El día de la boda, Kate salió de casa a las diez y media con destino a una cura de belleza en el balneario —masaje, hidratación corporal, mascarilla facial, baño de burbujas— y su sesión de peluquería. Laura iría con ella y luego la acompañaría al Hotel Almirante, donde haría un almuerzo ligero y descansaría hasta la hora de la boda. Se vestiría allí, y un coche la llevaría a casa a las siete en punto. Al principio Kate protestó un poco: prefería vestirse en su habitación y hacerlo todo más sencillo. Pero Shirley fue inflexible: quería mantenerla al margen del ajetreo de las últimas horas. Si se quedaba en casa, al final participaría de los preparativos, y acabaría agotada.
—Tienes que estar fresca como una rosa. Los demás nos ocuparemos de todo. Tú ponte guapa, descansa y a las siete estaremos todos aquí para dar la bienvenida a la novia.
La madre y la hermana de Ahmed habían llegado con las rosas a las once de la mañana. Cajas y cajas de ramos de rosas. Las había blancas, las había rojas, amarillas, rosadas y hasta algunas de un raro color cobrizo que Shirley decidió que servirían para adornar el arco de la entrada. Anna Livia miraba sin dar crédito todas aquellas flores.
—Pero, señora Sharma… ¿cuántas ha traído?
La madre de Ahmed le dedicó una sonrisa idéntica a la de su hijo.
—Más de mil. En ramos de quince unidades. Nada es demasiado para la señorita Salomon. Y ahora tenemos que irnos. Avísenme si necesitan algo más.
Shirley miró a aquella mujer que se afanaba en rociar las rosas con el contenido de un pulverizador, y sintió un ramalazo de envidia: tenía esa belleza exótica que se mantiene intacta a pesar del paso del tiempo, como si se fuese adaptando a cada tramo de la edad. Ella había sido arrebatadora a los veinte, a los treinta, incluso hasta los cuarenta años. Pero la madre de Ahmed iría metamorfoseándose en una belleza distinta a medida que cambiase de década. Ahora tendría unos cincuenta años, y parecía una estrella de Bollywood, con aquellos ojos color esmeralda, las uñas largas y pintadas de fucsia, ágil y diminuta en su sencillo vestido floreado. De pronto, y como les ocurre a algunas mujeres cuando se sienten aplastadas por la belleza de otra, Shirley se sintió intimidada por la señora Sharma, y notó algo parecido a la tranquilidad al verla marchar.
—¿Qué te parece? —preguntó Anna Livia, señalando aquella desmesurada cantidad de flores.
—Una locura, pero no voy a protestar. Vamos, hay que colocar todo esto. ¿Han llegado David y Jeffried? Porque yo no pienso subirme a la escalera.
Pasaron la mañana en una actividad frenética. Se probaron las luces, se organizaron las sillas y las mesas, se habilitó una cocina en el sótano de la casa, se dispusieron platos y cubiertos, la orquestina encontró el lugar perfecto donde situarse y el cuarteto de cuerda hizo las pruebas pertinentes. Y, por supuesto, se colocaron las rosas. Ruskin y David se sometieron mansamente a la autoridad de Shirley, y ayudaron tanto como se esperaba y un poco más de lo que hubiesen deseado. Eran casi las tres cuando acabaron con todo.
—Y ahora os podéis marchar —dijo Shirley—, pero recordad que tenéis que estar aquí a las seis y media.
—¿La boda no es a las siete?
Shirley miró a David de arriba abajo, como si acabase de preguntar una tontería.
—Sí. Pero es conveniente que la familia esté algo antes para recibir a los invitados. Se casa tu padre, por si no te acuerdas.
—¿Y qué pasa conmigo? —Jeffried Ruskin intentaba disimular la risa—. ¿Me habéis ascendido?
En ese momento, Shirley se paró en seco y dedicó al editor una mirada muy extraña.
—Jeffried… tengo la lengua bastante larga, así que es mejor que no tires de ella. Largo de aquí. Descansad un poco o haced lo que os dé la gana, pero os quiero de vuelta media hora antes de que empiece el espectáculo.
Y se alejó, pensando que si fuese tan alta y tan delgada como Anna Livia aquella salida de escena habría resultado mucho más impresionante. David y Ruskin la siguieron con la mirada desde la cancilla del jardín.
—Me cae bien —murmuró David—. Aunque no sé qué ha querido decir con eso de la lengua.
—Shirley es muy rara, mejor no hacerle caso. ¿Te vienes al hotel? Ni siquiera hemos comido.
