mirada de la mesilla de noche y la dirigió al cuarto de baño, donde estaba Yuichi. Su hora ya había terminado hacía rato. Si alargaban la estancia, les cobrarían un recargo. Mitsuyo lo sabía, pero era incapaz de levantarse de la cama. Yuichi, encerrado en el baño, debía de estar pensando lo mismo.

Estaban en un hotel por horas que costaba 4.200 yenes la noche, y la hora de salida era a las diez de la mañana. El problema era que no tenían otro lugar adonde ir.

Mitsuyo había perdido la cuenta de los días que llevaban saliendo de un hotel y entrando en otro. Cuando decidieron huir juntos, frente a la comisaría de Karatsu, tenían la intención de coger el coche y abandonar Kyushu cuanto antes. Sin embargo, en vez de dirigirse hacia Moji, donde estaba el puente que unía las islas de Kyushu y Honshu, se limitaban a ir y venir entre Saga y Nagasaki sin que ninguno de los dos tuviera que proponerlo. Al anochecer, se alojaban en algún hotel barato hasta las diez de la mañana, cuando el timbre del teléfono les anunciaba que era la hora de dejar la habitación.

Cuando Mitsuyo recordó que era el último día del año, se sintió acorralada. Ignoraba si Yuichi lo sabía, puesto que no habían hablado del tema. «Esto no puede continuar así. No podemos seguir huyendo», murmuraba para sus adentros, repitiéndolo una y otra vez hasta acabar olvidando qué era lo que no podía continuar así ni de qué estaban huyendo. ¿Era la vida que llevaban de hotel en hotel lo que no podía continuar? ¿O acaso era su propia vida una vez que hubiera perdido a Yuichi?

Sabía que tenía que hacer algo. Una voz interior le desgarraba el pecho recordándole que aquella situación era insostenible. Pero no sabía qué más podía hacer aparte de salir de un hotel y entrar en otro. Mientras se dedicaran a buscar hoteles, los días irían pasando.

Mitsuyo se levantó de la cama a regañadientes.

—Yuichi, deberíamos irnos —dijo, mirando la puerta del baño. Por toda respuesta oyó el ruido del agua.

Yuichi salió del baño abrochándose el cinturón, y Mitsuyo le alargó los calcetines. Los había lavado con agua la noche anterior y había dejado que se secaran, pero aún estaban húmedos.

—Has dormido mal, ¿verdad? —le preguntó Mitsuyo, mientras él se ponía los calcetines.

—No —repuso él meneando la cabeza, pero unas oscuras sombras le rodeaban los ojos.

Mitsuyo lo observaba distraídamente.

—Tú sí que debes de haber dormido mal, porque no he parado de moverme en toda la noche —añadió Yuichi con cara de culpabilidad.

—No te preocupes —repuso ella brevemente—. Ya dormiremos un ratito en el coche —añadió para disipar el opresivo estado de ánimo que se había apoderado de ambos.

Ninguno de los dos dormía bien en los hoteles. En cambio, por extraño que pudiera parecer, cuando se detenían en una cuneta o en un aparcamiento mientras viajaban en coche eran capaces de dormir profundamente durante una hora o más.

Mientras Yuichi se vestía, Mitsuyo abrió el libro de visitas que había en la habitación y leyó distraídamente la primera nota que encontró, que parecía escrita con letra de chica: «Hoy es la tercera vez que vengo con Takashi. Celebramos nuestro segundo mes juntos, hemos ido al cine en Hakata y hemos pasado por aquí de vuelta a casa. Me encanta este hotel, es barato y limpio. ¡Os recomiendo las alitas de pollo! Probablemente son congeladas, pero son muy crujientes».

En la siguiente página, había una nota escrita con un bolígrafo rosa brillante que decía: «Hoy me he acostado con Akkun después de un mes. Mantenemos una relación a distancia desde abril, y lo echo mucho de menos…». En el margen de la hoja, la chica había dibujado una caricatura suya con un bocadillo donde había escrito con una enérgica caligrafía: «¡Nunca te engañaré!».

Sin ganas de seguir leyendo, Mitsuyo dejó el libro sobre la mesa.

Cuando ya salían de la habitación, Mitsuyo se volvió y echó un vistazo a la cama. La colcha estaba pulcramente doblada, pero las blancas sábanas arrugadas de debajo denotaban una noche de insomnio. De repente, Mitsuyo se preguntó si sería más grande aquella cama o el coche de Yuichi. En la cama podía tumbarse, pero sin ir a ninguna parte. En cambio, el coche era más estrecho pero te llevaba a cualquier lugar.

Al verla distraída, Yuichi la cogió del brazo.

Cruzaron el pasillo, cubierto con una moqueta naranja, y bajaron las escaleras pintadas de blanco. Después de dejar la llave en la recepción entraron en el aparcamiento, situado en el semisótano, donde encontraron a la mujer de la limpieza sujetando una escoba mientras miraba la matrícula del coche de Yuichi. Mitsuyo se detuvo instintivamente. Al darse cuenta de su presencia, la mujer les dirigió un vistazo, pero enseguida volvió a centrar su atención en la placa del coche.

Mitsuyo tiró de la mano de Yuichi y se acercaron al coche corriendo.

—Disculpen, señores… —les dijo la mujer, como si quisiera preguntarles algo.

Ellos la ignoraron y entraron en el coche. Yuichi fue el primero en subir, y Mitsuyo tuvo que esperar bajo la mirada de la mujer a que él le abriera la puerta. Aun así, consiguió entrar en el coche sin mirarla y Yuichi se puso en marcha de inmediato. La gruesa cortina de plástico que colgaba de la entrada del aparcamiento rozó el parabrisas. Justo después, el sol invernal penetró en el interior del coche. Mitsuyo contuvo el aliento hasta que salieron del recinto del hotel. Sabía que la mujer los seguía con la mirada, escoba en mano, pero estaba tan asustada que no se atrevió a volverse ni a mirar por el retrovisor.

—Nos ha reconocido, ¿verdad? ¿A que sí?

Cuando salieron a la calle, Mitsuyo por fin echó un vistazo al retrovisor, pero sólo vio la furgoneta que circulaba detrás de ellos. Tanto la mujer como la entrada del hotel estaban ya fuera de su alcance.

—¡Seguro que se ha dado cuenta! —gritó Mitsuyo, al ver que Yuichi no le respondía.

—Ha… ha visto el… el número de matrícula —balbució él, y pisó el acelerador a fondo, quizá por miedo. El coche aumentó la velocidad y Mitsuyo vio por el retrovisor cómo dejaban atrás los coches que los seguían.

—¿Qué vamos a hacer? Dime, ¿qué vamos a hacer? Tenemos que hacer algo. ¡Ya no podemos seguir huyendo con el coche! —gritó Mitsuyo sin proponérselo.

—S… sí —titubeó Yuichi, asintiendo varias veces.

Mitsuyo sabía que ese momento iba a llegar. Los días habían ido pasando uno tras otro sin que nada sucediera hasta que, al final, tuvo la sensación de que no eran ellos los que estaban huyendo, sino que era el tiempo el que huía de ellos. Pero la realidad era otra. Mientras iban despreocupadamente de hotel en hotel, la descripción de Yuichi viajaba a través de las autopistas, cruzando las fronteras prefecturales por las carreteras que conectaban todos los rincones del país y difundiéndose por las calles de las ciudades.

—Si seguimos viajando en este coche, nos encontrarán en menos que canta un gallo. Tenemos que abandonarlo —susurró Mitsuyo. Justo después, Yuichi engulló saliva ruidosamente.

Mitsuyo sabía que no podrían huir para siempre. No había ninguna línea de meta al final de la fuga, y lo único que conseguirían sería que los detuvieran. Era consciente de ello. Por mucho que intentara engañarse, no podía ignorarlo. Pero aún no quería separarse de Yuichi. Se resistía a despedirse de él.

—¡Tenemos que dejar el coche y seguir huyendo! Tú y yo solos podemos escondernos en cualquier lugar.

Lo que quería Mitsuyo era huir.

Hace casi veinte años que conozco a Yuichi, desde que éramos niños de primaria, pero sigo sin saber lo que le pasa por la cabeza. Los demás dicen que es un chico arisco, pero yo creo que exageran. En realidad, Yuichi tiene la mente en blanco. Es como un balón que lleva varios días en el patio del colegio. Los niños juegan con él todo el día hasta el atardecer, cuando alguien le da un puntapié y lo envía rodando hasta las barras paralelas. Al día siguiente, alguien vuelve a chutarlo y se queda bajo el cerezo. Dicho así, parece que Yuichi sea un pobre diablo, pero él se siente cómodo con su forma de ser. Sin embargo, cuando le propongo que vayamos a dar una vuelta en coche, parece encantado al poner las manos en el volante. Si no le gustara, no saldría de su casa, ¿verdad? Yo nunca lo he obligado a que me acompañara.

Poco después del crimen, estuve en casa de Yuichi. Por la tarde le mandé un e-mail desde el pachinko y le dije que se pasara al salir del trabajo. Estuvimos jugando juntos un rato, luego fuimos a su casa y su abuela me invitó a cenar. Entonces no me pareció notar nada diferente en su actitud, y ahora, por mucho que intente hacer memoria, sigo pensando que era el mismo de siempre. Puede que sólo estuviera guardando las apariencias, pero teniendo en cuenta que acababa de cometer un asesinato, yo lo vi igual que siempre.

Después de cenar, subí un momento a su habitación. Yuichi se tumbó en la cama y se puso a leer una revista de coches, como siempre.

—¿Qué harías si no pudieras volver a conducir nunca más? —le pregunté entonces.

La pregunta no tenía ningún significado profundo, se me ocurrió al verlo leyendo apasionadamente la revista. Y él me respondió:

—Si no tuviera coche… no habría podido ir a ningún lugar.

—La gente también puede desplazarse en tren o andando —repuse riendo, pero él no me respondió. Es curioso que siga acordándome de sus palabras y de su expresión mientras me decía: «Si no tuviera coche, no habría podido ir a ningún lugar».

Todo el mundo sabe que Yuichi es un aficionado a los coches. A mí no me interesan en absoluto, pero conozco a gente que entiende del tema y todos me han dicho que el coche de Yuichi está muy bien remodelado. Por cierto, su coche salió una vez en una revista especializada llamada Car o algo parecido. «¡Es una revista nacional!», me dijo Yuichi, extrañamente entusiasmado, y se compró cinco ejemplares para guardarlos de recuerdo. El reportaje, en blanco y negro, estaba al final de la revista y ocupaba la página entera. Al lado de su querido coche aparecía la foto de un nervioso Yuichi.

Ahora que lo pienso, fue la misma época en la que Yuichi se enamoró locamente de esa chica del centro de masajes. Me dijo que una de las revistas era para ella. De hecho, ésa también es una historia digna de compasión. Llegué a creer que Yuichi estaba al borde del suicidio. No es que intente justificar que fuera al centro de masajes cada día y escogiera siempre a la misma chica, pero se pasaban el rato hablando del futuro, y cuando Yuichi, que había perdido la cabeza por ella, alquiló un piso en el centro de la ciudad, la chica desapareció sin dejar rastro.

Al principio, él no me contó nada, hasta que un día, sin previo aviso, me dijo: «Hifumi, voy a mudarme pronto, ¿me echarás una mano?». Yuichi nunca ha sido de los que van ventilando sus intimidades como yo, pero aun así fue un poco precipitado, ¿verdad? Cuando le pregunté por qué, me dijo que había decidido ir a vivir con una chica. Me llevé una buena sorpresa. Además, me contó que ella trabajaba en el sector del ocio. Tuve un mal presentimiento, pero no quise meterme en sus asuntos. Una semana más tarde, lo ayudé con la mudanza y, justo después, la chica dejó el trabajo y se esfumó sin darle ninguna explicación.

Al mes siguiente, ayudé a Yuichi a mudarse de nuevo a casa de sus abuelos. Me explicó la historia sin que yo tuviera que preguntarle nada, y me dejó perplejo. Al parecer, no tenía ningún compromiso con la chica del centro de masajes. Se limitaba a escucharla en la cabina mientras ella le hablaba de sus sueños y fantaseaba sobre cómo le gustaría vivir.

La verdad es que Yuichi siempre ha sido así. En sus historias sólo existen la introducción y el desenlace; el desarrollo se lo inventa él, y nunca se lo cuenta a los demás. Él tiene su propio razonamiento lógico, pero no lo comparte con nadie. Por lo visto, ella le comentó que le gustaría dejar el trabajo y vivir en un piso pequeño con alguien como él, y lo primero que hizo Yuichi fue alquilar un apartamento.

Los tres primeros días del año pasaron sin la comida tradicional de año nuevo ni la obligada visita al templo. Su esposa Satoko ni siquiera cocinaba desde que sabía que el universitario de Hakata era inocente, de modo que Yoshio Ishibashi fue a la tienda de comida para llevar que había delante de la estación y compró dos menús variados. Una vez en casa, hirvió un poco de agua y preparó el té.

—No sabía que esa tienda estuviera abierta incluso los primeros días del año —murmuró ella mientras separaba los palillos de usar y tirar con los dedos, que apenas tenían fuerza.

—Pues había bastante gente.

Satoko hizo ademán de responder, pero pareció pensárselo dos veces y se limitó a pinchar una zanahoria hervida con la punta del palillo. Aún no sabía que su marido había visto a su hija en el puerto de Mitsuse, bajo un diluvio. Yoshio tenía la sensación de que ella le creería pero que, en cuanto terminara de contarle la historia, le pediría que la llevara inmediatamente al puerto. Yoshio temía que, una vez allí, su hija no volviera a aparecérsele, por eso no se decidía a explicárselo.

Desde que había visto a su hija, Yoshio había vuelto al puerto de Mitsuse tres días seguidos, pero ella sólo apareció la primera vez. Los otros días, por mucho que esperó, no consiguió verla ni oír su voz. El tercer día se encontró inesperadamente con Mako Adachi, la compañera de residencia de Yoshino. La chica le dijo que ya había visitado el escenario del crimen en otras ocasiones para llevarle flores a su amiga. Había cogido el autobús de línea que subía hasta el puerto y había bajado andando hasta la antigua carretera.

Yoshio la acompañó en coche hasta la estación de Kurume. Durante el camino de vuelta apenas hablaron, pero Mako le dijo que tenía la intención de dejar el trabajo a finales de año y volver a Kumamoto, donde vivía su familia. Yoshio le preguntó qué pensaba hacer cuando volviera. «Todavía no lo he decidido, pero la ciudad no está hecha para mí», repuso ella. También le contó que había visto casualmente a Keigo Masuo en Tenjin después de que lo dejaran en libertad. No le dirigió la palabra, naturalmente, pero sólo con verlo sintió un odio desmesurado. Decía que quizá fue entonces cuando se planteó volver a casa. Cuando Yoshio le pidió la dirección de Masuo, Mako repuso que no sabía dónde vivía. Luego pareció dudar unos instantes y, al final, le dijo el nombre de un famoso edificio que estaba justo al lado del apartamento del universitario.

Cuando recibieron la llamada de la policía, Yoshio y su mujer ya habían terminado de comer. Al principio, él pensó que habían detenido al asesino, pero el inspector, el mismo que había pasado por su casa unos días antes, lo informó de que habían encontrado el coche del sospechoso en los alrededores de Arita, en la prefectura de Saga, y que creían que ya habría salido de la isla de Kyushu.

Yoshio colgó el teléfono y le explicó las novedades a su mujer. Extrañamente, Satoko no se dejó llevar por la emoción. Sin responder siquiera, tapó la fiambrera, donde todavía quedaba la mitad de la comida. Cuando Yoshio ya había dado la conversación por terminada, su esposa susurró de repente:

—Así que la policía también trabaja en año nuevo.

Su tono de voz le recordó a la Satoko que era antes de perder a su hija. No sonreía, pero lo intentaba con todas sus fuerzas.

—La policía ni siquiera descansa en año nuevo —murmuró con la boca crispada, como si la tuviera paralizada.

—Sí, nunca dejan de trabajar, así que pronto encontrarán a ese tipo —repuso Yoshio.

—Aunque lo encuentren, Yoshino no va a volver —dijo ella, y su expresión se ensombreció de nuevo.

