A última hora de la tarde, llegaron varios grupos de clientes a la vez. Mitsuyo se encargó de dos chicos de unos veinticinco años que parecían representar una comedia mientras buscaban un traje. Por lo que pudo oír, el más bajito acababa de hacer una entrevista de trabajo, había conseguido el empleo y le había pedido a su amigo que lo acompañara a comprarse un traje.
—Siempre he llevado monos de trabajo, por eso no entiendo de trajes y no sabría cuál escoger.
—Pero lo normal sería que te acompañara tu mujer.
—¡No digas tonterías! Si viniera con ella, acabaría comprándome el conjunto más barato de la tienda, desde la camisa hasta la corbata.
—¿Es que piensas quedarte el más caro?
—Tampoco he dicho eso, con uno normal me conformo.
Mientras tanto, iban cogiendo uno por uno los trajes colgados en la barra y se los probaban encima de la ropa.
«A pesar de lo jóvenes que parecen, ya están casados», pensó Mitsuyo, manteniéndose a cierta distancia y esperando pacientemente a que le pidieran consejo.
Kazuko Mizutani, la encargada de la planta, estaba de pie delante del probador con la cinta métrica alrededor del cuello. Al volver del descanso, Mitsuyo le había preguntado si aquella noche estaba libre para ir a cenar y a tomar algo. Al principio, Kazuko levantó las cejas, sorprendida ante aquella propuesta inesperada, pero acabó aceptando entusiasmada.
—De acuerdo. Mi marido me ha dicho que esta noche llegaría un poco más tarde. ¿Adónde quieres ir? Podríamos probar el restaurante de sushi que han abierto al lado del bar Bikkuri, donde estuvimos la última vez.
Una vez decidido, Mitsuyo se disponía a volver a su sitio cuando Kazuko la retuvo cogiéndole la mano rápidamente.
—El sábado pasado te cogiste el día libre, y eso me hizo sospechar porque nunca lo haces. ¿Hay algo que quieras contarme? —le preguntó con una sonrisa burlona.
—No, nada especial. Lo que pasa es que hace mucho tiempo que no salimos a cenar juntas —argumentó Mitsuyo para salir del paso, aunque no pudo evitar que una amplia sonrisa iluminara su rostro.
Al final, había pasado todo el fin de semana con Yuichi. El sábado tenían la intención de ir al faro después de comer, pero cuando salieron del restaurante empezó a llover de repente, así que decidieron ir a otro hotel. El domingo por la noche, Yuichi la llevó a casa y le dio un largo beso de despedida dentro del coche.
Ya llevaban dos días sin verse, pero el lunes por la noche estuvieron hablando tres horas por teléfono. Tamayo volvió de su viaje en mitad de la conversación, así que Mitsuyo tuvo que salir al rellano, donde soplaba un viento helado, para seguir hablando media hora más con él. Aún no había pasado ni un día desde su última conversación, pero ya ardía en deseos de oír de nuevo la voz de Yuichi.
De repente, se dio cuenta de que sus dos jóvenes clientes habían cogido uno de los trajes colgados en la barra de la pared, que eran 3.000 yenes más caros que los demás y no llevaban pantalón de repuesto. Mitsuyo se acercó a ellos tratando de no entrometerse y pudo oír parte de su conversación.
—Por cierto, el otro día fui a ver la comedia Tsuribakka.
—¿Fuiste solo?
—¡Qué va! Con mi hijo.
—¿Llevaste a tu hijo a ver esa peli?
—A los críos les gusta.
—¿En serio? Pues al mío sólo le interesan los cómics.
De no ser porque estaban hablando de sus hijos y escogiendo trajes, podrían pasar por dos amigos que estudiaban juntos en la universidad. Mitsuyo estaba observando aquella divertida escena cuando uno de ellos, el bajito, se volvió hacia ella.
—Perdona, ¿puedo probarme éste?
—¿Vas a quedarte éste? ¡Parecerás un presentador de la tele! —se burló el otro, quitándole inmediatamente el traje de las manos.
—¿Tú crees? —dudó el primero, reacio a devolver el traje cuando por fin se había decidido.
—¿Por qué no se lo prueba? —le propuso Mitsuyo con una sonrisa—. A primera vista parece un poco extremado, pero si lo combina con una camisa blanca puede darle una imagen muy elegante.
Al oír el consejo de Mitsuyo, el chico recuperó la confianza y la siguió hasta el probador. Su amigo, que no parecía dispuesto a comprar nada, se limitó a consultar las etiquetas de los precios una por una mientras esperaba.
El traje le quedaba como un guante, y la camisa blanca que Mitsuyo le había dejado para probárselo encajaba extrañamente bien con los rasgos infantiles de su cara.
—¿Qué le parece? —le preguntó Mitsuyo al chico, que se contorsionaba frente al espejo para formarse una idea de su aspecto.
—Es verdad, no es tan chillón como parecía —reconoció el amigo, que había aparecido de repente detrás de él.
—Me queda bien, ¿no?
En el minúsculo probador, el chico miró con expresión satisfecha a Mitsuyo y a su amigo, que aparecían reflejados en el espejo. Mitsuyo sacó la vieja cinta métrica del bolsillo y empezó a cogerle los bajos del pantalón.
Los clientes siguieron entrando sin pausa. Cuantos más había, más llegaban, y no se limitaban a mirar, sino que compraban trajes.
A la hora de cerrar, Mitsuyo apagó las luces de la mitad de la planta y estuvo un rato ordenando los recibos en la mesa de la caja registradora.
—La gente sólo viene cuando tenemos pensado salir a cenar —se lamentó Kazuko, con un fajo de recibos en la mano.
—Y que lo digas —repuso Mitsuyo distraídamente, comprobando las cuentas.
Eran las nueve menos cuarto. En un día normal, ya se habría cambiado y estaría volviendo a su casa en bicicleta.
—¿Te queda mucho? —le preguntó Kazuko, que ya había terminado.
—Dame un cuarto de hora —le pidió Mitsuyo, hojeando los recibos.
—Vale, te espero en el vestuario —le dijo su compañera, y desapareció escaleras abajo.
La planta estaba sumida en la semipenumbra y la calefacción ya estaba apagada. Mitsuyo notaba el frío que se colaba entre sus piernas. De repente le sonó el móvil, que estaba encima de la mesa. Lo cogió pensando que sería Tamayo, pero en la pantalla apareció el nombre de Yuichi. Mitsuyo metió el pulgar entre el fajo de recibos para no perder la cuenta y descolgó el teléfono con la otra mano.
—Hola. Soy yo —dijo la voz de Yuichi al otro lado de la línea.
—Hola. ¿Qué ha pasado? —le respondió ella alegremente, después de haberse asegurado de que no quedaba nadie en la planta medio oscura.
—¿Aún estás en el trabajo? —le preguntó él.
—Sí, ¿por qué? —inquirió ella.
—¿Tienes planes para hoy?
—¿Hoy? ¿Quieres decir ahora? —Su alegre voz resonó en la planta vacía—. Pero tú estás en Nagasaki, ¿no? ¿Ya has salido del trabajo? —le preguntó.
—Sí, he salido a las seis. Hoy he cogido el coche para ir a trabajar porque quería ir a verte directamente.
Debía de estar conduciendo, porque su voz sonaba entrecortada.
—¿Dónde estás? —le preguntó Mitsuyo. Se había levantado sin darse cuenta, y su pulgar se deslizó de entre el fajo de recibos.
—Bajando por la autopista.
—¿Qué? ¿Te refieres a la autopista de Saga Yamato?
La mirada de Mitsuyo se dirigió instintivamente hacia la ventana. Desde el nudo de Saga Yamato, llegaría en menos de diez minutos. Mitsuyo volvió a sentarse.
—¡Podrías haberme avisado antes! —protestó, en tono de broma.
Quedaron en el aparcamiento del restaurante de comida rápida, al lado de la tienda, y Mitsuyo colgó el teléfono. Sintió una oleada de felicidad al pensar que Yuichi vendría a verla por sorpresa una noche entre semana. Mientras acababa de ordenar a toda prisa los recibos restantes, visualizaba los lugares por los que Yuichi estaría circulando. Cada vez que comprobaba un recibo, tenía la sensación de que su coche estaba un poco más cerca.
En cinco minutos había terminado una tarea que pensaba hacer en un cuarto de hora. Apagó las luces de la planta y se precipitó escaleras abajo hacia el vestuario. Kazuko ya se había cambiado y se estaba tomando té del termo que siempre llevaba consigo.
—Vaya, ¿ya has terminado? —le preguntó.
—Eh… sí —balbució Mitsuyo, sin saber qué decir. No había olvidado la cena que tenían pendiente, pero el cambio de planes había sido tan repentino que no había tenido tiempo de prepararse una excusa.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Kazuko, preocupada ante la actitud dubitativa de Mitsuyo.
—Nada, es que…
—¿Qué? ¿Ha pasado algo?
—No, no es eso. Es que he recibido una llamada y…
—¿Una llamada? ¿De quién?
Mitsuyo volvió a quedarse sin palabras. Le había propuesto la cena a Kazuko porque quería hablarle de Yuichi, pero ahora que había llegado el momento de decírselo no sabía por dónde empezar.
—¿Quieres que dejemos la cena para más adelante? —propuso Kazuko, mirándola fijamente—. A mí me va bien cualquier día —añadió, con una sonrisa muy significativa.
—Lo siento… —se disculpó Mitsuyo.
—Tu novio ha venido a verte por sorpresa, ¿no? —sonrió Kazuko, a quien no parecía importarle aquel repentino cambio de planes—. Sabía que estabas saliendo con alguien. El sábado pasado te cogiste el día libre, y desde ayer tienes una sonrisa de oreja a oreja.
—De verdad que lo siento —insistió Mitsuyo.
—No te preocupes por eso. ¿Es de Saga?
—No, de Nagasaki.
—¿Y ha venido desde Nagasaki? ¡Cielos! Olvídate de nuestra cena, anda. Cámbiate y lárgate de una vez —le dijo Kazuko, dándole una palmadita en el trasero para que se apresurase.
Cuando Kazuko se fue, Mitsuyo se cambió rápidamente en el vestuario vacío. Mientras se vestía, le sonó el móvil. Era un mensaje de Yuichi, en el que le decía: «Acabo de llegar».
Mitsuyo se alegró de haberse puesto el abrigo de piel. El abrigo de plumas que siempre llevaba tenía el cuello sucio. Aquella mañana quería ponérselo por última vez y llevarlo a la tintorería por la tarde, pero por algún motivo no lo había hecho.
Durante el fin de semana que había pasado con Yuichi, también llevó el abrigo de piel. Se lo había comprado hacía cosa de un año, un día en el que había cogido el bus con Tamayo para ir de compras a Hakata. Había dudado un poco porque costaba 110.000 yenes, pero al final había decidido que podía permitirse un capricho de vez en cuando y se lo había quedado.
Cerró el vestuario, le devolvió la llave al vigilante de seguridad y salió por la puerta trasera. El viento helado empezó a soplar entre sus piernas, y se enrolló la bufanda alrededor del cuello. Las líneas blancas del aparcamiento desierto destacaban nítidamente. Al otro lado de la valla se veía el campo en barbecho y una torre de alta tensión.
Echó un vistazo a su alrededor. En el aparcamiento contiguo, frente al restaurante de comida rápida, vio el coche blanco de Yuichi. De entre los pocos que había, era el único que brillaba bajo la luz de las farolas, limpio y encerado.
Salió a la carretera y se dirigió hacia él a paso rápido sin dejar de mirar por encima de la valla. Cuando entró al aparcamiento del restaurante, Yuichi le hizo señas con los faros del coche. Enseguida la había visto caminando sola por la carretera. Mitsuyo levantó la mano para saludar hacia el interior oscuro del vehículo. Al acercarse, él le abrió la puerta desde dentro. En ese instante, las luces del interior se encendieron y Mitsuyo vio a Yuichi vestido con su mono de trabajo.
—¡Qué frío! —exclamó, tiritando mientras entraba apresuradamente y se sentaba a su lado. No tuvo ocasión de mirarle a los ojos antes de que las luces se apagaran de nuevo al cerrar la puerta.
—¿En serio has venido directamente desde el trabajo? —le preguntó, mirando en su dirección.
—Si hubiera tenido que pasar por casa, se me habría hecho aún más tarde —se justificó Yuichi mientras subía la calefacción.
—Podrías haberme llamado antes.
—He pensado en avisarte, pero no quería interrumpirte mientras trabajabas.
—¿Y qué habrías hecho si yo no hubiera podido quedar? —le preguntó ella maliciosamente.
—Pues habría vuelto a mi casa —repuso él con seriedad.
Mitsuyo depositó la mano sobre la de Yuichi, que sujetaba la palanca de cambio. El coche olía a edificio derrumbado, quizá por culpa de su mono de trabajo.
Mientras el coche seguía aparcado, inmóvil, tres grupos de personas salieron del restaurante y abandonaron el aparcamiento. Como ya no entraba nadie, el coche de Yuichi se iba quedando cada vez más solo, como una barquita en medio de un gran océano.
Sus manos estuvieron un buen rato entrelazadas encima de la palanca de cambio. Ambos estaban en silencio, pero sus dedos se comunicaban sin palabras.
—¿Tienes que madrugar mucho mañana? —le preguntó Mitsuyo, jugueteando con el dedo corazón de Yuichi. Al otro lado de la valla, un coche pasó zumbando por la carretera.
—Me levanto a las cinco y media.
Yuichi acariciaba la muñeca de Mitsuyo con el pulgar.
—No tenemos mucho tiempo, ¿verdad? Desde aquí hasta Nagasaki habrá por lo menos dos horas en coche.
—Es que quería verte.
El motor del coche estaba encendido. El reloj digital indicaba que eran las 21:18.
—Tienes que dormir en tu casa, ¿no? —inquirió ella. Yuichi dejó de mover el dedo.
—Si me quedo a dormir aquí, mañana tendré que levantarme a las tres —le explicó, con una sonrisa forzada.
«Te echaba de menos. Tenía tantas ganas de verte que no he podido aguantar más. Por eso he venido directamente desde el trabajo». Yuichi no se lo dijo con palabras, pero se lo transmitió acariciándole la muñeca con el pulgar.
Si iban a un hotel cercano, podrían estar juntos dos horas más, pero Yuichi no llegaría a Nagasaki antes de la una de la madrugada. Aunque se acostara enseguida, no dormiría más de cuatro horas, y a la mañana siguiente le esperaba una dura jornada de trabajo.
«Quiero estar con él, aunque sólo sean dos horas», pensó Mitsuyo. «Pero también quiero que descanse tanto como sea posible».
—Si mi hermana no estuviera en casa… —dijo sin darse cuenta, y se sorprendió al oír sus propias palabras. Hasta entonces, la presencia de su hermana nunca había sido un problema, al contrario: su máxima preocupación era que Tamayo volviera a casa sana y salva.
—¿Quieres… que vayamos a un hotel? —le propuso él, indeciso porque a la mañana siguiente tenía que madrugar.
—Es que si entramos ahora, saldremos muy tarde.
—Sí, pero…
Los dedos de Yuichi se tensaron sobre la palanca de cambio.
—Saga y Nagasaki están demasiado lejos —murmuró Mitsuyo—. No quería decir eso —añadió enseguida, meneando la cabeza—. Quería decir que es una lástima que hayas venido expresamente y que tengamos tan poco tiempo.
—Ya, pero mañana es laborable —se resignó Yuichi, en un tono de voz que sonó más bien frío.
—Eres muy responsable —repuso Mitsuyo, sin poder evitarlo.
—No puedo cogerme el día libre. Trabajo en la empresa de mi tío abuelo.
—Ya, pero piensa que normalmente yo no puedo pedirme fiesta los sábados. Este fin de semana hemos estado juntos dos días seguidos, pero a lo mejor tardaremos en volver a tener tanto tiempo —le advirtió ella, en un tono ligeramente malicioso. En ese instante, los dedos de Yuichi perdieron la fuerza.
«Ha venido a verme expresamente», pensó Mitsuyo. «Y no ha venido para que yo le diga que tenemos poco tiempo. Ha cogido el coche después de una dura jornada laboral y ha conducido durante dos horas sólo para verme».