La ciudad estaba desierta a aquella hora de la tarde. Los fines de semana de verano, Ribanova era una ciudad excesivamente tranquila, y los mediodías la volvían prácticamente fantasmal. Los pasos de Jeffried Ruskin y de David Smith resonaban en el pavimento, y el editor se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que volviese a caminar así por una calle, con el único ruido de los zapatos en la piedra.
—Echaré de menos esto —comentó.
—¿Lo dices de verdad? Estás sólo a unas cuantas horas de viaje, puedes volver cuando quieras. Lo mío es más difícil. Tengo todo un océano de por medio. De todas formas, intentaré venir al menos una vez al año para ver a mi padre. No creo que él y Kate vayan a moverse mucho de aquí a partir de ahora.
El Hotel Almirante estaba a diez minutos de paseo tranquilo. Jeffried volvió a comparar aquella vida con la que había conocido y con la que le estaba esperando en Londres: las prisas, el tráfico, los bocinazos, y siempre el tiempo justo para ir a todas partes. Se preguntó si habría podido vivir en Ribanova, y se dio cuenta de que posiblemente toda aquella calma que tan bien había sentado a su espíritu en los últimos días acabaría por antojársele insoportable. No, las ciudades pequeñas y tranquilas no están hechas para todo el mundo, y Jeffried había pensado siempre que tenía el alma hecha de asfalto, polución y atascos mañaneros. Ribanova había sido sólo un paréntesis feliz. Y, sin embargo, ¿por qué la idea de volver a Londres y a su despacho le deprimía levemente? ¿Por qué le daba lástima dar cerrojazo a las particulares jornadas que antecedieron a la boda de Kate Salomon?
—Ruskin… ¿ves lo mismo que yo?
En una de las terrazas de la Plaza de España, también despobladas a aquella hora, había una mesa ocupada por dos ancianos y una joven que daban cuenta de unos sándwiches.
—Pero bueno…
—Si Shirley se entera, os matará a los dos. Se supone que el novio y la novia no deben verse antes de la ceremonia. Trae mala suerte.
—Venga ya, David. Respeté esa tradición durante mis dos matrimonios y fueron un completo desastre. Deja que esta vez haga las cosas a mi manera.
Hicieron sitio a los recién llegados, y un camarero tomó nota de sus pedidos.
—¿Todo en orden por la casa? —preguntó Kate.
—¿Bromeas? Con Shirley no podría ser de otra manera. Esa mujer habría podido hacer carrera en el ejército.
Kate tomó la mano de quien estaba a punto de convertirse en su hijastro.
—Te lo agradezco mucho, David. Y a ti también, Jeffried. Sé que habéis sido de gran ayuda. —Dirigió una mirada circular—. No puedo creer que vaya a casarme.
—En ausencia de Shirley —respondió David—, voy a ser yo quien os pida que contengáis las emociones. Queda mucho día por delante.
El día era precioso. Soplaba una brisa apenas perceptible que traía ese olor floral que había llamado la atención a Jeffried el primer día.
—Por cierto, ¿qué planes tenéis vosotros? Kate y yo nos marchamos a París pasado mañana.
—Yo también me iré en un par de días —respondió Ruskin—, tengo muchísimo trabajo en Londres. Hay que preparar la edición de El recién llegado, y el tiempo empieza a apremiar.
—Yo me quedaré un tiempo por aquí —respondió Laura, que daba pellizquitos a la corteza de su sándwich—. No creo que vaya a ser muy bien recibida en mi casa, y las clases en el colegio no empiezan hasta principios de septiembre.
—Pues entonces nos haremos compañía —intervino David—. También voy a estar por aquí al menos un par de semanas. Tengo que analizar un montón de material y digitalizar todos los papeles de Arroyo antes de volver a casa. Y, por cierto, Kate, a la vuelta quiero que hablemos de negocios. He pensado que la supervivencia de El Unicornio hace necesarios unos cuantos cambios. Pero ya lo trataremos a vuestro regreso. Por cierto, papá, ¿te ha llamado Vera?
—Hoy por la mañana. Dos veces. La voy a echar en falta durante la boda.
David se encogió de hombros.
—Al menos nos hemos librado de sus poemas. —Se dirigió a los otros—: No sabéis lo pesada que se puede poner. Cree que esas cosas largas y tristes que escribe tienen que gustar a todo el mundo.