—Pasado mañana volveré a abrir la barbería —le anunció Yoshio, con la intención de cambiar de tema.

—A ver si es verdad —dijo ella, sonriendo.

Era la primera vez que sonreía desde el asesinato. Más que una sonrisa parecía una mueca, pero Yoshio se sintió agradecido de que, por lo menos, lo hubiera intentado.

—Verás, Satoko… —empezó Yoshio, pensando que era un buen momento para contarle lo que le había pasado en el puerto de Mitsuse. Quería decirle a su esposa que Yoshino se le había aparecido y le había pedido perdón, pero las palabras no le salían.

Satoko envolvió en una bolsa de plástico la comida que había sobrado e hizo varios nudos en las asas. Hizo tantos que, al final, ya no quedaron asas que atar. Yoshio le quitó la bolsa de las manos, la llevó a la cocina y la tiró a la basura. Satoko la siguió con la mirada mientras caía en el cubo.

—Cariño —dijo a continuación—. Es que… no lo entiendo. ¿Por qué ese universitario dejó a Yoshino en medio de la carretera? —preguntó repentinamente—. Eso es lo que quiero saber. Cuando hablamos por teléfono y me dijo que iría a un parque de atracciones de Osaka llamado Universal no sé qué, mencionó el nombre de ese chico —prosiguió Satoko, con la vista fija en el cubo de la basura.

—¿Te dijo que irían juntos? —le preguntó su marido.

—Aún no lo sabía, pero parecía contenta. Me dijo que ojalá pudiera ir con él.

Yoshio no supo qué responder. Un hombre había matado a su hija, y otro había herido sus sentimientos. Debería odiar al asesino, pero sólo era capaz de imaginarse al otro hombre echándola del coche a patadas.

A la mañana siguiente, Yoshio cogió el coche para ir a Hakata.

Conteniendo el aliento, Mitsuyo oía las risas y los pasos del grupo de chicos jóvenes que estaba fuera. Yuichi, agachado a su lado, le rodeaba los hombros con el brazo. El grupo acababa de llegar en coche. En cuanto oyó a lo lejos el ruido de un motor que subía por la estrecha pista forestal, Yuichi tiró de la mano de Mitsuyo y se escondieron en la cabaña que había junto al faro.

Al llegar al final del camino, el coche se detuvo en un aparcamiento algo alejado y oyeron los pasos de tres o cuatro personas acercándose mientras hacían comentarios como: «Este lugar me pone los pelos de punta», o: «La última vez que estuve aquí, no se podía subir en coche».

La puerta de la cabaña donde se escondían Mitsuyo y Yuichi era de cristal translúcido. La luz de la luna ponía de relieve los alambres de hierro incrustados en el cristal.

De repente, las voces y los pasos de los jóvenes se acercaron a la puerta, y oyeron cómo forcejeaban para abrirla.

—¿Está abierta?

—No, cerrada con llave.

—¿Rompemos el cristal con una piedra?

Unas cuantas siluetas aparecieron al otro lado de la puerta. Mitsuyo se acurrucó instintivamente entre los brazos de Yuichi, y las manos heladas de ambos se encontraron.

—No vale la pena. Dentro no habrá nada —dijo alguien, y justo después oyeron el ruido sordo de una piedra cayendo al suelo. Uno de los jóvenes debía de haberla cogido para arrojarla contra el cristal.

Al lado de Yuichi había una botella de agua de litro y medio. Yuichi no se había dado cuenta de que estaba a punto de caer.

—Esto está muy oscuro, ¡tened cuidado! —gritó uno de ellos, que debía de haber seguido el camino que conducía al faro. Las siluetas que se recortaban en el cristal de la puerta se alejaron dando puntapiés a las piedrecitas del suelo.

En ese instante, Mitsuyo cogió la botella de agua. Yuichi se confundió y creyó que quería abrazarlo, así que la estrechó mientras ella sujetaba la botella. Todo parecía indicar que los jóvenes se dirigían hacia el acantilado.

—Deberíamos haber venido aquí a ver el primer amanecer del año.

—¿No está orientado al oeste?

—Me pregunto cuándo abandonaron este faro.

—Venir aquí con cuatro tíos no tiene ninguna gracia.

Sin atreverse a respirar, Mitsuyo y Yuichi escuchaban las conversaciones de los chicos. Hacía tanto frío, que el grupo no tardó ni un minuto en volver a la cabaña. «Por favor, que se vayan de una vez», suplicaba Mitsuyo para sus adentros.

Las dos primeras siluetas pasaron frente a la puerta de cristal. Luego pasó la tercera, pero la última golpeó inesperadamente la puerta con el puño. Mitsuyo estuvo a punto de soltar un grito, pero consiguió sofocarlo hundiendo el rostro en el hombro de Yuichi.

Los jóvenes se fueron mientras discutían lo que harían a continuación. Oyeron el ruido del motor en el aparcamiento. Yuichi le dio un par de palmaditas en la espalda para tranquilizarla, y ella asintió con un pequeño gruñido. El ruido del motor se alejó. Yuichi se levantó y abrió la puerta cautelosamente. Detrás de él, Mitsuyo escudriñó el exterior y vio las luces del coche iluminando los árboles mientras bajaba por la pista forestal.

El cielo nocturno estaba perlado de estrellas que parpadeaban. Muy cerca de allí, las olas rugían al pie del acantilado. El fuerte viento azotaba las tablas clavadas a las ventanas de la cabaña. Mitsuyo hizo una profunda inspiración. Levantó la mirada y vio el faro bañado por la luz de la luna.

Unos días antes, habían abandonado el coche en Arita.

—Vayamos a un faro —le propuso Mitsuyo a Yuichi, que no estaba del todo convencido. Sabía que no podrían seguir huyendo durante el resto de su vida, pero no podía resistirse a la idea de pasar una hora más, un día más con él.

—Conozco un faro abandonado —murmuró él, y fue entonces cuando decidió desprenderse del coche.

Sin decir nada, Yuichi sacó el saco de dormir rojo que llevaba enrollado en el maletero. Al parecer, lo utilizaba durante los largos paseos en coche que solía dar. Desde Arita, cogieron el tren y el autobús hasta llegar al faro. Mitsuyo caminaba de la mano de Yuichi, dejándose llevar, sin comprobar dónde tenían que coger el tren ni en qué parada tenían que bajar. El autobús los llevó por una carretera de costa hasta el pequeño puerto de pescadores donde se encontraba el faro. Delante de la parada había un minimercado y una gasolinera. Aparte de eso, sólo había una decena de casas con redes secándose en los jardines.

Cuando ya llevaban un rato andando desde la parada del autobús, encontraron un templo donde empezaba abruptamente una pista forestal. Al principio del camino había unos carteles que anunciaban: «Prohibido el paso» y «Pista cerrada». Las malas hierbas que crecían a discreción en los márgenes del camino asfaltado hacían que pareciera aún más estrecho. Mitsuyo y Yuichi caminaron durante una media hora cogidos de la mano. Parecía que estuvieran cruzando una selva.

—Ya falta poco —le dijo él varias veces durante el camino, mientras la ayudaba a subir empujándola por la espalda.

Al final de la empinada pista, el cielo se abrió y el faro blanco apareció ante sus ojos.

—Ya hemos llegado.

Era la primera vez que Yuichi sonreía desde que habían abandonado el coche.

Al otro lado de la pista había un pequeño aparcamiento. No había ningún coche, naturalmente, y la vegetación asomaba entre las grietas del asfalto. Al final del aparcamiento estaba el faro, rodeado de una valla. Yuichi y Mitsuyo pasaron por debajo de la valla rota y se acercaron al sucio faro, que parecía inclinarse peligrosamente encima de ellos. Bajo el faro había una pequeña cabaña de paredes blancas igual de sucias. Yuichi giró el pomo y la puerta se abrió.

Por dentro, la cabaña era un espacio vacío y lleno de polvo. La luz que entraba a través de la puerta iluminaba las motas de polvo suspendidas en el aire. En un rincón había una tabla de madera contrachapada apoyada en la pared, y una silla plegable con una raja en el asiento por la que asomaba la espuma. El suelo estaba lleno de latas de zumo vacías y de viejos envoltorios de plástico que habían contenido bollos rellenos.

Yuichi puso la tabla de madera en el suelo y arrojó el saco de dormir encima de ella. A continuación, cogió la mano de Mitsuyo y la llevó a la base del faro. Un milano negro volaba en círculos por el cielo invernal, que parecía que se pudiera alcanzar alargando la mano. Desde el faro se veía el mar, que se extendía al pie del acantilado. Una cadena servía como barandilla y cortaba el camino. Las olas rugían justo debajo. Al contemplar el paisaje que se abría ante sus ojos, Mitsuyo no tuvo la sensación de estar en un lugar sin salida, sino más bien en un punto de partida hacia cualquier dirección.

—¿No tienes hambre? —le preguntó Yuichi, y ella asintió con la vista fija en el lejano horizonte. El sol brillaba, pero el viento que subía desde el mar era tan frío que tuvieron que volver a la polvorienta cabaña para resguardarse de él.

Extendieron el saco de dormir sobre la tabla de madera y comieron los menús que habían comprado en el minimercado, frente a la parada del autobús.

—¿Seguro que no vendrá nadie? —preguntó Mitsuyo, y Yuichi asintió con la boca llena—. ¿Crees que podremos quedarnos aquí un tiempo?

Al oír eso, Yuichi dejó de masticar.

—Podríamos comprar velas y comida en el minimercado de abajo —dijo, y su voz se fue apagando a medida que hablaba.

Desde que habían huido de la comisaría de Karatsu, no habían hablado de lo esencial. Sabían que no podían huir para siempre. Probablemente, ambos compartían el deseo de estar juntos hasta que los encontraran, pero eran incapaces de expresarlo en voz alta.

Desde que había empezado el nuevo año, no había vuelto a recibir más llamadas amenazantes de la farmacéutica. Sabía que no debía quedarse muerta de miedo en un rincón de la cocina, pero al pensar que aquellos hombres podían llamarla o presentarse en su casa en cualquier momento, no podía evitar que las rodillas le flaquearan, aunque estuviera sentada.

Justo en ese momento, sonó el timbre. «Ya están aquí», pensó Fusae, pero enseguida oyó la voz del agente de la comisaría local preguntándole si estaba en casa. Fusae suspiró de alivio y se dirigió rápidamente al recibidor.

—¿Ha oído alguna vez el nombre de una tal Mitsuyo Magome? —le preguntó el agente en cuanto ella le abrió, incluso antes de saludarla—. Es una amiga de Yuichi que trabaja en una tienda de ropa de Saga.

El frío viento se colaba a través de la puerta abierta. Fusae negó débilmente con la cabeza mientras el agente se frotaba las manos.

—Me lo imaginaba. Por lo visto, Yuichi se ha fugado con ella.

—¿Se ha llevado a una chica?

—No quiero decir que se la haya llevado a la fuerza, se supone que ella decidió acompañarlo por voluntad propia.

Fusae se sentó en el escalón del recibidor. El agente, consciente de que sería inútil hacerle más preguntas, le dio unas palmaditas en el brazo antes de irse y le dijo:

—Han encontrado el coche de Yuichi en Arita.

Fusae sólo fue capaz de seguirlo con la mirada mientras se alejaba.

Yuichi había abandonado el coche. Se había desprendido de él. Lo visualizó alejándose de su coche con pasos vacilantes. «¿Adónde vas?», le gritaba Fusae desesperadamente, pero él se adentró en un oscuro bosque que nunca había visto y desapareció.

En ese preciso instante, el teléfono empezó a sonar en la cocina. Fusae volvió a la realidad y estuvo a punto de avisar al agente para que volviera. Sin embargo, no le pareció apropiado comentarle el asunto de las llamadas, puesto que el hombre había ido a verla para hablarle del asesinato cometido por su nieto.

Estaba segura de que aquellos hombres se presentarían en su casa si no cogía el teléfono. En cambio, si hablaba con ellos, quizá le propondrían una solución. No tuvo más remedio que confiar en que así fuera. Fusae entró en la cocina y descolgó el auricular con la mano temblorosa.

—Hola. ¿Mamá? Soy yo, Yoriko. ¿Qué está pasando? Me han dicho que Yuichi ha cometido un asesinato. Es mentira, ¿no? ¡Dime algo! ¿Me oyes?

Era la voz de su hija pequeña, la madre de Yuichi.

—¿Me oyes? ¡Mamá! ¡Respóndeme!

—Cariño… —fue lo único que acertó a responderle a su hija, que hablaba a borbotones, notablemente alterada.

—¡La policía ha venido a verme al trabajo! Me han dicho que Yuichi había cometido un asesinato y han insinuado que yo lo estaba ocultando, ¡incluso han registrado mi dormitorio en la residencia!

—¿Estás bien, cielo?

Mientras escuchaba el parloteo de su hija, Fusae se la imaginó tal y como era de pequeña. Siempre había tenido un carácter valiente y decidido, y era muy joven cuando empezó a salir de noche. Durante el fin de semana, el pequeño pueblo se llenaba de grupos de jóvenes que llegaban con sus coches y motos armando un escándalo considerable. Katsuji intentaba detenerla incluso tirándole del pelo, pero Yoriko acababa saliendo de casa aunque tuviera que librarse de él a puntapiés. Más de una vez tuvieron que ir a recogerla en la comisaría de policía de la ciudad.

Nada más terminar el instituto, empezó a trabajar en un local de ocio nocturno. El trabajo en sí no era malo. En realidad, Yoriko maduró cuando se puso a trabajar y, de vez en cuando, iba a visitar a sus padres y parecía de muy buen humor mientras le servía una copita de alcohol a Katsuji, diciéndole: «Deberías venir algún día a tomar algo en el sitio donde trabajo, papá», y le dejaba una tarjeta del local en cuestión.

Entonces se casó con aquel pelagatos sin consultárselo previamente a sus padres, hasta que él la abandonó y ella huyó y dejó a Yuichi con sus abuelos. Desde entonces, sólo recibían una postal de año nuevo cuando se acordaba y alguna llamada ocasional, en la que le decía a Fusae: «Siento mucho lo que te hice, mamá», o: «Deberíamos ir un día a un balneario todos juntos». Sin embargo, no habían vuelto a verla ni una sola vez.

—No es verdad que Yuichi sea un asesino, ¿no? —insistió Yoriko, nerviosa. Fusae no supo qué responderle, y su hija aprovechó aquel breve silencio para exhalar un profundo suspiro.

—Ha estado contigo todo este tiempo… ¿Cómo lo habrás educado para convertirlo en un criminal? —dijo, fuera de sí—. De todos modos, ya le he dicho a la policía que no creo que venga por aquí. Sólo viene a pedirme dinero. Aunque sabe que soy pobre, me saca 1.000 o 2.000 yenes y se larga —prosiguió Yoriko, que seguía muy alterada.

—¿Os habéis visto? —le preguntó Fusae sin pensar.

—Bueno, eso es lo que le he dicho a la policía —dijo, puesto que no tenía ganas de darle explicaciones engorrosas a su madre. Acto seguido, colgó el teléfono.

Fusae estaba perpleja. Le sorprendía el hecho de que Yuichi y Yoriko hubieran estado quedando a sus espaldas, pero aún le resultaba más inverosímil que Yuichi le pidiera dinero a su madre. Le parecía más creíble que hubiera matado a alguien, cualesquiera que fueran sus motivos.

Cuando el sol matinal irrumpió a través del cristal de la ventana, la temperatura del interior de la cabaña subió un poco. Dentro del saco de dormir, Mitsuyo puso los labios en la nuca de Yuichi. Notaba el duro tablón bajo la espalda y las caderas, y se había despertado varias veces durante la noche. Cada vez que abría los ojos veía las blancas nubes de vaho de su aliento, y las orejas y la nariz le dolían de frío. El único calor que notaba dentro del estrecho saco era el que desprendía el cuerpo de Yuichi.

Al lado del tablón de madera había varias bolsas blancas de plástico que contenían los restos de la comida y la bebida que habían consumido durante los últimos días. Mientras estaba tumbada, Mitsuyo tenía la sensación de que el tablón era una alfombra mágica que volaba por el cielo.

Yuichi abrió los ojos al notar que ella se movía.

—Buenos días —susurró Mitsuyo en su nuca, y se arrimó a él mientras le decía—: Bajaré a comprar.

