—¿Así que Una casa junto al parque es la continuación de El recién llegado?

Kate abría los ojos desmesuradamente. Eran las ocho de la mañana, y todo el grupo se había presentado en su casa para compartir las novedades. Habían pasado la noche trabajando, pero ni Laura, ni Ahmed, ni Ruskin, ni mucho menos David parecían siquiera mínimamente cansados.

—¿No habéis dormido nada? —preguntaba Shirley—. Estáis completamente locos. Voy a preparar huevos y jamón para todos. Y una jarra de café, antes de que os dé un ataque. Habrase visto… como si todos esos papelajos no pudiesen esperar unas horas…

—¡No nos riñas! —David dio a Shirley un rápido achuchón—. Estamos contentísimos. Ruskin ha encontrado una mina de oro, y en cuanto a mí, tengo material suficiente para escribir una de esas biografías que llegan a las listas de éxitos.

—Pero explicádmelo otra vez. —Kate necesitaba detalles—. ¿Estás diciendo que el tío Bertie fue amigo de Truman Capote?

—No sólo eso, sino que Capote le robó una idea para un libro. De eso va El recién llegado. Luego él escribió una parte de la historia, y Juan Sebastián Arroyo la continuó. Las dos novelas están en primera persona. En El recién llegado un joven cuenta cómo ha sido víctima de una traición, y en Una casa junto al parque un amigo suyo viaja a Nueva York para traerle de vuelta a casa e impedir que renuncie a su deseo de convertirse en escritor. No se trata de dos novelas distintas, sino más bien del primer y el segundo capítulo de una misma historia.

Kate se dirigió a Ruskin.

—¿Y tú crees que se puede publicar?

—¿Que si lo creo? Por supuesto que sí. Si todo sale bien, la próxima primavera daremos la campanada editorial. Va a ser increíble. Increíble. Estoy deseando hablar con Fiddean para contárselo.

Llamaron a la puerta. Era Forster Smith, a quien habían telefoneado para que se uniese al desayuno. Su hijo le contó todas las novedades, y los ojos del profesor universitario brillaron al escuchar aquella historia que era, sin duda, el sueño de cualquier investigador. Shirley les llamó a la mesa, sobre la que había café y cacao, jamón serrano y un par de huevos fritos por cabeza, mantequilla dulce, tostadas calientes y mermelada de frutas. Ahmed había recuperado su natural reserva y no parecía decidirse a tomar asiento, hasta que Shirley le señaló su sitio con un nada sutil manotazo en el hombro.

—Haz el favor de no quedarte de pie. Y tú, Anna Livia, quita de ahí esa bandeja de jamón, que creo que a este chico no le gusta nada. Vamos, todos. A comer, antes de que alguno se desmaye. Toda la noche en vela… menuda locura.

Como cualquiera hubiera podido prever, el cansancio empezó a hacer su efecto en los trasnochadores. Laura estuvo a punto de dormirse con una tostada en la mano, y Kate la envió a su habitación como si fuese una niña de diez años. A pesar de sus protestas, Ahmed fue relevado de sus deberes en la librería: «No serás de gran ayuda durmiéndote por las esquinas», dijo Kate, entre risas. Jeffried Ruskin aseguró que él no iba a acostarse, pues tenía cosas urgentes que resolver, y un segundo después se quedó dormido sobre la mesa. Sólo David parecía fresco como una lechuga. Estaba exultante, feliz, excitado como un niño en la mañana de Reyes. Hablaba por los codos, se reía por nada. Su padre pensó que pocas veces lo había visto tan contento.

—Y la boda es dentro de tres días —dijo—. Oh, papá, me temo que no os he hecho demasiado caso durante esta semana.

—Da igual. Era por una buena causa —contestó Kate.

—Por cierto, ahora que ya habéis acabado con lo vuestro —intervino Shirley—, voy a necesitar un poco de ayuda para los últimos detalles.

En aquel momento, David hubiese aceptado echar una mano incluso en las calderas de Pedro Botero.

—A tu disposición, Shirley. Y ahora, si el bello durmiente se despierta —echó una mirada a Ruskin, que dormía profundamente apoyado en un brazo—, deberíamos irnos al hotel y echar una cabezada, o empezaremos a ver visiones. Pero antes… Kate, ¿tienes un momento?