—¿Qué tal si vamos al aparcamiento de al lado? —le propuso Mitsuyo, apretando su mano inerte—. La tienda ya está cerrada y no queda ningún coche. Ahí podremos estar tranquilos. Si aparcas detrás del edificio, no nos verá nadie desde la carretera.
Yuichi dirigió la vista al aparcamiento de la tienda de ropa, donde las farolas ya estaban apagadas, y se dispuso a quitar el freno de mano.
—Espera un segundo. Aún no has cenado, ¿verdad? Te compraré algo aquí mismo —dijo Mitsuyo precipitadamente.
—Tranquila, me he comido un plato de fideos en un área de servicio de la autopista. No podía aguantar más —rió él.
El coche salió del aparcamiento del restaurante y entró en el de la tienda de ropa Wakaba. Detrás del edificio, la oscuridad era absoluta. Lo único que se veía en medio del campo, al otro lado de la valla, era un gran panel luminoso que anunciaba una marca de cosméticos.
—Este viernes tengo fiesta. Podría ir a Nagasaki, aunque tendría que ir y volver el mismo día —le dijo Mitsuyo a Yuichi, que seguía con las manos en el volante a pesar de que el coche ya estaba aparcado. En ese instante, Yuichi alargó los brazos y le acarició el cuello con sus cálidas manos. La besó sin decir nada. Al principio, Mitsuyo se quedó desconcertada, pero Yuichi se inclinó encima de ella antes de que pudiera reaccionar. Ella cerró los ojos y se dejó llevar.
Cuando salieron del aparcamiento, eran más de las diez. Mitsuyo se habría quedado allí toda la noche, acurrucada entre sus brazos, pero no quería que él estuviera agotado a la mañana siguiente. Yuichi supo llegar a su casa sin que ella tuviera que indicarle el camino. Hizo gala de su habilidad al volante cambiando de carril y adelantando a los demás coches.
—Pasado mañana cogeré el bus hacia Nagasaki —repitió Mitsuyo, dejándose llevar por el vaivén del coche, al que ya parecía haberse acostumbrado.
—Yo trabajo hasta las seis —susurró Yuichi, pegándose al coche de delante.
—Iré por la mañana y visitaré la ciudad para aprovechar el viaje. Hace siglos que no voy al centro de Nagasaki… aunque el año pasado fui al parque de atracciones Huis Ten Bosch con mi hermana y unas amigas.
—Siento no poder acompañarte.
—No te preocupes. Comeré chanpon y visitaré alguna iglesia.
Recorrieron en sólo tres minutos el trayecto que a ella le suponía un cuarto de hora en bicicleta. Como el último día, Yuichi la dejó en el camino de tierra que llevaba al edificio. Mitsuyo levantó la vista y vio que la ventana del primer piso estaba iluminada.
—Mi hermana ya ha llegado —dijo—. Se me ha pasado el rato volando —murmuró.
Yuichi juntó sus ásperos labios con los de ella.
—Conduce con cuidado —le dijo ella, sin despegar los labios de los suyos. Él asintió. Por un instante, ella tuvo la sensación de que quería decirle algo.
—¿Qué pasa? —le preguntó, apartándose un poco, pero Yuichi se limitó a bajar la mirada.
El coche se alejó por el camino de tierra y ella lo siguió con la mirada. Cuando llegó a la carretera, Yuichi hizo sonar el claxon una vez y se fue zumbando. Mitsuyo esperó hasta que las luces rojas de los frenos desaparecieron de su vista. «Ya lo echo de menos —pensó—. Ya tengo ganas de volver a verlo». Recordó que Tamayo decía lo mismo cuando estuvo saliendo con un peluquero. Acababan de verse y ya lo echaba de menos; nunca tenía suficiente. Entonces Mitsuyo no lograba entenderlo, pero ahora sí. No sólo lo entendía sino que sentía lo mismo, y se preguntaba cómo soportarlo. Tuvo la tentación de salir corriendo tras el coche de Yuichi, o de sentarse en el suelo y romper a llorar a gritos. Se sentía capaz de hacer cualquier cosa con tal de poder estar con él.
Yuichi no sabía cuánto rato había pasado desde que dejó de ver la silueta de Mitsuyo reflejada en el retrovisor, agitando la mano para despedirse de él. Ya veía la entrada de la autopista desde el cruce donde tuvo que parar al encontrar el semáforo en rojo. Sacó la cartera del bolsillo trasero de su pantalón. Le quedaban menos de 5.000 yenes. Si Mitsuyo hubiera querido ir a un hotel, habría tenido que volver a casa por carretera, aunque habría tardado mucho más. Afortunadamente, ella tuvo en cuenta que él tenía que madrugar a la mañana siguiente y no aceptó la propuesta de ir a un hotel, así que podría pagar el peaje de la autopista.
Había sucumbido a las ganas de verla. A pesar de que habían quedado un par de días antes, con cada día que pasaba sin verla temía que todo pudiera terminar. Habían hablado por teléfono la noche anterior, pero no consiguió librarse de sus temores. Nada más colgar, se sintió terriblemente angustiado, como si no fuera a verla nunca más. Durante la noche, soñó que Mitsuyo se había ido. Quiso llamarla en cuanto se levantó, pero no se atrevió a despertarla a las cinco de la mañana. No dejó de pensar en ella en todo el día. Al salir del trabajo ya no pudo aguantar más y, cuando quiso darse cuenta, estaba conduciendo en dirección a Saga. A lo mejor ya había tomado la decisión por la mañana, cuando cogió su propio coche en vez de ir al trabajo en la furgoneta de Norio.
Mientras esperaba a que el semáforo cambiara de color, Yuichi golpeó el volante con ambas manos. Si no hubiera tenido otro coche al lado, habría empezado a darse cabezazos.
Antes de mudarse a casa de sus abuelos, Yuichi vivía con su madre en un piso del centro de la ciudad. Un día, de repente, su madre le dijo que iban a ver a su padre. Yuichi se preparó la mar de contento, y cogieron el tranvía.
—Cuando lleguemos a la estación, tendremos que coger un tren de vapor —le explicó su madre.
—¿Está lejos? —le preguntó él.
—Muy, muy lejos —le respondió.
En el tranvía atestado de gente, su madre se sujetó en la correa y él se agarró a su falda. Cuando el tranvía se puso en marcha, unos hombres que estaban sentados delante de ellos empezaron a darse codazos el uno al otro, riendo con disimulo. Al parecer, se burlaban de la madre de Yuichi, que había olvidado depilarse las axilas. Ella enrojeció y se cubrió la axila con un pañuelo. Era un día muy caluroso. Cada vez que el pañuelo resbalaba debido al traqueteo del tranvía, los hombres a duras penas lograban contener la risa.
Llegaron a la estación y subieron a un tren de vapor. La madre de Yuichi estaba empapada en sudor tras el esfuerzo desesperado que había hecho por ocultar su descuido, luchando contra el constante traqueteo del tranvía. Cuando se pusieron a la larga cola frente a la ventanilla para comprar los billetes, Yuichi le dijo:
—Lo siento.
Su madre levantó las cejas, perpleja.
—Hace calor, ¿verdad? —sonrió, y le secó el sudor que le goteaba por la nariz.
El ruido de un claxon lo devolvió a la realidad. Con las manos en el volante, pisó el acelerador bruscamente y su espalda se hundió en el respaldo del asiento. Medio aturdido, se despistó y pasó por debajo de la estructura elevada en vez de coger el acceso a la autopista. Redujo la velocidad con la intención de hacer un cambio de sentido en el siguiente semáforo y puso la radio para animarse un poco. En la emisora local estaban dando el noticiario. Yuichi dio media vuelta. La entrada a la autopista, que antes se había pasado, estaba muy cerca. «Pasemos a la siguiente noticia. El hombre de veintidós años buscado por la policía como principal sospechoso del crimen cometido el pasado día 10 de este mes en el puerto de Mitsuse, en el límite entre las prefecturas de Fukuoka y Saga, fue detenido anoche en una sauna de la ciudad de Nagoya. La policía acudió al local después de recibir la llamada de uno de los empleados. El hombre fue trasladado inmediatamente y está siendo interrogado. Para más información, no se pierdan el boletín de las once». Después de las noticias, vino el anuncio de una compañía de seguros. Justo antes de que el coche entrara en el carril de acceso a la autopista, Yuichi dio un brusco volantazo y pisó el acelerador a fondo. Al cambiar súbitamente de dirección, le cortó el paso al coche que circulaba detrás de él, que le dedicó un estridente bocinazo. Sin embargo, Yuichi siguió acelerando y adelantó a otro coche hasta que, al fin, redujo la velocidad y se detuvo en el arcén, donde había una máquina expendedora de bebidas.
En la radio sonaba un antiguo villancico. Se apresuró a cambiar de emisora, pero no encontró ninguna que informara sobre el crimen de Mitsuse. A pesar de que el coche estaba parado en el arcén, Yuichi seguía con las manos en el volante. Un enorme camión lo adelantó casi rozándolo, provocando una ráfaga de viento que azotó el coche como un latigazo.
Yuichi sacudió el volante con todas sus fuerzas, pero no cedió ni un centímetro. Lo intentó de nuevo. El volante no se movía por muy fuerte que lo sacudiera. En cambio, su cuerpo se zarandeaba hacia delante y hacia atrás.
«Lo han detenido —murmuraba sin ser consciente—. Han detenido al fugitivo. Han encontrado en Nagoya al tipo que llevó a Yoshino Ishibashi al puerto de Mitsuse». Mientras susurraba esas palabras, recordó de nuevo, sin saber por qué, el día en que su madre lo llevó a ver a su padre. Los dos hombres del tranvía burlándose de sus axilas peludas. La cara de su madre mientras le secaba el sudor de la nariz, en la cola frente a la ventanilla de la estación. No entendía por qué aquellas imágenes se repetían en su memoria precisamente entonces, pero por mucho que intentara olvidarlas, se quedaron flotando con persistencia entre sus recuerdos.
Cuando el tranvía llegó a la estación de la JR, cogieron el tren. Su madre dejó que Yuichi se sentara junto a la ventana. Ella dormitaba a su lado.
Cuando su padre acababa de irse de casa, su madre lloraba cada noche. Yuichi se sentaba a su lado, inseguro, y ella le acariciaba la cabeza.
—Vamos a olvidar todo lo malo, ¿vale? Nos esforzaremos en olvidarlo todo —lloraba su madre, cuyos sollozos eran cada vez más fuertes.
Desde la ventana opuesta se veía el mar. Al otro lado del pasillo viajaba un matrimonio con dos niños que llevaban sombreros idénticos. Yuichi alargaba el cuello para intentar ver el mar, pero su madre se despertó.
—No te levantes, que es peligroso —lo regañó, sujetándole la cabeza—. Cuando lleguemos te hartarás de ver el mar.
Cuando se despertó al cabo de un rato, Yuichi se dio cuenta de que se había quedado dormido como su madre.
—Es hora de bajar —le dijo ella de repente, tirando de su brazo. Yuichi bajó del tren medio dormido y caminaron un rato desde la estación hasta llegar a la parada del ferry.
—Ahora subiremos a un barco que nos llevará al otro lado —le explicó su madre, señalándole la orilla opuesta con el dedo.
En el aparcamiento del ferry había muchos coches en fila.
—Estos coches también subirán con nosotros —le dijo.
Tal y como le había prometido su madre, el mar se extendía ante sus ojos, y a lo lejos se veía el faro de la orilla opuesta, muy pequeño. Fue la primera vez que vio un faro.
El móvil sonó en su bolsillo. Yuichi seguía detenido en el arcén, con las manos en el volante. Cada vez que un camión lo adelantaba, una ráfaga de viento azotaba el coche. Yuichi sacó el móvil. Era el número de su casa. Al descolgar, oyó la voz temerosa de su abuela.
—Hola, Yuichi. ¿Dónde estás?
Por su tono de voz, parecía que hubiera alguien a su lado escuchando la conversación.
—¿Por qué? —le preguntó él, desconfiado.
—Es que acaba de llegar alguien de la policía.
Se notaba que estaba haciendo un esfuerzo por hablar con naturalidad, pero la voz le temblaba.
—¿Dónde estás? ¿Puedes venir cuanto antes?
Otro camión pasó por su lado. Yuichi colgó el teléfono y sus dedos empezaron a pulsar las teclas casi de forma automática.
¡Vaya! Así que Yuichi todavía se acuerda de eso. Debía de tener cinco o seis años cuando ocurrió. Estaba seguro de que ya lo habría olvidado. Como le he comentado antes, yo siempre he querido mucho a Yuichi, pero cuando empezó a trabajar en mi empresa se convirtió casi en un hijo para mí. Últimamente trabajaba muy duro, incluso se estaba planteando sacarse la licencia para llevar la grúa.
De hecho, aquello fue el detonante que hizo que Yuichi empezara a vivir con sus abuelos. ¡Hay que ver! Parece mentira que, a estas alturas, Yuichi siga creyendo que su madre quería llevarlo a ver a su padre. Es muy triste que piense eso. En realidad, ella pretendía abandonarlo.
No sé qué les habrá dicho Yuichi, pero su madre ya no tenía remedio en aquella época. Se había juntado con un pelagatos a pesar de la oposición de la familia, y todo fue bien hasta que nació Yuichi. Al final, el padre de la criatura los abandonó cinco años más tarde. No intento defender a la madre de Yuichi, pero encontró trabajo en un cabaret y, a su manera, creo que pretendía criar sola a su hijo. Sin embargo, las cosas no son tan fáciles. Al trabajar en aquel antro, volvió a tener contacto con hombres de mala calaña que le quitaron todo el dinero que tenía y, para colmo, cayó enferma. Su situación habría mejorado si hubiera llamado a sus padres, pero tampoco podía hacerlo. No tenía a nadie en quien confiar.
Aquel día, su situación había llegado al límite. Le mintió a Yuichi diciéndole que iban a ver a su padre a pesar de que ni siquiera sabía dónde estaba, y lo abandonó en el embarcadero del ferry. Él se quedó esperándola hasta la mañana siguiente, sin moverse de allí. Ella le dijo que iba a comprar los billetes y lo dejó escondido detrás de una columna en el muelle de donde salían los ferrys. Yuichi estuvo esperando a su madre toda la noche.
A la mañana siguiente, cuando lo encontró uno de los encargados, Yuichi le dijo que no podía irse.
—Mamá me ha dicho que me quedara aquí —protestó, y le mordió el brazo al encargado.
Al parecer, antes de abandonarlo, su madre le había dicho:
—¿Ves el faro de la otra orilla? Pues no dejes de mirarlo. Mamá volverá enseguida con los billetes.
Su madre llamó una semana más tarde. Dijo que se había ido con la intención de suicidarse, pero yo no lo creo. El centro de ayuda al menor y el juzgado de familia se hicieron cargo de Yuichi, sus abuelos reclamaron la custodia del niño y, al cabo de poco tiempo, su madre conoció a otro hombre y volvió a huir.
La relación entre madre e hijo era muy extraña. Cuando Yuichi empezó a trabajar para mí, le pregunté casualmente si tenía noticias de su madre. Su abuelo estaba enfermo y pensé que, llegado el momento, habría que llamar a la madre de Yuichi por si quería asistir al funeral. Era algo que me preocupaba, y la verdad es que se lo pregunté sin pensar. Estaba seguro de que, después de haberse fugado con su último amante, no habría vuelto a dar señales de vida. Los abuelos de Yuichi me habían dicho que sólo recibían una postal de año nuevo de vez en cuando y que, cuando se acordaba de escribirles, les decía que había cambiado de dirección. Ellos suponían que los cambios de dirección equivalían a cambios de pareja.
Por eso, cuando le pregunté si tenía noticias de su madre, estaba seguro de que Yuichi me confirmaría que no había vuelto a ponerse en contacto con él, pero me respondió:
—Ya sabe lo del abuelo.
—¿Que ya lo sabe? ¿Eso significa que sigues en contacto con ella?
—Comemos juntos de vez en cuando.
—¿De vez en cuando?
—Una vez al año, o así.
—¿Y tus abuelos lo saben?