El aire caliente del interior del saco se escapaba entre sus hombros.

—¿Seguro que no te importa ir sola? —le preguntó él, bostezando.

—Seguro. De hecho, es mejor que vaya sola.

—Pues deja que te acompañe hasta el principio del camino. Te esperaré escondido entre los arbustos.

—No hace falta, en serio.

Dentro del estrecho saco, Mitsuyo le dio una palmadita en el pecho.

El día anterior, habían ido juntos al minimercado.

—No son de aquí, ¿verdad? —les preguntó la cajera, que ya los había visto varias veces. Mitsuyo vaciló un instante antes de responderle.

—N… no. Estamos en casa de unos parientes para celebrar el año nuevo —mintió al fin.

—¿De dónde son?

—De Saga —dijo Mitsuyo, sin pensárselo dos veces.

—¿De qué ciudad? —insistió la mujer.

—De… Yobuko.

La cajera parecía tener ganas de seguir charlando, pero Mitsuyo guardó el cambio, cogió a Yuichi de la mano y salió de la tienda como si la estuvieran persiguiendo.

Al tratarse de una ciudad pequeña donde todo el mundo se conocía, si volvía a encontrarse con la misma cajera probablemente les preguntaría dónde vivían sus parientes, y ya no podrían volver a comprar allí. Para encontrar otro supermercado no tendrían más remedio que seguir la carretera hasta la siguiente ciudad.

Yuichi salió del saco, se puso las zapatillas y entró en el baño. Aunque el faro llevaba varios años abandonado, afortunadamente no habían cortado el suministro de agua. Si bien no se podía decir que el baño estuviera limpio, Mitsuyo había estado a punto de dedicarle una oración de agradecimiento a aquel aliado invisible que no había cortado el agua.

—Qué limpio está ahora —murmuró Yuichi, nuevamente admirado.

—Estuve dos horas limpiándolo —repuso Mitsuyo, que aún estaba dentro del saco de dormir.

—Mientras estés de compras, intentaré arreglar ese cristal roto —dijo Yuichi, señalando la ventana que daba al mar.

El cristal roto ya estaba tapado con cinta adhesiva que habían comprado en el minimercado, pero cuando el viento soplaba con fuerza se colaba a través del agujero.

Yuichi salió del baño, cogió la botella de agua y se dispuso a salir al exterior.

—¿Necesitamos algo más aparte de comida? —le preguntó Mitsuyo.

—Puedes comprar una baraja de cartas.

—¿Cartas? —repitió ella, pero justo después se dio cuenta de que era broma. Yuichi, con los ojos entrecerrados bajo el sol de la mañana, soltó una estridente carcajada.

Mitsuyo salió del saco, que aún conservaba su calor corporal, y lo dobló cuidadosamente sobre el tablón de madera. Luego salió al exterior y caminó en dirección al ruido que hacía Yuichi al enjuagarse la boca con el agua de la botella. El mar bañado por el sol centelleaba delante de sus ojos, y las gaviotas volaban bajo por el cielo.

—Qué bonito —susurró, fascinada.

Yuichi escupió el agua que tenía en la boca.

—Acabo de acordarme de que esta noche he tenido un sueño —dijo tímidamente.

—¿Un sueño? ¿Qué clase de sueño?

Ella le cogió la botella de la mano.

—He soñado que tú y yo vivíamos juntos. Anoche, antes de acostarnos, estuvimos hablando de la casa donde nos gustaría vivir, ¿te acuerdas? Pues he soñado que vivíamos allí.

—¿Y cómo era? ¿Una casa o un piso?

—Un piso. Pero tú me echabas de la cama a patadas —dijo Yuichi, y esbozó una breve sonrisa.

Mitsuyo bebió un sorbo de agua de la botella.

—Eso será porque te he dado alguna patada dentro del saco —repuso.

Yuichi se desperezó mirando al mar. Con el cuerpo estirado, daba la impresión de querer alcanzar el cielo con las puntas de los dedos.

—Luego arrancaremos algunos hierbajos y los colocaremos bajo la tabla.

—No sé si conseguiremos tener una cama más blanda.

Mitsuyo dio otro sorbo. A pesar de que no había estado en la nevera, el agua estaba helada.

Todos me echan la culpa. Creen que Yuichi cometió aquel crimen porque yo lo abandoné, pero en realidad fue mi madre quien lo crió. No es que quiera culparla a ella, naturalmente. Pero en los medios de comunicación dicen que yo tengo la culpa. Una presentadora que no parece tener ningún interés en la vida de los demás explica el desarrollo del caso, un comentarista con aires de superioridad interrumpe la explicación y, al final, aunque lo analicen desde distintos puntos de vista, siempre acaban llegando a la conclusión de que la culpa es de la madre, por haber abandonado a su hijo.

Después de haber dejado a Yuichi en el embarcadero del ferry, en Shimabara, pensé en suicidarme más de una vez, pero al final no fui capaz. Cuando volví a casa de mis padres, me dijeron que ellos cuidarían de Yuichi, así que me quitaron incluso mi autoridad como madre. Fue como si me dijeran: «Ya puedes largarte de aquí». Sin embargo, yo nunca he dejado de ser madre. Por muy lejos que estuviera, siempre me he preocupado por Yuichi. He estado con varios hombres, pero nunca les he ocultado la existencia de mi hijo.

Casi nunca llamaba a mis padres porque mi madre me decía: «Si no piensas ocuparte de él, no hace falta que llames». Además, alegaba que Yuichi ya se había acostumbrado a ellos, y que sería un trastorno demasiado grande para él que yo volviera a entrar en su vida. Pero nunca me olvidé de mi hijo. Esperé a que empezara el instituto y me puse en contacto con él a escondidas. Pensé que, a su edad, ya podría entender los problemas entre hombres y mujeres.

La primera vez que nos vimos hubo mucha tensión, naturalmente. Pero éramos madre e hijo, y teníamos algo en común. Aún recuerdo con claridad el sabor de los udon que estuvimos comiendo aquella vez. Me quedé sorprendida de la cantidad de pimienta que Yuichi le echó a sus fideos, y cuando le pregunté por qué, me respondió: «Es que la comida de la abuela está muy sosa, y me he acostumbrado a echarme kilos de pimienta, mostaza y mayonesa». Entonces me quedé más tranquila, porque supe que mis padres lo estaban cuidando bien.

A partir de entonces, empezamos a vernos un par de veces al año. Cuando Yuichi todavía estudiaba, quedábamos en verano y en invierno, durante sus vacaciones, y comíamos juntos. Era un chico muy reservado, y cuando estábamos juntos apenas hablábamos. Aun así, aceptaba quedar conmigo siempre que yo se lo proponía.

Un día, cuando Yuichi ya llevaba unos años trabajando, su carácter cambió de repente. Aquel día, yo estaba muy desanimada. Comimos en Shimabara y luego él me llevó a casa. De repente, en el coche, rompí a llorar. Se me juntaron muchas cosas: no estaba bien con el hombre con el que vivía entonces, en el trabajo me habían destinado a un departamento que no me gustaba y tenía los sentimientos a flor de piel. Además, me sentía muy frustrada por haber abandonado a Yuichi. Si hubiera sido más madura, a pesar de mi juventud, mi hijo no habría tenido que vivir una experiencia tan traumática. Por eso lloraba. «Perdóname por ser una madre tan horrible —le dije—. Aun así, vienes a verme siempre que te lo pido, y nunca me has reprochado nada. Me llamas “mamá” aunque soy una pésima madre. No te imaginas lo duro que me resulta verte. Pero la culpa es mía, así que puedes odiarme si quieres. A mí me tocará vivir siempre con esta cruz». No podía parar. Lloraba y lloraba, y ni siquiera me di cuenta de que habíamos llegado a mi casa. Sólo podía…

Al final, cuando me disponía a bajar del coche, Yuichi me dijo de repente: «Mamá, ¿me prestas dinero?». Al principio, no di crédito a mis oídos. Hasta entonces nunca había aceptado dinero, aunque sólo quisiera darle 1.000 yenes. Me sorprendió mucho aquella petición inesperada, pero abrí el monedero inmediatamente y le di dinero, no recuerdo si fueron 5.000 o 10.000 yenes. «¿Para qué lo quieres?», le pregunté, sin dejar de llorar. «Para lo que sea», repuso él, y me miró con una cara que daba miedo.

A partir de ese día, me pedía dinero cada vez que quedábamos. Al principio, yo me lo tomaba como un castigo por mis actos. El problema es que a mí no me sobraba el dinero, y solía pasar con 120.000 o 130.000 yenes al mes. Dejé de llamarle paulatinamente, pero él empezó a venir a verme sin previo aviso y, aunque le dijera que aún no había cobrado la nómina, siempre acababa sacándome algo, aunque sólo fueran 1.000 o 2.000 yenes.

Yo también tengo parte de la culpa de que ese chico hiciera lo que hizo, por supuesto. Pero debo decir que ya he sufrido suficiente castigo. Piénsenlo bien. Piensen en cómo se siente una madre cuando su hijo la obliga a darle lo poco que tiene. Es muy duro. Se te rompe el corazón. A veces, Yuichi parecía el demonio en persona. Ahora casi lo odio.

—Ay, ¡qué daño! —gritó Mitsuyo, sentada en el saco de dormir mientras Yuichi le daba un masaje en las plantas de los pies.

—Si te duele aquí es porque tienes algún problema en el cuello.

Yuichi no estaba seguro de si le hacía daño o más bien cosquillas, pero parecía divertirse al verla en aquella situación. Mientras la observaba, volvió a presionarle fuertemente la base del dedo gordo.

—¡Ay! ¡Para, espera un segundo!

Mitsuyo forcejeaba para apartar el pie, pero Yuichi lo tenía bien sujeto entre sus manazas.

—Está bien, ya paro. Pero antes dime una cosa, ¿aquí también te duele?

—¡Ay!

—¿Y aquí?

—¿Crees que pondría esta cara si no me doliera?

—Si te duele aquí es porque tienes falta de sueño.

—¡Eso ya lo sé! Es imposible dormir bien encima de un tablón de madera.

—Pues anoche roncabas.

—Yo no ronco, sólo hablo en sueños.

Como si tratara de retenerla a su lado, Yuichi empezó a masajearle suavemente las pantorrillas.

La luz del sol había estado iluminando la base del faro hasta hacía poco. El viento que subía por las paredes del acantilado era frío, pero Yuichi encendió una hoguera en un pequeño bidón que había encontrado en el bosque y comieron junto al fuego un poco de pan que tenían entre sus provisiones. El crepitar de la leña seca consiguió que olvidaran el frío que habían pasado la noche anterior.

—¿Qué te parece si compro tortas de arroz en el súper y las tostamos al fuego? —propuso Mitsuyo mientras él le acariciaba las piernas.

—Si tuviéramos algo parecido a una parrilla, podríamos probarlo —le respondió Yuichi.

—¿Cómo sueles celebrar el año nuevo?

Él le quitó un calcetín.

—¿El año nuevo? En Nochevieja voy a casa de mi tío y lo celebramos bebiendo con los compañeros de trabajo. Luego, de noche, vamos al templo. Suelo pasar los primeros días del año viajando en coche.

—¿Tú solo?

—A veces voy solo y otras veces, con mi amigo Hifumi. ¿Y tú?

—¿Yo? Piensa que las rebajas empiezan el 2 de enero, así que… Sé que suena un poco raro, teniendo en cuenta nuestra situación y todo lo demás, pero hacía muchos años que no disfrutaba de un año nuevo tan tranquilo.

Mitsuyo se quitó el otro calcetín. Sabía que «tranquilo» no era el adjetivo más adecuado para definir aquel inicio de año, pero lo dijo sin pensar.

¿Cómo lo había celebrado el año anterior?

Mitsuyo se puso los zapatos, dejó a Yuichi tumbado en el saco de dormir y salió de la cabaña. Aunque estuvieran en el extremo oeste de la isla de Kyushu, en invierno anochecía muy pronto. El sol, que poco antes hacía brillar la superficie del mar, ahora era un disco rojo a punto de hundirse en el horizonte.

Mitsuyo se acercó al faro, se asomó por encima de la cadena que servía de barandilla y echó un vistazo al mar que rugía a los pies del profundo acantilado. Las altas olas chocaban contra las rocas como si quisieran pulirlas.

El año anterior, el día de Nochevieja, eran más de las seis cuando salió del trabajo. La tienda había cerrado un poco antes porque era el último día de las ventas de fin de año, pero de repente sintió el cansancio acumulado durante todo un año trabajando de pie.

Normalmente, en Nochevieja se quedaba a dormir en casa de sus padres, pero el año anterior cogió la bicicleta y decidió pasar antes por su piso. Su hermana Tamayo se había ido de viaje a Hokkaido con un grupo de amigos y había olvidado la hoja del itinerario encima de la mesa. Antes de ir a casa de sus padres, Mitsuyo se puso a limpiar los cristales de las ventanas. Mojaba un paño con agua fría, se asomaba a la ventana y frotaba concienzudamente.

Al día siguiente, la familia se reunió para celebrar la tradicional comida de año nuevo que su madre había preparado. Luego fueron al templo del barrio y, al volver, ya no tenían nada que hacer. Su hermano menor se fue con su mujer y su hijo, y la madre de Mitsuyo se puso a ver la programación especial de año nuevo con su padre al lado, que había bebido demasiado y dormía roncando.

Sin saber qué hacer, Mitsuyo cogió la bicicleta y fue a un centro comercial abierto las 24 horas. El enorme aparcamiento junto a la carretera estaba abarrotado de coches, y en el interior del centro había muchas familias vestidas con sus mejores galas.

Sin buscar nada en concreto, Mitsuyo entró en una librería. En la entrada había un expositor con los libros más vendidos. Cogió una novela romántica que había sido versionada en película, pero cuando pensó que al día siguiente tenía que volver al trabajo, las letras le resultaron demasiado pesadas. Salió de la librería y entró en una tienda de discos. Cogió el single Sakurazaka de Masaharu Fukuyama, que solía sonar en la tienda donde trabajaba como música ambiental. Estuvo un rato pensando en comprarlo y, al final, lo dejó de nuevo en el estante. Echó un vistazo a la calle desde la ventana de la tienda de discos. Vio su bicicleta, en cuyo cesto alguien había dejado una lata vacía. Los ojos se le nublaron. Entonces se dio cuenta de que estaba llorando.

Salió precipitadamente de la tienda, buscó un lavabo y entró corriendo. Ni siquiera ella misma sabía por qué estaba llorando, pero no era porque alguien hubiera tirado una lata vacía en el cesto de su bicicleta. No había ningún libro ni disco que quisiera comprarse. Aunque acabara de empezar un nuevo año, no tenía ningún lugar adonde quisiera ir ni nadie a quien tuviera ganas de ver. Se encerró en uno de los baños y no pudo contener el llanto. Las lágrimas fluían sin ninguna razón, e incluso empezó a sollozar sin querer.

Mitsuyo contemplaba el mar sin notar el frío viento que soplaba desde el acantilado. El cielo, que había estado completamente despejado durante todo el día, de repente se cubrió de espesos nubarrones. Si la temperatura seguía bajando, era probable que aquella noche cayera la primera nevada.

De repente, se sintió observada y se volvió. Yuichi la estaba mirando fijamente, con la espalda encorvada por el frío.

—Si no vas a comprar pronto, se te hará de noche.

Yuichi se acercó a ella, se puso a su lado, alargó el cuello y se asomó al acantilado. El sol del crepúsculo, que se filtraba tenuemente entre las nubes, teñía de rojo la nuez que destacaba en su cuello estirado.

—Si yo no te hubiera pedido que nos fugáramos juntos, ¿te habrías entregado a la policía?

La pregunta le salió de improviso pero, en realidad, llevaba unos días dándole vueltas al asunto.

—No lo sé —le respondió Yuichi brevemente, contemplando el acantilado. Mitsuyo esperó un rato, pero él no añadió nada más.

—Me gustaría aclarar una cosa. —Él se puso un poco nervioso al oír esas palabras—. Tú no me has obligado a huir contigo. Yo te pedí que huyéramos juntos. Es lo que debes responder si alguien te lo pregunta algún día.

