En las afueras de la ciudad de Saga, a lo largo de la Nacional 34, había una tienda de ropa para hombres llamada Wakaba. En su interior, Mitsuyo Magome contemplaba a través de la ventana los coches que circulaban bajo la lluvia.
La carretera, una especie de circunvalación alrededor de Saga, tenía un gran volumen de tráfico, pero el paisaje era tan monótono que daba la sensación de estar recorriendo siempre el mismo tramo.
Mitsuyo era la encargada de la sección de trajes de la primera planta. Aproximadamente un año antes se ocupaba de la ropa informal, en la planta baja, pero su jefe le dijo, muy amablemente, que la mayoría de los clientes de aquella sección eran jóvenes, por lo que sería mejor que los atendiera alguien de una edad semejante que tuviera los mismos gustos. La trasladaron inmediatamente a la sección de trajes de la primera planta, donde empezó a trabajar al cabo de una semana.
Si el problema hubiera sido sólo la edad, Mitsuyo habría protestado, pero tratándose de gustos no había nada que hacer. De todos modos, se había sentido francamente aliviada al saber que sus gustos no coincidían con la ropa que se vendía en la sección informal de aquella tienda de las afueras de Saga.
En la tienda también había ropa con un toque fashion para gente joven, como vaqueros y camisetas. Sin embargo, no era lo mismo la ropa fashion que con un toque fashion. Un día, en una tienda de ropa de marca de Hakata, Mitsuyo vio una camiseta que se parecía mucho a un modelo que vendían en Wakaba. Tenía el mismo caballo dibujado, pero el suyo era ligeramente más grande que el original. Quizá aquellos milímetros de diferencia eran lo que convertía la camiseta en una prenda hortera. Pero también recordaba que un adolescente del barrio, loco de alegría, se había comprado la camiseta del caballo, había montado en una bicicleta de sillín bajo con su casco amarillo y se había ido con la camiseta bajo el brazo, más contento que unas pascuas. Mientras seguía con la mirada al chico que pedaleaba por la carretera, Mitsuyo estuvo a punto de dejarse llevar por un estado de ánimo totalmente contrario al que había sentido cuando su jefe la había trasladado a la planta de arriba, y tuvo la tentación de gritarle: «¡Eso es! ¿A quién le importa que el caballo sea un poco más grande? ¡Ponte la camiseta y llévala sacando pecho!». Entonces pensó, inconscientemente, que su ciudad tampoco era tan horrible.
—¡Mitsuyo! ¿Hacemos un descanso?
Mitsuyo se volvió y vio aparecer entre las perchas de los trajes la cara redonda de Kazuko Mizutani, la encargada de la planta. Desde la ventana, los trajes parecían una gigantesca ola que avanzaba hacia Mitsuyo.
Los días laborables no solían venir muchos clientes por la mañana, sobre todo si llovía. De vez en cuando, aparecía algún hombre apresurado que necesitaba urgentemente un traje para un funeral, pero aquel día no parecía que hubiera fallecido nadie en el vecindario.
—¿Hoy también te has traído la comida? —le preguntó Kazuko, saliendo del laberinto de trajes.
—Últimamente, mi única distracción es hacerme la comida —bromeó Mitsuyo.
Como en la tienda había mucho tiempo libre, sobre todo entre semana, las dependientas almorzaban por turnos. Sólo había tres chicas trabajando en la inmensa tienda. Sin embargo, los días laborables no solía haber más clientes que dependientas.
—Odio la lluvia en invierno. ¿Cuándo dejará de llover?
Kazuko se puso a su lado y acercó la cara a la ventana, empañando ligeramente el cristal con su aliento. La calefacción estaba encendida pero, como no había nadie, parecía que hiciera más frío.
—¿Has venido en bici? —le preguntó Kazuko.
Mitsuyo echó un vistazo al gran aparcamiento que había justo debajo, mojado por la lluvia. Había algunas plazas ocupadas, pero todos los coches estaban frente al restaurante de comida rápida que había justo al lado. La bicicleta de Mitsuyo, apoyada en la valla, era la única aparcada junto a la tienda, y parecía el único vehículo expuesto a la lluvia invernal.
—Si a la hora de salir sigue lloviendo, te llevamos en coche —se ofreció Kazuko. A continuación, le dio una palmadita en el hombro y se dirigió hacia la caja registradora.
Kazuko estaba a punto de cumplir cuarenta y dos años. Su marido, un año mayor que ella, era el encargado de una tienda de electrónica del centro, y siempre pasaba a recogerla en coche al salir del trabajo. Tenía el aspecto de un hombre hecho y derecho, por eso resultaba enternecedor que llamara Kazu a su esposa después de veinte años de matrimonio. Tenían un hijo que estaba en tercero de carrera. Kazuko temía que se convirtiera en un hikikomori, que se encerrara en su habitación para no volver a salir. Sin embargo, cuando hablaba del tema se hacía evidente que sus temores eran exagerados y que lo único que le pasaba al chico era que le gustaba más quedarse en casa frente al ordenador que salir. A Kazuko también le preocupaba que su hijo no tuviera novia a sus veinte años. Al parecer, utilizando la palabra hikikomori, que estaba tan de moda, sólo pretendía convencerse a sí misma y a los demás de que sus temores no eran infundados.
Sin ánimo de defender al hijo de Kazuko, la verdad era que en Saga no había mucho que hacer. Si salías a la calle durante tres días seguidos, era probable que te encontraras con alguien que ya habías visto el día anterior. En realidad, parecía que todas las imágenes de la ciudad estuvieran grabadas en una cinta de vídeo que se repetía una y otra vez. Estar conectado al amplio mundo al que daba acceso un ordenador era sin duda mucho más estimulante que la vida en la ciudad.
Aquel día, desde que Mitsuyo terminó de comer hasta que hizo otro descanso por la tarde, pasaron por la tienda tres clientes, uno de los cuales era un matrimonio de ancianos. Él no parecía tener ningún interés en comprarse una camisa nueva, mientras que su esposa, en vez de fijarse en los colores y las tallas, comparaba los precios de los diferentes modelos y se los iba probando a su marido encima de la ropa.
Justo antes del descanso, apareció un hombre que no tendría más de treinta años. Las dependientas tenían instrucciones de esperar sin decir nada hasta que los clientes les preguntaran algo, de modo que Mitsuyo se limitó a observar de reojo, sin acercarse demasiado, al hombre que rebuscaba entre los trajes colgados. Aunque se mantuvo un poco apartada de él, no pudo evitar observar que llevaba una alianza de boda en el dedo anular. «No es que en esta ciudad no haya hombres de nuestra edad —solía decir Tamayo, su hermana gemela—, el problema es que los que valen la pena están casados».
Las amigas de Mitsuyo, que trabajaban en el centro, estaban de acuerdo con ella, pero casi todas estaban casadas, de modo que su punto de vista era distinto al de su hermana, que era soltera. Siempre le decían lo mismo: «Me encantaría presentarte a un chico, pero ya está casado… Qué pena, ¿verdad?». Mitsuyo no recordaba haberles pedido nunca que le presentaran a alguien, pero la verdad es que había que tener agallas para vivir en una ciudad como Saga y ser una mujer soltera a punto de cumplir los treinta. Sus tres mejores amigas del instituto ya estaban casadas y tenían hijos. El hijo de una de ellas iba a empezar la escuela primaria al año siguiente.
—Disculpe… —la llamó de repente el joven cliente, con un traje beige oscuro en la mano. Mitsuyo se acercó a él.
—¿Desea probárselo? —le ofreció con una sonrisa.
—¿Éste es el de la oferta? ¿Puedo llevarme dos por 38.900 yenes? —le preguntó, señalándole el cartel que colgaba del techo.
—Sí. Todos los que hay aquí están de oferta.
Sin dejar de sonreír, Mitsuyo lo acompañó a los probadores.
Era un tipo alto. Cuando descorrió la cortina después de haberse probado el traje, Mitsuyo pensó que debía de practicar algún deporte, porque sus piernas parecían musculosas dentro de los estrechos pantalones que estaban tan de moda últimamente.
—¿No me viene un poco pequeño? —le preguntó, mirándola a través del espejo del probador.
—Los diseños actuales son todos así.
Mitsuyo se agachó delante de él para cogerle el bajo del pantalón. El hombre debía de tener un bebé, porque de repente notó un olor agrio parecido al de la leche. Tenía los grandes pies de su cliente justo delante de los ojos. Sus uñas, que parecían largas y duras, se marcaban bajo los calcetines. «¿Cuántos hombres me habrán visto agachada delante de ellos?», se preguntó Mitsuyo. A pesar de que coger los bajos de los pantalones formaba parte de su trabajo, al principio lo odiaba porque tenía la sensación de estar sometiéndose a los hombres.
Cuando se agachaba, sólo veía las piernas de los hombres. Calcetines sucios y calcetines nuevos, tobillos gruesos y tobillos estrechos, piernas largas y piernas cortas. A veces, las piernas de los hombres tenían un aspecto salvaje, y otras veces parecían firmes y seguras.
Durante un tiempo, cuando tenía veintidós o veintitrés años, se hacía ilusiones pensando que quizá encontraría a su futuro marido entre aquellos hombres ante los que se agachaba. Ahora le parecía ridículo, pero años atrás soñaba con que, algún día, levantaría la vista mientras estaba cogiendo el bajo de un pantalón y vería la cara de su príncipe azul mirándola cariñosamente desde arriba. Todos los clientes que pasaban por sus manos eran objeto de sus fantasías.
Ahora, cuando lo pensaba, se daba cuenta de que ésa había sido la primera fase de sus expectativas de boda. Sin embargo, por muchos bajos que cogiera, nunca vio el rostro de su futuro marido al levantar la vista.
Empezó a anochecer y la lluvia invernal seguía cayendo.
Después de cerrar la caja y apagar las luces de la inmensa planta, Mitsuyo entró en el vestuario y encontró a Kazuko, que ya se había cambiado.
—No pensarás coger la bici con la que está cayendo, ¿no? Te llevamos en coche —le ofreció de nuevo.
—Quizá sea lo mejor —admitió Mitsuyo, mientras observaba el reflejo de su cara cansada en el espejo. No estaba del todo convencida porque, si la llevaban a casa en coche y dejaba la bicicleta en el aparcamiento, al día siguiente tendría que coger el autobús para ir al trabajo.
Salieron de la tienda por la puerta del personal. La lluvia caía con fuerza sobre la gran superficie del aparcamiento. Detrás del edificio, al otro lado de la valla, había un campo en barbecho que desprendía un intenso olor a tierra mojada. Algunos coches recorrían la circunvalación salpicando agua a su paso. El reflejo ondeante en el suelo mojado del gigantesco panel luminoso con el nombre de la tienda, Wakaba, parecía una imagen salida de un sueño.
Mitsuyo oyó un claxon y se volvió. Kazuko ya había ocupado el asiento del acompañante del pequeño utilitario de su marido, que avanzaba hacia ella. Sin abrir el paraguas, Mitsuyo salió corriendo de debajo del porche y subió al asiento trasero mientras les daba las gracias por acompañarla. Sólo estuvo unos segundos bajo la lluvia, pero el agua que le mojó la nuca estaba tan fría que dolía.
—Buenas noches —le dijo el marido de Kazuko, que llevaba una gafas de cristales gruesos.
—Gracias por llevarme —repitió Mitsuyo.
El edificio donde vivía se encontraba en un rincón de un arrozal rodeado de una acequia. Aunque llevaba poco tiempo construido, parecía uno de esos edificios que se edificaban con los mínimos costes porque pronto iban a ser derribados. Cuando llovía, su aspecto era aún más tétrico que de costumbre.
Kazuko y su marido la dejaron delante del edificio, como siempre. Cuando salió del coche, su pie se hundió en el barro. Bajo la lluvia, Mitsuyo siguió con la mirada el coche que se alejaba y se precipitó hacia las escaleras tratando de esquivar los charcos de barro. Su piso estaba en la primera planta pero, al estar rodeado de arrozales, las escaleras parecían conducir a una especie de mirador desde el cual se abarcaba un extenso paisaje. El frío viento le trajo de nuevo el olor a tierra mojada.
Cuando abrió la puerta del número 201, la luz del interior se filtró hacia fuera.
—¿Ya has llegado? ¿No dijiste que irías a la fiesta de la Cámara de Comercio? —preguntó Mitsuyo mientras se quitaba las zapatillas mojadas y embarradas. El olor a petróleo de la estufa azotó su olfato a la vez que oía la respuesta de su hermana Tamayo:
—Al final no he ido. No era obligatorio.
Tamayo, que también se había mojado con el chaparrón, se estaba secando el pelo con una toalla en el comedor de seis tatamis. Se notaba que acababa de encender la estufa, porque la casa aún no se había calentado y el olor a petróleo era muy intenso.
—Antes, aunque no me gustara, era yo la que tenía que servir el sake, pero últimamente son las chicas jóvenes las que me sirven a mí. Me hace sentir muy incómoda —se quejó Tamayo ante la estufa, como si necesitara justificarse por no haber ido a la fiesta.
—¿Has ido a comprar? —le preguntó Mitsuyo, detrás de ella.
—No. Es que con esta lluvia…
A continuación, le lanzó la toalla húmeda a su hermana.
—¿Qué hay para cenar? —preguntó Mitsuyo, secándose la nuca mientras abría la nevera de la pequeña cocina.
—¿Te ha traído Kazuko?
—Sí, he dejado la bici en el aparcamiento. Mañana tendré que coger el bus.
En la nevera había media calabaza y un poco de carne de cerdo. Mitsuyo decidió saltearlo todo junto y hervir algunos fideos udon. Luego cerró la nevera.
—Se te arrugará la falda —le advirtió a su hermana, que estaba sentada en el tatami con la falda mojada.
—¿No te parece un poco raro que dos hermanas gemelas a punto de cumplir los treinta estén cenando juntas un plato de udon? —murmuró Tamayo, mientras enrollaba una tira de alga alrededor de los fideos con los palillos.
—Los fideos están un poco demasiado hervidos —observó Mitsuyo.
—Si estuviéramos en los años cincuenta, seguro que los vecinos nos mirarían como si fuéramos bichos raros.
—¿Por qué?
—Habría mil rumores sobre nosotras, figúrate: dos gemelas de nuestra edad compartiendo piso.
Tamayo, que llevaba la larga melena recogida con un coletero, sorbió ruidosamente los fideos.
—¡Y encima con estos nombres! Parecemos un dúo cómico. Te apuesto lo que quieras a que los niños del barrio nos llaman las «gemelas brujas».
Ya fuera en serio o en broma, Tamayo se lamentaba sin dejar de comer.
—¿Las gemelas brujas? —rió Mitsuyo mientras sorbía los fideos, a pesar de que la broma de su hermana le produjo una leve inquietud.
Vivían en un piso de dos habitaciones que les costaba 42.000 yenes al mes. Dicho así sonaba muy bien, pero en realidad las dos habitaciones medían sólo seis tatamis y estaban separadas por una puerta corredera de papel. Los inquilinos de los otros pisos eran parejas jóvenes con niños pequeños.
Cuando terminaron el instituto, ambas hermanas empezaron a trabajar en una fábrica de productos alimentarios de la ciudad de Karatsu. No tenían planeado trabajar juntas, pero después de solicitar trabajo en varias fábricas sólo obtuvieron respuesta de aquélla, que las contrató a la vez. Ambas trabajaban en la cadena de producción. Durante tres años les asignaron distintos puestos, y por delante de sus ojos pasaron cientos de miles de tarros de fideos instantáneos.
Tamayo fue la primera de las dos en cansarse y dejar el trabajo para ponerse a hacer de caddie en un club de golf del barrio, pero pronto lo dejó porque le dolía la espalda, y obtuvo un empleo como administrativa en la Cámara de Comercio. En la misma época en la que Tamayo se despidió del club de golf, Mitsuyo perdió su trabajo en la fábrica. Hicieron una reducción de plantilla, y las primeras en irse a la calle fueron las chicas como Mitsuyo, que sólo tenían estudios básicos.
Gracias a la mediación del departamento de recursos humanos de la fábrica, conoció a alguien que trabajaba en la tienda de ropa para hombre. No se le daba muy bien trabajar de cara al público, pero no era un empleo que requiriese habilidades especiales. Cuando Mitsuyo empezó a trabajar en la tienda de la Nacional 34, ambas hermanas alquilaron juntas un apartamento. «Si vivimos con nuestros padres, nos acomodaremos y no nos casaremos nunca», le dijo Tamayo, medio obligando a Mitsuyo a irse a vivir con ella.