—No, no saben nada —dijo Yuichi, meneando la cabeza.
Supongo que sus abuelos se enorgullecían de haber criado solos a Yuichi, y él no quería enturbiar su alegría.
—¿No te enfadas cuando ves a tu madre? —le pregunté casi sin querer. Al fin y al cabo, era la mujer que lo había abandonado en un embarcadero sin comida ni bebida y, para colmo, lo había dejado al cuidado de sus abuelos.
—No —repuso Yuichi—. Tampoco la veo tanto como para enfadarme con ella.
—¿Dónde vive ahora? ¿A qué se dedica? —quise saber.
—Trabaja en un ryokan en Unzen —repuso él.
Hace tres o cuatro años que mantuvimos esta conversación. Según tengo entendido, Yuichi fue a verla varias veces.
—¿Y de qué habláis cuando os veis? —le pregunté.
—De nada —dijo él.
Por mi parte, me siento incapaz de perdonar a la madre de Yuichi. Todavía puedo imaginarme al crío abandonado en el embarcadero del ferry. Y no soy el único: sus abuelos y demás parientes opinan lo mismo. Lo más curioso, sin embargo, es que Yuichi sí parece haberla perdonado.
Cuando se despidió de Yuichi, Mitsuyo se quedó un rato sentada en las escaleras del rellano. El duro suelo de cemento estaba frío. Procedente de uno de los pisos de la planta baja se oía la voz de un hombre arrullando a un bebé.
Al final, muerta de frío, entró en su piso de la primera planta.
—¡Ya estoy en casa! —gritó al abrir la puerta.
—¿Has hecho horas extras? —le preguntó Tamayo desde el baño.
—Pues… sí —le respondió Mitsuyo vagamente, mientras se quitaba los zapatos. Cruzó el pasillo y llegó al comedor, donde había un plato con restos de estofado.
—¿Lo has hecho tú? —preguntó en dirección al baño, pero no obtuvo respuesta.
Mitsuyo abrió la puerta corredera de papel y entró en su habitación. «Yuichi ya debe de estar en la autopista», pensó. Sin saber por qué, se acercó a la ventana y abrió la cortina de encaje. Un gato cruzaba al trote el lugar donde se habían despedido.
Fue entonces cuando un coche apareció en la calle principal y se acercó a su edificio a toda velocidad, casi derrapando. Los faros del coche iluminaron al gato, que se dirigía hacia los contenedores de la basura.
Mitsuyo juntó las manos y las mantuvo fuertemente apretadas. «¡Cuidado!», gritó para sus adentros. El coche frenó justo antes de estamparse contra los contenedores. El gato, empequeñecido bajo la luz de los faros, desapareció a toda prisa.
—¿Yuichi…?
El coche que acababa de llegar derrapando era, sin duda alguna, el de Yuichi. Los faros iluminaban el espacio vacío donde había estado el gato. Mitsuyo cerró la cortina instintivamente y se precipitó hacia el recibidor. Con las prisas, tuvo que hacer varios intentos antes de conseguir meter los pies en los zapatos. Luego cogió el bolso que había dejado en el suelo.
—¿Adónde vas? —le preguntó Tamayo desde el baño, en un tono indiferente. Mitsuyo salió de casa sin responderle.
Desde las escaleras del edificio, vio la silueta de Yuichi inclinada encima del volante en el oscuro coche. Los faros iluminaban los sucios contenedores. Cuando estaba a punto de llegar abajo, se detuvo bruscamente. La escena que tenía delante le parecía irreal, como si fuera una alucinación provocada por las ganas de volver a ver a Yuichi. Aun así, se acercó lentamente al coche. La gravilla crujía bajo sus pasos. Golpeó el cristal de la ventanilla del conductor con las puntas de los dedos. Yuichi se incorporó, asustado. «¿Qué ha pasado?», le preguntó ella moviendo los labios. Él la miró, pero parecía estar en un lugar muy lejano. Mitsuyo volvió a golpear el cristal. «¿Qué ha pasado?», le preguntaron sus ojos. Por toda respuesta, Yuichi desvió la mirada. Ella siguió golpeando la ventanilla. Él estuvo un rato cabizbajo, con las manos en el volante. Al fin, abrió la puerta lentamente. Mitsuyo dio un paso atrás.
Yuichi bajó del coche y se quedó plantado delante de ella sin decir palabra.
—¿Qué ha pasado? —repitió Mitsuyo, levantando la mirada hacia él.
Un coche pasó por la calle, azotando los hierbajos que crecían en el arcén. Fue entonces cuando Yuichi la estrechó entre sus brazos. Fue un gesto tan inesperado, que a Mitsuyo se le escapó un pequeño grito de sorpresa.
—Ojalá te hubiera conocido antes. Si te hubiera conocido antes, nada de esto habría pasado…
Ella oía su voz vibrando en su pecho.
—¿Qué quieres decir?
—Sube al coche.
—¿Cómo?
—¡Que subas al coche! —gritó Yuichi, levantando la voz de repente. A continuación, cogió a Mitsuyo del brazo y rodeó el coche arrastrándola hasta la puerta del acompañante.
—¿Qué… qué te pasa?
Desconcertada por aquella brusca reacción, Mitsuyo trató de oponer resistencia, y los tacones de sus zapatos se hundieron en la grava.
—¡Te he dicho que entres!
Yuichi, que casi la llevaba a rastras, abrió la puerta. El viento empezó a circular libremente por el interior del coche y el aire caliente se escapó.
—E… espera —se resistió ella, que necesitaba una explicación antes de subir al coche—. Dime qué te pasa, por favor.
Mientras él la empujaba bruscamente, ella le agarró la muñeca. A pesar de que le hablaba a gritos y la trataba con violencia, Mitsuyo notó que las manos le temblaban y se dio cuenta de que estaba asustado. Después de haberla hecho entrar a empujones, Yuichi cerró la puerta y rodeó el coche para ocupar su asiento. Entró precipitadamente, jadeando, y quitó el freno de mano. Un segundo después, los neumáticos empezaron a girar escupiendo las piedrecitas del suelo y el coche arrancó a gran velocidad. Yuichi cruzó el descampado que había frente al edificio y giró bruscamente a la izquierda. Estuvo a punto de chocar con un coche que circulaba por el carril contrario, y Mitsuyo dio un respingo. Al final, Yuichi consiguió esquivarlo y aceleró en la oscura carretera que se alargaba en línea recta a través de los campos de arroz.
Fusae apagó la luz del dormitorio y se quedó unos instantes sentada en el futón. Luego se levantó intentando no hacer ruido y se acercó a la ventana. Con las manos temblorosas, abrió la cortina unos centímetros. Enfrente de la ventana había un muro donde faltaban algunos ladrillos. A través de los huecos se divisaba el estrecho callejón. El coche patrulla ya se había ido. En su lugar había un coche negro. En el interior iluminado del vehículo vio a un joven inspector vestido de paisano hablando por el móvil.
Hacía más o menos una hora que Fusae había llamado a Yuichi. El agente de la comisaría del barrio se había presentado de improviso, acompañado de dos inspectores de paisano que le ordenaron que llamase a Yuichi. Antes le advirtieron de que no le diera ninguna pista que pudiera hacerle sospechar que la policía estaba en su casa, pero ella no había podido evitarlo, y Yuichi le había colgado el teléfono.
Todo había ocurrido de forma muy precipitada. El universitario de Fukuoka, del que todo el mundo sospechaba, al final resultó ser inocente. A pesar de ello, Fusae no comprendía por qué los inspectores se habían presentado en su casa.
—Yuichi no ha hecho nada —repitió varias veces, con voz temblorosa.
—Llámele al móvil de todos modos —insistieron ellos, imperturbables.
En cuanto Fusae le dijo a su nieto que la policía había venido, las caras de aquellos hombres se deformaron en una mueca de exasperación y decepción. Debieron de tomarla por una vieja inútil, porque sus expresiones eran idénticas a las de los esbirros que la habían obligado a firmar el contrato de compra de las hierbas medicinales.
Fusae retiró el dedo de la cortina entreabierta. En aquel barrio, donde normalmente sólo se oía el murmullo de las olas, la presencia de varios desconocidos merodeando por las calles se podía percibir incluso con las ventanas y las cortinas cerradas.
Después de cerrar la cortina, Fusae se agachó con la espalda apoyada en la pared. Tenía la sensación de que la pared temblaba, pero sabía que era ella. Al quedarse quieta, el temblor aumentó y pensó que iba a perder el conocimiento.
Al parecer, el universitario de Fukuoka al que habían detenido no era el asesino de la amiga de Yuichi. Si bien era cierto que él la había llevado al puerto de Mitsuse, su relato de los hechos a partir de ese momento era incongruente. Antes de subir a su coche, en un lugar cercano a un parque llamado Higashi, la víctima había hablado con otro hombre que conducía un Skyline blanco. Según la policía, su descripción coincidía con la de Yuichi.
Fusae salió al pasillo y se dirigió a gatas hasta la cocina, donde tenían el teléfono. Las palmas de las manos le dolían en contacto con el frío suelo. Una vez en la oscura cocina, Fusae cogió el teléfono del estante y lo sujetó bajó el brazo. Descolgó el auricular y marcó el número de Norio con dedos temblorosos. El teléfono sonó un buen rato antes de que oyera la voz adormilada de Norio al otro lado de la línea.
—Soy yo, Fusae. ¿Estabas durmiendo? —le preguntó rápidamente a Norio, que parecía malhumorado.
—¿Le ha pasado algo al tío Katsuji? —preguntó Norio, asustado al reconocer la voz de su tía.
—No, no es eso… —empezó ella, pero las palabras que quería pronunciar a continuación no le salían. Antes de que se diera cuenta, estaba sollozando.
—¿Qué es entonces? ¿Qué ha pasado? —dijo la voz de Norio al otro lado de la línea. Su mujer también debía de haberse despertado, porque Fusae oyó que Norio le explicaba: «Es la abuela de Yuichi. No lo sé. No, dice que no tiene nada que ver con Katsuji».
—Yuichi todavía no ha vuelto… —acertó a decir Fusae, reprimiendo los sollozos.
—¿Que Yuichi no ha vuelto? ¿Y dónde está?
—No lo sé. La policía ha estado aquí, pero no sé por qué.
—¿La policía? ¿Ha tenido un accidente?
—No, no es eso. Yo tampoco lo entiendo…
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Le he llamado y le he dicho que la policía estaba aquí, y luego me ha colgado el teléfono. Si no estuviera involucrado, no tendría por qué colgarme…
Mientras escuchaba el relato de Fusae, que hablaba deshecha en lágrimas, Norio salió del futón, se puso el jersey y miró a su esposa Michiyo.
—Iré a ver qué ha pasado, por teléfono no entiendo nada. —Luego le dijo a Fusae—: No te muevas, llego enseguida.
Acto seguido, colgó el teléfono.
—Dice que se trata de Yuichi —le susurró a Michiyo, que parecía preocupada.
—¿Qué le ha pasado?
—Ni idea. Se habrá peleado con alguien o algo por el estilo. Su abuela ha intentado explicármelo llorando y no he entendido nada.
Norio se levantó y encendió la lámpara. El reloj de pared indicaba que ya eran las once y media pasadas. Se quitó el pijama, lo dejó encima del futón revuelto y cogió el mono de trabajo que había dejado doblado junto a la almohada. Aunque hacía poco que habían apagado la estufa, al quedarse en camiseta interior cogió frío y empezó a tiritar.
—No sé qué ha pasado, pero sea lo que sea, no la tomes con Yuichi —le advirtió Michiyo mientras lo ayudaba a vestirse—. Ese chico sólo nos tiene a nosotros, y debemos defenderlo…
—¡Ya lo sé! —le respondió él con malos modos.
Norio salió de casa sin abrocharse el abrigo, preguntándose si Yuichi se habría metido en una pelea o si habría sufrido un accidente de tráfico. Subió a la furgoneta que utilizaba para ir al trabajo y se dirigió hacia la casa de sus tíos. Daba gusto conducir por la carretera desierta, con todos los semáforos en verde.
Norio se sentía inquieto. A pesar de saber que el abuelo de Yuichi no había muerto, una sorda agitación invadió su cuerpo. Si Yuichi estaba herido, ya fuera por una pelea o por un accidente, al día siguiente tendría que quedarse con él y no podría ir al trabajo. Pensó que quizá debería ponerse en contacto cuanto antes con Yoshioka o con Kurami para avisarles de que tendrían que ir a la obra por su cuenta y darles instrucciones por teléfono.
Mientras estaba sumido en estas reflexiones, el coche llegó al pueblo de pescadores donde vivía Yuichi. El puerto bañado por la luz de la luna estaba en calma, y las barcas amarradas en el embarcadero permanecían inmóviles. Pero en el muelle, que normalmente estaba desierto, había tres o cuatro coches aparcados que Norio no reconoció. Además, a pesar de que ya era noche cerrada, vio a algunos hombres hablando de pie alrededor de los coches. Norio aminoró la velocidad y entró en el muelle. Los faros de la furgoneta iluminaron las barcas de los pescadores y las caras de unos agentes uniformados y de algunos habitantes preocupados que se habían acercado a fisgonear.
Cuando aparcó y apagó las luces, los habitantes del pueblo lo rodearon como cangrejos de roca. Norio se estremeció sin querer. Abrió la puerta de la furgoneta y bajó precipitadamente.
—¡Norio! —exclamó el presidente de la asociación de vecinos—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha hecho Yuichi? —le preguntó, mientras se acercaba con los hombros encogidos por el frío.
—Es el tío abuelo de Yuichi —comentó alguien detrás de él, dirigiéndose a uno de los policías, que se le acercó tan pronto como supo quién era.
—¿No ha recibido la visita de mi compañero? —le preguntó el policía.
—No —repuso Norio, meneando la cabeza—. La abuela de Yuichi me ha llamado y he venido enseguida —añadió.
—Ya. Supongo que se habrán cruzado.
—De todos modos, mi mujer está en casa.
El agente se volvió hacia un coche patrulla aparcado a cierta distancia y gritó:
—¡Un familiar del sospechoso acaba de llegar!
Acto seguido, la puerta del coche se abrió, y los chasquidos de una radio mal sintonizada se mezclaron con el murmullo de las olas.
—¿Puedo hacerle unas preguntas? Tengo entendido que Yuichi trabaja para usted.
Cuando se dio cuenta, Norio estaba rodeado de inspectores y de vecinos del pueblo.
—Antes me gustaría ver a mi tía —lo atajó Norio con firmeza.
A la mañana siguiente, Mitsuyo sacó 30.000 yenes de un cajero automático situado en un supermercado de carretera. Tenía dinero, puesto que llevaba diez años ahorrando desde que había terminado los estudios, pero lo guardaba en un depósito a plazo fijo. En la cuenta corriente sólo tenía lo necesario para los gastos del día a día, de modo que se le hizo un nudo en el estómago al comprobar la poca cantidad que le quedaba después de haber retirado 30.000 yenes.
Guardó el dinero en la cartera, se dirigió al mostrador y compró dos vasos de té caliente y tres onigiri. A la hora de pagar, echó un vistazo al exterior y vio a Yuichi observándola inmóvil desde el interior del coche, aparcado a cierta distancia. Salió del supermercado y caminó en su dirección con un vaso en cada mano. Al llegar junto al coche, le pasó los vasos a Yuichi, que había bajado la ventanilla al verla, y cogió el móvil para llamar al trabajo. Habló con el señor Oshiro, el jefe de la tienda. Al principio, Mitsuyo se quedó desconcertada porque estaba convencida de que le cogería el teléfono Kazuko Mizutani, la encargada de la planta, pero pronto recuperó la compostura y dijo, en un tono deliberadamente grave:
—Buenos días, soy Mitsuyo Magome.
A continuación, repitió con naturalidad la excusa que tenía preparada: alegó que el estado de salud de su padre había empeorado de repente y le pidió a su jefe que le dejara tomarse el día libre.