Yuichi arrugó la frente, como si no supiera cómo interpretar lo que ella le había dicho. Mitsuyo, que se sentía como si acabara de pronunciar un discurso de despedida, hundió el rostro en el pecho de Yuichi.

—Antes de conocerte, no valoraba tanto el tiempo. Los días, las semanas y los años pasaban sin que me diera cuenta, y no hacía nada más que trabajar… ¿Qué ha sido mi vida hasta ahora? ¿Por qué no nos hemos conocido antes? Si tuviera que elegir entre pasar un año como los anteriores o un solo día aquí contigo, elegiría ese día sin dudar —dijo Mitsuyo, mientras él le acariciaba el pelo.

Ella rompió a llorar sin poder evitarlo. Yuichi acababa de sacar la mano del bolsillo, y estaba tan cálida que parecía una manta cubriéndole la cabeza.

—Yo también escogería pasar un día contigo. No necesito nada más. Pero… no puedo hacer nada por ti. Me gustaría llevarte a muchos sitios, pero no puedo.

Mitsuyo apretó la mejilla contra su pecho.

—Me pregunto cuántos días nos quedan para estar juntos —susurró él, con un deje de tristeza en la voz. En ese preciso instante, un copo de nieve cayó sobre la cadena y se derritió.

Los copos de nieve que empezaban a caer se depositaban sobre el asfalto pisoteado y se derretían a continuación. Keigo Masuo, que caminaba delante de él, se detuvo cuando empezó a nevar y levantó la vista al cielo encapotado. En un abrir y cerrar de ojos, la nieve cubrió el paisaje de su alrededor. Las calles de Hakata, bajo un espeso manto de nubes, se veían borrosas tras la nieve. La oficina de correos, que estaba justo al lado, parecía muy lejana, y el edificio que se erguía al otro lado de la calle se veía más cerca de lo que estaba en realidad.

Sólo caminaba unos diez metros por detrás de Masuo, pero un sinfín de copos de nieve caía revoloteando entre los dos. Cada vez que daba un paso, Yoshio Ishibashi tenía que luchar desesperadamente contra la tentación de echar a correr. Masuo, ignorando que alguien lo seguía, caminaba con una mano hundida en el bolsillo de los vaqueros y la espalda encorvada por el frío.

Sorprendido ante su propio ímpetu, Yoshio había salido de Kurume dos días antes y había encontrado enseguida el piso donde vivía Masuo, gracias a las indicaciones de la compañera de residencia de Yoshino. El universitario que había echado a su hija del coche a puntapiés vivía en la última planta de un lujoso edificio. Yoshio cogió el ascensor hasta el octavo piso. Mientras subía, notó el peso de la llave inglesa que llevaba en el bolsillo de su abrigo. Golpeó la puerta con la palma de la mano, ignorando el timbre.

—¡Sal! ¡Sal de una vez! —gritó, mientras golpeaba una y otra vez la gruesa y sólida puerta del piso.

Sin embargo, nadie le abrió. De repente, se dio cuenta de que estaba llorando con la nariz aplastada contra la puerta.

—Sal de una vez… No pienso perdonar al tipo que humilló a Yoshino…

No se oía el menor ruido al otro lado de la puerta. Yoshio se secó las lágrimas y se alejó. Cuando subió al ascensor, volvió a visualizar la escena en la que un hombre echaba a su hija del coche en mitad de la carretera. Yoshio dio un puñetazo en la puerta del ascensor.

No había venido a preguntarle por qué la abandonó; saber la respuesta no le devolvería a Yoshino. Pero era incapaz de perdonar al hombre que había herido los sentimientos de su hija. Como padre, se sentía obligado a defender su orgullo, y sólo quería cumplir con su deber.

Subió al coche, que había dejado aparcado frente al edificio, llamó a su esposa Satoko y le dijo:

—Esta noche no dormiré en casa, pero no te preocupes. Volveré en cuanto haya terminado lo que debo hacer.

—¿Dónde estás? —le preguntó ella, tras una pausa.

—En Hakata —le respondió él tajantemente.

—De acuerdo —aceptó Satoko, tras un breve silencio—. Pero vuelve cuando hayas terminado.

Masuo caminaba a paso rápido bajo la nieve, que caía con más intensidad. Cruzó el paso de peatones ignorando el semáforo en rojo. Yoshio volvió a palpar la llave inglesa que llevaba en el bolsillo y siguió los pasos de Masuo. Al cruzar la calle, un taxi que giraba a la izquierda tuvo que frenar para no atropellado, y el taxista hizo sonar el claxon impetuosamente. Yoshio perdió el equilibrio, pero apoyó la mano en el parachoques del coche y consiguió mantenerse en pie. El taxista bajó la ventanilla.

—¡A ver si mira por dónde va! —le gritó.

Dos chicas jóvenes que esperaban en el semáforo observaban la escena arrebujadas en sus bufandas. Masuo, que ya estaba en la acera opuesta, se volvió inmediatamente al oír el claxon y el grito del taxista.

Yoshio ignoró al conductor y retomó su persecución. Otro claxon sonó detrás de él. Cuando llegó al otro lado de la calle, la silueta de Masuo ya se había alejado. Yoshio echó a correr bajo la nieve. La llave inglesa se balanceaba en su bolsillo y le golpeaba las costillas. Los copos de nieve que caían en su rostro se derretían y resbalaban por sus mejillas como si fueran lágrimas.

En ese momento, Masuo oyó pasos tras él y se volvió. Al ver a Yoshio precipitándose hacia él como si quisiera embestirlo, retrocedió mientras exclamaba:

—¡Pero qué diablos…!

Yoshio se detuvo justo enfrente de él. Respiraba agitadamente, exhalando nubes de vaho. Al acercarse, se dio cuenta de lo alto que era Masuo o, mejor dicho, de lo bajo que era él. Aun así, levantó la vista hacia el joven, que lo miraba desde arriba.

—¿Eres Keigo Masuo? —le preguntó, en un tono de voz más elevado de lo que era necesario. Sus palabras resonaron en el aparcamiento semisubterráneo que tenía justo al lado.

—¿Q… quién eres tú? —dijo Masuo, retrocediendo un paso.

Yoshio metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y acarició la pesada llave inglesa.

—Yoshino murió por tu culpa.

—¿Cómo?

—Por tu culpa he perdido a mi querida hija.

Yoshio miró a Masuo fijamente a los ojos, sin pestañear. Un destello de miedo cruzó la arrogante mirada del joven.

—¿Por qué lo hiciste?

—¿Qué?

—Quiero saber… ¡por qué abandonaste a Yoshino en el puerto! —bramó el barbero de repente, y un gato que merodeaba tras un poste de teléfono huyó despavorido, con el pelo erizado.

—A… ¿a qué ha venido eso?

Yoshio agarró a Masuo del brazo justo cuando se disponía a huir. El joven forcejeó para liberarse.

—¡Yo no la maté! ¡Soy inocente!

De un tirón, Masuo se sacudió de encima la mano de Yoshio y le dio un codazo involuntario en la cara. Al recibir el impacto, el barbero empalideció y cayó de rodillas al suelo. Masuo hizo un nuevo intento de huir, pero Yoshio le sujetó las piernas desde el suelo.

—¡Suéltame! ¿Quién te crees que eres?

Masuo agitaba las piernas desesperadamente. Las rodillas de Yoshio se arrastraban por el suelo y le provocaban un dolor lacerante. Masuo empezó a caminar arrastrando al hombre, que se resistía a soltarlo.

—¡Suéltame!

En ese momento, Yoshio se quedó sin fuerza en los brazos. Las piernas de Masuo quedaron libres de repente y, casi sin proponérselo, le propinó un puntapié en el hombro. El cuerpo del barbero salió proyectado hacia la valla de seguridad y se dio un fuerte golpe en la nuca.

—¡Yo no le hice nada! —repitió Masuo, con una expresión que contenía una mezcla de enfado y de miedo, y se fue corriendo. Yoshio siguió con la mirada la espalda del joven, que se adentraba en un paisaje cada vez más blanco.

—Espera… Pídele disculpas a Yoshino…

Su intención era gritar, pero su boca sólo exhaló una nube blanca de vaho. La silueta de Masuo desapareció entre la nieve. Un frío copo cayó sobre las pestañas de Yoshio y se derritió.

—Yoshino… Papá no se rendirá…

Mientras perdía el conocimiento, vio a su hija cuando era pequeña, dando sus primeros pasos vacilantes. ¿Dónde estoy? Parece el embarcadero de un ferry, ¿pero de cuál? El mar se extendía al otro lado. Yoshino corría por un enorme aparcamiento. En la mano llevaba el chikuwa de pescado que había comprado en un puesto de la calle, y se dirigía hacia el mar.

—¿Se… se encuentra bien? —le dijo alguien de repente, cuando estaba a punto de perder el conocimiento. Un chico joven ayudó a Yoshio a incorporarse—. ¿Puede levantarse?

—Detenlo… ¡detén a ese tipo! —le suplicó Yoshio, y el joven miró en la dirección por donde había desaparecido Masuo.

—¿A Masuo? Pero… ¿qué quiere de él? —preguntó, preocupado.

A su lado, un cuervo negro como el carbón empujaba una bolsa de la basura. Mientras la bolsa se arrastraba por el suelo, la nieve empezó a acumularse encima de ella.

Sacudiendo bruscamente la cabeza, el cuervo negro rompió la bolsa de plástico del supermercado. Un trozo arrugado de film transparente, que debía de envolver una bandeja de comida para llevar, asomó por el agujero. Las huellas del cuervo quedaron marcadas en la fina capa de nieve que empezaba a acumularse en el asfalto. De vez en cuando, abría las alas y golpeaba el cristal de la cabina telefónica.

Con el frío auricular pegado a la oreja, Mitsuyo intentó ahuyentar al cuervo golpeando ligeramente el cristal de la cabina con la punta del zapato. Asustado, el pájaro dio un salto hacia atrás mientras sostenía la bolsa de plástico en el pico. Entonces fue cuando Mitsuyo oyó la tensa voz de su hermana al otro lado de la línea.

—¿Diga? ¿Quién es?

—Lo siento, no he podido llamarte antes.

—Mi… ¿Mitsuyo? ¿Se puede saber dónde estás? ¿Por qué no me llamabas? ¿Estás sola? ¿Estás bien?

En cuanto supo que era ella, Tamayo la acribilló con una rápida sucesión de preguntas.

—O… oye, tranquilízate —acertó a responder su hermana.

—¿Cómo quieres que me tranquilice? ¡No tienes ni idea del lío en el que te has metido! Dicen que estás con un asesino. ¿Te encuentras bien? ¿Estás con él ahora mismo?

—No, estoy sola.

—¡Pues huye en cuanto puedas! ¿Dónde estás? ¡Voy a llamar a la policía!

—Cálmate un poco, por favor.

Tamayo estaba tan alterada que Mitsuyo tuvo la sensación de que llamaría a la policía de un momento a otro. No le sorprendía la actitud de su hermana. Después de que Yuichi se la hubiera llevado en coche, la había llamado a la mañana siguiente para decirle que no se preocupara y habían intercambiado algún e-mail de vez en cuando. Sin embargo, aunque su hermana se lo había preguntado más de una vez, no había llegado a explicarle la situación en la que se encontraba. Hasta que se le agotó la batería del móvil.

—¿De verdad que estás sola? —insistió Tamayo—. Si estás sola, dime «Voy a llamar a la policía».

—No te entiendo.

—Si ese asesino no te está escuchando, podrás decirlo.

Al ver que su hermana hablaba en serio, Mitsuyo repitió las palabras que ella había pronunciado y, a continuación, añadió:

—Te aseguro que el chico con el que estoy no es una mala persona.

Acto seguido, oyó un suspiro de perplejidad al otro lado del aparato.

Tamayo le explicó que los inspectores habían estado en casa de sus padres hasta el día anterior. Al parecer, la policía estaba convencida de que Yuichi había secuestrado a Mitsuyo. Cuando terminó la programación especial de año nuevo, empezó un programa de entretenimiento que, aunque no difundió el nombre ni la fotografía de Mitsuyo, mostró imágenes difuminadas del edificio donde vivían ambas hermanas. Las investigaciones estaban más adelantadas de lo que ella creía.

Mientras escuchaba a su hermana, Mitsuyo pensaba en Yuichi, escondido en el camino del bosque. Ella le había pedido que la esperara en la cabaña del faro, puesto que no le importaba ir sola al supermercado, pero Yuichi, que estaba preocupado, la había acompañado hasta el final del camino y se había escondido entre la maleza para esperarla. Probablemente, la nieve también habría empezado a acumularse en el bosque.

—¿Me prometes que ese tipo no te secuestró? —le preguntó Tamayo por teléfono.

—Sí, te lo aseguro —respondió ella, resueltamente.

—¿Y qué piensas hacer? ¿Por qué sigues con él si ya sabes lo que hizo? —Mitsuyo guardó silencio, sin saber qué responderle—. ¿Por qué tuviste que escoger precisamente a un asesino? —se lamentó Tamayo, con voz llorosa.

—Oye, Tamayo.

El cuervo que estaba fuera había desaparecido en algún momento, y la nieve empezaba a tapar las huellas de sus patas.

—Sé que lo que he hecho es una locura.

Mitsuyo oyó que su hermana tragaba saliva.

—Pues entonces vuelve a casa.

—Pero es la primera vez en mi vida que siento algo así, y quiero estar con él aunque sólo sea un día más.

—¿Dices que quieres estar con él? ¿No te parece un poco egoísta por tu parte?

—¿Cómo?

Al oír el reproche inesperado de su hermana, Mitsuyo apretó con fuerza el auricular.

—Espero que no fueras tú quien le propusiera huir juntos. No puedes mantenerlo atado de pies y manos sólo porque estés enamorada de él. Si de verdad le quieres, lo que debes hacer es llevarlo a la policía, aunque te duela. A ti no te pasará nada, pero su situación empeorará cuanto más tiempo siga fugado.

Mitsuyo apretaba el auricular con tanta fuerza, que sus dedos se entumecieron sin que se diera cuenta. Cuando Tamayo terminó de hablar, sólo se oían los crujidos de la conexión telefónica. Tenía la sensación de que su hermana no le había dicho nada nuevo. No esperaba que la entendiera, pero sus palabras le sirvieron para darse cuenta de que no había nadie que la apoyara.

Cuando salió de la cabina, había dejado de nevar. Cruzó la calle hacia el minimercado, dejando sus huellas en la fina capa de nieve. Ya había comprado la comida, pero había visto unos guantes que costaban 480 yenes y quería volver para comprárselos a Yuichi.

«No puedes mantenerlo atado de pies y manos sólo porque estés enamorada de él». Las palabras de Tamayo la perseguían como las huellas que dejaba en la nieve.

El aparcamiento del minimercado estaba desierto. Sólo había un coche aparcado con el motor encendido. Los gases blancos que emitía el tubo de escape parecían nubes de algodón. Debería haberlo visto enseguida, pero las palabras de Tamayo la habían dejado pensativa, o quizá fue porque el coche se confundía con la nieve que lo rodeaba; el caso es que no se dio cuenta de que era un coche patrulla hasta que hubo cruzado la calle. Entonces sus piernas se paralizaron y se quedó inmóvil en el lugar donde estaba.

Los cristales del minimercado estaban empañados y no permitían ver con claridad el interior del local. Sin embargo, a Mitsuyo le pareció distinguir la silueta de un hombre uniformado frente a la caja registradora.

«Va a salir. El policía va a salir». Hizo un esfuerzo desesperado por echar a andar, pero las piernas no la obedecían. No consiguió moverse hasta que la puerta automática se abrió. El hombre aún estaba lejos. Cuando se disponía a volverse, alguien le tocó el hombro.

—Disculpe —dijo una voz masculina.

Mitsuyo se volvió y vio a un policía delante de ella. La nieve formaba una fina capa blanca en su gorra. Era joven, tenía la nariz enrojecida por culpa del frío y las nubes de vaho de su aliento le cubrían la cara.

—¿Ocurre algo?

El joven agente le sonrió. Habría estado observando desde algún lugar a Mitsuyo, paralizada en medio de la calle.

—No…

El hombre desvió la mirada y Mitsuyo siguió caminando. En ese momento, las cejas del joven policía, yertas de frío, se levantaron.

—Espere un segundo, ¿es usted la señorita Magome?

