2. ¿A quién quería ver él?

A primera hora de la mañana del lunes 10 de diciembre de 2001, Norio Yajima, propietario de una empresa de derribos de las afueras de Nagasaki, conducía con delicadeza su vieja furgoneta, que tenía más de 200.000 kilómetros y parecía un apéndice de su cuerpo.

Tenía molestias en la garganta desde la noche anterior. Con pocas palabras, se sentía como si tuviera mucosidad acumulada, pero no conseguía arrancarla por mucho que carraspeara y, cada vez que se provocaba el vómito, notaba el amargo sabor de la bilis en la boca. La noche anterior había vomitado y su mujer Michiyo le había propuesto que hiciera gárgaras, pero ya lo había probado sin éxito. Sin dirigirse a nadie en concreto, refunfuñó: «Mierda, ¡qué asco!».

Cuando llegó al cruce de siempre, Norio giró a la izquierda. El amuleto protector contra los accidentes que Michiyo había atado al retrovisor se balanceó de un lado a otro. El cruce tenía una forma grotesca. Parecía la intersección entre una enorme carretera construida por un gigante y un estrecho sendero hecho por enanos.

Desde la amplia carretera nacional, sólo se veía un camino que giraba a la derecha en ángulo recto. Pero, en realidad, más allá de lo que parecía una simple curva en forma de ele, había un sendero y un puentecito que cruzaba el canal paralelo a la Nacional. En 1971 terminaron de rellenar con tierra el espacio entre la orilla y una isla que quedaba mar adentro, a la que ahora se podía acceder por la carretera de la costa. En la isla había un enorme dique de un astillero. Era donde vivía el gigante. El estrecho sendero todavía pasaba por el viejo pueblo de pescadores que se había quedado sin orilla.

Norio tomó ese camino desde la Nacional con un hábil giro del volante, a pesar de que se sentía inquieto por culpa de la mucosidad acumulada en su garganta. A la izquierda se veía una iglesia. El sol de la mañana arrancaba destellos a las vidrieras de colores. Cuando llegó al final del sendero, donde olía a mar, vio a Yuichi Shimizu esperándolo con cara de sueño. Llevaba una de sus habituales sudaderas chillonas.

Norio detuvo la furgoneta delante de él. Yuichi abrió la puerta bruscamente, le dio los buenos días con aire distraído y se sentó en el asiento trasero. Norio le respondió con un breve saludo y pisó el acelerador sin perder más tiempo. Cada mañana, Norio recogía a Yuichi allí, a otro de sus obreros en Kogakura y al último en Tomachi, por ese orden, y los llevaba a la obra donde trabajaban en la ciudad de Nagasaki.

Después de aquel rápido saludo, Yuichi guardó silencio como de costumbre. Mientras pisaba el acelerador, Norio le preguntó:

—Has vuelto a dormir poco, ¿verdad? Apuesto a que anoche estuviste dando vueltas en coche hasta las tantas, como siempre.

Yuichi levantó la vista hacia el retrovisor.

—Qué va —repuso brevemente.

Norio comprendía que, para una persona joven, era duro levantarse antes de las seis de la mañana, pero Yuichi tenía el pelo revuelto y los párpados legañosos como si sólo hiciera tres minutos que hubiera salido de la cama, y estuvo a punto de regañarlo. Si hubiera sido un desconocido, a lo mejor no se habría sentido tan molesto, pero su madre y la abuela de Yuichi eran hermanas, de modo que su única hija, que tenía la misma edad que Yuichi, era la prima segunda del muchacho.

Al final del sendero, donde vivía la familia de Yuichi, había un aparcamiento comunitario para los vecinos. Entre viejas furgonetas y utilitarios, el Skyline blanco de Yuichi era el único coche que relucía como si fuera nuevo bajo el brillante sol de la mañana. A pesar de que era de segunda mano, Yuichi lo había comprado por más de dos millones de yenes y había pedido un préstamo a siete años.

Fusae, la abuela de Yuichi, que no sabía si estar contenta o disgustada por aquella compra, le había comentado a Norio: «Le he dicho mil veces que se compre un coche más barato, pero se ha encaprichado con éste y no me ha hecho ni caso. En fin, supongo que un coche grande será más práctico cuando tenga que llevar a su abuelo al hospital».

Fusae y su marido Katsuji, que apenas podía levantarse de la cama, tenían dos hijas, Shigeko y Yoriko. Shigeko, la mayor, estaba casada con el dueño de una sofisticada pastelería del centro de Nagasaki. Tenían dos hijos que ya habían terminado los estudios y se habían emancipado. Según Fusae, Shigeko era «la que no le daba preocupaciones». En cambio, su hija pequeña Yoriko, la madre de Yuichi, siempre había sido una chica problemática. Cuando era joven, se casó con un hombre que trabajaba con ella en un cabaret de la ciudad y enseguida tuvieron a Yuichi. Todo iba bien hasta que su marido se fugó cuando Yuichi empezó a ir a la guardería, y ella no tuvo más remedio que volver a casa de sus padres con el niño. Al poco tiempo, conoció a otro hombre, dejó a Yuichi a cargo de los abuelos y se fue de casa. Al parecer, Yoriko trabajaba actualmente en un gran ryokan de la ciudad vacacional de Unzen. Norio estaba convencido de que, para Yuichi, había sido mucho más beneficioso que lo criaran su abuela y su abuelo, que había trabajado muchos años en el astillero, en vez de crecer con unos padres tan irresponsables. Por eso, cuando Yuichi empezó a estudiar secundaria y sus abuelos decidieron adoptarlo, a Norio enseguida le pareció bien.

Yuichi pasó a apellidarse Shimizu en vez de Honda. El primer día del año siguiente, mientras Norio repartía los regalos de año nuevo, le preguntó medio en broma a Yuichi:

—¿Qué tal? ¿A que suena mejor llamarse Yuichi Shimizu que Yuichi Honda?

Yuichi, que en aquella época ya empezaba a estar interesado en coches y motos, le respondió:

—No, Honda suena mejor.

Acto seguido, escribió su apellido sobre el tatami en caracteres latinos.

Norio regresó al cruce donde parecía que el país de los gigantes y el de los enanos estuvieran cosidos a la fuerza. Mientras esperaba que el semáforo se pusiera en verde, Yuichi le preguntó desde el asiento trasero:

—Esta mañana vamos a quitar la lona del cemento, ¿verdad, tío?

—Podemos esperar hasta la tarde. ¿Cuánto crees que tardaremos en quitarla?

—Si dejamos sólo la parte frontal, en una hora habremos terminado.

A aquella hora, en el carril contrario siempre había un colosal atasco de coches que se dirigían al astillero, en los que se veían rostros cadavéricos bostezando.

Cuando el semáforo se puso en verde, Norio pisó el acelerador. La furgoneta arrancó con brusquedad y la caja de herramientas que llevaba detrás chocó con la puerta trasera, produciendo un ruido metálico.

Yuichi bajó la ventanilla y la brisa salada procedente del mar, que estaba muy cerca, irrumpió en el vehículo.

—¿Entonces, qué hiciste anoche? —le preguntó Norio, mirando a su sobrino a través del retrovisor.

—¿Por qué quieres saberlo? —repuso Yuichi, cuyo rostro parecía de repente más tenso.

A Norio no le interesaba la vida de Yuichi. Se lo había preguntado más bien por su abuelo Katsuji, que pronto tendría que volver al hospital. Sin embargo, al ver que Yuichi se ponía nervioso, decidió indagar un poco más.

—Por nada. Imagino que fuiste a dar un largo paseo en coche como siempre.

—Anoche no salí —le respondió Yuichi vagamente.

—¿Cuánto consume tu coche?

Cuando Norio cambió de tema, la cara de fastidio de Yuichi se reflejó en el retrovisor.

—Apuesto a que consume diez litros a los cien.

—Qué va. Depende de la carretera, pero no suele pasar de siete.

La respuesta de Yuichi fue breve y concisa, pero los coches eran el único tema de conversación que parecía interesarle.

Aunque acababan de dar las seis de la mañana, ya habían empezado a formarse retenciones en el carril que entraba en la ciudad. Si hubieran llegado media hora más tarde, se habrían quedado atrapados en un atasco monumental antes de llegar al centro. Aquélla era la única carretera nacional que cruzaba la península de Nagasaki de norte a sur a lo largo de la costa. En dirección contraria, hacia el sur de la península, se veían los edificios en ruinas de la isla de Hashima, las playas de Takahama y Wakimisaki —que en verano estaban abarrotadas— y el bonito faro de Kabashima al final de la carretera.

—Por cierto, ¿cómo está tu abuelo? ¿Todavía se encuentra mal? —le preguntó Norio a Yuichi mientras entraban en la ciudad—. ¿Está ingresado otra vez? —insistió, al ver que no obtenía respuesta.

—Hoy lo llevaré al hospital después del trabajo —le respondió Yuichi mientras contemplaba el paisaje a través de la ventanilla. El viento arrastró parte de su voz.

—¡Podrías habérmelo dicho! Deberías haberlo llevado a primera hora, aunque hubieras llegado un poco más tarde al trabajo.

Probablemente, Fusae le había dicho a Yuichi que lo llevara al hospital cuando volviera del trabajo, pero a Norio le pareció que no debería haber esperado.

—Es el mismo hospital de siempre, puedo llevarlo luego —repuso Yuichi, utilizando la misma excusa que habría oído en boca de su abuela.

Katsuji, el abuelo de Yuichi, estaba gravemente enfermo de diabetes desde hacía siete años. Debido a su avanzada edad, su estado no mejoraba por muchas veces que fuera al hospital. Norio iba a visitarlo una vez al mes, y siempre lo encontraba más pálido que en la última ocasión.

—Aunque haya sido culpa de mi hija, me alegro de que Yuichi esté con nosotros. De no ser por él, no sé cómo me las arreglaría para llevar al abuelo al hospital y traerlo de vuelta —se lamentaba Fusae cada vez que veía a Norio.

Era cierto que les resultaba muy útil tener en casa alguien joven como Yuichi, pero cuanto más lo repetía Fusae, más lástima le daba a Norio su taciturno sobrino, atado a sus abuelos de pies y manos. Además, en el pueblo había muchos matrimonios de ancianos y personas mayores que vivían solas, de modo que él, prácticamente el único joven del pueblo, aparte de cuidar de sus abuelos también tenía que llevar o recoger en el hospital a los demás ancianos. Cada vez que se lo pedían, cogía el coche en silencio y sin protestar.

Yuichi era como un hijo para Norio. Cuando había pedido el crédito para comprarse aquel coche tan ostentoso, Norio se lo había reprochado, pero en el fondo le daba un poco de lástima pensar que sólo lo utilizaba para llevar y traer a los ancianos del hospital.

A diferencia de otros chicos de su edad, Yuichi nunca se quedaba dormido y se tomaba su trabajo muy en serio, pero Norio no comprendía cómo su joven sobrino podía vivir sin ningún tipo de diversión.

Aquel día, Norio recogió como siempre a los tres obreros, su sobrino entre ellos, y se dirigió hacia la obra que habían empezado unos días antes en la ciudad de Nagasaki. Aparte de Yuichi, en la furgoneta iban Kurami y Yoshioka que, junto con Norio, rondaban los sesenta años. Cada mañana, durante el viaje de ida, la furgoneta se llenaba del humo de sus cigarrillos y de un amplio abanico de quejas que iba desde el dolor de rodillas hasta los ronquidos de sus esposas.

Kurami y Yoshioka también sabían que Yuichi era poco locuaz, de modo que apenas le dirigían la palabra. Cuando Yuichi empezó a trabajar con ellos, intentaron ser amables con él invitándolo a las regatas de canoas y a tomar algo en los bares de la zona de Doza, en Nagasaki. Sin embargo, cuando lo invitaron a las carreras no apostó y, cuando lo llevaron al karaoke, no cantó ni una sola canción. «Los jóvenes de hoy en día no saben divertirse», concluyeron cuando se cansaron de prodigarle tantas atenciones en vano.

—¡Yuichi! —exclamó Kurami de repente—. ¿Qué te pasa? Estás muy pálido.

Norio estuvo a punto de pisar el freno. Se encontraban en una zona con vistas al puerto bañado por la luz de la mañana, entre los almacenes alineados a lo largo de la orilla, un poco antes de que la carretera se adentrara en la ciudad.

Al oír la exclamación de Kurami, Norio echó un rápido vistazo al retrovisor y vio a Yuichi, cuya existencia casi había olvidado de lo callado que estaba, con el pálido rostro apoyado en la ventanilla.

—¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal? —le preguntó.

—¿Vas a vomitar? —quiso saber Yoshioka, que estaba sentado delante de Yuichi—. ¡Baja la ventanilla! ¡Bájala!

A continuación, se inclinó hacia atrás para alcanzar la manivela, pero Yuichi le apartó la mano sin fuerzas.

—Tranquilo, estoy bien —dijo con un hilo de voz.

Pero estaba tan pálido, que Norio se detuvo en el arcén por un momento. El camión que iba tras ellos los adelantó haciendo sonar la bocina, que soltó un lastimero alarido. Una racha de viento procedente del camión azotó la furgoneta.

En cuanto se detuvieron, Yuichi salió trastabillando, sujetándose el vientre, y vomitó en el suelo. Pero no salió nada de su estómago, y se quedó jadeando en el arcén.

—¿Tienes resaca? —le preguntó Yoshioka detrás de él, asomando la cabeza por la ventanilla. Con las manos apoyadas en la grava del suelo, Yuichi asintió varias veces seguidas, como si temblara.

Koki Tsuruta entreabrió con un dedo la cortina iluminada por el sol del atardecer y echó un vistazo a la calle. Desde la ventana de la undécima planta se veía todo el parque de Ohori. Abajo, en la calle, había dos furgonetas blancas aparcadas en fila. Vio al joven inspector que acababa de salir de su piso entrando en una de ellas.

Sus padres le habían comprado aquel piso cerca de la universidad, pero a Tsuruta no le gustaban las vistas. Sólo servían para recordarle que no era más que un niño de papá que no poseía ninguna otra cualidad que una pequeña fortuna.

El reloj digital que había al lado de la cama indicaba que ya eran las cinco y cinco minutos. Pasadas las cuatro y media, el inspector se había presentado en su casa llamando a la puerta con brusquedad y Tsuruta, recién levantado, había estado media hora respondiendo a sus preguntas.

Tsuruta se sentó en la cama deshecha y bebió un sorbo de una botella de plástico que contenía agua tibia. Al principio, se mostró bastante arisco con aquel inspector que había aparecido de repente, hasta que comprendió que iba tras la pista de Keigo Masuo. Tsuruta había estado viendo películas hasta el amanecer, y probablemente su cara reflejaba el cabreo que sintió ante aquellos insistentes golpes en la puerta de su casa. Cuando el joven inspector, que debía de tener más o menos su edad, sacó una libreta y le dijo: «Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas», Tsuruta pensó que se trataba otra vez de algún pervertido que merodeaba por el parque de Ohori.

—Me han dicho que es usted amigo de Keigo Masuo —empezó el inspector, y por un instante Tsuruta creyó que el pervertido no era otro que Keigo, que habría violado a alguna chica que había conocido en algún bar. Al recordar la cara de Masuo, la primera palabra que se le ocurrió no fue «pervertido», sino «violador».

Al fin, el joven inspector le hizo un breve resumen del asunto al atónito Tsuruta. El puerto de Mitsuse. Yoshino Ishibashi. Un cadáver. Estrangulada. Keigo Masuo. Desaparecido.

Mientras escuchaba el relato, a Tsuruta le flaquearon las rodillas. Keigo había cometido un crimen mucho más grave que una violación y se había dado a la fuga. Cuando Tsuruta hizo ademán de sentarse en el suelo, el inspector le dijo:

—Todavía no estamos seguros, pero si sabe dónde está, le agradeceríamos que nos informara de su paradero.