—Ah, ya veo. Lo lamento —repuso el hombre, con frialdad. A continuación, empezó a hablarle de sus planes para la jornada—: ¿Te acuerdas de aquella chica que vino a hacer una entrevista el otro día? Pues empieza a trabajar esta tarde, y creo que voy a trasladar a la señorita Kirishima a la sección de trajes. De todos modos, espero que lo de tu padre no se alargue demasiado. Las rebajas están a punto de empezar… En fin, llámame en cuanto puedas volver —le dijo su jefe, y colgó sin añadir nada más.
Mitsuyo se sentía culpable antes de llamar, pero su jefe reaccionó con tanta frialdad que ella creyó que le estaba tomando el pelo. Durante el poco rato que pasó al aire libre, el gélido viento que soplaba en el enorme aparcamiento le dejó los dedos helados. Entró en el coche y Yuichi le dio enseguida el vaso de té caliente.
—He llamado al trabajo para tomarme el día libre —sonrió Mitsuyo.
—Lo siento —se disculpó él.
La noche anterior, Yuichi se alejó a toda prisa del edificio donde vivía Mitsuyo, tomó un desvío y entró en la autopista en dirección a Takeo. No abrió la boca en todo el camino, ni siquiera cuando el paisaje plano empezó a ondularse progresivamente hasta que entraron en una región montañosa.
—¿Adónde vamos? —le preguntó ella al cabo de un cuarto de hora, cuando consiguió tranquilizarse un poco, pero no obtuvo respuesta.
—Tu coche está impecable. ¿Lo limpias tú mismo? —volvió a la carga Mitsuyo, que no podía soportar el silencio, mientras pasaba el dedo por el salpicadero, donde no había ni una mota de polvo. El salpicadero, calentado por la calefacción, le recordó la calidez que desprendía el cuerpo de Yuichi cuando la había estrechado inesperadamente entre sus brazos.
—En mis días libres no tengo nada mejor que hacer que limpiar el coche —dijo Yuichi al fin, abriendo la boca por primera vez después de veinte minutos. Mitsuyo no pudo evitar echarse a reír. Le pareció gracioso que le respondiera a una pregunta tan intrascendente después de haberla obligado a subir al coche.
—A veces, mi compañera de trabajo y su marido me acompañan a casa. Tienen un coche que parece una leonera. Cuando me invitan a subir, no sé ni dónde sentarme —rió Mitsuyo, celebrando su propia anécdota. Sin embargo, Yuichi no se inmutó.
Dejaron atrás un pueblecito y Yuichi detuvo el coche de repente, justo antes de tomar una oscura carretera de montaña. El coche empezó a perder velocidad y se acercó despacio al arcén, cuya gravilla crujió bajo los neumáticos. Un poco más adelante, la valla terminaba y empezaba un sendero de tierra que se adentraba en la montaña, tan estrecho que sólo permitía el paso de un pequeño coche.
Yuichi dejó el motor encendido, pero apagó las luces. En ese preciso instante, el mundo que se extendía al otro lado del parabrisas desapareció sumido en la oscuridad. Mitsuyo se volvió hacia Yuichi, puesto que no había nada más que mirar. Entonces él se abalanzó encima de ella.
—Qué… ¿qué haces?
El freno de mano lo estorbaba mientras buscaba un lugar donde apoyar la mano, y Mitsuyo notó que se ponía nervioso. Yuichi reclinó el asiento de Mitsuyo hacia atrás y ella cerró las piernas, que había abierto sin darse cuenta. Yuichi se inclinó encima de ella y empezó a besarle con rudeza los labios, el mentón y el cuello. El cuerpo de Mitsuyo se hundió en el asiento y se sintió inmovilizada. Volvió la cabeza hacia la ventanilla. Desde el asiento reclinado, entre los negros árboles, vio el cielo nocturno perlado de estrellas.
Mitsuyo apartó suavemente a Yuichi, que seguía besándola bruscamente. Entonces él la abrazó, y ella notó los latidos de su corazón en su pecho. Los brazos de Yuichi perdieron la fuerza por un instante.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Mitsuyo. Estaban tan cerca, que su aliento entró en la boca de Yuichi.
—No sé qué ha pasado, pero no te preocupes. Siempre estaré a tu lado.
Ella misma se sorprendió de haber pronunciado con tanta fluidez aquella frase que no había ensayado. Tuvo la sensación de que sus palabras atravesaban la piel de Yuichi. Lo único que existía dentro del coche aparcado en la oscura carretera desierta eran sus propias palabras y la piel de Yuichi.
—No tienes por qué contármelo si no quieres. Esperaré hasta que te apetezca hablarme de ello.
Mitsuyo seguía empujando el cuerpo de Yuichi hacia atrás.
—Es que no sabía qué hacer… —susurró él, incorporándose sin oponer resistencia—. Quería volver a casa, pero he tenido la sensación de que, si me iba, ya no volvería a verte nunca más.
—¿Por eso has vuelto?
—Quería estar contigo. Pero no sabía qué hacer para que pudiéramos estar juntos.
Mitsuyo volvió a poner el asiento en posición vertical y acarició las orejas de Yuichi, sorprendentemente frías a pesar del cálido ambiente del interior del coche.
—Estaba a punto de entrar en la autopista para volver a casa, pero de repente me he acordado de una cosa que me pasó hace tiempo.
—¿Hace tiempo?
—El día en que mi madre me llevó a ver a mi padre —dijo Yuichi, dejándose acariciar las orejas con una actitud indefensa.
Mitsuyo sospechaba que Yuichi tenía algún problema, y quería saber cuál. Pero intuía que, si llegaba a averiguarlo, él desaparecería de su vida.
—Estoy contigo —le repitió, sin dejar de acariciarlo.
Un coche pasó por su lado. Sus faros iluminaron el oscuro paisaje que se extendía al otro lado del parabrisas, y la larga valla blanca brilló con un destello deslumbrante.
—¿Qué te parece si esta noche dormimos en un hotel? Mañana podríamos dar una vuelta en coche en vez de ir a trabajar —propuso Mitsuyo—. Al final el otro día no fuimos al faro de Yobuko, nos pasamos todo el día en el hotel.
Las orejas de Yuichi recuperaron poco a poco el calor mientras ella se las acariciaba.
Sentado en el escalón que separaba la barbería de su casa, Yoshio Ishibashi contemplaba la calle bañada por el tímido sol invernal. Aún no había abierto la barbería desde el funeral de su hija, y de eso hacía ya varios días. Sabía que no podía pasarse el resto de su vida lamentándose y que, además, a finales de año solía haber mucho trabajo. Sin embargo, las fuerzas lo abandonaban en cuanto se disponía a abrir. ¿Vendría alguien? Yoshio estaba convencido de que sus clientes, si venían, le hablarían en un tono prudente y lleno de compasión.
Hizo un gran esfuerzo para levantarse. Sólo tenía que dar unos cuantos pasos, abrir la puerta y encender el cartel luminoso que colgaba sobre la entrada para que la rutina diaria empezara de nuevo. Sin embargo, abrir la barbería no le devolvería a Yoshino.
Yoshio se sentó de nuevo y se quedó inmóvil, con la vista fija en el suelo. En ese momento, alguien llamó tímidamente a la puerta. Levantó la cabeza y vio al inspector de la comisaría del barrio, al que ya conocía del día del funeral, intentando atisbar el interior de la barbería con la cara pegada al cristal de la puerta.
Yoshio exhaló un profundo suspiro, avanzó hacia la puerta arrastrando los pies y la abrió.
—Disculpe que me presente tan temprano —dijo el inspector, en un tono de voz algo estridente que sonó fuera de lugar.
—No importa, estaba a punto de abrir —repuso Yoshio abruptamente.
—No sé si escuchó las noticias ayer… El caso es que hemos encontrado al universitario fugado.
—¿Ah, sí? —murmuró Yoshio, incapaz de reaccionar ante la súbita noticia—. ¿Cómo dice? —añadió precipitadamente, levantando la voz.
—Se escondía en Nagoya.
—¡Habérmelo dicho antes!
—Lo hemos interrogado durante toda la noche, y pensábamos llamarle en cuanto termináramos.
Yoshio tuvo un mal presentimiento. Si habían encontrado al universitario, significaba que por fin tenían al asesino de su hija. Sin embargo, el tono de voz del inspector no parecía triunfal, sino más bien cauto.
Yoshio se volvió al notar una mirada clavada en su espalda. Su mujer Satoko estaba observando la escena desde el interior de la casa, arrodillada en el suelo.
—No sabía que su mujer también estuviera en casa. Verán, según lo que ha declarado el estudiante y por lo que hemos podido averiguar en el escenario del crimen, el asesino fue otra persona. Pero fue el universitario quien llevó a su hija al paso de Mitsuse —dijo el inspector rápidamente, para que no lo interrumpieran.
Sin que nadie se diera cuenta, Satoko se levantó sigilosamente y se sentó en el escalón que separaba la casa de la barbería. Yoshio estrujó la bata de barbero que tenía entre las manos.
—Qué… ¿qué quiere decir? ¿No se supone que el asesino era el universitario? —le preguntó al inspector—. ¡Quiero más detalles!
Yoshio parecía a punto de abalanzarse sobre el inspector y agarrarlo por el cuello, pero Satoko le sujetó la mano a tiempo.
—Resulta que su hija subió al coche de ese chico y él la llevó al puerto de Mitsuse. Se encontraron por casualidad en un parque cercano a la residencia donde ella vivía.
—¿Por casualidad? Creíamos que Yoshino había quedado con ese tipo.
—No. Según la declaración de Masuo… es decir, el universitario, su hija había quedado con otra persona. Él estaba allí por casualidad.
—Y… ¿quién era? Me refiero a la otra persona.
—Es lo que estamos investigando. El universitario ha testificado que hay otra persona implicada. Nos ha descrito su aspecto y sabemos qué coche llevaba.
—Pero… entonces… ¿qué le pasó a Yoshino? —vociferó de nuevo Yoshio. Su mujer le acarició la espalda mientras miraba al inspector con seriedad.
—Fueron a dar una vuelta en coche hasta el puerto de Mitsuse. Al parecer, una vez allí tuvieron una discusión. Entonces, ese hombre le dijo a su hija que…
En esa ocasión no fue Yoshio quien preguntó, sino Satoko.
—¿Qué le dijo?
—Bueno, le dijo que saliera del coche.
—¿Cómo pudo dejarla en un lugar tan peligroso? —exclamó Satoko, con lágrimas en los ojos. Su marido le puso la mano en el hombro.
—Se ve que siguieron discutiendo mientras ella salía del coche. Él la empujó y la agarró del cuello…
En ese momento, Satoko empezó a sollozar, incapaz de reprimirse.
—Hemos interrogado a fondo al sospechoso y se ha echado a llorar como una niña. Ha sido bastante lamentable, pero estamos seguros de que no es el asesino. Las marcas de dedos que encontramos en el cuello de su hija pertenecen, sin lugar a dudas, a una mano más grande que la suya. Sería como comparar la mano de un niño con la de un adulto —dijo el inspector, bajo la penetrante mirada de Yoshio.
—Entonces, ¿con quién había quedado mi hija? No trate de esconderlo y díganoslo de una vez. ¿Era alguien de esas páginas de contactos, o…?
No pudo continuar.
Cuando el inspector terminó su explicación, Yoshio lo acompañó hasta la puerta y se sentó en una de las sillas de la barbería. Satoko seguía arrodillada en el escalón, llorando con los puños apretados. Lloró cuando asesinaron a su hija, lloró porque no conseguían detener al asesino y, en aquella ocasión, lloraba al saber que el principal sospechoso era inocente.
Según el relato del inspector, Yoshino había quedado en el parque de Higashi con un hombre teñido de rubio que llevaba un coche blanco. Sin embargo, al despedirse de sus amigas les había mentido diciéndoles que había quedado con un universitario llamado Keigo Masuo. Además, a pesar de que Yoshino tenía una cita con el misterioso desconocido, apenas intercambió cuatro palabras con él antes de subir al coche de Masuo, al que se había encontrado casualmente.
Aunque fuera hija suya y ellos la hubieran educado, por muchas veces que le explicaran los acontecimientos de aquella noche no conseguía visualizar a Yoshino en los escenarios que le describían. Tenía la sensación de que era otra persona la que interpretaba el papel de su hija y actuaba en su lugar.
Según el inspector, su hija y el universitario tuvieron una discusión dentro del coche, en el puerto de Mitsuse. Fuera cual fuese el motivo de la pelea, él la echó del coche y la dejó tirada en la vieja y oscura carretera del puerto. Aún no sabían qué había pasado luego. Sólo les dijo que, con toda probabilidad, el hombre con el que Yoshino había quedado en el parque de Higashi podría darles más información.
Hasta entonces, Yoshio había estado convencido de que el universitario era el asesino. Incluso se prometió a sí mismo que lo estrangularía con sus propias manos en cuanto lo encontraran. Algunas noches, no conciliaba el sueño hasta jurarse que mataría a aquel chico delante de sus padres, que regentaban negocios turísticos en Beppu y en Yufuin. Inconscientemente, deseaba que el asesino fuera él. De lo contrario, su hija habría muerto en manos de un hombre cualquiera, de un tipo al que conoció a través de quién sabe qué medio. Ella no era la chica en la que se recreaban los medios de comunicación, su hija sólo salía con un estúpido universitario que la había asesinado. No era como esas chicas jóvenes que aparecían en la televisión y en las revistas y que tanta aversión le provocaban, porque Yoshino era la niña que él y Satoko habían criado y educado con todo su cariño. Su hija, a la que tanto quisieron, no podía ser una de esas fulanas desvergonzadas que salían en la prensa.
Yoshio arrojó la bata que tenía entre las manos contra el espejo que había estado contemplando inmóvil. Cualquier otro objeto lo habría roto, pero la bata se desplegó suavemente y cayó al suelo rozando ligeramente el cristal.
Yoshio se levantó y salió corriendo de la barbería. Si se hubiera quedado sin hacer nada, se habría echado a gritar irremediablemente. Mientras la puerta se cerraba, oyó que Satoko lo llamaba, pero él ya estaba corriendo.
El coche de Yuichi dejó atrás la ciudad de Karatsu y siguió circulando en dirección a Yobuko. El paisaje de fondo iba cambiando pero, por mucho que avanzaran, no parecían llegar a ninguna parte. Cuando la autopista terminó, empalmaron con una carretera prefectural que se ramificaba en carreteras secundarias municipales y locales. Mitsuyo cogió el mapa de carreteras del salpicadero. Lo hojeó en busca de la página correspondiente, en la que aparecían varias rutas señaladas con distintos colores. La autopista nacional era naranja, las carreteras prefecturales eran de color verde; las locales, azules, y las calles, de color blanco. A Mitsuyo le pareció que aquel sinfín de carreteras dibujadas en el mapa era como una red en la que el coche se enredaba y no podía seguir avanzando. Lo único que había hecho era escaquearse del trabajo para pasar el día con el chico que le gustaba, pero por mucho que intentaran escapar, la red de carreteras los perseguía y no los dejaba seguir adelante.
Mitsuyo cerró el mapa de un manotazo para ahuyentar la desagradable sensación que la había invadido. Yuichi se volvió hacia ella, sobresaltado.
—Es que me estaba mareando —mintió Mitsuyo.
—Tranquila, conozco el camino hasta Yobuko —le respondió él.
Aquella mañana, cuando Yuichi terminó de comer los onigiri que ella había comprado en el supermercado al salir del hotel, Mitsuyo le preguntó:
—¿No deberías llamar al trabajo para decirles que hoy no vas a ir?
—No hace falta —le respondió él, meneando la cabeza y esquivando su mirada.
Mitsuyo llamó a Tamayo, que estaba muy preocupada desde que su hermana se había marchado al poco rato de haber llegado a casa y no había regresado en toda la noche.
—¡Menos mal! —exclamó, en un tono que contenía una mezcla de alivio y de enfado—. Pensaba llamar a la policía si hoy no tenía noticias tuyas.
—Lo siento, es que me han pasado muchas cosas. Pero no es nada grave, no te preocupes. Te lo cuento cuando vuelva a casa, ¿vale?
—¿Eso significa que vas a volver hoy?
—Todavía no lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? Antes he llamado a la tienda pensando que te encontraría, pero Kazuko me ha dicho: «Siento mucho lo de tu padre», y he tenido que seguirle la corriente.