Sus palabras la alcanzaron justo cuando se disponía a echar a correr. Un camión pasó por la calle. Las rodadas que dejó marcadas en el asfalto nevado iban en línea recta hacia el lugar donde Yuichi la esperaba escondido entre la maleza.

«Yuichi…», murmuró Mitsuyo para sus adentros.

Las rodadas marcadas en el suelo nevado se dirigían hacia una estrecha callejuela. La mitad de su campo de visión estaba al sol, y la otra mitad, a la sombra. En la mitad iluminada, la nieve resplandecía, deslumbrante.

Fusae caminaba en línea recta, mirando al suelo y procurando mantenerse en el espacio entre las rodadas. El callejón desembocaba en el muelle, al final del cual se encontraba la parada del autobús. Fusae había consultado los horarios y deseaba que el autobús llegara a tiempo.

—¿Algún comentario, señora?

—¿Cómo se siente? ¿Quiere transmitirles algún mensaje a los familiares de la víctima?

—¿Es cierto que Yuichi no se ha puesto en contacto con usted?

—¿Conoce a la chica que se ha fugado con él?

Fusae caminaba sin levantar la vista, intentando ignorar la nube de cámaras y periodistas que la rodeaba. Alguien había recorrido antes el mismo camino, porque la nieve bajo sus pies estaba sucia y pisoteada.

Hasta entonces sólo había recibido la visita ocasional de algún periodista, pero el acoso de los medios de comunicación era permanente desde aquella mañana. La noche anterior, Norio le había llamado por teléfono para decirle que habían hecho público el retrato de Yuichi. Justo después, el teléfono había vuelto a sonar. Fusae descolgó, convencida de que volvía a ser Norio, pero recibió más amenazas de la farmacéutica:

—¡Seguimos esperando la pasta, vieja! —le espetó alguien sin preámbulos.

Fusae colgó rápidamente el teléfono, pero el timbre siguió sonando cada cuarto de hora hasta las doce de la noche. Fusae se acostó en el futón y se tapó los oídos. La irritación superaba el miedo que sentía. Estaba enfadada consigo misma por tener miedo, y rompió a llorar de impotencia.

Aquella mañana, cuando encendió el televisor, lo primero que vio fue un programa de entretenimiento en el que hablaban sobre el asesinato. No emitieron ninguna fotografía de Yuichi, pero mostraron un mapa del norte de Kyushu en el que se veía la carretera que atravesaba el puerto de Mitsuse y que servía como frontera natural entre las prefecturas de Saga y Fukuoka. En el mapa, habían señalado la residencia de Hakata donde vivía la víctima, el piso de las afueras de Saga que ocupaba la chica que se había fugado con Yuichi y la ciudad de Nagasaki, donde se encontraba su propia casa. También había una señal en Arita, donde habían encontrado el coche de Yuichi, y en el hotel donde un testigo había visto a la pareja.

Durante el programa, dijeron que aún no estaba claro si Yuichi había secuestrado a la joven de Saga o si ella lo había acompañado voluntariamente. Sin embargo, la empleada del hotel que los había visto había declarado que era la chica quien parecía tirar de él, y no al revés. Uno de los comentaristas, en tono malicioso, apuntó: «Si se han fugado juntos, significa que ambos son igual de estúpidos. Esa clase de mujeres sólo se juntan con hombres de su calaña».

Al final, rodeada de la nube de periodistas y cámaras, Fusae consiguió llegar a la parada del autobús. De vez en cuando, los micrófonos que los periodistas alargaban hacia ella le rozaban la oreja o el mentón. Una vez en la parada, siguieron acribillándola a preguntas. Como ella se obstinaba en mantener la boca cerrada, los periodistas se impacientaban e intentaban arrancarle una declaración con comentarios como: «¿Su silencio significa que lo admite todo?».

Afortunadamente, no había nadie más esperando el autobús. Sin embargo, cuando Fusae llegó rodeada de periodistas, las mujeres del barrio la observaron a cierta distancia con una mezcla de vergüenza ajena y de compasión.

Cuando por fin llegó el autobús, Fusae murmuró una disculpa en voz baja y avanzó hacia la puerta. Los periodistas le abrieron paso, pero varios de ellos chasquearon la lengua, fastidiados. La anciana subió apoyándose en el pasamanos, y algunos periodistas intentaron seguirla.

En el autobús viajaban cinco o seis personas, que observaban con estupor la multitud reunida en la parada de aquel pueblecito de pescadores donde siempre reinaba la tranquilidad. Fusae se sentó justo detrás del conductor, con la espalda encorvada. Abriéndose paso a codazos, los periodistas se empujaban entre sí para ser los primeros en subir. Fusae permaneció en silencio, con la cabeza gacha. Tenía restos de nieve y de barro en las puntas de los zapatos.

De repente, la voz del conductor retumbó en el interior del vehículo, ampliada a través de los altavoces:

—¿Se puede saber qué hacen? No les permitiré que hagan entrevistas en mi autobús. Necesitan una autorización de la empresa de transportes.

Los periodistas que forcejeaban para entrar se quedaron petrificados por un instante.

—Yo en su lugar no me arriesgaría. ¡Salgan ahora mismo! —los amenazó el conductor. Habló con tanta firmeza que parecía dispuesto a levantarse de su asiento en cualquier momento y echarlos a todos a la calle.

—¿Cómo tienen la poca vergüenza de acosar a una anciana? —murmuró, micrófono en mano, y sus palabras resonaron en todo el autobús a través de los altavoces.

La cara del conductor, que a Fusae le resultaba familiar, apareció reflejada en el retrovisor. Era un hombre huraño que conducía con brusquedad, y ella siempre había pensado que era el más antipático de todos los autobuseros de la línea.

—Voy a cerrar la puerta —anunció, y el autobús se puso en marcha lentamente.

Fusae volvió a fijar la vista en sus zapatos, mecida por el vaivén del autobús. Hasta que llegaron a la siguiente parada no se dio cuenta de que estaba llorando, conmovida por la amabilidad del conductor.

Entraron en la ciudad por la carretera de la costa. Si Fusae no hubiera estado llorando, el interior del autobús habría presentado el mismo aspecto que de costumbre. Fusae, que ocupaba el asiento de delante, se sentía permanentemente observada y no se atrevía a levantar la cabeza, pero cada vez que se detenían en una parada, subían nuevos pasajeros, de modo que el ambiente del vehículo fue cambiando poco a poco. Los pasajeros que habían presenciado los disturbios del principio fueron bajando hasta que, al final, apenas quedaba nadie que supiera lo que había ocurrido.

Cuando llegaron frente al hospital donde estaba ingresado Katsuji, Fusae pulsó el botón para solicitar la parada.

—Parada solicitada —gruñó el conductor a través del micrófono.

El autobús se acercó a la parada reduciendo la velocidad. Cuando se detuvo por completo, Fusae se levantó apoyándose en el pasamanos. Quería darle las gracias al conductor, pero no se sintió con fuerzas suficientes, así que se dirigió directamente hacia la parte trasera. La puerta se abrió con un bufido, liberando el aire a presión. Ella era la única que iba a bajar. Después de dirigir una breve mirada al asiento del conductor, bajó un peldaño. Entonces fue cuando, de repente, la voz del hombre tronó a través de los altavoces:

—Usted no tiene la culpa de nada, tiene que ser fuerte.

Por un instante, hubo un gran revuelo en el interior del autobús. Fusae se sintió desconcertada al oír aquellas palabras inesperadas cuando ya tenía un pie en el peldaño. Todas las miradas se depositaron encima de ella. Bajó a toda prisa y se volvió, pero la puerta se cerró tras ella y el vehículo arrancó en un abrir y cerrar de ojos.

Todo había ocurrido muy deprisa. Fusae estaba sola en la parada, observando con estupor el autobús que se alejaba.

«Tiene que ser fuerte». La voz del conductor resonó en su cabeza, y se inclinó apresuradamente, haciendo una reverencia en dirección al autobús. «Usted no tiene la culpa», repitió Fusae para sus adentros. Detrás de ella se erguía el hospital donde su marido estaba ingresado. Iría a su habitación como cada día, cuidaría del malhumorado Katsuji y volvería a casa, donde la esperarían los periodistas y las llamadas amenazantes que le harían pasar otra noche de insomnio.

«Tiene que ser fuerte», susurró Fusae. Huir no cambiaría las cosas. Esperar no solucionaría nada. Se sentía como cuando los funcionarios le arrojaban al suelo las patatas del racionamiento y tenía que recogerlas en silencio. Tenía que esforzarse. No permitiría que la humillaran. Debía luchar. Jamás permitiría que nadie se burlara de ella.

Yoshio se despertó en la camilla de un hospital. Había perdido el conocimiento, pero tenía la mente despejada y sólo le dolía el golpe que se había dado en la cabeza cuando Masuo lo había empujado contra la valla. Echó un vistazo a su alrededor. No se encontraba en una habitación, sino en el pasillo. Cuando intentó incorporarse, un chico que estaba sentado a su lado se lo impidió poniéndole la mano en el pecho.

—Quédese acostado —le dijo.

Sin embargo, Yoshio insistió y acabó incorporándose. Al fondo del largo pasillo vio a una enfermera que se alejaba a pasos rápidos.

—Tiene una conmoción cerebral leve. Pronto lo trasladarán a una habitación —le dijo, con aire preocupado, el joven que estaba de pie a su lado, mientras miraba alternativamente a Yoshio y a la enfermera que se alejaba. Yoshio se acordaba de él. Era el chico que lo había ayudado cuando se había dado el golpe en la cabeza. Abrió la boca para darle las gracias, pero justo entonces se acordó de otro detalle y la cerró de nuevo.

—¿Has dicho que conocías a Keigo Masuo? —le preguntó Yoshio, mientras bajaba de la camilla.

El joven empalideció de repente.

—¿Qué… relación tiene usted con él? —le preguntó, con cierto nerviosismo.

Yoshio lo miró fijamente. Era alto y delgado, y tenía la mirada apagada.

—Me llamo Koki Tsuruta. Masuo y yo somos compañeros de clase en la universidad —repuso, agachando la cabeza para esquivar la silenciosa mirada del barbero.

—Si sois compañeros de clase, supongo que sabrás dónde encontrarlo —dedujo Yoshio, pero no creía que el joven fuera a traicionar a su compañero, así que echó a andar hacia el ascensor.

—Disculpe —dijo la voz de Tsuruta detrás de él—. ¿Tiene usted algo que ver con la chica que…?

Yoshio se detuvo y se volvió hacia el joven. De repente, se dio cuenta de que su chaqueta pesaba menos que antes. Metió la mano en el bolsillo y comprobó que no llevaba la llave inglesa.

—¿Busca esto?

Tsuruta se acercó a él y sacó la herramienta de su mochila amarilla.

—Tú también lo has visto, ¿verdad? Ese tipo me ha dado un puntapié que me ha dejado inconsciente. No puedo volver a Kurume como si nada hubiera ocurrido. Es una vergüenza. Aunque dudo que tú entiendas cómo me siento.

Yoshio alargó la mano y cogió la llave inglesa que le tendía Tsuruta, quien pareció vacilar por un instante.

—Si sólo quiere hablar con él, supongo que podría… Pero no intente nada raro, por favor —le pidió, devolviéndole la llave.

Aquel día, mientras acompañaba al padre de Yoshino Ishibashi a la cafetería que Masuo solía frecuentar, le llamé al móvil. Parecía muy alterado.

—Tsuruta, ¿eres tú? ¿Dónde estás? —me preguntó—. Ven ahora mismo, tengo que contarte algo alucinante. ¿A que no sabes a quién acabo de ver? ¡Al padre de la tía ésa a la que se cargaron en Mitsuse! «Mi hija murió por tu culpa», me dice, y va y se me echa encima de repente. ¡Qué risa, tío! Me lo he quitado de encima de un puntapié —me contó a gritos. Supongo que estaría rodeado de la gente de siempre, que aplaudía todas y cada una de sus ocurrencias.

Cuando salimos del hospital, el padre de Yoshino caminaba cabizbajo a mi lado.

—Está en la cafetería de siempre —le dije al colgar el teléfono.

—Vale —repuso él, asintiendo brevemente.

Ni siquiera yo mismo sé por qué lo acompañé al lugar donde se encontraba Masuo. Al ver a aquel hombre aferrado a sus piernas bajo la nieve… no sabría expresarlo con palabras, pero creo que, por primera vez en mi vida, olí la esencia de un ser humano. Nunca me había pasado hasta entonces. En ese momento, no sé por qué, pude oler claramente la esencia del padre de Yoshino. Comparado con Masuo, se veía tan pequeño que me hizo sentir triste.

Hasta entonces me pasaba el día encerrado en mi habitación viendo películas, así que estoy harto de ver gente llorando, gente triste, gente enfadada y gente llena de odio, pero aquel día aprendí que los sentimientos humanos desprenden un olor determinado. Me da rabia no saber explicarlo, pero cuando vi a aquel padre aferrándose desesperadamente a las piernas de Masuo, comprendí en cierto modo la magnitud del crimen. Noté claramente el impacto del pie de Masuo cuando echó a Yoshino de su coche y el frío suelo bajo la mano de la chica. Además, vi el cielo que ella vio mientras su asesino la estrangulaba y me asfixié como si me estuviera asesinando a mí.

Cuando una persona abandona este mundo, no desaparece la piedra de la cúspide de una pirámide, sino uno de los bloques que forman la base.

La verdad es que no creía que el padre de Yoshino pudiera vencer a Masuo. Sabía que Masuo siempre lo derrotaría, tanto en el lugar donde estaban forcejeando como en sus respectivas vidas futuras. Sin embargo, quería que Masuo le diera una respuesta a aquel hombre. No quería que lo derrotara sin haberle dicho nada.

Mientras se alejaba de la parada del autobús frente al hospital, Fusae sacó el gastado monedero del pesado bolso que colgaba de su muñeca. En el monedero guardaba los recibos del supermercado y de las demás compras, cuatro billetes de 1.000 yenes y un montón de calderilla en la que destacaba una moneda de cinco yenes.

La calle que discurría a lo largo de la orilla estaba bordeada de árboles, en cuyas raíces se había acumulado una fina capa de nieve. Los coches circulaban salpicando el agua sucia de los charcos de nieve derretida.

Fusae volvió a guardar el monedero en el bolso. Como es de suponer, las palabras del autobusero habían sido un importante estímulo para ella, pero además se sentía como si se hubiera quitado un peso de encima. Había expulsado de su cuerpo el miedo que lo había atenazado las últimas semanas.

Fusae dejó atrás la orilla y entró en la calle secundaria que conducía a la Cuesta Holandesa. Hacía mucho tiempo, no recordaba cuánto, un primo segundo de Katsuji llamado Goro, que vivía en Okayama, viajó a Nagasaki con su familia. A pesar de que no tenían una relación muy estrecha, Katsuji se tomó la visita de su primo con entusiasmo y, después de enseñarles la ciudad, los llevaron a un restaurante chino. Por entonces, Yuichi todavía estaba en el primer ciclo de primaria, de modo que debían de haber pasado veinte años por lo menos. La esposa de Goro era una mujer de carácter fuerte que no tenía el menor estilo en el vestir y que no dejaba de quejarse de lo caros que eran los cafés y las entradas a los lugares que visitaban. Tenían una hija llamada Kyoko que acababa de empezar el instituto y que jugó mucho con Yuichi durante el viaje.

Cuando los llevaron a visitar la Cuesta Holandesa, Fusae, que estaba harta de oír a la mujer de Goro quejándose del hotel donde se alojaban, se acercó a los niños, que caminaban un poco más adelante, y oyó que Kyoko le decía a Yuichi: «Qué suerte tienes de tener una abuela tan guapa». Yuichi no parecía interesado en el tema, y siguió caminando mientras daba puntapiés a una piedrecita. «Me gustaría que mi madre fuera como tu abuela y se pusiera una bufanda bonita cuando vamos de viaje», añadió la niña. Fusae se sintió avergonzada y se mantuvo a cierta distancia de ellos. Aunque llevara una bufanda barata y los elogios procedieran de una niña de secundaria, se sintió orgullosa de sí misma.