¿Había estado en contacto con Keigo últimamente?

Tsuruta intentó recordar, restregándose los ojos para despejarse. El inspector esperaba impasible, sujetando la libreta y el bolígrafo ante su cara.

—Verá… —empezó Tsuruta, escrutando el rostro del inspector—. Resulta que hace tres o cuatro días que no sé nada de él. La gente bromea diciendo que ha desaparecido, pero supongo que sólo se ha ido de viaje en plan improvisado —explicó Tsuruta de un tirón, sin dejar de mirar al inspector.

—Sí, eso es lo que tengo entendido. ¿Cuándo fue la última vez que habló con él? —le preguntó sin inmutarse, mientras daba golpecitos en la libreta con la punta del bolígrafo.

—¿La última vez? Pues…, creo que fue la semana pasada.

Tsuruta volvió a hacer memoria. Había hablado con Keigo por teléfono, pero no recordaba cuándo. Había poca cobertura y le costaba entender lo que le decía. «¿Dónde estás?», le preguntó Tsuruta, y Keigo le respondió riendo: «En la montaña». No era un detalle relevante. Keigo sólo quería saber a qué hora empezaban los exámenes del seminario, previstos para la siguiente semana. Tsuruta quería decirle que la noche anterior había visto la película Los elegidos, pero la llamada se cortó antes de que empezara a hablar.

Tsuruta entró precipitadamente en su habitación, buscó el recibo del videoclub y le confirmó al inspector, que lo esperaba en la entrada, que había alquilado la película el miércoles de la semana anterior.

Cuando Keigo venía a su casa, Tsuruta lo obligaba a ver sus películas favoritas. Keigo no era muy aficionado al cine. A menudo se quedaba dormido a media película o se iba a su casa. En cambio, escuchaba con gran interés cuando Tsuruta le hablaba de su sueño de rodar una película futurista, y le entusiasmaba la idea de trabajar juntos en la producción cuando llegara el momento.

Keigo lo invitaba a salir a menudo con el pretexto de hablar de cine. Sin embargo, cuando salían juntos se olvidaba de las películas y se dedicaba a ligar. Keigo era atractivo, incluso los demás chicos se daban cuenta, de modo que las mujeres enseguida caían en sus redes. Cuando ligaba con alguna chica, se la presentaba a Tsuruta diciendo: «Mi amigo rodará una película el año que viene, ¿te gustaría ser la protagonista?», y ella daba saltos de alegría. No obstante, las chicas por las que Keigo se sentía atraído no eran guapas en absoluto. Un día, Tsuruta le preguntó por qué. «Es que me ponen las tías con pinta de no tener pasta», le respondió su amigo riendo.

El nombre de Yoshino Ishibashi le resultaba familiar. Al principio, cuando el inspector le dijo que habían encontrado el cadáver de una joven llamada Yoshino Ishibashi en el puerto de Mitsuse, Tsuruta sólo relacionó el nombre con el cuerpo congelado de una mujer blanca que había visto en alguna película, pero a medida que el inspector repetía aquel nombre, acabó asociándolo con la comercial de una compañía de seguros que Keigo había conocido en un bar de dardos de Tenjin, unos dos meses antes.

Aquella noche, Tsuruta también estaba. Jugaron juntos a los dardos, aunque sin armar demasiado escándalo. Tsuruta estaba sentado en un rincón de la barra hablando con el barman sobre las películas de Eric Rohmer.

Cuando Keigo las invitó a ir al karaoke con ellos, Yoshino y sus dos amigas rechazaron la propuesta con la excusa de que en su residencia había toque de queda y tenían que volver. En ese momento, el joven barman insistía en que Cuento de verano era la mejor película de Rohmer, y Tsuruta le respondió:

—No, la mejor es sin duda La rodilla de Claire.

Keigo siguió a Yoshino y a sus amigas mientras se dirigían a la barra y, cuando estuvieron justo detrás de Tsuruta, oyó que le decía a una de ellas: «Dame tu número de móvil. Podríamos ir a cenar un día de éstos».

Tsuruta se volvió, intrigado. La chica, que no le pareció nada del otro mundo, no dudó ni un instante en darle su número a Keigo. Mientras subían las escaleras, Keigo las siguió con la mirada y se despidió de ellas con un «Hasta luego, nos vemos pronto» algo frívolo. Luego regresó junto a Tsuruta, pidió una cerveza y le enseñó el posavasos en el que la chica había anotado su número de móvil y su nombre, Yoshino Ishibashi. Tsuruta se acordaba porque conocía a otra Yoshino Ishibashi que iba un curso por detrás en la universidad y participaba en el mismo seminario de cine que él, aunque escribía su nombre con otros caracteres.

Keigo cogió la cerveza que le ofrecía el barman y Tsuruta le dijo:

—La Ishibashi que yo conozco es mil veces más guapa.

Keigo no parecía hacerle caso. Se limitó a juguetear con el posavasos entre los dedos mientras le respondía sonriendo:

—Es que a mí me gustan las chicas como ésa. ¿No te ha dado la sensación de que era pura fachada? Llevaba un bolso Vuitton como si estuviera habituada al lujo y se comportaba como una diva, pero no podía disimular sus aires de pueblerina. Cuando veo a una tía con un bolso Vuitton, unos zapatos baratos y que camina como si estuviera cruzando un campo de arroz, no puedo evitar echarme encima de ella.

Cuando conoció a Keigo, en la universidad, el propio Tsuruta se extrañó de llevarse tan bien con alguien con una personalidad y unas aficiones tan distintas a las suyas. Ambos se habían criado en el seno de familias adineradas y, a diferencia de los demás estudiantes, vivían sin apuros. Si Keigo interpretaba el papel de estrella principal que sólo piensa en sí misma, Tsuruta era el director de temperamento artístico que sabía controlar a la perfección el singular carácter de su amigo.

Un día, no recordaba cuándo, fueron a comer ramen en un puesto al aire libre de Nagahama. Keigo acababa de comprarse un coche nuevo, y aprovechaba cualquier excusa para pasearlo por toda la ciudad.

—¿Tu padre es de los que le pondría los cuernos a su mujer? —le preguntó Keigo inesperadamente mientras sorbían los fideos chinos en el tenderete abarrotado.

—¿Por qué lo preguntas?

—Por nada, pura curiosidad.

El padre de Tsuruta tenía varios pisos de alquiler en el centro de Fukuoka. Los había heredado todos de su abuelo. Tenía demasiado dinero y le sobraba el tiempo libre, y ni siquiera su propio hijo lo consideraba un hombre digno de respeto.

—No sé, no me atrevería a asegurar que nunca le haya puesto los cuernos a mi madre, pero no creo que haya tenido ninguna aventura seria, como mucho habrá tonteado con la camarera de algún club nocturno —le respondió Tsuruta.

—Ya.

A pesar de que fue él quien había sacado el tema, Keigo apenas escuchó la respuesta de su amigo. Se limitó a partir por la mitad los palillos de usar y tirar y los echó en el cuenco, donde todavía quedaban restos de fideos.

—¿Y tu padre? —le preguntó Tsuruta por decir algo.

—¿Mi padre? Tiene un ryokan desde hace muchos años —masculló Keigo, después de beber un poco de agua del vaso de plástico roto.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Pues que en un ryokan hay camareras —repuso Keigo, con una sonrisa muy significativa—. Cuando era pequeño, a menudo veía cómo mi padre se llevaba a alguna de las camareras al cuarto trasero. A veces me pregunto cómo lo conseguía. No creo que a las chicas les gustara, más bien debían de odiarlo. Pero a mí no me lo parecía.

Cuando terminaron de comer, Keigo se dirigió al dueño del local y le dijo:

—Gracias por la comida. Estaba asquerosa.

Por un instante, los demás comensales se quedaron paralizados. El ambiente se enrareció. A Tsuruta le gustaba la forma de ser de Keigo. La verdad era que aquel tenderete estaba en una zona muy turística y era demasiado caro.

Norio Yajima fumaba mientras observaba a Yuichi, que estaba de espaldas lavándose cuidadosamente las manos en el bidón que solían utilizar para amasar cemento. Aunque lo llenaran de agua limpia, cuando las manos recién lavadas se secaban aparecían unos chorretones en la piel que recordaban las escamas de una serpiente.

Ya eran más de las seis de la tarde, y en todo el recinto de la obra se veían grupos de trabajadores preparándose para volver a sus casas. Las excavadoras, que habían estado derribando la pared exterior, ahora descansaban alineadas en un rincón.

Hacía cuatro días que habían empezado las obras en la antigua clínica de ginecología y obstetricia, y ya habían demolido sin compasión dos terceras partes del edificio. Para poder asumir una obra de aquella envergadura, la empresa de Norio había tenido que subcontratar otra empresa. Ellos tenían una excavadora de quince metros de largo, pero una sola máquina no bastaba para echar abajo tres plantas de cemento y varillas de acero, así que no tuvo más remedio que subcontratar una empresa de derribos más grande.

Cuando terminó de lavarse las manos en el bidón, Yuichi empezó a secárselas con la toalla que colgaba de su cuello.

—Deberías sacarte la licencia para llevar la excavadora —le dijo Norio, a la vez que aplastaba el cigarrillo en un cenicero.

Yuichi se volvió hacia él y le respondió con un «ya» desganado, frotándose la cara con la toalla. Cuanto más frotaba, más destacaba la suciedad que le cubría la piel.

—¿Qué te parece si te tomas una semana libre el mes que viene y aprovechas para hacer los trámites?

Yuichi frunció los labios y asintió levemente, con un gesto ambiguo que no revelaba si le parecía bien o todo lo contrario. En realidad, Norio llevaba un tiempo esperando a que aquella propuesta saliera de Yuichi, pero, por mucho que esperase, su sobrino no tomaba la iniciativa.

—Por cierto, ¿cómo te encuentras? —le preguntó Norio a Yuichi, que estaba guardando los guantes de goma en la bolsa. A pesar de su repentina indisposición de aquella misma mañana, Yuichi llevaba todo el día trabajando, imperturbable como de costumbre. Sin embargo, Norio se fijó en que apenas había tocado la comida que se había traído de su casa.

—¿Vas a llevar a tu abuelo al hospital en cuanto llegues a casa? —quiso saber Norio.

—Quizá después de cenar —le respondió Yuichi con aire ausente, levantándose entre el frío viento polvoriento con la bolsa bajo el brazo.

Como cada día, Norio acompañó a Kurami, Yoshioka y Yuichi con la furgoneta. Mientras circulaban por la Nacional, contemplando la bahía de Nagasaki bañada por la luz roja del crepúsculo, Kurami empezó a beber shochu de la petaca que siempre llevaba consigo.

—¿No puedes aguantarte media hora hasta llegar a casa? —se quejó Norio, arrugando la frente cuando el olor a alcohol azotó su olfato.

—Llevo esperando este momento desde que todavía faltaba una hora para terminar de trabajar, no me pidas que me aguante media hora más.

Kurami se echó a reír con cierta desgana y se llevó a los labios la petaca, llena a rebosar. El espeso líquido se derramó por su mentón mal afeitado. Aunque la ventanilla estuviera abierta, el olor a tierra seca del shochu se propagó por el interior del vehículo.

—Por cierto, ¿os habéis enterado de que ayer encontraron a una mujer estrangulada en el puerto de Mitsuse? —comentó de repente Yoshioka, que estaba mirando por la ventana.

—Se ve que trabajaba de comercial para una compañía de seguros. Sus padres deben de estar locos de tristeza —intervino Kurami, que tenía una hija de la misma edad, mientras se chupaba los dedos llenos de licor.

Yoshioka, que vivía con su pareja y no tenía hijos, no parecía compadecer a los padres de la víctima.

—Antes, cuando conducía el camión, solía pasar por el puerto de Mitsuse —dijo para cambiar de tema.

Yoshioka nunca les había dado detalles acerca de su situación pero, al parecer, llevaba diez años viviendo en un piso de protección oficial con una mujer que aún no se había divorciado de su marido.

—Tú también sueles conducir por el puerto de Mitsuse, ¿verdad, Yuichi? —le preguntó Yoshioka.

Yuichi, que contemplaba el paisaje desde el asiento trasero de la furgoneta, desvió la mirada al oír la pregunta. Su cara apareció reflejada en el retrovisor.

En el carril contrario, el que entraba en la ciudad, el tráfico empezaba a ser denso. Los coches de los trabajadores del astillero formaban una caravana a lo largo de la carretera. A la luz del atardecer, las caras rojas de los conductores parecían máscaras demoníacas.

—¿Verdad que sueles conducir por el puerto de Mitsuse? —repitió Yoshioka, al no obtener respuesta.

—El puerto de Mitsuse… no me gusta mucho. De noche me da muy mala espina —repuso Yuichi con aire distraído, y hubo algo en su tono de voz que llamó la atención de Norio.

Cuando Kurami y Yoshioka bajaron de la furgoneta, Norio se dispuso a acompañar a Yuichi a su casa. Salieron de la Nacional y tomaron un camino tan estrecho que los retrovisores casi rozaban las placas con los nombres colgadas en las fachadas de las casas. El sinuoso sendero serpenteaba hacia el diminuto puerto de pesca, el único que quedó una vez terminadas las obras que enterraron casi toda la costa. Había unas cuantas barquitas de pescadores ancladas en el muelle. El interior de la bahía rodeada de muelles era tranquilo, y sólo de vez en cuando se oía el crujido de las cuerdas que amarraban los botes a los desembarcaderos.

En los alrededores del puerto había varios almacenes con las persianas bajadas. A primera vista parecían relacionados con la industria de la pesca, pero en su interior se guardaban unas canoas de carreras llamadas Peron. Eran muy populares en la región, y cada verano se celebraba una competición entre barrios. La imagen de una decena de hombres remando todos a la vez con las palas era una estampa heroica que, año tras año, atraía a una muchedumbre de turistas.

—¿El año que viene también vas a competir? —le preguntó Norio a Yuichi mientras echaba un vistazo al interior de un almacén con la persiana medio abierta. Yuichi ya tenía la bolsa en el regazo y estaba preparado para bajar de la furgoneta.

—¿Cuándo empiezan los entrenamientos? —le preguntó su tío abuelo a través del retrovisor.

—En la época de siempre —repuso Yuichi.

La primera vez que Yuichi participó en una regata de Peron, cuando estudiaba bachillerato, Norio era el director del equipo de su barrio.

A diferencia de los demás chavales, que no dejaban de quejarse y de protestar durante los entrenamientos, Yuichi remaba en silencio, pero no sabía parar a tiempo y solía entrenar hasta acabar con las palmas de las manos llagadas, de modo que, el día de la competición, apenas podía remar.

Diez años más tarde, Yuichi seguía participando en las regatas. Cuando le preguntaban si le gustaba, respondía que no especialmente, pero cada año, cuando empezaban los entrenamientos, era el primero en presentarse en el almacén.

—Entraré a saludar —anunció Norio, apagando el motor frente a la casa donde vivía Yuichi.

Yuichi, que ya estaba a punto de bajar, se volvió hacia su tío.

—¿A qué hora vas a llevar a tu abuelo al hospital? —le preguntó Norio por segunda vez.

—Después de cenar —murmuró Yuichi vagamente. A continuación, bajó de la furgoneta.

Norio entró en el recibidor después de su sobrino y notó el olor característico de las casas donde había algún enfermo. Aunque Yuichi también viviera allí, la casa pertenecía a sus abuelos. Nada más entrar, Norio tuvo la sensación de que los colores habían desaparecido de su campo de visión. A pesar de lo sucias que estaban, las zapatillas rojas que Yuichi se había quitado eran lo único que tenía un color alegre.

—¡Tía Fusae! —gritó Norio hacia el interior de la casa detrás de Yuichi, que atravesó rápidamente el pasillo.