Como siempre se habían llevado bien, la convivencia no era difícil. Sus padres se alegraron de que las dos hermanas criticonas se fueran de casa, así podrían empezar por fin los preparativos para encontrarle esposa a su hijo varón, el hermano menor de las gemelas. Al cabo de tres años, el chico se casó con una antigua compañera de instituto más joven que Mitsuyo y Tamayo, sólo tenía veintidós años. En la boda, varios amigos de su hermano aparecieron con un bebé en brazos, una escena bastante habitual en las ceremonias que se celebraban en aquella sala de actos de los suburbios.
Mitsuyo había terminado de comer y estaba en la cocina fregando los platos.
—¿Sabes lo que me ha preguntado hoy una de mis compañeras de trabajo? —le dijo Tamayo, que estaba tumbada frente al televisor—. Me ha preguntado si tenía planes para estas Navidades. ¿Qué voy a responderle yo, con veintinueve años, a esa chica de diecinueve?
Tamayo, que seguía un programa de ejercicios para adelgazar, empezó a subir y bajar las piernas.
—¿No dijiste que te cogerías una semana de vacaciones y aprovecharías para ir de viaje?
—Sí, pero ¿no te parece lastimoso hacer una ruta en autobús por la carretera de Shimanami con un grupo de chicas durante las vacaciones de Navidad? Por cierto, ¿te gustaría venir con nosotras?
—Ni hablar. Nos vemos cada día. Sólo con pensar que tenemos que ir juntas de viaje, ya me canso —rechazó Mitsuyo, mientras echaba un chorrito de jabón al estropajo.
En la cocina había un calendario que les habían regalado en el supermercado del barrio. Las únicas fechas señaladas eran los días de la recogida de la basura y las vacaciones.
—Las Navidades… —murmuró Mitsuyo, estrujando el estropajo para que hiciera espuma.
Los últimos años, había pasado las Navidades en casa de sus padres. Iba con la excusa de llevarle un regalo al hijo de su hermano, que había nacido la víspera de Navidad, poco después de la boda.
Cuando se dio cuenta, la espuma del estropajo, que había estrujado con demasiada fuerza, se le deslizaba por el guante de goma. Se quedó quieta un segundo, contemplando cómo el jabón resbalaba a lo largo de su brazo desnudo hasta el codo. Al poco rato goteó en el fregadero, encima de los platos sucios. El codo húmedo de jabón le escocía, y le pareció sentir el mismo picor en todo el cuerpo.
Yuichi se revolvía en la cama, como si quisiera comprobar si los muelles chirriaban. Eran las nueve menos diez. Era demasiado temprano, pero últimamente intentaba acostarse lo antes posible. Se daba un baño, cenaba y se metía en la cama aunque no tuviera sueño.
Nunca se dormía en el acto. Mientras daba vueltas en la cama, notaba el olor de la almohada y se ponía nervioso con el tacto suave y sedoso de la manta que le rozaba la nuca. Entonces empezaba a tocarse el miembro sin darse cuenta. Su pene se endurecía bajo el futón y desprendía tanto calor como el radiador infrarrojo que le calentaba la mejilla.
Ya habían pasado nueve días desde el asesinato. La última noticia que las cadenas de televisión habían emitido era que el principal sospechoso, el universitario de Fukuoka, seguía en paradero desconocido. Desde entonces no habían vuelto a mencionar el crimen de Mitsuse. La única explicación posible era que la policía seguía buscando el rastro del universitario desaparecido, tal y como el agente del barrio le había comentado a Fusae de forma extraoficial. Desde aquel día, la policía no había vuelto a ponerse en contacto con Yuichi ni con su familia. No pasó nada, como si hubiera desaparecido por completo de la investigación.
Cuando cerraba los ojos, aún notaba un hormigueo en las manos al recordar la sensación que había tenido aquella noche cruzando el puerto de Mitsuse. Derrapó en varias curvas, con el volante bien sujeto. Los faros del coche iluminaban la maleza y se acercaban a las vallas blancas.
Yuichi se revolvió de nuevo en la cama, hundió la cara en la maloliente almohada y se dijo a sí mismo: «Duérmete, duérmete». La almohada desprendía una irritante mezcla de olores, entre los que destacaban el del sudor, el del champú y el olor corporal.
Fue entonces cuando oyó el pitido del móvil informándole de que había recibido un nuevo correo electrónico. Lo tenía en el bolsillo del pantalón que había dejado tirado en el suelo al cambiarse. Inmediatamente, liberado de su obsesión por conciliar el sueño, alargó el brazo y cogió el móvil. Estaba convencido de que el e-mail sería de Hifumi, pero no conocía la dirección del remitente.
Salió de la cama y se sentó de piernas cruzadas en el suelo. Como tenía la costumbre de dormir en calzoncillos incluso en pleno invierno, el radiador le calentaba la espalda.
«¡Hola! ¿Te acuerdas de mí? Intercambiamos unos cuantos e-mails hará cosa de tres meses. Soy la hermana mayor de las gemelas que viven en Saga. La última vez me dijiste que me llevarías a un faro, pero supongo que ya lo habrás olvidado. Perdona si te ha molestado que te haya escrito después de tanto tiempo».
Cuando terminó de leer el mensaje, Yuichi se rascó la espalda, expuesta al calor del radiador. Aunque sólo hubieran sido unos segundos, la espalda le ardía como si se le hubiera quemado. Sin levantarse del tatami, se apartó un poco. Al moverse, arrastró con la rodilla el pantalón y la sudadera, que estaban a su lado.
Recordaba a la chica que le había enviado el correo. Tres meses antes, se había registrado en una página de contactos y había recibido cinco o seis mensajes, uno de los cuales era suyo. Estuvieron en contacto vía e-mail durante un tiempo, pero cuando Yuichi se ofreció a llevarla a dar una vuelta en coche, ella desapareció súbitamente.
«Cuánto tiempo. ¿Ocurre algo?». Sus dedos se movían con soltura. Normalmente, algo le impedía pronunciar las palabras al hablar, pero cuando mantenía conversaciones por correo electrónico sus dedos expresaban sus pensamientos con fluidez.
«¿Te acuerdas de mí? ¡Qué bien! No pasa nada, sólo me apetecía escribirte».
La respuesta de la chica llegó enseguida. Yuichi no recordaba su nombre, pero no importaba, porque seguro que sería falso.
«¿Va todo bien? Me dijiste que querías comprarte un coche, ¿al final lo has hecho?», le preguntó Yuichi.
«No, aún voy a trabajar en bici. ¿Tú qué tal? ¿Tienes buenas noticias?».
«¿Buenas noticias?».
«¿Te has echado novia?».
«Qué va. ¿Y tú?».
«Tampoco. ¿Has ido a algún faro desde la última vez que hablamos?».
«Últimamente no salgo mucho. Incluso los fines de semana me quedo en casa durmiendo».
«¡No me digas! Por cierto, ¿dónde estaba aquel faro tan bonito que me recomendaste?».
«¿A cuál te refieres? ¿Al de Nagasaki o al de Saga?».
«Al de Nagasaki. Me dijiste que había una pequeña isla con un mirador donde se podía llegar andando, y que las puestas de sol desde allí te emocionaban de lo bonitas que eran».
«Ah, entonces es el de Kabashima. Está cerca de mi casa».
«¿Muy cerca?».
«A un cuarto de hora o veinte minutos en coche».
«¡Vaya! Pues sí que vives en un lugar bonito».
«No tiene nada especial».
«Pero está cerca del mar, ¿no?».
«Sí, justo al lado». En cuanto envió ese último mensaje, oyó el murmullo de las olas rompiendo en el muelle. De noche sonaban más cerca, y su vaivén arrullaba su cuerpo acostado en la pequeña cama durante toda la noche. En aquellos momentos, Yuichi se sentía como un trozo de madera flotando junto a la costa. Las olas no acababan de arrastrarlo mar adentro, pero tampoco lo depositaban en la playa. El madero flotante seguía arrastrándose eternamente al borde de la orilla.
«¿Dices que en Saga también hay un faro bonito?».
Yuichi respondió enseguida al nuevo e-mail que acababa de recibir.
«Sí, en Saga también».
«Pero estará en la zona de Karatsu, supongo. Yo vivo en la ciudad».
A pesar de que nunca había hablado con ella, a Yuichi le parecía oír su voz en cada una de las respuestas que recibía. Trató de visualizar el paisaje de Saga, donde había ido muchas veces en coche. A diferencia de Nagasaki, Saga era una aburrida llanura cuyas monótonas carreteras se alargaban hasta el infinito. No había montañas, no había pendientes ni callejuelas empedradas como en Nagasaki, sólo carreteras recientemente asfaltadas que discurrían en línea recta. A ambos lados se alineaban grandes edificios que contenían librerías, pachinkos y restaurantes de comida rápida, todos rodeados de enormes aparcamientos. Sin embargo, a pesar de que solían estar abarrotados, el paisaje parecía desértico.
«Quizá esta chica esté caminando por Saga mientras me escribe», pensó Yuichi. Sin embargo, como sólo conocía la región de haberla recorrido en coche, no podía imaginarse el monótono paisaje de aquella aburrida ciudad, cuyas calles serían siempre iguales por mucho que avanzaras, como una película a cámara lenta.
«Llevo unos días sin hablar con nadie», leyó Yuichi al mirar la pantalla del móvil. No era la respuesta de la chica, sino su propia frase, que había escrito sin pensar. Quiso borrarla de inmediato, pero al final añadió: «No hago más que ir de casa al trabajo y del trabajo a casa», y envió el correo tras unos instantes de vacilación.
Hasta entonces ni siquiera sabía lo que era la soledad. Pero desde aquella noche no podía evitar sentirse muy solo. «Puede que la soledad sea el deseo desesperado de que alguien te escuche», pensó Yuichi. Sentía una necesidad desconocida de hablarle de sí mismo a otra persona. Quería conocer a alguien con quien pudiera hablar.
—Oye, Tamayo. A lo mejor esta noche llego un poco más tarde.
Mitsuyo dudaba sobre si debía avisarla o no mientras estaba tumbada en el futón, escuchando el ruido que hacía su hermana al otro lado de la puerta corredera al arreglarse para ir al trabajo. Al final, mientras Tamayo se ponía los zapatos en el recibidor, decidió decírselo.
—¿Tienes inventario en la tienda? —quiso saber Tamayo, que ya estaba a punto de salir.
—S… sí. Bueno, no. Hoy no trabajo, pero tengo cosas que hacer y a lo mejor llego tarde.
Mitsuyo salió del futón a gatas, abrió la puerta y asomó la cabeza. Tamayo estaba en el recibidor. Ya se había puesto los zapatos y tenía la mano en el pomo de la puerta.
—¿Cosas? ¿Qué cosas? ¿A qué hora vas a llegar? ¿Te dejo algo preparado para cenar?
Tamayo, que, a juzgar por aquella rápida sucesión de preguntas, no tenía ningún interés en los planes de su hermana, abrió la puerta y dio un paso al exterior.
—Si vas a levantarte no hace falta que cierre con llave, ¿no? Qué asco, ¿por qué me tocará trabajar un sábado?
Tamayo se fue sin esperar la respuesta de Mitsuyo, que gritó «¡Hasta luego!» una vez que la puerta ya estaba cerrada.
A pesar de que estaba a cuatro patas, como Tamayo había encendido la alfombra eléctrica notó un agradable calorcillo en las palmas de las manos y en las rodillas. Mitsuyo cogió el calendario y acarició con los dedos el día 22, marcado en verde. Hacía un año y medio que no tenía ni un sábado libre, porque era el día de más trabajo en la tienda. Sin embargo, recordaba perfectamente el último.
Fue a principios de mayo, coincidiendo con la semana dorada. Mitsuyo pidió unos días de vacaciones que le debía la empresa porque quería visitar a una amiga del instituto que vivía en Hakata. El marido de ésta se había reunido con su familia para celebrar una ceremonia en honor a los difuntos, y las dos chicas tenían previsto pasarse la noche entera hablando, como en los viejos tiempos. Además, Mitsuyo estaba impaciente por coger en brazos al hijo de su amiga, que tenía dos años.
El autobús que se dirigía a Tenjin salía de la estación de Saga. Mitsuyo cogió la bicicleta y llegó alrededor de las doce y media. El expreso de Hakata salía al cabo de unos diez minutos. Mientras estaba en la cola para comprar el billete, su amiga la llamó para decirle que lo sentía mucho, pero que el niño tenía fiebre. Era consciente de que la había avisado muy tarde, pero los niños nunca enferman en el momento oportuno. Mitsuyo no tuvo más remedio que abandonar la cola y dar media vuelta, un poco decepcionada.
Ya en casa, mientras decidía cómo iba a ocupar aquellos días de vacaciones que había desperdiciado, se enteró de que el autobús expreso que debería haber cogido había sido secuestrado.
Mitsuyo tenía el televisor encendido, pero no le hacía caso. De repente, cuando empezó un avance informativo, se sobresaltó al creer que había novedades en el caso de una niña a la que habían encontrado recientemente tras varios años secuestrada. Aquel caso la había impactado mucho.
No obstante, la noticia informaba del secuestro de un autobús. Por un instante, Mitsuyo se sintió aliviada, pero justo después exclamó:
—¡Pero qué…!
En la pantalla aparecía el nombre del autobús expreso al que había estado a punto de subir unas horas antes.
—¡No me lo puedo creer! —gritó Mitsuyo en el piso vacío. Cambió de canal rápidamente y encontró uno en el que acababa de empezar un programa especial para retransmitir el secuestro en directo.
—Imposible… —susurró Mitsuyo sin proponérselo.
La cámara de un helicóptero captaba imágenes del autobús, que circulaba a toda velocidad por la autopista de Kyushu. Junto con las imágenes se oía el ruido ensordecedor del rotor y los gritos de un exaltado periodista, que exclamaba: «¡Dios mío! ¡Ha adelantado a otro camión!».
En ese momento, el móvil que Mitsuyo había dejado encima de la mesa empezó a sonar. Era su amiga de Hakata.
—¿Dónde estás? —le preguntó.
—E… estoy bien, en casa. Estoy en casa —la tranquilizó ella.
Su amiga también se había enterado de lo sucedido viendo la televisión. Estaba casi segura de que Mitsuyo había vuelto a su casa, pero había una posibilidad, aunque remota, de que estuviera en ese autobús, y la llamó rápidamente para asegurarse.
Mitsuyo seguía sin despegar la vista de la pantalla mientras sujetaba fuertemente el móvil. El autobús desbocado adelantaba por los pelos a los demás coches que circulaban por la autopista, ajenos a lo que estaba ocurriendo.
—Dios mío… yo habría subido a ese autobús. Yo debería estar ahí… —murmuraba Mitsuyo mientras veía las imágenes.
Una vez que hubo tranquilizado a su amiga, colgó el teléfono, incapaz de apartar la vista de la pantalla. El presentador dijo la hora de salida exacta del autobús y describió el recorrido. Era, sin duda alguna, el que Mitsuyo había estado a punto de coger, el que estaba aparcado en el exterior de la estación mientras ella esperaba su turno para comprar el billete, el autobús al que habían subido las escandalosas colegialas y la anciana que hacían cola delante de ella.
Mitsuyo seguía las imágenes del secuestro como si estuviera pegada a la pantalla. El periodista se quejaba de que era imposible ver lo que pasaba dentro del vehículo, y Mitsuyo tenía ganas de decirle: «¡Pero si ahí dentro viajan la abuelita y las chicas que hacían cola delante de mí!».
Las imágenes sólo mostraban el techo del autobús, que avanzaba a gran velocidad. Sin embargo, Mitsuyo se sentía como si ella también viajara en su interior. Veía el paisaje a través de la ventanilla. Al otro lado del pasillo estaba sentada la anciana que hacía cola delante de ella, con la cara muy pálida. Un poco más adelante, las colegialas lloraban abrazadas.
No parecía que el autobús fuera a reducir la velocidad, más bien al contrario: adelantaba a los coches conducidos por alegres conductores que aprovechaban los días de vacaciones para viajar con sus familias.