Tal vez ése fuera el motivo por el cual, a partir de entonces, cada vez que iba al colegio de Yuichi para asistir a una jornada de puertas abiertas o a una reunión de padres, Fusae siempre llevaba bufanda. Nadie volvió a dirigirle ningún cumplido, pero si no hubiera llevado la bufanda quizá no habría conseguido reunir el valor suficiente para asistir a los actos del colegio entre tantas madres jóvenes.

Mientras caminaba por una callejuela adoquinada hacia el distrito comercial de la ciudad, Fusae se preguntó cuándo fue la última vez que se había comprado una bufanda. Y no sólo eso; llevaba muchos años sin comprarse ropa. ¿Qué había sido lo último? A lo mejor, el abrigo de piel artificial que se compró en Daiei, o el jersey azul cielo que encontró en la tienda de ropa del barrio.

De repente, quizá porque estaba pensando en prendas de vestir, descubrió una tienda de ropa que nunca había visto a pesar de que no era la primera vez que pasaba por allí. La entrada era estrecha, y estaba casi obstruida por un estante lleno de jerséis apilados que, por su aspecto, iban destinados a mujeres de mediana edad.

Fusae se detuvo e inspeccionó el interior del local. Como aún era de día, la tienda le pareció muy oscura, como si las luces estuvieran apagadas. Había unos cuantos maniquís viejos que parecían estar deseando salir al aire libre. De la ropa que llevaban los maniquís colgaban grandes etiquetas en las que el precio estaba tachado con una equis. Debajo figuraba el precio rebajado en números rojos, que también estaba tachado, de modo que era imposible saber cuánto valían las prendas.

Fusae se acercó al estante de la entrada y cogió el primer jersey, de color malva. Nada más desdoblarlo, se dio cuenta de que era demasiado pequeño para ella. Una chica que estaba al fondo de la tienda, junto a la caja registradora, se levantó de la silla. Fusae dudó unos instantes y, al final, devolvió el jersey que tenía en la mano y entró en el oscuro local. La dependienta, una chica con muy buen tipo, la saludó enseguida. Cuando Fusae tocó la chaqueta blanca que llevaba puesta el maniquí, la chica se acercó a ella y le dijo:

—Es muy cómoda y ligera.

Según la etiqueta, el precio original era de 12.000 yenes, mientras que la prenda rebajada costaba 9.000, pero ambos precios estaban tachados. Fusae desvió la mirada y vio bufandas de varios colores colgadas junto a la caja registradora.

—Las bufandas también están rebajadas —la informó la dependienta, siguiendo la dirección de su mirada.

Fusae se adentró en el local y cogió una alegre bufanda de color naranja. A su lado había un espejo que reflejaba su silueta envuelta en un abrigo gris ceniza. Lentamente, Fusae se enrolló alrededor del cuello la bufanda que tenía en la mano. Al principio pensó que era demasiada llamativa para ella, pero quedaba sorprendentemente bien con el abrigo gris.

—¿Cuánto vale? —preguntó.

—Este color realza mucho sus facciones —le dijo la chica, que estaba de pie a su lado frente al espejo arreglando las bufandas expuestas—. Veamos… está a mitad de precio, le saldría por 3.800 yenes —anunció, comprobando la etiqueta.

Fusae se dio cuenta de que aquella bufanda le animaba mucho la cara, a pesar de que no se había maquillado. Aunque sólo llevaba 4.000 yenes en el monedero, se quitó la bufanda y se la tendió a la dependienta.

—Tenga. Me la llevo.

—Tenga.

Mientras conducía, el agente le alargó un pañuelo blanco de algodón que parecía una prenda demasiado refinada entre sus toscos dedos. Debía de estar casado, porque el pañuelo estaba planchado y desprendía un suave perfume.

Mitsuyo viajaba en el asiento trasero del coche patrulla. A su lado llevaba la bolsa de plástico del supermercado llena de comida. La calefacción estaba en marcha, y los cristales empañados le impedían ver el exterior. Mitsuyo se secó las lágrimas con el pañuelo que el agente le había prestado.

El joven policía la había llamado delante del supermercado y la había identificado cuando ella se disponía a huir rápidamente: «¿Es usted la señorita Magome?».

Mitsuyo se quedó petrificada. El agente se puso delante de ella. Su cara había cambiado por completo, y parecía muy nervioso. Cuando la acompañó hasta el coche y le indicó que se sentara en el asiento trasero, Mitsuyo rompió a llorar. El joven agente se preocupó por su salud, le preguntó por el paradero de Yuichi y se comunicó con alguien a través de la radio, aparentemente sin saber muy bien qué hacer. Mitsuyo estaba tan alterada que no sólo era incapaz de escuchar al policía, sino que ni siquiera oía su propio llanto.

Se cubrió la cara con el pañuelo.

—Señorita Magome, la llevaré a la comisaría local. Pronto vendrá mi compañera y podrá hablar con ella —le dijo el agente cuando terminó de hablar por la radio, y arrancó inmediatamente.

El coche salió del aparcamiento. A través de la ventanilla, Mitsuyo vio vagamente las siluetas de la cajera y los clientes del supermercado, que los estaban observando. Se dio cuenta de que estaba temblando. Cogió sin pensar la bolsa de la compra, se la puso en el regazo y la abrazó. Yuichi ya se lo habría imaginado. Se habría figurado lo que había pasado y habría huido.

El coche se aproximó al cruce donde empezaba la pista forestal que conducía al faro. Si girase a la izquierda, vería los matorrales tras los cuales se escondía Yuichi. Mitsuyo siguió abrazada a la bolsa, incapaz de desviar la mirada hacia allí. La estrujaba tan fuerte, que uno de los bollos que contenía salió disparado y cayó al suelo húmedo.

—Yuichi… Yuichi…

Mitsuyo no dejó de repetir el nombre de Yuichi en voz baja hasta que dejaron atrás el cruce. Ardía en deseos de abrir la puerta y huir, pero el coche circulaba cada vez más deprisa. Ni siquiera habían tenido tiempo de despedirse. Quería volver la cabeza hacia el lugar donde él la estaba esperando, pero el agente habría sospechado enseguida.

Alguien habló a través de la radio. El joven policía soltó las manos del volante precipitadamente y el coche se desvió a la izquierda.

Mitsuyo mantuvo el rostro oculto tras el pañuelo hasta que llegaron a la comisaría local. El agente la ayudó a bajar del coche y entraron en la desierta comisaría, que olía a estufa de petróleo y a curry.

—Siéntese aquí, por favor.

La empujó suavemente por la espalda y le indicó que tomara asiento en un banco junto a la ventana. Una ráfaga de aire frío entró por la puerta abierta y esparció por el suelo unos documentos que había sobre la mesa. Estaba sonando el teléfono. El agente pareció vacilar y decidió cerrar la puerta antes. En ese preciso instante, el teléfono dejó de sonar.

Mitsuyo se sentó en el banco frío y duro, donde volvió a abrazar la bolsa de la compra. El pañuelo estaba húmedo de lágrimas y del sudor de la palma de su mano. El agente hizo ademán de decirle algo, pero se turbó y cerró la boca enseguida. Dejó la gorra encima de la mesa y descolgó el auricular del teléfono, que había dejado de sonar hacía un momento.

—Sí. Acabo de llegar. No, no está herida, sólo un poco confusa. No, aún no se lo he preguntado.

Mientras escuchaba las respuestas del agente, Mitsuyo pensaba en Yuichi, que la esperaba escondido. ¿Haría mucho frío entre los matorrales nevados? Se imaginó las hojas y las ramas congeladas clavándose en sus manos y en sus mejillas entumecidas.

En la pared de enfrente había un mapa de la región. Una chincheta roja indicaba el punto donde se encontraba la comisaría local. En el mapa también aparecían el pequeño pueblo donde estaba el minimercado y el faro donde Yuichi y ella se habían escondido.

—Disculpe, tengo que ir al baño —anunció Mitsuyo, levantándose del banco.

El agente tapó el auricular con la mano y, tras unos instantes de duda, abrió la puerta que daba a la sala contigua. Mitsuyo se lo agradeció con una leve inclinación de cabeza y entró. Le pidió permiso para cerrar la puerta, y el agente asintió mientras volvía a ponerse el auricular junto a la oreja. Ella cerró la puerta. Se encontraba en una sala de unos seis tatamis donde había un futón enrollado por si alguien necesitaba descansar.

—El sospechoso no puede andar muy lejos. No, no hay ningún lugar donde pueda pasar mucho tiempo escondido —dijo la voz del agente al otro lado de la puerta.

Mitsuyo vio la puerta del lavabo y, justo al lado, una ventana. La abrió casi impulsivamente. Se subió en una silla plegable y salió por la ventana. No se volvió ni una sola vez. Saltó el pequeño muro que había en la parte trasera de la comisaría, atravesó un jardín privado y salió a la calle. Al fondo se veía una colina, en la cima de la cual se encontraba el faro. Tuvo la sensación de que podía oír la voz de Yuichi llamándola, y tomó la determinación de volver al faro aunque tuviera que arrastrarse por la empinada pendiente de la pista forestal.

Mientras caminaba al lado de Koki Tsuruta, Yoshio se preguntaba si podía confiar en él. El joven había aparecido casualmente en el lugar donde él se estaba peleando con Masuo, y luego había tenido la amabilidad de acompañarlo al hospital. Sin embargo, no tuvo reparos en admitir que era amigo de Masuo.

—¿Tú también conocías a Yoshino? —le preguntó, receloso.

Las blancas mejillas de Tsuruta, que parecía que nunca estuvieran expuestas al sol, estaban rojas de frío.

—Eh… no. No directamente —repuso el joven, con cierta ambigüedad.

Tsuruta siguió caminando en silencio hacia el centro de la ciudad. No llamó a ningún taxi y pasó de largo ante la estación de metro, de modo que Yoshio dedujo que su objetivo no podía estar muy lejos.

—Así que vas a la misma universidad que ese tipo, ¿no? —le preguntó Yoshio.

—Sí —repuso Tsuruta brevemente.

—Pero supongo que no te cae muy bien.

—Al contrario, somos buenos amigos.

Al oír esa respuesta, Yoshio soltó una breve carcajada. Si tan buenos amigos eran, ¿por qué estaba a punto de presentarse ante él con un hombre desconocido que llevaba una llave inglesa en el bolsillo?

—Salí de mi casa con la intención de matarlo. ¿Entiendes cómo me siento?

Era muy extraño abrirle el corazón al mejor amigo del joven que había dejado tirada a su hija en una carretera solitaria.

—¿Tus padres están vivos? —le preguntó Yoshio.

—Sí —dijo Tsuruta, respondiendo de nuevo con brevedad.

—¿Os lleváis bien?

—No demasiado.

Su respuesta no dejaba lugar a dudas.

—¿Tienes a alguien que signifique mucho para ti? —Al oír la pregunta de Yoshio, Tsuruta se detuvo de repente e inclinó la cabeza a un lado, como si reflexionara—. Me refiero a alguien cuya felicidad te haga sentir feliz a ti también —aclaró Yoshio, y Tsuruta meneó la cabeza en silencio.

—No tengo a nadie así —susurró.

—Hay demasiada gente como tú —dijo Yoshio sin pensar—. En este mundo hay demasiada gente que no tiene a nadie que le importe de verdad, por eso se sienten capaces de cualquier cosa. Si no tienes nada que perder, te sientes más fuerte. Si no puedes perder nada, tampoco puedes desear nada. No echas nada en falta, y miras por encima del hombro a los demás, que sufren pérdidas, desean cosas y se sienten felices y desdichados alternativamente. Pero así somos hoy en día. Y así nos van las cosas.

Tsuruta lo escuchó de pie, inmóvil, hasta que Yoshio le dio una palmadita en la espalda para que reanudara la marcha.

—Bueno, ¿qué? ¿Nos vamos o no?

Tsuruta se detuvo frente a una cafetería con un ventanal que daba a la calle. El cristal pulido estaba decorado con letras de alfabetos extranjeros pintadas de color blanco. A través del ventanal se veían unas chicas jóvenes comiendo ensalada en dos grandes cuencos.

Yoshio dejó atrás a Tsuruta, que se quedó plantado en la puerta, y entró solo en el local. Nada más entrar, sus oídos recibieron una mezcla de sonidos en los que distinguió la música ambiental, el ruido de platos en la cocina y las carcajadas de los comensales.

Masuo no estaba en ninguna de las mesas más próximas a la entrada, ni tampoco en la barra alrededor de la cocina. Ignorando a la camarera que había acudido a recibirlo, Yoshio se adentró en el interior de la cafetería. En un sofá había dos chicos jóvenes sentados de cara a él. Escuchaban embelesados a Masuo, que les explicaba algo de espaldas a Yoshio, y se reían a carcajadas.

Yoshio se aproximó a ellos. Masuo siguió hablando y gesticulando a la vez, sin advertir su presencia.

—… y el tío va, me coge de las piernas y dice: «¡Mi hija murió por tu culpa!». Os lo juro. Estaba completamente loco, ¡ja, ja! Si hubierais visto su cara… ¡para descojonarse! Era como los viejos a los que Macchan imita a veces, ¿sabéis lo que quiero decir?

Los dos amigos de Masuo se partían de risa escuchándolo. Yoshio no entendía cómo podía parecerles graciosa la cara de un padre desesperado que ha perdido a su hija. Al final, los dos chicos advirtieron su presencia. Masuo se volvió y, por un instante, se le cortó la respiración.

No lo entendía. Yoshio no entendía por qué Masuo se burlaba de la tristeza de los demás. Tampoco lograba comprender a sus dos amigos, que se reían a carcajadas, ni a la gente que le había mandado cartas calumniando a Yoshino. Tampoco entendía a los presentadores de los programas de entretenimiento, que calificaban a su hija de «mujer indecente».

«Yoshino —susurró Yoshio para sus adentros—. Papá no entiende nada».

Masuo se levantó de su asiento. No dijo nada, pero estaba muy pálido. Por algún motivo, la llave inglesa que Yoshio llevaba en el bolsillo le pareció ligera como una pluma.

—¿De qué os reís? —les preguntó el barbero, que quería saber la respuesta. Masuo dio un paso atrás—. Seguid viviendo así, si queréis —dijo, dejándose llevar por un impulso—. Seguid riéndoos de los demás, si es que ése es vuestro estilo de vida.

Se sentía terriblemente triste. Su tristeza era tan grande que borró el resentimiento de un plumazo. Los tres jóvenes estaban estupefactos. Yoshio sacó la llave inglesa de su bolsillo y la arrojó a los pies de Masuo. Luego abandonó la cafetería sin añadir nada más.

Eran más de las cuatro de la tarde cuando Yoshio llegó a Kurume después de haber pasado dos días fuera de casa. Se sentía muy culpable al pensar que le había dado un motivo de preocupación a su esposa Satoko, que últimamente se pasaba el día llorando.

Aparcó el coche y se dirigió a su casa arrastrando los pies. Desde que Yoshino no estaba, no tenía fuerzas para nada. Ni siquiera sabía si había tomado la decisión correcta o se había equivocado al plantarse frente a Masuo justo cuando se estaba burlando de él y dar media vuelta sin haber intentado hacerle nada.

Al salir del aparcamiento, vio a lo lejos el letrero donde ponía «Barbería Ishibashi». Al principio, Yoshio no dio crédito a sus ojos. La barra luminosa rotatoria estaba encendida y giraba por primera vez desde que su hija había muerto. Todavía incrédulo, apretó el paso. Cuanto más se acercaba, más se convencía de que la barra luminosa giraba de verdad.

Yoshio echó a correr. Cuando llegó a la barbería, se detuvo unos instantes para recuperar el aliento y abrió la puerta. En el interior no había ningún cliente. Satoko, que llevaba una bata blanca, estaba doblando una toalla recién lavada.

—Cariño, has… ¿has abierto la barbería? —le preguntó Yoshio.

—¡Qué susto me has dado! —exclamó ella con los ojos como platos, sobresaltada por la brusca irrupción de su marido—. Si no abría yo, no abría nadie, ¿verdad? Por cierto, el señor Sonobe acaba de venir a cortarse el pelo —anunció sonriendo.

—¿Y se lo has cortado tú?

Su esposa, que llevaba años sin pisar la barbería porque le daba grima tocar el pelo de los clientes, ahora estaba delante de él con una bata blanca.