Mientras se quitaba los zapatos, oyó la voz de Fusae preguntándole a Yuichi:

—¡Caramba! ¿Ése no es Norio? ¡Cuánto tiempo sin verlo! ¿Vas a llevar a tu abuelo al hospital?

En cuanto se hubo descalzado, Norio cruzó el pasillo y Fusae salió de la cocina secándose las manos húmedas con un trapo que colgaba de su cuello, mientras le explicaba:

—Le dieron el alta hace poco y ya tiene que ingresar otra vez.

—Sí, Yuichi me lo ha comentado antes.

Norio avanzó resueltamente por el pasillo y abrió la puerta corredera de papel de la habitación de Katsuji.

—Tío Katsuji, me han dicho que vuelven a ingresarte. Seguro que prefieres estar en casa, ¿verdad?

Nada más abrir la puerta, percibió un ligero olor a orina. Las farolas de la calle proyectaban su resplandor encima del viejo tatami, donde se mezclaba con la luz parpadeante del fluorescente del techo.

—Cuando está en el hospital dice que quiere volver a casa, y cuando lo llevamos a casa dice que estaría mejor en el hospital. Ya no sé qué hacer con este dichoso hombre —refunfuñó Fusae, mientras apagaba y volvía a encender el fluorescente. Dentro del futón, se oyó la tos cargada de Katsuji.

Norio se sentó a la cabecera del futón y apartó bruscamente la colcha, dejando al descubierto el rostro arrugado de Katsuji que reposaba sobre la dura almohada.

—Tío Katsuji —lo saludó Norio, poniéndole la mano en la frente. O su mano estaba muy caliente o la piel del anciano muy fría; en cualquier caso, el contraste hizo que se estremeciera.

—¿Dónde está Yuichi? —preguntó Katsuji, apartando la mano de Norio. Su voz sonaba como si tuviera flemas en la garganta. En ese preciso instante, oyeron los pasos de Yuichi subiendo la escalera. La casa entera tembló.

—No puedes contar con Yuichi para todo —le dijo Norio al anciano, aunque sus palabras también iban dirigidas a Fusae, que estaba de pie tras él.

—No lo hacemos —protestó ella, frunciendo los labios bajo el fluorescente.

—Me refería a que Yuichi todavía es joven. Nadie querrá casarse con él si se pasa el día cuidando de vosotros —bromeó Norio, y consiguió que la tensión que agarrotaba la cara de Fusae se relajara un poco.

—Ya lo sé, pero si Yuichi no está, no puedo meter a tu tío en la bañera.

—Precisamente por eso deberíais tener a alguien que os ayudara en casa.

—Es muy fácil decirlo, pero ¿tienes idea del dinero que vale?

—¿Tan caro es?

—Si supieras lo que está pagando la señora Okazaki, no te…

—¡Silencio! —bramó Katsuji sin dejar que terminara la frase, y acto seguido sufrió un ataque de tos tan fuerte que parecía que se estuviera ahogando.

—Lo siento, lo siento.

Norio dio unas palmaditas en el futón, se levantó y condujo a Fusae hacia el pasillo empujándola suavemente por la espalda.

En la cocina, sobre la tabla de cortar, había un pescado llamado buri que parecía fresco y tenía muy buena pinta. Su sangre negruzca había formado un charco en la tabla. Sus ojos miraban hacia el techo y tenía la boca entreabierta, como si quisiera protestar.

—Por cierto, anoche Yuichi llegó muy tarde a casa, ¿verdad? —le preguntó Norio en un tono indiferente a Fusae, que estaba de espaldas con el cuchillo de cocina en la mano. Recordó cómo aquella mañana, de camino al trabajo, Yuichi había empalidecido de repente y había vomitado en el arcén nada más bajar de la furgoneta.

—Pues no lo sé. Supongo que salió por ahí.

—Es que me ha sorprendido verlo con resaca.

—¿Yuichi tenía resaca?

—Esta mañana estaba muy pálido.

—Entonces, ¿estuvo bebiendo? Pero si salió con el coche…

Fusae cortaba el pescado manejando hábilmente el cuchillo de cocina. Las espinas se partían con un crujido seco.

—Cuando te vayas, llévale uno de esos buri a Michiyo. Me los ha dado esta mañana Morishita, de la cooperativa de pescadores, pero aquí sólo comemos Yuichi y yo, así que…

Fusae se volvió sin soltar el cuchillo y señaló un rincón bajo la mesa. Una negra gota reluciente resbaló del sucio cuchillo y se estrelló contra el suelo. Norio echó un vistazo bajo la mesa y vio un pescado en una caja de estireno. La llevó hasta el recibidor y subió al piso de arriba. La habitación de Yuichi estaba justo al final de las escaleras. Como no se atrevía a llamar a la puerta, le pidió permiso para entrar y abrió sin esperar respuesta.

Yuichi, que sólo llevaba unos calzoncillos, probablemente se disponía a salir de la habitación para ir al cuarto de baño, porque estuvo a punto de chocar contra la puerta abierta.

—¿Vas a darte un baño? —le preguntó Norio, contemplando el torso de Yuichi, cuyos músculos destacaban bajo una fina capa de piel.

—Me bañaré, cenaré y llevaré al abuelo al hospital —dijo Yuichi, e hizo ademán de salir de la habitación. Norio se apartó para dejarlo pasar. Cuando se disponía a bajar tras él, se fijó en un panfleto tirado en el suelo de la habitación que rezaba: «Licencias para grúas».

—¡Caramba! ¿Al final vas a sacarte la licencia?

Como única respuesta oyó los pasos de Yuichi bajando las escaleras. Llevado por un impulso, Norio entró y recogió el panfleto del suelo. Yuichi ya había llegado al piso de abajo, y sus pasos se alejaban por el pasillo. Se sentó en un cojín aplastado y echó un vistazo alrededor de la habitación. En los viejos muros había varios pósters de coches colgados con tiras de celo amarillento, y el suelo estaba lleno de revistas, también relacionadas con el mundo del motor. En realidad, no había nada más aparte de eso: ni pósters de chicas, ni televisor, ni equipo de música.

Una vez, Fusae había comentado que la auténtica habitación de Yuichi era su coche, y Norio tuvo que admitir que no exageraba. Dejó el panfleto y cogió un sobre que había encima de una mesita baja. Era el sobre de la paga que él mismo le había dado la semana anterior, pero al levantarlo se dio cuenta de que estaba vacío. Al lado del sobre vio el recibo de una gasolinera. Norio no tenía la intención de mirarlo, pero acabó cogiéndolo. Bajo la cantidad total, que ascendía a 5.990 yenes, aparecía el nombre de la gasolinera, Saga Yamato.

—Es de ayer —murmuró Norio al leer la fecha del recibo. Justo después, extrañado, pensó: «Pero si antes me ha dicho que anoche no salió…».

Fusae retiró la cabeza del buri de la tabla de cortar. La cabeza cayó en el fregadero con un ruido sordo y resbaló hacia el desagüe con la boca entreabierta apuntando hacia la anciana. Fusae se volvió al oír pasos en el pasillo y vio a Yuichi dirigiéndose al cuarto de baño en calzoncillos, masticando un trozo de pasta de pescado cocida que había cogido de la mesa del comedor.

—¿Norio ya se ha ido? —le preguntó Fusae.

Él se volvió con la boca llena y señaló hacia su habitación sin decir nada.

—¿Qué está haciendo en tu habitación?

—Ni idea.

Yuichi se encogió de hombros y abrió la puerta del cuarto de baño. La puerta, de madera con un cristal empotrado, se arqueó con un crujido considerable, como si fuera una fina chapa de zinc. Como no había sitio para cambiarse, Yuichi se quitó los calzoncillos en la puerta y entró corriendo en el baño, tiritando de frío. Su trasero blanco parecía una imagen consecutiva que permanece en la retina. Cerró de un portazo que hizo temblar el cristal.

Fusae volvió a coger el cuchillo de cocina y empezó a cortar el cuerpo del pescado. Estaba diluyendo miso en una olla cuando oyó pasos bajando la escalera.

—Tengo que irme, tía Fusae —anunció Norio.

—Vuelve cuando quieras —le respondió ella, sin dejar de hacer lo que estaba haciendo.

Oyó el estruendo de la puerta de entrada, que no encajaba bien e hizo temblar la casa entera al cerrarse. Cuando los pasos de Norio se alejaron, lo único que se oía en la cocina era la olla calentándose.

«Qué silencio», pensó Fusae. Sólo estaban Katsuji, un enfermo confinado en la cama, y ella, una pobre anciana. A pesar de que el joven Yuichi se estaba bañando justo al lado, en la casa reinaba un silencio espeluznante.

Mientras olía el miso, Fusae se dirigió a su nieto, que seguía en el cuarto de baño.

—¿Es cierto que esta mañana tenías resaca? —le preguntó.

Por toda respuesta, oyó el chapoteo del agua caliente en la bañera.

—¿Estuviste bebiendo anoche?

Yuichi tampoco le respondió.

—Ya sabes que es peligroso beber cuando conduces.

Fusae ya no esperaba ninguna respuesta. Apagó el fuego de la olla, que estaba a punto de hervir, y enjuagó la tabla de cortar manchada de sangre. Sirvió el sashimi para que Yuichi pudiera cenar en cuanto saliera del baño y lo colocó en la mesa junto con el surimi que había frito la noche anterior. Cuando abrió el hervidor de arroz, una fina columna de vapor de elevó en la fría cocina.

Antes de que Katsuji tuviera que guardar cama, Fusae hervía cada día medio kilo de arroz por la mañana y casi un kilo por la noche. Tenía la sensación de haberse pasado los últimos quince años hirviendo arroz para poder saciar el hambre de los dos hombres.

Desde que era pequeño, Yuichi comía mucho arroz. Le gustaba tanto que era capaz de devorar un cuenco lleno con el único acompañamiento de unas rodajas de nabo en conserva. Todo lo que comía le hacía crecer. Cuando empezó el instituto, a Fusae le parecía que crecía día tras día. Asombrada y admirada a la vez, Fusae observó cómo el adolescente se convertía en un hombre hecho y derecho gracias a la comida que ella le preparaba.

Quizá porque nunca había tenido un hijo varón, se dio cuenta de que cuidar de su nieto despertaba en ella una especie de instinto femenino que no había sentido con sus dos hijas. Al principio, por supuesto, se mostraba más reservada porque su hija Yoriko aún vivía con ellos, pero cuando ésta se fugó con su amante y abandonó a Yuichi, que sólo era un niño de primaria, Fusae supo que tenía el deber de criar a su nieto. Aunque lamentaba la promiscuidad de su hija, se sentía rebosante de energía. Por entonces, Fusae estaba a punto de cumplir cincuenta años.

Cuando el padre de Yuichi se fugó y madre e hijo se trasladaron a casa de los abuelos, Yuichi ya sabía que no podía confiar en su madre. Seguía llamándola «mamá» y mostrándose cariñoso con ella, pero ya no era el centro de su mundo. Un día, sin que Yoriko lo supiera, Fusae le enseñó a Yuichi una foto suya de cuando era joven y le preguntó: «¿A que la abuelita era más guapa que mamá?». Lo hizo con la intención de distraer a su nieto, pero estaba un poco nerviosa cuando sacó del armario empotrado el álbum polvoriento con las fotos de su boda.

Yuichi examinó la foto que le mostraba su abuela y guardó silencio un rato. Mientras observaba su cabecita desde arriba, Fusae se dio cuenta de repente de que estaba cometiendo un disparate. Sin pensárselo dos veces, cerró el álbum y se ruborizó como una jovencita, mientras decía: «Dios mío, ¡qué vergüenza, qué bochorno! Tu abuela nunca ha sido guapa».

Junto a la cabecera del futón de Katsuji, Fusae metió en la bolsa del hospital una muda de ropa interior y artículos de higiene personal. Era una bolsa de piel barata que había comprado la primera vez que ingresaron a su marido, pensando que sólo la necesitarían en aquella ocasión. Sin embargo, los ingresos y las altas se habían sucedido a partir de entonces, y las costuras de la bolsa ya empezaban a ceder.

—Mañana iré al hospital a llevarte un poco de té y algo para acompañar el arroz —le dijo Fusae a Katsuji, que debía de tener la boca seca, porque tragaba saliva ruidosamente.

—¿Yuichi ya ha cenado?

Katsuji, a quien le costaba mucho darse la vuelta, salió a rastras del futón y se acercó a la bandeja con la cena que le había traído su mujer.

—Si te apetece un poco de sashimi de buri, puedo traértelo —se ofreció Fusae cuando Katsuji suspiró al ver la cena, que consistía sólo en verduras al vapor y gachas de arroz.

—No quiero sashimi. Sólo quiero que les des algo a las enfermeras del hospital.

Katsuji cogió los palillos con manos temblorosas.

—¿Qué quieres que les dé?

—Dinero, ¿qué va a ser?

—¿Dinero? ¡Otra vez con esa tontería! Hoy en día las enfermeras ya no aceptan dinero —protestó Fusae como siempre.

Eso era lo que menos le gustaba, no sólo de su marido, sino de los hombres en general. Era bueno que se preocuparan por quedar bien, pero creían que todo se solucionaba con dinero, como si fuera un regalo caído del cielo.

—Hoy en día te atienden igual de bien por mucho dinero que les des. Piensa que son profesionales. Si intentas sobornarlas, sólo conseguirás que se sientan humilladas —dijo Fusae. A continuación, se levantó con un pequeño gemido. Últimamente, tenía que levantarse despacio para que no le dolieran las rodillas.

Observó a Katsuji, que sorbía las gachas de arroz con la espalda encorvada. Mientras tanto, recordó las palabras de la señora Okazaki, que se había quedado viuda un año antes: «Una vez cada dos meses, cuando me ingresan la pensión de viudedad, pienso: “Es verdad, está muerto”».

Al principio, Fusae pensó que la señora Okazaki lo decía porque, a pesar de todo, todavía quería a su difunto esposo. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y el cuerpo de Katsuji se iba debilitando, se dio cuenta de que aquellas palabras tenían un significado muy distinto: cuando uno de los dos cónyuges muere, los gastos también se reducen a la mitad.

Cuando salió del baño, Yuichi se sentó de piernas cruzadas en una silla y empezó a devorar el arroz. Tenía tanta hambre que ni siquiera se sirvió sopa de miso, se limitó a acompañar cada bocado de sashimi con dos o tres bocados de arroz.

—Hay sopa de miso con nabo —anunció Fusae, mientras le servía un poco de sopa en el cuenco que estaba boca abajo encima de la mesa.

Yuichi cogió el cuenco de las manos de su abuela y empezó a sorber ruidosamente, engullendo la sopa ardiendo, con algunos granos de arroz pegados en el mentón.

—¿Quieres que os acompañe al hospital? —le preguntó Fusae, sentándose en una silla.

—No hace falta. Sólo tengo que dejar al abuelo en la enfermería de la quinta planta, ¿verdad?

Yuichi mezcló un poco de wasabi con la dulce salsa de soja típica de la isla de Kyushu.

—A las siete tengo que ir al centro comunitario para el seminario sobre comida saludable. No te preocupes, no voy a comprar nada, pero las charlas son gratuitas.

Fusae llenó una tetera con el agua caliente de un termo que debía de estar medio vacío, porque pulsó un par de veces el dispensador y se oyó un ruido burbujeante.

Se levantó para añadir más agua al termo. En ese momento, Yuichi, que hasta entonces había estado saboreando el sashimi y el surimi frito, soltó un gruñido y se tapó la boca.

—¿Qué te pasa?

Fusae se le acercó corriendo y le dio unas palmaditas en la espalda, convencida de que se había atragantado. Pero él la apartó de un empujón, se levantó y corrió hacia el baño tapándose la boca.