Salieron de la cocina y entraron en la salita contigua. David se revolvió el pelo, pero Kate no supo si era porque empezaba a sentir sueño y quería despejarse o porque había algo desagradable que comunicar.

—Tengo algo que decirte pero no sé cómo decírtelo, ¿vale?

Kate se dejó caer en un sillón. ¿Qué iba a contarle ahora el hijo de Forster? ¿Que estaba enfermo? ¿Que lo de la boda era en realidad una tomadura de pelo? ¿Que la cocina del Hotel Almirante había ardido y no podían encargarse del cóctel de celebración? ¿Que Forster había cambiado de opinión y prefería que la boda no se celebrase?

—Es algo a lo que llevo días dando vueltas. Bueno, no muchos, sólo dos o tres, pero te juro que no sé cómo plantearlo. —Se paró en seco, extrañado—. ¿Por qué pones esa cara? No es nada horrible.

Kate suspiró con un alivio evidente.

—Oh, David, es que han pasado tantas cosas que lo último que quiero son misterios. Por favor, suelta lo que sea de una vez y trataremos de arreglarlo, pero no me asustes.

David tomó aire.

—Está bien. Se trata de Laura y lo que va a ponerse para la boda.

Kate Salomon enarcó una de sus cejas y dejó de lado la labor.

—No te entiendo.

—A ver, Kate… Laura no parece tener muy buen gusto. Bueno, quizá sí lo tiene, pero lo que no tiene es dinero, yo qué sé. El caso es que se viste bastante mal, y no es que entienda mucho de esas cosas, pero si hasta yo me he dado cuenta debe de ser… en fin, que me preocupa que no tenga nada decente que ponerse para la ceremonia.

Kate no se sentía capaz de pronunciar palabra. ¿Qué quería decir el joven Forster con su discurso despectivo? ¿De verdad se atrevía a criticar la forma de vestir de Laura? Es cierto que su sobrina era una chica modesta, pero ¿qué derecho tenía David a despreciarla por eso?

—Es vuestra boda y todos vamos a ir como para salir en una revista, o al menos eso creo. Estoy seguro de que tu vestido es precioso. Mi padre se ha comprado un traje, aunque se supone que no deberías saberlo, y me ha obligado a hacer lo mismo. Jeffried va siempre hecho un pincel, así que ya sabemos lo que podemos esperar. Anna Livia parece una duquesa rusa, se ponga lo que se ponga, y Shirley… bueno, apuesto cualquier cosa a que echará el resto. Si Laura aparece con una de esas faldas largas de la Casa de la Pradera, creo que se sentirá fatal al ver a todo el mundo de punta en blanco.

Kate no podía creer que aquel chico pudiese ser tan gratuitamente grosero.

—David, ¿adónde quieres llegar?

El profesor de Temple University se pasó la mano por el espeso cabello castaño en un gesto muy parecido al que su padre prodigaba cuarenta años antes.

—Me gustaría regalarle un vestido. Un vestido bonito. El vestido que querría llevar cualquier chica en la boda de su tía. Me da igual cuánto cueste, pero quiero que Laura vaya como una princesa. Ve con ella y cómprale un traje, ¿vale? El que a ella le guste. Y unos zapatos, y un bolso o lo que sea que lleven las chicas en las bodas. Gasta lo que haga falta y yo pagaré la cuenta. Pero no se lo digas a Laura. Tu sobrina tiene la cabeza tan dura como el alcornoque, y sé que no aceptaría un regalo mío aunque su vida dependiese de ello.

Kate Salomon miró a los ojos a aquel joven a quien sólo hacía unos minutos estaba deseando fulminar, y se dio cuenta de que hace falta tomarse un tiempo para juzgar a las personas. Pensamos que conocemos a alguien, pero no es así. Estaba catalogando a David como un desconsiderado sin solución, y no sólo estaba errada, sino que aquel chico había demostrado una delicadeza de la que ni ella misma había sido capaz. Kate pensaba que estaba siendo generosa al quitar importancia al hecho de que su sobrina asistiese a su boda vestida de trapillo. David había ido mucho más allá. No pensó en tratar el problema con benevolencia, sino en cómo solucionarlo. Dos lágrimas enormes se escaparon de los ojos de Kate Salomon, y ni siquiera hizo el ademán de enjugárselas. Había tomado de las manos al hijo de su futuro esposo, que por supuesto era incapaz de entender nada.