—¿Estabas preocupada por mí? —le preguntó Yoshio. Ella meneó la cabeza en silencio mientras doblaba la toalla—. Ya estoy en casa —dijo Yoshio.

El sol del atardecer iluminaba las letras de la puerta y proyectaba las sombras en el suelo, donde se leía: «Barbería Ishibashi».

Fusae quiso llevarse la bufanda puesta. Al ver que se disponía a enrollársela alrededor del cuello, la dependienta le enseñó a atársela con un elegante nudo. Fusae pagó y salió de la tienda. El simple hecho de haberse comprado una bufanda la ayudaba a caminar más erguida.

Cruzó el parque y salió detrás de la estación de autobuses. De noche, aquella calle solía llenarse de tenderetes que vendían comida y bebida, pero aún era temprano, y los pocos que había estaban cerrados con planchas metálicas y candados. Al fondo de la calle había un aparcamiento de pago y, un poco más adelante, empezaba el animado distrito comercial.

Desde la ventana del despacho donde aquellos hombres la habían obligado a firmar se veía el aparcamiento. Aquel día, estaba tan asustada que ni siquiera se atrevió a levantar la vista, pero hubo un momento en el que el jefe, que jugaba a ser amable con ella, le trajo una taza de té. Entonces fue cuando echó un breve vistazo por la ventana.

Fusae siguió avanzando hasta la valla que rodeaba el aparcamiento, tragó saliva una sola vez, se volvió lentamente y levantó la vista hacia el edificio que tenía a sus espaldas. Era un viejo bloque de pisos normal y corriente, con unas estrechas escaleras que subían hasta el vestíbulo. Desde la calle sólo se veía la mitad inferior de la puerta azul del ascensor.

Vio pasar a un joven padre que llevaba a una niña pequeña a caballito. Probablemente iban a comer al barrio chino. La niña intentó quitarse la gorra de Papá Noel que llevaba en la cabeza porque debía de molestarle, pero la madre, que caminaba a su lado, se la encasquetó de nuevo.

Fusae agarró con fuerza el bolso que colgaba de su muñeca, hizo una profunda inspiración y reanudó la marcha. Se había propuesto avanzar con firmeza, pero de repente se sintió insegura, como si caminara por encima de una tabla que flotaba en el agua.

Entró en el edificio sumido en la penumbra. Cuando puso el pie en el primer peldaño de las escaleras, cuyas baldosas estaban medio descantilladas, estuvo a punto de sucumbir a la tentación de salir corriendo y tuvo que apoyarse en el pasamanos, negro y reluciente.

«Yuichi, ¿dónde estás, cariño?».

Fusae subió el primer peldaño.

«Pase lo que pase, tu abuela siempre estará a tu lado». Puso el pie en el siguiente peldaño.

«Tú también debes hacer lo correcto y te da miedo, ¿verdad? Pero no puedes huir. Debes hacerlo. Tu abuela tampoco desistirá».

Fusae pulsó el botón del ascensor. Su brazo temblaba bajo el peso del bolso. Las puertas se abrieron enseguida. Entró en el pequeño ascensor, donde no cabían más de tres personas a la vez, y mantuvo pulsado el botón del segundo piso hasta que las puertas se cerraron. Cuando se abrieron de nuevo, salió a un oscuro pasillo con una única puerta al fondo.

«No debes huir, Yuichi. Sé que tienes miedo, pero no debes huir. Huir no cambiará las cosas ni ayudará a nadie», murmuró Fusae, mientras avanzaba como una autómata por el estrecho pasillo. Se detuvo frente a la puerta y oyó risas de hombres procedentes del otro lado. Se quedó petrificada. Entre las carcajadas se oía un televisor, donde una chica gritaba mientras una montaña rusa rugía de fondo. Cada vez que gritaba, los hombres soltaban una carcajada.

Fusae apretó los dientes e hizo girar el frío pomo. La puerta no estaba cerrada con llave y se abrió un poco. El olor a tabaco se escapó a través de la estrecha abertura. Acabó de abrir la puerta y vio a tres hombres arrellanados en un sofá en torno al televisor, de espaldas a la puerta. El que parecía más joven advirtió enseguida la presencia de la anciana plantada en la puerta.

—¿Qué? —preguntó, con aire de fastidio.

Fusae dio un paso adelante. No sabía si el suelo estaba temblando o si era su propio cuerpo. El hombre que le había dirigido la palabra se levantó, y los otros dos se volvieron para dirigirle un vistazo.

—¿Qué quieres, vieja?

El hombre se acercó a ella. Sus compañeros habían vuelto a centrar la atención en el televisor.

—No pienso aceptar ese contrato anual —murmuró Fusae, con un esfuerzo sobrehumano.

—¿Qué? ¿Cómo dices? —le preguntó el hombre que se había acercado a ella, como si no la hubiera oído bien.

—¡Que no pienso aceptar el contrato anual! ¡Quiero cancelarlo! —gritó Fusae. Todo empezó a girar a su alrededor, como si fuera a perder el conocimiento. Los dos hombres del sofá se volvieron ante aquel grito inesperado.

—¡Quiero cancelar ese contrato! No tengo dinero para pagar, ¡así que quiero anularlo! —gritó Fusae, escupiendo saliva sin querer y blandiendo el bolso, que chocó con una estantería.

Los tres hombres rompieron a reír al ver la resistencia desesperada de la anciana, pero ella los ignoró.

—Siempre he tenido que luchar para sobrevivir, y no permitiré… ¡no pienso permitir que nadie vuelva a aprovecharse de mí!

Dicho eso, Fusae salió del piso jadeando. Atravesó el pasillo tambaleándose y chocando contra las paredes. «Perseguidme si queréis, reíros de mí si os apetece», pensaba. Pero no oyó pasos ni carcajadas tras la puerta cerrada. En el oscuro pasillo reinaba un silencio glacial.

El sol del atardecer ya rozaba la línea del horizonte. Desde el extremo del acantilado, Yuichi siguió con la mirada dos aves marinas que volaban hacia el disco solar. Antes de que el sol se hundiera en el horizonte, regresó a la cabaña del faro. A pesar de que no había calefacción, al entrar se dio cuenta del frío que había pasado al aire libre.

Sobre la tabla de madera había el saco de dormir que Mitsuyo había doblado, y también el zumo de naranja que se había tomado, el envoltorio del chocolate que se había comido y unas piedrecitas que había dejado alineadas en el suelo. Yuichi se sentó sobre el saco de dormir. Notó en el trasero el frío que desprendía el cemento y que le llegaba a través de la tabla de madera.

Mientras estuvo escondido entre los arbustos, un cúmulo de nieve le cayó sobre el cogote desde las hojas de los árboles. Estaba muy fría. Se encogió de hombros con un escalofrío y la nieve derretida se deslizó a lo largo de su espalda. Mitsuyo sólo había ido a comprar provisiones, pero tardaba mucho en volver. Preocupado, Yuichi salió de su escondite. De repente, justo antes de pisar la calle principal, vio a un agente de policía caminando desde la parada del autobús. Yuichi se escondió inmediatamente tras un poste de teléfono. El agente clavó un cartel en el tablón de anuncios del otro lado de la calle y volvió a cruzarla hacia la parada.

Yuichi permaneció un rato a la espera e hizo un nuevo intento de salir a la calle. En ese preciso instante, un coche patrulla pasó zumbando, con la sirena aullando. Yuichi volvió a esconderse precipitadamente tras el poste. Esperó cinco, diez minutos, pero no había ni rastro de Mitsuyo. Yuichi pensó que tal vez había visto el coche patrulla y había regresado al faro desde el templo. Se abrió paso a través de la maleza y volvió a subir la cuesta. Sin embargo, por más que esperase, Mitsuyo no regresó.

Yuichi golpeó con el dedo las piedrecitas que ella había alineado en el suelo. Eran de distintos tamaños y colores, y formaban una línea recta. No sabía si significaban algo. Las recogió con una mano y repiquetearon al chocar entre sí.

«Mitsuyo», susurró, mientras estrujaba las piedrecitas en la mano. Era el único nombre que tenía en la cabeza. Entonces fue cuando oyó el alboroto procedente del pie de la colina. Normalmente, desde el faro no se oía nada de lo que ocurría abajo, pero en esa ocasión unos ruidos sospechosos subían hasta la cabaña.

Sosteniendo las piedrecitas en la palma de la mano, Yuichi se precipitó hacia el exterior de la cabaña. El sol ya se había escondido, y la oscuridad difuminaba los límites entre el mar y el acantilado. Entre las luces del pueblo, que se distinguían vagamente al pie de la colina, vio los destellos rojos de varios coches patrulla circulando por las calles. Las luces rojas cruzaban el pueblecito desde todas direcciones, y el aullido de las sirenas resonaba en el interior del bosque. El alboroto procedente del pueblo hacía que el silencio que reinaba en el acantilado pareciera más profundo. Yuichi desvió la vista del pueblo y contempló el faro abandonado que se erguía detrás de él, recortándose en el cielo nocturno.

De repente, Yuichi recordó que, cuando su madre lo abandonó de pequeño, estuvo contemplando un faro que había en la orilla opuesta. «Volveré enseguida», le dijo ella antes de desaparecer. Yuichi la creyó y la esperó, pero su madre no volvió a recogerlo. Estaba seguro de que lo había abandonado porque había hecho algo malo, y se devanó los sesos intentando averiguar qué era. Al final, no logró encontrar ningún motivo por el que su madre pudiera haberse enfadado con él.

Cuando zarpó el último ferry, Yuichi se levantó, cansado de esperar, y se puso a caminar solo a lo largo del embarcadero. Entonces una niña se le acercó corriendo desde el aparcamiento. Habría aprendido a caminar hacía poco, porque no parecía tener ningún control sobre sus piernas, que se movían por inercia. Cuando llegó a su lado, Yuichi la detuvo. Todavía recordaba la expresión de alivio que había aparecido en la cara de la niña. Su padre, que venía tras ella, la cogió en brazos y ella le alargó a Yuichi el chikuwa de pescado que llevaba en la mano. Él no quería aceptarlo, pero el padre insistió: «Acabamos de comprarlo, cómetelo», le dijo, y se lo dio. Yuichi lo aceptó dándole las gracias. Luego se dio cuenta de que era lo único que había comido desde que su madre lo abandonó hasta la mañana siguiente, cuando lo encontró el empleado que trabajaba en el embarcadero.

Yuichi arrojó las piedrecitas contra el faro. «Mitsuyo…», repitió de nuevo. Las piedrecitas de distintos tamaños se dispersaron en el aire. La más grande fue la única que alcanzó la base del faro.

Se le ocurrió que tal vez Mitsuyo viajara en uno de los coches patrulla, que quizá la hubieran detenido. En ese caso, debía ir a rescatarla. «Me la llevé en contra de su voluntad. La secuestré y la obligué a que me acompañara», le diría a la policía. No, no tendría por qué hacerlo. Mitsuyo volvería. La policía no la había detenido. Volvería con la bolsa de la compra y le diría sonriendo: «Siento llegar tarde». Cuando se despidieron, ella le había dicho con una sonrisa: «Pronto estaré de vuelta».

Yuichi se agachó para coger una piedra del suelo y la arrojó contra el faro. La ausencia de Mitsuyo le dolía como un puñal clavado en el pecho. Pensó que ella también estaría sola en algún lugar, y no quería que sintiera el mismo dolor. Con que lo experimentara él era suficiente.

La corteza del árbol se rompió y se le clavó bajo las uñas. Soportando el dolor, Mitsuyo se sujetó a una estrecha rama y siguió avanzando a través de las rocas. El bosque estaba completamente a oscuras, y no hacía más que pisar ramas secas. Sin embargo, cuando ponía el pie en una roca cubierta de musgo, resbalaba y se caía al suelo embarrado.

Desde que había huido por la ventana de la comisaría, su único objetivo era alcanzar la cima de la colina donde se encontraba el faro. Mientras se dirigía hacia allí, había tenido que cruzar un jardín particular, donde una mujer que se encontraba bajo el porche le había llamado la atención, pero Mitsuyo saltó al otro lado de la cerca sin volverse y se adentró en la oscuridad del bosque.

La nieve acumulada en las hojas y las ramas de los árboles reflejaba la escasa luz que había y le iluminaba un poco el camino. Sin embargo, estaba tan fría que Mitsuyo había perdido la sensibilidad en los dedos. Levantó la vista y vio el cielo al final del bosque. Si conseguía llegar hasta allí, encontraría el faro donde Yuichi la estaría esperando. Las zarzas a las que se agarraba estaban llenas de espinas, y las estrechas ramas se doblaban a su paso y le azotaban el rostro.

A pesar de todo, Mitsuyo seguía subiendo, trepando por las rocas. Tenía la sensación de que la tristeza que la había invadido al subir al coche patrulla la perseguía desde abajo y la alcanzaría si se detenía, aunque sólo fuera por un instante. Ya no le quedaba fuerza de voluntad para reflexionar sobre lo que estaba haciendo o lo que había hecho. Lo único que quería era volver a ver a Yuichi. Apenas podía soportar estar sin él en aquellos instantes, y no quería que Yuichi, que estaría esperándola en el faro, se sintiera solo. No sabía de dónde sacaba tantas energías. Hasta entonces, había ignorado que en su interior tuviera tanta fuerza para amar.

—¡Yuichi! —lo llamaba Mitsuyo, mordiéndose los labios cada vez que las frías ramas le abofeteaban el rostro.

«Me está esperando en el faro. Estoy segura de que me está esperando. Hasta ahora nunca había tenido un lugar donde alguien me estuviera esperando, un lugar al que sólo tengo que llegar para encontrar a alguien que me quiera. No sabía que existiera porque, en treinta años, nunca lo había encontrado. Pero ahora sé dónde está, y es allí adónde voy». Con las manos entumecidas e insensibles, Mitsuyo siguió agarrándose a las frías ramas y trepando por las húmedas rocas del bosque.

Aquel día, las temperaturas del norte de Kyushu se mantuvieron bajo cero. A partir de las cinco de la tarde, se decidió reducir el límite de velocidad de la autopista de Kyushu. Era obligatorio circular con cadenas por las carreteras de montaña, y el hielo se había acumulado incluso en algunas vías urbanas. En el telediario pronosticaron un intenso temporal de nieve para aquella misma noche, y se temía que el tráfico se colapsara. Pasadas las cinco y media, se cortó la carretera del puerto de Mitsuse. La noticia apareció en la pantalla de los televisores mientras se emitía un informativo humorístico y volvió a desaparecer enseguida.

Justo a esa hora, una anciana entró en la comisaría de un pueblo de costa. Declaró haber visto a una mujer joven corriendo hacia las colinas tras haber cruzado su jardín, unos veinte minutos antes. El agente que le tomó declaración empalideció y extendió rápidamente un mapa. La comisaría del pueblo, normalmente desierta, aquel día parecía un hormiguero de agentes de policía.

El camino que se adentraba en el bosque desde la casa de la anciana conducía al faro abandonado. Los dedos de los agentes reunidos en la comisaría coincidieron en el mismo punto sobre el mapa.

—Le he preguntado adónde iba, pero ella ha seguido corriendo hacia la colina sin volverse ni una sola vez —explicó la anciana, que no parecía preocupada en absoluto. Sin embargo, los agentes ya habían salido corriendo de la comisaría y no oyeron sus palabras.

Mientras tanto, Yuichi había tomado la decisión de abandonar la cabaña del faro y estaba recogiendo el saco de dormir. Sabía que probablemente no iba a necesitarlo porque lo detendrían en cuanto llegara al pie de la colina pero, aunque fuera inútil, se lo echó a la espalda. En cuanto hubo apagado las velas, las blancas nubes de vaho de su aliento era lo único que se distinguía en la oscura cabaña.

Yuichi salió al exterior y se dio cuenta de que la agitación procedente de la ciudad había aumentado. Los coches patrulla que habían estado recorriendo las calles en todas direcciones ahora se dirigían en fila hacia el faro. Yuichi sintió que las fuerzas lo abandonaban, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para tenerse en pie.

Entonces fue cuando las ramas de los arbustos se movieron entre la oscuridad, y oyó la voz de Mitsuyo susurrando su nombre.

—¡Mitsuyo! —gritó.

—¡Yuichi! —le respondió ella.