Mitsuyo deseaba cambiarse de sitio y colocarse junto a la ventana. No pudo evitar mirar hacia delante, aunque les habían ordenado que no lo hicieran. Al lado del conductor había un hombre joven con un cuchillo en la mano. De vez en cuando gritaba cosas ininteligibles mientras hacía cortes con el cuchillo en el esponjoso respaldo de los asientos.
—¡El autobús se dirige hacia una área de servicio!
La estridente voz del periodista hizo que Mitsuyo volviera a la realidad.
El autobús había pasado de largo ante su lugar de destino, Tenjin. Había dejado la autopista de Kyushu y ahora circulaba por la de Chugoku. Se detuvo en un área de servicio, escoltado por varios coches patrulla. En cierto modo, al mismo tiempo que veía las imágenes en la televisión, Mitsuyo vivía la escena desde dentro del autobús y podía ver los coches de la policía a través de la ventanilla.
—¡Hay alguien herido en el autobús! ¡Hay una persona con graves heridas de cuchillo! —exclamó el periodista, mientras las cámaras mostraban la imagen del gigantesco aparcamiento.
Mitsuyo tenía la sensación de que, si miraba a su lado, vería a la anciana apuñalada. Aunque era consciente de que estaba en su casa viendo la tele, tenía tanto miedo que no se sentía capaz de volver la cabeza.
Desde que era pequeña, siempre había pensado que no tenía suerte. Si las personas se clasificaran en dos grupos, las que tenían suerte y las que no, ella sin duda formaría parte del último; y si su grupo se pudiera volver a dividir entre personas más y menos afortunadas, ella sería de las que peor suerte tenían. Siempre había estado convencida de que era una persona sin suerte.
Casualmente, su siguiente día libre también era sábado, como el día del secuestro. Por eso le traía tan malos recuerdos.
Mitsuyo abrió la ventana en un intento de mejorar su estado de ánimo. El aire caliente se escapó al exterior, y el gélido viento y el tímido sol invernal irrumpieron en el piso acariciándole la piel. Se estremeció, se desperezó y respiró profundamente.
Si las personas se pudieran clasificar según su suerte, ella ocuparía el último peldaño. Estaba convencida de ello. Sin embargo, aquel día no había subido al autobús. Se había echado atrás en el último instante y, por primera vez en su vida, había tenido un golpe de suerte.
Mitsuyo se sorprendió a sí misma ensimismada en estos pensamientos. Delante de sus ojos se extendía el tranquilo paisaje lleno de arrozales. Con la ventana abierta, bajo la luz del sol, echó un vistazo al móvil. Al abrir el correo electrónico, encontró las decenas de mensajes que había estado escribiendo hasta la noche anterior.
Cuatro días antes, Mitsuyo se armó de valor y le mandó un e-mail a aquel chico llamado Yuichi Shimizu, cuya respuesta fue bastante alentadora. Hacía tres meses, había entrado por primera vez en una página de contactos, medio en broma, una noche en la que salió con sus compañeras de trabajo, cosa que no solía hacer, y bebió demasiado. Sin saber muy bien cómo funcionaba, echó un vistazo a la lista actualizada de miembros y escogió a un chico de Nagasaki.
Nagasaki le pareció el lugar más adecuado porque en Saga todo el mundo se conocía, Fukuoka era demasiado grande y Kagoshima y Oita estaban demasiado lejos. Así de simple. Pero cuando él la invitó a salir, ella desapareció del mapa. En realidad, cuando había decidido retomar el contacto cuatro días antes, tampoco pretendía quedar con él. Sin embargo, aquella noche sentía la necesidad de hablar con alguien, aunque fuera a través del correo electrónico, y la conversación se había prolongado durante cuatro días. Aunque al principio no quería conocerlo, en algún momento cambió de opinión. No sabía qué fue lo que le despertó las ganas de quedar con él. El caso es que, mientras intercambiaban mensajes, se sentía como la persona que era antes, la que no subió al autobús. No había nada asegurado, pero presentía que, si actuaba con valentía, nunca más tendría que volver a subir a ese autobús.
Bajo el sol invernal que entraba por la ventana abierta, Mitsuyo releyó el último mensaje que había recibido la noche anterior: «Pues nos vemos mañana a las once en la estación de Saga. Buenas noches». El mensaje no tenía nada especial, pero parecía irradiar una luz diferente. «Hoy me llevará a dar una vuelta en coche —pensó—. Iremos a visitar un faro. Estaremos los dos solos contemplando un bonito faro frente al mar».
Encender los fluorescentes cuando el sol se pone y se hace de noche es una acción que Yoshio Ishibashi realizaba cada día, pero ahora le parecía extraordinariamente difícil. Encender las luces cuando oscurece, así de sencillo. Sin embargo, hay muchas cosas que la mente humana debe percibir antes de hacer algo tan simple. En primer lugar, hay que darse cuenta de que ha oscurecido y sentirse inseguro en la oscuridad. Luego hay que pensar que esa molesta sensación desaparecería si hubiera más luz y que, para ver mejor, hace falta encender una lámpara. Para ello, hay que levantarse del tatami y tirar del cordoncito. En ese momento, la estancia dejará de ser un lugar oscuro e incómodo.
Yoshio miró al techo de la habitación sumida en la penumbra. Sabía que sólo tenía que levantarse, pero el cordón del fluorescente le parecía muy lejano. A pesar de que estaba a oscuras, no sentía la necesidad de remediarlo. La oscuridad no le molestaba. No tenía por qué encender el fluorescente si se sentía a gusto, de modo que tampoco hacía falta que se levantara.
Al final, Yoshio se quedó tumbado sobre el tatami. El olor a incienso flotaba en la estancia.
—¿Por qué no abres un poco la ventana? —le había dicho a su mujer hacía un momento.
—Vale —le había respondido Satoko, que llevaba todo el día arrodillada ante el altar familiar. Sin embargo, ya habían pasado diez minutos y aún no había hecho ademán de levantarse del cojín.
Al otro lado de la oscura habitación se veía el interior de la barbería, donde reinaba la misma penumbra. De vez en cuando, algún camión que pasaba por la calle hacía temblar la delgada puerta. Si aguzaba el oído, Yoshio podía oír incluso el crepitar del incienso y de las velas, que se consumían poco a poco.
¿Cuántos días habían pasado desde el velatorio y el funeral de su única hija Yoshino? A veces tenía la sensación de que acababa de llegar de la funeraria con Satoko, que lloraba a gritos. Sin embargo, en otros momentos le parecía que hacía varios meses que le habían dado el último adiós a Yoshino.
El funeral tuvo lugar en el pabellón conmemorativo junto al río Chikugo, y contó con un gran número de asistentes. Familiares, vecinos y viejos amigos de Yoshio y Satoko parecían competir entre ellos para brindarles su apoyo. También acudieron antiguos compañeros de clase de Yoshino y sus amigas de la residencia, naturalmente. Cuando llegó la hora de las ofrendas florales, las dos amigas que aquella noche habían estado con ella hasta el último momento acariciaron el frío rostro de Yoshino y rompieron a llorar, ignorando a la gente que había a su alrededor, mientras gritaban: «Perdónanos, perdónanos por haberte dejado ir sola, ¡lo sentimos tanto!».
Sin embargo, a pesar de que todo el mundo estaba allí para despedirse de Yoshino, nadie habló de ella. Nadie hizo ningún comentario sobre el asesinato que había puesto fin a su vida.
En el exterior del recinto había varias cámaras de televisión. También había agentes de policía, y los periodistas les preguntaban por la marcha de la investigación e iban difundiendo los rumores entre los asistentes al funeral. Aún no habían conseguido localizar al universitario que, presuntamente, había estado con Yoshino aquella noche. No querían sacar conclusiones precipitadas, dijo algún policía, pero si el chaval había huido, era evidente que era culpable.
—¿Qué clase de policías no son capaces de encontrar a un joven universitario? —bramó Yoshio, con la voz ahogada en llanto—. No os quedéis aquí encendiendo barritas de incienso, ¡dedicaos a buscarlo!
Su cuerpo temblaba sacudido por una cólera que no iba dirigida a nadie en concreto.
La noche del velatorio, su tía abuela, que había venido a toda prisa desde Okayama, lo persuadió para que descansara: «Sé que es duro, pero deberías dormir un rato», le dijo, y extendió un futón en la sala de espera del pabellón. Yoshio sabía que no conseguiría conciliar el sueño, pero cerró los ojos deseando con todas sus fuerzas quedarse dormido y que todo se convirtiera en una simple pesadilla.
Sus familiares y amigos hablaban en susurros al otro lado de la puerta corredera de papel. De vez en cuando, oía el chasquido de una lata de cerveza al abrirse que se mezclaba con el ruido de alguien que comía galletitas de arroz. Por lo que pudo oír de las conversaciones que tenían lugar en la estancia contigua, dedujo que su esposa Satoko seguía negándose a separarse del altar donde reposaba el cuerpo de Yoshino, y rompía a llorar cada vez que alguien le dirigía la palabra.
Yoshio quería dormir. A pesar de que habían asesinado a su hija, era incapaz de esperar sin hacer nada, en aquel pabellón junto al río, la llegada de un joven monje budista aficionado a coleccionar figuritas de anime, y no pudo evitar sentirse avergonzado e impotente. Aunque se esforzara desesperadamente en mantener los ojos cerrados, seguía oyendo las voces que cuchicheaban al otro lado de la puerta.
—Pues yo creo que para el pobre Yoshio y su mujer sería una suerte que el culpable fuera ese universitario. ¡Figúrate que fuera algún hombre al que conoció en esas páginas en las que dicen que se metía! En la tele han dicho que se acostaba con hombres a cambio de dinero.
—¡Silencio, que Yoshio está durmiendo aquí al lado!
Alguien hizo callar a la tía abuela y a los demás en un tono contenido. La conversación languideció por unos instantes, pero pronto alguien la reanudó tímidamente.
—¿Por qué tendría que esconderse si no fuera el asesino?
—Es verdad. A lo mejor él descubrió el asunto de las páginas de contactos y discutieron. La pelea empezó a complicarse y…
Un soplo de aire frío irrumpió a través de la cocina contigua a la barbería. Tumbado en el tatami, Yoshio alargó las piernas y cerró la puerta de un empujón. La habitación se quedó completamente a oscuras. Con un hilo de voz, Yoshio llamó a su mujer, arrodillada ante el altar.
—Satoko…
—Dime —repuso ella, como si fuera la respuesta a una pregunta que le había hecho cinco minutos antes.
—¿Quieres que nos traigan algo para cenar?
—Bueno.
—¿Encargamos unos fideos en Rairaiken?
—Vale —aceptó Satoko, que no parecía dispuesta a moverse. Aun así, Yoshio tenía la sensación de que era la primera vez que hablaba con su esposa, que no se había apartado del altar en todo el día.
Yoshio no tuvo otro remedio que levantarse del tatami y tirar del cordón para encender el fluorescente, que parpadeó unas cuantas veces antes de iluminar el viejo tatami y el cojín que hasta entonces había utilizado de almohada. Las cajitas con los obsequios para los asistentes al funeral estaban amontonadas en la mesita baja, y encima de ellas había la factura de la funeraria. «Uno de nuestros empleados pasará por su casa», les había dicho el director.
Yoshio desvió la mirada de la mesita, llamó a Rairaiken y pidió que le trajeran dos raciones de fideos ramen con verduras. Habló con el mismo empleado de siempre, que lo reconoció enseguida:
—¡Ah! Ishibashi, ¿verdad? Enseguida te lo traemos —le dijo, en su habitual tono poco refinado.
Cuando colgó el teléfono, oyó los sollozos de su mujer procedentes del altar. Por mucho que llorase, nunca se le agotaban las lágrimas ni conseguía mitigar el dolor.
—Satoko —la llamó Yoshio, mientras se agachaba de nuevo en el tatami. Su mujer estaba inclinada sobre la mesa del altar.
—¿Tú sabías que Yoshino estaba saliendo con ese universitario?
Yoshio tuvo la sensación de que era la primera vez que pronunciaba el nombre de su hija desde el asesinato. Satoko permaneció apoyada encima de la mesita sin decir nada. Debía de estar sollozando otra vez, porque la vela que había encima del estante oscilaba sacudida por el temblor.
—Yoshino no era la chica que todos creen. Ella no se acostaba con el primero que pasaba —dijo, con voz temblorosa. Una lágrima le resbaló por la mejilla sin que se diera cuenta. Satoko rompió a llorar apretando los dientes, igual que Yoshino cuando era pequeña.
«Jamás lo perdonaré. No pienso perdonar a ese tipo. Digan lo que digan, yo no lo perdonaré», quiso decir Yoshio, pero la voz no le salió. Se atragantó con sus propias palabras y tuvo que tragárselas.
Un día, no recordaba cuándo, Yoshino llamó como cada domingo y estuvo hablando mucho rato con su madre. El timbre del teléfono sonó antes de que Yoshio se metiera en la bañera, y cuando salió seguían hablando, de modo que la conversación duró más de una hora.
Al salir del baño, Yoshio se preparó un té con unas gotas de shochu y encendió el televisor. No pudo evitar escuchar la conversación entre su mujer y su hija. Por las respuestas de Satoko, le pareció que Yoshino le estaba haciendo preguntas incómodas, como: «Cuando tú y papá os conocisteis, ¿cuál de los dos se declaró al otro?», o «Cuando papá tocaba en el grupo y tenía tanto éxito con las chicas, ¿cómo lo conquistaste?», a las que Satoko respondía tan sinceramente como podía. Cualquier otro día, Yoshio habría gritado: «¡Colgad de una vez!», pero, en vista del contenido de la conversación, no se atrevió a intervenir e, inconscientemente, empezó a beber más deprisa.
—¿De qué hablabais? —le preguntó a Satoko, haciéndose el ignorante cuando por fin colgó el teléfono.
—Yoshino me ha dicho que está enamorada —le respondió ella, visiblemente contenta.
Al principio, Yoshio se atosigó, pero luego se sintió conmovido al pensar que su hija había llamado para pedirle consejo a su madre y le había preguntado todas esas cosas.
—¿Tiene novio? —inquirió Yoshio en un tono brusco.
—No, aún no están saliendo juntos. Yoshino siempre ha tenido la manía de hacerse la dura cuando un chico le gusta. Se pone en plan cabezota. Pero esta vez parece que le gusta de verdad. Incluso ha estado a punto de echarse a llorar mientras hablaba conmigo. La verdad es que todavía es una niña que llama a su madre cuando se enamora en vez de contárselo a sus amigas.
Yoshio apuró la copita de shochu sin responder.
—No he querido preguntarle demasiadas cosas, pero se ve que la familia del chico tiene un ryokan de lujo en Yufuin o en Beppu, no sé exactamente dónde —añadió Satoko.
Yoshio recordó la ciudad de Yufuin, que había visitado medio año antes durante una excursión organizada por el gremio de barberos. Se alojaron en un ryokan barato, pero cuando salieron a dar una vuelta pasaron por delante de la enorme entrada de uno de los hoteles tradicionales más famosos de la ciudad. La dueña, joven y atractiva, estaba de pie en la entrada. A pesar de que Yoshio y los demás llevaban puesto el yukata de otro establecimiento, la mujer los saludó sin reparos. Cuando los barberos le dijeron que los aires de Yufuin eran muy saludables, ella les sonrió y les respondió: «Espero que vuelvan pronto».
Aquella noche, mientras contemplaba el trasero de Satoko, que se había puesto a fregar los platos en la cocina, Yoshio se imaginó sin querer a su hija de pie en la entrada de aquel famoso ryokan, ataviada con un kimono y sonriéndole. Hizo una amarga mueca al constatar lo precipitada que era su imaginación, pero no le desagradó del todo la idea de ver a su hija convertida en la joven dueña de un famoso ryokan.
Mientras observaba a Satoko, que lloraba frente al altar, Yoshio murmuró otra vez:
—No se lo perdonaré.
Si pudiera volver al pasado, le gustaría regresar a aquel domingo por la noche para arrebatarle el teléfono a Satoko en mitad de su larga conversación y decirle a su hija: «Ni se te ocurra salir con ese tipo».
Le dio rabia no poder hacerlo. Se sentía impotente, avergonzado y enfurecido consigo mismo por haberse limitado a imaginarse plácidamente a su hija vestida con un kimono.
Últimamente, Koki Tsuruta se sorprendía a menudo pensando en Keigo Masuo.
No había vuelto a saber nada de la policía desde que recibió su visita el día siguiente al asesinato, de modo que tenía que informarse sobre la marcha de la investigación mediante la televisión y la prensa.