—¿Eso quiere decir que sí?

—Quiere decir que pienso que eres un muchacho maravilloso. Y que ya tengo otro motivo más para alegrarme de esta boda. Iré de compras para Laura, por supuesto, y encontraremos un vestido con el que pueda estar guapa.

—Gracias, Kate. —Le guiñó un ojo—. Y ya sabes: barra libre…

—¡Tengan cuidado! —aullaba Shirley—. ¡Tengan cuidado con eso o… o les demandaré!

Media docena de eficientes operarios se afanaban por instalar una carpa de color blanco en mitad del jardín. Era una operación complicada porque el jardín de la casa de Kate Salomon era en realidad un pequeño parque tan lleno de arbustos, arriates y árboles de diferentes tamaños que fue imposible encontrar un trozo de césped para levantar el mástil central.

Al final habían tomado la decisión de colocar la carpa en torno al magnolio y poner cuatro palos enormes para fabricar un entoldado que pudiese proteger a los invitados de las posibles inclemencias del tiempo. Habían llegado a las nueve de la mañana, y Shirley empezó a dirigir las operaciones sin que nadie se lo pidiera.

—¡Ese magnolio estaba aquí antes de que sus abuelas vinieran al mundo! —gritó—. Si le tocan una sola hoja, no digamos ya si se parte una rama, mis abogados se ocuparán de ustedes.

Forster, David y Laura contemplaban la escena a una distancia prudente.

—Deberíamos haberle regalado un megáfono.

—¿Para qué? ¿Para que su voz llegue a toda la ciudad? No hay problema, se la oye perfectamente. —David parecía encantado con el espectáculo—. Sólo espero que esos pobres hombres tengan una paciencia a prueba de bomba, o se largarán y le dejarán sin toldo.

—¡Oh, espero que no ocurra eso! ¡La tía Kate se moriría del disgusto!

—No llegará la sangre al río. —Forster pasó un brazo por encima de los hombros de su futura sobrina—. Shirley ha hablado con estos tipos media docena de veces, y creo que a estas alturas ya la conocen lo suficiente.

—¡Les he dicho que despacio! —Un pájaro salió disparado de las ramas de un camelio y voló seguramente en busca de algún refugio un poco más tranquilo que aquel jardín, súbitamente convertido en una casa de locos.

En una esquina había apiladas una docena de mesas y más de cien sillas de plástico, y en cuestión de minutos llegaría un montón de cajas con todo el menaje para el cóctel: platos de varios tamaños, cubiertos, vasos, copas de cristal, servilletas de tela, bandejas, cuencos pequeños y grandes… Un electricista había estado por allí aquella mañana preparando todo para instalar largas tiras de bombillas blancas, pero había olvidado algo en su taller y se marchó dejando todo lleno de cables y prometiendo volver. Habían hecho tres agujeros en el jardín para colocar los postes que sujetarían la carpa, y alguien había colocado una especie de arcón de plástico al lado del macizo de hortensias. Se mirara hacia donde se mirase, sólo se veían escenas de caos. Laura Salomon pensaba que haría falta un milagro para que en veinticuatro horas pudiese celebrarse allí la boda de su tía.

—No te preocupes, Laura. —David, a su lado, era perfectamente consciente de su inquietud—. Todo estará en orden antes de lo que pensamos.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Simplemente lo sé. Oh, vamos, dos viejales han removido cielo y tierra para casarse después de cincuenta años. No es posible que todo vaya a irse al traste sólo porque haya un poco de desorden por aquí y por allá. Intenta tranquilizarte y disfruta del espectáculo. Mira ese operario, ése al que está gritando Shirley. Parece a punto de sufrir una congestión.

Laura se fijó en un pobre hombre muy colorado que bajaba la cabeza ante el desabrido rapapolvo de la organizadora.

—¡Le dije que viniese ayer a medir el árbol! ¿Se lo dije o no se lo dije? Responda, responda, no tengo todo el día.

—Sí, señora, pero…

—Ni pero ni pera… Me da igual adónde tenga que ir a buscar esa maldita cuerda, pero la quiero aquí en una hora… no… en media hora.

David se retorcía de risa.

—¡Esto es mejor que el cine! Deberíamos haber comprado palomitas.