El camarero llegó con las consumiciones. Ruskin, que se había convertido en un devoto militante de la tortilla de patata, vio con delicia cómo ponían ante él un bocadillo gigantesco. David había pedido un sándwich vegetal.
—Tía Kate, no quiero hacer de Shirley, pero deberías marcharte ya para descansar un poco.
—Yo la acompaño. —Forster se puso de pie y apartó galantemente la silla—. Tú quédate un rato, Laura. No hay prisa.
Los vieron alejarse, cogidos del brazo, hablando de sabe Dios qué. Hacían una buena pareja, pensó Jeffried: dos ancianos guapos y evidentemente felices. Alguien debería declarar especie protegida a las personas así, y hablar de ellas, y comunicar al mundo que existen como forma de mantener vivo otro modo de esperanza.
El cuarteto de cuerda había llegado un poco tarde, pero ya estaba preparado en su puesto. Shirley —vestido verde botella a juego con unos zapatos que se clavaban en el césped y llevando un micrófono a modo de diadema por el que daba órdenes estrictas— les había pedido que empezasen a tocar de inmediato para amenizar la llegada de los invitados. Forster también estaba allí, imponente en su traje oscuro, acompañado por David y por Jeffried Ruskin. Shirley dirigió al inglés una mirada de aprobación: estaba elegantísimo, con aquel chaleco de cachemir que sólo un británico bien educado era capaz de llevar con soltura. En cuanto a Anna Livia, había echado el resto con su atuendo: un traje de dos piezas de cremoso color amarillo, con manga francesa y guantes de seda hasta el codo. Cielo santo, se dijo Shirley, guantes en pleno mes de julio. Había que ser una mujer como Anna Livia Szcherny para ponerse algo así y no resultar ridícula. Los invitados empezaron a llegar con una puntualidad bastante satisfactoria, y durante un rato hubo unos momentos de alegre confusión de presentaciones y saludos. Un caos de afectos, pensaba Forster, mientras algunos ribanovenses le expresaban sus buenos deseos en un inglés macarrónico.
—¿Cómo estás, papá? ¿Muy nervioso?
—Un poco. Ya sé que parece estúpido…
—No es estúpido —intervino Ruskin—, es de buena educación. No me fiaría de un novio que estuviese tan tranquilo.
Shirley se les acercó. La suya era una imagen inédita, con aquel vestido brillante y el micrófono en forma de casco.
—Muy bien, señores. Todo está controlado. Laura nos llamará cuando salgan del hotel para que puedas salir a buscar a Kate, aunque ya te dije que yo hubiese preferido que la esperases en el altar.
—La cuestión es que no hay ningún altar, Shirley. Sólo dos sillas y un arco de flores que, por cierto, ha quedado precioso.
—¿Quién va a oficiar la ceremonia? —preguntó Ruskin, y Shirley le dedicó una mirada de suficiencia.
—El alcalde de Ribanova, por supuesto. Míralo, por ahí viene. ¡Alcalde! Pase por aquí, voy a presentarle al novio. Está usted estupendo, ¿eh? Pero le falta un toque. Permítame…
Y, con una aplastante naturalidad que hizo poner los ojos en blanco a la siempre formalista Anna Livia, Shirley Saunders colocó una rosa de color naranja en la chaqueta del alcalde de la ciudad.
—Venga conmigo, le indicaré cuál es su sitio. Y vosotros dos deberíais ayudarme a pastorear a los invitados. Se están desperdigando por el jardín y los quiero sentados dentro de dos minutos como máximo. David, Jeffried, ¿no me habéis oído? En marcha.
—Deberíamos haber traído unos espráis de pimienta —susurró Ruskin, y siguió mansamente a Shirley.
—¡Oh, por todos los demonios!
La voz de Forster sobresaltó a todos. El novio había palidecido en un segundo. Jeffried y David se volvieron a tiempo para ver entrar en el jardín a una figura muy familiar para los Smith.
Era Vera, la poetisa. La maníaca de los aviones, la víctima de la aerofobia, estaba allí, junto a la cancilla, con los ojos brillantes, una maleta pequeña y lo que parecía ser un vestido en una enorme funda rosa.
—¡Papá!
—¡Vera! —El novio abrazó a su hija ante la mirada incrédula de David Smith—. ¡No puedo expresar lo feliz que me haces!
