1. ¿A quién quería ver ella?

La Nacional 263 es una carretera de 48 kilómetros que une de norte a sur las ciudades de Fukuoka y Saga, atravesando la cordillera de Sefuri por el puerto de Mitsuse.

La carretera nace en el cruce de Arae, situado en el barrio de Sawara, en Fukuoka. No se trata de un cruce que merezca especial atención, puesto que se encuentra en un barrio que, desde la década de los sesenta, se ha convertido en una ciudad dormitorio. Está rodeado de edificios grandes y medianos, y al este se erige la enorme urbanización de Arae.

Sawara también es la zona universitaria de la ciudad. En un radio de tres kilómetros alrededor del cruce encontramos las famosas universidades de Fukuoka, la Seinan Gakuin y el Campus Nakamura. Como en el barrio viven muchos estudiantes, la gente que pasea por el cruce y espera en la parada del autobús forma un ambiente joven y dinámico, aunque sean personas mayores.

La Nacional 263, que en su punto de partida se conoce como avenida de Sawara, se dirige en línea recta hacia el sur. A lo largo de la avenida hay varios establecimientos, como un centro comercial Daiei, un Mos Burger, un supermercado Seven Eleven y una de esas librerías suburbanas que se anuncian con el ideograma de «libro» escrito en letras gigantes.

El primer supermercado que encontramos justo después del cruce de Arae tiene una entrada que da directamente a la calle, pero el siguiente, una vez pasado el cruce de Noke, ya dispone de un pequeño aparcamiento con espacio para dos o tres coches; el supermercado que hay un poco más allá tiene cinco o seis plazas, el que viene a continuación tiene sitio para diez coches y así sucesivamente hasta que al fin, al otro lado del río Muromi, encontramos establecimientos pequeños como una caja de zapatos rodeados de terrenos lo bastante amplios para que los coches y hasta los camiones aparquen cómodamente.

A partir de ahí, el trazado inicia un suave descenso y cada vez hay menos casas. Antes de llegar al templo de Suga, describe un amplio giro a la derecha y empieza la carretera que sube al puerto de Mitsuse, recién asfaltada y con vallas de seguridad blancas.

Siempre han existido historias de fantasmas en el puerto de Mitsuse. Antiguamente, a principios de la era Edo, se decía que era una guarida de bandidos. En la era Showa, siete mujeres fueron asesinadas misteriosamente en la ciudad de Kitaho y la gente rumoreó que el criminal se había refugiado en el puerto. La leyenda más reciente, famosa entre los jóvenes que conducen hasta el puerto para poner a prueba su valentía, dice que un hombre que se alojaba en la pensión Pueblo del Tirol sufrió un ataque de locura y mató a los demás huéspedes. Algunos testigos aseguran haber visto fantasmas, normalmente cerca del desvío del túnel de Mitsuse, en la frontera entre Fukuoka y Saga.

La carretera del túnel, llamada «carretera del eco», se empezó a construir en 1979 y se inauguró siete años más tarde con el objetivo de eliminar los peligros que suponía conducir por el puerto en invierno, con sus curvas cerradas y sus pronunciadas pendientes. El peaje del túnel cuesta 250 yenes para los turismos y 870 yenes para los vehículos pesados. Los conductores que recorren habitualmente el trayecto entre Nagasaki y Fukuoka suelen sopesar el dinero y el tiempo, y son bastantes los que prefieren cruzar el puerto de montaña a viajar por autopista. El caso es que, para ir de Nagasaki a Hakata —un barrio de Fukuoka— por autopista, un turismo tiene que pagar un peaje de ida de 3.650 yenes. En cambio, realizando el trayecto por el puerto de montaña, los conductores pueden ahorrarse casi mil yenes aunque tengan que pagar el peaje del túnel.

Sin embargo, la espesa vegetación que crece a ambos lados y cubre la carretera la convierte en un lugar lúgubre incluso de día, y de noche, sea cual sea la velocidad a la que vayas, te sientes inquieto, como si estuvieras recorriendo un sendero de montaña con la única luz de una linterna.

Aun así, los coches que cruzan el puerto de montaña para ahorrarse dinero cogen la autopista de Nagasaki a Omura, pasan por Higashi Sonogi y Takeo y salen en el nudo de Saga Yamato. Ahí es donde la autopista de Nagasaki, que circula de este a oeste, se cruza con la Nacional 263, que pasa por el puerto de Mitsuse y parte del barrio de Sawara, en Fukuoka.

Hasta el 6 de enero de 2002, el puerto de Mitsuse era una carretera de montaña medio abandonada desde que se había inaugurado la autopista un tiempo atrás. Se había convertido en un lugar transitado por los camioneros que querían ahorrarse dinero y por jóvenes con demasiado tiempo libre que utilizaban el puerto como escenario de espeluznantes historias de terror. Para la gente de la región, no era más que un puerto de montaña fronterizo con un enorme túnel en el que el gobierno había invertido 5.000 millones de yenes.

Las grandes nevadas no son habituales en el norte de Kyushu, pero aquel año, un día de principios de enero, las innumerables carreteras que recorrían la isla, entre ellas la Nacional 263 y la autopista de Nagasaki, aparecieron de repente cubiertas de nieve como una red de vasos sanguíneos que se marca bajo la piel.

Aquel día, un joven obrero que vivía en las afueras de Nagasaki fue detenido por la policía como sospechoso de haber estrangulado a una mujer llamada Yoshino Ishibashi, comercial de una compañía de seguros de Fukuoka, y haber abandonado su cadáver. Lo detuvieron aquella noche de invierno en la que una nevada inusitada cubrió el norte de la isla de Kyushu y tuvieron que cerrar el puerto de Mitsuse.

El domingo 9 de diciembre de 2001, Yoshio Ishibashi, el dueño de una barbería cercana a la estación de la JR de Kurume, estaba en la puerta del local con la bata blanca como si quisiera atraer a la clientela que no había entrado en toda la mañana, a pesar de que los domingos solía haber bastante trabajo. Echó un vistazo a la calle, donde soplaba el viento del norte. A pesar de que ya hacía una hora que había comido el almuerzo que su esposa Satoko le había preparado, aún notaba el olor a curry que se escapaba a través de la puerta abierta.

Desde allí vio la estación de la Japan Railways de Kurume a lo lejos. En la desértica plaza frente a la estación había dos taxis aparcados que llevaban una hora esperando algún cliente. Cada vez que echaba un vistazo a la plaza vacía, Yoshio pensaba que si la barbería estuviera cerca de la estación de la red de ferrocarriles privados Nishitetsu en vez de estar al lado de la estación de la JR, la red estatal, probablemente tendría más clientes. En realidad, las dos líneas que unían la ciudad de Fukuoka con la de Kurume circulaban prácticamente en paralelo. Sin embargo, mientras que el tren rápido de la JR costaba 1.320 yenes y recorría el trayecto en veintiséis minutos, el expreso de la Nishitetsu tardaba cuarenta y dos minutos pero iba al centro de Fukuoka por sólo 600 yenes, menos de la mitad de precio.

La cuestión era si preferías perder dieciséis minutos o 720 yenes.

Cada vez que observaba la solitaria plaza de la estación de la JR, Yoshio se sorprendía de que la gente fuera capaz de sacrificar fácilmente dieciséis minutos de su tiempo para ahorrar 720 yenes. No todo el mundo era así, por supuesto. Seguro que el fundador de Bridgestone, por ejemplo, el mayor orgullo de la ciudad de Kurume, que se apellidaba Ishibashi como él, valoraba su tiempo como un bien muy preciado, igual que el resto de su familia, y nunca lo habría cambiado por una irrisoria cantidad de dinero. Sin embargo, en la ciudad sólo había un puñado de gente modélica y, a primera hora de la tarde de un domingo de diciembre, la mayoría de los ciudadanos hacían como aquel barbero que esperaba a los clientes en la puerta de su establecimiento y cogían el tren de la compañía más barata cuando querían ir a Fukuoka, aunque la estación estuviera un poco más lejos.

Una vez, Yoshio calculó la diferencia entre la JR y la Nishitetsu. Si dieciséis minutos costaban 720 yenes, se preguntó cuál era el precio aproximado de una vida humana de unos setenta años. Introdujo los números en la calculadora y al principio, al ver la suma total, pensó que había cometido un error de cálculo. El resultado que había obtenido alcanzaba los 1.600 millones. Desconcertado, repitió la operación y le salió la misma cifra. Una vida humana costaba 1.600 millones de yenes. Su vida costaba ese dinero.

Aunque aquella cantidad no significara nada y la hubiera calculado sólo por curiosidad, Yoshio Ishibashi, dueño de una barbería cada vez menos frecuentada, sintió una efímera oleada de felicidad.

Yoshio tenía una hija llamada Yoshino que, en la primavera de aquel año, había terminado un ciclo formativo de dos años y había empezado a trabajar para una compañía de seguros de Fukuoka. Teniendo en cuenta que vivía en la misma prefectura donde trabajaba y que al principio apenas cobraría incentivos, Yoshio intentó convencerla durante dos semanas para que se quedara a vivir con ellos y cogiera el tren de la Nishitetsu para ir a trabajar, como cuando estudiaba, pero ella alegó que la empresa ofrecía ayudas al alquiler y que, además, si se quedaba en casa de sus padres no se tomaría el trabajo tan en serio. Así que, al final, se trasladó a un piso subvencionado por la empresa, que se encontraba muy cerca de las oficinas donde trabajaba.

Ésa era una de las razones, aunque quizá no la única, de que Yoshino apenas visitara a sus padres desde que se había mudado a Hakata. Aunque siempre que hablaban por teléfono la invitaban a ir los sábados, ella replicaba que le sería imposible, puesto que tenía que agasajar a sus clientes. Su padre tenía la esperanza de que, por lo menos, pudieran celebrar juntos el año nuevo, pero unos días antes su esposa le había anunciado que Yoshino tenía previsto pasar la Nochevieja en Osaka con unas compañeras de trabajo.

—¿En Osaka? ¿Qué se le ha perdido en Osaka? —gritó Yoshio.

—No me grites, yo no sé nada. Dice que irá con unas amigas a un sitio llamado Universal Studio —le respondió ella que, al parecer, ya había previsto la reacción de su marido. A continuación, se metió rápidamente en la cocina y se puso a preparar la cena.

—¿Por qué no me lo habías dicho antes? —tronó la voz de Yoshio, detrás de ella.

—Yoshino ya es mayor. Apenas tiene vacaciones, deja que disfrute a su aire de los pocos días libres que le quedan —replicó ella sin perder la calma, mientras echaba un chorrito de salsa de soja a la sartén.

Cuando se conocieron, su mujer era tan guapa que podría haber sido elegida Miss Kurume, pero después de dar a luz a Yoshino había engordado mucho y había perdido todo su atractivo.

—¿Desde cuándo lo sabías? —bramó de nuevo Yoshio.

Justo en ese momento, sonó la campanilla de la puerta. El hombre regresó a la barbería chasqueando la lengua. Su mujer no le respondió, pero Yoshio sospechaba que su hija le había dicho por teléfono: «No le digas nada a papá hasta que haya comprado el billete de avión», y se imaginó a Satoko aceptándolo con aire resignado.

El cliente que había entrado en la barbería era un niño de primaria del barrio que, hasta hacía poco, siempre venía acompañado de su madre. Era tan guapo que parecía un muñeco samurái, pero tenía la parte de atrás de la cabeza plana como la pared de un acantilado, sin duda por culpa de su madre, que lo acostaba boca arriba cuando era un bebé. Pero eso a Yoshio le daba igual mientras él y los demás niños del vecindario fueran a cortarse el pelo a su barbería. Cuando crecían y empezaban a estudiar secundaria o bachillerato, se volvían más presumidos y se dejaban el pelo largo o no querían ir a su barbería porque decían que sus cortes no estaban de moda. Antes de que se diera cuenta, los chicos del barrio cogían el tren de la Nishitetsu los fines de semana e iban a cortarse el pelo a las modernas peluquerías de Hakata, donde llamaban previamente para pedir hora.

Unos días antes, cuando Yoshio sacó el tema en una reunión del gremio de barberos y peluqueros de la ciudad, la dueña de la peluquería Lili, que estaba a su lado bebiendo shochu, le respondió que aún tenía suerte con los chicos, pero que últimamente las chicas iban todas a los salones de belleza de Hakata, y no sólo las mayores, sino incluso las niñas de primaria.

—Tú siempre has sido muy precoz, así que no te quejes de los niños de hoy en día —se burló Yoshio, que tenía confianza con ella porque eran de la misma edad.

—En nuestra época no íbamos a los salones de belleza de Hakata. Nos peinábamos nosotras mismas, nos pasábamos dos o tres horas frente al espejo con los rulos en la mano.

—¿Te refieres al peinado de Seiko? —rió Yoshio, y un grupo de gente que bebía cerca de ellos se unió a la conversación sosteniendo los vasos en la mano.

—¡De eso hace más de veinte años! —exclamó uno de ellos.

Yoshio era un poco mayor, pero sabía que la famosa cantante Seiko Matsuda había nacido en Kurume. Recordó que, a principios de la década de los ochenta, la oscura ciudad que era Kurume se había dejado llevar por la voz clara de aquella cantante y había recuperado su esplendor.

Yoshio había estado una vez en Tokio cuando era joven. En aquella época, tocaba en un grupo muy malo de rockabilly. Con el pelo embadurnado de gomina, él y los demás miembros del grupo cogieron el tren nocturno y visitaron las amplias calles peatonales de Harajuku.

El primer día se sintió abrumado por la muchedumbre. El segundo día ya se había habituado a ella, pero el complejo de inferioridad propio de la gente de provincia lo hacía estar más susceptible, así que empezó a buscar camorra con unos niños que bailaban en la calle. Los chavales, al ser increpados por un joven con acento de Kyushu, le respondieron imperturbables: «Lárgate y deja de fastidiar». En otra ocasión, mientras caminaban por Roppongi buscando un bar que aparecía en la guía de la ciudad, Masakatsu, el batería del grupo, susurró emocionado: «La verdad es que Seiko Matsuda es increíble. ¡Cuando pienso que salió de Kurume y triunfó en esta ciudad…!». Yoshio aún no había olvidado aquellas palabras. Y también recordaba que, justo después de regresar de Tokio, Satoko se quedó embarazada de Yoshino. Aún no estaban casados.

Quizá su estrategia de esperar en la puerta de la barbería había surtido efecto porque, de repente, al atardecer, empezaron a llegar los clientes. El primero fue un vecino del barrio, un antiguo empleado de la sede del gobierno prefectural que se había jubilado el año anterior. Debía de cobrar una pensión que le permitía disfrutar de la vejez sin apuros, porque recientemente se había comprado tres diminutos perros salchicha que le habían costado cien mil yenes cada uno. Los llevaba siempre en brazos, incluso cuando iba a cortarse el pelo.

Dejó a los tres escandalosos perros atados en la entrada. Mientras Yoshio le cortaba el poco pelo que le quedaba, entró un joven del barrio que se sentó inmediatamente en el banco detrás del barbero, sin saludar, y se puso a leer el cómic que había traído. Por un momento, Yoshio pensó en avisar a su mujer para que le echara una mano, pero ya estaba a punto de terminar con el dueño de los perros salchicha, así que le dijo al huraño joven:

—Espera un momento, por favor. Enseguida termino.

Aprovechando que se había casado con un barbero, su mujer fue a un colegio de Hakata para sacarse el título de peluquera. Su sueño era abrir su propio negocio en un futuro pero, en los años ochenta, la situación económica del país empeoró. Además, su madre había muerto tres años antes de una trombosis cerebral y Satoko empezó a decir cosas inquietantes como que, cuando tocaba el pelo de los demás, se sentía como si estuviera tocando un cadáver. Por eso apenas se dejaba ver por la barbería últimamente. Sin embargo, debían de estar pasando por una buena racha porque, mientras Yoshio afeitaba al jubilado, entró el tercer cliente. No tuvo más remedio que avisar a su mujer para que saliera de la trastienda y viniera a ayudarlo, pero ella le respondió en un tono malhumorado que estaba ocupada.