Fusae se quedó atónita. Enseguida oyó que Yuichi estaba vomitando. Olisqueó rápidamente la comida que había en la mesa por miedo a que hubiera algo en mal estado, pero todo olía bien. Al poco rato, Yuichi regresó con la cara muy pálida.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Fusae, con una mirada interrogante. Yuichi pasó por su lado con la cabeza gacha.

—Nada. Me he atragantado —se justificó, aunque era evidente que se trataba de una excusa.

Fusae recogió los palillos que se habían caído al suelo. Al agacharse, las piernas de su nieto le quedaron justo delante y se dio cuenta de que estaban temblando, aunque era imposible que tuviera frío porque acababa de salir de la bañera.

Yuichi acompañó al hospital a Katsuji, que salió del futón y se cambió de ropa sin dejar de refunfuñar. A pesar de que el coche estaba aparcado a sólo cincuenta metros y nada le impedía caminar, el anciano le pidió que lo recogiera en la puerta de la casa. Visiblemente contrariado, su nieto obedeció.

Yuichi arrojó la bolsa a la parte de atrás y Katsuji subió malhumorado al asiento del acompañante. Yuichi rodeó el coche para sentarse frente al volante.

—Si no está la jefa de las enfermeras, pregunta por Imamura, que es la encargada —le recordó Fusae.

El coche blanco de Yuichi parecía fuera de lugar en aquella callejuela oscura bordeada de casas desvencijadas. Las lucecitas del equipo de música iluminaban el interior del coche como un enjambre de luciérnagas intempestivas.

Fusae cerró la puerta del acompañante y el coche arrancó de inmediato. Por un instante, el rugido del motor ahogó el lejano murmullo de las olas. Siguió con la mirada el coche hasta perderlo de vista. Luego regresó a la cocina y empezó a recoger. Cuando hubo terminado, apagó todas las luces de la casa, se puso las sandalias de paja y salió para ir a la reunión.

El aire era frío, pero el mar estaba en calma. Las luces de los barcos de pescadores brillaban en el puerto. De vez en cuando, el viento silbaba entre los cables tendidos entre los postes. Bajo las farolas del embarcadero distinguió la silueta de la señora Okazaki, que también iba al centro comunitario. Fusae apretó el paso. De espaldas, la silueta de la anciana, que caminaba despacio por el pequeño embarcadero iluminado por la luna, tenía un aire lúgubre y cómico al mismo tiempo.

—¿Usted también va a la reunión? —le preguntó Fusae cuando la hubo alcanzado. La señora Okazaki, que caminaba apoyándose en un carro de la compra que utilizaba como bastón, se detuvo y levantó la mirada.

—¡Señora Fusae!

—¿Ha probado las hierbas medicinales chinas que nos dieron el otro día? —le preguntó Fusae.

—Sí, y funcionan. La verdad es que lo noté —le respondió la señora Okazaki mientras reanudaba la marcha a paso lento.

—Tiene razón. Yo tampoco estaba muy convencida, pero a la mañana siguiente me encontraba un poco mejor.

Aproximadamente un mes antes, en el pequeño centro comunitario del pueblo había empezado un seminario sobre salud patrocinado por una farmacéutica de Tokio. A Fusae no le interesaba demasiado, pero asistió como invitada de la presidenta de la asociación de mujeres, y aún no se había perdido ni una sola sesión.

Cruzaron el embarcadero con las articulaciones entumecidas por culpa de la fría brisa marina. El olor a sal característico de los puertos de pescadores se mezclaba con el gélido viento, que les dejaba la nariz insensible.

Fusae caminaba al lado del mar para proteger un poco del viento a la señora Okazaki, que avanzaba empujando el carro de la compra.

—Me preguntaba si podría volver a pedirle a Yuichi que comprara un poco de arroz para mí —dijo la señora Okazaki cuando ya estaban cerca del centro comunitario—. No me importa dónde, cualquier lugar me parecerá bien.

—Debería habérmelo dicho antes, lo mandé de compras hace poco.

Fusae puso la mano en la espalda de la señora Okazaki y la condujo suavemente hacia el callejón donde se encontraba el centro comunitario.

—En Daimaru tienen servicio de reparto a domicilio, pero te cobran 4.000 yenes por diez kilos de arroz, y 300 más por traértelo a casa.

—Ni se le ocurra comprar en Daimaru. ¿4.000 yenes por diez kilos? Al otro lado del pueblo hay una tienda mucho más barata donde le saldrá a mitad de precio, lo que pasa es que hay que ir en coche.

Fusae le dio la mano a la señora Okazaki, que había empezado a subir las escaleras de piedra. La viuda se agarró con fuerza a la muñeca de Fusae y acabó de subir los peldaños.

—Sí, ya lo sé. El problema es que yo, a diferencia de usted, no tengo a nadie que pueda llevarme a comprar en coche.

—¡No tenga reparos, mujer! Ya sabe que puede pedírmelo cuando quiera. Yuichi tiene que ir de todos modos a hacer la compra para mí, seguro que no le importará traer un par de sacos más de arroz.

El centro comunitario se encontraba al final de la estrecha escalera de piedra, con una majestuosa puerta que parecía la entrada de un templo. Las lámparas fluorescentes del interior proyectaban la sombra de alguien que observaba a las dos ancianas desde la puerta.

—Pero todavía le queda arroz, ¿no? —inquirió Fusae.

—Tengo para cuatro o cinco días —murmuró la señora Okazaki con un hilo de voz en cuanto llegó al último peldaño.

—Mañana le diré a Yuichi que vaya a comprar —dijo Fusae. En ese preciso instante, oyeron una voz procedente del centro comunitario que decía:

—¿Es la señora Okazaki? ¡Bienvenida!

La silueta que las había estado observando y que ahora les dirigía la palabra pertenecía a un hombre rollizo que bajó corriendo las escaleras. Era el doctor Tsutsumishita, el médico que impartía el seminario de salud.

—¿Ha probado las hierbas medicinales que le recomendé la última vez?

La señora Okazaki hizo un esfuerzo para enderezar la espalda y le dirigió una afable sonrisa a su interlocutor. Tsutsumishita las acompañó hacia el interior del centro, donde la mayoría de los vecinos ya estaban reunidos y mantenían animadas conversaciones sentados en cojines. Fusae cogió dos cojines, uno para cada una, y se sentaron al lado de la presidenta de la asociación de mujeres, la señora Sanae. Fusae escuchó atentamente la conversación entre Sanae y la señora Okazaki, que empezaron inmediatamente a intercambiar impresiones sobre las hierbas medicinales que les habían dado unos días antes, asegurando que ya no tenían los pies fríos antes de acostarse.

El doctor Tsutsumishita les trajo enseguida dos vasos de cartón llenos de té caliente.

—Vaya, ¡qué amable! —le agradeció Fusae, cogiendo los vasos de la bandeja—. No estoy acostumbrada a que los hombres me sirvan.

—Yo ya le dije que era verdad, señora Okazaki. Con esas hierbas medicinales, seguro que no tiene frío ni cuando sale de la bañera.

Tsutsumishita apoyó la mano en el hombro de la anciana y se sentó a su lado.

—Ya lo creo, ¡qué calorcillo más agradable! Y eso que cuando me las dio pensé que me estaba estafando —reconoció la señora Okazaki, y en toda la sala se oyeron voces satisfechas que decían: «Sí, es verdad».

—¿Cómo iba a venir hasta aquí expresamente para engañarlas a ustedes? ¡Con lo que me cuesta caminar con estas piernas tan cortas!

Sentado en el cojín, Tsutsumishita alargó sus cortas piernas y empezó a agitarlas, provocando las carcajadas de los asistentes.

El doctor Tsutsumishita, un hombre de mediana edad, era el encargado de dar las conferencias sobre cómo cuidar la salud de la gente mayor en el seminario que había empezado un mes antes en el centro comunitario. Al principio, Fusae asistió un poco a regañadientes, sólo para no rechazar la invitación de la presidenta de la asociación de mujeres, pero el doctor Tsutsumishita resultó ser un divertido conferenciante que solía bromear sobre el tamaño de sus piernas, entre otras cosas. Al final, Fusae tenía tantas ganas de asistir a aquellas charlas vespertinas que al mediodía ya empezaba a sentirse impaciente.

—Bien, ya podemos empezar.

Tsutsumishita se levantó y se dirigió a los ancianos del vecindario, que ocupaban toda la sala. Entre los asistentes había un hombre que tenía la cara roja, seguramente por haber bebido alcohol durante la cena.

—Hoy hablaremos de la circulación de la sangre.

La potente voz del médico llegaba hasta todos los rincones de la sala. Las caras de los vecinos, vueltas hacia la pequeña tarima desde donde hablaba Tsutsumishita, empezaron a iluminarse como si estuvieran esperando que un humorista apareciera en el escenario. Al lado de la tarima había una bandera de las que antes izaban los pescadores para indicar que llevaban un buen botín, pero que recientemente sólo se utilizaba en las regatas de canoas.

De noche, en el hospital reinaba un ambiente distinto. Era triste y pesado, sin una pizca de alegría o felicidad.

Aquella noche, Miho Kaneko estaba sentada en un banco de la sala de espera hojeando una revista que se había llevado de su habitación. Aunque sólo eran las ocho y media, las luces del mostrador de consultas externas ya estaban apagadas y los viejos bancos de la sala de espera sólo estaban iluminados por la escasa luz de los fluorescentes.

La sala era tan pequeña que costaba creer que de día pudiera haber más de cien personas esperando ser atendidas. A aquellas horas, sin embargo, ya no quedaba nadie, sólo los viejos bancos y las flechas de colores pintadas en el suelo que indicaban la situación de las distintas plantas del hospital. La flecha rosa correspondía a ginecología y obstetricia, la de color amarillo, a pediatría, y la flecha azul conducía a la planta de neurocirugía. Eran lo único que brillaba bajo la pobre luz de los fluorescentes, y parecían fuera de lugar.

De vez en cuando, algún paciente cruzaba rápidamente la sala de espera para salir a fumar. La entrada principal se cerraba a las nueve de la noche y, a partir de entonces, nadie podía ir a la zona de fumadores. Había pacientes que salían empujando una percha de la que colgaba el gota a gota, otros llevaban la bolsa de la orina en la mano y algunos salían con muletas o en silla de ruedas; todos con el único objetivo de fumarse el último cigarrillo del día. Un hombre de avanzada edad y un chico joven, que debían de compartir habitación, salieron al exterior hablando de béisbol. Una mujer en silla de ruedas cruzó la sala mientras hablaba por teléfono con su marido. Cada paciente, con sus enfermedades y lesiones, se dirigía hacia la zona de fumadores al aire libre, expuesta al gélido viento.

Cuando Miho se volvió hacia el interior de la sala de espera, vio un cochecito de bebé frente al gran televisor que estaba encendido todo el día. Como cada noche, a su lado había una mujer mayor con el pelo teñido de rojo sentada en un banco. No hacía nada en particular. Sólo a veces, como si acabara de caer en la cuenta, acunaba el cochecito y hablaba con el niño que había en él, diciéndole con voz dulce: «Hola, pequeñín. ¿Qué te pasa?».

El niño estaba enfermo de poliomielitis. Ya era mayor, y sus extremidades deformadas sobresalían de los volantes del cochecito. Cada noche, siempre a la misma hora, la mujer iba a la sala de espera. Se sentaba, le hablaba al niño sin obtener respuesta y le acariciaba el cuerpo deformado y dolorido.

Miho se imaginó que la habitación del niño estaría llena de madres jóvenes. No conocía sus circunstancias, pero supuso que la anciana del pelo rojo no se sentía cómoda rodeada de jóvenes madres, por eso cada noche se llevaba al niño a la sala de espera.

Miho hojeaba la revista mientras escuchaba a los pacientes que fumaban al aire libre y a la anciana que arrullaba al niño. Era una revista femenina de dos meses atrás que había sacado de la sala de entretenimiento del hospital. Leyó atentamente un reportaje sobre la boda entre un actor de teatro y una actriz. Había leído una tercera parte del reportaje cuando la enfermera encargada salió precipitadamente del ascensor.

—Señora Kaneko, aquí está —dijo, y Miho la saludó inclinando ligeramente la cabeza.

La enfermera se acercó a ella y echó un vistazo a la revista.

—En la habitación no se puede leer tranquilamente, ¿verdad? —observó con la frente arrugada.

—No es eso, es que me deprime un poco estar todo el día encerrada en la habitación.

—¿Ha hablado con el doctor Moroi?

—Sí. Dice que mañana saldrán los resultados de la analítica. Si todo va bien, el martes me dará el alta.

—¡Cuánto me alegro! En comparación con el día en que la ingresaron, parece otra persona.

Miho había ingresado dos semanas antes porque llevaba tres días con fiebre. Aunque no se encontrara bien, no podía cerrar el negocio que por fin había conseguido abrir, así que siguió trabajando, consciente de que estaba enferma. Cuando se mareó y sufrió un repentino desmayo, tuvo la suerte de estar con uno de sus clientes habituales, que llamó enseguida a una ambulancia.

Le hicieron unos análisis y le diagnosticaron fatiga. También le dijeron que tenía un principio de neumonía. Había caído enferma por trabajar demasiado en su pequeño restaurante, así que tuvo que cerrar temporalmente cuando el negocio apenas llevaba dos meses en marcha. Miho pensó que había tenido muy mala suerte.

La enfermera encargada se había despedido de ella y ahora estaba en un rincón de la sala de espera, hablando con la anciana del cochecito.

—Qué suerte tienes, Mamoru, que siempre estás con tu abuelita —dijo, hablándole al niño con una voz suave que resonó en la silenciosa sala de espera. Como si quisiera responderle, el motor de la máquina expendedora que tenía justo al lado se puso en marcha con un zumbido.

Miho cerró la revista y se levantó del banco para volver a su habitación. La puerta automática se abrió y entró una fría ráfaga de aire. Convencida de que sería alguno de los pacientes que fumaban al aire libre, Miho se volvió hacia la puerta con indiferencia. Vio entrar a un anciano que caminaba a paso lento e inseguro, acompañado de un joven alto con el pelo teñido de rubio. El chico llevaba una vieja sudadera rosa que le quedaba extrañamente bien con el pelo rubio. Caminaba con la vista fija en el suelo. Para que el anciano pudiera avanzar con más comodidad, el chico lo sujetaba pasándole el brazo por debajo de la axila.

Mientras observaba a los recién llegados, Miho los adelantó y se detuvo ante el ascensor. Pulsó el botón para subir y las puertas se abrieron enseguida. Entró con la intención de esperar a los dos hombres, que avanzaban despacio desde la entrada principal. Lo mantuvo pulsado para que las puertas no se cerraran. Mientras tanto, ellos aparecieron desde detrás de una gran columna.

Fue entonces cuando lo vio.

Soltó el botón precipitadamente y, como si no le importara torcerse el dedo, pulsó con fuerza el de cerrar las puertas, que se deslizaron con un zumbido casi inaudible. Justo antes de que se cerraran, el chico rubio levantó la cabeza y ella le vio la cara. No había lugar a dudas. El joven que acompañaba al hombre mayor era Yuichi Shimizu.

Dentro del ascensor, que empezaba a subir, Miho dio un paso atrás inconscientemente y su espalda chocó contra la pared.

Dos años atrás, Yuichi acudía cada noche a Fashion Health, el centro de masajes eróticos donde Miho trabajaba entonces, y siempre preguntaba por ella. Fashion Health, que entonces acababa de abrir, se encontraba en el mayor distrito comercial de Nagasaki. En la planta baja había una sala de juegos, y por el otro lado de la calle pasaba el río. Las camareras de los clubs nocturnos, disfrazadas de enfermeras o de colegialas para atraer a los clientes, se apostaban a lo largo de la calle que discurría junto al río. Ése era el ambiente que se respiraba en el barrio.