David esperó su turno y luego abrazó a su hermana hasta levantarla un palmo del suelo. Vera Smith era alta, delgadísima, de huesos estrechos y cintura de avispa, y tenía una espectacular melena castaña que le llegaba casi a la cintura. Ruskin se fijó en que llevaba un tatuaje en el hombro izquierdo. Vestía una falda larga con un cinturón de cuero, una camiseta falsamente envejecida y de aspecto caro y sandalias de tiras. Llevaba un montón de pulseras y una ajorca en el tobillo. El arquetipo de la escritora joven y rebelde, pensó el editor, e imaginó que la prensa cultural se rendiría a sus pies.
—¡Hermanita! ¿Cómo demonios te las has apañado? ¿Te ha tratado algún loquero?
—No te hagas el gracioso. He llegado en barco a Lisboa y llevo como diez horas conduciendo, así que no te pases de listo. ¿Llego a tiempo para la ceremonia? Oh, os lo tengo que contar todo…
Shirley torció el morro ante aquel acontecimiento inesperado. No pensaba consentir ningún cambio de planes.
—Sí, pero no ahora. La novia está a punto de llegar, y supongo que tú quieres cambiarte. Así que ven conmigo. Y tú, Forster, prepárate para salir a la puerta. Laura me ha dicho que estarán aquí en menos de diez minutos. Jeffried y Ruskin, ya os he dicho lo que tenéis que hacer con los invitados. Veo a mucha gente de pie. Que se sienten todos de una maldita vez. Y tú, Anna Livia, di a los de los violines que empiecen a tocar.
El profesor Forster Smith habría de recordar siempre el instante en que vio a Kate Salomon descender del coche que la llevaba en dirección al resto de su vida. Estaba radiante. No se fijó en el color del vestido, ni en las flores diminutas que adornaban su peinado, ni en el ramo que sostenía. Sólo fue capaz de verla a ella y recordar el momento en que había decidido, cincuenta años antes, que más pronto o más tarde se casaría con Kate. Se acercó a ella y besó sus dos manos. Desde dentro llegaba la música de la marcha nupcial de Gounod.
—Así que vamos a hacerlo…
—Eso parece. Y te suplicaría que entrásemos ya, Kate Salomon. Contigo nunca se sabe.
Para desesperación de Shirley, la ceremonia fue mucho menos solemne de lo que ella hubiese deseado. El alcalde apenas hablaba inglés, y Forster sabía tan poco español que Kate tuvo que traducirle cada una de las instrucciones del oficiante, lo que provocó la hilaridad de todos los invitados y la de los novios. No fue emotivo, diría Kate, pero sí divertidísimo. Y excepto por aquellos pequeños problemas de comunicación, todo estaba perfecto. La carpa, decorada con ramos de rosas colgados por el tallo, parecía un enorme jardín vuelto del revés. Los músicos eran extraordinarios, y una pareja de pequeños pájaros sobrevoló el remedo de altar con tanto acierto que algunos de los invitados creyeron que habían conseguido amaestrar a los dos bichos. Al terminar, Kate y Forster recibieron aplausos y una lluvia de pétalos de flores. A pesar de que algunos habían intentado introducir arroz, Shirley había sido inflexible: le parecía de muy mal gusto, y además había visto demasiadas bodas en que algún desaprensivo tiraba a dar y había estado a punto de saltar un ojo a los contrayentes.
La fiesta empezó en seguida. Kate conoció a Vera —espectacular en un vestido de gasa naranja que Shirley encontró algo excesivo— y Vera decidió que Kate era perfecta para su padre. David cubrió a Laura de cumplidos: estaba realmente bonita en el modelo que Kate había elegido para ella. Laura se ruborizó, como siempre, y luego le susurró un «gracias» al oído que dejó claro que esta vez Kate Salomon no había sabido mantener el secreto.
—Hay que ver todo lo que puede hacer por una chica un vestido nuevo —comentó David. A su lado, Jeffried Ruskin bebía una copa de vino y miraba a Laura Salomon, que charlaba con Vera.
—Ojalá fuese un poco más joven… —murmuró.
—¿Qué dices?
—Nada. Mira, prueba uno de éstos. —Tomó de una bandeja un par de canapés y se metió uno en la boca. David cogió el suyo y buscó la mirada de Ruskin levantando una ceja.
—No me digas que todo este almíbar te ha afectado a ti también… Por Dios, Jeffried… es lo último que se me hubiese ocurrido. ¿Tú y Laura?
—Ya lo sé, es una tontería.
—Oh, no, no lo es. Ya que estamos, adelante. Ella está sola y tú también, y aunque personalmente creo que está un poco loca, parece buena chica. Le diré al alcalde que no se vaya, quizá podamos hacer un dos por uno. Aprovecharemos los músicos, la comida y las flores.