—No sabes cuánto te lo agradezco.
—Dime, ¿qué ha pasado?
—Nada. Es que no me apetecía ir al trabajo. A ti también te ha pasado alguna vez, ¿no? Cuando trabajabas en el club de golf, te escaqueabas de vez en cuando sin ningún motivo.
Yuichi escuchaba en silencio la conversación de Mitsuyo, con las manos en el volante.
—¿De verdad que no pasa nada más? —le preguntó Tamayo, que no parecía del todo convencida.
—Te lo prometo —le aseguró su hermana.
—Pues me quedo más tranquila. Por cierto, ¿dónde estás?
—En un coche.
—¿En un coche? ¿Con quién?
—Con alguien —repuso Mitsuyo, con una voz melosa que le salió sin querer y que Tamayo captó de inmediato.
—¿Cómo? ¡No me digas! ¿Desde cuándo…? —exclamó, interrumpiéndose a media frase.
—Cuando vuelva te lo cuento todo —le prometió Mitsuyo.
Acababan de entrar en el puerto de Yobuko. A ambos lados de la carretera había tenderetes de los que colgaban calamares secos. Mitsuyo interrumpió a su hermana, que quería saber más detalles, justo cuando Tamayo le preguntaba: «¿Lo conozco?». Por toda respuesta, Mitsuyo se despidió de ella y colgó el teléfono.
Aparcaron cerca del puerto. Al bajar del coche, Mitsuyo notó el frío viento salado que soplaba desde el mar y empezó a tiritar. Al lado del aparcamiento también había varios tenderetes, donde la brisa marina azotaba los calamares que se secaban al aire libre.
—En ese restaurante se come muy bien —le comentó a Yuichi, que acababa de bajar del coche, y le señaló una pensión situada en un edificio de la orilla. Al no obtener respuesta, se volvió hacia él.
—Gracias —murmuró Yuichi súbitamente.
—¿Por qué? —le preguntó ella, sujetándose la melena revuelta por culpa del viento.
—Por pasar el día conmigo —dijo él, con la llave del coche en la mano.
—Ayer ya te dije que estaría siempre a tu lado.
—Te lo agradezco. Oye, si quieres podemos comer un poco de calamar y luego ir en coche hasta el faro. Es pequeño, pero está al final de un parque y hay muy buenas vistas. El paseo es muy agradable.
Yuichi, que apenas había abierto la boca en todo el camino, empezó a hablar de repente como si le hubieran dado cuerda.
—Ah. Vale —repuso Mitsuyo, sorprendida por aquel cambio de actitud.
Un coche en el que viajaba una pareja joven entró en el aparcamiento. Mitsuyo cogió a Yuichi del brazo para despejar el paso.
—¿Aquí sólo se pueden comer calamares? —preguntó alegremente Yuichi, que parecía haberse quitado un peso de encima.
—S… sí —asintió ella, que no salía de su asombro—. Primero te sirven sashimi de calamar y luego puedes pedir las patitas fritas o rebozadas con tempura —explicó.
Aunque aún no eran las doce, el restaurante estaba bastante lleno. Las mesas alrededor del gran vivero estaban todas ocupadas.
—Somos dos —le dijo Mitsuyo a una mujer que llevaba un delantal.
—En la planta de arriba hay mesas libres —le respondió ella, y los acompañó hasta las escaleras.
Subieron al primer piso y se quitaron los zapatos. Cruzaron un pasillo que crujió bajo sus pies y entraron en un espacioso comedor con una gran ventana que daba al mar. Encima de un viejo tatami había ocho mesas vacías que probablemente se llenarían pronto. Sin dudar ni un instante, Mitsuyo escogió una junto a la ventana.
Yuichi, sentado enfrente de ella, no podía apartar la mirada del puerto que se extendía ante sus ojos. En las tranquilas aguas se divisaban varias barcas pescando calamares. Lejos del embarcadero, las crestas blancas de las olas bailaban en mitad del océano bañado por el sol invernal. La ventana estaba cerrada, pero se oía el murmullo de las olas rompiendo en el malecón.
—Desde aquí, las vistas son más bonitas que en la planta baja. Hemos salido ganando —dijo Mitsuyo, frotándose las manos con una toallita caliente.
—¿Ya habías estado aquí? —inquirió Yuichi.
—He venido varias veces con mi hermana, pero nunca habíamos comido en el piso de arriba. Abajo también es agradable, porque está el vivero y todo lo demás.
La mujer del delantal les sirvió té caliente y Mitsuyo pidió dos menús de calamar. Cuando se volvió hacia el exterior, Yuichi susurró:
—Me recuerda a mi barrio.
—Es verdad, tú vives en una ciudad portuaria.
—En realidad, es más bien un pueblo de pescadores como éste.
—¡Qué suerte tienes! Me encanta este paisaje. A veces, en las revistas salen algunos restaurantes pijos de Hakata y Tokio. Siempre que veo los platos de marisco que sirven, pienso: «Serán tan caros como quieras, pero seguro que no están tan ricos como el calamar de Yobuko».
—Creía que a las chicas os gustaban los restaurantes pijos.
—Bueno, mi hermana siempre quiere ir a un restaurante francés de Tenjin que no recuerdo cómo se llama, pero yo prefiero los sitios como éste. La comida que sirven es mil veces mejor. El problema es que, en la tele, estos restaurantes siempre aparecen como lugares de segunda categoría. ¡No lo soporto! De hecho, en ningún otro sitio utilizan una materia prima tan buena como la que se encuentra aquí —dijo Mitsuyo de un tirón, emocionada ante la perspectiva de tener todo el día libre.
De repente, miró hacia delante y se dio cuenta de que los hombros de Yuichi temblaban y tenía los ojos enrojecidos.
—Qué… ¿qué te pasa? —le preguntó enseguida.
Tenía los puños cerrados encima de la mesa, y temblaba tanto que Mitsuyo casi podía oírlo.
—Que… yo… maté a una persona.
—¿Qué?
—Lo… lo siento.
—¿Cómo? ¿Qué has dicho? —gritó Mitsuyo, sin acabar de comprender el significado de sus palabras.
Con los puños apretados encima de la mesa, Yuichi agachó la cabeza sin decir nada más. Tenía los ojos llorosos y su cuerpo se agitaba sacudido por un violento temblor.
—U… un momento. ¿Qué has dicho?
Ella alargó la mano sin pensar, pero la retiró tras un instante de duda. Se sintió como si alguien le hubiera cogido la mano para apartarla, a pesar de que fue ella misma quien lo hizo.
—¿Dices que mataste a una persona?
Las palabras salieron de su boca con naturalidad. Al otro lado de la ventana se extendía el tranquilo puerto de pescadores. Las barquitas de pesca se balanceaban y las gruesas cuerdas que las mantenían amarradas crujían.
—Sé que debería habértelo dicho antes, pero no me sentía capaz. Cuando estaba contigo, me sentía como si todo hubiera sido una pesadilla. Pero era real. Hoy quería estar contigo, quería que pasáramos juntos un día más. Ayer, en el coche, estuve a punto de contarte la verdad, pero no sabía cómo empezar.
La voz de Yuichi temblaba como si las olas la zarandearan.
—Conocí a una chica antes de conocerte a ti. Vivía en Hakata —prosiguió Yuichi, midiendo cada palabra. Sin saber por qué, Mitsuyo pensó en el malecón por donde habían estado paseando antes. Visto de lejos era bonito, pero estaba lleno de porquería que flotaba entre las olas. Botellas de plástico. Estireno espumoso sucio. Una chancla de playa.
—Nos conocimos en una página de contactos y quedamos varias veces. Ella sólo aceptaba citas a cambio de dinero.
En ese instante, la puerta de papel se abrió súbitamente y la mujer del delantal entró con una gran bandeja.
—Disculpen el retraso —murmuró. A continuación, dejó la bandeja, que parecía muy pesada, encima de la mesa. Contenía un calamar entero recién cortado.
—Pueden utilizar la salsa de soja que hay en la mesa.
El calamar tenía un aspecto fabuloso. A través de su cuerpo transparente se veían las algas que cubrían el fondo de la bandeja. Sus ojos metálicos habían perdido el enfoque y miraban fijamente al vacío. Sus múltiples patas eran lo único que se retorcía enérgicamente, como si quisieran escapar de la bandeja dejando el cuerpo atrás.
—Luego aprovecharemos las patitas y todo lo que sobre para freírlo o rebozarlo en tempura —explicó la mujer. A continuación, dio un golpecito en la mesa con los nudillos y se levantó. Cuando estaba a punto de salir, se volvió de repente y dijo, con una amable sonrisa:
—Veo que no tienen nada para beber. ¿Quieren que les traiga unas cervezas? —preguntó.
Mitsuyo sacudió la cabeza inmediatamente.
—No hace falta, gracias —rechazó, e hizo un gesto con las manos como si sujetara un volante para darle a entender que tenían que conducir.
La mujer salió, dejando la puerta abierta. Ambos se quedaron solos de nuevo en el espacioso comedor. Yuichi estaba cabizbajo, con la bandeja de calamar delante de él. Mitsuyo, a pesar de que acababa de escuchar una increíble confesión, cogió el botellín de salsa de soja y la sirvió en dos platitos, casi sin ser consciente de lo que hacía. Tras un instante de duda, empujó uno de los platitos llenos de salsa hacia Yuichi.
—No sé por dónde empezar… —murmuró él, mirando fijamente su platito—. Aquella noche, habíamos quedado en el parque de Higashi, en Hakata.
En cuanto empezó a hablar, Mitsuyo tuvo que hacer un esfuerzo para tragarse todas las preguntas que irrumpían en su cabeza una tras otra: ¿cómo era ella?, ¿cuántas veces habían quedado? Cuando Yuichi se interrumpió, Mitsuyo tuvo tiempo de preguntarle:
—¿Cuándo fue eso?
Él levantó la cabeza. Quería responder, pero los labios le temblaban y no conseguía articular las palabras.
—Antes de conocerte. ¿Recuerdas el e-mail que me mandaste? Pues antes —logró responder al fin.
—¿Te refieres al primero? —preguntó ella, y él meneó la cabeza sin fuerzas—. No sabía qué hacer. Por las noches no podía dormir, estaba muy agobiado y necesitaba hablar con alguien. Entonces fue cuando recibí tu correo.
En el pasillo oyeron la voz de la mujer dando la bienvenida a unos nuevos comensales.
—Aquella noche, ella había quedado con otro chico en el mismo lugar. «No tengo tiempo para estar contigo», me dijo. Entonces subió al coche del otro y se fueron. Estaba muy enfadado porque ella me había dado plantón, así que decidí seguirlos.
Las patitas del calamar se retorcían entre los dos.
Era una noche fría. El aliento de Yuichi salía en forma de nubes de vaho. En el retrovisor del coche apareció la silueta de Yoshino caminando por la calle que bordeaba el parque. Él hizo sonar el claxon para advertirle su presencia. Ella se detuvo momentáneamente, sobresaltada por el bocinazo, pero enseguida se repuso y echó a correr sin mirar en su dirección. Fue cuestión de segundos. Yoshino pasó por delante del coche. Yuichi la siguió rápidamente con la mirada y vio a un hombre desconocido al final de la calle. La muchacha apoyó la mano en su brazo en un gesto cariñoso y empezó a hablar con él. Mientras tanto, el hombre no dejaba de mirar a Yuichi con suspicacia. Yuichi pensó que se habrían encontrado por casualidad y que ella volvería después de haberlo saludado.
Tal y como suponía, Yoshino se dirigió hacia él al poco rato. Cuando Yuichi se disponía a abrirle la puerta del acompañante, ella apretó el paso como si hubiera adivinado sus intenciones y abrió la puerta ella misma.
—Lo siento, no tengo tiempo para estar contigo. ¿Te importa pagarme por transferencia? Luego te mando mi número de cuenta por e-mail —le dijo.
Ignorando la atónita expresión de Yuichi, cerró la puerta de golpe y volvió dando saltitos junto al desconocido. Todo había sido muy rápido. Tanto, que Yuichi ni siquiera tuvo tiempo de abrir la boca, y mucho menos de comprender lo que había pasado.
Ignorando a Yoshino, que volvía corriendo a su lado, el hombre siguió mirando fijamente en su dirección. A Yuichi le pareció que una sonrisa burlona se dibujaba en sus labios, pero a lo mejor sólo era un efecto provocado por la luz de las farolas. Sin volverse ni una sola vez, Yoshino subió al coche de aquel tipo. Era un Audi azul oscuro, un A6 que Yuichi no podría permitirse aunque pidiera un crédito. El coche arrancó y recorrió la calle que bordeaba el parque desierto. Los gases del tubo de escape formaban nubes blancas en contacto con el asfalto helado.
Entonces fue cuando Yuichi se dio cuenta de que ella lo había dejado plantado. Todo había sucedido con una rapidez decepcionante. Cuando reaccionó, la sangre empezó a hervir en su cuerpo hasta que creyó que iba a reventar. Notaba la cólera expandiéndose en su interior. Pisó el acelerador a fondo y el coche arrancó bruscamente. El Audi en el que viajaba Yoshino ya había llegado al cruce del final de la calle y se disponía a girar a la izquierda. Yuichi aceleró con ímpetu, como si quisiera estamparse contra el Audi. Lo que pretendía en realidad era tomar un atajo para cortarle el paso y recuperar a Yoshino. No tenía el plan en la mente, su cuerpo lo ejecutaba por instinto.
El coche del desconocido giró a la izquierda y avanzó en línea recta hacia el próximo semáforo. Yuichi pisó el acelerador, pero el semáforo se puso en rojo y empezaron a circular coches que cruzaban la calle perpendicularmente desde ambas direcciones. Sin embargo, el tráfico era poco denso y, cuando todos los coches terminaron de pasar, Yuichi se saltó el semáforo y cruzó la calle. Al cabo de unos cien metros, alcanzó al coche en el que viajaban Yoshino y su amigo. Hasta entonces había conducido impetuosamente, como si quisiera embestirlos, pero cambió de opinión nada más alcanzarlos. No porque su cólera se hubiera apaciguado, sino porque acababa de darse cuenta de que, si arremetía contra ellos, acabaría con el coche abollado.
Yuichi aceleró y se colocó al lado del Audi. Sin soltar el volante, echó un vistazo por la ventanilla y vio a Yoshino sentada en el asiento del acompañante, hablando por los codos con una amplia sonrisa en la cara. Yuichi quería una disculpa. Quería que ella le pidiera perdón por haberlo dejado plantado.
La calle atravesaba el distrito comercial de Tenjin. Yuichi redujo la velocidad y se colocó detrás del Audi. Mientras cruzaban el centro, varios coches se interpusieron entre ambos y volvieron a separarse. Cuando llegaron a la carretera que conducía al puerto de Mitsuse, la distancia entre los dos coches aumentó, pero nadie más se interpuso entre ellos. Los buzones rojos y los tablones de anuncios destacaban bajo la luz de las escasas farolas que iluminaban la negra noche. La carretera empezó a subir. Yuichi distinguía claramente los faros del Audi, que proyectaban su luz azulada sobre el asfalto. Parecía que dos solitarios haces de luz subieran por la estrecha carretera de montaña.
Yuichi lo siguió, procurando no acercarse demasiado. Las luces de freno se iluminaban cada vez que el Audi tomaba una curva, y el bosque se teñía de rojo. Iba bastante rápido, pero era un pésimo conductor que pisaba el freno al entrar en las curvas, incluso en las que no eran cerradas. Cada vez que frenaba, Yuichi se acercaba un poco más a él, así que tuvo que aminorar la velocidad. Poco a poco, la distancia con el otro coche, que subía rápidamente, volvió a aumentar. Aun así, cada vez que el Audi tomaba una curva en la oscura carretera, sus luces rojas resplandecían al otro lado de la frondosa vegetación.
Al cabo de un rato, cuando ya estaba muy cerca del punto más alto del puerto, el Audi se detuvo de repente. Yuichi pisó el freno bruscamente y apagó los faros de su coche. En medio de la oscuridad, las luces de freno parecían los ojos rojos del enorme bosque. Sin soltar el volante, Yuichi fijó la vista en aquellos dos ojos que brillaban en medio de la vegetación. Sólo la montaña parecía respirar. Justo después, el interior del coche se iluminó y Yuichi vislumbró las siluetas de Yoshino y de su acompañante.