Su mejor amigo y compañero de clase había matado a una chica y se había dado a la fuga. Dicho así, parecía que estuviera involucrado en una historia dramática, pero su día a día transcurría con normalidad: se encerraba en su piso con vistas al parque de Ohori y veía sus películas favoritas, como Ascensor para el cadalso y Ciudadano Kane. Cada noche, antes de acostarse, se masturbaba viendo una película porno.
Aunque fuera real, la historia del compañero de clase que mata a alguien y se da a la fuga parecía un guión malo escrito por él mismo, y tenía la sensación de que, si se rodaba una película basada en un argumento tan ordinario, no tendría el menor interés. Sin embargo, Masuo había asesinado a una chica y había huido, y eso no formaba parte de ningún guión de segunda categoría.
Tsuruta no había ido a clase desde entonces, aunque antes del asesinato también llevaba unos días sin aparecer. Estaba convencido de que en la universidad reinaba una agitación comparable a la víspera del festival del campus. Masuo era un tipo conocido, y sus partidarios y detractores formaban un público exigente, impaciente por conocer cuanto antes el desenlace de la historia. Desde entonces no había pasado ni un solo día sin que Koki Tsuruta llamara al móvil de Masuo, pero éste nunca descolgaba.
Tsuruta volvió a darse cuenta de que Keigo Masuo era su único enlace con el mundo exterior. Él era el único que le hablaba de la universidad, de los amigos o de chicas. Gracias a él, se sentía como si llevara una vida de universitario normal y corriente.
¿Dónde estaba Masuo? ¿Estaba solo y asustado? ¿Hasta cuándo pensaba seguir huyendo? Si iba a caer en manos de la policía de todos modos, Tsuruta prefería que tuvieran que capturarlo. No quería que se entregara. Deseaba que siguiera huyendo hasta el último momento, que acabara rodeado de una multitud de policías bajo la deslumbrante luz de los focos, que gritara alguna frase lapidaria que jamás sería capaz de inventarse y que se quitara la vida.
En eso pensaba Tsuruta mientras veía la escena de una felación en la tele. Empezaba a amanecer. La luz del alba iluminó la habitación desordenada. Los pájaros del parque de Ohori cantaban, y sus gorjeos se mezclaban con los chasquidos de la lengua de la chica que aparecía en la pantalla. Tsuruta eyaculó enseguida. Tiró a la basura el pañuelo de papel pegajoso y se subió los calzoncillos.
Pero… ¿por qué la había matado? Por mucho que pensara, no se le ocurría ningún móvil que justificara el asesinato. En cambio, podría entender que ella hubiera matado al insensible de Masuo. Sería un final digno de la vida que llevaba su amigo.
Tsuruta pulsó un botón del mando a distancia para detener la película. Deslumbrado por la luz de la mañana, entrecerró los ojos y corrió la cortina que sus padres le habían regalado después de mucho insistir. Era una cortina tupida y oscura que mantenía la habitación completamente a oscuras aunque fuera de día. Cuando pensaba en el dinero de sus padres se enfadaba, pero sólo tenía que dominar su cólera para conseguir regalos como aquella cara cortina opaca.
Se tumbó en la cama y pensó en sus padres, que se pasaban la vida contando dinero. A lo mejor creían que sus ahorros se multiplicarían a fuerza de revisar una y otra vez el estado de sus cuentas, porque siempre los había visto juntos con la calculadora en las manos. Tsuruta comprendía la necesidad de tener dinero, pero también creía que en la vida existían otras cosas, y él quería encontrarlas para tener ganas de seguir adelante.
Se quedó medio adormilado. Se despertó sobresaltado cuando su móvil empezó a sonar encima de la mesita de cristal. Estuvo a punto de ignorarlo, pero alargó el brazo inconscientemente.
—Hola —dijo una voz masculina que le resultó familiar.
—Ho… hola.
Tsuruta se incorporó sin pensar.
—Lo siento, ¿te he despertado?
Aquella voz, sin lugar a dudas, pertenecía a Masuo.
—¿Masuo? ¿Eres tú? —exclamó, como si llevara un buen rato despierto. Necesitaba aclararse la garganta—. ¡No cuelgues! —dijo, carraspeó y escupió. Al levantarse, pisó la película porno y rompió la caja.
—Masuo, ¿sigues ahí? O… oye, ¿estás bien? —le preguntó.
Quería hacerle mil preguntas, pero solamente se le ocurrió ésa.
—Sí, estoy bien.
La voz de Masuo sonaba muy cansada al otro lado de la línea.
Eran poco más de las seis de la mañana, y Masuo estaba convencido de que Tsuruta estaría durmiendo. En cuanto oyó su voz, fue consciente de que había estado deseando que no descolgara el teléfono.
Estaba en una sauna de la ciudad de Nagoya. Al fondo del pasillo cubierto con una alfombra roja había una oscura habitación con tumbonas donde los clientes podían descansar. El teléfono público se encontraba en un rincón del pasillo. A su lado había una máquina expendedora de bebidas reconstituyentes, pero tres de los cinco botones indicaban que el producto estaba agotado.
—¿De verdad estás bien? —insistió Tsuruta por teléfono.
Con una voz demasiado tensa teniendo en cuenta que acababa de levantarse, Tsuruta lo puso al corriente de la situación.
—¿Dónde estás?
De repente, su tono se suavizó un poco. Sin proponérselo, Masuo sujetó el auricular con más fuerza. Era probable que el teléfono de sus padres y el suyo propio estuvieran pinchados, pero no creía que la policía hubiera intervenido también el móvil de Tsuruta. Sin embargo, el tono extrañamente amable de su amigo le hizo sospechar que tal vez estuviera hablando delante de alguien.
Masuo pulsó la palanca y cortó la comunicación. El aparato le devolvió unas cuantas monedas de diez yenes que cayeron por el agujero del cambio. El tintineo metálico resonó en el silencioso pasillo. Masuo se volvió. No había nadie. El espejo de la columna le devolvió el reflejo de su propio cuerpo envuelto en una toalla de color azul pálido. Masuo colgó el auricular en la palanca. En ese momento, se dio cuenta de lo pesados que eran los auriculares de los teléfonos públicos.
Cuando llamó a Tsuruta, no quería decirle nada en concreto. Ni siquiera quería preguntarle cómo iba la investigación policial. Llevaba unos cuantos días sin hablar con nadie. Tanto en la sauna como en la recepción del hotel, respondía asintiendo con la cabeza o moviéndola a ambos lados para decir que no. Cuando le dijo a Tsuruta que estaba bien, tuvo la sensación de que llevaba mucho tiempo sin oír su propia voz.
Keigo Masuo cruzó la alfombra roja que cubría el pasillo y regresó a la habitación oscura del fondo. Al otro lado de la tupida cortina todavía se oían los ronquidos que lo habían atormentado durante toda la noche. El hombre que roncaba estaba durmiendo en la tumbona contigua a la suya. Había perdido la cuenta de las veces que sintió la tentación de darle un puntapié para despertarlo y que dejara de roncar. Aun así, cada vez que lo pensaba tenía que aguantarse porque, si causaba cualquier tipo de disturbio y alguien lo denunciaba, todo habría terminado. En la enorme sala había cincuenta tumbonas alineadas. Una de ellas, que tenía un desgarro en la piel sintética por el que sobresalía la espuma del interior, era el único lugar donde Masuo podía ser libre.
Cuando entró en la oscura sala de descanso de la sauna, le pareció notar cierto olor a humanidad. Se suponía que los hombres se duchaban para quitarse el sudor de la sauna y que luego se bañaban y se lavaban el cuerpo entero, pero quizá era inevitable que tantos hombres juntos en un mismo lugar desprendieran aquel olor. Guiándose sólo por la bombilla que indicaba la salida de emergencia, Masuo se dirigió hacia la tumbona en la que había estado acostado hasta entonces. Las demás estaban ocupadas por hombres agotados tumbados en distintas posturas. Había uno que dormía con las gafas en la frente. Otro había conseguido encoger el cuerpo de modo que la pequeña manta lo cubriera por completo, mientras que el hombre de su lado seguía roncando a pleno pulmón, con la mandíbula desencajada.
Masuo carraspeó intencionadamente y se arropó con la manta, que aún conservaba su calor corporal. Por mucho que carraspeara y que intentara hacer ruido dando vueltas en la tumbona, su vecino no dejaba de roncar. Aun así, cerró los ojos y se imaginó la cara de perplejidad de Tsuruta al otro lado de la línea telefónica. ¿Por qué había hecho aquella llamada? ¿Por qué había decidido hablar con Tsuruta? ¿Creía que Tsuruta podría ayudarlo a salir del lío en el que estaba metido?
Cuantas más preguntas se hacía, más absurdo le parecía todo. Masuo tenía muchos amigos y conocidos, tanto dentro como fuera de la universidad. Sin embargo, en ese momento no se le había ocurrido nadie más a quien llamar. Era consciente de que siempre estaba rodeado de gente, pero ninguna de las personas que pululaban a su alrededor merecía la pena. En el fondo, sólo salía con ellos para burlarse.
Mientras escuchaba los incesantes ronquidos de su vecino, Masuo cerró fuertemente los ojos con la intención de dormir aunque sólo fuera un rato. No obstante, al cerrar los ojos exprimió sus recuerdos como si hubiera aplastado una pieza de fruta, y las imágenes de aquella noche, en la que se había encontrado casualmente con Yoshino Ishibashi en un parque, regresaron a su mente sin querer.
¿Por qué tenía que esconderse por culpa de aquella chica? ¿Por qué se veía obligado a soportar los ronquidos de un desconocido en una sauna?, pensaba, y se volvía loco de rabia. Además, ¿por qué tuvo que encontrársela en aquel lugar? Si se hubiera aguantado las ganas de mear hasta llegar a su casa, jamás se habría visto implicado en el caso.
Aquella noche estaba de mal humor. Había salido a tomar algo en un bar de Tenjin, y cogió el coche antes de volver a casa. Aunque apenas había cinco minutos desde el bar hasta su piso, por alguna razón desconocida tenía los nervios de punta, así que decidió ir a dar una vuelta en coche.
Había bebido. Ni siquiera recordaba por dónde pasó ni cómo fue a parar al parque de Higashi. Estaba terriblemente alterado, pero no sabía por qué, y eso lo irritaba todavía más. Se le ocurrieron un montón de chicas que estarían más que dispuestas a acostarse con él si las llamaba. Pero aquella noche sentía un deseo más salvaje, necesitaba brutalidad, morder y ser mordido hasta acabar ensangrentado.
Más tarde, Masuo se dio cuenta de que quizá lo que le apetecía aquella noche no era acostarse con una chica, sino pelearse con un hombre. Pero ya era demasiado tarde para volver atrás.
Después de dos horas dando vueltas en coche por el distrito de Hakata, el alcohol en exceso que había ingerido hizo que sintiera muchas ganas de orinar. Al otro lado de la calle divisó el parque de Higashi, frondoso como un bosque. Supuso que habría un baño público en su interior, así que aparcó el coche. En el aparcamiento público junto al parque había algún que otro coche. Durante aquel largo paseo, los efectos del alcohol habían disminuido y ya estaba prácticamente sobrio.
Cuando bajó del coche, vio a un hombre orinando al final de la calle. Bajo la luz de las farolas pudo distinguir que llevaba el pelo rubio. Masuo pasó por encima de la valla y se adentró en el oscuro parque. Enseguida encontró los baños públicos. Entró precipitadamente y vació la vejiga en el sucio urinario. Su orina apestaba a alcohol. Mientras orinaba, oyó una extraña respiración procedente de uno de los retretes. Sintió un escalofrío, pero no podía irse porque aún no había acabado de hacer sus necesidades.
En ese instante, la puerta del retrete se abrió. Masuo tuvo un sobresalto y se estremeció. No pudo evitar que la orina le mojara los dedos.
Un joven de su misma edad salió del retrete y le dirigió una mirada hostil. Masuo vio instantáneamente la clase de chico que era. Envalentonado por el alcohol, se dirigió a él cuando se disponía a salir:
—¿Por qué no me la chupas? —lo provocó.
El joven se detuvo bruscamente.
—¿Por qué no me la chupas tú a mí? —repuso, con una desdeñosa sonrisa.
Masuo sintió una oleada de rabia, pero no se volvió para darle un puñetazo porque el chorro de orina seguía saliendo con fuerza y no podía moverse.
Cuando terminó, salió corriendo del baño con la intención de perseguir al chico. Las escasas farolas de la calle hacían que el parque pareciera aún más oscuro. Masuo escrutó la oscuridad en busca del desconocido, pero no lo vio en el paseo, ni tampoco entre los árboles. Se sentía frustrado por haber sido humillado por un tipo al que él pretendía humillar. El frío viento debería haber hecho que su cuerpo se encogiera, pero su interior ardía de rabia. Tenía la sensación de que, si lograba encontrar a aquel tipo y darle un par de puñetazos, liberaría la furia que llevaba toda la noche reprimiendo. Lo golpearía hasta la saciedad, hasta que le chorreara sangre de la nariz, y así conseguiría aplacar la inexplicable irritación que lo invadía.
Al final, tuvo que salir del parque sin haberlo encontrado. Chasqueó la lengua y se dirigió hacia la valla. Las farolas proyectaban su luz anaranjada sobre el asfalto.
Fue entonces cuando vio a una mujer que se acercaba desde el otro extremo de la calle. Debía de haber quedado con alguien, porque mientras caminaba iba examinando uno por uno el interior de los coches aparcados.
Masuo pasó por encima de la valla del parque y saltó a la acera desde los arbustos. En ese momento, un coche que estaba aparcado entre él y la mujer hizo sonar el claxon. El repentino bocinazo resonó en la calle que bordeaba el parque. La mujer se detuvo, sobresaltada. Ella fue la primera en reconocerlo. Masuo vio que una amplia sonrisa se dibujaba en su rostro medio ensombrecido bajo la farola. Se le acercó enseguida. El oscuro parque parecía engullir el taconeo de sus botas sobre la acera.
Mientras iba a su encuentro, la mujer echó un rápido vistazo al interior del coche que había hecho sonar el claxon, pero no aflojó el paso. Cuando acababa de pasar por delante del coche, Masuo se dio cuenta de que era Yoshino Ishibashi, la pesada que había conocido en un bar de Tenjin y que nunca se cansaba de acosarlo con mensajes al móvil.
—¡Masuo! —lo llamó.
Él la saludó levantando la mano, pero luego dirigió la vista hacia el coche que había hecho sonar el claxon. El conductor había encendido la luz interior y Masuo distinguió vagamente la cara de un hombre joven. No estaba lo bastante cerca, pero por el color de su pelo le pareció que se trataba del chico rubio al que había visto antes orinando en la calle.
Ignorando por completo al chico, que a todas luces la estaba esperando, Yoshino se acercó directamente a Masuo.
—¿Qué estás haciendo aquí?
A pesar de la oscuridad, Masuo vio claramente la expresión de alegría que iluminaba su rostro.
—He parado a mear —le respondió él, y dio un paso atrás para apartarse de Yoshino, que parecía dispuesta a echarle los brazos al cuello.
—¡Qué casualidad! Nuestra residencia está justo ahí detrás —le explicó señalándole el oscuro parque, aunque él no le había preguntado dónde vivía—. ¿Has venido en coche? —inquirió, echando un vistazo a su alrededor.
—Eh… sí —respondió Masuo vagamente, incómodo ante la presencia del chico rubio, que los observaba fijamente desde su coche.
—¿No deberías…? —insinuó Masuo, señalándolo con un golpe de mentón.
—Olvídalo —repuso Yoshino, volviéndose hacia el coche con una mueca de disgusto, como si acabara de acordarse—. No tiene importancia —añadió, meneando la cabeza.
—Pero habías quedado con él, ¿no?
—Sí, pero no importa, de verdad.
—¿Cómo que no importa? —exclamó Masuo, atónito.
—Vale, espera un segundo —le pidió Yoshino, que al fin parecía haber entrado en razón, y se acercó corriendo al hombre que la estaba esperando.
Masuo no había ido hasta allí con el propósito de encontrarse con Yoshino, pero ella parecía tan ilusionada que no se atrevió a dejarla plantada.
Cuando ella se dirigió hacia el coche, la cara del hombre, iluminada por la tenue luz interior, pareció relajarse un poco. Pero Yoshino se limitó a abrir la puerta, le dijo cuatro palabras y volvió a cerrarla enseguida para regresar corriendo al lugar donde la esperaba Masuo. El fuerte portazo resonó en toda la calle.