Yuichi nunca le pidió que le hiciera nada raro, pero al final Miho tuvo que dejar el trabajo para librarse de él porque, en resumidas cuentas, le tenía miedo. Si le hubieran preguntado por qué, sólo habría podido responder que Yuichi era demasiado normal para frecuentar un local como aquél, por eso había empezado a temerlo poco a poco.

Miho bajó del ascensor en la quinta planta y regresó a su habitación sin dejar de mirar a su alrededor. Las visitas ya se habían ido y, de las tres camas alineadas a ambos lados de la habitación, la suya era la única que tenía las cortinas abiertas. Se dirigió hacia su cama y las cerró inmediatamente. La anciana señora Yoshii ya debía de estar durmiendo en la cama de al lado, puesto que oyó su respiración acompasada. Miho se sentó en la cama, con las cortinas cerradas, e intentó tranquilizarse a sí misma repitiendo para sus adentros: «No hay nada que temer. No tengas miedo».

La primera vez que Yuichi Shimizu entró en el local era domingo. Los fines de semana, el centro de masajes abría a las nueve, hora a la que solían acudir un montón de hombres casados que se escabullían de sus casas con cualquier excusa. Aquella mañana, si no recordaba mal, sólo había otra masajista aparte de ella, una mujer de Osaka de unos treinta y cinco años.

Después de que los clientes hubieran escogido a la masajista en la sala de espera, como de costumbre, el jefe avisó a Miho. Ella acababa de llegar, así que tuvo que cambiarse a toda prisa, se puso el camisón naranja y se dirigió hacia las cabinas individuales.

Cuando abrió la puerta de la cabina del fondo, una de las cinco que había, se encontró a un hombre alto esperando de pie, que no parecía sentirse muy cómodo. Miho se presentó con una sonrisa y lo acompañó hasta la estrecha cama con la mano apoyada en su espalda. A continuación, le indicó que se sentara.

Los clientes que llegaban a aquella hora solían empezar justificándose. La mayoría alegaban que habían pasado la noche en vela trabajando y que habían venido directamente sin pegar ojo. A Miho le traía sin cuidado, pero a ellos les daba vergüenza madrugar para ir a un centro de masajes, y sentían la necesidad de dar explicaciones.

Una vez sentado en la cama, Yuichi paseó la mirada por la estrecha cabina, nervioso, como si estuviera confesando que era la primera vez que iba a un lugar como aquél. Cuando Miho lo invitó a ducharse, según las reglas del negocio, él puso cara de apuro.

—Ya me he bañado en casa… —objetó.

Yuichi no parecía uno de esos clientes a los que les gustaba que una chica los tocara sin que se hubieran duchado. Su pelo incluso olía a champú.

—Lo siento, pero son las reglas.

Miho tomó a Yuichi de la mano y lo guió por el estrecho pasillo hasta la «sala de duchas», un pequeño baño prefabricado en el que dos personas no podían entrar a la vez sin chocar. Le pidió que se desnudara y comprobó la temperatura del agua con la punta del dedo. Cuando se volvió, Yuichi seguía con los calzoncillos puestos y los muslos tensos. Sus ojos se movían sin parar alrededor del estrecho baño, como si no supiera adónde mirar.

—¿Piensas ducharte en calzoncillos?

Miho le dedicó una sonrisa. Yuichi vaciló un momento y, a continuación, se bajó rápidamente los calzoncillos. Su pene se quedó enganchado en la goma. Cuando se dobló de nuevo hacia arriba, chocó con el abdomen con un pequeño chasquido. En aquella época, Miho sólo atendía a hombres de edad avanzada. No era la clase de trabajo que le permitiera escoger a sus clientes, pero últimamente le llegaban muchos hombres mayores que requerían todo su esfuerzo para tener una erección. Aunque intentaba acostumbrarse, empezaba a cansarse de la vida que llevaba.

Miho cogió a Yuichi de la mano y le indicó que se colocara bajo el tibio chorro de la ducha. El agua caía sobre sus hombros y resbalaba por su pecho hasta mojarle el pene, que debía de dolerle de lo rígido que estaba.

—¿Hoy no trabajas? —le preguntó, frotándole la espalda con una esponja con la intención de que su tenso cuerpo se relajara un poco—. ¿O todavía estudias? —inquirió, mientras la espuma resbalaba por la piel de Yuichi.

—No, estoy trabajando —le respondió él al fin.

—¿Haces mucho deporte? Estás muy fuerte.

A Miho no le interesaba en absoluto, sólo era una forma de elogiar el cuerpo de su cliente.

Yuichi apenas despegaba los labios. Con una mirada terriblemente seria, se limitaba a observar en silencio las manos de Miho acariciando su cuerpo. Cuando ella se disponía a tocar sus genitales cubiertos de espuma, Yuichi se apartó con un rápido movimiento. Su pene palpitaba, como si bastara con rozarlo ligeramente para que eyaculara sin poder aguantar más.

—No tengas vergüenza. Es lo que se hace en estos locales.

Ella sonrió, un poco sorprendida. Yuichi le quitó el mango de la ducha y él mismo terminó de enjuagarse el jabón que le cubría la piel.

Miho le secó el cuerpo con una toalla de baño y lo hizo volver a la cabina antes que ella. Según las normas del local, después de utilizar el baño había que limpiarlo.

Cuando terminó, regresó a la cabina individual y se encontró a Yuichi de pie, con la toalla alrededor de la cintura y la ropa bajo el brazo.

—¿Vives en la ciudad? —le preguntó.

No solía hacer preguntas personales a sus clientes, pero en aquella ocasión las palabras le salieron sin pensar. Yuichi dudó un instante y luego le dijo el nombre de un pueblo de las afueras que ella nunca había oído.

—Es que sólo hace medio año que vivo aquí. Apenas conozco los alrededores de Nagasaki.

Al oír la respuesta de Miho, el rostro de Yuichi se ensombreció. Ella lo guió hasta la cama empujándolo suavemente y le indicó que se tumbara. Cuando le quitó la toalla, vio aquel pene erguido como un lobo a punto de echarse a aullar.

De hecho, Miho pensó que aquel chico sería un cliente de un solo día. Después de la ducha, sólo tardó tres minutos en conseguir que terminara y, aunque se ofreció a masturbarlo otra vez para aprovechar el tiempo que sobraba, Yuichi se vistió en un santiamén y salió de la cabina. Aunque fuera la primera vez que acudía a un centro de masajes eróticos, no parecía haber disfrutado de la experiencia, más bien había dado la impresión de estar incómodo en todo momento. Ni siquiera esperó a que ella lo limpiara al terminar.

Sin embargo, Yuichi volvió al cabo de dos días y preguntó directamente por Miho, sin hojear el archivador con las fotos de las otras chicas. Cuando el jefe la avisó y entró en la cabina, Miho se encontró a Yuichi sentado en la cama, como si se sintiera un poco más cómodo. Era una noche de un día laborable y, a diferencia de la primera vez, el local estaba abarrotado.

—¡Pero si has vuelto! —exclamó Miho, con una amable sonrisa. Yuichi asintió levemente a modo de respuesta y le tendió una bolsa de papel que llevaba en la mano.

—¿Qué es eso?

Miho cogió la bolsa con precaución, pensando que encontraría algún juguete erótico en su interior. La bolsa de papel estaba caliente y ella estuvo a punto de dejar escapar un grito de sorpresa.

—Es un butaman —murmuró Yuichi con aire distraído, cuando ella estaba a punto de soltar la bolsa, asustada—. Aquí los hacen muy ricos.

—¿Un butaman? —Miho apenas consiguió retener la bolsa entre sus manos—. ¿Es para mí? —le preguntó. Él asintió imperceptiblemente.

No era la primera vez que Miho recibía obsequios de sus clientes, pero nunca le habían traído comida recién hecha y que no fueran galletas ni bombones. Se quedó boquiabierta.

—¿No te gusta? —le preguntó Yuichi.

—Sí, por supuesto —se apresuró a responder ella.

Yuichi cogió la bolsa de las manos de Miho y la abrió sobre su regazo. A continuación, hizo ademán de buscar un plato donde servir la salsa, pero pronto se dio cuenta de que en aquella pequeña cabina del Fashion Health no había nada parecido. Cuando abrió la bolsa de papel, el olor del bollo relleno de carne de cerdo se expandió por la cabina sin ventanas. Al otro lado de la delgada pared, un hombre soltó una obscena carcajada.

A partir de entonces, Yuichi fue allí los tres días siguientes. El jefe le contó a Miho que, si venía el día en el que ella libraba, en vez de escoger a otra chica daba media vuelta y se iba cabizbajo.

En realidad, Miho no sabía qué le había hecho que le hubiera gustado tanto. El primer día le había ofrecido sólo los servicios básicos, y tuvo la sensación de que Yuichi no se había ido especialmente satisfecho. Además, en cuanto salieron de la ducha sólo tardó tres minutos en eyacular, y luego salió de la cabina a toda prisa. Pero al cabo de dos días volvió como si nada hubiera pasado, incluso le trajo un butaman.

Se sentaron en la estrecha cama de la cabina individual del Fashion Health y comieron juntos el bollo de carne, que aún estaba caliente. Yuichi estaba tan taciturno como el primer día. Cuando ella le preguntaba algo, sólo obtenía respuestas breves y vagas. Además, él nunca le hacía preguntas.

—¿Acabas de salir del trabajo?

—Sí.

—¿Trabajas cerca de aquí?

—Trabajo en todas partes. Soy obrero.

Yuichi siempre pasaba por su casa al salir del trabajo para asearse y cambiarse de ropa, y luego se dirigía al centro de masajes.

—Puedes ducharte aquí, no hace falta que te bañes antes de venir.

Yuichi no le respondió.

Cuando terminaron de comer el butaman, fueron a la sala de duchas. Yuichi no estaba tan cohibido como la primera vez, pero cuando la mano de Miho, llena de espuma, se acercó a sus genitales, volvió a retroceder súbitamente.

Yuichi siempre escogía el servicio más popular: cuarenta minutos por 5.800 yenes. Eso significaba que, cuando salían de la ducha, apenas les quedaba media hora, pero era más que suficiente para satisfacer sus necesidades. La mayoría de los clientes eran más tacaños y le pedían que los masturbara otra vez si les sobraba tiempo, para amortizar el dinero que habían pagado. Yuichi era diferente: eyaculaba justo después de la ducha y, si Miho intentaba acercarle la mano de nuevo, él siempre la rechazaba. Prefería quedarse tumbado a su lado en la cama, con los brazos cruzados detrás de la cabeza y la mirada clavada en el techo.

Era un cliente poco exigente. Cuantas más veces venía, más cómoda se sentía Miho. Incluso llegaba a adormilarse cuando se tumbaba a su lado boca arriba y, sin darse cuenta, empezó a explicarle cosas sobre su vida privada.

El día siguiente, Yuichi le trajo un trozo de tarta. Cada vez que iba, compraba algo que compartía con ella en la pequeña cabina. Miho fue acostumbrándose poco a poco, y lo primero que hacía cuando él llegaba no era llevarlo a la ducha, sino ofrecerle un té frío o un café.

Según creía recordar, la quinta o tal vez la sexta vez que fue le trajo una fiambrera con comida que él mismo había preparado. Era la tarde de un día festivo. Como siempre, apareció con una bolsa de papel, y Miho pensó que había vuelto a comprar algo de comer. Cuando la abrió, vio que contenía dos fiambreras con un Snoopy dibujado.

—¿Me has traído una fiambrera? —exclamó ella sin querer, y Yuichi abrió la tapa con aire avergonzado.

En una de las fiambreras había tortilla, salchichas, pollo frito y ensalada de patata. La otra contenía arroz y condimentos de varios tipos separados por colores.

Cuando le dio la fiambrera, a Miho se le ocurrió por un instante que Yuichi le había traído la comida que su novia había preparado para él.

—¿A qué viene eso? —inquirió.

—A lo mejor no te gusta… —murmuró él, cabizbajo y abochornado.

—¿Lo has hecho tú? —le preguntó Miho impulsivamente, mientras Yuichi le daba unos palillos de usar y tirar.

—El pollo frito sobró de la cena que mi abuela hizo anoche.

Miho lo miró con cara de perplejidad. Yuichi aguardó a que probara la comida, impaciente como un niño que espera la nota de un examen.

La muchacha ya sabía que Yuichi vivía con sus abuelos, pero como no le gustaba indagar la situación familiar de sus clientes, no había querido saber más detalles.

—¿De verdad lo has hecho tú? —repitió, mientras cogía con los palillos un esponjoso trocito de tortilla. Al llevárselo a la boca, notó un sabor ligeramente dulce.

—Es que me gusta la tortilla con azúcar —le dijo Yuichi, como si quisiera justificarse.

—A mí también me gusta la tortilla dulce —le aseguró ella.

—La ensalada de patata también está muy rica.

Al contrario de lo que podía parecer, no se trataba de un picnic primaveral al aire libre. Se encontraban en una cabina sin ventanas del Fashion Health, con un montón de pañuelos de papel al lado.

A partir de aquel día, cada vez que venía, Yuichi le traía comida hecha con sus propias manos. Miho lo informó de su horario y le dijo, por ejemplo: «A las nueve es cuando tengo más hambre». Inconscientemente, empezó a contar con la comida de Yuichi.

—Nadie me ha enseñado a cocinar, he aprendido yo solo. De pequeño me gustaba observar a mi abuela cuando cortaba el pescado. Lo que me da más pereza es recoger la cocina una vez que he terminado —le explicaba Yuichi mientras observaba a Miho comiendo en camisón.

Yuichi cocinaba muy bien, y ella solía hacerle peticiones como: «Me gustaría que volvieras a traerme las algas hijiki que probé la última vez».

A Yuichi le gustaba tumbarse a su lado en la cama y echar una cabezadita. En circunstancias normales, la normativa del centro obligaba a los clientes a ducharse, pero Miho empezó a saltarse las normas sin darse cuenta. Mientras intercambiaban opiniones sobre lo que acababan de comer, ella le estimulaba el pene. Yuichi pagaba religiosamente, pero ella quería agradecerle de algún modo que le trajera la comida.

—Nunca me has invitado a salir, Yuichi —le dijo un día, después de que sonara la alarma avisándoles de que sólo les quedaban cinco minutos. Miho le había metido la mano por debajo de los calzoncillos mientras él le tocaba los pechos.

—Mis clientes habituales suelen invitarme a salir. Me piden que quedemos en otro lugar.

Como Yuichi no le respondía, ella se lo repitió. En ese instante, los dedos de Yuichi se detuvieron de repente.

—¿Quieres que te pida una cita para que nos veamos fuera de aquí?

Su voz sonó enfurecida. Fue como si, en vez de hablar con la boca, lo hiciera con los dedos, le pellizcaba los pezones con fuerza, aunque sin hacerle daño.

Miho retrocedió.

—No vamos a quedar. No pienso salir contigo —le dijo mientras salía de la cama. La mano de Yuichi se cerró en torno a su brazo.

—No quiero que nos veamos fuera de aquí —le dijo Yuichi—. Aquí no nos molesta nadie y podemos estar a solas todo el rato.

—¿Todo el rato? Querrás decir cuarenta minutos —rió Miho.

—Pues la próxima vez pediré el servicio de una hora —dijo él, extremadamente serio. Al principio, ella creyó que bromeaba, pero los ojos de Yuichi no sonreían.

Cuando llegó la hora, una enfermera entró en la habitación y apagó las luces. Miho estaba tumbada boca arriba, mirando al techo y pensando en Yuichi. En cuanto la habitación quedó a oscuras, salió de la cama. Sólo había luz en la cama situada junto a la puerta, que parecía el único reducto donde el tiempo seguía avanzando. A través de las cortinas cerradas, Miho vio la silueta difuminada de alguien que leía un libro. Era una joven universitaria que tenía problemas renales desde pequeña. Tenía la piel apagada, pero su sonrisa era encantadora. Se notaba enseguida que había crecido en una familia que la quería.