—¿Cómo que estás ocupada? Hay clientes esperando.

—Es que justamente ahora acabo de empezar a limpiar las gambas.

—¿Y no puedes hacerlo más tarde?

—Es mejor que lo haga ahora.

Antes de que su mujer terminara la frase, Yoshio ya había desistido. El jubilado le dedicó una sonrisa comprensiva a través del espejo. Probablemente no era la primera vez que oía una conversación semejante entre ambos.

—Perdona, tendrás que esperar un poquito más —le dijo Yoshio al chico, que estaba sentado tras él y que siguió leyendo sin inmutarse.

—Es la mujer de un barbero y ni siquiera me ayuda —refunfuñó Yoshio, chasqueando la lengua mientras volvía a coger las tijeras.

El jubilado lo miró a través del espejo.

—La mía es igual. Cuando le digo que saque a pasear a los perros, se pone hecha una furia y me dice: «¡No tienes ni idea del trabajo que hay en casa! ¿Por quién me has tomado, por tu criada?» —se quejó, sacando la lengua para mostrar su fastidio.

Yoshio le respondió con una sonrisa de compromiso, pero pensó que la vida de un jubilado que sólo se ocupaba de sacar a pasear a sus perros no tenía nada que ver con la de un barbero que le pedía a su esposa que les cortara el pelo a los clientes.

Por extraño que pudiera parecer, el goteo de clientes fue constante hasta las siete de la tarde, la hora de cerrar. Entraron ocho en total, entre ellos un hombre que quería teñirse. Yoshio tuvo el mismo trabajo que habría tenido si todos sus clientes habituales, que venían a cortarse el pelo una vez al mes, hubieran aparecido el mismo día. Quiso reclamar de nuevo la ayuda de su mujer, pero ésta había salido de compras en cuanto terminó de pelar las gambas.

Después de haber despachado al último cliente, mientras barría los pelos esparcidos por el suelo, Yoshio pensó que le gustaría que hubiera un día como ése por lo menos una vez a la semana. Llevaba tanto rato de pie que apenas podía soportar el dolor de las piernas y de la espalda, pero hacía más de diez años que no veía tan abultada la vieja cartera de piel que le servía como caja registradora, llena de billetes de mil yenes.

Cuando cerró la tienda y subió a su casa, en el piso de arriba, Satoko estaba hablando por teléfono con su hija. Por lo menos Yoshino cumplía la promesa que les había hecho de llamar una vez a la semana, los domingos por la noche. Sin embargo, mientras observaba a su mujer, Yoshio no pensaba en el contenido de la conversación, sino en la factura del teléfono. Unos meses antes, su hija había cancelado el contrato que tenía con la compañía PHS y se había comprado un móvil. Yoshio le había dicho muchas veces que utilizara el teléfono fijo de su habitación, pero ella insistía en que el móvil era más práctico porque lo tenía a mano, y siempre les llamaba desde el móvil.

Mientras tanto, Yoshino Ishibashi, la única hija de Yoshio, estaba en una habitación de los apartamentos Fairy Hakata que la empresa de seguros Heisei tenía alquilados en Chiyo, en el distrito de Hakata de la ciudad de Fukuoka. Yoshino se retocaba la manicura mientras le respondía distraídamente a su madre, que le explicaba lo adorables que eran los diminutos perros salchicha que había traído uno de los clientes habituales.

En Fairy Hakata había unas treinta habitaciones tipo estudio, todas ocupadas por mujeres que trabajaban de comerciales en la aseguradora Heisei. A diferencia de las residencias gestionadas por empresas, allí no había un comedor común ni reglas de convivencia. Aunque las mujeres trabajaban en diferentes distritos, todas estaban en la misma empresa, y solían hablar desde los balcones. Cada noche había grupos de mujeres que se reunían en la pequeña glorieta del patio interior con latas de refrescos, y sus risas y animadas conversaciones resonaban por todo el edificio.

La empresa ofrecía una ayuda al alquiler de 30.000 yenes, y cada inquilina tenía que añadir la misma cantidad de su bolsillo. Cada de una de las habitaciones tenía un único baño y una pequeña cocina. Para ahorrar en comida, algunas mujeres preparaban juntas la cena.

—Mamá, he quedado con unas amigas para salir a cenar —la interrumpió Yoshino, harta de la historia de los perros que le explicaba su madre y que parecía el cuento de nunca acabar.

—Vaya, ¿en serio? —dijo Satoko, reaccionando como si acabara de darse cuenta de que Yoshino aún no había cenado, aunque se lo había preguntado al principio de la conversación—. Lo siento, hija —se disculpó—. Espera un segundo, te paso con tu padre —le dijo, apartándose del teléfono.

Con cara de fastidio, Yoshino salió al balcón. Desde los balcones del primer piso se veía la glorieta del patio. A pesar del frío, había un grupo de mujeres charlando y riendo. En él se encontraba una mujer de Saitama llamada Suzuka Nakamachi, que hablaba de una serie tonta de televisión gritando más que sus compañeras, quizá porque estaba orgullosa de hablar sin el acento característico de aquella región.

Cuando Yoshino volvió a entrar en la habitación, oyó la voz de su padre al otro lado de la línea.

—Iba a salir a cenar con unas amigas —le dijo, para evitar que la entretuviera demasiado. Sin embargo, su padre no sabía qué decirle. Ni siquiera se lamentó de lo mal que marchaba la barbería, como tenía por costumbre.

—Vale, pues ve con cuidado. Por cierto, ¿cómo va el trabajo? —le preguntó, extrañamente animado.

—¿El trabajo? Bueno, no puedo pretender que me firmen contratos nada más empezar —le respondió ella brevemente—. Oye, tengo que irme. Hasta luego —se despidió, colgando el teléfono.

No sabía que era la última vez que hablaría con sus padres.

Esperó un momento en la puerta de su piso hasta que Sari y Mako bajaron las escaleras, caminando al mismo ritmo. Ambas trabajaban en zonas distintas a la suya, pero eran las chicas con las que Yoshino mejor se llevaba de todo el edificio.

Sari era alta y delgada, mientras que Mako tenía una constitución bajita y rechoncha. Aunque caminaban una al lado de la otra, parecía que Sari estuviera unos peldaños por encima de Mako.

Las tres amigas habían pasado el día paseando por los centros comerciales de Tenjin, el centro de Fukuoka, y habían decidido volver a los apartamentos antes de salir a cenar.

Mientras se acercaban, Yoshino se fijó en que Sari llevaba puestos los pendientes en forma de corazón que se había comprado aquella misma mañana en la joyería Tiffany del centro comercial de Mitsukoshi. Sari había tardado casi una hora en decidirse a comprar aquellos pendientes de veinte mil yenes.

—Si no sabes cuáles escoger, te aconsejo que te compres los más clásicos —le recomendó Yoshino, harta de esperar mientras su amiga cogía unos pendientes tras otros y preguntaba por el precio.

Yoshino admiró los pendientes de Sari y se agachó para ponerse bien las botas, que le resultaban algo incómodas. Tenían los tacones gastados y las cremalleras estaban a punto de romperse. Las botas de sus amigas tenían un aspecto parecido.

—¿Adónde queréis ir? —preguntó Yoshino al levantarse.

—Podríamos ir a comer gyoza en Tetsunabe —propuso Mako, que raras veces daba su opinión.

—Por mí, genial. Me apetecen unos gyoza —se apuntó Sari, y miró a Yoshino como si esperase su confirmación.

Yoshino guardó el móvil en el bolso Cabas Piano de Vuitton que su padre le había regalado cuando terminó los estudios, sacó la cartera, también de Vuitton, y suspiró al comprobar que apenas le quedaban diez mil yenes.

—¿No os da mucha pereza ir hasta Nakasu? —objetó.

—¿Has quedado con alguien? —le preguntó Sari, que intuyó algo en su tono de voz.

Yoshino ladeó la cabeza, sin decir ni que sí ni que no.

—¡No me digas que has quedado con Masuo! —exclamó Sari, sorprendida y recelosa a la vez, mirando fijamente a su amiga.

—¿Por qué lo dices? —respondió Yoshino, esquivando la pregunta—. Sólo nos veremos un ratito —añadió rápidamente.

—Entonces será mejor que descartemos los gyoza, que dejan muy mal aliento —intervino Mako categóricamente, y Yoshino se echó a reír.

Desde los apartamentos Fairy Hakata hasta la estación de metro, situada frente a la delegación del gobierno prefectural, sólo había tres minutos andando. Pero el camino pasaba por el frondoso parque de Higashi, que era preferible no cruzar de noche, tal y como la asociación de vecinos recomendaba mediante un aviso en el tablón de anuncios.

El parque de Higashi fue construido por el gobierno de Fukuoka y tenía dos estatuas de bronce en su interior. La primera estaba dedicada al emperador Kameyama, famoso por la plegaria que hizo en el templo de Ise durante la Invasión Mongola del siglo XIII, en la que imploró que le quitaran la vida a cambio de proteger a la nación. La otra estatua estaba dedicada a Nichiren, fundador de la escuela de budismo que lleva su nombre. El amplio terreno que ocupaba el parque contenía también el templo de Toka Ebisu, dedicado al dios de los pescadores, y el museo de la Invasión Mongola. Cuando se ponía el sol, el parque se convertía en un bosque impenetrable.

Mientras se dirigían a la estación, Yoshino les enseñó a Sari y a Mako el mensaje de Keigo Masuo que había recibido unos días antes y que decía: «¡A mí también me encantaría ir a Universal Studio! Pero en Nochevieja estará abarrotado, ¿no? En fin, me voy a la cama. Buenas noches».

Sari y Mako leyeron el mensaje una tras otra y exhalaron sendos suspiros, también por turnos.

—Parece que te esté invitando a ir con él a Universal Studio —le dijo Mako, que todo se lo tomaba a pecho, con un deje de envidia en la voz.

—No lo sé —repuso Yoshino, sonriendo misteriosamente.

—Si lo invitaras, no podría decirte que no —terció Sari.

Keigo Masuo era alumno de cuarto de la facultad de comercio de la Universidad Nansei Gakuin. Sus padres eran los propietarios de un ryokan situado en Yufuin, y él tenía alquilado un gran apartamento frente a la estación de Hakata y conducía un Audi A6. Yoshino y sus amigas habían conocido a Masuo a mediados de octubre de 2001, aquel mismo año, en un bar de Tenjin en el que entraron por casualidad. Masuo y sus amigos, que estaban divirtiéndose al fondo del local, las invitaron a unirse a ellos y estuvieron jugando juntos a los dardos hasta cerca de medianoche.

Si bien era cierto que aquella noche Masuo le pidió su número de móvil, Yoshino mentía al asegurar que habían quedado varias veces desde entonces.

—Después de cenar has quedado con él, ¿no? ¿Por qué no lo invitas?

Cuando sus amigas le preguntaron con quién había quedado y Yoshino ignoró la pregunta, ellas creyeron que tenía una cita con Masuo.

—Es que sólo nos veremos un momento —insistió Yoshino, esquivando la mirada de Sari.

Los pasos de las tres amigas fueron absorbidos por la oscuridad del parque de Higashi, donde reinaba un silencio sepulcral. Continuaron hablando de Keigo Masuo hasta que llegaron a la estación. La calle que bordeaba el parque era lúgubre, pero las alegres voces de las chicas parecían iluminar el camino, como si hubiera más farolas de las que realmente había.

Cogieron el metro en dirección a Tenjin y, una vez en el vagón, retomaron la conversación sobre Masuo: una de ellas comentó que se parecía a un actor famoso, y otra dijo que, buscando en internet, había visto que en el ryokan de sus padres había un pabellón anexo con unos baños termales al aire libre.

Yoshino estaba orgullosa de que Masuo le hubiera pedido su número de móvil en aquel bar de Tenjin. Precisamente por eso, cuando Sari le preguntó más adelante si había recibido algún mensaje suyo, ella mintió sin pensarlo y le dijo que sí, que iban a quedar ese fin de semana. Cuando llegó el día, Yoshino dejó que sus amigas dieran el visto bueno a su peinado y a la ropa que había escogido para la cita y se despidió de ellas animadamente en la puerta de los apartamentos. Así, aquella pequeña mentira que había dicho para presumir se convirtió en algo que no tenía vuelta atrás. Yoshino cogió el tren de la Nishitetsu y fue a pasar el día a casa de sus padres.

Eso no significaba que no se hubieran puesto en contacto desde que se conocieron. Él siempre le respondía los mensajes. Cuando Yoshino le dijo que le gustaría ir a Universal Studio, recibió aquella respuesta en la que él le decía: «¡A mí también me encantaría!», con signos de exclamación incluidos. Pero eso no le daba derecho a proponerle que fueran juntos. Mensajes aparte, Yoshino no había vuelto a ver a Keigo Masuo desde la noche en la que se conocieron.

Cuando entraron en el restaurante de gyoza de Tetsunabe, en Nakasu, seguían hablando de Masuo. Comieron alitas de pollo, una ensalada de patata, y gyoza, el plato principal, acompañado de cerveza de barril. Durante la cena, Mako se mostró francamente envidiosa de que Yoshino se hubiera echado novio. Por un lado, Sari también estaba celosa, pero por el otro le advertía a su amiga de que no fuera infiel a Masuo.

—¿No vas a llegar tarde, Yoshino? —le preguntó Mako.

Yoshino consultó el reloj colgado en la pared. Bajo el cristal grasiento, las manecillas indicaban que ya eran las nueve.

—Tranquila —le respondió Yoshino—. Él ha quedado luego con unos amigos, así que sólo podremos vernos un ratito.

—¡Vaya! —suspiró Mako—. Aprovecháis cualquier momento para veros, por corto que sea.

—Además, mañana trabajo —dijo Yoshino encogiéndose de hombros, sin arreglar el malentendido.

En realidad, el hombre con el que Yoshino tenía una cita aquella noche no era Keigo Masuo. Se había cansado de esperar noticias de Masuo, así que, para matar el tiempo, quedó con un chico al que había conocido en una página web de contactos.

A unos quince kilómetros de Nakasu, donde Yoshino se entretenía hablando de Keigo Masuo con sus amigas, el chico con el que ella había quedado giró bruscamente el volante en una curva del puerto de Mitsuse y aparcó el coche en la cuneta cubierta de grava. Aunque la llamaran «carretera nacional», aquello no era más que un camino de montaña abandonado.

La línea blanca que había rebasado resplandecía bajo la luz de los faros halógenos del coche, y por un momento pareció una serpiente blanca que quisiera enroscarse alrededor del puerto. A punto de ser asfixiado, el puerto se retorcía y las hojas de los árboles parecían agitarse y temblar.

Detrás del coche, la boca del túnel de Mitsuse se abría a lo lejos en medio de la oscuridad. En la dirección contraria, bajando del puerto, las luces de Hakata se veían cada vez más cerca, al pie de la carretera. Los faros del coche aparcado en la cuneta iluminaban tenuemente el polvo y los matorrales de enfrente. Una polilla atravesó revoloteando el haz de luz.

Desde el nudo de Saga Yamato, la carretera era curvada y sinuosa. Cada vez que giraba el volante, la moneda de diez yenes que había en el salpicadero se deslizaba de un lado a otro. Era el cambio que le habían dado en la gasolinera donde había parado a repostar antes de subir al puerto. Solía echar gasolina por valor de 3.000 o 3.500 yenes, pero la empleada de aquella gasolinera era joven y guapa, de modo que le pidió que le llenara el depósito de súper para aparentar que tenía dinero. Le costó 5.990 yenes que pagó con billetes de mil. Ahora, sólo le quedaba uno de cinco mil.