Ruskin se rio con ganas y apuró su copa.
—No digas esas cosas. Esto me coge demasiado mayor. Tengo veinte años más que esa chica. Y, si te digo la verdad, ni siquiera creo que ella se haya parado a pensar en mí. Sí, ya lo sé, quizá debería preguntárselo directamente. Pero yo no soy un hombre de acción. No es que lo haya descartado, claro está. Pero voy a darme tiempo. Intentaré verla en Inglaterra y… y tal vez ella venga a Londres… pero no estoy preparado para poner la rodilla en tierra. Tendría que volver a nacer para ser tan espontáneo. Recuerda que tienes ante ti a un súbdito de su graciosa majestad acostumbrado a la mesura, la contención y las cosas pensadas varias veces.
Justo en ese momento, Forster Smith, que llevaba de la mano a Kate Salomon, se acercó a la orquestina y pidió el micrófono del solista.
—Buenas tardes a todos. Laura, sobrina, ¿te importaría venir aquí e ir traduciendo lo que voy a decir? Gracias, muchas gracias.
En ese momento, David Smith se dijo que en buena hora había pagado aquel vestido hecho de pequeños pliegues de gasa color melocotón que parecía hacer a Laura Salomon más alta y mucho menos insignificante.
—Señoras y señores, se supone que el novio tiene que dar un discurso, y yo estoy encantado de cumplir con la tradición. Creo que casi todos ustedes están enterados de mi historia con Kate. Sí, conocí a esta mujer hace cincuenta años, y sí, perdí varias veces la oportunidad de hacerla mi esposa. Todo fue culpa mía. No soy el tipo más habilidoso del mundo, y tampoco tuve mucha suerte con ella. Pero el destino quiso darme una última oportunidad, así que medio siglo después de haberla visto por primera vez crucé el mundo para poder estar a su lado. Y no crean que ha sido fácil. Sé que habrá mucha gente a la que sorprenda que dos viejos quieran casarse. Pero nunca es demasiado tarde para intentar ser feliz. Me gustaría que se diesen cuenta de que, cuando se supone que deberíamos iniciar nuestra cuenta atrás, lo que estamos haciendo Kate Salomon y yo es empezar de cero. Sí, Kate, así me siento yo. Creo que estoy comenzando una nueva vida, y soy condenadamente afortunado de poder iniciarla contigo, que es lo que deseaba hacer hace ya cincuenta años. Te quiero con todo mi corazón y te agradezco en el alma que me vayas a dar la oportunidad de amarte y de cuidarte de ahora en adelante. Señores, señoras, hijos míos, amigos: les pido que levanten sus copas en honor a mi esposa.
Era el momento que Shirley estaba esperando. Dos lágrimas resbalaron por las mejillas de Kate, y los ojos violeta de Anna Livia se humedecieron mientras ella buscaba su pañuelo. Vera Smith lloraba sin disimulo —era lo menos que se podía esperar de una poetisa— y Laura Salomon sollozaba tan abiertamente como buena parte de las invitadas. Hasta el alcalde parecía emocionado, pensó Shirley, y se dio permiso para dar rienda suelta a su propio repertorio de gimoteos, teniendo, eso sí, buen cuidado de no estropear el maquillaje.
—Un buen discurso, ¿eh? —David puso una mano en el hombro de Jeffried Ruskin, que tenía una expresión particular y desconocida—. No esperaba menos de mi padre, pero creo que se ha superado… Jeffried… ¿te encuentras bien?
—Al diablo con todo.
—¿Perdona?
—Voy a hacerlo. Por San Jorge y el dragón que voy a hacerlo.
—¿Qué es lo que vas a hacer? ¿Y qué clase de juramento es ése? ¿De dónde sales, Ruskin? ¿De «Juego de tronos»?
Pero Jeffried Ruskin ya no le escuchaba. Estaba cruzando el jardín en busca de Laura Salomon.
—Todo ha sido maravilloso.
Eran las dos de la madrugada. Kate y Forster habían encontrado un sillón en la casa para dejarse caer tras despedir al último de los invitados —el secretario de los Amigos del Museo, que estaba empeñado en que fuesen todos a tomar la última copa a algún bar de moda— y allí hacían balance de la fiesta que, en efecto, había resultado un éxito. Anna Livia y Shirley se les unieron, la última con los zapatos en la mano.
—No debería haberme puesto estos tacones —gruñó.
—Te lo advertí —remachó Anna Livia.