Al agitar los árboles, la masa de nieve acumulada en las hojas cayó al suelo. Yuichi saltó al otro lado de la cerca y corrió hacia el oscuro bosque. Mitsuyo tenía hojas secas y ramitas enredadas en el pelo, los dedos ensangrentados y las mejillas húmedas de nieve y de lágrimas.

—He vuelto… —susurró, esbozando una débil sonrisa. Yuichi la ayudó a cruzar la cerca.

—No quería separarme de ti —murmuró, mientras él intentaba calentar con su aliento los dedos agarrotados de Mitsuyo.

—Me he escapado. No podía separarme de ti sin decirte adiós.

Él le frotó las extremidades entumecidas para que entrara en calor. A pesar de que Yuichi tenía los dedos fríos, notó el contraste con las mejillas heladas de Mitsuyo. La estrechó entre sus brazos y la llevó a la cabaña. De repente, Mitsuyo se quedó paralizada al ver la hilera de coches patrulla que subían por la pista forestal con las luces rojas encendidas. La comitiva se dirigía indudablemente al faro. El aullido de las sirenas resonaba a través del bosque. Yuichi la empujó por la espalda. Cuando entraron en la cabaña, extendió el saco de dormir que llevaba a la espalda. Intentó que Mitsuyo, que estaba agotada, se sentara a descansar, pero ella permaneció abrazada a su cuello. Las sirenas sonaban cada vez más cerca.

—Lo siento. Siento no haber podido hacer nada por ti.

Abrazada a su cuello, Mitsuyo rompió a llorar.

—Sabía que al final nos encontrarían, y fui muy egoísta. Si no hubiera pensado sólo en mí misma cuando te pedí que huyeras conmigo…

Sollozaba convulsivamente, rodeando el cuello de Yuichi con los brazos.

—No he hecho nada por ti, pero tú te has quedado conmigo… ¿Cómo puedes abrazarme sin decir nada con lo estúpida que he sido? Me duele ver que me tratas tan bien y me da rabia no haber podido hacer nada. Todo ha sido culpa mía. Yo tengo la culpa, yo te dije que te entregaras a la policía y luego te pedí que no lo hicieras. La culpa es sólo mía.

Yuichi se limitaba a escucharla en silencio mientras ella hablaba entre sollozos. Cuanto más alto lloraba, más cerca aullaban las sirenas de la policía. La hilera de coches patrulla estaba a punto de llegar al faro. Yuichi se desprendió de los brazos de Mitsuyo, que le rodeaban el cuello. Al principio, ella no supo cómo reaccionar, y hundió la cara en su pecho. Él la rechazó y la miró directamente a los ojos llorosos.

Un haz de luz roja irrumpió en el interior de la cabaña a través del cristal de la ventana, y las mejillas húmedas de Mitsuyo se tiñeron de rojo. Cuando se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, intentó abrazar de nuevo a Yuichi. Los pasos de los agentes se acercaron.

—No soy el hombre que tú crees —dijo Yuichi, y le dio un fuerte empujón a Mitsuyo, que cayó sobre la tabla de madera.

Ella soltó un grito seco que resonó en la cabaña. Las linternas de los agentes iluminaron el interior a través de la ventana. Entonces Yuichi se sentó encima de ella con las piernas abiertas y le rodeó el cuello con sus frías manos. Mitsuyo intentó gritar, con los ojos muy abiertos. Yuichi cerró los ojos y apretó las manos con fuerza. La puerta se abrió detrás de él. La luz de unas cuantas linternas cayó sobre ambos y los enfocó en aquella posición.

¿Cuándo fue? Tuvo que ocurrir poco después de habernos conocido, cuando yo aún esperaba impaciente que me trajera la comida. Estábamos en la cama de la cabina del centro de masajes, como siempre, hablando mientras comíamos, pero no sé de qué. Ah, sí, hablábamos de nuestras madres.

La verdad es que ya había olvidado aquella conversación, pero cuando lo detuvieron y empezaron a hablar de él en todos los programas de la tele, regresó a mi memoria. Concretamente me acordé cuando su madre salió en la tele con una actitud muy amenazante. Se puso en plan agresivo y le dijo al entrevistador: «¡Yo ya he recibido suficiente castigo!». Al ver eso, recordé la conversación que habíamos mantenido aquel día.

Soy hija única y me crié con mi madre. Aunque pueda sonar un poco raro teniendo en cuenta el trabajo al que me dedicaba, creo recordar que le dije a Yuichi que lo último que quería era hacer sufrir a mi madre. Entonces él se puso muy serio y me confesó: «No se lo digas a nadie, pero cada vez que veo a mi madre le pido dinero».

Tampoco era tan raro, así que me limité a responderle vagamente. Pero él estaba muy serio. Parecía sentirse culpable, como si estuviera a punto de decirme que tenía remordimientos de conciencia o algo así. La verdad es que tenía pinta de ser una historia de lo más aburrida, pero luego, al contrario de lo que yo esperaba, me dijo: «Me duele pedirle dinero, porque no lo necesito». «Pues no se lo pidas», le respondí yo, riendo. Él hizo una pausa para reflexionar, y luego añadió: «Pero ambos tenemos que ser víctimas».

En ese momento no entendí a qué se refería, pero justo cuando iba a pedirle que me lo explicara se nos acabó el tiempo y sonó el teléfono. Así terminó la conversación. A partir de entonces, siguió trayéndome la comida cada vez que venía, pero creo que no volvió a hablarme de su madre.

Últimamente, los medios de comunicación le están dando demasiada importancia a las declaraciones de Yuichi y de la chica que lo acompañó hasta el final, la que estuvo a punto de morir asesinada. Cada vez que leo o escucho una noticia sobre el caso, no puedo evitar acordarme de la cara que puso al decir: «Pero ambos tenemos que ser víctimas». Por eso a veces pienso que me gustaría conocer a esa chica de Saga que estuvo con él hasta el último momento. Hay algo en la mirada de Yuichi que no consigo olvidar. Aunque conociera a esa chica, nada cambiaría, por supuesto. Quizá podría escribirle una carta… Pero no, será mejor que no me entrometa. Tal y como él mismo ha declarado, es posible que se dejara llevar por un impulso asesino, tanto en el puerto de Mitsuse como en el faro. Puede que fuera esa clase de hombre.

Al final, conseguí abrir mi propio restaurante, pero tuve que cerrarlo el mes pasado. Tuve la mala suerte de caer enferma nada más abrir el negocio. Ahora me dedico otra vez a los masajes eróticos. Invertí todos mis ahorros en abrir mi propio negocio, así que después de cerrar necesitaba dinero. Me asusta pensar en la edad que tengo, pero por ahora es lo único que puedo hacer…

Ya les he contado todo lo que pasó. No tengo nada más que añadir, ni quiero modificar mi confesión. Acosar a las mujeres me proporciona placer, me excita ver el sufrimiento de una mujer acorralada. Nunca había sido consciente de ello, pero siempre lo he llevado dentro. Supongo que mis primeras declaraciones saldrán en todos los titulares de la prensa, pero es lo que he dicho. Así es como soy.

Al principio, no tenía la intención de matar a la señorita Yoshino Ishibashi cuando decidí seguirla. Teníamos una cita, pero ella se me quitó de encima con la excusa de que no tenía tiempo y, para colmo, subió al coche de otro chico delante de mis narices. Sólo quería que me pidiera disculpas, por eso la seguí. Pero luego, en mitad de la carretera, vi cómo el chico la echaba de su coche con malos modos. Me detuve con la intención de ayudarla, pero ella me rechazó y me amenazó con denunciarme a la policía. Cuando quise darme cuenta, ya la había estrangulado.

Tal y como dicen ustedes, señores inspectores, quizá fue entonces cuando me di cuenta de que me excitaban las mujeres en apuros. Por eso quise matar a otra chica en vez de entregarme, y quedé con la señorita Mitsuyo Magome, que me había escrito casualmente.

Cuando nos encontraron, la señorita Magome declaró que me había acompañado por voluntad propia, pero la verdad es que la amenacé y la sometí a un acoso psicológico permanente. Le confesé que había asesinado a la señorita Ishibashi para que comprendiera que yo era un tipo violento que no la dejaría huir fácilmente, así que se vio obligada a obedecerme. Como ella hacía todo lo que le mandaba y yo no tenía dinero, me resultó mucho más fácil fugarme con ella que hacerlo solo.

Tengo entendido que la señorita Magome intentó defenderme y declaró que en ningún momento había recibido amenazas ni malos tratos por mi parte, pero supongo que, tal y como dicen ustedes, el miedo no es algo que desaparezca al instante, aunque ahora ya esté en libertad. Dicho de otra forma, creo que conseguí manipularla a base de miedo. Mientras estuvimos juntos, ella estaba aterrorizada. Pasó mucho miedo cuando le expliqué cómo había matado a la señorita Ishibashi, cuando la obligué a que me acompañara a un hotel, cuando íbamos en coche y cuando llegamos al faro, y a mí me excitaba verla tan asustada.

El inspector ya me ha dicho que mi abuelo murió al día siguiente de mi detención. Fue como un padre para mí, y no sabe cuánto lamento haberle dado un disgusto tan grande al final de sus días. Lo mismo siento por mi abuela. Sé que ha ido a visitar a la familia Ishibashi y a la familia Magome para pedirles disculpas, y que ninguna de las dos familias ha querido recibirla. Mi abuela es una mujer tímida que no sabe hacer nada por sí sola, y cuando pienso que ha sido capaz de… Mis abuelos no tienen la culpa de nada, son inocentes.

Les he escrito una carta de mi puño y letra a los padres de Yoshino Ishibashi. No he obtenido respuesta. Ya sé que no debo esperar una respuesta y que, en realidad, no tenía derecho a escribirles. Aunque me disculpe una y otra vez, ya no hay vuelta atrás. Fueran cuales fueran mis motivos, no puedo deshacer lo que hice. La única forma de disculparme sería morir. Sé que a la gente como yo no les queda otra opción. Sin embargo, hasta que llegue el momento no puedo hacer nada más que juntar las manos para rezar y seguir disculpándome.

Sé que no me porté bien con la señorita Magome, por supuesto. Si la policía hubiera tardado un poco más en llegar, habría acabado igual que la señorita Ishibashi. Estoy convencido. Estuve imaginando aquella escena desde que la conocí, y casi podía sentir su cuello entre mis manos. Tal y como les he dicho varias veces, la señorita Magome nunca me ha gustado. Sólo lo fingí porque pensé que me iría bien fugarme con ella y contar con su dinero. Me metí tanto en el papel, que me engañé a mí mismo y al final acabé creyendo que me gustaba de verdad. Pero ahora, cuando lo pienso, me doy cuenta de que podría haber sido cualquier otra. No tenía por qué ser ella.

Pero si nunca nos hubiéramos visto…

Si no la hubiera conocido…

Aquella noche, cuando Yoshino Ishibashi me amenazó con denunciarme a la policía, tuve la sensación de que, por mucho que insistiera en que yo no le había hecho nada, nadie me creería. Me sentí como si no hubiera nadie que confiara en mí. Entonces me asusté e hice lo que hice. Pero, en el fondo, no era capaz de aceptar lo que había hecho, por eso huí como un cobarde.

¡Pero ahora es distinto! Ahora hay gente que me cree. Soy consciente de ello. Por eso puedo decir abiertamente que soy un asesino. Un asesino que mató a Yoshino Ishibashi y secuestró a la señorita Magome.

¿Puedo preguntarle algo antes de acabar? Me han dicho que la señorita Magome ha sido readmitida en su lugar de trabajo, ¿es cierto? Supongo que no podré volver a verla, ¿no? Sé que no tiene mucho sentido lo que voy a decir, pero me gustaría que la señorita Magome olvidara pronto todo lo que ha pasado y pudiera ser feliz. ¿Les importaría decírselo de mi parte? Aunque no pueda volver a verla, por lo menos me gustaría que le transmitieran este mensaje. Supongo que estará resentida conmigo y que no querrá saber nada de mí. Sólo quiero que se lo digan, con eso me basta…

Mi hermana y yo volvemos a vivir juntas. Mis compañeros de la tienda me han ayudado mucho, y a principios de mes volví al trabajo. Todo sigue igual que siempre. He recuperado la vida que llevaba antes de conocerlo.

Cuando todo terminó, los medios de comunicación estuvieron acosándonos a mi familia y a mí, pero ahora me levanto cada mañana a las ocho, voy al trabajo en bicicleta, por la noche vuelvo a casa y preparo la cena para mi hermana y para mí.

En mi último día libre fui al centro comercial del barrio, donde hice algo que llevaba mucho tiempo sin hacer: me compré un CD de mi cantante favorito. Creo que, últimamente, estoy un poco más tranquila.

Desde que detuvieron a Yuichi, los inspectores me han tenido al corriente de sus declaraciones sobre el caso. Al principio no me lo creía, naturalmente. Dijo cosas como que disfrutaba viendo sufrir a las mujeres, o que sólo se fugó conmigo por mi dinero. No me creía nada de lo que me contaban. Sin embargo, al final acabé pensando que quizá era yo la que me había formado una idea equivocada. Me enamoré como una tonta y quizá él me estuvo utilizando de verdad.

Por suerte, sus declaraciones han armado tanto revuelo en la prensa que la gente ha dejado de tirar piedras contra las ventanas de mis padres. Ya casi nadie viene a la tienda para curiosear o para verme en persona, y la gente tampoco me mira mal cuando voy por la calle. Todo se debe a que ya no soy la mujer que se fugó con él, sino una víctima a la que él se llevó a la fuerza. Mi hermana y mis padres me propusieron que me mudara a otra ciudad, pero yo nunca he sabido ir a ningún sitio, ni siquiera mientras huía con él. No tengo otro lugar adonde ir.

He leído bastantes artículos sobre el caso, y siempre tengo la sensación de que no hablan de mí, sino de otra mujer. No es que intente huir de la realidad. Sin embargo, cuando echo la vista atrás me siento como si no fuera yo la mujer que hizo todo lo que recuerdo. Es como si, mientras estuve con él, olvidara quién era. Me creía capaz de cualquier cosa, pero seguía siendo igual de inútil que siempre.

El otro día fui por primera vez a llevar un ramo de flores al puerto de Mitsuse, en el lugar donde murió Yoshino Ishibashi. Me costó mucho reunir las fuerzas para hacerlo, pero me sentía obligada. «Tú también eres una víctima, no tienes por qué ir», me decía mi hermana, pero aquel día, cuando él me confesó el asesinato en el restaurante de calamares de Yobuko, le perdoné. Pensé sólo en mí misma y le perdoné que le hubiera quitado la vida a Yoshino, fueran cuales fueran sus motivos. Por eso siento que tengo el deber de pedirle disculpas a esa chica durante el resto de mi vida.

El lugar donde Yoshino murió es una curva triste y oscura incluso de día. Las flores que había estaban marchitas, pero alguien había atado a la valla de seguridad una bufanda naranja, como si fuera una señal. A partir de ahora, pienso ir a pedirle disculpas una vez al mes, coincidiendo con el día de su asesinato. Aun así, no creo que eso baste para que me perdone…

Aún no he visto a la abuela de Yuichi. Se ve que ha intentado visitar a mis padres más de una vez, pero la verdad es que no sabría con qué cara saludarla. Ella no tiene la culpa de nada. Creo que eso es lo único que me gustaría decirle.

Trato de no prestar mucha atención al desarrollo del juicio. Al principio pensé que él mentía, naturalmente. No me amenazó en ningún momento ni me maltrató psicológicamente. Intenté rebatirlo todo diciendo que estábamos enamorados de verdad, pero todo el mundo me decía que ningún hombre se enamora de una mujer a la que acaba de conocer en una página de contactos. Además, si me hubiera querido de verdad, no habría intentado estrangularme, ¿no?

Aun así, lo cierto es que todavía echo de menos aquellos días en los que no hacíamos nada más que huir, asustados dentro de la cabaña del faro, pasando frío… Sé que parezco una estúpida, pero todavía me duele recordarlo. Supongo que fui yo la que no vio las cosas tal y como eran. Él era el asesino de Yoshino. Y el hombre que intentó matarme. La gente tiene razón, ¿no? Es un criminal. Y yo me enamoré de él sin ser correspondida.

¿No es así?