La empleada de la gasolinera cogió la gruesa pistola con ambas manos y la introdujo en la boquilla del depósito. El chico la observaba a través del retrovisor lateral. Mientras el depósito se llenaba, ella rodeó el coche y limpió el parabrisas, apretando sus grandes pechos contra el cristal. La fría brisa nocturna de finales de diciembre le enrojecía las mejillas. Entre los aburridos parajes rurales que atravesaba la carretera, aquella solitaria gasolinera estaba tan iluminada como en pleno día.

—El domingo he quedado para salir a cenar con unas amigas, pero podemos vernos más tarde, si no te importa…

—Vale, pues nos vemos más tarde.

—El problema es que la residencia donde vivo cierra a las once.

El chico recordó la voz de Yoshino y la conversación telefónica que habían mantenido unos días antes.

Cogió la moneda de diez yenes del salpicadero y la guardó en el bolsillo de sus vaqueros. Sus dedos rozaron su miembro endurecido. No se había excitado pensando en Yoshino, sino conquistando las cerradas curvas de la carretera una tras otra.

Se llamaba Yuichi Shimizu. Era un empleado de obras públicas de veintisiete años que vivía en las afueras de Nagasaki. Tenía una cita con Yoshino Ishibashi, a la que sólo había visto dos veces el mes anterior y con la que apenas había mantenido el contacto. Habían quedado a las diez. Contando con lo que tardaría en descender el puerto, calculó que le sobraría tiempo. La esperaría en la entrada principal del parque de Higashi, el mismo lugar donde la había recogido las dos veces anteriores. Recordaba haber visto una gran estatua de bronce desde el aparcamiento.

Yuichi abrió la puerta y sacó las piernas al exterior. Como había remodelado el coche para que fuera más bajo, los pies le llegaban al suelo. Era el momento ideal para matar el tiempo con un cigarrillo, pero Yuichi no fumaba. Siempre que hacían un descanso en el trabajo, sus compañeros aprovechaban para fumar y él los acompañaba porque no tenía nada más que hacer, pero en vez de fumarse un cigarrillo prefería cerrar los ojos y dejar pasar los minutos.

El aire cálido que había dentro del coche se escapó al exterior y Yuichi notó la corriente en la nuca. A lo lejos se veía la salida del túnel. Todo lo demás estaba oscuro. Sin embargo, en la oscuridad que envolvía el puerto de montaña también se distinguían algunos colores, como el negro violáceo de las cumbres de las montañas, el negro blanquecino de las nubes que cubrían la luna y el negro oscuro que ocultaba los matorrales que tenía justo enfrente. Con un poco de atención, se podían apreciar varios matices.

Mientras abría y cerraba los ojos, comprobando en qué se diferenciaba la ceguera de la oscuridad, vio los lejanos faros de un coche que subía la carretera desde el pie de la montaña. Las luces se escondieron tras un recodo y volvieron a aparecer cuando el coche tomó la siguiente curva. Sólo eran dos puntitos que iluminaban las vallas blancas y los espejos convexos de color naranja situados en las curvas.

En ese instante, un pequeño camión salió del túnel y pasó zumbando junto a Yuichi. Mientras se alejaba, un fuerte olor a ganado asaltó su olfato de repente. Entre el gélido y puro ambiente nocturno, aquel intenso hedor fue como una descarga en su nariz que le recordó las picaduras de las medusas.

Yuichi cerró la puerta para huir del mal olor, echó atrás el respaldo del asiento y se tumbó. Sacó el móvil del bolsillo y le echó un vistazo, pero no tenía ningún mensaje de Yoshino. Abrió la carpeta que contenía las imágenes y en la pantalla apareció una fotografía de Yoshino en ropa interior. No se le veía la cara, pero se distinguía incluso un pequeño lunar que tenía en el hombro.

Yoshino le había exigido 3.000 yenes a cambio de aquella única imagen. Estaban en la habitación de un hotel por horas de la bahía de Hakata, edificado sobre una franja de tierra ganada al mar.

—Ni lo sueñes —le dijo Yoshino, cubriéndose precipitadamente los pechos con una camisa blanca en cuanto Yuichi la enfocó con la cámara de su teléfono móvil—. ¡Mira lo que has hecho, se ha arrugado! —se lamentó, con una ostensible mueca de contrariedad.

Las paredes de cemento del hotel estaban empapeladas y las habitaciones eran claustrofóbicas. Costaban 4.320 yenes la hora. En cada una de ellas había una moqueta barata y una estrecha cama de tubo con un colchón. Por alguna razón desconocida, la colcha era más pequeña que el colchón. La ventana, que no se podía abrir, no daba a la bahía, sino a la autopista elevada de la ciudad.

—Deja que te saque una foto, anda —susurró Yuichi, sin darse por vencido.

—¡No seas idiota! —le espetó Yoshino, con sorna. Parecía preocupada por las arrugas de su camisa.

—Sólo una. No se te verá la cara —insistió él, arrodillándose sobre la cama.

Yoshino le dirigió una breve mirada.

—¿Sólo una? ¿Cuánto me pagarás? —dijo, con cara de fastidio.

Yuichi iba en calzoncillos. Sus vaqueros estaban debajo de la cama, donde los había arrojado al desnudarse, y la cartera sobresalía del bolsillo trasero.

—¿Qué te parecen 3.000 yenes? —propuso ella, al ver que Yuichi no le respondía, y dejó al descubierto el brillante sujetador que le apretaba los pechos.

Yuichi pulsó el botón con el pulgar. El móvil emitió un seco chasquido y el cuerpo medio desnudo de Yoshino apareció en la pantalla. Justo después, ella subió a la cama de un salto y le pidió que le dejara ver la foto para comprobar que su cara no aparecía en la imagen.

—Tengo que irme si no quiero encontrarme la residencia cerrada.

Bajó de la cama y se puso la camisa blanca.

Desde el aparcamiento del hotel se veía, a lo lejos, la Fukuoka Tower. Yuichi alargó el cuello para contemplarla.

—Date prisa —lo apremió ella.

—¿Has subido alguna vez al mirador de la Fukuoka Tower? —le preguntó Yuichi.

—Cuando era pequeña —le respondió Yoshino a regañadientes, y le indicó que entrara en el coche con un golpe de mentón.

—Parece un faro —observó él, pero ella ya había subido al asiento del acompañante.

—Si voy a Universal Studio con Masuo en Nochevieja, deberíamos quedarnos dos noches como mínimo, ¿no creéis? —dijo Yoshino, mientras pellizcaba un gyoza que ya se había enfriado.

Según el reloj del restaurante ya eran las diez, la hora de su cita con Yuichi Shimizu.

—¿Has estado alguna vez en Osaka? —le preguntó Mako, que ya se había tomado dos cervezas y tenía las mejillas sonrojadas.

—No, nunca —le respondió Yoshino, meneando la cabeza.

—Yo tampoco, pero mi primo vive allí.

Mako era una chica más bien reservada, excepto cuando se emborrachaba. Solía hablar en un tono neutro y ceceaba un poco, pero el alcohol hacía que su voz sonara almibarada. En las fiestas donde había chicos, siempre se sentía incómoda.

—Tampoco he estado nunca en el extranjero —añadió Mako, que estaba sentada en un cojín con las piernas cruzadas y los codos apoyados en la mesa.

—Yo tampoco —repuso Yoshino.

—Creo que Sari ha estado en Hawai —murmuró Mako en un tono desprovisto de envidia, echando un vistazo al cojín vacío de Sari, que había ido al baño.

A veces, a Yoshino le daba rabia aquella actitud indiferente de Mako y su tendencia a desprestigiarse siempre que hablaba de sí misma.

En la residencia, Yoshino, Mako y Sari eran consideradas un grupo de amigas. A menudo se reunían en la habitación de alguna de ellas para cenar juntas o en la glorieta del jardín, donde sus voces y risas resonaban hasta que se ponía el sol. El hecho de que ninguna de las tres obtuviera buenos resultados en el trabajo contribuía a reforzar el vínculo que las mantenía unidas. Cuando llevaban poco tiempo en la empresa, Sari y Yoshino, que tenían un carácter muy fuerte, competían cada mes por ver cuál de las dos sacaba mejores resultados, pero en el momento en el que ambas empezaron a acudir a sus parientes y familiares para incrementar las ventas, la rivalidad entre ellas se esfumó en un santiamén. Junto con Mako, que nunca había tenido talento de comercial, iban a la oficina cada mañana, donde tenía lugar una reunión conjunta, pero luego se escaqueaban de aquel trabajo que consistía en asaltar a gente desconocida e iban al cine, por ejemplo. Mako, con su carácter tranquilo, hacía de amortiguador entre Sari y Yoshino, y se llevaba bien con ambas.

—Si al final Masuo quisiera venir conmigo a Universal Studio, ¿te gustaría acompañarnos? —le preguntó Yoshino.

Sari aún no había vuelto del baño.

—¿Yo?

Mako, con el mentón apoyado en la mano, se sobresaltó ligeramente y levantó un poco la cabeza.

—Le propondría a Masuo que invitara a algún amigo suyo y podríamos ir los cuatro juntos. Esos sitios son más divertidos si vas con un grupo de gente, ¿no te parece?

Masuo nunca le había prometido que irían juntos de viaje pero, al involucrar a otras personas en sus planes imaginarios, Yoshino abrigaba la dulce esperanza de que algún día se hicieran realidad. Además, aunque estuviera engañando a Mako, cuando llegara la hora de la verdad le diría que a Masuo le había surgido un imprevisto y no podría ir de viaje, y la invitaría a ir con ella para aprovechar las entradas. Lo ideal sería ir a solas con Masuo, naturalmente, pero Yoshino quería ir a Universal Studio durante las vacaciones de año nuevo, aunque fuera con Mako.

—Pero… ¿no vas a invitar a Sari? —le preguntó Mako, con cierto aire de preocupación.

—Es que se ve que a Masuo no le cae muy bien —repuso Yoshino, bajando expresamente la voz.

—¡No me digas! Pues aquel día en el bar no lo parecía.

—No se lo digas a Sari, ¿vale? Sería una pena que se enterase.

Mako asintió solemnemente al oír las graves palabras de Yoshino.

Masuo no tenía nada en contra de Sari, por supuesto: era una pura invención. Sin embargo, de vez en cuando Yoshino disfrutaba contándole mentiras insignificantes a Mako, que se lo tomaba todo muy en serio, y observando su reacción.

Mako Adachi había nacido en la ciudad de Hitoyoshi, en la prefectura de Kumamoto. Su padre, vendedor de coches de segunda mano, se casó con su compañera de trabajo y tuvieron una única hija. Mako había crecido en el seno de una familia unida y acomodada. Su objetivo era trabajar durante una temporada y casarse en cuanto terminara los estudios. De niña no escogía a sus amigos, siempre esperaba a que los demás fueran a buscarla. Cuando se graduó y decidió estudiar un curso formativo de dos años en Fukuoka, en una universidad privada adscrita a su instituto a la que podía acceder sin aprobar ningún examen, no hizo ningún esfuerzo para conocer gente nueva, y al final se quedó sola. Su intención era regresar a Hitoyoshi, pero allí no encontró trabajo, así que no le quedó otra salida que entrar a trabajar para la aseguradora Heisei y mudarse a uno de los pisos para empleadas donde, por fin, hizo dos amigas, Yoshino y Sari. No eran tan discretas como sus amigas del instituto, pero para Mako fue un alivio, porque ya empezaba a temer que se quedaría sola hasta que encontrara marido.

—Por cierto, Suzuka Nakamachi me abordó el otro día en el jardín —dijo Mako como si acabara de acordarse, mientras cogía hábilmente con los palillos un pepinillo que se había quedado pegado en el fondo del cuenco de la ensalada.

—¿Cuándo? —preguntó Yoshino, haciendo una pequeña mueca al recordar a Suzuka, a quien le gustaba pasearse por el jardín alardeando de su acento de Tokio.

—Hará unos tres días. Me dijo: «Sari me ha contado que Masuo y Yoshino están saliendo juntos, ¿es verdad?». Un amigo suyo estudia en la facultad de Masuo —prosiguió Mako, mordisqueando el pepinillo. A juzgar por su tono de voz, no parecía demasiado interesada en el tema.

—¿Y tú qué le respondiste? —le preguntó Yoshino, sin poder ocultar su nerviosismo.

—Le dije que suponía que sí…

Un poco asustada por la brusquedad de Yoshino, Mako dejó de masticar. En ese preciso instante, Sari volvió del baño.

—¿Qué pasa? ¿De qué estabais hablando? —quiso saber mientras se quitaba las botas.

Normalmente, los restaurantes con tatami tienen zuecos o sandalias para los clientes que quieren ir al baño, pero Sari siempre se ponía sus propios zapatos. Decía que era una maniática de la limpieza y que no le gustaba compartir zapatos con los demás, pero Yoshino siempre dudó que fuera cierto.

—Creo que a esa chica, Suzuka Nakamachi, le gusta Masuo. Seguro que me ve como una rival —le dijo Yoshino a Mako, que había vuelto a alargar los palillos hacia el cuenco de la ensalada de patata.

Fue una mentira improvisada y una maniobra de distracción al mismo tiempo. Si Suzuka llegara a descubrir la verdad gracias a su amigo, el que estudiaba con Masuo, Yoshino podría alegar que se lo había inventado porque estaba celosa de ella.

—¿En serio? —preguntó Sari, que había vuelto a sentarse en el tatami después de descalzarse y se mostraba ansiosa por cotillear.

Yoshino no la consideraba una chica maniática. Cuando Yoshino comía pan durante la cena, Sari siempre le pedía un bocado y alargaba la mano enseguida, y a veces usaba el mismo pañuelo durante varios días. Sari aseguraba que había salido con un chico en el instituto, pero Yoshino le había dicho a Mako que sospechaba que era mentira y que Sari aún no había perdido la virginidad.

En realidad, Sari tenía veintiún años y no había pasado ni una sola noche con un chico. A Yoshino y a Mako les había dicho que en la facultad no salió con nadie, pero que en el instituto mantuvo una relación de tres años con un chico del club de básquet. Si bien era cierto que el chico en cuestión iba con ella al instituto, nunca fue su novio, puesto que estuvo saliendo con otra chica durante tres años. Había sido, por decirlo así, un amor no correspondido. Afortunadamente, en Fukuoka nadie sabía la verdad sobre su pasado, y les había enseñado a sus amigas una única foto en la que salían los dos juntos el día de las jornadas de atletismo del instituto.

«¡Vaya, qué guapo!», exclamó Mako al ver la fotografía, con una admiración que parecía sincera. Sari sólo necesitaba ese comentario para borrar los límites entre la realidad y la ficción: cada vez que Mako elogiaba al chico diciendo que era muy guapo, que tenía las piernas largas, los ojos bonitos y los dientes blancos, Sari caía víctima de una ilusión y creía que los elogios iban dedicados a ella. De hecho, esas cualidades eran las que le gustaban del chico, y se sentía como si realmente hubieran estado tres años juntos.

Ni en los apartamentos Fairy Hakata ni en la empresa donde trabajaba había nadie que la conociera del instituto, así que sólo dependía de sí misma para reescribir su pasado. En Fukuoka, Sari había descubierto el placer de inventarse un yo idealizado.

Si, por un lado, había conseguido engañar a Mako, inocente y manipulable, por otro lado estaba Yoshino, incrédula y suspicaz. La primera vez que les enseñó la foto de las jornadas de atletismo, Mako expresó su sincera admiración, pero Yoshino le propuso: «¿Por qué no lo llamas?». Sari se apresuró a rechazar la propuesta alegando que ya no era su novio, pero Yoshino insistió: «Seguro que él sigue enamorado de ti. Rompisteis porque tú te mudaste a Fukuoka, y la despedida fue muy triste, ¿verdad? Si le llamas, le darás una alegría», dijo, como si se estuviera burlando disimuladamente de la atónita Sari.