—Menos mal que la tía Kate no anda por aquí… creo que esto la pondría nerviosa. Por cierto, ¿dónde está?

—Ella y Ruskin tenían que resolver asuntos con la editorial. Están dentro, enviando correos electrónicos o algo así.

—Pues espero que tengan para mucho rato. Si ve a Shirley amenazando a esos hombres, o sus flores a punto de ser aplastadas, le dará un ataque.

En efecto, Kate Salomon estaba preocupada con otras cosas. Ella y Ruskin estaban negociando ladinamente el anticipo de la novela de Albert Salomon: el editor desde su tableta, Kate desde su ordenador, reunidos los dos en el despachito de Kate, trataban de estirar al máximo el anticipo que Somerset Publishers podía ofrecer.

—A ver… esto es lo que me dice Fiddean. El correo llegó ayer por la noche.

De: Fiddean@somersetpublishers.com

Para: Jeffriedruskin@somersetpublishers.com

Querido Jeffried:

No tengo palabras para decirte lo condenadamente contentos que estamos todos. El señor Atkinson te hace llegar sus felicitaciones, y todos los chicos de la sección te envían su aplauso.

Ahora hay que ocuparse de cosas prácticas, y arreglar cuanto antes el asunto del anticipo. El señor Atkinson está de acuerdo en ofrecer un total de ciento veinte mil libras por los dos originales, a repartir al cincuenta por ciento entre los herederos de cada uno de los autores. De todas formas, entenderás que queremos negociar a la baja, así que empieza ofreciendo la mitad.

Pretendemos sacar las dos novelas con toda la artillería en el mes de abril, para poder vender los derechos en la Feria de Londres después del bombazo (qué belicista me estoy poniendo, parezco Margaret Thatcher). Estamos preparando una campaña de prensa que no puedes imaginar, pero, para seguir con las metáforas guerreras, va a ser una verdadera explosión (jejeje).

Envía noticias cuanto antes, el departamento legal está preparando los papeles.

—¿Margaret Thatcher? —exclamó Kate, incrédula—. ¿Alguien se acuerda de ella todavía?

—Te aseguro que Fiddean sí.

—Parece un cretino.

—Lo es, pero nada se hace sin él en Somerset Publishers y está dispuesto a ser generoso. ¿Sesenta mil libras para ti te parecen bien? Son unos setenta mil euros.

Kate suspiró, encantada.

—Es una fortuna. Pero Fiddean quiere negociar a la baja.

—Ya. Va en su sueldo. Pero para eso estamos nosotros. Vamos a dar un pequeño susto a este tiburón. Ay, Señor, hace quince años que quiero poder hacerlo.

De: Jeffriedruskin@somersetpublishers.com

Para: Fiddean@somersetpublishers.com

Fiddean, me temo que hemos cometido un error de cálculo. A primera hora de la mañana me reuní con Kate Salomon y le ofrecí cuarenta mil euros como anticipo. Puso una cara muy rara. Después de mucho insistir, acabó confesando que la habían tanteado de otra editorial y le ofrecían una cifra mucho mayor. Supongo que son esos hijos de puta de BlueWords, siempre han estado detrás de los textos de Albert Salomon. No tengo ni idea de cómo se han enterado de que ha aparecido el libro, pero te recuerdo que Kate no tiene obligación legal de dárnoslo a nosotros. Intenté subir la puja, pero Kate parecía realmente enfadada y no quiso seguir hablando. Dijo que estábamos aprovechándonos de su buena fe. Creo que nunca la había visto tan enojada. No puedo creer que toda la operación se pueda ir al traste precisamente ahora, pero estamos en un lío.

Jeffried Ruskin miró a Kate, satisfecho, y le dio al botón de enviar.

—¿Qué crees que pasará?

—Que Fiddean sentirá que le han apretado el nudo de la corbata. Vamos a esperar su contestación. No tardará mucho, siempre está pendiente del correo.

Esta vez fue Ruskin quien calculó mal, porque, en efecto, al sentirse oprimido por el nudo de su carísima corbata de seda —la idea de que el gran suceso editorial de la temporada fuese a parar a BlueWords o a cualquier otro sitio le provocaba un efecto parecido a la asfixia—, pensó que el correo electrónico no era suficiente y marcó el número de Jeffried Ruskin.

—Creo que suena tu móvil.