Todo ocurrió muy deprisa. La puerta se abrió y Yoshino hizo ademán de bajar. En ese instante, el hombre le dio un puntapié en la espalda. Yoshino cayó en la cuneta como un animalillo arrollado por el coche y se dio un fuerte golpe en la cabeza contra la valla de seguridad. El hombre la dejó apoyada en la valla y se fue. Al principio, sin comprender del todo la escena que acababa de presenciar, Yuichi se dispuso a seguir el coche del desconocido. Sin embargo, cuando quitó el freno de mano vio a Yoshino, sola y abandonada en el margen de la carretera. Las luces de freno teñían su silueta de color rojo, como si estuviera envuelta en llamas. Yuichi volvió a accionar el freno de mano. Tiró de la palanca con tanta fuerza, que se oyó un extraño crujido procedente de los bajos del coche. El Audi tomó la última curva y todo rastro de luz desapareció. La silueta roja de Yoshino fue engullida por la oscuridad de la montaña.
Cuando ya hacía un rato que el desconocido se había ido, Yuichi encendió los faros del coche, indignado. No llegaron a alumbrar el lugar donde se había quedado Yoshino, pero eran más potentes que la luz de la luna. Quitó el freno de mano y pisó ligeramente el acelerador. Los faros azulados que iluminaban la carretera se acercaron a Yoshino tan despacio como un chorro de agua empapando un trozo de tela. Cuando enfocaron la silueta de la muchacha, ella se asustó y entrecerró los ojos, intentando desesperadamente ver quién estaba detrás de aquella luz. Yuichi volvió a accionar el freno de mano y abrió la puerta. Ella se abrazó a su bolso en actitud defensiva.
—¿Estás bien? —le preguntó él, pero su voz se desvaneció inmediatamente en la oscuridad. Sólo se oía la vibración del motor, que sonaba muy lejana.
Cuando Yuichi se puso delante de los faros, la expresión de Yoshino cambió.
—¿Qué haces aquí? ¿Nos has seguido? ¡Pues ya puedes largarte! —le espetó aquella mujer que sujetaba el bolso agachada en el arcén, aquella mujer a la que un hombre había echado de su coche y había abandonado en un solitario puerto de montaña.
—E… ¿estás bien?
Pese a la reacción de la chica, Yuichi se acercó a ella y le tendió la mano para ayudarla a levantarse. Sin embargo, ella rechazó su ayuda y se levantó sola.
—¿Lo has visto todo? ¡No me lo puedo creer! —masculló.
—Qué… ¿qué ha pasado? —inquirió él. Cogió la mano de Yoshino, que se tambaleaba encima de los altos tacones de sus botas, y notó que tenía piedrecitas clavadas en la palma.
—¡Nada! No tengo que darte ninguna explicación.
Yoshino se sacudió de encima la mano de Yuichi y echó a andar. Él intentó retenerla cogiéndola del brazo.
—Sube a mi coche. Te llevaré a casa —le ofreció.
Yoshino echó un vistazo al coche. Ambos estaban dentro del círculo de luz, como si el mundo entero hubiera quedado reducido a aquel pequeño espacio.
—He dicho que no. ¡Déjame en paz! —insistió, rechazándolo de nuevo cuando él intentó convencerla atrayéndola hacia sí.
—¿No te das cuenta de que no puedes volver andando desde aquí?
Mientras discutían, Yuichi sujetaba con fuerza el brazo de la muchacha. En el momento menos oportuno, Yoshino, que intentaba apartarse de él, resbaló. Perdió el equilibrio y se cayó al suelo, justo enfrente del coche. Yuichi intentó aguantarla apresuradamente, con tan mala suerte que le dio un codazo en la espalda sin querer. El cuerpo de la muchacha se retorció de forma extraña y chocó con el morro del coche. Instintivamente, Yoshino extendió la mano para detener el golpe y el dedo meñique se le quedó enganchado en el parachoques.
—¡Ay! —gritó.
Los pájaros que dormían en el oscuro bosque levantaron el vuelo todos a la vez.
—¿Te has hecho daño? —le preguntó Yuichi, tratando de ayudarla.
Yoshino seguía con el dedo atrapado. Él intentó levantarla cogiéndola por debajo de las axilas, pero ella volvió a gritar y su dedo meñique se torció y adoptó una posición extraña.
Todo fue muy rápido. Yoshino, agachada frente al coche, empalideció y sus pelos se erizaron bajo la deslumbrante luz de los faros.
—Lo… lo siento —balbució Yuichi.
La muchacha consiguió por fin liberar el dedo, y apretó fuertemente los dientes mientras se lo sujetaba, con el rostro desfigurado de dolor.
—¡Asesino! —gritó, cuando él le puso la mano en el hombro. Yuichi retrocedió en el acto—. ¡Asesino! ¡Se lo contaré todo a la policía! ¡Les diré que me has secuestrado y que me has traído hasta aquí en contra de mi voluntad! ¡Les diré que has intentado violarme! Tengo un familiar que es abogado, ¡te arrepentirás de haberme humillado! Yo no soy la clase de mujer que sale con tíos como tú. ¡Eres un asesino! —gritó Yoshino. A pesar de que era mentira, a Yuichi le flaquearon las rodillas.
Sin añadir nada más, ella echó a andar sujetándose el dedo herido. Se alejó del coche y se adentró en la solitaria carretera. La oscuridad engulló su silueta de inmediato.
—E… espera un segundo —titubeó Yuichi, pero ella siguió andando. Los pasos de Yoshino se alejaban en la oscuridad, así que salió corriendo tras ella.
—¡No mientas! ¡Yo no te he hecho nada! —gritó mientras la seguía. Ella se detuvo y se volvió hacia Yuichi.
—¡Se lo voy a contar todo! ¡Les diré que me has traído hasta aquí y que me has violado! —chilló, fuera de sí.
Yuichi oyó un ruido en su cabeza, como si millones de cigarras cantaran en todos los rincones de la montaña, a pesar de que estaban en pleno invierno. Era tan estrepitoso que tuvo la tentación de taparse los oídos. No sabía por qué estaba asustado. «Me has traído hasta aquí… me has violado…». Las amenazas de la chica eran falsas, pero Yuichi empalideció como si fuera culpable de todos los crímenes. «¡Es mentira! ¡Son acusaciones falsas!», gritaba desesperadamente para sus adentros, pero el oscuro puerto le susurraba: «¿Quién te creerá? ¿Quién confiará en tu palabra?».
Estaban completamente solos, ellos y la montaña. No había testigos. Nadie podía demostrar que no le había puesto la mano encima a Yoshino. Se vio a sí mismo justificándose ante su abuela y asegurándole que no había cometido ningún delito, se imaginó proclamando su inocencia ante el gentío que lo rodeaba. En ese instante, de repente, oyó su propia voz en el embarcadero del ferry, gritando: «¡Mi madre volverá!».
Pero nadie le hizo caso.
Yuichi cogió a Yoshino del hombro.
—¡No me toques!
Intentando sacudirse su mano de encima, ella le golpeó la oreja con el brazo. Le dolió como si le hubiera dado con una barra de hierro. Sin ser consciente de lo que hacía, Yuichi le apretó firmemente el brazo. Mientras Yoshino trataba de huir, él la inmovilizó sentándose a horcajadas encima de ella sobre el frío asfalto de la carretera. La luna iluminaba el rostro de la muchacha, desfigurado por la cólera.
—Yo no he hecho nada —repitió Yuichi, con las manos sobre sus hombros.
—¿Y quién iba a creerte? —acertó a gritar ella, con la voz ahogada por el dolor—. ¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!
Los árboles del bosque se estremecían bajo los gritos de Yoshino. Cada vez que ella levantaba la voz, Yuichi sentía un escalofrío de miedo. Si alguien oía mentiras…
—Yo no he hecho nada. ¡Soy inocente!
Yuichi cerró los ojos. Apretó desesperadamente las manos en torno al cuello de Yoshino. Estaba tan asustado que no podía pensar con claridad. Sólo sabía que nadie debía oír a la muchacha. Temía que, si no mataba sus mentiras de inmediato, la verdad moriría.
Los desechos chocaban contra el muelle. Botellas de plástico. Estireno espumoso sucio. Una chancla de playa. Enredados entre algas y bolsas de plástico, rebotaban una y otra vez contra la pared, mecidos por las olas, sin poder escapar.
En el muelle había amarradas varias barcas de pescadores. Las cuerdas estaban flojas, y se veían bancos de pececillos nadando bajo los botes. Detrás del muelle estaban los tenderetes de calamar seco, desde donde los vendedores se dirigían gritando a los turistas que pasaban constantemente. Una niña pequeña montada en un triciclo se acercó al muelle, pasó por delante de Mitsuyo y Yuichi y volvió hacia uno de los puestos de venta, donde la esperaba su madre.
Al final, Mitsuyo y Yuichi habían salido del restaurante sin haber comido. Las patas del calamar, que se retorcían cuando la mujer del delantal les había servido la comida, estaban completamente inmóviles cuando Yuichi terminó de relatar su historia. Afortunadamente, seguían solos en el comedor. Sin embargo, la mujer entró varias veces para comprobar si necesitaban algo.
—Lo siento —susurró Yuichi con un hilo de voz cuando terminó de hablar—. Iré a la policía —le dijo a Mitsuyo, que permanecía en silencio.
Ella asintió sin saber qué pensar. En ese momento, la mujer volvió a entrar y les preguntó:
—¿No les gusta el sashimi?
—Lo siento, es que no me encuentro muy bien —mintió Mitsuyo.
Luego se levantó y Yuichi la miró, derrotado.
—Vamos fuera —le dijo ella.
Yuichi se quedó perplejo, puesto que estaba convencido de que ella lo dejaría allí y se iría sola. Le pidieron disculpas a la mujer del delantal, quien no les hizo pagar la comida; salieron del local y fueron andando hasta el muelle, donde estaban amarradas las barcas de pesca.
Las piernas de Mitsuyo la condujeron automáticamente hacia el aparcamiento. Era plenamente consciente de que volvería a subir al coche de un asesino, pero la gélida brisa marina soplaba en el muelle y no tenía otro lugar adonde ir. Se sorprendió a sí misma escuchando la historia de Yuichi hasta el final, sin proferir ni una sola exclamación y sin intentar huir. El contenido del relato era extraordinario. Era tan extraordinario que se sentía incapaz de pensar.
Cuando llegaron al final del muelle, Mitsuyo se quedó quieta. Los desechos se acumulaban a sus pies, mecidos en silencio por las olas.
—Me entregaré a la policía —repitió Yuichi.
Mitsuyo asintió, sin desviar la vista de la porquería que flotaba en el agua.
—Lo siento. No pretendía causarte tantas…
Ella asintió de nuevo antes de que él terminara la frase. La niña del triciclo se acercó de nuevo a ellos. El lazo rosa que llevaba atado al manillar amenazaba con romperse azotado por el frío viento. La niña pasó entre ambos y dio media vuelta hacia el tenderete de su madre. Mitsuyo la observó mientras se alejaba pedaleando con ímpetu.
—Perdóname —dijo Yuichi en ese momento, cabizbajo, y echó a andar solo hacia el aparcamiento. De espaldas, parecía que su cuerpo hubiera encogido una talla.
Tenía un aspecto vulnerable, como si fuera a romper a llorar con el más leve roce.
—¿A qué comisaría vas a ir? —le preguntó Mitsuyo.
—No lo sé —repuso él, volviéndose—. Supongo que en Karatsu habrá alguna.
Mientras escuchaba su respuesta, Mitsuyo pensó que no debería importarle. Por un lado, una voz interior le aconsejaba que huyera cuanto antes. Por otro lado, no podía evitar sentirse frustrada. Necesitaba decir algo más.
—No me dejes —dijo—. ¿Qué voy a hacer aquí sola? Quiero ir contigo. Te acompañaré a la policía.
Una ráfaga de viento procedente del mar arrastró sus palabras. Yuichi la observaba en silencio. A continuación, reanudó la marcha sin decir palabra.
—¡Espérame! —gritó Mitsuyo, y él se detuvo.
—No puede ser. Si me acompañas, te meteré en un lío —le dijo sin volverse.
—¡Ya estoy metida en un lío! —gritó ella.
Una mujer que limpiaba calamares al otro lado de la calle levantó la vista hacia ellos. Yuichi se puso a caminar sin responderle y ella lo siguió. Eso no era lo que quería decirle.
Entraron en el aparcamiento y Yuichi se detuvo. Tenía los puños apretados y los hombros temblorosos.
—¿Cómo hemos podido llegar a esto? —dijo Yuichi, respirando entrecortadamente por la nariz.
A lo lejos se oía el murmullo de las olas rompiendo contra el muelle. Mitsuyo se puso enfrente de él y envolvió sus puños apretados entre sus manos.
—Vamos a la policía. Iremos juntos. Tenías miedo, ¿verdad? Te asustaba hacerlo solo. Yo te acompañaré. Si estamos juntos… si estamos juntos, no te costará tanto.
Los puños de Yuichi temblaban entre sus manos. Él asintió varias veces seguidas, rápidamente, como si el temblor de sus manos se hubiera trasladado a su cabeza.
El tiempo empezó a empeorar pasadas las dos de la tarde. Después de haber recibido la visita del inspector y de haber salido a toda prisa de la barbería, Yoshio Ishibashi se dirigió hacia la plaza de aparcamiento que tenía alquilada a tres minutos de su casa y subió al coche sin saber adónde iría.
El asesino no era el universitario de Fukuoka, y el padre de Yoshino se negaba a creer la explicación del inspector, que había insinuado que su hija había muerto a manos de un hombre al que había conocido por internet. Incluso tenía la sensación de que Yoshino se había visto implicada en el caso por error, y que alguien, por alguna razón, había querido engañarlos a él y a su esposa gastándoles una broma pesada. A lo mejor Yoshino todavía estaba viva, esperando a que alguien fuera a rescatarla. Pero no sabía dónde, y cualquier persona a quien se lo preguntase le diría que Yoshino había muerto.
Yoshio condujo por Kurume sin rumbo rijo. A pesar de que conocía todas las calles, las lágrimas le empañaban los ojos y se sentía como si estuviera en una ciudad desconocida. Fue su hija quien escogió aquel coche cuando acababa de empezar el instituto. Aunque a él no le gustaban los coches chillones, Yoshino insistió en que lo quería de color rojo, así que al final decidieron llegar a un término medio y compraron un turismo verde claro. El día en el que se lo entregaron, se sacaron una foto los tres juntos. Yoshino estaba muy contenta con el coche nuevo, pero su padre no dejó que lo persuadiera a quitar las fundas de plástico que protegían los asientos.
Yoshio estuvo mucho rato dando vueltas por la ciudad. Echaba de menos a su hija y quería saber dónde estaba. Oía su voz pidiendo auxilio, pero no sabía de dónde procedía. Cuando se dio cuenta, estaba conduciendo hacia el puerto de Mitsuse. Salió de Kurume, entró en la carretera nacional, cruzó el río y se sorprendió a sí mismo atravesando la llanura de Saga por una de las carreteras que se extendían a través de los campos. Al fondo se divisaba la cordillera de Sefuri, donde se encontraba el puerto de Mitsuse.
De repente, cuando paró en una gasolinera, el tiempo empezó a empeorar. Fue al baño mientras le llenaban el depósito, y vio desde la pequeña ventanilla que unos negros nubarrones de tormenta cubrían el cielo sobre la cordillera de Sefuri. Las nubes se extendieron hasta cubrir el punto más alto del puerto y empezaron a bajar hacia la llanura, donde se encontraba Yoshio.
Cuando salió del baño, empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. La pila estaba al aire libre, así que Yoshio decidió no lavarse las manos y volvió corriendo al coche, que ya tenía el depósito lleno. Una chica que tendría la misma edad que Yoshino corrió hacia él con el recibo en la mano. El papelito estaba mojado. Yoshio abonó el importe y pisó el acelerador. El retrovisor le devolvió la imagen de la chica, que lo seguía con la mirada bajo la lluvia.