Por cosas como ésa, Sari se sentía muy incómoda cuando se quedaba a solas con Yoshino. Con Mako podía ser el centro de atención, pero Yoshino hacía que se sintiera culpable, como si llevara una prenda de marca de imitación. Sin embargo, cuando salía con la tímida Mako y un grupo de chicos las invitaba a juntarse con ellos, nunca se divertía. En cambio, cuando salía con Yoshino, conseguía que los chicos las invitaran a cenar y al karaoke, y no tenía remordimientos cuando se despedían de ellos y desaparecían con la excusa de que tenían que volver a la residencia antes de que cerraran las puertas.

En un abrir y cerrar de ojos, las chicas dieron buena cuenta de la última ración individual de gyoza que habían pedido. Contando las cuatro raciones que ya se habían comido, cada una llevaba trece gyoza en total.

—He comido demasiado. Hoy he engordado un kilo por lo menos —se lamentó Yoshino, estirando las piernas bajo la mesa y frotándose la barriga con un gesto exagerado. Sari y Mako, que también se habían puesto cómodas, se sentían igual de llenas, y suspiraron profundamente.

Yoshino cogió la cuenta y dividió el importe entre tres.

—¿No vas a llegar tarde? Ya son las diez y media —le recordó Mako, levantando la vista hacia el reloj de pared.

—¿Dónde? —le preguntó Yoshino que, por un momento, no sabía de qué le estaba hablando.

—Pues a tu cita con Masuo… —dijo Mako, desconcertada.

Yoshino por fin cayó en la cuenta de que sus amigas seguían convencidas de que había quedado con Masuo.

—Ah, sí. Enseguida voy —respondió precipitadamente, como si de verdad tuviera una cita con él.

A las diez, Yoshino había pensado en mandarle un mensaje a Yuichi para decirle que se retrasaría, pero justo en ese momento estaba criticando a Suzuka Nakamachi y al final no lo había avisado.

Yuichi había insistido mucho en quedar, así que al final ella no tuvo más remedio que aceptar. Él le había dicho que tenía que darle el dinero de la última vez. Si sólo se trataba de eso, en cinco minutos habrían terminado.

Yoshino dividió la cuenta entre tres y anunció la cantidad que debía pagar cada una. Los gyoza subían a 470 yenes por ración, y la ensalada de patata costaba 520 yenes. Sumando las alitas de pollo, las huevas de bacalao marinadas típicas de Hakata y las cervezas, el total ascendía a 7.100 yenes, es decir, 2.366 yenes por persona. En cuanto anunció la cifra, Sari y Mako sacaron de sus monederos el importe exacto, ni un yen más, ni un yen menos, y dejaron el dinero encima de la mesa. Mientras esperaba a que sus amigas pagaran, Yoshino sacó el móvil del bolso y comprobó si había recibido algún mensaje. Le habían llegado varios, pero no tenía ninguno de Yuichi, ni tampoco de Masuo, como era de suponer.

A las diez y cinco, Yuichi Shimizu estuvo a punto de enviarle un mensaje a Yoshino.

Había aparcado frente a la entrada principal del parque de Higashi y había apagado el motor. Parecía que llevara varios días allí, igual que los demás coches que se encontraban en el aparcamiento de la avenida arbolada, donde la tarifa era de 200 yenes la hora.

Aunque la estación de tren de Yoshizuka estaba cerca de allí, pasadas las diez de la noche había pocos coches circulando por la calle que bordeaba el parque. De vez en cuando, un taxi doblaba la esquina y sus faros iluminaban la hilera de coches vacíos. El que estaba aparcado justo enfrente de la entrada principal del parque era el único coche ocupado. En su interior destacaba la cara de Yuichi, bronceada por el sol de las obras.

Yoshino le había dicho que la esperara en la entrada principal del parque de Higashi, de eso no tenía ninguna duda. Iba a salir a cenar con unas amigas, pero le aseguró que a las diez ya habría terminado. Yuichi pensó en dar una vuelta en coche alrededor del parque, pero tardaría más de tres minutos en recorrer las callejuelas. Si Yoshino salía de la estación mientras él no estaba, pensaría que no había acudido a la cita.

Yuichi apartó la mano de la llave del contacto, que ya había empezado a girar. Aunque el motor ya llevaba más de cinco minutos apagado, aún notaba bajo su asiento el calor que desprendía el coche después de haber cruzado el puerto de Mitsuse. Recordó la carretera bajo la luz azulada de los faros halógenos y se vio a sí mismo pisando el acelerador como si quisiera penetrar el haz de luz, derrapando con los neumáticos traseros al tomar las curvas. Aunque persiguiera sin tregua la luz que iluminaba la carretera, siempre se le acababa escapando.

Cada vez que recorría de noche la carretera del puerto, Yuichi se imaginaba que acababa atrapando aquel haz de luz. En cuanto lo consiguiera, el coche lo atravesaría en un abrir y cerrar de ojos, y al otro lado se extendería un paisaje que nunca había visto y que era incapaz de visualizar. Intentó compararlo con el mar Mediterráneo, con la Vía Láctea y con otros escenarios que había visto años atrás en algunas películas, pero ninguno le parecía lo bastante adecuado. A veces, intentaba olvidarse de los paisajes que conocía gracias a las películas e imaginarse algo completamente distinto, pero cada vez que lo intentaba se quedaba en blanco. Al final, acabó pensando que era imposible atravesar la luz que proyectaban los faros del coche.

Yuichi cerró los ojos. Detrás de sus párpados aparecieron las imágenes de la carretera de montaña que acababa de recorrer y de las brillantes luces de Tenjin. Hacía un cuarto de hora que Yoshino debería haber llegado. Aunque apareciera en ese momento, no tendrían mucho tiempo. Yuichi se preguntó de qué iban a hablar, y no encontró ningún tema de conversación.

Tanto la acera como la calzada estaban desiertas, no había coches ni gente. Si tuvieran media hora, podría pedirle a Yoshino que le hiciera una felación dentro del coche. Al principio ella se opondría, naturalmente, pero si la besaba, aunque fuera a la fuerza, y le tocaba los pechos…

Al llegar al final de la carretera del puerto, Yuichi se había comprado una botella de té en una máquina expendedora y se la había bebido de un trago, así que le entraron muchas ganas de orinar. Miró a derecha y a izquierda y no vio a nadie en la calle. Sabía que los baños públicos del parque estaban cerca de allí. La última vez que había quedado con Yoshino entró y, de repente, un chico se puso detrás de él. Se quedó allí, inmóvil y en silencio a pesar de que el urinario de al lado estaba libre, hasta que Yuichi hubo terminado. Yuichi tuvo miedo a que le dijera algo, así que orinó a toda prisa, se subió la cremallera del pantalón y salió corriendo de los baños públicos como si alguien lo persiguiera. Se volvió varias veces mientras caminaba hacia el coche, pero no había ni rastro del chico. Fue una experiencia bastante desagradable.

Esperó cinco minutos más y volvió a abrir el móvil. No creía que Yoshino le diera plantón, pero empezó a sentirse intranquilo. Abrió la puerta del coche y bajó. Hacía mucho frío, como si el gélido aire del puerto hubiera bajado hasta la ciudad. Se desperezó, hizo una profunda inspiración y el aire frío penetró en su garganta. A lo lejos, el cielo sobre Tenjin tenía un tono violáceo. De repente, a Yuichi se le ocurrió la posibilidad de que Yoshino quisiera pasar la noche con él. Quizá tendría en cuenta que él había venido expresamente desde Nagasaki y le propondría pasar la noche en el hotel por horas donde estuvieron la última vez. En ese caso, no le importaría que la chica se hubiera retrasado veinte minutos. El problema era que aquella noche no podía quedarse a dormir en Hakata, porque al día siguiente entraba a trabajar a las siete de la mañana.

Yuichi pasó por encima de la valla, comprobó que no pasara nadie por la calle y orinó en el seto del parque. El líquido espumeante cubrió el seto como un paño húmedo y goteó hasta sus pies.

—¿Os acordáis de los chicos que nos invitaron a salir con ellos en el puente Deai? ¿Tú te acuerdas, Yoshino? —le dijo Sari, que caminaba tras ella.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Yoshino, volviéndose.

Las tres chicas habían salido del restaurante de gyoza de Nakasu y caminaban rápidamente hacia la estación a lo largo del río Naka, en cuya superficie se reflejaban los rótulos luminosos.

—En verano.

Sari, que ahora caminaba al lado de Yoshino, desvió la mirada hacia el puente Fukuhaku Deai, que cruzaba la iluminada superficie del río.

—No me acuerdo…

—Sí, mujer, los dos chicos de Osaka que habían venido de viaje de negocios.

—Ah, sí —asintió Yoshino cuando Sari le recordó los detalles.

Un día, el verano anterior, habían salido a cenar a Tenjin y estaban cruzando el puente de vuelta a casa cuando unos chicos les preguntaron si querían ir con ellos al karaoke. Ambos iban vestidos con elegantes trajes y tenían buena planta, pero Mako había bebido demasiado y se encontraba mal, así que ellas rechazaron brevemente la invitación.

—¿Recuerdas que nos dieron sus tarjetas de visita? Pues ayer las encontré por casualidad, y ¿sabes qué? Resulta que trabajaban para la televisión de Osaka —le contó Sari.

—¿Enserio? ¿Para la televisión? —dijo Yoshino, mostrando un poco más de interés.

—Cuando cambie de trabajo, me gustaría trabajar en algo relacionado con los medios de comunicación. A lo mejor me pongo en contacto con ellos.

—¿Con unos desconocidos que intentaron ligar con nosotras? —se burló Yoshino con cierto desdén.

Con los estudios que tenía Sari, era poco probable que encontrara trabajo en el mundo de los medios de comunicación.

—Por cierto, ¿qué pasó al final con aquel chico al que conociste en un parque al lado del Solaria? —le preguntó Sari, cambiando de tema.

—¿Al lado del Solaria? —repitió Yoshino.

—Sí, ese tío que vivía en Nagasaki y que tenía un coche muy chulo —añadió Sari. Se refería a Yuichi, el chico con el que Yoshino había quedado aquella misma noche.

—Ya —le respondió vagamente Yoshino para dar por terminada la conversación, y se volvió hacia Mako.

Yoshino le había dicho a Sari que se habían conocido en un parque de Tenjin, pero en realidad fue en una página web de contactos. Después de intercambiarse correos electrónicos durante un par de semanas, quedaron por primera vez en el vestíbulo del Solaria. Yuichi vivía en Nagasaki, de modo que no conocía el moderno edificio.

—¿Nunca has estado en Tenjin? —le preguntó Yoshino.

—He venido en coche varias veces, pero nunca había paseado por aquí —repuso él.

Al principio, a Yoshino no le apetecía mucho quedar con él. Sin embargo, contra todo pronóstico, el chico parecía bastante atractivo en la foto que le mandó por correo electrónico el día anterior, así que le mandó un mensaje explicándole cómo llegar al Solaria.

Aquel día, cuando llegó al edificio a la hora de la cita, vio a un chico alto apoyado en un escaparate en un rincón del vestíbulo. Era mucho más guapo que en la foto. Le vinieron a la memoria algunas de las conversaciones que habían mantenido por teléfono y vía correo antes de conocerse, y se arrepintió de no haber sido más sincera con él. Con el corazón acelerado, se detuvo delante del chico, que pareció desconcertado al ver que ella se le acercaba directamente y murmuró algo en voz baja.

—¿Cómo? ¿Perdona? —le preguntó Yoshino, y él volvió a balbucear. Yoshino pensó que sería por culpa de los nervios y le preguntó por segunda vez qué había dicho. Mientras tanto, apoyó la mano en su brazo deliberadamente y lo miró sonriendo.

—No conozco ningún restaurante por aquí —repitió el chico, con un hilo de voz.

—No importa, cualquier lugar estará bien —le respondió ella con una sonrisa, y él pareció relajarse un poco.

Pero sus titubeos a la hora de hablar, que ella había atribuido a los nervios de la primera cita, no desaparecieron con el paso de las horas. Yuichi respondía con balbuceos a todas las preguntas de Yoshino, que no consiguió entenderlo a la primera ni una sola vez. Aquello no tenía nada que ver con los nervios, era su forma habitual de hablar.

—Me pone muy nerviosa —escupió Yoshino mientras bajaba la escalera de la estación con Sari y Mako, cada una a un lado.

—Pero es muy guapo, ¿no? —le preguntó Mako, con un deje de envidia en la voz.

—No está mal, pero es un soso. Además, yo ya tengo a Masuo —respondió.

—Tienes razón. No lo entiendo, ¿por qué los hombres guapos sólo se acercan a ti?

Después de la intervención de Mako se hizo un breve silencio.

—Hace muy poco que sale con Masuo, es normal que quiera quedar con otros chicos —terció Sari al fin, ligeramente sarcástica.

Yoshino se sujetó a la correa del vagón abarrotado.

—Tiene un Nissan Skyline GT-R remodelado y es un poco más alto que Masuo, pero os aseguro que es un tío aburridísimo. Creo que le faltan un par de veranos —les dijo a sus amigas mirando hacia la ventana, que les devolvía su reflejo.

—¿Cuántas veces habéis quedado? —le preguntó Mako, dirigiéndose también al reflejo del cristal.

—Dos o tres —le respondió Yoshino sin volverse.

—Pero viene expresamente desde Nagasaki para verte, ¿no?

—¡Sólo tarda una hora y media!

—¿Tan poco?

—Conduce como una bala.

—¿Te ha llevado en coche alguna vez?

—Bueno, sólo fuimos hasta Momochi.

Sari, que había estado escuchando en silencio la conversación que sus dos amigas mantenían a través del cristal de la ventana, bajó el tono de voz y le hizo cosquillas a Yoshino en el costado.

—Si estuvisteis en Momochi, seguro que pasasteis la noche en el hotel Hyatt.

—¿En el Hyatt? ¡Qué va! —repuso Yoshino, dejando deliberadamente la respuesta abierta a otras opciones.

En realidad, no habían estado en el Hyatt de Momochi sino en el DUO-2, un hotel por horas barato construido en una franja de tierra robada al mar en la bahía de Hakata.

El día de su primera cita en el Solaria, fueron a comer a una pizzería que quedaba cerca de allí. Yuichi demostró ser un chico bastante inseguro: al principio no conseguía llamar la atención de la camarera, que iba de mesa en mesa sin parar y, cuando le trajeron por error un plato que no había pedido, se puso tan nervioso que ni siquiera se quejó. Yoshino no podía evitar compararlo con el desinhibido Masuo cuando estuvieron jugando a los dardos en aquel bar de Tenjin.

Cuando se mudó a los apartamentos Fairy Hakata, Yoshino estuvo un tiempo enganchada a las páginas de contactos. Antes de entablar amistad con Sari y Mako, por las noches se quedaba sola en su habitación y se aburría como una ostra, así que se entretenía intercambiando correos con una decena de amigos virtuales. Todos querían conocerla. Mientras rechazaba invitaciones por correo electrónico, se sentía como si tuviera una ajetreada vida social. En realidad, lo único que hacía era mantenerse ocupada deslizando los dedos por el teclado en un rincón del distrito de Hakata, que todavía no conocía.

Luego empezó a salir con Sari y Mako, y ya no tenía tiempo para sus amigos virtuales. En octubre conoció a Masuo, que le pidió su número de teléfono. Sin embargo, irritada ante la visible falta de interés por parte del chico, volvió a darse de alta en las páginas de contactos. El resultado fue que recibió más de cien e-mails en tres días, aunque algunos hombres sólo le pedían sexo a cambio de dinero. Empezó clasificándolos por la edad, y luego descartó a los que mentían sobre su edad a juzgar por el tipo de lenguaje que utilizaban. Sólo respondió a los que le parecieron más adecuados.

Uno de ellos era Yuichi Shimizu. En el correo que le había enviado, él decía que le gustaban los coches. En aquella época, Yoshino se obsesionó imaginándose a sí misma en el Audi de Masuo, sentada en el asiento del acompañante. Aunque él todavía no la había invitado a salir, le gustaba fantasear sobre el lugar adonde irían y la música que escucharían en el coche. Quizá por eso el correo de Yuichi enseguida le llamó la atención entre los más de cien que había recibido.