—Tendría que haberlo silenciado… —Lo cogió del bolsillo—. ¡Es Fiddean! Esto no me lo esperaba, casi nunca llama.

En la cara de Kate se dibujó el terror.

—¿Qué hacemos?

—Yo, poner el manos libres. Intenta no reírte, por favor.

No hacía falta que se lo pidiera. Kate Salomon era incapaz de ver nada divertido en aquello. Pero Jeffried Ruskin parecía estar pasándolo realmente bien.

—¡Fiddean! ¿Cómo estás?

—¿Cómo quieres que esté? Me acabas de decir que la gran operación del año puede frustrarse, ¿y preguntas cómo estoy? ¿Se puede saber cómo se han enterado en BlueWords de que existe el libro?

El tono de Fiddean era más que desabrido. Ruskin lo imaginaba rojo como un cangrejo en su bonito despacho de muebles blancos, paseando como un león enjaulado y deseando emprenderla a patadas con algún objeto poco valioso.

—Tengo mis sospechas…

—No me lo digas. El prometido de Kate, ¿no? Maldita sea. Cuando esa condenada vieja dijo que se casaba me pareció ridículo, pero lo último que creí es que un anciano gagá iba a traernos problemas.

En aquel momento, Jeffried Ruskin se dijo que quizá no había sido tan buena idea usar el manos libres. Pero Kate no parecía ofendida. Es más, ahora parecía seguir la conversación con auténtica curiosidad.

—Paul, me temo que estás juzgando muy a la ligera a Forster Smith. Yo no lo llamaría un anciano gagá. Es una de las personas más lúcidas que conozco, y un verdadero erudito. Pero no sospecho de Forster… más bien creo que ha sido cosa de su hijo.

—¿El que está escribiendo la biografía de Albert Salomon?

—Sí, Fiddean, el mismo. Hasta que no le hagamos una oferta, imagino que seguirá buscando contactos en editoriales americanas, y quizá se le escapó algo de El recién llegado.

—¿Y por qué no contratas el jodido libro del jodido Smith?

—Porque no me has dado vía libre, Paul. No tengo presupuesto para textos de no ficción. Así que el jodido Smith se estará buscando una alternativa por si nosotros nos ponemos correosos. Y, teniendo en cuenta que Kate está a punto de convertirse en su madrastra, entiendo que puede hablar con ella para meterla en el lote de negociación. Es lo que yo haría. Y lo que harías tú.

Hubo un silencio. Jeffried Ruskin conocía suficientemente bien a Fiddean como para imaginar que estaba sentado detrás de su mesa —una exquisitez firmada por el mismísimo Philip Stark y que había sido el regalo de aniversario de su recauchutada y millonaria esposa— con las manos cruzadas sobre el tapete de cuero, debatiéndose entre el deseo de mandar a todos al demonio y cerrar aquella operación inmediatamente aun a costa de su orgullo.

—¿Paul? ¿Estás ahí?

—Pues claro. ¿Adónde crees que puedo haber ido? Escucha, quiero arreglar esto inmediatamente. Llama a ese Smith, ofrécele cincuenta mil libras por su maldita biografía, y déjale claro que tiene que cerrar el pico de una vez. En cuanto a Kate, yo hablaré con ella para arreglar el desastre. Espero que El recién llegado sea un éxito de ventas, o tendré que matar a alguien. Esto nos está costando una fortuna.

Ruskin hizo el signo de la victoria con las dos manos.

—Tranquilo, Fiddean. Recuperarás cada libra invertida. Sacaremos la novela en primavera, y la biografía para la campaña de otoño, para hacerla coincidir con el lanzamiento de El recién llegado en Estados Unidos. Vamos a ganar mucho dinero.

—Más te vale. Que tengas un buen día.

Jeffried Ruskin no dijo una palabra hasta que se cercioró de que la conversación había terminado. Luego se volvió hacia Kate.

—¿Qué te parece? Acabo de asegurar tu anticipo y la compra de la biografía de David.

—Me parece que eres un verdadero genio. Pero ¿crees que Fiddean me llamará a mí? Ay, Jeffried, espero que no lo haga… tendría que hacerme la ofendida y no creo que…

—Tranquila, no es su estilo. A él tampoco le apetece enfrentarse a alguien que cree que está enfadado. Te enviará un mail. Y, o muy mal lo conozco, o tiene que estar escribiéndolo en este preciso momento.