Cuando empezó a subir la carretera del puerto, llovía a cántaros. A pesar de que aún no eran las tres de la tarde, las nubes bajas que encapotaban el cielo no dejaban pasar la luz, y parecía que estuviera oscureciendo. Yoshio encendió los faros. Una luz azulada iluminó el asfalto tras los limpiaparabrisas, que funcionaban a toda velocidad. Una cortina de agua caía sobre el cristal, y las escobillas iban a un ritmo frenético, como si estuvieran a punto de romperse. Los faros de un coche que venía en dirección contraria hicieron brillar las gotas de agua del parabrisas. La lluvia que impactaba contra los árboles ahogaba el rugido del motor y se convertía en el único ruido que se podía oír dentro del coche cerrado.
El día del funeral, su primo, que trabajaba en una fábrica de Kurume, le dijo: «Si quieres, iremos juntos a quemar incienso en el lugar donde murió Yoshino». Estaban pasando tantas cosas a su alrededor, que Yoshio no supo darle una respuesta. Entonces una mujer de la familia que estaba a su lado intervino, emocionada: «A mí también me gustaría ir. Le llevaré unas flores y una bolsa de sus golosinas favoritas». Yoshio sabía que sólo pretendían ser amables, pero aquellas palabras le recordaron que no volvería a ver a su hija. «No voy a ir», dijo por toda respuesta. Eso bastó para que la mujer enmudeciera.
Un día, vio unas imágenes en la televisión que mostraban el puerto de Mitsuse, donde había flores y latas de refrescos. No llegó a saber si aquella parienta suya había ido al escenario del crimen a escondidas o si algún desconocido le había llevado flores a Yoshino, víctima del ensañamiento de los medios de comunicación. Mientras veía las imágenes, Yoshio rompió a llorar. Aquello que los medios de comunicación sólo insinuaban eran acusaciones directas en las cartas y los faxes que llegaban a su casa: «¿Estás triste porque han matado a la puta de tu hija? Le está bien empleado», «Yo también me acosté con tu hija. 500 yenes la noche», «No me extraña que se la hayan cargado. La prostitución es ilegal», «Deberías haberle mandado más dinero para sus gastos».
Algunos mensajes estaban escritos a mano, mientras que otros habían sido impresos desde un ordenador. Cada mañana, Yoshio temía la llegada del cartero. Oía el timbre del teléfono en sueños, aunque hubiera desconectado la línea. Su hija era odiada en todo el país. Su familia despertaba la antipatía de la gente.
Cuanto más subía, más fuerte llovía. La niebla era cada vez más densa y, aunque llevara los faros encendidos, sólo alcanzaba a ver un par de metros por delante. Justo antes de entrar en el túnel de Mitsuse, vio el desvío hacia la antigua carretera. El letrero surgió de repente entre la niebla, como si alguien hubiera soplado para disiparla. Yoshio giró bruscamente el volante y tomó la antigua carretera, que discurría por el borde del precipicio. La calzada se estrechó y pareció que el pequeño coche desaparecía bajo una cascada de agua que se deslizaba montaña abajo, cruzaba la superficie agrietada del asfalto y se precipitaba por el barranco.
En la carretera principal se había cruzado con algunos coches que venían en dirección contraria, pero él era el único que circulaba por la antigua ruta del puerto. Dejó atrás una curva donde la valla estaba abollada, como si hubiera habido un accidente. Entonces fue cuando los faros del coche iluminaron las flores y las latas de refrescos que había en el suelo. Las flores, envueltas en plástico transparente, parecían a punto de ser arrastradas por el agua que caía por las paredes de la montaña. Yoshio pisó el freno despacio. Entre la niebla, las ofrendas empapadas soportaban estoicamente el fuerte chaparrón.
Yoshio cogió del suelo el paraguas de plástico, que se había caído del asiento trasero, y salió del coche. Dejó el motor encendido, pero sólo oía el estruendo de la lluvia, como si estuviera justo detrás de una cascada. Notaba el peso del paraguas bajo la cortina de agua que le caía encima. Las gotas estaban tan frías que se le clavaban como agujas en las mejillas y en la nuca. Se quedó de pie ante las ofrendas iluminadas por los faros del coche. Las flores ya estaban marchitas, y alguien había dejado un pequeño delfín de peluche lleno de manchas de barro. Yoshio se agachó para recogerlo. A pesar de que no lo estrechó con demasiada fuerza, el agua fría se escurrió entre sus dedos. Se dio cuenta de que estaba llorando, pero no notaba las lágrimas porque la lluvia helada le azotaba el rostro.
—Yoshino… —dijo en voz alta, inconscientemente. Su débil voz salió de su boca en forma de nubecitas blancas.
—Papá ha venido. Siento haber llegado tarde. Papá ha venido a verte… Tienes frío, ¿no? ¿Te sientes muy sola? Papá ya está aquí, hija mía…
Ya no podía parar. Una vez que hubo abierto la boca, las palabras empezaron a fluir una tras otra. La lluvia impactaba sobre su paraguas de plástico y caía copiosamente a sus pies, como una cortina de agua, mojando las sucias zapatillas que llevaba.
De repente, oyó la voz de su hija.
—Papá…
No era una alucinación auditiva, era Yoshino. Su padre se volvió. El paraguas se inclinó, pero no le importaba mojarse. Los faros del coche iluminaban la niebla. Ahí estaba Yoshino. Aunque no llevaba paraguas, no parecía mojada.
—Papá, ¡has venido! —sonrió.
—Sí, aquí estoy —afirmó Yoshio.
El agua de la lluvia le mojaba las manos y las mejillas, pero no notaba el frío. El gélido viento que soplaba en la carretera también parecía esquivar el círculo de luz de los faros.
—¿Qué estás haciendo en un lugar como éste? —le preguntó Yoshio, que apenas podía hablar porque las lágrimas y el moquillo que le goteaba de la nariz entraban en su boca junto con el agua de la lluvia.
—Has venido, papá…
Yoshino sonreía bajo las luces del coche.
—Hija mía… ¿Por qué viniste aquí? ¿Qué te hicieron? ¿Quién te hizo esto? ¿Quién… quién…?
Yoshio empezó a sollozar, incapaz de reprimirse.
—Papá…
—¿Qué? Dime, hija.
Yoshio se secó las lágrimas y los mocos con la manga empapada de su chaqueta.
—Perdóname, papá.
Yoshino parecía arrepentida, y puso la misma cara que cuando quería pedirle perdón de pequeña.
—No tienes por qué disculparte.
—Papá… siento que lo estéis pasando mal por mi culpa. Perdóname.
—No te disculpes, hija. Digan lo que digan, yo sigo siendo tu padre, y te protegeré pase lo que pase. Siempre te protegeré.
La lluvia caía ruidosamente sobre los árboles del bosque. Cuanto más fuerte era el estrépito, más se difuminaba la silueta de Yoshino.
—¡Yoshino! —gritó Yoshio sin querer, y le tendió la mano empapada a su hija, que se desvanecía bajo la luz de los faros del coche.
Yoshino desapareció en un abrir y cerrar de ojos. En el lugar donde había estado sólo quedaron las luces del coche, que iluminaban la cortina de agua que caía del cielo. Yoshio recorrió los alrededores con la mirada sin dejar de llamar a su hija. La valla mojada de la carretera desaparecía tras un recodo y, a continuación, se veía el denso bosque empapado.
Ignorando la fría lluvia, Yoshio se precipitó hacia el lugar donde había visto a su hija. Delante de él sólo se erigía la roca por donde resbalaba el agua de la lluvia. La maleza le acarició la frente mojada. Yoshio apoyó las manos en la resbaladiza superficie de la roca y gritó dos veces el nombre de su hija. Su voz penetró en la montaña.
Cuando se volvió, vio su paraguas de plástico en el suelo, delante del ramo de flores. Se le había caído sin que se diera cuenta. El paraguas estaba boca abajo y el agua se acumulaba en la concavidad de la lona. En ese momento, se dio cuenta de que había un poco más de luz. Levantó la vista al cielo y vio un pequeño claro azul al otro lado de los gruesos nubarrones. La lluvia caía a sus pies. Las salpicaduras de barro le manchaban el pantalón hasta las rodillas.
—Yoshino…
Su cuerpo empapado temblaba de frío, y su aliento formaba nubes de vaho.
—Papá no lo está pasando mal por tu culpa. Aguantaré lo que sea por ti, hija mía. Papá y mamá harán lo que sea por…
La voz se le rompió y cayó de rodillas sobre el asfalto mojado.
—¡Yoshino! —gritó de nuevo, mirando al cielo. Esperó mucho rato, pero su hija no volvió a aparecer en la carretera oculta bajo la niebla.
No dejaba de llover, y la ropa empapada pesaba sobre su cuerpo. «Lo siento, papá». La voz de Yoshino resonó en los oídos de su padre, que tiritaba.
—Yoshino… —susurró de nuevo. El nombre de su hija cayó como una gota sobre el asfalto mojado y se expandió formando ondas concéntricas en el agua de un charco.
—¡No se lo perdonaré! ¡Jamás se lo perdonaré!
Empezó a golpear el asfalto con los puños. Se hizo varios cortes, y la sangre se mezcló con el agua fría y se deslizó hacia el suelo. Yoshio se levantó bajo la lluvia. Con las manos ensangrentadas, cogió el ramo de flores que alguien había dejado en la cuneta.
—Venga ya, es imposible. ¿Yo, un asesino? ¿Por qué querría matar a esa tía? Os aseguro que es imposible —dijo Keigo Masuo por encima del hombro, mientras se dirigía a la barra a pedir la segunda cerveza. A continuación, inclinó el vaso y bebió ávidamente. Aunque el interrogatorio de la policía sólo había durado una noche, parecía que acabara de salir de la cárcel tras haber cumplido varios años de condena.
Keigo regresó al sofá, donde lo esperaban una docena de amigos —Koki Tsuruta entre ellos— que levantaron la mirada y lo contemplaron con veneración mientras bebía de pie delante de ellos.
Tsuruta bebió un sorbo de su cerveza, que apenas había tocado. Mientras intercambiaban opiniones sobre lo sucedido durante la ausencia de Keigo, hablaban tan alto que no sólo sofocaban la música ambiental, sino incluso el estrépito que hizo una de las camareras al romper un plato.
El desaparecido Keigo les había enviado un e-mail a todos ese mismo día, sobre las dos de la tarde. Tsuruta estaba en su casa durmiendo, como de costumbre, cuando recibió el mensaje de Keigo, que los convocaba en el café Monsoon de Tenjin para relatarles lo ocurrido. Al principio, creyó que se trataba de una broma pesada. Sin embargo, unos minutos más tarde, Keigo le llamó.
—¿Has leído mi e-mail? Me gustaría que vinieras. Os explicaré los detalles de mi vida de fugitivo —le dijo, con una voz aparentemente serena.
Tsuruta tenía muchas cosas que preguntarle, pero Keigo se limitó a añadir en tono de broma:
—He decidido explicároslo a todos juntos para ahorrarme trabajo. —Acto seguido, colgó el teléfono.
El grupo de amigos se reunió en la cafetería de Tenjin que Keigo solía frecuentar. Era un local moderno y hecho a medida para los universitarios, puesto que servían alcohol desde primera hora de la mañana, la comida era regular y los precios, aceptables. Lo único que parecía caro era la decoración interior.
Cuando Tsuruta llegó, ya había unas diez personas del grupo, pero el protagonista aún no había aparecido. Todos sabían que lo habían detenido en Nagoya, y comentaban que debía de ser inocente, puesto que lo habían dejado en libertad.
Cuando la silueta de Masuo apareció en el exterior del ventanal, los amigos soltaron un grito de alegría espontáneo. Unas chicas jóvenes que estaban comiendo el menú del día, que no tenía muy buena pinta, también miraron a Keigo.
Keigo entró en la cafetería y le guiñó el ojo a una camarera que conocía. Hizo una reverencia con los brazos abiertos y exclamó:
—¡Saludad a Keigo Masuo, que acaba de convertirse en un hombre libre!
Algunos de los asistentes aplaudieron, mientras que otros prorrumpieron en sonoras carcajadas.
Keigo empezó explicando el motivo de su retraso a sus impacientes amigos. Al parecer, la policía lo había dejado en libertad por la mañana, y luego había pasado por su casa para ducharse. Quizá por eso, al contrario de lo que esperaban sus amigos, no tenía la cara de sufrimiento de alguien que lleva semanas huyendo de la justicia.
En cuanto se sentó, empezaron a acribillarlo con una rápida sucesión de preguntas:
—¿Y qué? ¿Qué has hecho?
—¿Así que tú no la mataste?
—¿Por qué huiste si no habías hecho nada?
Tratando de contener la avalancha de preguntas, Keigo se volvió hacia la camarera, que estaba a su lado con cara de perplejidad, y le pidió una cerveza belga.
—No os precipitéis, chicos. Lo que pasó, en resumen, fue un simple malentendido.
—¿Un malentendido? —exclamaron a la vez todos los que se encontraban en la mesa.
—Sí. La verdad es que no sé por dónde empezar. Por cierto, han cambiado un poco la decoración del local, ¿no?
A pesar de que era él quien los había convocado allí, Keigo parecía ligeramente molesto. Tsuruta, que estaba sentado a su lado, se dio cuenta de que su amigo estaba a punto de cambiar de tema.
—¿Por qué no empiezas por lo que pasó aquella noche? —propuso, intentando que recuperase el hilo de la conversación.
—Ah, sí, aquella noche —dijo Keigo, apartando la mirada del ventilador que colgaba del techo—. Lo cierto es que, aquella noche, yo estuve con la chica —empezó—. Estaba muy cabreado. ¿Nunca habéis estado nerviosos sin ningún motivo y no podíais quedaros quietos en un mismo sitio?
Los chicos asintieron al oír las palabras de Keigo.
—Sí, ¿verdad? Lo sabía. Pues eso es lo que me pasaba aquella noche, así que decidí coger el coche e irme por ahí. A medio camino, me entraron ganas de mear y paré en el parque de Higashi, donde me encontré con ella por casualidad.
—¿Ya la conocías? —le preguntó un chico que estaba en la otra punta de la mesa, inclinándose hacia delante.
—Sí. ¿Te acuerdas de ella, Tsuruta? La conocimos en un bar de Tenjin. Iba con dos amigas, las tres trabajaban en una compañía de seguros y eran bastante ordinarias. Creo que algunos de vosotros también estabais —dijo Keigo, y varios de sus amigos parecieron acordarse y exclamaron: «Ah, sí».
—Pues era una de ellas. Después de aquella noche, se puso muy pesada y empezó a mandarme mensajes al móvil. Por cierto, antes lo he comprobado y he visto que todavía tengo algún mensaje suyo. ¿Queréis verlo? —les ofreció Masuo, orgulloso de poder enseñar un mensaje de la chica que había muerto asesinada en el puerto de Mitsuse, y todos sus amigos se inclinaron sobre la mesa. Al principio, Tsuruta sintió cierta repugnancia, pero se contuvo al ver el entusiasmo que mostraba el grupo y no fue capaz de expresar su rechazo.
—El caso es que, aquella noche, me encontré con ella por casualidad y la invité a subir a mi coche —prosiguió Keigo, mientras pulsaba las teclas del móvil que había sacado del bolsillo—. Ése fue mi primer error. Ella me miraba embobada, sus ojos me decían: «Llévame adonde quieras». Yo estaba de muy mala leche. Era una de esas tías que se abren de piernas a la primera, así que la dejé subir al coche con la intención de llevármela a algún sitio donde pudiera echarle un par de polvos y relajarme un poco. Pero ella había cenado gyoza o algo parecido, porque le apestaba el aliento, y se me pasó el calentón en un abrir y cerrar de ojos. Al final, la llevé al puerto de Mitsuse, donde empezamos a discutir y la eché del coche.
Keigo pulsaba frenéticamente las teclas de su móvil. No encontraba el mensaje, que debía de ser bastante antiguo, y el nerviosismo de sus dedos se contagiaba a la gente que lo rodeaba.