La primera vez que quedó con él, nada más verlo se arrepintió un poco de haberle dicho por teléfono y por e-mail que no le apetecía mantener una relación, puesto que estaba saliendo con un chico con el que las cosas no iban demasiado bien. Sin embargo, con el paso de las horas se dio cuenta de que Yuichi era demasiado tímido. Además, cuando por fin abrió la boca, empezó a hablarle de coches y parecía que nunca iba a terminar, así que Yoshino lo tachó de su lista mental.

En realidad, lo que deseaba Yoshino no era sólo ir en coche. Quería subir al lado de un hombre que despertara la envidia de todos, como Keigo Masuo, y exhibir su elegancia por todo el distrito de Hakata. Las toscas manos de Yuichi, que trabajaba en las obras públicas de Nagasaki, ni siquiera le parecieron excitantes, simplemente eran las manos castigadas de un obrero.

Yoshino y sus amigas bajaron del metro en la sede del gobierno prefectural de Chiyo, a dos paradas de la estación de Nakasu Kawabata. Subieron las estrechas escaleras y salieron detrás del gimnasio municipal. Solía ser una zona bastante animada, pero por las noches y durante los fines de semana el barrio estaba tan muerto y silencioso que parecía una escena sacada de un sueño.

—¿Dónde habéis quedado? —le preguntó Mako, que caminaba delante.

—Pues… en la estación de Yoshizuka —mintió Yoshino, tras un momento de vacilación. No creía que sus amigas la siguieran para espiarla, pero debía tomar precauciones para que no descubrieran que en realidad no había quedado con Masuo.

—¿No te importa ir sola hasta la estación? —le preguntó Mako, inquieta al pensar que Yoshino tendría que recorrer la oscura calle junto al parque.

—No te preocupes —la tranquilizó con una sonrisa.

—Bueno, pues nosotras nos vamos a casa —dijo Sari justo después, y doblaron la esquina.

Para llegar a la entrada principal del parque, donde Yuichi la estaba esperando, tenía que recorrer la oscura calle. Yoshino se despidió de Sari y Mako en la esquina, donde había un buzón bajo una farola, apretó un poco el paso y se adentró en la calle sumida en la penumbra. Durante un rato, oyó tras ella los pasos de sus amigas, que caminaban hacia los apartamentos, pero se fueron alejando poco a poco hasta que sólo pudo oír sus propios pasos resonando en la estrecha acera.

Ya eran las once menos cuarto. Sólo necesitaba tres minutos para resolver aquel asunto. Era una lástima que Yuichi hubiera venido expresamente desde Nagasaki, pero fue él quien insistió en entregarle en mano los 18.000 yenes que habían acordado, a pesar de que Yoshino le pidió que le hiciera una transferencia con la excusa de que no tenía tiempo para quedar.

Mako y Sari también oyeron los pasos de Yoshino alejándose poco a poco a lo largo de la calle que bordeaba el parque. Al frente vieron la entrada iluminada de los apartamentos.

—¿Crees que tardará mucho? —dijo Mako, volviéndose hacia los pasos que se alejaban.

Sari también se volvió. La calle parecía una imagen monocromática en la que sólo destacaba el buzón rojo.

—¿De verdad crees que Yoshino ha quedado con Masuo? —le preguntó Sari de repente, como si se le hubieran escapado las palabras.

—¿A qué te refieres? ¿Con quién iba a quedar si no? —le respondió Mako, ladeando la cabeza con aire inocente, como hacía siempre que estaba desconcertada.

—Es que me cuesta creer que Yoshino y Masuo sean novios.

—Hombre, Yoshino sale bastante últimamente.

—Sí, pero nunca los hemos visto juntos. A lo mejor sólo ha ido a comprar algo al minimercado.

—¡Venga ya! —rió Mako.

Yuichi encendió la luz interior y giró el retrovisor hacia sí. Su cara vagamente iluminada era lo único que destacaba en la oscuridad del coche. Movió la cabeza a derecha e izquierda y se peinó. Tenía el pelo fino y suave, que se escurría entre sus toscos dedos.

Se tiñó por primera vez en primavera del año anterior. Al principio optó por un castaño oscuro casi negro. Algunos de sus compañeros de trabajo ni siquiera se dieron cuenta, de modo que la siguiente vez eligió un castaño un poco más claro, y siguió aclarándose el pelo progresivamente durante todo el año hasta entonces, cuando lo llevaba casi rubio. Puesto que los cambios de tonalidad habían sido graduales, nadie se rió de él cuando apareció con el pelo rubio. El encargado de la obra, un tal Nosaka, fue el único que un día le dijo en broma: «¡Pero bueno! ¿Desde cuándo eres rubio?». El trabajo al aire libre mantenía su piel bronceada durante todo el año, de modo que el pelo rubio no desentonaba en absoluto, hasta se podría decir que le quedaba bien.

Aunque a Yuichi no le gustara llamar la atención, cuando iba a una tienda de ropa a comprarse sudaderas para el trabajo alargaba la mano sin darse cuenta hacia las de color rojo o rosa. Mientras conducía hacia la tienda iba con la idea de comprarse ropa negra o beige que disimulara las manchas, pero cuando entraba y se encontraba ante aquella variedad de colores escogía inconscientemente los más llamativos. De todos modos, se ensuciará enseguida, pensaba, y por algún inexplicable motivo siempre alargaba la mano hacia las sudaderas rojas y rosa.

El viejo armario de su habitación estaba atiborrado de sudaderas y camisetas. Todas tenían el cuello raído, los bordes deshilachados y la tela desgastada. Sin embargo, seguían siendo tan llamativas como el primer día, de modo que su armario tenía el aspecto de un parque de atracciones abandonado. Aun así, le gustaban aquellas viejas camisetas y sudaderas impregnadas de sudor y de grasa. Cuanto más se las ponía, más cómodo se sentía, como si estuviera desnudo.

Yuichi terminó de peinarse, se inclinó hacia delante y acercó la cara al retrovisor. Tenía los ojos ligeramente enrojecidos, pero el grano que había tenido entre las cejas los últimos días había desaparecido.

Cuando iba al instituto, Yuichi era de los que ni siquiera se peinaban. A pesar de que no practicaba ningún deporte extraescolar, el barbero de su barrio, al que iba de vez en cuando desde que era pequeño, siempre le dejaba el pelo igual de corto. Cuando empezó la escuela secundaria técnica, el barbero le dijo: «Seguro que pronto empezarás a pedirme que te corte el pelo así o asá, que te haga esto y lo otro». El gran espejo de la barbería mostraba a un muchacho alto y delgado que estaba muy lejos de parecer un hombre. «Si quieres que te haga algún corte especial, sólo tienes que pedírmelo», se ofreció el barbero, un cantante aficionado que grababa sus propios discos de baladas y los promocionaba colgando carteles en las paredes de la barbería.

A pesar de la buena disposición del hombre, Yuichi no sabía a qué se refería con un «corte especial». No habría sabido por dónde empezar, ni qué tipo de peinado hacerse, ni cómo pedirlo.

Cuando terminó los estudios, Yuichi siguió acudiendo a la misma barbería. Después de graduarse encontró trabajo en una empresa de dietética que no le duró mucho. Estuvo una temporada sin hacer nada hasta que un antiguo compañero de clase le ofreció un empleo en un karaoke. La empresa quebró al cabo de medio año, y desde entonces estuvo unos cuantos meses trabajando en una gasolinera y en un supermercado. Al final, se dio cuenta de que ya tenía veintitrés años.

Entonces fue cuando empezó a trabajar de obrero. Era más bien un empleado a tiempo parcial que un trabajador fijo, pero el jefe de la empresa era su tío abuelo y le pagaba bastante bien. Llevaba cuatro años trabajando en las obras públicas. Era muy duro, pero trabajaba cuando hacía buen tiempo y tenía descanso los días de lluvia. Yuichi consideraba que aquella vida tan poco rutinaria estaba hecha a su medida.

Cada vez circulaban menos coches por la calle que pasaba junto al parque. Había tanto silencio que, cuando se fue la pareja joven que estaba dos coches delante del de Yuichi, su presencia quedó flotando en el ambiente.

Fue entonces, mientras se limpiaba las uñas bajo la pequeña luz interior del coche, cuando vio a Yoshino caminando sin prisas por la oscura acera que bordeaba el parque. Cada vez que pasaba bajo una farola, su silueta aparecía claramente iluminada, y luego volvía a ensombrecerse hasta la siguiente farola, que estaba a unos diez metros de distancia. Yuichi hizo sonar el claxon brevemente. Ella se sobresaltó y se detuvo por un instante.

La mañana del lunes 10 de diciembre de 2001, en la habitación 302 de los apartamentos Fairy Hakata del distrito de Hakata, en la ciudad de Fukuoka, Sari Tanimoto se despertó cinco minutos antes de que sonara el despertador, cosa que no era habitual en ella. Normalmente le costaba mucho levantarse, hasta el punto de que su madre perdía los nervios cuando aún vivía en Kagoshima con sus padres. Desde que se había ido de casa para mudarse a Hakata, cuando hablaban por teléfono, su madre aún le preguntaba si conseguía levantarse a tiempo por la mañana. Quizá le costara levantarse porque tardaba mucho en conciliar el sueño. Antes, cuando iba al colegio, solía acostarse temprano porque sabía lo mucho que le costaba levantarse, pero cuando cerraba los ojos empezaba a recordar conversaciones que había mantenido con sus amigas durante el día, y pensaba en lo que debería haber dicho en un momento determinado, o en que debería haber vuelto antes a clase en otra ocasión. No eran cosas importantes, pero no conseguía dejar de darles vueltas y más vueltas en vano. Eso no sería tan extraño en cualquier otra persona, pero Sari, sin darse cuenta, convertía en una escena imaginaria su obsesión por las trivialidades que ocurrían en su vida cotidiana.

Era una escena difícil de describir con palabras. Se introdujo en su cabeza una noche, poco después de haber empezado la escuela secundaria, mientras estaba acostada en el futón con los ojos abiertos. Desde entonces siempre regresaba cuando trataba de conciliar el sueño, aunque intentara no pensar en ella.

No sabía a qué época pertenecía, quizá a los años veinte o quizá a la década posterior. En la escena, Sari estaba encerrada en una pequeña habitación con la foto de una actriz en la mano. A veces, la actriz llevaba ropa occidental y salía en una especie de póster, mientras que otras veces se trataba de un recorte de periódico en el que se anunciaba la película que protagonizaba. Sari no sabía quién era. Pero la Sari que aparecía en aquella escena imaginaria sí lo sabía, y la envidiaba terriblemente sin saber por qué. Desde la ventana enrejada de la habitación veía jóvenes soldados desfilando airosamente por una calle bordeada de cerezos, y oía a lo lejos los gritos de los niños que hacían guerras de nieve. En su imaginación, Sari se impacientaba y deseaba salir de allí. Sabía que, si lograba escapar, sería ella quien protagonizaría la película en lugar de aquella actriz. La escena no tenía ningún argumento, ni tampoco salían más personajes. Sin embargo, los sentimientos de su álter ego no la dejaban dormir.

Justo antes de que sonara el despertador, Sari sacó el brazo del futón y desactivó la alarma. Le pareció oír el timbre que no había sonado. Abrió el móvil, que tenía junto a la almohada, y comprobó que no había recibido noticias de Yoshino.

Sari salió del futón y abrió la cortina. Su ventana de la segunda planta daba al parque de Higashi, que se extendía ante sus ojos bañado por el sol de la mañana.

La noche anterior, Sari llamó a Yoshino poco antes de las doce pensando que ya habría vuelto a su habitación, pero no le cogió el móvil. Cuando saltó el buzón de voz, Sari colgó, salió al balcón y echó un vistazo a la habitación de Yoshino, que se encontraba en la primera planta, justo debajo de la suya. Las luces estaban apagadas. Suponiendo que ya hubiera vuelto de su cita con Keigo Masuo, era imposible que se hubiera acostado tan deprisa.

Tras un momento de vacilación, Sari llamó a Mako. Descolgó enseguida, pero debía de estar cepillándose los dientes, porque hablaba con una voz difícil de entender.

—¿Sí?

—Oye, Yoshino aún no ha vuelto, ¿verdad? —le preguntó Sari.

—¿Yoshino?

—¿No dijo que volvería pronto? Es que he intentado llamarla al móvil y no lo coge.

—Estará en la ducha.

—Tiene las luces apagadas.

—Pues igual sigue con Masuo.

—Es posible —admitió Sari, al percibir una clara irritación en el tono de su amiga.

—Volverá enseguida. ¿Querías algo más? —inquirió Mako.

—No, nada —respondió Sari, y colgó el teléfono.

No es que necesitara hablar con Mako, pero de repente había recordado los pasos de Yoshino alejándose hacia el parque sumido en la oscuridad. En cualquier otra ocasión, Sari habría olvidado enseguida el asunto, pero aquella noche seguía preocupada cuando se acostó en el futón después de haberse duchado. Llamó otra vez a Yoshino, aunque le daba miedo hacerse demasiado pesada. Sin embargo, aquella vez tenía el móvil apagado, porque le saltó el contestador antes de oír el tono de llamada. En ese momento, recordó que Keigo Masuo tenía un piso enfrente de la estación de Hakata. Sari se sintió ridícula y arrojó el móvil a su lado, junto a la almohada.

Aquella mañana, Sari llegó a las oficinas que la empresa tenía en Hakata, delante de la estación, a las ocho y media en punto, justo cuando empezaba la reunión matutina previa a la jornada laboral. En línea recta desde los apartamentos había más o menos un kilómetro de distancia que Sari solía recorrer en bicicleta, pero cuando ya estaba en el aparcamiento, Mako, que normalmente iba en metro hasta las oficinas de Seinan, la llamó y le dijo que tenía una reunión en Hakata, así que cogieron juntas el metro.

—Por cierto, ¿sabes algo de Yoshino? —le preguntó Sari mientras iban de camino a la estación.

—¿De Yoshino? ¿No ha vuelto? —dijo Mako, con su voz tranquila de siempre.

—No lo sé, no me ha devuelto las llamadas.

—A lo mejor anoche se quedó en casa de Masuo y vendrá directamente desde allí —apuntó Mako. Aunque fuera raro, su tono despreocupado convenció a Sari. Las chicas interrumpieron la conversación y entraron corriendo en el metro.

Cuando terminó la reunión matutina, a la que llegaron por los pelos, el jefe de la oficina encendió el televisor que había en la pequeña sala de reuniones. Como no solía hacerlo, las empleadas que se encontraban allí se volvieron todas a la vez.

—Dicen que ha habido un asesinato en el puerto de Mitsuse —dijo el jefe, volviéndose hacia ellas. Algunas empleadas, que ya conocían la noticia, se pusieron a comentarla en voz alta en un rincón de la oficina mientras las demás se acercaban al televisor.

En el gran ventanal por el que entraba la luz de la mañana todavía quedaban adornos del festival de Tanabata del 7 de julio, que parecían los últimos rescoldos del calor del verano.

Sari se dirigió hacia Mako, que estaba inclinada sobre una caja de cartón contando los regalos sobrantes de las promociones de ventas.

—¿Vas a comprarte uno? ¿No son un poco caros? —le preguntó Sari.

—Pronto sacarán regalos nuevos y podremos comprar éstos con un setenta por ciento de descuento.

La caja de cartón estaba llena de conejos de peluche más bien feos que se regalaban a los clientes.

—Con regalos como éstos, no habrá nadie que quiera firmar un contrato con nosotros —se lamentó Sari.

—Pues hay algunos que piden sólo el peluche —le aseguró Mako, muy seria.

En ese momento, las empleadas reunidas ante el televisor profirieron varias exclamaciones de sorpresa: «¡Dios mío!», «¡Es espantoso!». No parecían especialmente alarmadas, sino más bien indiferentes, de modo que Sari echó un vistazo a la pantalla sin demasiado interés.