A pesar de que las ventanas estaban cerradas, llegaban voces desde el jardín. Cuando Kate pensaba que aquellas señales de actividad se debían a ella y a su boda, notaba un cosquilleo de dicha. Todo era perfecto, pensó. Incluso el pronóstico meteorológico —que Shirley consultaba con ansiedad patológica media docena de veces al día— estaba de su lado: el día de la boda sería cálido y soleado, con temperaturas mínimas de dieciséis grados y máximas de veintiocho, y nulas posibilidades de lluvia. El mejor día del año, se dijo, y suspiró, el mejor día del año para el mejor día de su vida.

—¿Ha llegado algo? —Ruskin fisgaba sobre su hombro en la pantalla de su portátil.

—Nada, pero tal vez haya problemas de conexión. Este ordenador lleva días colgándose cada dos por tres. Voy a tener que comprarme otro, creo que está a punto de morir definitivamente. —Justo en ese momento entró un correo nuevo en la bandeja—. Oh, espera, acaba de llegar algo… ¡Es un mensaje de Fiddean!

De: Fiddean@somersetpublishers.com

Para: katesalomon124@hotmail.com

Querida Kate, acabo de hablar con Jeffried Ruskin y me temo que ha habido un terrible malentendido con respecto al anticipo que te ofrece Somerset Publishers. Sé que Ruskin te ofreció cuarenta mil euros, pero la cantidad consignada para este libro es de ciento veinte mil libras, lo cual arroja un total de sesenta mil para los herederos de cada uno de los autores. No sé de dónde ha sacado Ruskin la cifra que te dio, pero tienes mi palabra de que nuestros cálculos eran otros. Espero que sepas disculpar nuestro error, y que tengas en cuenta que, por encima de todo, ésta es la editorial de tu tío Albert, donde siempre se le respetó y se le quiso. Te aseguro que no te arrepentirás de haber puesto en nuestras manos su obra definitiva.

—Ahora me llama «querida Kate», pero hace unos minutos era una condenada vieja…

—Piensa en lo poco que ha tardado en ponerse de rodillas y pedir clemencia. ¿Vas a contestarle?

—No debería hacerlo. Al menos, no de momento. Estaría bien dejar que pasase un par de días pensando que los editores de BlueWords o como quiera que se llamen me están cortejando para que os deje plantados. Pero me caso dentro de veinticuatro horas, y quiero que todo el mundo sea feliz. Así que voy a escribir al señor Fiddean para que pueda dejar de sudar tinta. —Se caló las gafas y quiso empezar a teclear—. Oh, no, se ha colgado otra vez… Este trasto está en las últimas… qué rabia, precisamente ahora…

—Apágalo y vuelve a encender. A mí me funciona.

—Déjalo, usaré el ordenador de Shirley. Tiene uno modernísimo que no se estropea nunca. Espero que no le importe, me lo ha ofrecido mil veces.

Kate salió de la habitación y volvió al minuto con el portátil de Shirley. Era, en efecto, uno de esos modelos extraplanos de un indescifrable color entre plata y rosa que Shirley había tenido que encargar expresamente. Kate lo encendió, y, como diría una y otra vez, nunca supo por qué leyó por encima el documento que se abrió automáticamente al iluminarse la pantalla.

De: shirleytemple25@hotmail.com

Para: sunsetcafestaff@sunsetcafe.com

James, espero que tú y Lotta estéis bien. Creo que puedes estar tranquilo, pues apuesto cualquier cosa a que la boda no va a celebrarse. Ayer tu hija habló con Forster y le dijo que estaba al corriente de sus malas intenciones, y que no pensaba permitir que se aprovechase de su querida tía Kate. Creo que Forster se ha asustado, y tal vez se marche esta misma noche, porque me han dicho en el hotel que ha pedido un taxi para que le lleve al aeropuerto. Tu hija es maravillosa, James. Bajo su aspecto inofensivo se esconde una estupenda manipuladora, dicho sea en el mejor de los sentidos.

Te tendré informado, pero te anticipo que no tienes de qué preocuparte. Espero poder darte muy buenas noticias dentro de unas horas.