—Ya. Qué fácil es defender el zapato plano cuando se mide uno setenta y dos. —Se sentó sin ninguna gracia en uno de los sillones del salón—. Por cierto, ¿dónde está Laura?
—La perdí de vista hace bastante rato. Pero no te preocupes, Jeffried estaba con ella, y a juzgar por su expresión creo que esos dos nos van a dar una sorpresa. —Kate buscó la mano de Shirley y la apretó—. Querida, ha sido una fiesta preciosa.
Shirley trató de componer un gesto de humildad, pero fracasó en el intento. Kate tenía razón, había sido un éxito y era perfectamente consciente de ello así que ¿por qué esquivar las alabanzas y los agradecimientos?
—No es nada —dijo, a pesar de todo.
—Oh, claro que sí —apostilló Forster—. Shirley, he ido a unas cuantas bodas en mi vida, y me gustará repetir a todo el mundo que la mejor ha sido la mía. No puedo ponerle ni un pero.
Shirley se esponjó como una gallina, y quiso ser magnánima.
—Bueno, no lo he hecho todo sola. He recibido alguna ayudita, y no me importa reconocerlo. Ya os dije que las flores fueron un regalo de Ahmed, y… bueno, todos han contribuido. Tu hijo, Forster, fue muy útil para colocar la guirnalda de rosas.
—Qué considerado de su parte. Lo recordaré cuando dicte testamento.
Anna Livia salió y regresó con una tetera humeante.
—Nos vendrá bien una infusión antes de dormir. Y os anuncio que voy a desconectar el teléfono e incluso el timbre de la entrada. No pienso levantarme hasta el mediodía. ¿Y vosotros? ¿Cuándo salís para París?
—En dos días. Mañana aprovecharemos para estar con Vera y hacer maletas.
Bebieron el té en silencio. Era muy tarde y todos estaban igualmente agotados por la hora y las emociones de aquel día. Anna Livia fue la primera en ponerse de pie y despedirse, y luego fue Shirley quien recogió sus zapatos y deseó buenas noches. Kate le dio un abrazo.
—Shir… no hay forma de darte las gracias por todo lo que has hecho.
Ella enarcó levemente una ceja.
—En realidad «sí» la hay.
Kate se encogió de hombros.
—Pues tú dirás.
Una sonrisa maliciosa cruzó el rostro de Shirley Saunders antes de ser sustituida por una expresión pretendidamente inocente.
—Deja que sea yo quien le cuente a tu hermano que se ha celebrado la boda.
De: shirleytemple25@hotmail.com
Para: sunsetcafestaff@sunsetcafe.com
Estimado James, no sé por dónde empezar, así que mejor será que vaya directamente al grano: Kate y Forster se han casado. Decidieron que su amor era más fuerte que los pequeños desencuentros que pudieran tener, y que deseaban pasar juntos los años que les queden y que, al igual que tú (supongo), espero que sean muchos.
No te he escrito antes porque hemos estado bastante ocupados con grandes cosas que han sucedido. No sé si Kate te lo ha dicho, pero ha aparecido otro original de tu querido tío Bertie. ¿No es maravilloso? A Kate le van a dar una pequeña fortuna por él, porque esperan que se convierta en un súper best seller. Qué gran alegría, ¿verdad? Kate está muy contenta, la pobre, porque hace tiempo que deseaba hacer algunas obras en la librería. Ay, ese querido y entrañable local se estaba quedando un poco anticuado. Es necesario modernizarlo, cueste lo que cueste.
Por cierto, tu hija te escribirá dentro de unos días. Te anticipo —y sé que no debería hacerlo, pero llevamos tanto en tiempo en contacto que he desarrollado una gran confianza contigo— que no piensa volver a Brighton hasta que empiecen las clases. Hay algunas cosas que tiene que resolver con Kate, pues tu generosa hermana ha decidido que Laura herede en vida una de sus propiedades. Es un hermoso detalle, ¿a que sí? Pensar en los demás de esa forma es muy propio de la querida Kate.
Después, o al menos eso tengo entendido, nuestra Laura pasará unos días en Londres. Ya te enterarás, pero ha hecho una buena amistad con el editor de tu tío Bertie, un hombre encantador y, aunque esté mal decirlo, de una estupenda posición. No me gusta anticipar acontecimientos, pero quizá los Salomon vuelvan a ir de boda muy pronto.
Transmite todo mi cariño a tu Lotta. Y para ti, un abrazo de tu amiga Shirley.