Miho salió de la habitación intentando no hacer ruido con las zapatillas y se dirigió hacia los ascensores. En el pasillo había un rótulo alargado de color naranja que indicaba los baños. Cuando subió al ascensor, lo bastante grande para transportar camillas, tuvo la sensación de que no era ella la que bajaba, sino el edificio el que subía.

La anciana seguía en la sala de espera de la planta baja acunando el cochecito del niño, pero en la estancia reinaba un silencio sepulcral. Sólo se oía el zumbido de la máquina expendedora.

Aunque se encontrara con Yuichi, no sabría qué decirle. Al fin y al cabo, era ella la que no había correspondido a sus sentimientos, y le daba vergüenza volver a verlo. Quizá las dos semanas que llevaba ingresada en el hospital sin apenas recibir visitas habían mermado su voluntad. Aun así, quería hablar con él desde que lo había visto acompañando a aquel hombre mayor. Después de haber desaparecido de su vida de forma despiadada, sentía la necesidad de que él le contara que estaba saliendo con una chica normal y que las cosas le iban muy bien. Quizá entonces podría perdonarse a sí misma.

A pesar de que se habían conocido en un centro de masajes eróticos, Yuichi había alquilado un pequeño apartamento y le había pedido que fuera a vivir con él.

Mientras contemplaba distraída el cochecito del niño, la anciana se volvió bruscamente hacia ella y le dijo:

—Aquí siempre se está muy tranquilo, ¿verdad?

Habían coincidido en otras ocasiones en la sala de espera, pero era la primera vez que le dirigía la palabra. Miho, nerviosa ante la posibilidad de volver a ver a Yuichi, se acercó a ella como si hubiera caído bajo un influjo mágico. Nunca antes había estado tan cerca del niño. Su cuerpo estaba mucho más deformado de lo que parecía de lejos. Tenía los ojos bizcos y la mirada perdida y desenfocada.

—Hola, Mamoru —le dijo Miho, acariciando el delgado brazo del niño.

A su lado, la anciana arrugó la frente, sin duda preguntándose cómo sabía el nombre de su nieto.

—Antes la enfermera lo ha llamado así —aclaró Miho precipitadamente, y la cara de la abuela se iluminó de alegría.

—Eres un niño muy famoso, Mamoru. Todos te conocen —le susurró, acariciándole la frente empapada en sudor—. Dicen que, si lo acaricias así, no siente tanto dolor —añadió la anciana, mientras rozaba el hombro caído del niño. La máquina expendedora empezó a zumbar un poco más fuerte.

A Miho se le ocurrían muchas cosas que decir pero, por alguna extraña razón, las palabras no le salían de la boca. Se sentó al lado de la anciana y acarició a su vez los brazos y las piernas del niño, que sobresalían del cochecito.

En ese momento, las puertas del ascensor se abrieron y Yuichi salió de su interior. Estaba solo, tenía las manos en los bolsillos de los vaqueros y parecía malhumorado. Miró en su dirección pero no pareció verla, porque desvió la mirada enseguida y echó a andar.

—¡Yuichi! —lo llamó Miho resueltamente mientras él se dirigía a la entrada principal, que ya estaba cerrada.

Yuichi se detuvo un instante, sorprendido, y se volvió despacio.

Miho se levantó del banco y lo miró fijamente. Al levantarse, rozó con el trasero la pierna de Mamoru, que había estado acariciando hasta entonces. El niño se removió como si le pidiera más caricias.

Cuando sus miradas se encontraron, las fuerzas abandonaron a Yuichi. Miho alargó el brazo sin pensar, pero estaba demasiado lejos para estrecharle la mano. Se acercó a él apresuradamente. El rostro de Yuichi empalidecía a cada paso que daba.

—¿Estás bien?

Miho apoyó la mano en su brazo. Se estremeció al notar la diferencia con el brazo de Mamoru.

—Te he visto entrar acompañando a un señor mayor y he decidido esperarte aquí —se justificó.

Por un momento, se le ocurrió que quizá no fuera el anciano el que estaba enfermo, sino él mismo.

—¿Quieres que nos sentemos un rato?

Cuando ella intentó atraerlo hacia sí, Yuichi retrocedió como si quisiera escapar.

—Sé que ahora es tarde para disculparme, pero me ha hecho ilusión verte después de dos años —dijo Miho, dando un paso atrás para restablecer las distancias que había reducido sin querer. El pálido rostro de Yuichi recuperó un poco de color.

»Siento haberte incomodado —se disculpó ella.

Quería que él le dijera que estaba saliendo con una chica normal, por eso lo había llamado. Sin embargo, Yuichi había empalidecido nada más verla. Miho se dio cuenta de que aún no la había perdonado. Era plenamente consciente de que había sido muy egoísta por su parte abordar a Yuichi pensando que ya había pasado suficiente tiempo desde su traición.

—Tengo que… —balbució Yuichi, echando un vistazo a la puerta de entrada. Miho le soltó el brazo sin insistir más.

—Claro. Siento haberte incomodado —se disculpó de nuevo.

No esperaba que Yuichi todavía sintiera algo por ella. Aun así, le pareció que se había comportado con excesiva frialdad.

Yuichi salió del hospital como si estuviera huyendo de algo. Caminó hacia el aparcamiento bajo la luz de la luna. Aunque los coches estaban muy cerca, a Miho le pareció que iba a un lugar mucho más lejano, como si se encaminara hacia otra noche que se encontraba al final de aquélla.

La silueta de Yuichi desapareció entre los coches. No se volvió ni una sola vez, como si aquel reencuentro al cabo de dos años nunca hubiera existido.

Habían pasado tres días desde el crimen del puerto de Mitsuse.

Todas las cadenas de televisión seguían informando desde el lugar del asesinato. En cualquier canal aparecía el presentador o el corresponsal de turno en la carretera, con un paisaje de fondo plenamente invernal y la cara congestionada de frío, echando pestes del asesino para desahogarse.

Así era como informaban la mayoría de las cadenas: Una mujer de veintiún años que trabajaba para la aseguradora Heisei de la ciudad de Fukuoka había sido asesinada por alguien que había abandonado su cadáver en el puerto de Mitsuse. El día del crimen, sobre las diez y media de la noche, la víctima se despidió de sus compañeras cerca de la residencia donde vivía, puesto que había quedado con su novio en un lugar que sólo se encontraba a tres minutos de allí. A partir de entonces, nadie había podido localizarla. La policía buscaba al novio de la chica, un universitario de veintidós años, como testigo principal, pero sus amigos habían declarado que llevaba una semana en paradero desconocido.

En la pantalla aparecían subtítulos que informaban del desarrollo del caso junto con imágenes superpuestas del gélido puerto de Mitsuse, que hacían que la tragedia pareciera aún más dramática. En cambio, cuando hablaban del universitario desaparecido, decían que era el chico más popular del campus, que le gustaban los coches importados de gama alta y que vivía solo en un piso del barrio más rico de Fukuoka. Mientras tanto, mostraban bonitas imágenes de Tenjin y del distrito de Nakasu. Nueve de cada diez comentaristas parecían convencidos de que el asesino era el joven universitario, y transmitían su absoluta certeza a los telespectadores.

Kanji Hayashi, profesor de una academia de preparación, miraba fijamente las imágenes que aparecían en el televisor, ignorando la tostada con mermelada que se enfriaba en su mano. Eran las tres de la tarde y tenía que salir pronto de casa si quería llegar a tiempo a su clase, pero era incapaz de levantarse de la silla.

Hayashi se había enterado de lo ocurrido dos días antes. Se había levantado a media mañana, como siempre, y había encendido el televisor. Al principio, encajó la noticia con cierta indiferencia, pero en cuanto mostraron la fotografía de la víctima se atragantó con el zumo de naranja del desayuno. No cabía ninguna duda: la mujer asesinada era la chica que había conocido dos meses antes en una página de contactos, pero para él no era Yoshino Ishibashi, puesto que se hacía llamar Mia.

Hayashi comprobó apresuradamente la bandeja de entrada de su móvil. Aunque ya hubiera pasado un tiempo y no era probable que conservara ningún mensaje de la chica, al final encontró uno: «Gracias por invitarme a cenar el otro día, lo pasé muy bien. Por desgracia, como ya te comenté, al final me traslado a Tokio el mes que viene y no podremos seguir viéndonos. Perdona las molestias y gracias por todo. Adiós. Mia».

El único mensaje suyo que conservaba eran aquellas palabras de despedida con las que Mia le pedía sutilmente que no volviera a ponerse en contacto con ella. Había borrado todos los demás mensajes, pero conservaba un nítido recuerdo de su cita con Yoshino Ishibashi, alias Mia.

Habían quedado en la entrada del hotel Dome de Fukuoka. Alrededor del vestíbulo había un largo banco ocupado casi por completo por familias que se alojaban en el hotel.

Mia llegó diez minutos tarde. En persona no era tan guapa como en la foto que le había mandado por e-mail, pero a Hayashi, un solterón de cuarenta y dos años, le pareció bastante atractiva. Se comportaba con naturalidad. Enseguida le enseñó el recibo del taxi que había cogido para llegar hasta allí y le pidió que se lo pagara. Hayashi había insistido en que llamara a un taxi, puesto que ella le había dicho que vivía lejos del Dome. Sin embargo, cuando le hizo pagar el taxi sin siquiera saludarlo, recordó las condiciones de la cita.

—No tengo mucho tiempo —dijo Mia, así que él decidió saltarse el paso de invitarla a un café y fueron directamente en coche a un hotel por horas que había cerca de allí.

No era la primera vez que Hayashi tenía una cita de aquella clase, así que dejó encima de la mesa los 30.000 yenes que habían pactado previamente y se tumbó en la estrecha cama sin más preámbulos. Era evidente que para ella tampoco era la primera vez. Guardó el dinero, se desnudó y, cuando estuvo en ropa interior, le preguntó si le importaba que pidiera algo de beber y llamó al servicio de habitaciones. Se le marcaban las costillas bajo los pechos exuberantes, pero tenía una blanda franja de grasa acumulada en el abdomen.

Mientras llamaba por teléfono sentada en la cama, Mia parecía una auténtica prostituta. Hayashi nunca había estado con una de verdad, pero se imaginaba que eran como ella.

La chica parecía disfrutar en la cama. Su piel y sus genitales ardientes daban a entender que no lo hacía sólo por dinero. Hayashi se preguntó si sería más excitante hacerlo con una prostituta aficionada o con una aficionada a la prostitución. Ambas eran mujeres, así que tampoco debía de haber mucha diferencia.

Al fin, cuando terminó el programa en el que informaban sobre el crimen de Mitsuse, Kanji Hayashi dejó en el plato la tostada que tenía en la mano. Sólo le había dado un mordisco, y la forma de su dentadura se marcaba claramente en el pan.

Una mujer con la que mantuvo relaciones una vez había sido asesinada. Aunque comprendía perfectamente la noticia, llevaba tres días dándole vueltas sin conseguir digerirla. Sentía una mezcla de envidia y de humillación muy parecida a la primera vez que vio a una antigua compañera del instituto presentando el telediario en una cadena local. La diferencia estaba en que Mia no era presentadora de televisión. Alguien la había estrangulado y abandonado en el gélido puerto de Mitsuse.

Hayashi estaba convencido de que el asesino era un hombre como él, al que la chica también habría conocido en una página de contactos. Hayashi no sabía si intentaba justificarse o culparse a sí mismo. Él era inocente, desde luego, pero había quedado una vez con la víctima, y el asesino debía de ser un hombre como él. A lo mejor la había tomado por una prostituta aficionada. De haber sabido que se trataba de una simple aficionada a la prostitución, quizá no la habría matado.

Iba a llegar tarde a clase, así que apagó el televisor y se dirigió hacia el recibidor anudándose la corbata. En ese momento, alguien llamó a la puerta. Pensando que sería un repartidor inoportuno, respondió con brusquedad y abrió. Dos hombres corpulentos le cerraron el paso.

—¿El señor Kanji Hayashi?

Al principio no supo cuál de los dos le había dirigido la palabra. Ambos tendrían unos treinta años y llevaban el pelo rapado.

—S… sí, yo mismo —tartamudeó, intuyendo que el motivo de aquella visita inesperada era el crimen de Mitsuse. Desde que había visto la noticia en la tele, sabía que aquel momento iba a llegar. Encontrarían su nombre en cuanto registraran el móvil de la chica.

—Nos gustaría preguntarle un par de cosas —dijeron los hombres, casi simultáneamente.

—Sí. Ya lo sabía —respondió Hayashi en voz baja. A continuación, se apresuró a añadir—: Bueno, no quería decir eso. Es por el crimen de Mitsuse, ¿verdad? —inquirió.

Los hombres intercambiaron una mirada y lo observaron con suspicacia.

—Yo conocía a la chica, pero no tengo nada que ver con lo que le ha pasado.

Hayashi se abrió paso entre los dos hombres y alargó el brazo para cerrar la puerta. Los tres se quedaron de pie en el estrecho recibidor. Los corpulentos inspectores tenían que mantener una postura un poco forzada para no pisar los zapatos tirados en el suelo.

—Sabía que no tardarían en venir. Supongo que han encontrado mi nombre en su móvil y habrán pensado que teníamos algún tipo de… relación, ¿no es así?

Hayashi hablaba con soltura. Desde que había oído lo del crimen, había estado reflexionando sobre lo que iba a decir si algún día recibía la visita de la policía. Los dos inspectores del pelo rapado lo escucharon sin interrumpirlo, intercambiando de vez en cuando una mirada inexpresiva que no revelaba si daban crédito a su versión o todo lo contrario.

—Nos conocimos por internet hace un par de meses y tuvimos una única cita. Eso es todo —afirmó.

Uno de los inspectores, que llevaba una corbata de lunares, esbozó una sonrisa sarcástica y dijo:

—¿Una cita?

—Sí, no infringí ninguna ley. Ella era mayor de edad, yo no la obligué a hacer nada que no quisiera. En… en cuanto al dinero, acababa de ganarlo en la bolsa y se lo di para que se lo gastara en lo que quisiera.

A Hayashi se le escapó un escupitajo mientras hablaba. Uno de los inspectores lo esquivó retrocediendo rápidamente y pisó una sucia zapatilla que tenía justo al lado.

—Tranquilícese —le ordenó, buscando otro lugar donde poner los pies.

Mientras miraba a los altos inspectores, Hayashi sospechó que ya habían interrogado a varios hombres que, al igual que él, habían salido alguna vez con la víctima.

—Ya hablaremos otro día sobre la cuestión del dinero. Me gustaría dejarle muy claro que no conocemos el contenido de los mensajes ni de las conversaciones de su teléfono móvil.

En ese momento, el inspector por fin sacó una libreta y la abrió delante de Hayashi.

—¿Recuerda dónde estaba el pasado domingo sobre las diez de la noche? —le preguntó el inspector de la corbata de lunares mientras se pellizcaba los pelos de la ceja.

«Ha llegado la hora», murmuró Hayashi para sus adentros, y exhaló un profundo suspiro.

—Estaba en el trabajo. Soy profesor de una academia de preparación. A las diez y media, cuando terminaron las clases, estuve más o menos una hora reunido con otros profesores, preparando las clases suplementarias de las vacaciones de invierno, y luego fui a una taberna del barrio. Salí sobre las tres y media. Antes de volver a casa, pasé por un videoclub cercano. Todavía tengo la película que alquilé.

Hayashi tardó menos de diez minutos en relatar su historia. Los inspectores le indicaron con una sonrisa que habían terminado y se fueron. Entonces Hayashi se desplomó al suelo, en el mismo lugar donde estaba.