—Perdona —se disculpó Yoshino, sin que Masuo entendiera por qué—. Es el amigo de un amigo. Le presté dinero hace un tiempo —se justificó, con cara de fastidio.
—¿Y no va a devolvértelo?
—No te preocupes, le he pedido que me haga una transferencia —dijo ella, sin darle más importancia. Masuo volvió a mirar hacia el coche, donde el chico seguía observándolos fijamente.
—¿Vuelves a la residencia? —le preguntó él.
Yoshino le había dado plantón al chico con el que había quedado para volver expresamente con Masuo. Aun así, no hacía nada más que mirarlo en silencio, esperando que él tomara la iniciativa.
—Bueno, sí… —respondió vagamente, dibujando una sonrisa.
A Masuo no le gustaban las chicas que esperaban algo de él pero fingían todo lo contrario, que se mantenían a la expectativa pero, a la hora de la verdad, le exigían todo lo que él pudiera ofrecerles.
Si el chico con el que había quedado Yoshino se hubiera ido en ese momento, Masuo nunca le habría propuesto que subiera a su coche. No le habría resultado demasiado difícil decirle algo como: «Tengo que irme, ya nos veremos», y dejarla sola en mitad de la calle. Pero el coche seguía aparcado detrás de ella. La luz interior iluminaba vagamente la cara del chico sentado frente al volante, enfadado y triste a la vez. No parecía tener la intención de bajar del coche, y Yoshino tampoco hizo ademán de volver junto a él.
—¿Está cerca tu residencia? —preguntó Masuo para romper el silencio. Ella dudó unos instantes antes de responder y, al final, esbozó una vaga sonrisa que no quería decir ni que sí, ni que no.
—¿Te acerco?
Ella asintió, visiblemente contenta. Masuo pulsó el botón de la llave para abrir el coche y pasó por encima de la valla del aparcamiento. En cuanto le abrió la puerta, Yoshino se arrastró hacia el asiento.
—Qué calentito se está aquí dentro —dijo, tiritando. En su aliento, Masuo percibió cierto olor a ajo que no había notado mientras estuvieron hablando en la fría calle.
Al sentarse frente al volante, cambió de opinión. Le pareció que con aquella chica podría desahogar la rabia que lo invadía aquella noche.
—¿Tienes tiempo? —le preguntó, haciendo girar la llave en el contacto.
—¿Para qué? —quiso saber ella.
—¿Vamos a dar una vuelta? —le propuso Masuo.
—¿Una vuelta? ¿Adónde? —inquirió Yoshino, aunque parecía más que dispuesta a aceptar la oferta.
—No sé. ¿Te atreves a ir al puerto de Mitsuse? —la desafió él. Mientras hablaba, pisó el acelerador y el coche arrancó. El Skyline blanco del chico rubio apareció reflejado en el retrovisor.
«No tiene importancia», se dijo a sí misma. Sus piernas, que pedaleaban a un ritmo frenético, se frenaron de repente. Estaba llegando a la estación de Saga, donde había quedado con aquel chico llamado Yuichi Shimizu. «No tiene importancia —volvió a murmurar Mitsuyo para sus adentros—. No pasa nada por quedar con un chico al que has conocido en la red, todo el mundo lo hace. Que nos conozcamos no significa que vaya a pasar nada entre nosotros».
Aquella mañana, antes de que su hermana Tamayo se fuera al trabajo, Mitsuyo la avisó de que a lo mejor llegaría tarde por la noche. Ahora se daba cuenta de que llevaba todo el día repitiéndose las mismas palabras para convencerse a sí misma.
Se habían puesto de acuerdo por correo electrónico. Él quiso saber dónde le iba bien quedar y ella le respondió. Luego le preguntó a qué hora, y ella se lo dijo. Había sido muy sencillo, pero cuando dejó el móvil después de haber quedado con él, Mitsuyo se preguntó si de verdad tenía la intención de ir a la cita. Todo había sido tan fácil, que había olvidado algo fundamental: estar segura de sus propios sentimientos.
«No voy a ir —murmuró entonces—. No soy lo bastante valiente».
Sin embargo, a pesar de su falta de agallas, empezó a pensar qué ropa se pondría el día de la cita y, aunque no tuviera la intención de ir, fantaseó sobre el encuentro que tendría lugar delante de la estación.
Al día siguiente, seguía convencida de que no se presentaría a la cita. Aunque no pensaba ir, avisó a Tamayo de que llegaría tarde y se cambió de ropa, salió de casa y, a pesar de que no se sentía lo bastante valiente, allí estaba, de pie frente al lugar donde habían quedado. Debía de llevar un buen rato allí con la mirada perdida, porque la gente la adelantaba corriendo hacia la estación. Mitsuyo se apartó a un lado y se sentó en la valla. Una mujer de mediana edad que caminaba tras ella le lanzó una mirada de preocupación, tal vez pensando que se encontraba mal.
El sol brillaba con intensidad y no sentía el frío, pero la valla se le clavaba en las nalgas. Ya eran más de las once, la hora de la cita. Desde la valla donde estaba sentada, Mitsuyo veía la rotonda que había delante de la estación. Había mucha gente entrando y saliendo, pero no vio a nadie esperando. Entonces fue cuando un coche blanco irrumpió en la rotonda a toda velocidad. Mientras daba la vuelta, los neumáticos derraparon con un chirrido. Incluso Mitsuyo, que estaba un poco alejada, se levantó sobresaltada. Era el coche cuya foto Yuichi le había enviado por e-mail la noche anterior.
«No puedo ir», repitió Mitsuyo en voz baja. Sin embargo, su pierna derecha dio un paso al frente. «¿Y si no le gusto? ¿Y si se siente decepcionado al verme?», pensó, mientras empezaba a caminar. «No pasa nada. No tiene tanta importancia, sólo he quedado con un chico al que he conocido en la red», se convencía, obligándose a caminar cada vez que sus pies estaban a punto de detenerse.
Le pareció muy raro acercarse al coche de un desconocido. No sabía que fuera tan valiente. Cuando estaba a punto de llegar a la rotonda, la puerta del coche blanco se abrió. Ella se detuvo inconscientemente. Un chico alto y rubio bajó del asiento tras el volante. Bajo el sol invernal, su pelo parecía mucho más claro que en las fotos que le había enviado.
El chico miró hacia ella de paso, pero su mirada regresó enseguida a la entrada de la estación. Cerró la puerta del coche y pasó por encima de la valla. Mitsuyo lo observaba medio escondida entre los árboles de la calle. Era más joven y delgado de lo que ella creía, y parecía más simpático. «Hasta aquí hemos llegado», pensó Mitsuyo. Por mucho que lo intentara, no encontraba el valor necesario para seguir adelante.
El chico, que había entrado un momento en la estación, salió con el móvil en la mano. Sus miradas se cruzaron por un instante. Mitsuyo se volvió sin pensar y se sentó de nuevo en la valla. «Contaré hasta treinta y, si no ha venido, volveré a casa», pensó. Estaba segura de que él la había visto, y quería que tomara una decisión. Le daba miedo ir a su encuentro y decepcionarlo, pero tampoco quería volver a casa sin haberlo intentado y arrepentirse más tarde. Sin embargo, contó hasta cinco y se quedó en blanco. Cuando llevaba un rato sentada, una sombra apareció a sus pies.
—Disculpa… —dijo una voz temerosa que venía de arriba. Mitsuyo levantó la vista y vio al chico iluminado por el sol que se filtraba a través de los árboles.
—Soy Yuichi Shimizu.
Mitsuyo pensó que tal vez fuera debido a la actitud insegura que mostraba el chico, a su piel iluminada por el sol invernal o a su tímida mirada. El caso es que, en ese momento, algo cambió. Tuvo la sensación de que la vida sin suerte que había llevado hasta entonces acababa de terminar. No sabía cómo sería la nueva, pero se alegró de haber ido a la cita.
Nerviosa, Mitsuyo le dirigió una sonrisa y le pareció que le había contagiado sus nervios porque, de repente, él empezó a echar rápidos vistazos a su alrededor.
—Si dejas el coche aparcado ahí, se lo llevará la grúa —le advirtió ella, y se sorprendió de que su voz sonara tan tranquila a pesar de que eran las primeras palabras que le dirigía.
—Tienes razón.
Yuichi hizo ademán de volver corriendo al coche, pero luego pareció acordarse de la existencia de Mitsuyo y se detuvo con brusquedad. Como tenía las piernas muy largas, aquel movimiento resultó bastante cómico, y ella sonrió sin querer.
Yuichi cruzó la valla y siguió caminando, volviéndose varias veces, como un padre que comprueba si su hijo lo está siguiendo.
—Eres más rubio que en las fotos —observó Mitsuyo, detrás de él.
Yuichi aminoró un poco el paso para ponerse a su lado.
—Una noche, me miré en el espejo y me apeteció cambiar. No lo hice para ir a la moda ni nada —le respondió él en voz baja, pasándose la mano por el pelo.
—¿Por eso te teñiste?
—No se me ocurrió nada mejor —admitió Yuichi, con una expresión muy seria.
Cuando llegaron al coche, él abrió la puerta del acompañante.
—Entiendo por qué lo hiciste —dijo Mitsuyo, mientras subía sin vacilar.
Yuichi cerró la puerta y rodeó el coche para sentarse frente al volante. En el interior flotaba un ligero perfume a rosas, probablemente procedente de un ambientador.
Nada más entrar, Mitsuyo se dio cuenta de que al chico le gustaba cuidar su coche.
Yuichi se sentó, encendió el motor inmediatamente y puso las manos en el volante. Estuvo a punto de chocar con un taxi aparcado delante de él, pero estaba claro que dominaba al milímetro las medidas de su coche, porque pisó el acelerador sin vacilar. El coche arrancó esquivando al taxi por los pelos. Por el aspecto de sus dedos, cerrados en torno al volante, parecía que acabara de pelearse con alguien. Mitsuyo nunca había visto cómo quedaban las manos después de una pelea, pero los largos dedos de Yuichi estaban muy castigados.
Mientras el coche daba media vuelta a la rotonda, Mitsuyo contemplaba por la ventanilla el paisaje que rodeaba la estación y que le resultaba tan familiar. A pesar de estar en el coche de un desconocido, no sentía ni una pizca de inquietud. En cambio, aquel paisaje que conocía de memoria le parecía muy distante. Aunque acabara de conocer a Yuichi, confiaba más en su conducción que en las calles que rodeaban la estación de Saga.
—Nunca imaginé que algún día alguien como tú me llevaría en coche —dijo Mitsuyo sin pensar.
—¿Alguien como yo? —le preguntó él, lanzándole una breve mirada interrogante.
—Sí. Me refiero a alguien… rubio —repuso ella, y Yuichi volvió a pasarse la mano por el pelo.
Era lo primero que se le había ocurrido, pero no había palabras que describieran su estado de ánimo con mayor precisión.
Yuichi adelantaba uno tras otro a los coches con matrícula local que circulaban a paso de tortuga. Cambiaba hábilmente de carril y, cada vez que aceleraba, la espalda de Mitsuyo se hundía en el blando respaldo del asiento. Normalmente, Mitsuyo se asustaba cuando iba en taxi y el conductor aceleraba bruscamente. Sin embargo, por extraño que pudiera parecer, al lado de Yuichi se sentía segura. Aunque cambiara de carril en el último momento, ella tenía la certeza de que no iba a chocar con los demás coches, como dos polos iguales de un imán que siempre se repelen.
—Conduces muy bien —lo elogió ella, mientras Yuichi adelantaba a otro coche—. Yo también tengo el permiso, pero no conduzco.
—Será porque estoy acostumbrado —murmuró él distraídamente.
En un abrir y cerrar de ojos, el coche llegó al cruce con la Nacional 34, la circunvalación de Saga. Si giraban a la derecha, pasarían por delante de la tienda donde trabajaba Mitsuyo, y si seguían en línea recta llegarían al nudo de Saga Yamato, donde empezaba la autopista.
—¿Qué hacemos? —le preguntó Mitsuyo sin mirarlo, cuando por fin se detuvieron en un semáforo—. ¿Quieres que vayamos directamente al faro de Yobuko o prefieres comer antes por aquí?
A pesar de que no conocía al hombre que conducía a su lado, las palabras le salían con una fluidez asombrosa. Entonces Yuichi cerró los dedos con más fuerza en torno al volante. Al mirar sus puños, Mitsuyo se sintió como si estuviera estrujando su propio cuerpo.
—¿Vamos a un hotel? —propuso él, sin levantar la vista del volante. Mitsuyo se volvió hacia él, perpleja, como si no acabara de comprender el significado de aquellas palabras—. Luego podemos hacer lo que quieras, ir a comer o dar una vuelta en coche —murmuró Yuichi. Su cara parecía la de un niño que pide un juguete aunque sabe que van a regañarlo.
—¿A qué ha venido eso? —rió Mitsuyo retorciéndose de forma exagerada, quizá debido a la tensión acumulada durante el trayecto, y le dio una palmadita en el hombro.
Yuichi le atrapó la mano. El semáforo cambió de color sin que se dieran cuenta y el coche de detrás hizo sonar el claxon. Yuichi soltó la mano de Mitsuyo y pisó despacio el acelerador.
«Yo no he venido por eso. Sólo quería ir a ver el faro». Las palabras bailaban en su cabeza, pero no se atrevía a decírselas al tímido y taciturno Yuichi por miedo a que sonaran falsas.
—¿Lo decías en serio? —le preguntó. Estaba tan nerviosa que le dolía el pecho, como si el hombre que conducía a su lado la estuviera desnudando. Aquella chica tan desenvuelta no podía ser ella, y se sintió como si se observara a sí misma desde fuera.
Yuichi asintió sin desviar la vista de la carretera. Mitsuyo esperaba que le repitiera la propuesta con un poco más de sutileza, pero él no pronunció ni una palabra.
Hacía mucho tiempo que no se sentía tan deseada. Hasta entonces, sólo un hombre le había expresado su deseo. Lo conoció cuando acababan de contratarla en la fábrica. Era un hombre mayor que trabajaba en la misma cadena de producción que ella. Un día, cuando salían del trabajo después de haber hecho horas extras, la abordó en el aparcamiento. A Mitsuyo no le caía mal, le resultaba más bien simpático. Aun así, se resistió y se fue corriendo. Quizá lo rechazó porque él la había asaltado inesperadamente. O quizá porque, en el fondo, temía que él se diera cuenta de que eso era precisamente lo que deseaba. Por entonces, Mitsuyo aún era incapaz de reconocer que quería acostarse con un hombre.
Ya habían pasado más de diez años. Durante ese tiempo, había revivido la escena varias veces en su mente. Incluso tenía la sensación de que, en aquel momento, había escogido el tipo de vida que llevaría a partir de entonces y se había convertido en una mujer que necesitaba sentir el deseo salvaje de los hombres.
—Me parece bien lo del hotel —dijo Mitsuyo, con voz serena. Un poco más allá había un cartel que indicaba el nudo de Saga Yamato.
Sin ningún motivo aparente, Mitsuyo visualizó el piso que compartía con Tamayo, cómodo y acogedor. Sin embargo, lo último que quería ese día era volver allí.
Una vez que hubo dejado atrás el nudo de Saga Yamato, el coche pasó por debajo de la autopista elevada, que parecía un lazo encima de los arrozales, y siguió avanzando en dirección a Fukuoka. Yuichi conducía tan deprisa que las señales y los letreros de la carretera parecían salir volando tras ellos como jirones despedazados.
—Hay un hotel cerca de aquí —murmuró Yuichi.
«Voy a hacer el amor», pensó Mitsuyo. Entonces fue cuando vio el letrero de un hotel por horas al otro lado de los campos en barbecho. Mitsuyo se volvió hacia Yuichi, que seguía con las manos en el volante. Su barba no parecía muy poblada, y tenía un pequeño lunar en el mentón.
—¿Siempre invitas a las chicas a un hotel? —le preguntó, aunque en realidad no le importaba. Yuichi le había hecho enseguida la propuesta, y ella había aceptado. No había nada seguro aparte de eso, y tenía la sensación de que no necesitaba saber nada más.
—De hecho, me da igual lo que hagas con las demás —sonrió Mitsuyo.