Kate la leyó dos veces, y palideció de tal manera que Jeffried Ruskin creyó que se había puesto enferma. Dejó el ordenador sobre la cama y abrió de un golpe la ventana de su cuarto. Desde el jardín llegó un olor a flores y hierba recién cortada, y también algunos gritos y el ruido lejano del motor de una segadora mezclado con un golpeteo metálico. Pero, para sorpresa de Ruskin, la voz de Kate Salomon —tan agradable, tan bien modulada, tan correcta— se elevó por encima de cualquier otro sonido y ganó la batalla de golpe a todo el jaleo de los preparativos.

—¡¡¡¡Shirley Saunders!!!! ¡¡¡Entra en la cocina!!! ¡¡¡Entrad todos!!! ¡¡¡Y ya!!!

—¿Qué diantres significa esto?

Shirley no necesitó inclinarse sobre la pantalla para que su rostro se tiñera de color escarlata. Había empezado a sofocarse nada más llegar a la cocina y ver su precioso ordenador sobre la mesa. Se llevó una mano a la frente, lamentando de verdad no ser capaz de fingir un desmayo.

—Shirley… estoy esperando.

—Tiene una explicación…

—Oh, sí, claro que la tiene. Y tú vas a dármela en cinco segundos.

Forster y su hijo se miraron sin entender nada.

—Kate, cariño, ¿de qué va todo esto?

—Eso es lo que espero que Shirley nos cuente. Y me tranquiliza mucho saber que, por la cara que estás poniendo, no tienes nada que ver… cosa que no puedo decir de Anna Livia y de mi sobrina.

En ese momento Laura Salomon —en torno a cuyos ojos pálidos se habían formado de golpe dos enormes ojeras— se echó a llorar. Anna Livia, por su parte, había perdido el color de la cara, y movía las manos nerviosamente, porque le daba la sensación de que la sangre había dejado de circular por ellas.

—Laura, por Dios, no me pongas más nerviosa —espetó Shirley—. Y tú, Kate, no te enfades antes de tiempo. ¿Podemos sentarnos, por favor? Llevo tres horas de pie y me duele la espalda. Muchísimo.

David Smith estuvo a punto de soltar una carcajada. Pero tomó asiento, al igual que los demás, alrededor de la mesa de madera rodeada de sillas en donde de ordinario se tomaba el desayuno en la casa de Kate Salomon. Las ramas de un árbol —un manzano, tal vez— golpeaban suavemente el cristal de la ventana, protegido del sol veraniego por unas alegres cortinas amarillas. En la pared, de azulejos color crema, había varios pequeños estantes con tazas de varios tamaños, botes de especias y libros de cocina. El aparador de madera clara estaba lleno de platos de loza, copas y vasos, y enganchados a un colgador había media docena de mandiles de colores. David se dijo que aquélla era la cocina más bonita que había visto en su vida, aunque, en justicia, era la primera vez que se fijaba en una cocina.

—Laura —Shirley la miró, llevándose la mano al pecho—, me temo que debes liberarme de mi palabra de respetar tu secreto.

Laura, que seguía sollozando, asintió varias veces con la cabeza. Apoyado en el fregadero, Jeffried Ruskin sólo podía desear volatilizarse. David, sin embargo, hacía votos por que aquella escena no se viese interrumpida. En cuanto a Forster, había pasado un brazo protector sobre los hombros de Kate. David pensó que la imagen de su padre resultaba muy tierna. Un caballero sin espada protegiendo a su dama del dragón. Aunque, a juzgar por lo enfadada que estaba, el dragón parecía ser la propia Kate. Nunca la había visto así. De hecho, estaba impresionado. Sólo lamentaba no saber qué era lo que la había molestado tanto, pero no se atrevía a preguntar. A ver si Shirley aclaraba algo.

—Verás, Kate, cuando dijiste que te casabas, tu hermano no se puso muy contento. De hecho, le sentó como un tiro. Está convencido de que Forster es una especie de estafador de ancianas o algo así, de modo que mandó a tu sobrina para estropear la boda. Ya, ya sé lo que vas a decir… yo tampoco me imagino a Laura estropeando nada… no te ofendas, preciosa…

—No lo hago —dijo, entre hipidos.

—El caso es que Laura se confió a mí, y yo se lo conté todo a Anna Livia. Y entre las tres decidimos mantener a raya al chiflado de tu hermano.