Había conseguido exponer con naturalidad su coartada del domingo, pero cuando los inspectores le dijeron que tendrían que investigar en la academia donde trabajaba, él estuvo a punto de derrumbarse y les suplicó, casi llorando: «Llevo veinte años en ese trabajo, y este asunto me pondría en una situación muy comprometida. Les agradecería que llevaran la investigación con la máxima discreción posible… Cuando interroguen al dueño de la taberna y a mis compañeros de trabajo, háganlo como si se tratara de otro caso».

Los inspectores se fueron sin prometerle nada. No parecía que sospecharan de él, pero tampoco se mostraron demasiado preocupados por las consecuencias que la investigación podría provocar en su carrera.

Lo que les había dicho era la pura verdad, pero nunca había imaginado que decir la verdad pudiera ser tan difícil. Estaba convencido de que le habría resultado más fácil mentir.

Tenía que ir a la academia. Se tomaba su trabajo muy en serio, y si alguien descubría que estaba involucrado en aquel asunto, estaba dispuesto a disculparse y a prometer que no volvería a cometer el mismo error. Además, había otra cosa que estaba dispuesto a jurar: que jamás había sentido la menor atracción sexual por sus alumnas de primaria.

A pesar de que había recuperado el habla, siguió sentado en el suelo del recibidor, incapaz de levantarse.

Según los inspectores, ya habían interrogado a varios hombres que habían mantenido relaciones con la víctima, aunque no especificaron el número exacto. Todos estaban perplejos ante la inesperada muerte de una mujer a la que habían conocido en una página de contactos que utilizaban para matar el tiempo. Igual que él, probablemente ninguno de ellos había quedado con la muchacha con la intención de matarla. Pero estaba muerta.

Una prostituta asesinada por un cliente malvado. Parecía el clásico argumento de una novela negra, salvo que la chica asesinada no era prostituta. Era una joven con un trabajo honrado como comercial de una compañía de seguros, una mujer que interpretaba el papel de prostituta sin serlo.

En la pequeña habitación del hotel, Hayashi había elogiado su cuerpo: «Qué flexible eres», le dijo. Yoshino, en ropa interior, se inclinó hacia delante, orgullosa de poder enseñárselo. «Iba a clases de gimnasia rítmica. Antes era aún más flexible».

Se le marcaron las vértebras bajo la blanca piel y le dirigió una sonrisa, ignorando que alguien acabaría con su vida dos meses más tarde.

Aquella misma mañana, a 100 kilómetros de Fukuoka, en las afueras de Nagasaki, Fusae, la abuela de Yuichi Shimizu, guardaba en la nevera las verduras que acababa de comprar en el camión que iba a vender al puerto una vez a la semana. Cada vez que se agachaba, tenía que sujetarse las rodillas para soportar el dolor. Como las berenjenas estaban a buen precio, compró diez para hacer conserva, pero acababa de recordar que a Yuichi no le entusiasmaban las berenjenas en conserva y se estaba arrepintiendo de haber comprado tantas.

Aunque creyó que con 1.000 yenes tendría suficiente, la cuenta subió a 1.630 yenes. Le perdonaron los 30, pero tenía el monedero casi vacío y supo que tendría que ir a la oficina de correos para sacar dinero de su cuenta postal, aunque no tuviera previsto hacerlo hasta la semana siguiente.

Aquel día, Fusae tenía planeado coger el autobús para ir al hospital del centro a visitar a su marido Katsuji, que estaba ingresado. A pesar de que Katsuji la trataba con frialdad cuando la veía, tenía que ir a visitarlo de todos modos porque, de lo contrario, el hombre se quejaba. Aunque tuvieran seguro médico y no pagaran los gastos hospitalarios, no había ninguna forma de ahorrarse el importe del viaje diario en autobús. Desde la parada del barrio, el billete de ida hasta la estación de Nagasaki costaba 310 yenes. Una vez allí, tenía que hacer transbordo y pagar otro billete de 180 yenes hasta el hospital, de modo que el desplazamiento de ida y vuelta le costaba 980 yenes al día.

Fusae, que procuraba no gastarse más de 1.000 yenes a la semana en verduras y hortalizas, se sentía culpable al tener que pagar 980 yenes diarios por el billete de autobús, como si estuviera despilfarrando el dinero en un lujoso balneario a pensión completa con todos los gastos incluidos.

Cuando terminó de guardar la compra en la nevera, la anciana cogió una ciruela encurtida de un recipiente de plástico y se la llevó a la boca. En ese preciso instante, oyó una voz familiar de hombre procedente de la entrada:

—¡Señora Fusae! ¿Está en casa?

Fusae se asomó al pasillo chupando la ciruela y vio al agente de la comisaría local junto con otro hombre al que no conocía.

—Disculpe, ¿estaba desayunando?

El regordete agente entró en el recibidor con una afable sonrisa. Fusae se sacó de la boca el hueso de la ciruela.

—Me han dicho que su marido vuelve a estar ingresado —comentó el agente.

Mientras escondía el hueso de la ciruela en la palma de la mano, Fusae miró al hombre corpulento que acompañaba al policía de la comisaría local. Su piel bronceada parecía curtida, y los dedos de sus manos, que colgaban a ambos lados del cuerpo, eran demasiado cortos para su estatura.

—Le presento al señor Hayata, de la policía prefectural. Quiere hablar con su nieto Yuichi.

—¿Con Yuichi? —preguntó ella, y el sabor amargo de la ciruela inundó su boca.

Normalmente, cuando pasaba por la comisaría para charlar un rato y tomar el té, Fusae nunca se fijaba en la pistola que el agente llevaba en el cinto, pero aquel día no podía quitarle la vista de encima.

—¿Sabe si Yuichi salió el domingo por la noche? —le preguntó el agente torciendo el cuerpo de manera forzada, puesto que se había sentado en el escalón del recibidor.

El inspector, que estaba a su lado, le puso la mano en el hombro rápidamente y le advirtió con seriedad:

—Yo haré las preguntas.

Fusae se arrodilló en el suelo como si quisiera arrimarse al agente sentado en el escalón.

—Bueno, es que resulta que la chica a la que mataron en el puerto de Mitsuse era amiga de Yuichi —prosiguió el agente, ignorando la advertencia de su superior.

—¿Cómo? ¿Que una amiga de Yuichi ha muerto?

Fusae se inclinó hacia atrás y notó un agudo pinchazo en las rodillas.

—¡Ay, ay, ay! —se quejó.

El agente la sujetó del brazo rápidamente y la ayudó a ponerse en pie.

—¿Se refiere a una amiga del instituto? —preguntó Fusae.

Yuichi había estudiado el bachillerato en una escuela técnica para chicos, así que Fusae dedujo que tenía que ser alguien del colegio. Eso significaba que la chica asesinada era una muchacha del vecindario.

—No, no se conocieron en el instituto, era una amiga reciente.

—¿Reciente? —exclamó Fusae, en un tono de voz demasiado agudo. Lo que más le preocupaba de su nieto era precisamente que no saliera con chicas y que sólo tuviera un par de amigos cercanos.

—He dicho que yo haría las preguntas —repitió el corpulento inspector con la frente arrugada, harto del bocazas del agente—. Me gustaría preguntarle por la noche del… —empezó, con una voz imponente.

—Creo que mi nieto estuvo en casa el domingo por la noche —lo interrumpió Fusae sin esperar a que terminara.

—Lo sabía —intervino el agente local de nuevo, con un deje de alivio en la voz—. Antes de venir aquí, nos hemos encontrado con la señora Okazaki en la comisaría. Yuichi siempre coge el coche cuando tiene que salir, ¿verdad? La señora Okazaki vive al lado del aparcamiento y dice que oye los coches entrando y saliendo. Cuando se lo hemos preguntado, nos ha dicho que el coche de Yuichi no salió del aparcamiento el domingo por la noche.

Tanto Fusae como el inspector permanecieron en silencio, escuchando la incontenible verborrea del agente. A Fusae le pareció que la dura mirada del inspector se suavizaba un poco.

—Usted nunca hace caso cuando le dicen que se calle, ¿verdad? —le recriminó el inspector al locuaz agente. Sin embargo, a diferencia de la primera vez, Fusae percibió un deje de afecto en su tono de voz.

—Tanto mi marido como yo nos acostamos temprano y no puedo asegurárselo, pero creo que el domingo por la noche Yuichi no salió de su habitación —corroboró la anciana.

—Si tanto la señora Okazaki como usted, que vive con él, nos han dicho lo mismo, no hay ninguna duda —insistió el agente, que hablaba con Fusae pero en realidad se dirigía al inspector.

—Verá… —intervino al fin el inspector, como si quisiera retomar la explicación del agente. Fusae se dio cuenta de que todavía tenía el hueso de la ciruela escondido en la palma de la mano—. Hemos encontrado el número de su nieto en el móvil de la chica que apareció muerta en el puerto de Mitsuse.

—¿El número de Yuichi?

—No sólo el suyo. La chica conocía a mucha gente.

—¿Era de aquí?

—No, señora. No vivía en Nagasaki sino en Hakata, un barrio de Fukuoka.

—¿En Hakata? ¿Yuichi tiene amigos en Hakata? No lo sabía.

El inspector pensó que, si narraba los acontecimientos con todo lujo de detalles, la mujer lo acribillaría a preguntas, así que decidió hacerle un resumen. Una vez confirmado que Yuichi tenía coartada para la noche del crimen, su relato sonó más bien como una disculpa por haberse presentado sin previo aviso.

El inspector dijo que la víctima era una mujer de veintiún años llamada Yoshino Ishibashi que trabajaba como comercial para una aseguradora de Hakata. Tenía una larga lista de contactos, entre los cuales había compañeras de residencia, amigos de toda la vida y varios amigos ocasionales. Sin ir más lejos, la semana antes de morir estuvo intercambiando mensajes y llamadas telefónicas con casi cincuenta personas, y Yuichi fue una de ellas.

—La última vez que su nieto se puso en contacto con ella fue cuatro días antes del crimen. En cambio, el último mensaje que ella le envió a Yuichi es de tres días antes. El problema es que hay casi diez personas que hablaron con ella a lo largo de esos tres días.

Mientras escuchaba la explicación del inspector, Fusae intentó imaginarse a la joven asesinada. Sólo por el hecho de que tuviera tantas amistades, le parecía improbable que Yuichi estuviera relacionado con ella. Había sido un crimen horrible, sin lugar a dudas, pero su nieto no podía estar implicado en él.

Cuando el inspector terminó su relato, Fusae recordó vagamente que Norio le había dicho que, la mañana siguiente al crimen, Yuichi había vomitado a medio camino de la obra y había atribuido su indisposición a la resaca. El cerebro de Fusae hizo una asociación de ideas. Yuichi debió de haber oído la noticia del crimen aquella misma mañana, en la tele o en la radio, y la tristeza por la pérdida de su amiga lo había trastornado hasta el punto de provocarle un corte de digestión. Fusae, que había criado a su nieto durante casi veinte años, intuyó lo que le había sucedido.

—De todos modos, señora, no debe preocuparse por nada —le dijo amablemente el inspector cuando terminó de relatarle los hechos. Se notaba que no disponía de mucho tiempo.

Fusae no estaba preocupada, pero asintió, visiblemente aliviada.

—¿A qué hora vuelve su nieto del trabajo? —le preguntó el inspector.

—Suele llegar sobre las seis y media —le respondió ella.

—Si tengo que preguntarle algo más, me pondré en contacto con usted. Ya no volveremos a molestarla por hoy —le aseguró el hombre.

—No ha sido molestia.

Fusae se levantó y se despidió de él inclinando la cabeza. Aunque el inspector había dicho que volvería a llamar, no parecía tener la menor intención de hacerlo.

Fusae lo siguió con la mirada.

—Qué susto, ¿verdad? —le dijo con una expresión cómica el agente de la policía local, que seguía sentado en el escalón del recibidor—. Al principio, cuando me dijeron que Yuichi podía estar implicado, yo también me llevé una buena sorpresa. Pero justo cuando acababa de recibir la noticia por teléfono, la señora Okazaki ha pasado por delante de la comisaría. Entonces le he preguntado por el coche y me ha dicho que Yuichi no lo había cogido el domingo por la noche, y me he quedado más tranquilo. De hecho, y que no salga de aquí, ya saben quién es el asesino, lo que pasa es que tienen que descartar a los demás sospechosos.

—¿De veras? ¿Ya han encontrado al culpable? —exclamó Fusae, mostrando un alivio exagerado—. Ya sabía yo que era imposible que Yuichi saliera con una chica de Hakata —añadió.

—Yuichi es un chico joven, ¡quién sabe! Al parecer, la víctima había hecho muchos amigos a través de las páginas de contactos de la red.

—¿Páginas de contactos?

—Para que me entienda, es una especie de amistad por correspondencia.

—¡Caramba! No sabía que Yuichi se escribiera con una chica de Hakata.

Al fin, Fusae recordó que todavía escondía el hueso de ciruela en la palma de la mano y lo arrojó al exterior.

El pachinko Wonderland estaba situado al borde de la carretera de la costa. En un punto donde el trazado describía una amplia curva a la izquierda, aparecía un enorme cartel de mal gusto tras el cual se encontraba el edificio, una burda imitación del palacio de Buckingham. El acceso al gigantesco aparcamiento que rodeaba el edificio era una copia del Arco del Triunfo de París, y en la entrada había una réplica de la Estatua de la Libertad.

Era un edificio hortera desde cualquier punto de vista. Aun así, como las probabilidades de ganar eran mayores que en las otras salas del centro de la ciudad, el enorme aparcamiento estaba siempre abarrotado de coches que parecían hormiguitas alrededor de un terrón de azúcar, y no sólo se llenaba los fines de semana, sino también los días laborables.

En la primera planta, donde estaban las tragaperras, Hifumi Shibata introducía en la ranura las últimas diez monedas que le quedaban. La máquina en la que quería jugar estaba ocupada, así que no tuvo más remedio que escoger otra, y decidió que sólo jugaría hasta que se le acabaran las monedas.

Media hora antes, le había enviado un mensaje a Yuichi: «Estoy en el Wonder. ¿Quieres pasarte cuando salgas del trabajo?». Enseguida recibió la breve respuesta de Yuichi, que sólo le decía: «De acuerdo».

Hifumi y Yuichi eran amigos desde pequeños. Habían vivido siempre en el mismo barrio. Sin embargo, unos meses antes de terminar el instituto, los padres de Hifumi se vendieron la pequeña casa y el terreno y ahora vivían en un piso de alquiler en el centro de la ciudad.

La casa donde vivían antes estaba muy cerca del puerto. Por ese motivo, una vez hechas las obras que modificaron la línea de la costa, no pudieron venderla a buen precio. Además, por entonces el padre de Hifumi tenía deudas de juego que tuvo que liquidar con el dinero de la venta del terreno. Cuando se mudaron al piso de alquiler de dos habitaciones donde vivían actualmente, lo hicieron en mitad de la noche, como si estuvieran huyendo.

Yuichi fue el único que siguió en contacto con Hifumi cuando tuvo que mudarse con su familia, y desde entonces seguían saliendo juntos. Yuichi era un tipo de lo más aburrido que jamás bromeaba, ni siquiera cuando estaba entre amigos. Hifumi era consciente de ello, pero por extraño que pareciera seguían siendo amigos.

Unos tres años antes, Hifumi fue en coche a Hiraido con su novia de entonces. De repente, en el camino de vuelta, el coche se paró. Hifumi no tenía dinero para contratar a una grúa, así que llamó a algunos conocidos, pero todos le dijeron que tenían cosas que hacer o se desentendieron del asunto. Yuichi fue el único que acudió al rescate con una cuerda para remolcar el coche.

—Lamento las molestias —se disculpó Hifumi.