Medio escondido tras el panel indicador, un estrecho camino conducía hasta el hotel. El coche aminoró la velocidad y avanzó despacio por el sendero. En los márgenes había macetas con plantas, pero ninguna de ellas había florecido. El camino conducía directamente al aparcamiento, situado en un semisótano. A pesar de que no se habían cruzado con ningún otro coche desde el nudo de Saga Yamato, el aparcamiento estaba casi lleno.
Yuichi aparcó en una plaza libre entre dos coches. Cuando apagó el motor, el silencio era tan profundo que Mitsuyo oía incluso el ruido que hacía él al tragar saliva.
—Cuánta gente, ¿verdad? —dijo, para romper el silencio—. Será porque es sábado —añadió. Al pronunciar esas palabras, recordó que el sábado de la semana anterior un cliente se había quejado porque ella se había equivocado al anotar la fecha de recogida de su traje.
A pesar de que era Yuichi quien la había llevado hasta allí, en cuanto apagó el motor se quedó inmóvil. Se miraba las manos en silencio, sujetando la llave que había quitado del contacto.
—Espero que tengan habitaciones libres —comentó Mitsuyo, en un tono deliberadamente desenfadado.
—Sí —murmuró Yuichi, que seguía cabizbajo.
—Qué sensación más rara. Acabamos de conocernos y estamos en un lugar como éste.
La voz de Mitsuyo se apagó enseguida en el interior del coche cerrado. Cuantas más veces se repetía lo de «no pasa nada», más débil sonaba su voz.
—Lo siento —se disculpó Yuichi de repente, en un susurro.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Mitsuyo, confundida ante aquella disculpa inesperada que no sabía a qué atribuir—. No tienes por qué disculparte. Al principio me ha sorprendido que me invitaras a un hotel de buenas a primeras, pero las mujeres también tenemos ganas de vez en cuando, y entonces necesitamos quedar con alguien.
Las palabras le surgieron al instante. Mientras las pronunciaba, se sintió como si fuera otra persona la que hablara. En realidad, lo que vino a decir fue: «A las mujeres también nos apetece el sexo de vez en cuando y, cuando nos apetece, necesitamos a un hombre». Lo más asombroso era que se lo había dicho a un chico prácticamente desconocido.
Yuichi la miró fijamente. Sus ojos parecían querer decirle algo. Mitsuyo notó que las mejillas le ardían y supo que se estaba ruborizando. Se sintió como si sus compañeras de trabajo la estuvieran espiando y le pareció que todo el mundo se burlaba de ella: sus colegas de la tienda, la gente que estuvo trabajando con ella en la fábrica y sus antiguos compañeros de clase del instituto.
—Bueno, será mejor que entremos. A lo mejor está lleno —balbució, y abrió la puerta como si quisiera huir de la asfixiante intimidad que compartían dentro del coche. En ese momento, el frío aire del aparcamiento irrumpió en el interior. Al salir del coche, que se mantenía caliente gracias a la calefacción, su cuerpo se enfrió de repente. Yuichi bajó justo después de ella y se dirigieron hacia la entrada del hotel.
«No me importa el sexo. Sólo quiero que alguien me abrace. Llevo mucho años deseando que alguien me abrace», pensaba Mitsuyo, con la vista fija en la espalda de Yuichi. Quería que él supiera cómo se sentía. «Pero no quiero a un hombre cualquiera, no quiero que me abrace el primero que pase. Tiene que ser alguien que de verdad quiera hacerlo». En la recepción vacía, el panel luminoso indicaba que quedaban dos habitaciones libres. Yuichi escogió una que se llamaba Firenze. Luego dudó un instante y escogió la opción «estancia breve», que apareció en la parte superior del panel. Inmediatamente después se iluminó el precio, 4.800 yenes.
Mitsuyo ya estaba harta de vivir tratando de burlar la soledad. No soportaba sonreír fingiendo que no se sentía sola.
El estrecho ascensor los llevó hasta el primer piso. Justo enfrente de ellos había una puerta con un letrero que indicaba el nombre de la habitación, Firenze. Los dientes de la llave no acababan de coincidir con la cerradura, porque Yuichi tuvo que hacer varios intentos antes de poder abrir. En cuanto la puerta se abrió, ambos quedaron deslumbrados por una brillante explosión de colores. Las paredes eran amarillas, la cama estaba cubierta por una colcha naranja y en el techo blanco había un falso fresco pintado en una especie de cavidad. Sin embargo, aquella decoración tan kitsch no hacía más que recargar el ambiente.
Mitsuyo entró y cerró la puerta tras ella. La calefacción estaba muy alta y la habitación no ventilaba bien. El ambiente era tan sofocante que empezó a sudar. Yuichi se dirigió directamente a la cama y tiró la llave, que se hundió suavemente en la colcha. Sólo se oía el murmullo de la calefacción, como si todos los demás ruidos hubieran desaparecido.
—Qué habitación más alegre —le comentó Mitsuyo a Yuichi, que estaba de espaldas. Él se volvió y se acercó a ella precipitadamente.
En un abrir y cerrar de ojos, Yuichi abrazó a Mitsuyo, que estaba de pie con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo. Ella notó su cálido aliento en la nuca. Justo después, se dio cuenta de que su pene rígido se hundía en su vientre, y oyó los corazones de ambos latiendo a través de la ropa. Levantó los brazos y rodeó la cintura de Yuichi. Cuanto más fuerte lo abrazaba, más se clavaba su duro miembro en su blando vientre.
Estaban en una habitación llamada Firenze, donde la estancia breve costaba 4.800 yenes, en un hotel por horas que intentaba destacar por sus detalles originales pero que había perdido toda su personalidad.
—No te rías, ¿vale? —susurró Mitsuyo, acurrucada en su pecho. Él se apartó un poco, pero ella se arrimó de nuevo para que no le viera la cara.
—Voy a serte sincera, pero no te rías —prosiguió Mitsuyo—. Verás… resulta que yo… bueno, que mis e-mails iban en serio. A lo mejor hay otras personas que lo hacen para matar el tiempo, pero… yo quería conocer a alguien. Suena ridículo, ¿verdad? Sé que soy ridícula. Piensa lo que quieras, pero no te rías de mí. Si te echas a reír, voy a…
Seguía abrazándolo con todas sus fuerzas. Sabía que era demasiado precipitado, pero tenía la sensación de que, si no se lo decía ahora, nunca más podría confesárselo a nadie.
—Yo también —dijo Yuichi entonces—. Yo también… también iba en serio.
Mitsuyo tenía la mejilla apoyada en su pecho, que vibró mientras él hablaba. Se oía un goteo sordo procedente del baño. El agua de las tuberías se filtraba a través de alguna grieta y goteaba encima de los azulejos. Aparte de eso, el silencio era absoluto. Mitsuyo, con la oreja apoyada en el pecho de Yuichi, sólo oía los latidos de su corazón.
De repente, Yuichi la besó de forma salvaje, arañándola con sus labios agrietados al chuparle los suyos e introduciéndole la tórrida lengua en la boca. Mientras tanto, Mitsuyo se agarraba con fuerza a su camiseta. Se sentía como si él envolviera todo su cuerpo con aquella lengua tan ardiente que casi quemaba. Las rodillas le flaquearon. La lengua de Yuichi se desplazó desde sus labios hasta su oreja y exhaló un cálido y excitante suspiro junto a su oído.
Le quitó la camiseta de un manotazo, le desabrochó el sujetador y le besó los pechos. La cama de aquel hotel poco sofisticado estaba justo enfrente de ellos, y Mitsuyo se imaginó a sí misma medio desnuda, dejándose caer encima de la mullida colcha.
Todo era brusco salvo los dedos de Yuichi, que le acariciaban suavemente las nalgas. Aunque él la trataba con brutalidad, su cuerpo pedía más. Ya no sabía si aquella violencia procedía de él o de sí misma. Era como si ella controlara a Yuichi y se estuviera acariciando a sí misma a través de él.
Mitsuyo estaba desnuda, de pie delante de Yuichi. Bajo la luz demasiado clara de los fluorescentes, él le recorría la entrepierna con las manos, le manoseaba las nalgas y ella supo que pronto no podría contener los gemidos.
Una vez desnuda, Yuichi la cogió en brazos sin ningún esfuerzo y la llevó hasta la cama. La arrojó encima de la colcha y se quitó de un manotazo el jersey y la camiseta de manga corta. Le aplastó los pechos con su musculoso torso. Cada vez que se movía, los pezones de Mitsuyo le rozaban la piel. Sin que se diera cuenta, él la puso boca abajo. Le parecía que su cuerpo, hundido en la colcha, flotaba por el espacio. La cálida lengua de Yuichi bajaba deslizándose por su espalda. Cuando le separó las piernas con las rodillas, ella no habría podido evitar abrirlas aunque se hubiera resistido. Tenía la cara hundida en la almohada, que olía a suavizante. Las fuerzas la habían abandonado por completo.
Yuichi acariciaba su cuerpo salvajemente, como si quisiera destrozarla, y luego la abrazaba con todas sus fuerzas para reparar el daño hecho. La destrozaba y la reparaba, volvía a destrozarla y la reparaba de nuevo. Al final, Mitsuyo no sabía si su cuerpo estaba maltrecho desde el principio o si era Yuichi el causante del daño. En ese caso, ansiaba que él le hiciera aún más daño, pero quería que la reparase delicadamente si ya estaba destrozada desde el primer momento.
«No tengo por qué volver a verlo. Sólo será esta vez. Sí, esto sólo ocurrirá hoy», susurraba para sus adentros mientras él seguía acariciándola. En realidad no era eso lo que pensaba, pero si no intentaba convencerse a sí misma de lo contrario, no podría identificarse con aquella chica que retozaba en la cama con una falta de pudor que jamás había experimentado.
Oyó un tintineo metálico cuando Yuichi se desabrochó el cinturón. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que él la había dejado encima de la cama, pero tenía la sensación de que llevaba mucho rato acariciándola. ¿Un cuarto de hora, tal vez? ¿Media hora? No, Yuichi ya llevaba toda una noche, incluso dos noches recorriendo su cuerpo con los dedos y aplastándola bajo su cálido cuerpo.
Entonces, de repente, se sintió liberada, como si se hubiera quitado un peso de encima. La cama chirrió y se balanceó, y su cabeza resbaló de la almohada. Al abrir los ojos, Yuichi estaba a su lado, de pie y desnudo. A pesar de que Mitsuyo no estaba llorando, vio su pene enturbiado por una especie de velo acuoso. Las fuerzas la habían abandonado por completo, le costaba incluso mover un dedo. Él contemplaba su cuerpo desnudo desde arriba, pero no se sentía avergonzada.
Una de las rodillas de Yuichi apareció a la altura de su cara. El colchón se hundió y la cabeza de Mitsuyo rodó hacia él. Él le puso la palma de la mano en la nuca y le levantó la cabeza. Ella cerró los ojos y abrió la boca. La mano que le sujetaba la cabeza era tierna y delicada, pero el pene que se clavaba en su garganta era salvaje y despiadado. Mitsuyo se preguntó de nuevo si él la trataba con delicadeza o con violencia, y tiraba de la sábana sin saber si era sufrimiento o placer lo que sentía.
Lo único que sabía era que estaba tumbada en la cama en una postura humillante. Amaba y odiaba a Yuichi por obligarla a chuparle el pene de aquella forma. Alargó los brazos hasta su trasero, y clavó las uñas en sus nalgas sudorosas. Tratando de soportar el dolor, él dejó escapar un grito, y Mitsuyo deseó seguir escuchando aquella voz.
Quiero que Mitsuyo sea feliz.
Nunca la llamo «hermana». De todos modos, aunque siempre la llame por su nombre, hay una parte dentro de mí que la considera mi hermana mayor. Nuestro hermano pequeño sí que la llama «hermana», aunque parezca raro porque debería hacerlo yo. A mí me llama Tamayo, a secas.
Dicen que los gemelos pueden leerse el pensamiento, ¿verdad? Pues a Mitsuyo y a mí no nos ha pasado nunca. No es que nos llevemos mal ni nada parecido. En el colegio llamábamos la atención, como todos los gemelos. Cuando íbamos a la escuela primaria siempre estábamos juntas, y nos protegíamos mutuamente de la curiosidad de nuestros compañeros de clase. Sí, no hay duda de que entonces llamábamos mucho la atención. Pero luego empezamos el instituto, y coincidimos con otras hermanas gemelas que venían del colegio de al lado y que eran mil veces más guapas que nosotras. Como los niños son tan crueles, pronto empezaron a llamarnos «las gemelas feas». A mí me importaba más bien poco, y me limitaba a perseguir a los que nos llamaban así y a pegarles con una escoba, pero a partir de entonces, supongo, Mitsuyo y yo empezamos a diferenciarnos un poco en nuestra forma de ser y nuestro aspecto general, es decir, el corte de pelo y la forma de vestir.
De hecho, no teníamos la intención de estudiar la secundaria juntas. Yo quería ir a un instituto mixto, mientras que Mitsuyo quería entrar en una academia privada para chicas, pero suspendió el examen de acceso. Sea como fuere, en cuanto entramos en el instituto, ambas nos enamoramos enseguida. Mi novio era la típica estrella del equipo de fútbol, y Mitsuyo salía con un chico que se llamaba Ozawa. No es que fuera un marginado, pero era una especie de pasmarote al que no se le daban bien los estudios ni los deportes, puesto que dejó el equipo de voleibol al cabo de sólo un mes. Si hubiera sido un poco más cuidadoso con su pelo o con su forma de vestir, habría mejorado mucho, pero no parecía tener ningún interés en cuidar de su aspecto. Mejor dicho, no parecía tener ningún interés en nada…
En fin. Cuando Mitsuyo me dijo que le gustaba Ozawa, solté un grito de sorpresa. Quizá fue entonces cuando me di cuenta de que, definitivamente, Mitsuyo y yo éramos diferentes. Puesto que mi novio era la estrella del club de fútbol, yo tenía muchas rivales y al final la cosa no funcionó, como era de suponer. En cambio, Mitsuyo no tenía ninguna competidora y le fue bastante bien con Ozawa. Siempre salían juntos del instituto. Caminaban uno al lado del otro, empujando sus bicicletas. Mitsuyo lo acompañaba a su casa casi cada día, pero siempre estaba de vuelta a las seis y media, antes de cenar.
Por muy bien que nos lleváramos, había cosas que no podía preguntarle a mi hermana. Las clases terminaban a las cuatro de la tarde, y la casa de Ozawa estaba aproximadamente a veinte minutos andando desde el instituto. Por tanto, suponiendo que Mitsuyo volviera en bicicleta desde su casa, cada día estaban solos aproximadamente dos horas y cuarto. En el instituto empezaron a circular rumores y, aunque nadie se atrevía a hablar directamente con ella, me preguntaban a mí si Mitsuyo y Ozawa ya lo habían hecho. Francamente, mi instinto de hermana pequeña me decía que aún no habían hecho eso que se suponía que tenían que hacer. Yo también quería saberlo, pero era incapaz de preguntárselo.
Un día, justo después de las vacaciones de verano, volví a casa un poco antes porque se había suspendido el entrenamiento del equipo de animadoras. Mitsuyo estaba en casa de Ozawa, como de costumbre. Entonces compartíamos habitación, y de verdad que no lo había hecho nunca, pero… caí en la tentación. Abrí el cajón de su escritorio y leí a escondidas el cuaderno en el que mi hermana intercambiaba notas con Ozawa.
Estaba convencida de que sólo encontraría bobadas. En realidad, lo que más me preocupaba era que hubiera escrito algo malo sobre mí. Hojeé el cuaderno y, al contrario de lo que esperaba, estaba repleto de palabras apretujadas escritas en una letra minúscula. Cuando empecé a leer, muerta de miedo porque Mitsuyo podía llegar en cualquier momento, sentí un escalofrío en la columna vertebral. Creo que leí algo parecido a esto: «Hasta ahora me gustabas tú, Ozawa. Pero últimamente me gusta tu brazo derecho, tus orejas, tus dedos, tus rodillas, tus dientes, tu aliento, me gustas a trocitos. No me gustas entero, sino por partes. No quiero que nadie te aparte de mí. No quiero que nadie te mire, ni siquiera en el instituto».