En condiciones normales, la cadena de televisión local estaría emitiendo el programa matinal de entretenimiento en el que hablaban sobre las ofertas del distrito comercial de la ciudad, pero aquella mañana en la pantalla del televisor colocado sobre un estante aparecía un joven periodista con la frente arrugada y una carretera de montaña de fondo.

—Han encontrado un cadáver en el puerto de Mitsuse —dijo alguien de los que estaban ante el televisor, volviéndose hacia nadie en particular.

Atraídas por la noticia, unas cuantas personas más se levantaron y se acercaron a la pantalla.

—Esta mañana se ha descubierto el cadáver de una mujer joven en el fondo del precipicio que pueden ver detrás de mí. La policía ha acordonado la zona y no podemos acercarnos más, pero tal y como se puede observar desde aquí, la zona donde se ha encontrado el cuerpo es un barranco muy escarpado —gritó el periodista, jadeando, quizá porque acababa de llegar corriendo al escenario del crimen.

De repente, Sari tuvo un mal presentimiento y miró a Mako. Pero su amiga, sin prestar atención a las noticias, estaba concentrada clasificando los conejos de peluche de la caja de cartón.

—Mako —la llamó Sari. Mako interpretó que quería pedirle un peluche y le ofreció el más pequeño que tenía entre las manos—. No, no es eso, mira —insistió Sari, impaciente, y le señaló el televisor con un golpe de mentón. Poco a poco, Mako dirigió la vista hacia la pantalla.

—En estos momentos, aún no se ha comprobado la identidad de la víctima. Una fuente relacionada con la investigación nos ha informado de que el cuerpo ha sido abandonado esta madrugada poco después de haber fallecido, entre ocho y diez horas después de su muerte…

En ese momento, Mako dejó de escuchar la crónica del periodista y volvió a desviar la mirada. En cierto modo, Sari temía lo que su amiga iba a decir a continuación, pero Mako se puso muy seria y se limitó a pronunciar una frase completamente absurda:

—Dicen que en el puerto de Mitsuse hay fantasmas, ¿verdad?

—¡No me refería a eso! —se impacientó Sari.

Sabía que tendría que explicarse mejor si quería que Mako entendiera lo que estaba pensando, pero le daba miedo expresarlo en voz alta. Mako volvió a alargar la mano hacia la caja de los peluches.

—¿Ah, no? ¿A qué te referías, entonces?

—Yoshino no ha venido a trabajar, ¿verdad? —consiguió decir Sari al final, pero Mako seguía sin comprenderla.

—No, no ha venido —corroboró sin alterarse.

—¿No deberíamos llamarla?

Preocupada, Sari se volvió de nuevo hacia el televisor.

Al fin, Mako pareció entender lo que su amiga intentaba decirle.

—¡Venga ya! —exclamó, perpleja—. Estoy segura de que ha ido directamente al trabajo desde el piso de Masuo.

Sari iba a replicar, pero al ver que Mako retomaba la tarea de clasificar peluches tuvo la sensación de que quizá se había precipitado.

—Si estás preocupada por ella, deberías llamarla.

—Es que…

—¿Quieres que lo haga yo?

Un poco molesta, Mako sacó el móvil del bolso.

—Me ha saltado el contestador —anunció—. Hola, Yoshino, llámame cuando escuches este mensaje, ¿vale?

Cuando terminó de hablar, Mako colgó el teléfono.

—¿Y si intentamos localizarla en su oficina? —propuso Sari.

—Tiene que estar —le aseguró Mako mientras marcaba el número de la oficina de Tenjin, donde trabajaba Yoshino—. Buenos días, soy Mako Adachi de la oficina de Seinan. ¿Podría hablar con Yoshino Ishibashi, por favor? —dijo Mako. A continuación, volvió a meter las manos en la caja de cartón mientras sujetaba el móvil entre el hombro y la oreja. Al cabo de un momento, levantó la cabeza—. Sí. ¿Cómo? Ya veo. Sí, claro. Bien —respondió en un tono desenfadado.

Colgó el teléfono y miró a Sari, aturdida.

—¿Está o no está?

—En el tablón pone que esta mañana Yoshino iba directamente a visitar a un cliente. A lo mejor era el dueño de la cafetería del que Yoshino nos habló el otro día.

Más tarde, Sari pensó que si Suzuka Nakamachi, que también vivía en los apartamentos, no hubiera hablado precisamente entonces, aquella conversación no habría ido más allá. Todo el mundo empezó a ocupar su lugar de trabajo, y Mako terminó de contar peluches y se dispuso a volver a su oficina.

—Es espantoso. Y pensar que yo también he pasado por esa carretera… —intervino Suzuka, temblando exageradamente y con los ojos fijos en el televisor.

Aunque ambas trabajaban en la misma zona, no se podía decir que fueran amigas, pero Suzuka siempre trataba a Sari y a las demás con excesiva familiaridad. A Mako no le importaba demasiado, pero Yoshino no la soportaba, y se retorcía de rabia mientras refunfuñaba: «No puedo con ella».

—Por cierto, Suzuka —le dijo Sari, mirando la pantalla del televisor por el rabillo del ojo—. Dijiste que conocías a Keigo Masuo de la Universidad Nansei, ¿verdad? ¿Tienes su número de teléfono?

—¿El teléfono de Masuo? ¿Para qué lo quieres? —le preguntó Suzuka, recelosa.

—Es que no conseguimos localizar a Yoshino, y esta noche ha estado con Masuo. Por eso he pensado que podrías darnos su número, si es que lo tienes.

Suzuka la escuchó sin inmutarse.

—Yo no lo conozco personalmente, pero tengo un amigo que estudia con él.

—¿Y ese amigo tuyo sabe dónde localizarlo?

—Pues no lo sé… —titubeó Suzuka, y Sari se dio cuenta de que no estaba muy dispuesta a echarle una mano.

—Tengo que irme —intervino Mako, que había estado escuchando distraídamente, y cerró la tapa de la caja de cartón.

En ese preciso instante, apareció en la pantalla el anciano que había encontrado el cadáver y empezó a responder a las preguntas del periodista. Por algún motivo, los empleados que seguían las imágenes prorrumpieron al unísono en una sonora carcajada. Al parecer, el anciano tenía los pelos de la nariz excesivamente largos. Gracias a eso, el tenso ambiente de aquella mañana desapareció, y la oficina recuperó su tranquilidad habitual.

—He visto que se me había soltado una de las cuerdas del remolque y me he parado justo en esta curva. Al bajar del coche, me he asomado al barranco y he visto algo enganchado en un árbol. Me he fijado mejor y… vamos, que me he llevado un buen susto.

Aquel día, Suzuka Nakamachi llegó a la cafetería que había delante del centro comercial de Mitsukoshi alrededor de las diez de la mañana. Después de mucho tiempo sin que nadie le firmara un solo contrato, por fin había conseguido una reunión con un cliente. El nuevo contacto no reportaría grandes beneficios a la empresa, pero si las relaciones prosperaban, el cliente recomendaría los servicios de Suzuka a su prima y al marido de ésta.

La reunión era a las diez y media, así que le sobraba algo de tiempo. Suzuka llamó a Yosuke Tsuchiura, un amigo suyo que iba a la Universidad Seinan Gakuin. Como es de suponer, no le preocupaba en absoluto que Yoshino hubiera desaparecido, sólo quería aprovechar la oportunidad para conocer a Keigo Masuo, que le gustaba desde hacía tiempo.

Tsuchiura era de Saitama, como Suzuka, y habían ido juntos al instituto. Cuando él se graduó y decidió ir a una universidad privada de Fukuoka en la que no conocía a nadie, sus amigos se sorprendieron y le preguntaron por qué había elegido precisamente la isla de Kyushu. Al parecer, Tsuchiura quería hacer vida universitaria en un lugar donde no conociera a nadie, y Suzuka fue la única a quien la idea le pareció tentadora.

Cuando terminó la formación profesional en una universidad de las afueras de Tokio, Suzuka se cansó de buscar trabajo sin éxito en la capital y las palabras de Tsuchiura volvieron a resonar en sus oídos. Eso no significa que saliera corriendo en busca de su amigo, pero se mudó a Fukuoka dos años más tarde que él y empezaron a verse a menudo. Aunque no se puede decir que fueran sólo amigos, tampoco se consideraban novios.

Cuando Suzuka le llamó, Tsuchiura aún estaba durmiendo.

—¿Di… diga? —respondió, adormilado y algo mosqueado.

—¡No me digas que todavía estás en la cama!

—¿Suzuka? ¿Qué hora es?

—Ya son más de las diez. ¿No tienes clase hoy?

Tsuchiura se fue despejando a medida que hablaba. Después de haberse disculpado brevemente por haberlo despertado, Suzuka fue directa al grano.

—Una vez me hablaste de Keigo Masuo, un chico un año mayor que tú que estudia en tu facultad, ¿verdad?

—¿Masuo?

—Sí, me lo enseñaste aquel día que salimos a tomar algo en un bar de Tenjin.

—Sí, Masuo. ¿Por qué?

—Por nada, sólo quería saber si tienes su número de teléfono.

—¿Su número de teléfono?

Suzuka notó que estaba un poco celoso, y eso la hizo sentirse bien.

—Una chica que vive en mi edificio está saliendo con él, y sus amigas no consiguen localizarla desde ayer. Por eso se me ha ocurrido pedirte su número —resumió, sin dar más rodeos.

—Pues no lo tengo. Es un año mayor que yo, y no creo que un tío como él quisiera ser amigo mío —respondió Tsuchiura, burlándose de sí mismo.

—Entonces… ¿no sabes dónde encontrarlo?

—No. Pero ahora que lo dices, hace dos o tres días me dijeron que Masuo había desaparecido.

—¿Desaparecido?

—Sí. La gente se lo ha tomado a broma, pero lleva unos días sin volver a su piso y se ve que tampoco está en casa de sus padres.

—¿Y qué le ha pasado? ¿Se ha esfumado?

—No, supongo que se habrá ido de viaje solo sin avisar a nadie. Está forrado, sus padres tienen un ryokan en Yufuin.

Suzuka se había cruzado casualmente con Keigo Masuo tres veces en la ciudad. En realidad, no fueron más que coincidencias, pero la tercera vez creyó que había un misterioso vínculo entre ellos.

Tsuchiura se mostró tan convencido, que Suzuka empezó a creer que Masuo estaba de viaje.

—Pero esa chica de mi edificio quedó con él ayer en el barrio.

—¿Ayer? Entonces no puede haber desaparecido, serán sólo rumores. Estará en su casa —le aseguró Tsuchiura, y ella se imaginó a Keigo Masuo retozando en la cama con Yoshino.

Suzuka se enamoró de él a primera vista cuando lo vio en aquel bar de Tenjin. Sin embargo, cuantos más rumores le contaban Tsuchiura y sus amigos, más se percataba de que Masuo estaba fuera de su alcance, así que decidió renunciar a él.

Un día, en el patio de la residencia, oyó una conversación entre Sari y Mako sobre la relación que Yoshino mantenía con Keigo Masuo, y Suzuka no dio crédito a lo que decían. Según lo que le habían contado, Masuo era el chico más popular de la universidad y estaba saliendo con una periodista del canal de televisión local, fiel a su costumbre de llamar la atención. Por eso le costaba creer que alguien como él estuviera saliendo con Yoshino Ishibashi, una chica que sólo destacaba ligeramente entre las demás inquilinas de Fairy Hakata.

Cuando terminó de recaudar el dinero de sus clientes principales, Sari regresó a las oficinas de Hakata devorada por la impaciencia. Le había mandado varios mensajes a Yoshino mientras visitaba a los clientes casa por casa, pero no había obtenido respuesta. Cuando la llamó aprovechando un descanso, le saltó el buzón de voz inmediatamente.

No tenía por qué haberle pasado nada a Yoshino, pero estaba muy alterada desde que había visto en el programa de la mañana la noticia sobre el cadáver encontrado en el puerto de Mitsuse. Nada más llegar, llamó a la oficina de Tenjin, donde trabajaba Yoshino. Por un lado deseaba que estuviera allí, pero algo le decía que no conseguiría localizarla. El dedo le temblaba ligeramente mientras marcaba el número. Descolgó una mujer de mediana edad que le justificó la ausencia de Yoshino con el mismo argumento que le habían dado a Mako unas horas antes.

—Esta mañana iba directamente a visitar a un cliente, tenía que llegar a la oficina a las once. Pero… vaya, parece que aún no está.

Sari colgó el teléfono y paseó la mirada por la oficina, que estaba desierta a la hora de comer. Justo enfrente vio la mesa del jefe del departamento, que había dejado una nota avisando de su ausencia. En cuanto leyó la nota, a Sari se le ocurrió volver a llamar a la oficina de Tenjin y pedirles el número de teléfono de los padres de Yoshino.

En ese momento, oyó el murmullo del televisor en la sala de reuniones. Se volvió y vio a algunas de sus compañeras de trabajo con la vista fija en la pantalla, siguiendo atentamente la información sobre el crimen del puerto de Mitsuse.

Sari entró en la sala de reuniones como atraída por el murmullo de la televisión. Nadie se volvió al oír el ruido de sus tacones. La estridente voz del periodista, que describía los rasgos de la víctima, se mezclaba con el estruendo del helicóptero que captaba desde el cielo las imágenes del profundo barranco donde había aparecido el cadáver.

—Sari…

Sari desvió la vista hacia la voz que la llamaba desde enfrente del televisor. Estaba tan pendiente de las imágenes que no se había dado cuenta de que Mako también se encontraba en la sala.

—¿Sabes algo de Yoshino? —le preguntó Mako. Más que preocupada, su voz parecía triste. Sari negó con la cabeza—. Mira esto —añadió Mako, señalando la tele.

La panorámica del barranco había terminado, y en su lugar había aparecido un retrato que representaba a la víctima. La descripción de su peinado, de su ropa y de su constitución física coincidía exactamente con el aspecto que tenía Yoshino la noche anterior, cuando se despidieron de ella.

Sari cogió la mano de Mako, tiró de ella y se apartaron un poco del televisor. Mako había estado siguiendo las noticias en su oficina, pero se angustió tanto que decidió ir al encuentro de Sari sin pensárselo dos veces.

—¿Crees que deberíamos avisar a alguien? —dijo Sari.

—¿A quién quieres avisar? —le preguntó Mako, intranquila.

—Podríamos hablar con el jefe del departamento. Por cierto, ¿tienes el número de teléfono de los padres de Yoshino?

—Claro, tienes razón, a lo mejor está en casa de sus padres —dijo Mako, visiblemente aliviada, y se apresuró a sacar el móvil del bolso. Sari observaba alternativamente a Mako mientras llamaba a los padres de Yoshino y las imágenes del puerto de Mitsuse que iban apareciendo en la pantalla del televisor.

—Hola, soy Mako Adachi. ¿Está Yoshino? —preguntó Mako precipitadamente, cuando por fin alguien descolgó el teléfono al cabo de un buen rato sonando. Mientras hablaba, Mako iba mirando a Sari de reojo.

—Sí, disculpe las molestias. No, qué va. Ah, ya veo… Sí, claro. No…

Mako mantuvo una breve conversación con su interlocutor. De repente, se apartó el móvil de la oreja, tapó el altavoz con la mano e hizo ademán de pasarle el teléfono a Sari.

—¿Qué hacemos? ¿Les decimos que Yoshino no ha vuelto a su apartamento desde ayer?

Sari no supo qué responder. No sabía cómo continuar la conversación sin decirles la verdad, pero aún no era seguro que le hubiera pasado algo a Yoshino. Si aparecía sana y salva, sus padres sabrían que había pasado la noche fuera.

—Diles que les has llamado porque Yoshino nos dijo que esta tarde iría a su casa, y que seguramente llegará pronto —aventuró Sari, soltando la primera excusa que se le ocurrió, y Mako la repitió enseguida por teléfono. Mientras la escuchaba, Sari tuvo la sensación de que sus temores eran infundados.