Yuichi ató la cuerda al coche sin inmutarse.

—No importa, estaba en casa tumbado en la cama —le respondió.

Hifumi no quería que su novia viajara en el coche averiado, así que la hizo subir en el de Yuichi.

Yuichi remolcó el coche hasta su taller habitual y luego se despidió rápidamente.

—Es guapo, ¿verdad? —le preguntó Hifumi a su novia mientras seguían el coche de Yuichi con la mirada.

—No me ha dirigido la palabra ni una sola vez. Cuando le he dado las gracias, me ha respondido con una especie de gruñido. Me sentía como si no pudiera respirar —rió la muchacha.

Así era Yuichi.

Mientras se jugaba las últimas diez monedas que le quedaban, la tragaperras por fin empezó a repartir premios. Hifumi echó un vistazo alrededor de la sala abarrotada en busca de una de las empleadas en minifalda que servían café. Al volverse hacia la puerta de entrada, vio a Yuichi subiendo la escalera de caracol. Le hizo una seña levantando la mano. Yuichi lo vio enseguida y fue a su encuentro por el estrecho pasillo. Llevaba un pantalón azul marino, que estaba sucio porque venía directamente del trabajo, y un anorak del mismo color cuya cremallera medio abierta permitía ver la sudadera rosa fucsia que llevaba debajo.

Yuichi se sentó al lado de Hifumi y abrió la lata de café que había comprado en la planta baja. Entonces sacó un billete de mil yenes del bolsillo y, sin abrir la boca, se puso a jugar en la máquina de al lado. Hifumi notó el olor que desprendía su amigo. No olía a sudor como cuando volvía del trabajo en verano. Era el olor característico de los edificios en ruinas, una mezcla de polvo y cemento.

—¿Te has enterado de lo que ha pasado en el puerto de Mitsuse? —preguntó Yuichi de repente, en cuanto se hubo pulido los mil yenes.

—Han matado a una chica, ¿no? —le respondió sin inmutarse Hifumi, cuya suerte había mejorado desde la llegada de Yuichi.

Aunque fue él quien sacó el tema, Yuichi se quedó callado como de costumbre.

—Hoy en la tele han dicho que se metía en páginas de contactos y que conocía a un montón de tíos —añadió Hifumi, pulsando el botón de la tragaperras.

—¿Crees que lo encontrarán pronto? —le preguntó Yuichi.

—¿A quién?

Yuichi no respondió.

—¿Al asesino?

Hubo otro silencio.

—Supongo que sí. Sólo tienen que pedirle a la compañía telefónica el registro de llamadas del móvil de la chica —prosiguió Hifumi sin mirar a su amigo.

Estuvieron jugando media hora más y salieron del edificio. Hifumi había perdido un total de 15.000 yenes, mientras que Yuichi se había jugado 2.000.

El sol ya se había puesto. Los potentes focos del aparcamiento estaban encendidos. Sus oscuras sombras se proyectaban en el suelo y, de vez en cuando, se cruzaban con las líneas blancas pintadas en el cemento.

A diferencia de Yuichi, a Hifumi no le interesaban los coches, y tenía un utilitario barato. Abrió las puertas y Yuichi subió al asiento del acompañante. Hifumi levantó la vista. El murmullo de las olas parecía venir del cielo.

Normalmente, desde allí se veía el firmamento estrellado, pero aquella noche sólo brillaba Venus. «Parece que va a llover», pensó Hifumi.

Mientras conducía hacia la casa de Yuichi por la carretera que seguía la costa, Hifumi se quejó de que no encontraba trabajo. Había perdido toda la mañana en la oficina de empleo. Mientras revisaba las ofertas, había invitado a salir a una joven empleada a la que conocía de vista. Al final, no había encontrado trabajo y la chica le había dado calabazas, pero se sentía optimista después de haber pasado allí toda la mañana.

—Hay un montón de trabajo para los que quieren trabajar —dijo.

Cuando terminó la canción que sonaba en la radio, empezó el breve noticiario. La primera noticia estaba relacionada con el crimen del puerto de Mitsuse.

—Hablando del puerto de Mitsuse… —le dijo Hifumi a Yuichi, que no había abierto la boca desde que había entrado en el coche.

Yuichi, que estaba mirando por la ventanilla, se volvió hacia su amigo. Dentro del reducido habitáculo, dio la sensación de que se había acercado a él.

—¿Te acuerdas de lo que me pasó aquella vez? Cuando vi un fantasma en el puerto de Mitsuse —prosiguió Hifumi mientras giraba el volante para tomar una curva cerrada. El cuerpo de Yuichi se desequilibró empujado por la fuerza centrífuga.

—Tuve que ir a Hakata para una entrevista de trabajo. En el camino de vuelta, mientras cruzaba el puerto, las luces de mi coche se apagaron de repente. Me asusté y me detuve enseguida. Cuando traté de arrancar el coche de nuevo, había un hombre sentado a mi lado con la cara ensangrentada. ¿No te acuerdas?

Mientras se acercaba a una motocicleta Honda Cub que circulaba lentamente por el centro de la carretera, Hifumi miró a Yuichi de reojo.

—Menudo susto me llevé. El coche no arrancaba, y el tío lleno de sangre seguía sentado a mi lado. Creo que solté un grito mientras hacía girar la llave en el contacto.

Hifumi se burlaba de su propia historia mientras hablaba. Yuichi señaló la motocicleta con un golpe de mentón y le dijo a su amigo:

—Adelántala, deprisa.

Aquel día, debían de ser las ocho de la tarde cuando Hifumi atravesó el puerto de Mitsuse. La entrevista de trabajo que había hecho en aquella empresa de Hakata, cuyo nombre no recordaba, no le había ido demasiado bien y estaba bastante desanimado, así que fue a un centro de masajes eróticos de Tenjin. Le pareció la mejor forma de olvidarse de la entrevista.

Una vez satisfecho, fue a comer un plato de fideos ramen y emprendió el camino de vuelta a través del puerto de Mitsuse. A pesar de que sólo eran las ocho, no había ningún coche delante de él, y tampoco se cruzó con nadie que viniera en dirección contraria. Los árboles y los matorrales tenían un aspecto fantasmagórico cuando aparecían a ambos lados de la carretera, pálidamente iluminados por las luces de su coche. Hifumi empezó a arrepentirse de no haber ido por la autopista para ahorrarse el peaje. Solo dentro del coche, se puso a cantar en voz alta para ahuyentar sus temores, pero los árboles parecían engullir su voz, y se sintió aún más abandonado.

Le faltaba poco para alcanzar el punto más alto del puerto cuando los faros del coche, que se podían considerar su única cuerda salvavidas entre las oscuras montañas, empezaron a fallar de repente. Al principio, Hifumi pensó que habría sido una ilusión óptica. Justo después, una silueta oscura pasó súbitamente por delante de las luces, que se encendían y apagaban de forma intermitente. Hifumi pisó el freno de inmediato y sujetó con fuerza el volante para controlar la dirección.

Entonces fue cuando las luces se apagaron por completo. La oscuridad que se extendía al otro lado del parabrisas era absoluta, como si hubiera cerrado los ojos. El motor seguía en marcha, pero los insectos del bosque cantaban tan fuerte que estuvo a punto de taparse los oídos.

Aunque el aire acondicionado estaba encendido, Hifumi empezó a sudar. Más que sudor, parecía que alguien hubiera derramado una jarra de agua tibia encima de él.

En ese momento, el coche dio una fuerte sacudida y el motor se paró. Entonces se dio cuenta de que había alguien en el asiento del acompañante. El miedo redujo su campo de visión. No podía mirar a su lado. No podía volverse. Sólo podía mirar hacia delante.

Intentó arrancar el coche de nuevo, pero el motor no funcionaba. Hifumi dejó escapar un grito de terror. Sabía que había algo a su lado, pero no sabía qué. Entonces oyó una voz de hombre que le decía:

—Duele mucho…

Hifumi soltó un grito tan fuerte que tuvo que taparse los oídos. El motor seguía sin encenderse.

—Ya no puedo más… —dijo el hombre sentado a su lado.

Hifumi puso la mano en la puerta para huir. Fue entonces cuando el rostro cubierto de sangre del hombre se reflejó en el cristal de la ventanilla. El fantasma lo miraba fijamente en silencio.

Al oír que entraba alguien, Fusae echó un vistazo al reloj y guardó en el bolsillo del delantal el sobre marrón que había estado examinando, pensativa. En el sobre ponía: «Contiene factura».

Sin levantarse de la silla, alargó la mano hacia la cocina de gas y recalentó el pescado hervido en salsa de soja. Entonces oyó la alegre voz de Hifumi pidiéndole permiso para entrar. Fusae se levantó y se asomó al pasillo.

—¡Vaya! No sabía que tú también vendrías, Hifumi —dijo.

Hifumi se quitó rápidamente los zapatos y subió el escalón del recibidor, pasando por delante de Yuichi.

—¡Qué bien huele, señora Fusae! —exclamó, asomándose a la cocina.

—¿Quieres quedarte a cenar con Yuichi? El pescado pronto estará listo.

—Sí, estoy muerto de hambre —aceptó Hifumi mientras asentía varias veces, visiblemente contento.

—¿Habéis jugado al pachinko? —le preguntó Fusae, tapando la cacerola.

—No, a las tragaperras. Pero hoy no era mi día, he vuelto a perder.

—¿Cuánto dinero? —inquirió Fusae.

Hifumi le indicó la cifra con los dedos, 15.000 yenes.

Fusae se había sentido algo aliviada al ver llegar a Yuichi con Hifumi. Sabía que su nieto no estaba relacionado con el crimen del puerto de Mitsuse, pero por la mañana había tenido que mentirle al inspector diciéndole que Yuichi no había salido el domingo por la noche. Aunque supiera que su nieto no estaba implicado en el asesinato, aquella visita le había dejado mal sabor de boca.

Estaba segura de que Yuichi había salido aquella noche. Sin embargo, como la señora Okazaki declaró que su coche no se había movido del aparcamiento, Fusae pensó que debía de haber salido sólo un rato. Lo mismo ocurría cuando Yuichi llevaba a su abuelo al hospital. Si tardaba menos de un par de horas en volver, la señora Okazaki tenía la costumbre de decir que no había salido.

—¿Quedaste con Yuichi el domingo por la noche? —le preguntó Fusae a Hifumi, una vez que hubo comprobado que su nieto estaba en el piso de arriba.

—¿El domingo? —repitió Hifumi con aire dubitativo, mientras echaba un vistazo al interior de la cacerola donde se calentaba el pescado—. No, el domingo no quedamos. Creo que fue al taller, me dijo que tenía que cambiar no sé qué pieza del coche —le respondió, mientras metía la mano en la cacerola.

—No seas impaciente, ¡ya falta poco! —lo regañó Fusae dándole una palmadita en la mano.

Hifumi apartó la mano, obediente.

—¿Hay sashimi? —preguntó, abriendo la nevera.

Fusae sirvió primero la cena de Hifumi y luego subió la ropa que había doblado por la tarde a la habitación de Yuichi.

Cuando abrió la puerta, su nieto estaba tumbado en la cama.

—Bajo enseguida —gruñó, malhumorado. Fusae abrió el viejo armario y guardó la ropa limpia en los cajones. Era el mismo armario que la madre de Yuichi había traído al instalarse en la casa con su hijo. Los tiradores de los cajones tenían forma de caras de oso.

—Hoy ha venido la policía —dijo Fusae mientras guardaba la ropa, evitando mirar a su nieto—. No sabía que te escribieras con una chica de Fukuoka. Supongo que ya sabes que murió el domingo pasado.

Entonces, Fusae miró a su nieto por primera vez. Yuichi seguía tumbado, pero había levantado la cabeza y la miraba con una cara totalmente inexpresiva, como si estuviera pensando en otra cosa.

—Lo sabías, ¿verdad? ¿Sabías lo que le pasó? —insistió Fusae.

—Sí, ya me he enterado —le respondió Yuichi, arrastrando las palabras.

—¿Conocías a esa chica o sólo os escribíais?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque deberías ir al funeral, si es que os habíais visto alguna vez.

—¿Al funeral?

—Sí. Si no la conocías no hace falta que vayas, pero si os habíais visto alguna vez…

—No llegamos a conocernos.

Fusae se dio cuenta de que los calcetines de Yuichi estaban sucios y tenían marcados los dedos de los pies. Yuichi miraba fijamente a su abuela sin decir nada, como si hubiera alguien detrás de ella.

—Yo no conocía a esa chica, pero hay que ver qué cosas más horribles hacen algunos… La policía ya sabe quién es el asesino, pero todavía anda suelto y lo están buscando.

Al oír esas palabras, Yuichi se incorporó como impulsado por un resorte y los muelles de la cama chirriaron bajo su peso.

—¿Dices que ya lo han encontrado?

—Eso parece. Me lo ha dicho el agente de la policía local. Pero se ve que ha huido y aún no han podido localizarlo.

—¿Es el universitario?

—¿Qué universitario?

—Ese del que hablan en la tele.

Al oír el tono impaciente de su nieto, Fusae tuvo la certeza de que, a fin de cuentas, su nieto estaba implicado en el crimen.

—¿La policía te ha dicho que había sido él? —insistió Yuichi, y Fusae asintió. No sabía qué clase de relación mantenía Yuichi con la chica muerta, pero era evidente que estaba muy resentido con el asesino.

—Pronto lo detendrán. No puede seguir huyendo mucho tiempo —intentó consolarlo su abuela.

Yuichi se levantó de la cama con las mejillas sonrojadas. Fusae no dudaba de que estaba encolerizado, pero también parecía haberse quitado un peso de encima al saber que habían descubierto al asesino.

—Por cierto, ¿adónde fuiste el domingo? Saliste un rato por la noche, ¿verdad?

—¿El domingo?

—Seguro que fuiste otra vez al taller.

Yuichi asintió al oír el tono categórico de su abuela.

—Es que la policía me lo ha preguntado. Se ve que están interrogando a todos los amigos de la chica, por si acaso. La señora Okazaki les ha dicho que el domingo no cogiste el coche. Yo no pretendía mentirles, pero al final también les he dicho que te quedaste en casa. Si sólo estás fuera un par de horas, para ella es como si no hubieras salido. Por cierto, cuando salgas del baño tendrás la cena lista —dijo Fusae, y salió de la habitación sin esperar respuesta.

Mientras bajaba las escaleras, se volvió hacia el piso de arriba. Ahora que su marido Katsuji estaba delicado de salud e iba y venía del hospital, su nieto era el único apoyo con el que Fusae podía contar. Si ni siquiera su hija mayor se molestaba en visitar a su padre, era imposible confiar en la pequeña, la madre de Yuichi.

Fusae sacó el sobre que se había guardado en el bolsillo del delantal. Contenía una factura donde figuraba: «Compra de un paquete de hierbas medicinales. Cantidad total: 263.500 yenes». El doctor Tsutsumishita, que impartía el seminario de salud en el centro comunitario, le había dicho que, si pasaba por su oficina en el centro de la ciudad, le vendería las hierbas medicinales con descuento. El día anterior, mientras volvía del hospital, Fusae decidió acercarse por curiosidad. No tenía la intención de comprar nada, pero estaba cansada de sus idas y venidas del hospital a casa y le apetecía escuchar alguna de las divertidas anécdotas del doctor Tsutsumishita. Pero cuando llegó, la rodearon unos cuantos hombres que empezaron a hablarle con malos modos y la amenazaron para que firmara un contrato de compra.

Ella protestó entre lágrimas diciéndoles que no tenía dinero, pero ellos la acompañaron a la fuerza hasta la oficina de correos. Estaba tan asustada que ni siquiera pudo pedir ayuda. No tuvo más remedio que sacar los escasos ahorros que le quedaban bajo la atenta vigilancia de aquellos matones.