Yo no creía que Mitsuyo fuera una chica posesiva. De niña, siempre nos dejaba sus caramelos y juguetes a nuestro hermano y a mí. Al fin y al cabo, era la mayor. Pero cuando leí las notas que intercambiaba con Ozawa, me pareció otra persona. Había más notas, como una que decía: «Hoy te he visto hablando con esa chica del grupo 2 que se llama Onotera. Me ha hecho mucha gracia la cara de fastidio que ponías», o esta otra: «¡Tengo muchas ganas de terminar el instituto para irme a vivir contigo! Iremos a vivir juntos, ¿verdad? Por cierto, el piso que vimos el otro día desde la calle parecía muy chulo. Allí podrías aparcar el coche, y si tuviéramos hijos jugarían en el jardín».
El tono de Mitsuyo me pareció casi agresivo, muy distinto al que solía utilizar. Mientras leía, pensé que a Ozawa debía de incomodarle ese tono. Al final, me asusté y volví a guardar el cuaderno en el cajón. Yo creía que Mitsuyo era una chica desinteresada, pero en sus notas se palpaba una especie de egoísmo —quizá su karma— que yo nunca había visto en ella, y sentí a la vez tristeza y compasión.
Mitsuyo y Ozawa rompieron antes de terminar el instituto. Según los rumores, Ozawa se había enamorado de una chica de la academia preparatoria a la que iba antes de entrar en la universidad, pero Mitsuyo nunca me explicó el motivo de la ruptura, y yo no me atreví a preguntárselo. No recuerdo verla llorar ni lamentarse, aunque puede que llorase a escondidas, por supuesto. De todos modos, ya hace mucho tiempo.
Desde que terminó el instituto y encontró trabajo, Mitsuyo sólo ha salido con dos chicos, pero ninguna de las dos relaciones fue larga. Mitsuyo no es una chica a la que le guste ligar como a mí. A veces creo que debería ser un poco más extrovertida. En el fondo, tengo la sensación de que me fui a vivir con ella por su bien. Mucho me temo que, si algún día me caso, se quedará sola durante el resto de su vida. Al fin y al cabo, quiero mucho a mi hermana. Es una chica muy reservada, pero sólo deseo que sea feliz.
Un día, no recuerdo exactamente cuándo, estaba en el autobús y, casualmente, vi pasar a Mitsuyo montando en bicicleta con una cara radiante de felicidad. Ahora que lo pienso, creo que fue cuando empezó a escribirse con ese tal Yuichi Shimizu.
Mitsuyo pensó que la temperatura corporal desprendía un olor concreto, y que se mezclaba con la de los demás cuerpos igual que los olores.
Cuando el teléfono sonó para avisarlos de que se les había acabado el tiempo, Yuichi aún estaba encima de ella, en la cama. La calefacción del hotel estaba demasiado alta y tenían los cuerpos resbaladizos por culpa del sudor. La bonita piel de Yuichi estaba empapada en sudor mientras penetraba a Mitsuyo.
—No pares —le dijo cuando él se detuvo al oír el teléfono.
Yuichi ignoró el timbre. Al cabo de unos minutos, llamaron a la puerta de su habitación, pero él siguió penetrándola.
—¡Vale, salimos enseguida! —gritó Yuichi, respondiéndole a la mujer que los apremiaba desde el otro lado de la puerta. Mientras gritaba, penetró más a fondo el cuerpo de Mitsuyo. Ella se mordió los labios.
Desde entonces había pasado un cuarto de hora.
—Estoy muerta de hambre —dijo Mitsuyo, abrazando el cuerpo sudoroso de Yuichi bajo la manta, y se echó a reír.
Él, todavía jadeando, se limitó a quitarse la colcha de encima con un puntapié.
—Cerca de aquí hay un restaurante donde hacen unas anguilas riquísimas —dijo ella.
La colcha cayó al suelo. Sus cuerpos desnudos abrazados se reflejaban en los espejos de las paredes. Yuichi fue el primero en incorporarse. Su espalda, donde se marcaban claramente los huesos de la columna, apareció en el espejo.
—También hacen carne a la brasa. Es un sitio bastante tradicional.
Cuando Yuichi se disponía a levantarse de la cama, Mitsuyo tiró de su mano para retenerlo.
—¿Te apetece ir?
Yuichi se volvió hacia ella, la contempló un rato y asintió brevemente. Mitsuyo se levantó de la cama y entró en el cuarto de baño.
—No tenemos tiempo —dijo la voz de Yuichi detrás de ella.
—Ya que vamos a retrasarnos de todos modos, ¿por qué no pagamos la estancia larga? —le respondió ella.
El cuarto de baño, con azulejos amarillos, era bastante acogedor. «Sólo le falta una ventana», pensó Mitsuyo. Una ventana que diera a un pequeño jardín, desde donde podría ver a Yuichi lavando el coche.
—¡Espero que me lleves al faro después de comer! —gritó. No obtuvo respuesta, pero se duchó de muy buen humor.
Aún no eran las dos del mediodía. Al pensar que tenía un largo fin de semana por delante, se sintió tan feliz que le pareció que el agua que se deslizaba por su cuerpo cantaba y bailaba de alegría.
—Si no tenemos tiempo, podríamos ducharnos juntos —le propuso a Yuichi, gritando para que el ruido de la ducha no ahogara su voz.
—¿Yuichi Shimizu es tu nombre real? —le preguntó Mitsuyo.
Yuichi asintió en silencio, sin dejar de mirar hacia delante.
Habían salido del hotel y habían cogido el coche para ir a comer. Mitsuyo aún tenía la piel caliente de la ducha.
—Te debo una disculpa. Mi nombre de verdad es Mitsuyo Magome. Te dije que me llamaba Shiori porque…
—No importa —la interrumpió él, sin dejarla terminar—. Al principio, todo el mundo utiliza un nombre falso.
—¿Eso significa que conoces a muchas mujeres?
El coche avanzaba por la carretera vacía sin tener que detenerse ni siquiera en los semáforos, que parecían ponerse en verde cuando ellos se acercaban.
—Da igual, olvídalo —se retractó Mitsuyo, al ver que Yuichi no le respondía—. Éste es el camino que hacía para ir al instituto.
Mitsuyo miraba por la ventanilla.
—¿Ves esa zapatería donde hay un cartel de liquidación? Si giras a la derecha y sigues avanzando a través de los campos de arroz, encontrarás mi instituto. Y si sigues esta misma carretera pero en dirección contraria, como si volvieras a la estación, encontrarás el colegio al que fui de pequeña. Mi antiguo trabajo está un poco más adelante, cerca de Karatsu. Ahora que lo pienso, nunca me he alejado mucho de esta carretera. Me he pasado toda la vida recorriéndola arriba y abajo. Antes trabajaba en una fábrica de alimentos. Mis compañeras siempre se quejaban de que era demasiado monótono, pero a mí no me importaba estar en una cadena de producción.
Al final, encontraron un semáforo en rojo y tuvieron que parar. Yuichi se volvió hacia ella sin dejar de acariciar el volante con los dedos.
—A mí me pasa lo mismo —murmuró.
Al principio, ella no sabía de qué le estaba hablando, y levantó las cejas con una expresión interrogante.
—Nunca me he movido del mismo lugar. Fui al colegio y al instituto al lado de mi casa —aclaró.
—Pero tú vives cerca del mar, ¿no? No sabes cuánto te envidio. Yo sólo conozco esto.
Cuando el semáforo se puso en verde, Yuichi pisó el acelerador suavemente. El coche siguió circulando por la monótona carretera de la ciudad de Mitsuyo, donde sólo había alguna tienda de vez en cuando.
—Mira, ahí está. ¿Ves el letrero del restaurante de anguilas que te he dicho antes? Está riquísimo, y bastante bien de precio.
Mitsuyo tuvo la sensación de que hacía mucho tiempo que no tenía tanta hambre.
Keigo Masuo salió de la sauna por la mañana para no llamar la atención.
Le habría gustado dormir tranquilamente hasta el mediodía en la sala de descanso, pero estaba medio vacía y habría sido fácil que alguien del personal se fijara en él. Aunque le parecía bastante improbable que la orden de búsqueda y captura que se había distribuido con su fotografía hubiera llegado hasta aquella sauna de Nagoya, percibió una sombra de sospecha en los ojos del recepcionista que le había dado la llave de su taquilla.
Atontado por la falta de sueño, salió a la calle. Cuando pisó el asfalto, la intensa luz del cielo invernal, en contraste con la oscuridad de la sauna, lo deslumbró hasta el punto de sentirse mareado. Comprobó el contenido de su monedero mientras caminaba hacia la estación de Nagoya. Había sacado 500.000 yenes antes de salir de Fukuoka, de modo que aún no tenía que preocuparse por el dinero. Sin embargo, mientras estuviera huyendo no podría utilizar la tarjeta de crédito. El efectivo que le quedaba era su salvavidas.
El sol brillaba, pero el ambiente era frío. El gélido viento que soplaba entre los numerosos rascacielos apiñados frente a la estación hacía que Keigo se estremeciera. El cuello de su abrigo de plumas, que llevaba desde que había oído la noticia del asesinato y había huido de su casa, estaba sucio de polvo y sudor. Se había comprado calzoncillos y calcetines de recambio en un supermercado, pero no quería gastarse el dinero en un abrigo nuevo.
Cuando llegó a la plaza de delante de la estación, Keigo se escondió tras un panel indicador para resguardarse del viento. Desde allí veía el torbellino de gente que subía de las galerías subterráneas y entraba en la estación.
La noche anterior había estado leyendo los periódicos en la sauna, pero no había encontrado ninguna noticia sobre el crimen. Los programas de entretenimiento, que hasta entonces le habían dedicado tanto tiempo, últimamente sólo hablaban de una mujer que había matado a su suegro unos días antes, harta de hacerle de enfermera. Ni una sola palabra sobre el caso de Mitsuse.
Cobijado detrás de la señal, Keigo se encendió un cigarrillo. Le bastó con una calada para darse cuenta de que estaba muerto de hambre, así que aplastó con la punta del zapato el cigarrillo recién encendido y se dirigió a las galerías subterráneas. Bajó las escaleras poco a poco, abriéndose paso entre la muchedumbre que subía hacia la estación. A cada paso que daba, dos únicos pensamientos se alternaban en su cabeza: «No conseguiré escaparme» y «No lo entiendo».
No tenía la intención de matar a aquella chica. Ni siquiera quería tener nada que ver con ella. Pero sin duda fue él quien la había llevado al frío puerto de Mitsuse y la había dejado tirada.
Aquella noche, en la calle que bordeaba el parque de Higashi, Yoshino Ishibashi subió a su coche y Keigo encendió el motor. «¿Te atreves a ir al puerto de Mitsuse?», le propuso, pero pronto se arrepintió de haberlo dicho. Cuando el coche arrancó, Yoshino empezó a hablarle de las amigas con las que había estado cenando.
—¿Te acuerdas de ellas? Son las chicas que estaban conmigo en el bar de Tenjin el día en que nos conocimos.
Yoshino se abrochó el cinturón, poniendo de manifiesto que se había tomado en serio la propuesta de ir a dar una vuelta en coche. Keigo se encogió de hombros.
—No me acuerdo de tus amigas —dijo, con la intención de cortar la conversación, pero ella siguió hablando por los codos.
—Sí, aquel día estaba con ellas. La más alta y seria se llama Sari.
Con las manos en el volante, Keigo se limitaba a conducir sin un rumbo fijo, pisando a fondo el acelerador en cada cruce antes de que el semáforo se pusiera en rojo. Cuando se dio cuenta, hacía un buen rato que habían dejado atrás el parque de Higashi. Encima de ellos se veía la estructura elevada de la autopista.
—¿Vas a cogerte el día libre mañana?
Yoshino había regulado la calefacción sin pedirle permiso y ahora estaba a punto de abrir el estuche que contenía los CD, que estaba bajo su asiento.
—¿Por qué? —inquirió Keigo, que no pretendía darle conversación pero no soportaba que tocara sus cosas sin preguntar antes.
—Porque si salimos ahora a dar una vuelta, a lo mejor se nos hace tarde…
Yoshino tenía el estuche de los CD en su regazo, pero no lo abrió.
—¿Y tú? —le preguntó él, con un golpe de mentón. Estaba irritado consigo mismo. Obligado por las circunstancias, había recogido a aquella chica y ahora se encontraba dando vueltas en coche sin rumbo fijo.
—¿Yo? Tengo que ir al trabajo, pero si llamo y les digo que tengo una reunión con un cliente a primera hora, puedo llegar un poco más tarde.
—¿A qué te dedicas? —le preguntó Keigo sin pensar.
—¡No me lo puedo creer! —se quejó ella, dándole un codazo en plan juguetón—. Trabajo en una compañía de seguros, ya te lo dije.
Debió de parecerle muy gracioso, puesto que se echó a reír socarronamente. Keigo se armó de paciencia y esperó a que ella terminara de reír.
—Hay algo que apesta a ajo —dijo luego con frialdad.
Por un instante, Yoshino se quedó petrificada y cerró la boca dibujando una fina línea con los labios. Sin decir nada, Keigo abrió la ventanilla de Yoshino. El frío viento le alborotó el pelo. Cuando el olor a ajo hubo desaparecido, el gélido aire nocturno se coló por debajo de los asientos.
Dejaron atrás el distrito comercial sin haberse detenido ni una sola vez en los semáforos, por extraño que pudiera parecer. Yoshino, que llevaba un rato callada desde que Keigo se había burlado de su mal aliento, sacó un chicle de menta del bolso.
—Es que he cenado gyoza —se justificó.
Estaban en plena campaña de Navidad, y los árboles que bordeaban las calles de Tenjin estaban iluminados. Había muchas parejas que paseaban por las aceras cogidas de la mano.
Keigo pisó el acelerador. En un instante, dejaron atrás el animado ambiente. Yoshino reanudó la conversación mientras mascaba el chicle.
—Sari y Mako están convencidas de que estoy saliendo contigo. Yo siempre les digo que no, pero no me creen.
Keigo intentaba intimidarla un poco dando volantuzos, cambiando de carril indiscriminadamente o pisando el freno con brusquedad, pero nada funcionaba.
—Es que no estamos saliendo —dijo fríamente. «¿Quién iba a salir contigo?», pensó para sus adentros.
—¿Qué clase de chicas te gustan, Masuo?
—No lo sé.
—¿Cuál es tu tipo?
Incomodado por sus preguntas, Keigo giró el volante bruscamente y fue a parar a la Nacional 263, la carretera del puerto de Mitsuse.
—¿Sabes qué? —dijo, para cambiar de tema—. Antes he entrado a mear en los baños del parque y un gay me ha tirado los tejos.
—¿En serio? ¿Y qué has hecho?
—Lo he amenazado con matarlo y se ha largado. Esa clase de gente debería tener prohibido entrar en los baños públicos —masculló Keigo, pero Yoshino no parecía asustada.
—Pero piensa que ya tienen la entrada prohibida en muchos otros lugares, ¿qué harían si no pudieran entrar en los baños públicos? A mí me dan un poco de lástima. En el mundo hay lugar para todos —dijo, metiéndose otro chicle en la boca.
Keigo se lo había explicado con la única intención de cambiar de tema, y no esperaba que ella le replicara. Por eso se quedó sin saber qué decir.
Habían dejado atrás el bullicio del distrito comercial de la ciudad, y las calles estaban cada vez más desiertas y tranquilas. Aun así, las pancartas de los comercios que anunciaban las ventas de Navidad ondeaban en las farolas. No hay nada más melancólico que unas Navidades sin esplendor.
Yoshino no había dejado de hablar, ni siquiera cuando se había quitado el chicle de la boca y lo había envuelto en un papelito. En ningún momento expresó el deseo de volver a casa. Keigo no tuvo ninguna oportunidad de parar y dejarla, así que siguieron avanzando hacia el sur por la Nacional 263, en dirección al puerto de Mitsuse.
Tomaron el desvío hacia el puerto sin cruzarse apenas con nadie. De vez en cuando, Keigo veía en el retrovisor el reflejo de las luces de un coche que iba tras ellos, bastante lejos, pero no tenían a nadie delante. Los faros del coche iluminaban pálidamente el frío asfalto de la carretera. Cada vez que tomaba una curva, la luz de los faros caía sobre los arbustos que crecían al pie de la valla de seguridad e iluminaba claramente las retorcidas formas que se dibujaban en los troncos de los árboles.
Keigo pisaba el acelerador ignorando por completo el parloteo de Yoshino. Ella abrió el estuche de los CD sin pedirle permiso y puso una empalagosa balada, que hizo sonar varias veces, mientras exclamaba: «No te lo vas a creer, ¡pero adoro esta canción!».