—Me ha pedido que le diga a Yoshino que les llame en cuanto vuelva —le explicó Mako, en un tono exageradamente tranquilo.

La situación dio un repentino giro media hora más tarde, cuando Suzuka Nakamachi llegó a la oficina.

Después de haber hablado con los padres de Yoshino, Sari y Mako estuvieron viendo el programa de la mañana que retransmitía la noticia mientras discutían sobre si era mejor pedirle a su jefe que llamara a la policía o esperar un poco más por si Yoshino acababa apareciendo.

Sari se dio cuenta de que Suzuka Nakamachi acababa de llegar, y la abordó enseguida.

—¿Has averiguado el número de móvil de Keigo Masuo?

Suzuka se acercó corriendo, con la vista fija en la tele.

—Se ve que Masuo lleva unos días desaparecido.

Sari y Mako intercambiaron una mirada al oír aquella información inesperada y exclamaron al unísono:

—¿Desaparecido?

—Sí. No me lo ha dicho él mismo, sino un amigo de un amigo suyo. Se ve que todo el mundo lo está buscando pero que no consiguen localizarlo desde hace un par de días. De todos modos, puede que sólo esté de viaje.

—¡Imposible! —exclamó Mako, levantando el tono de voz.

—Yoshino quedó con él anoche frente a la estación —explicó Sari.

—¿Todavía no ha dado señales de vida? —preguntó Suzuka, desviando la vista hacia la pantalla del televisor, que seguía informando sobre el suceso.

—Aún no —respondieron Sari y Mako, sacudiendo la cabeza al mismo tiempo.

—¿No deberíais avisar a alguien? A lo mejor esto de la desaparición de Masuo son sólo rumores y es cierto que anoche quedó con Yoshino.

Ante la actitud sorprendentemente cordial de Suzuka, Sari se sintió como si alguien le hubiera dado un empujón para que se pusiera en marcha.

—¿Llamamos a la policía? —propuso, con cierta vacilación.

—Creo que deberíamos informar antes al jefe de Yoshino. Pero no por teléfono, sino personalmente —dijo Suzuka.

Sari y Mako salieron de la oficina como si Suzuka les estuviera tirando de la mano. Hasta la oficina de Tenjin, donde trabajaba Yoshino, sólo había unos minutos en taxi. Allí también tenían la tele encendida, y algunas empleadas seguían las noticias mientras comían. Animándose mutuamente, Sari y sus dos compañeras se presentaron ante Goro Terauchi, el director general de las oficinas del distrito de Tenjin.

Sari le hizo un breve resumen del asunto al señor Terauchi, que estaba haciendo la siesta sentado en su silla. Recalcó que todo eran temores infundados y que no había nada seguro. Sin embargo, cuando le explicó que la descripción de la víctima coincidía con la de Yoshino, Terauchi empalideció.

Goro Terauchi estaba a punto de cumplir su cuarto año como director del departamento de Tenjin de la aseguradora Heisei. Después de veinte años trabajando en la empresa, había conseguido que lo nombraran director de Tenjin, el segundo departamento más grande de Fukuoka, con cincuenta y seis empleadas a su cargo.

Terauchi tenía un problema en las piernas y arrastraba un poco la derecha al caminar, pero aquello no suponía ningún obstáculo en su trabajo. Cuando se movía por la oficina caminaba despacio, pero tenía muy buen olfato para captar nuevos clientes. Se rumoreaba que, de joven, flirteaba con empleadas que estaban a punto de jubilarse para que le pasaran sus carteras de clientes, razón por la cual ocupaba aquel nuevo cargo.

Cuando lo ascendieron a director de oficina, Terauchi cambió de mentalidad. Ya no tenía que calcular los incentivos que le correspondían por cada nuevo cliente que captara. Decidió que, a partir de entonces, se dedicaría a ser un buen padre para sus empleadas, que eran más jóvenes que su propia hija y trabajaban muchas horas para ganarse la vida.

Procuraba escuchar siempre a las chicas. En su opinión, cuanto más las escuchaba, más se fortalecían sus vínculos con ellas. Por desgracia, sus empleadas no acudían a él en busca de consejos sobre la vida y el amor, sino para plantearle problemas que él mismo había soportado durante veinte años y de los que estaba tan harto que no quería ni oír hablar de ellos: «Fulanita le hace ojitos a mis clientes», le decía una. «Mis familiares empiezan a cansarse de mí porque los persigo para que me firmen contratos», se quejaba la otra.

Aun así, durante los tres años que Terauchi llevaba en el cargo, el departamento de Tenjin había incrementado rápidamente las ventas. Su predecesor había sido un hombre histérico. Incapaces de soportarlo, las nuevas empleadas dejaban el trabajo antes de terminar el periodo de formación. En el mundo de las ventas, donde los resultados mejoran con un buen despliegue del personal, el trabajo del director consiste en tratar a los comerciales mejor que a los clientes.

Cuando Sari Tanimoto y Mako Adachi, que habían entrado a trabajar en la empresa en primavera, le informaron de que su compañera Yoshino Ishibashi, también nueva, estaba en paradero desconocido desde la noche anterior y que, además, su descripción coincidía con la del cuerpo que habían encontrado en el puerto de Mitsuse, lo primero que sintió Terauchi fue una ligera irritación. No estaba molesto por lo que había sucedido, sino porque estaba en juego la reputación de la oficina de Tenjin: podría desencadenarse una pequeña lucha interna para ver quién se quedaba con la cartera de clientes de Yoshino Ishibashi, y alguna de sus compañeras podría estar implicada en su asesinato. También se sintió irritado con Sari y Mako, que parecían actuar con demasiada cautela.

Cuando Terauchi terminó de escuchar el relato de Sari, cogió el teléfono para llamar al departamento de Fukuoka.

—Deprisa, ¡pásame con el gerente! —le dijo a la secretaria que descolgó, sin darle ninguna explicación y gritando sin proponérselo El gerente escuchó la explicación de Terauchi.

—E… en ese caso, deberíamos… lla… llamar a la policía… —balbució.

Aún no estaba confirmado que la víctima fuera Yoshino Ishibashi, pero Terauchi lo dio por supuesto. El gerente no estaba dispuesto a darle instrucciones, y era evidente que quería que Terauchi se ocupara de todo.

El director colgó el teléfono y levantó la mirada hacia las tres chicas plantadas al otro lado de la mesa.

—Voy a llamar a la policía —anunció.

Ellas asintieron vagamente, balbuceando algo ininteligible.

—Decís que está en paradero desconocido desde anoche, ¿verdad? Y que llevaba la misma ropa que la víctima y su descripción coincidía punto por punto, ¿no es así? —confirmó Terauchi, casi gritando. Las tres chicas se acercaron unas a otras, como si tuvieran miedo, y asintieron a la vez.

Terauchi llamó al 110 y le pasaron con el departamento que llevaba el caso. Habló con un inspector que le pidió que le explicara la situación detenidamente. Comparado con la amable voz de la mujer que lo había atendido al principio, el tono del inspector sonaba firme y autoritario. Sin embargo, percibió una gran agitación al otro lado del aparato. No supo si estaba activado el manos libres o si lo estaban escuchando por varias líneas a la vez, pero el caso es que Terauchi tuvo la sensación de que había mucha gente pendiente de sus palabras.

Siguiendo las instrucciones del inspector, Terauchi cogió un taxi. Sari Tanimoto y sus compañeras se ofrecieron a acompañarlo, pero el director pensó que era probable que tuviera que identificar el cadáver, y las convenció para que lo dejaran ir solo.

Llegó a la comisaría, se presentó en el mostrador y enseguida lo llevaron al departamento de investigación, situado en la quinta planta, donde lo recibió un hombre alto, el inspector que había hablado con él por teléfono. Terauchi le enseñó la acreditación que lo identificaba como empleado de la compañía y le dio su tarjeta de visita. El inspector lo apremió para que lo siguiera al depósito de cadáveres. Mientras caminaban, le preguntó la ubicación exacta de las oficinas de Tenjin y de los apartamentos Fairy Hakata.

La experiencia fue tal y como la había visto en la televisión y en el cine. En el depósito había una barrita de incienso encendida. Dándose aires de importancia, el inspector apartó la fina sábana verde que cubría el cadáver.

No había lugar a dudas. La mujer tumbada en la camilla era Yoshino Ishibashi, que había entrado a trabajar en la empresa en primavera.

—Es ella —confirmó Terauchi, como si mascullara las palabras una por una. Acto seguido, se sorprendió de que aquella frase, que siempre había oído en las películas, le hubiera salido de forma tan espontánea.

—La estrangularon —le informó el inspector, y Terauchi echó un vistazo al cuello de Yoshino. En la piel blanca de la nuca tenía una magulladura de color rojo violáceo.

De repente, el recuerdo de Yoshino cruzó la mente de Terauchi. Recordó su cara sonriente, y cómo siempre aparecía corriendo para llegar a tiempo a la reunión matutina. Se sorprendió de su propia capacidad para recordar vívidamente el rostro de una empleada entre las más de cincuenta que tenía a su cargo.

En la ciudad de Kurume, a treinta kilómetros del lugar donde Terauchi estaba identificando el cadáver, Yoshio, el padre de Yoshino Ishibashi, había almorzado tarde y estaba durmiendo la siesta en el comedor de su casa, con la cabeza apoyada en un cojín.

Desde el lugar donde estaba acostado veía la barbería, cerrada como cada lunes. Las luces del local estaban apagadas y el sol se filtraba en el interior y proyectaba en el suelo de cemento las palabras «Barbería Ishibashi», escritas con pintura blanca en el cristal de la puerta de entrada.

Justo después del nacimiento de Yoshino, la familia de Yoshio había decidido que él heredaría la barbería y se encargaría de continuar el negocio. Hasta entonces, Yoshio se dedicaba plenamente al grupo de música que tenía con sus colegas del barrio, pidiéndoles dinero a sus padres y yendo de juerga constantemente, pero su mujer Satoko lo convenció para que empezara a formarse como barbero. Cuando la pequeña Yoshino entró en la escuela primaria, el padre de Yoshio murió de un derrame cerebral. Su madre había fallecido diez años antes, así que Yoshio dejó el apartamento donde vivían y se instaló con su familia en la casa de sus padres, ahora vacía. De vez en cuando, Yoshio se preguntaba qué habría pasado si Satoko no se hubiera quedado embarazada, pero nunca conseguía imaginarse una vida distinta. Desde que era pequeño, siempre había aborrecido la profesión de su padre, pero con el embarazo de Satoko no le quedó más remedio que dedicarse a la barbería. En cierto modo, lo hizo por Yoshino. Sin embargo, últimamente notaba que incluso su propia hija detestaba aquel oficio.

Mientras contemplaba distraído el oscuro local, oyó la voz de Satoko que le preguntaba desde la cocina:

—¿Tú crees que la niña vendrá?

Al parecer, una de las compañeras de Yoshino había llamado a media mañana.

—Vendrá a pedirnos que le presentemos a alguien a quien pueda venderle algo…

Yoshio decidió que iría a buscarla en bicicleta a la estación de la Nishitetsu, aunque a su hija no le gustara. Al fin y al cabo, no tenía nada más que hacer.

Cuando recibieron la llamada de la policía, Yoshio estaba medio adormilado. Fue su mujer quien descolgó el teléfono. Yoshio escuchó su respuesta como si formara parte de un sueño.

—S… sí. Exacto. Sí. Sí, pero… ¡Cariño! —gritó Satoko, y Yoshio se despertó de golpe. Su voz sonaba lejana, pero resonó muy cerca en la pequeña casa.

Se volvió y vio a Satoko sujetando el teléfono con la mano y mirándolo desde arriba como si fuera a pisarlo.

—Cariño…, no entiendo qué… Es la policía —balbució.

—¿La policía? —repitió su marido, incorporándose. La mano con la que ella sujetaba el teléfono inalámbrico temblaba ligeramente—. ¿Y qué quiere la policía? —preguntó Yoshio, arqueando la espalda para apartarse del teléfono que le tendía su mujer.

—No lo sé, pregúntaselo tú. Yo no entiendo nada…

Satoko lo miraba con los ojos desorbitados, y Yoshio se dio cuenta de que el color se había retirado de sus mejillas.

Yoshio cogió el teléfono de la mano de Satoko.

—¿Diga? —preguntó, casi gritando.

Oyó una voz de mujer al otro lado de la línea. No era una voz mecánica, pero era fina y casi inaudible. Yoshio apretó contra su oreja el teléfono inalámbrico que su hija le había hecho comprar el año anterior. A él nunca le había gustado, porque se oían crujidos durante las conversaciones, pero Yoshino le decía que eran ruidos normales provocados por las ondas eléctricas, así que se armó de paciencia y ya llevaba casi un año utilizándolo. Ese día, el permanente ruido de fondo se había convertido en un fuerte zumbido.

—¿Qué? ¿Cómo dice? —dijo Yoshio, como si se lo preguntara al molesto zumbido que interfería en su conversación, y no a la mujer que acababa de decirle que Yoshino había tenido un accidente y que le agradecería que fueran a identificarla cuanto antes a la comisaría.

Cuando colgó el teléfono, Satoko estaba sentada a su lado. Más que sorprendida, tenía una expresión resignada.

—¡Venga, vamos! —le dijo Yoshio, tirando de su mano—. Me niego a creerlo, ¡es imposible que un jefe de departamento recuerde una por una las caras de las decenas de empleadas que trabajan para él!

Yoshio tuvo que arrastrar a Satoko, que estaba sentada en el suelo como si se hubiera desplomado. Su trasero, que había ido aumentando gradualmente desde el nacimiento de Yoshino, se deslizó por encima del viejo tatami.

—¡Tenía que venir hoy! ¡Yoshino tenía que venir hoy a casa!

Alrededor de las tres de la tarde, una vez identificado el cadáver, Terauchi salió de la comisaría de policía y llamó a la oficina de Tenjin. Desde que se había ido, las empleadas de la oficina esperaban intranquilas su regreso en la sala de reuniones, en torno al televisor. Sari estaba en el centro del grupo. Alguien cambiaba constantemente de canal buscando un programa que informara sobre el suceso.

Sari fue la primera que salió corriendo al oír la voz de la secretaria que atendió la llamada de Terauchi. Mako, que la seguía con la mirada, tuvo una premonición.

—Lo sabía. Yoshino ha sido asesinada —vaticinó.

Justo después, Sari, que había cogido el teléfono, soltó un grito. Sus compañeras, que estaban frente a la pantalla, se volvieron hacia ella todas a la vez.

—¿Lo veis? Lo sabía —se lamentó Mako con voz apagada.

Sari colgó el teléfono después de haber recibido las noticias de Terauchi y empezó a hablar como si hubiera sufrido una descarga. Tenía tantas cosas que decir, que parecía que las palabras salieran de su boca a borbotones.

La víctima era Yoshino, la habían estrangulado, Terauchi le había dicho que esperasen en la oficina y que no hicieran nada hasta que él volviera. Mientras contemplaba a Sari, que jadeaba como si se estuviera ahogando, Mako empezó a temblar. Notó que alguien que estaba a su lado le preguntaba si estaba bien y le rodeaba los hombros con el brazo, pero ni siquiera pudo levantar la vista para saber quién era. De repente, le pareció que faltaba espacio en la oficina, que normalmente estaba vacía a la hora de comer. No podía respirar y, por mucho que lo intentara, no llegaba aire a sus pulmones, como si se lo hubieran quitado. Sari seguía hablando delante de ella, pero no oía su voz. Todo el mundo hablaba, pero Mako sólo veía bocas que se abrían y se cerraban, como si se estuvieran ahogando. «¡Que alguien llore!», gritó Mako para sus adentros. Si alguien rompiera a llorar, ella también lo haría, y eso la ayudaría a recuperar el aliento.

—Dice que la policía viene hacia aquí, quieren que les expliquemos detalladamente dónde y cómo nos despedimos anoche de Yoshino.