—Pero supongo que no te diste a la fuga sólo porque la habías dejado tirada allí, ¿no? —preguntó alguien.
Los dedos de Keigo se detuvieron y él levantó la cabeza, sonriendo de forma muy significativa.
—Como se resistía a bajar del coche, alargué la mano para empujarla, con tan mala suerte que acabé agarrándola por el cuello como si fuera a estrangularla. —En ese punto del relato, todos contuvieron la respiración—. Pero no fue así como murió. Quise empujarla para que se bajara y la agarré por el cuello sin querer, eso es todo. Pero cuando me enteré de que había muerto en el puerto… En aquel lugar no había nadie más, y saqué conclusiones precipitadas al pensar que a lo mejor había sido culpa mía.
Keigo se echó a reír para romper la tensión que flotaba en el ambiente. Poco a poco, consiguió contagiar sus carcajadas a todos los demás. Tsuruta se sentía más bien asqueado y no tenía ganas de reír, pero echó un vistazo a su alrededor y no vio a nadie que estuviera tan serio como él.
—¿Por eso has estado fugado durante las últimas semanas? —le preguntó alguien, y Keigo asintió, abochornado.
—Cuando ella ya estaba bajando del coche, le di un fuerte puntapié en la espalda. Ella salió proyectada hacia delante y se golpeó la cabeza contra la valla, aunque tampoco fue grave —prosiguió Keigo sin perder la calma. Tsuruta, que estaba a su lado escuchándolo, sintió ganas de vomitar. Justo cuando estaba a punto de levantarse, Keigo encontró el mensaje que buscaba.
—¡Ya lo tengo! Es éste.
Dejó el móvil encima de la mesa y alguien se puso detrás de Tsuruta y se inclinó hacia delante, apoyándose en su hombro e impidiendo que se levantara. Tsuruta perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer de bruces en la mesa.
—¿Queréis leerlo?
Varias manos se abalanzaron hacia el móvil de Keigo, tratando de cogerlo. El que lo consiguió fue el chico que estaba sentado justo enfrente de él. Intentando proteger el móvil de las manos ansiosas que intentaban quitárselo, empezó a leer el contenido del mensaje imitando la voz de una chica. En ese instante, se oyeron unas voces femeninas procedentes de la entrada.
Los chicos sentados en torno a la mesa se volvieron simultáneamente. Era el núcleo del grupo de chicas espectaculares de la universidad que solían pulular alrededor de Keigo.
—¡Masuo! —exclamó una de ellas, con un grito que resonó por todo el local. Las tres chicas se dirigieron hacia él todas a la vez, como si fueran inseparables.
—¿Qué? ¡Vaya! ¿Qué hacéis vosotras por aquí?
Los chicos del grupo se apretujaron en el sofá para hacerles un hueco, y ellas se sentaron. A continuación, empezaron a hacerle a Keigo las mismas preguntas que acababan de hacerle los demás, y él les dio respuestas idénticas.
Mientras Keigo hablaba con las chicas, su móvil iba pasando de mano en mano. A Tsuruta le bastó con ver las caras de sus amigos para saber qué clase de mensajes le mandaba a Keigo la chica asesinada en el puerto de Mitsuse. Era como si el cadáver de la joven fuera pasando de mano en mano. Aquella chica, que le mandaba un mensaje tras otro a un chico que la ignoraba, había sido asesinada en el puerto de Mitsuse. Keigo no la había matado, pero si aquella noche no se hubiera encontrado con ella por casualidad, no habría ido al puerto.
Sin que se diera cuenta, el móvil de Keigo llegó a manos de Tsuruta. A su lado, Keigo les explicaba a las chicas, con sentido del humor, los detalles del interrogatorio al que lo había sometido la policía, aunque no se sabía hasta qué punto eran reales o inventados. Les dijo, por ejemplo, que lo habían colocado bajo un foco, como si se tratara de un gag humorístico.
«Un gag», murmuró Tsuruta sin querer. Tenía entre sus manos los mensajes de la chica asesinada. No quería leerlos, pero su mirada bajó hasta la pantalla en contra de su voluntad y una frase apareció ante sus ojos: «¡A mí también me encantaría ir a Universal Studio!».
Aunque el lejano cielo se iba despejando, las gotas de lluvia se estrellaban contra el parabrisas y se unían unas con otras formando una gran lágrima que se deslizaba por el cristal. El coche estaba aparcado en la cuneta de una carretera de la costa, cuyo asfalto mojado oscurecía todo lo que había a su alrededor. En el interior del coche que ocupaban Mitsuyo y Yuichi había tan poca luz que parecía que estuviera anocheciendo. Al final de la carretera había una comisaría de policía. Si avanzaban unos metros más, entrarían en su recinto.
Mitsuyo no sabía cuánto rato llevaban dentro del coche, inmóviles. Tan pronto tenía la sensación de que acababan de detenerse como de que llevaban toda la noche en aquel lugar. Alargó la mano hacia las gotas de agua del parabrisas. No podía tocarlas desde dentro, pero le pareció notar la humedad de la lluvia en sus dedos. De repente, cayó un fuerte chaparrón que envolvió el coche como una cortina, tapándoles el paisaje exterior.
Mitsuyo llevaba un rato escuchando la respiración agitada de Yuichi. Sólo tenía que volver la cabeza para verlo justo a su lado, pero se sentía incapaz de mirarlo. Tenía la inevitable sensación de que todo terminaría en cuanto se volviera hacia él.
En el muelle de Yobuko, Mitsuyo le había dicho que lo acompañaría a la policía. Él la había rechazado porque no quería causarle más problemas pero, a pesar de sus objeciones, ella había subido al coche. No le daba miedo estar con un asesino. Lejos de pensar que había conocido a un asesino, le parecía más bien que alguien a quien ya conocía había cometido un asesinato. Aunque lo hubiera hecho antes de conocerla, Mitsuyo se sentía frustrada, como si hubiera podido hacer algo para impedirlo.
Salieron del aparcamiento de Yobuko y se dirigieron hacia la ciudad de Karatsu. Recorrieron el trayecto en silencio. La carretera estaba despejada, y pronto se acercaron al casco urbano. Cuando estaban a punto de entrar en la ciudad, de repente vieron el letrero que indicaba la comisaría de Karatsu. Yuichi no debía de tener previsto encontrarla tan pronto, porque dio una sacudida al volante, sobresaltado, y aminoró la velocidad. Decenas de metros más adelante había un solitario edificio de color crema rodeado de un amplio terreno. En la pared había una pancarta con un eslogan sobre seguridad vial que se hinchaba con el fuerte viento que soplaba desde el mar. La calle estaba desierta.
—Deberías bajar aquí, Mitsuyo —dijo Yuichi, sujetando el volante y sin mirarle la cara.
Justo entonces empezó a llover. El cielo se oscureció de repente y las gotas de agua empezaron a golpear el parabrisas. Una joven madre que caminaba por la acera se apresuró a bajar la capota del cochecito que empujaba.
—Deberías bajar aquí, Mitsuyo —repitió Yuichi, sin decir nada más.
—¿Eso es todo? —susurró ella.
Él mantenía la cabeza gacha y la vista fija a sus pies. Mitsuyo no sabía qué respuesta quería oír, pero le parecía demasiado triste que él sólo le pidiera que saliera del coche. Un profundo silencio volvió a instalarse entre ambos. La lluvia que caía sobre el parabrisas se deslizaba hacia abajo, incapaz de soportar su propio peso.
—Si la policía te ve conmigo, podrías meterte en un lío —murmuró Yuichi, sin soltar el volante.
—¿De verdad crees que si nos despedimos aquí no voy a meterme en ningún lío? —dijo Mitsuyo, sarcásticamente.
—Perdona —se disculpó él de inmediato.
No sabía por qué lo había dicho. En la situación en la que se encontraban, lo último que quería era tratar a Yuichi con brusquedad.
—Lo siento —se disculpó Mitsuyo, con un hilo de voz.
La silueta de la joven madre empujando el cochecito de espaldas apareció reflejada en el espejo lateral. Caminaba a paso rápido, casi corriendo. Mientras la observaba, Mitsuyo suspiró. Tuvo la sensación de que había olvidado respirar durante los últimos minutos.
—¿Qué piensas hacer cuando entres en la comisaría? —le preguntó, sin poder reprimir las dudas que sentía. Yuichi, que tenía la vista fija en sus manos sobre el volante, levantó la mirada y meneó la cabeza, como si él tampoco tuviera ni idea.
—Si te entregas te reducirán la condena, ¿no? —preguntó ella.
Él volvió a menear la cabeza.
—¿Volveremos a vernos?
Yuichi la miró, sorprendido, y sus ojos se inundaron de lágrimas.
—Te esperaré. Aunque pasen muchos años.
Los hombros de Yuichi empezaron a temblar, y su cabeza se agitaba violentamente. Ella alargó las manos sin pensar y le acarició las mejillas. Notó el temblor de su cuerpo en los dedos.
—Tengo miedo. Puede que me condenen a muerte.
Mitsuyo le acarició las orejas. Estaban ardiendo.
—Antes de conocerte, no estaba tan asustado. Me preocupaba que me detuvieran, pero era incapaz de entregarme. Aun así, no tenía tanto miedo como ahora. Sabía que mis abuelos lo pasarían mal y me daba mucha pena, porque he crecido con ellos, pero no estaba tan angustiado. Si no te hubiera conocido…
Mitsuyo escuchaba en silencio a Yuichi, que hacía grandes esfuerzos por hablar. Bajo sus manos, las orejas de Yuichi ardían cada vez más.
—Pero tienes que ir…
Ella notaba su temblor y apenas podía hablar.
—Debes entregarte y cumplir condena por lo que hiciste —dijo Mitsuyo en un tono desesperado, y Yuichi logró asentir a duras penas.
—A lo mejor me condenan a muerte… y no volveremos a vernos.
Mitsuyo se negaba a aceptar aquellas palabras. Comprendía su significado, por supuesto, pero para ella sólo eran un adiós. Tomó las manos temblorosas de Yuichi entre las suyas. Quería decirle algo, pero las palabras no le salían. No podían decirse un simple adiós. Un adiós implicaba cierta esperanza en el futuro. Mitsuyo tenía la sensación de estar cometiendo un grave error, y apretaba desesperadamente las manos de Yuichi. Algo estaba a punto de terminar. Algo se acabaría para siempre en aquel lugar y en aquel momento.
Entonces fue cuando una escena atravesó su mente como un relámpago. Fue tan rápido, que apenas consiguió recordar cuándo y dónde la había visto. Mitsuyo cerró los ojos instintivamente e intentó evocar lo que acababa de ver. Las imágenes volvieron a aparecer vagamente ante sus ojos.
«¿Dónde estoy?», murmuró para sus adentros, con los ojos fuertemente cerrados. Sin embargo, la escena era como una fotografía: aunque la contemplara desde distintas perspectivas, siempre veía lo mismo.
Había dos chicas jóvenes. Estaban de espaldas y charlaban animadamente. Delante de ellas, veía la espalda de una anciana. Parecía hablar con una pared. No, no era una pared, sino una ventanilla. Al otro lado del cristal transparente vio la cara de la taquillera.
«¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es éste?», se preguntó Mitsuyo. Se concentró aún más y vio un mapa de rutas colgado encima de la ventanilla. «¡Ah, sí!», exclamó sin querer.
Había reconocido el mapa. Estaba en la taquilla donde vendían los billetes para el autobús de larga distancia que cubría la ruta entre Saga y Hakata. En cuanto reconoció el lugar, la escena, hasta entonces silenciosa e inmóvil, empezó a girar y Mitsuyo oyó los sonidos que la acompañaban. Detrás de ella, los altavoces anunciaron que el autobús acababa de llegar. Oyó la animada conversación de las chicas que tenía delante. La anciana, que ya había comprado el billete, se alejó de la ventanilla cerrando el monedero y se dirigió hacia el autobús recién llegado.
Tenía que ser aquel día. No había duda de que era aquel día. El autobús era el que había caído en manos de un joven secuestrador.
Dentro de la escena que acababa de evocar, Mitsuyo le gritó instintivamente a la anciana que caminaba hacia el autobús: «¡No suba!», pero su garganta no emitió ningún sonido, y la mujer ni siquiera se volvió. Las dos chicas que tenía delante ya estaban en la ventanilla, comprando los billetes para ir a Hakata. «¡No los compréis!», gritó Mitsuyo para sus adentros. Seguía en la cola, y sus piernas no se movían. Se dio cuenta de que temblaba violentamente. Si no hacía nada, ella también acabaría comprando el billete. Entonces fue cuando lo recordó: ¡el móvil! Iba a recibir la llamada de su amiga para decirle que tenía el niño con fiebre y que lo sentía mucho, pero que tendrían que dejarlo para otro día.
Mitsuyo buscó en su bolso. Lo revolvió todo, pero no encontró el móvil. Las chicas ya habían comprado sus billetes y se dirigían hacia el autobús, ajenas a lo que estaba a punto de ocurrir. No llevaba el móvil. No lo encontraba. «El siguiente, por favor», dijo el taquillero, llamando a Mitsuyo. Sus piernas se movieron en contra de su voluntad. Quería salir corriendo, pero su cara se acercó a la ventanilla y su boca pronunció las palabras:
—Un billete para Tenjin.
El móvil no estaba. Debía de llevarlo consigo, pero no lo encontraba.
Mitsuyo abrió los ojos justo cuando estaba a punto de soltar un grito de pánico. Delante de ella se extendía la calle mojada por la lluvia, y vio el edificio de la comisaría, también empapado. Se volvió hacia Yuichi, que seguía a su lado. Fue entonces cuando vio un coche patrulla que venía en dirección contraria. Redujo la velocidad, puso el intermitente y giró a la derecha para entrar en el recinto de la comisaría.
—¡No! —gritó Mitsuyo—. ¡No! ¡No quiero subir a ese autobús!
Su voz retumbó en el interior del vehículo. Yuichi dio un respingo, sobresaltado.
—¡Arranca, por favor! Sólo será un momento. ¡Quiero irme de aquí! —insistió ella. Yuichi la miró con los ojos como platos.
—¡Por favor!
Él dudó un instante.
—¡Por favor! —repitió ella.
Al final, ante la insistencia de Mitsuyo, Yuichi cedió. Puso las manos en el volante rápidamente y pisó el acelerador. El coche dejó atrás la comisaría y dobló a la izquierda. Un dique de cemento bordeaba la calle. Al fondo había un puerto deportivo, indicado en un letrero mojado por la lluvia. Allí fue donde Yuichi se detuvo. La comisaría aún se veía tras ellos.
En cuanto el coche había arrancado, Mitsuyo había roto a llorar. Tenía la sensación de que despedirse de él sería como subir al autobús y caminar directamente hacia el cuchillo del joven secuestrador. Yuichi dejó el motor encendido, pero apagó los limpiaparabrisas. El cristal se anegó de inmediato y el paisaje se nubló.
—¡No puedo! —gritó Mitsuyo, con la vista fija en el agua que resbalaba por el parabrisas—. ¡No quiero hacerlo! ¿Qué será de mí si nos separarnos? ¡Creía que seríamos felices! Cuando te conocí, creía que por fin había encontrado la felicidad. ¡No te rías de mí! ¡No me hagas esto!
Yuichi alargó una mano vacilante hacia Mitsuyo, que no dejaba de llorar, le rozó el hombro y la abrazó fuertemente. Ella forcejeó para desprenderse de su abrazo, pero él la estrechó con más fuerza hasta que no pudo moverse, sólo llorar entre sus brazos.
—Lo siento… lo siento…
Mitsuyo oyó su voz como si le estuviera mordiendo la nuca. Reunió todas sus fuerzas y sacudió la cabeza. Su mejilla chocaba con la de él.
—Lo siento. Siento no poder hacer nada por ti.
Mitsuyo ya no sabía cuál de los dos estaba llorando.
—¡Por favor, no me dejes sola! ¡No me abandones! —gritó, con la cabeza en el hombro de Yuichi—. ¡Huye! ¡Huiremos juntos! —le suplicó, aunque sabía que era imposible—. ¡Quédate conmigo, no me dejes sola! —gritó, consciente de que jamás podrían ser felices.