De repente, cuando Yoshino se disponía a pulsar de nuevo el botón para reproducir la misma canción por enésima vez, Keigo se sorprendió a sí mismo pensando: «Ésta es la clase de chica que acabará asesinada». Aquella idea le cruzó la mente como un relámpago, de forma totalmente inesperada. No sería capaz de describir cómo eran las chicas de su clase, pero estaba convencido de que Yoshino era la típica que, algún día, sacaría de sus casillas a un tipo que decidiría quitársela de encima por la vía rápida, es decir, matándola.
Mientras giraba el volante para tomar despacio las cerradas y pronunciadas curvas, Keigo se imaginó el futuro de aquella chica que, sentada a su lado, tarareaba tranquilamente su balada favorita.
Trabajando en la compañía de seguros, conseguiría ahorrar una pequeña cantidad de dinero y, en sus días libres, se pasearía por las tiendas de ropa de marca y contemplaría su propia imagen reflejada en el espejo, repitiéndose una y otra vez su frase favorita: «Ésta soy yo».
Sin embargo, cuando llevara tres años trabajando, por fin se daría cuenta de que, en realidad, estaba muy lejos de parecerse a la imagen que se había formado de sí misma. Renunciaría a lo que había conseguido hasta entonces y encontraría a un marido a quien echarle la culpa de todos sus males. El hombre acabaría harto de ella. La frase preferida de Yoshino sería entonces: «¿Qué pretendes hacer con mi vida?». La creciente insatisfacción que sentiría por su marido sería inversamente proporcional a las esperanzas que depositaría en sus hijos. En el parque competiría con las demás madres y, casi sin querer, formaría un grupo de mujeres criticonas. Sólo se juntaría con sus amigas para criticar a alguien que no le caía bien y, sin darse cuenta, se estaría comportando exactamente igual que en el instituto y en la facultad. Igual que siempre.
—Oye, ¿hasta dónde quieres ir? —preguntó Yoshino de repente desde el asiento de su lado.
—¿Qué? —dijo Keigo bruscamente.
La balada favorita de Yoshino había terminado, y en su lugar sonaba una canción extrañamente animada en comparación con la anterior.
—¿Iba en serio lo de cruzar el puerto de Mitsuse? Piensa que más adelante no hay nada. Si fuera de día, encontraríamos abierto un restaurante donde sirven un curry delicioso y una panadería, pero a estas horas… Por cierto, ¿sabes el restaurante de fideos que hemos dejado atrás hace un rato? Ya estaba cerrado, pero ¿has ido alguna vez? Una amiga me dijo que estaba de muerte. ¿Qué te pasa? Llevas mucho rato callado.
Yoshino hablaba por los codos, en consonancia con la animada canción que sonaba en el coche. Las sospechas de Keigo se confirmaron: estaba completamente confundida y creía que aquello era una cita.
—Por cierto, tu familia tiene un ryokan tradicional en Yufuin, ¿verdad, Masuo? También me han dicho que tenéis un hotel enorme en Beppu. Es genial. Tu madre debe de ser la encargada de los hoteles, ¿no? Tiene pinta de ser un trabajo muy duro —dijo Yoshino, mientras escupía el segundo chicle en el papelito que aún tenía en la mano.
—Sí, mi madre lleva los dos hoteles, pero no es cosa tuya —repuso Keigo.
Su voz sonó tan fría que se sorprendió a sí mismo. Yoshino, que se había acercado el papelito a la boca y acababa de escupir el chicle, se quedó perpleja.
—No os parecéis en nada.
—¿Cómo? —preguntó Yoshino, que seguía aturdida.
—Digo que mi madre y tú sois muy diferentes. Tu perfil sería más bien el de camarera. Si estuvieras trabajando en uno de nuestros hoteles, me refiero.
Entonces, Keigo clavó el freno. Yoshino, que seguía con el papelito del chicle en la mano, se inclinó bruscamente hacia delante. Al divisar la boca del túnel, que estaba un poco más adelante, Keigo había girado el volante inconscientemente y se había desviado hacia la antigua carretera. Cuando frenó estaban en mitad de la carretera, cerca del punto más alto del puerto.
—Bájate. No has parado de joderme desde que has entrado en el coche —le espetó Keigo, mirándola directamente a los ojos. Yoshino se quedó muda de asombro, con cara de no entender lo que él le había dicho.
Dentro del coche, detenido en mitad de la carretera, sonaba una estúpida canción de moda. «Tu amor me hace más fuerte», decía el cantante, con una voz que sonaba como si estuviera arañando un cristal.
—Bájate —repitió Keigo, en un tono neutro y sin mover ni una pestaña.
—¿Qué?
En la oscuridad del vehículo, Yoshino abrió los ojos, sorprendida. Aferrándose a una última esperanza, incluso llegó a sonreír pensando que él estaba poniendo a prueba su valentía, tal y como le había dicho antes de coger el coche.
—Eres una tía ordinaria y vulgar.
—¿Perdona?
—¿Cómo puedes subir al coche de un tipo al que ni siquiera conoces? Cualquier otra chica habría rechazado la propuesta. Las tías que se vienen a dar una vuelta conmigo en mitad de la noche sin rechistar no son mi tipo, la verdad. ¿Vas a bajarte? Si no te bajas por voluntad propia, tendré que echarte a patadas.
Keigo le dio un empujón en el hombro. Entonces fue cuando Yoshino, al fin, comprendió que no estaba bromeando.
—Pero… ¿vas a dejarme aquí tirada?
—Quédate por aquí, alguien te llevará de vuelta. No te costará nada subirte al coche del primero que pase.
Sin saber qué hacer, Yoshino se abrazó con fuerza al bolso que tenía en el regazo. Keigo se inclinó encima de ella y abrió la puerta de un empujón. La puerta chocó contra la valla metálica. El ambiente olía a tierra helada, a montañas heladas.
—¡Sal de una vez!
Keigo volvió a empujar el delgado hombro de la muchacha. Yoshino se retorció con un brusco movimiento y la mano de Keigo se cerró sin querer en torno a su cuello.
—¡No me toques!
—¡Sal de mi coche ahora mismo!
Keigo siguió empujándola. Ella se resistió, pero la mano de Keigo se mantenía firme alrededor de su cuello. Notó la calidez de su piel en la palma de la mano y se enfureció aún más. Clavó el pulgar en la garganta de Yoshino.
—E… está bien, está bien —cedió ella, desabrochándose el cinturón.
Aunque estaba asustada, había un deje desafiante en su voz. Sin pensar lo que hacía, Keigo levantó el pie del pedal y, sin dejar de increparla, le dio un fuerte puntapié en la espalda cuando ella ya estaba saliendo del coche.
Yoshino gritó y se golpeó la cabeza con la valla de seguridad. El golpe hizo vibrar la valla blanca y resonó por todo el puerto.
Para mí, el nombre de Yoshino Ishibashi no significa nada, prefiero llamarla Mia. ¿Puedo llamarla así?
Soy profesor de una academia preparatoria para alumnos de primaria, de modo que estoy acostumbrado a oír nombres que no suenan como los de aquí. En mi clase hay un niño que se llama Raymond y dos niñas llamadas Sheru y Tiara. Lamentable, ¿verdad?
Ya les he dicho en otras ocasiones que no tengo ningún interés en las niñas pequeñas, no es por eso por lo que doy clases en una academia. Pero tengo la sensación de que los nombres de los niños de hoy en día se parecen mucho a los nombres falsos que utilizan las chicas en las páginas de contactos, no sé si me explico. Además, me parece injusto, es como si los nombres no les pegaran a los niños. La primera vez que pasé lista, cuando empezaron las clases, me dieron un poco de lástima. ¿Han oído hablar de la disforia de género? Pues creo que no tardaremos en ver un nuevo trastorno: la disforia de nombre.
Pero volvamos al asunto. Aparte de Mia, he conocido a más de diez chicas en las páginas de contactos. Mia fue la segunda o la tercera, si no me equivoco. No era especialmente guapa ni tenía un cuerpazo, pero conservo un buen recuerdo de ella. Debo admitir que al principio me decepcionó un poco, porque me reclamó que le pagara el taxi cuando apenas hacía dos minutos que había llegado, pero ahora la recuerdo como una buena chica, sin duda.
Fíjense en mí. Estoy gordo, tengo cara de bulldog y, encima, soy peludo. No soy un hombre atractivo, y la verdad es que no tengo éxito con las mujeres. Pero cuando una chica me dice algo bonito, aunque sea sin querer, me hace sentir un poco menos horrible. Creo que Mia sabía cómo hacer que un hombre se sintiera mejor. Aunque puede que me equivoque, naturalmente.
Aquel día, en el hotel, una vez que habíamos terminado, Mia preguntó de repente: «¿Qué habría pasado si no nos hubiéramos conocido en una página de contactos?». Yo me eché a reír y le respondí: «Pues que nunca te habrías acostado conmigo». Entonces ella, con la mirada un poco triste, me dijo: «Quizá tengas razón, por lo de la diferencia de edad y eso. De todos modos, cuando iba al instituto adoraba a mi profe de biología, y también estaba gordito».
Sé que sólo era un cumplido, por supuesto, pero le di 2.000 yenes de propina. Aun así, me pareció sincera cuando me lo dijo. Por su forma de hablar y por la expresión de su rostro me hizo creer que, si no nos hubiéramos conocido en una página de contactos sino en algún lugar de la ciudad, también habría podido pasar algo entre nosotros.
Los hombres somos unos estúpidos que nos acordamos toda la vida de esa clase de cumplidos. Los guapos los olvidan enseguida, desde luego, pero a los tipos como yo, que de joven nunca sabía cómo abordar a las chicas, un cumplido como ése, por interesado que sea, se nos queda grabado en el corazón. Esas cosas son las que te ayudan a confiar en ti mismo. A lo mejor a ustedes no les importan mis batallitas del pasado, pero resulta que, cuando estudiaba en la universidad, una chica del equipo de tenis me dijo un día: «Tú siempre miras directamente a los ojos, Hayashi. Cuando estoy contigo, tengo la sensación de que puedes ver a través de mí». Esas palabras no tuvieron nada especial pero, aunque parezca extraño, se convirtieron en una especie de amuleto para mí. Cuando me pregunto qué clase de hombre soy, siempre recuerdo las palabras de aquella chica. Seguro que ella ya las ha olvidado, pero significaron mucho para mí. Incluso ahora, después de veinte años, sigo apoyándome en esas palabras, aunque les parezca una exageración.
Me toman por idiota, ¿verdad? Piensan que soy un auténtico fracasado. Pues los hombres como yo necesitamos a esa clase de mujeres. Aunque sólo nos digan las cosas para quedar bien, no tendríamos nada sin ellas.
Mia era una mujer de las que dicen ese tipo de cosas. A lo mejor ni siquiera lo hizo conscientemente, pero las chicas como ella son las que dicen cosas que los hombres como yo seguimos recordando al cabo de veinte años.
Cuando me enteré de que la habían asesinado, me sentí muy triste. Sólo habíamos quedado una vez, pero nunca la olvidaré. La llevé a comer a un restaurante italiano, y ¿saben lo que me dijo? «Los hombres que saben apreciar la buena comida merecen mi respeto por encima de todos los demás».
El sábado, Yuichi desayunó y salió sin decir adónde iba. Su abuela Fusae pensó que habría ido a dar una vuelta en coche y que a la hora de cenar ya estaría en casa, de modo que hizo albóndigas y lo estuvo esperando. Pero Yuichi no vino, así que tuvo que comerse sola las albóndigas, que le habían quedado un poco dulces.
El domingo por la mañana, tampoco apareció. No era la primera vez que su nieto salía un fin de semana y pasaba la noche fuera de casa. Aun así, al quedarse sola, Fusae no pudo evitar recordar el día en el que fue al despacho de aquel médico llamado Tsutsumishita, que impartía el seminario de salud en el centro comunitario, y se vio rodeada de un grupo de hombres violentos y malhablados que la obligaron a comprar a la fuerza unas carísimas hierbas medicinales. Cada vez que revivía la escena, el miedo la atenazaba de nuevo.
Por la tarde, Fusae llamó al móvil de Yuichi. Su nieto descolgó enseguida.
—¿Qué quieres? —respondió, con voz de fastidio.
—¿Dónde estás? —le preguntó ella.
—En Saga —repuso Yuichi secamente.
—¿Y qué estás haciendo en Saga?
Si hubiera estado conduciendo, Fusae habría colgado enseguida, pero no le pareció que fuera el caso.
—¿Qué quieres? —repitió Yuichi, ignorando su pregunta.
Fusae le preguntó a qué hora volvería a casa. En vez de responderle, él le dijo que no la esperase para cenar y colgó el teléfono. Tras esa breve conversación, Fusae fue al hospital municipal a visitar a su marido. Como siempre, estuvo media hora escuchando las quejas de Katsuji. Luego les dio las gracias a las enfermeras y se fue.
De repente, mientras volvía a casa en autobús, recordó las voces de los hombres que la habían obligado a comprar las hierbas medicinales: «¿Qué significa que no piensas comprarlas?», «¿Por quiénes nos has tomado, vieja?», «Si no firmas ahora, ¡pasaremos a verte cada día!».
Al evocar las amenazas de aquellos rufianes, Fusae tuvo la sensación de que volvía a encontrarse en el despacho del médico, y un temblor incontrolable sacudió su cuerpo sentado en el asiento reservado del autobús.
Cuando Yuichi por fin llegó a casa, eran más de las once de la noche. Fusae acababa de meterse en la cama. Al oír que la puerta de entrada se abría, se sintió más tranquila.
—¿Ya estás en casa? —le dijo a Yuichi, que caminaba por el pasillo—. ¿Quieres que te prepare un baño? —le preguntó mientras dudaba antes de salir del futón, que empezaba a calentarse.
—No, ya me he bañado —oyó que decía la voz de Yuichi al otro lado de la puerta de papel.
Al final, Fusae salió del dormitorio y se dirigió a la cocina. El suelo del pasillo estaba helado bajo sus pies descalzos.
Yuichi abrió la nevera y sacó unas salchichas.
—¿Tienes hambre? —le preguntó su abuela.
—No —le respondió él, a la vez que abría con los dientes la bolsa de plástico y se metía una salchicha en la boca.
—¿Quieres que te prepare algo?
—No, ya he cenado.
Cuando Yuichi se disponía a salir de la cocina, Fusae lo llamó sin pensarlo y él se volvió masticando la salchicha.
—¿Qué quieres? —le preguntó, con cara de fastidio.
El peso de su mirada cayó encima de Fusae, que se sentó en la silla como si las fuerzas la hubieran abandonado. No tenía la intención de decírselo, pero sus labios se movieron sin que pudiera evitarlo.
—El otro día, cuando volvía del hospital… ¿Te acuerdas del médico que daba las charlas en el centro comunitario? El de las hierbas medicinales…
Estaba en su propia casa, delante de su nieto. Debería estar tranquila, pero tenía la sensación de que podía echarse a temblar en cualquier momento. La horrorizaba el simple hecho de explicar lo que le había pasado. Estaba tan asustada, que tenía que concentrarse en respirar para no asfixiarse. Sin embargo, cuando se disponía a continuar con su relato, el móvil de Yuichi empezó a sonar dentro de su bolsillo. Él lo cogió y descolgó.
—¿Diga? Sí. Acabo de llegar. ¿Mañana? Me levanto a las cinco, pero bueno. Sí, yo también. —Yuichi parecía contento mientras hacía girar el pomo de la puerta—. Sí, de acuerdo. Te llamo mañana. ¿El trabajo? No, salgo a las seis. Sí. Entendido. Sí ¿Cómo? Vale. Pues nada. ¿Qué? Sí, te he dicho que sí.
Fusae escuchaba en silencio aquella conversación que empezaba de nuevo cada vez que parecía a punto de terminar. Yuichi apartó la mano del pomo, acarició la columna con los dedos y hojeó el calendario colgado en la pared.
Fusae estaba segura de que su nieto estaba hablando con una chica, tal vez la misma con la que había pasado el fin de semana. Nunca había visto aquella expresión de felicidad en el rostro de Yuichi, a lo mejor porque nunca la había mostrado delante de ella. El caso es que, desde que Yuichi se había instalado en su casa, y de eso hacía ya veinte años, Fusae nunca lo había visto tan contento.