Mako asintió a duras penas al oír la voz de Sari, que sonó casi amenazante. Se levantó de la silla sin ser consciente de lo que hacía. Las rodillas le temblaban violentamente. Se sentía como si estuviera en un lugar muy alto y sus pies no tocaran el suelo.

Mako siempre había percibido cierta rivalidad entre Sari y Yoshino. Nunca llegaron a enfrentarse directamente, por supuesto, pero muchas veces la utilizaban a ella para criticarse la una a la otra. Yoshino, por ejemplo, le confesó a Mako que, de vez en cuando, quedaba con hombres a los que conocía en una página de contactos de la red, pero no quería que Sari se enterara, así que le pidió que no le dijera ni una palabra. Mako no entendía por qué tenía que ser un secreto, pero a Yoshino le parecía en cierto modo vergonzoso, y no quería que Sari pudiera aprovecharse de su punto débil.

Cuando acababan de mudarse a los apartamentos Fairy Hakata, Sari le dijo a Yoshino, medio en broma: «Tu familia vive en Kurume, ¿verdad? Veo que tu apellido es Ishibashi, ¿no tendrás algo que ver con el presidente de Bridgestone, no?». Entonces, Mako ya sabía que los padres de Yoshino tenían una barbería, y creía que ella lo negaría enseguida. Sin embargo, Yoshino le respondió despreocupadamente: «¿Quién, yo? Bueno, somos parientes lejanos». «¡No me digas!», exclamó Sari. Sorprendida por su reacción, Yoshino añadió precipitadamente: «S-sí, pero es un pariente muy, muy lejano». Cuando Sari se fue, Yoshino le pidió a Mako que no le dijera a nadie que su padre era barbero. Mako hizo ademán de protestar, pero la expresión de Yoshino era tan severa que tuvo miedo a perder a su única amiga y se limitó a asentir en voz baja: «Vale, no se lo diré».

Nunca supo por qué Yoshino le había mentido a Sari. Aquellas mentiras eran un misterio indescifrable para Mako, sobre todo entre amigas.

Mako no sabía exactamente cuántos amigos virtuales tenía Yoshino, pero sí que solía escribirse con cuatro o cinco por lo menos. Ocasionalmente, cuando Sari no estaba, Yoshino le enseñaba a Mako los e-mails que recibía de aquellos hombres. «Mira éste, qué mal rollo», le dijo Yoshino antes de enseñarle un mensaje que decía: «Gracias por enviarme tu foto, ¡eres guapísima! Me he pasado una hora entera mirándote». Muchos de los correos que recibía eran igual de repulsivos.

Yoshino había quedado con tres o cuatro chicos que había conocido por internet. Cuando quedaba con uno de ellos, siempre se lo explicaba a Mako. Nunca le decía cuántos años tenían, a qué se dedicaban ni cómo eran, sino que se limitaba a hablarle de detalles superficiales, como por ejemplo: «Fuimos a un restaurante de teppanyaki muy famoso y me invitó a comer un solomillo que costaba 15.000 yenes», o: «El chico con el que quedé el otro día tiene un BMW».

Mako se limitaba a escucharla en silencio, sin sentir nada parecido a la envidia. Sabía que ella se pondría demasiado nerviosa si salía a cenar con un desconocido, y prefería quedarse leyendo un libro en su habitación. Por eso no sufría escuchando las historias de Yoshino. Se sentía más bien como si Yoshino cantara las alegrías de una juventud con la que ella no se sentía identificada.

—Sari sospechaba que el chico con el que Yoshino quedó anoche no era Masuo, pero yo creo que sí, que tuvo una cita con él —le dijo Mako al inspector durante los interrogatorios individuales que tuvieron lugar en el vestíbulo de Fairy Hakata—. Suzuka Nakamachi nos ha dicho que Keigo Masuo lleva unos días desaparecido, pero eso no significa que no pudieran ponerse en contacto. Es probable que ella quisiera verlo anoche y quedaran un ratito.

Mientras hablaba, Mako se sentía un poco culpable. Cuando el joven inspector le pidió que le contara todo lo que supiera sobre Yoshino Ishibashi, le dijo sin querer que no se llevaba muy bien con Sari y que tenía unos cuantos amigos virtuales. Tenía la sensación de estar deteriorando la imagen de Yoshino.

Mako y el joven inspector estaban solos en el vestíbulo desierto. De vez en cuando, algún agente uniformado se acercaba a su jefe y le decía algo a toda prisa, pero en la mesa de cristal cubierta por un mantel de encaje sólo estaban ellos dos. Era la primera vez que Mako hablaba cara a cara con un inspector de policía. El hombre tenía una pequeña cicatriz junto a la ceja derecha. Los músculos de los brazos se marcaban bajo su traje, formando arrugas en la americana.

—Me gustaría que me hablara con más detalle de los amigos virtuales de la señorita Ishibashi.

Un lluvioso domingo de principios del mes anterior, Mako salió al balcón de su habitación, en el segundo piso. No llovía muy fuerte, pero le pareció que el agua engullía todos los demás ruidos de la ciudad. Mientras contemplaba la escena, Yoshino entró en su habitación y le pidió que la acompañara al minimercado abierto las veinticuatro horas. Mako no entendía por qué Yoshino nunca podía ir sola al minimercado, pero tenía miedo a que se sintiera ofendida si no la acompañaba, y nunca se atrevía a decirle que tenía cosas mejores que hacer.

Mientras caminaban bajo los paraguas hacia el mini-mercado de la estación de Yoshizuka, esquivando los charcos de la calle, Yoshino le enseñó el móvil. En la pantalla apareció la foto de un chico al que Mako nunca había visto.

—Es el chico con el que me escribo últimamente —le contó Yoshino.

Mako echó un vistazo a la pantalla de cristal líquido llena de gotas de agua. La imagen no tenía demasiada calidad, pero mostraba a un chico tosco, de piel morena y nariz perfilada. Miraba hacia la cámara, y sus ojos tenían un aire triste. Era tan guapo, que Mako se quedó mirándolo embobada sin querer.

—¿Qué te parece? —le preguntó Yoshino.

—Es guapísimo —le respondió Mako con franqueza. En realidad, incluso llegó a pensar que las páginas de contactos no estaban tan mal si había chicos como ése. Yoshino pareció satisfecha con su respuesta.

—Pero desde que estoy con Masuo ya no me apetece quedar con él —dijo, y cerró el móvil con un gesto deliberadamente resuelto.

—¿Eso significa que ya os habéis conocido? —inquirió Mako.

—Sí, el domingo pasado.

—¿Lo dices en serio?

—¿Te acuerdas de cuando os expliqué que un tío me invitó a salir en el parque que hay frente al Solaria?

—¡Ah, sí! —exclamó Mako, haciendo memoria.

—No se lo digas a Sari, ¿vale? En realidad, no fue un ligue casual. Quedamos para conocernos.

—Ya veo…

Mako pensó que, si tanta vergüenza le daba admitir que ligaba por internet, debería dejar de hacerlo. No lograba entender por qué, por un lado, Yoshino le enseñaba orgullosa las fotos de sus amigos virtuales mientras que, por otro lado, se avergonzaba de ellos.

—Es muy guapo, pero es un muermo. Salir con él es aburridísimo. Además, su trabajo tampoco es nada interesante. Es obrero.

Cuando cerraron los paraguas y entraron en el mini-mercado, Yoshino seguía hablándole del chico. Aunque Mako no tenía que comprar nada, una vez dentro sintió el antojo de comer algo dulce. De repente, mientras alargaba la mano para coger un flan de fresa, Yoshino le susurró al oído:

—Sólo vale la pena por el sexo.

—¿Qué? —exclamó Mako, mirando instintivamente a su alrededor. Por suerte, no había nadie cerca de los estantes de los dulces, y los dos empleados estaban atendiendo a una anciana que quería que le llevaran la compra a casa.

—Pues eso, que es muy bueno en la cama —cuchicheó Yoshino con una sonrisa significativa, y alargó la mano hacia los pasteles de crema que tenía enfrente.

—Eso significa que… ¿ya lo habéis hecho? ¿En la primera cita? —le preguntó Mako, con los ojos como platos.

—Claro, quedamos para eso —le respondió Yoshino con una risita, mientras examinaba los pasteles de crema uno por uno—. Fue increíble —prosiguió—. Los gemidos me salían de forma natural, y me sentía como si él me desplazara por encima de la cama, haciendo conmigo lo que quería. Sus dedos se deslizaban suavemente por mi cuerpo. Cuando creía que estaba boca arriba, él me daba la vuelta sin que me diera cuenta y me acariciaba la espalda y las nalgas con los dedos. Era como si las fuerzas me hubieran abandonado. Intentaba recuperar el control, pero en cuanto él me ponía las manos en los muslos, me temblaban las piernas. Normalmente me da un poco de vergüenza gritar, pero con él no me sentía cohibida en absoluto. Grité con todas mis fuerzas. Cuanto más gemía, menos control tenía sobre mi propio cuerpo, y de repente me pareció que la pequeña habitación del hotel era enorme. Te juro que nunca había chupado los dedos de un hombre con tanta pasión.

Controlando de reojo que no se les acercara nadie, Mako escuchaba el obsceno relato de Yoshino, que no parecía ser consciente del lugar donde se encontraban. A pesar de la repulsión que le produjo aquella historia, se imaginó a sí misma deslizándose entre sábanas blancas, retorciéndose bajo las caricias del chico cuya foto le había enseñado Yoshino. Sus dedos le acariciaban la piel y, aunque no lo conociera, oyó su voz diciéndole: «Déjate llevar».

En la calle, la lluvia caía copiosamente sobre la acera mojada. A pesar de que Yoshino le había estado contando sin ningún pudor la apasionada noche que había pasado con su ligue, cuando pagó la cuenta en el mostrador cambió de tema y empezó a hablarle de una película que había visto recientemente, Battle Royale. Le dijo que era violenta y que contenía escenas tan crueles que incluso se había mareado.

—Entonces, ¿no volverás a quedar con él? —le preguntó Mako. Un destello de malicia brilló en los ojos de Yoshino.

—Si rompo con él, ¿querrás que te lo presente? —insinuó.

—No, qué va —rechazó Mako precipitadamente. Se sintió como si Yoshino hubiera entrado en su mente y hubiera visto la escena que se había imaginado mientras escuchaba su historia.

De algún modo, notaba que Yoshino la miraba por encima del hombro. Mako tenía veinte años y nunca había salido con nadie, ni siquiera intentaba ocultar la verdad como Sari. Por eso no podía evitar que Yoshino, la más experimentada de las tres, la menospreciara un poco. Sin embargo, aunque Yoshino solía contarle sus experiencias sexuales, Mako no se sentía inferior a ella. Cuando le hablaba de los chicos que conocía por internet o de su relación con Keigo Masuo, a Mako le sonaba todo muy lejano, como si estuviera viendo un culebrón, por eso no envidiaba a su amiga ni se sentía menospreciada. Aquélla fue la única vez en la que uno de los ligues de Yoshino logró infiltrarse en la mente de Mako. En cualquier otra ocasión, habría olvidado inmediatamente la historia después de haberla escuchado, pero aquel día lluvioso, en el mini-mercado, se imaginó a sí misma recibiendo las caricias de un chico al que nunca había visto, y envidió a Yoshino por haberlas recibido de verdad. Además, en el fondo, Yoshino le pareció vulgar y despreciable por haberse acostado con alguien a quien acababa de conocer por internet a la vez que salía con Keigo Masuo. Cuanto más la despreciaba, más se asustaba, porque se daba cuenta de que deseaba estar en su lugar.

Mako no era como Yoshino, no necesitaba conocer hombres en páginas de contactos. Por otro lado, tampoco era como Sari, que era incapaz de tomar la iniciativa con los chicos y criticaba a Yoshino a sus espaldas por ser demasiado lanzada. Mako quería casarse con alguien de la prefectura de Kumamoto y mudarse allí para vivir feliz con su familia. A pesar de que ése era su único deseo, en cuanto se imaginó a sí misma retorciéndose bajo las caricias de aquel desconocido no pudo evitar tener la sensación de que aquella fantasía sólo había aparecido para destruir sus sueños.

—Disculpe…

El inspector que tenía una pequeña cicatriz junto a la ceja derecha miraba fijamente a Mako. El sol poniente iluminaba el vestíbulo con toda su intensidad. El viento se colaba a través de una pequeña rendija de la puerta automática, silbando lúgubremente.

Aparte del inspector que interrogaba a Mako, había cinco o seis agentes de la policía que llevaban todo el rato haciendo viajes entre el vestíbulo y la primera planta, donde se hallaba la habitación de Yoshino. Cada vez que veía pasar un agente trasladando las pertenencias de Yoshino en una caja de cartón, Mako suspiraba y pensaba: «Entonces es cierto que han matado a Yoshino», pero fue incapaz de romper a llorar como Sari, que se deshizo en lágrimas cuando la interrogaron. Eso no significaba que no estuviera triste, naturalmente, pero no podía llorar.

—¿La señorita Ishibashi sólo le habló directamente de esos tres hombres? —le preguntó el joven inspector. Mako volvió en sí al oír la pregunta.

—Eh… sí —asintió.

—Así que fueron dos en verano y otro a finales de otoño. Los dos hombres que conoció en verano eran de Fukuoka, la invitaron a comer y fueron de compras con ella. No sabe su edad exacta pero parecían mucho mayores que ella, ¿no es así?

—Sí, así es.

—El hombre al que conoció a finales de otoño era de la prefectura de Saga, un estudiante universitario que de vez en cuando la llevaba a dar una vuelta en coche, ¿correcto?

—Sí, eso me dijo.

—¿Había otros hombres?

—Puede que me hablara de otros, pero sólo recuerdo a esos tres. Como eran contactos de internet, supongo que tenía muchos más —dijo Mako de un tirón, intentando convencerse a sí misma de que no estaba criticando a Yoshino, sino colaborando con la policía para esclarecer su asesinato.

—Aparte de usted, ¿hay alguien más a quien la señorita Ishibashi le hablara de esos hombres?

El joven inspector tenía los dedos largos y las uñas bien cuidadas. Sin embargo, tenía la mala costumbre de clavárselas en la parte trasera de los dedos, donde le dejaban profundas marcas.

—Creo que sólo me lo contaba a mí —repuso Mako.

—Disculpe que le repita la pregunta: ¿cree que anoche la señorita Ishibashi quedó con Keigo Masuo? —preguntó el inspector, con un profundo suspiro.

—Sari tiene sus dudas, pero yo creo que sí —le respondió Mako, asintiendo enérgicamente.

—Ya veo.

—Pero quizá luego alguien se la llevó y…

—Lo investigaremos, no se preocupe —la interrumpió el inspector, y Mako agachó la cabeza enseguida, consciente de que ese trabajo no le correspondía.

—Así que quedó con ese tal Keigo Masuo que no sabemos dónde está… —El inspector bajó la vista hacia una libreta llena de garabatos—. Entendido. Lamento haberle hecho tantas preguntas —añadió bruscamente.

—¿Cómo? ¿Ya hemos terminado? —preguntó Mako.

Sin percatarse de su desconcierto, el inspector se levantó rápidamente y llamó con un grito al agente apostado en la entrada.

—Disculpe… —dijo Mako.

—Dígame.

—¿No necesita saber nada más?

—Eh… no, no. Gracias por su tiempo, señorita. Sé que está pasando por momentos difíciles.

Cuando salió al pasillo, vio a Suzuka Nakamachi, que se disponía a declarar con los ojos llorosos. Mako pasó por su lado sin decirle nada.

En cuanto subió al ascensor, se preguntó por qué no se lo había dicho. Pensó que probablemente no tendría nada que ver con el caso. Mako recordaba al último chico que Yoshino había conocido en la página de contactos, pero no podía mencionárselo al inspector. Si le hablara de él, el inspector creería que era como Yoshino. La amiga de una mujer que buscaba contactos en la red. No quería que tuvieran esa imagen de ella, por eso no podía decírselo. En ese momento, no sabía que su decisión iba a cambiar el rumbo de la investigación.