—¡Eso no es exactamente así! —La hermosa voz de Anna Livia parecía ahora el siseo de una niña asustada a quien se ha cazado copiando en un examen—. Yo te dije que a lo mejor no era buena idea…

—No recuerdo nada de eso. —Shirley le dirigió una mirada agresiva que Anna Livia entendió como un contundente «cierra el pico»—. El caso, Kate, es que tu hermano hablaba de hacer un montón de barbaridades. Pensaba presentarse aquí con un abogado, ¿imaginas el escándalo? Quería… quería denunciar a Forster, y decir al juez que tú estabas loca.

—¿Al juez? ¿A qué juez?

Shirley no esperaba la pregunta, pero no había llegado hasta allí para arredrarse, así que puso los brazos en jarras.

—Pues al primero que se encontrasen, supongo. —Se volvió hacia David, y luego hacia Ruskin, como si por alguna razón les considerase una autoridad en la materia—. ¿Hay jueces especiales para la gente que quiere estafar a mujeres de la tercera edad?

Hacía rato que Kate y Forster estaban escuchando con la boca abierta. De pronto se miraron el uno al otro. Forster vio los ojos azules de Kate —aquellos preciosos ojos azules por los que había cruzado el mundo— y Kate los ojos dorados de Forster Smith. Y cuando todos pensaban que se iba a desencadenar la catástrofe, los dos se echaron a reír. Las suyas eran unas carcajadas potentes, sinceras, llenas de una alegría legítima, de algo parecido al optimismo. Era la risa de dos personas que se están dando cuenta de que aún les queda tiempo —y no importaba cuánto— para seguir riéndose juntos de todas las cosas que la vida quisiese poner ante ellos. Forster abrazó a Kate, y así estuvieron un rato, disfrutando de aquel ataque de hilaridad tan inesperado como bien merecido.

—Oh, señor, qué historia tan delirante. —Kate tuvo que secarse los ojos con un pañuelo—. Vosotras tres estáis… estáis completamente locas. A quién se le ocurre…

Volvió a reírse, esta vez apoyada en el hombro de Forster. El rostro de Anna Livia recuperó su color, y notó que la temperatura de sus manos se normalizaba.

—Laura, querida, ven aquí.

—Tía Kate, lo siento mucho. Yo nunca quise hacer nada que…

Pero Kate la detuvo. Dio a su sobrina un breve abrazo y la besó en la frente.

—Lo sé, Laura. Eres una buena chica. Pero a menudo nos superan los acontecimientos. —Kate ya no se reía. Había en su rostro una expresión de cierta gravedad que Forster conocía muy bien, y que se le dibujaba en la cara cuando tenía que decir algo importante—. Querida, sé perfectamente que tu padre lleva toda su vida obsesionado por mi supuesta fortuna. Me temo que se decepcionaría si supiese que no soy tan rica como él piensa. Los libros, incluso los de más éxito, no dejan tanto dinero como la gente se cree. Y yo, la verdad, he vivido bastante bien y sin preocuparme demasiado por mis supuestos herederos.

—¿Y qué se supone que tenías que hacer? —Shirley llevaba demasiado tiempo sin decir nada, y eso era mucho pedir—. ¿O es que crees que tu tío Albert te hizo su heredera para que repartieses con James y esa bruja de Lotta? Me alegro de que te hayas gastado cada libra, Kate Salomon… me alegro de que pagases un alquiler disparatado en Londres y de…

—Shir… te rogaría que me dejases terminar. Laura, tendremos que encontrar la forma de hacer entender a tu padre que no tengo dinero. Esta casa y la librería se llevaron hasta el último céntimo de mis ahorros. No queda nada. Si no hubiera aparecido el libro de mi tío, hubiese tenido algunos problemas económicos.

—No los tendrías —protestó Forster—. Ya no tendrás ese problema, ni ningún problema del mundo. Al menos, mientras yo esté aquí.

Las cuatro mujeres suspiraron a la vez, y Kate dio a Forster un beso en la mejilla.

—Lo sé, querido. Estoy a punto de hacer un negocio redondo. Pero éste es el momento de dejar las cosas claras. Laura, quizá a tus padres no les parezca justo, pero no voy a contar con ellos en mi testamento. James heredó todo el patrimonio de mi padre, y no me parece escandaloso el que yo me quede con el del otro hermano Salomon. Hace unos días tomé una decisión: voy a dejar todo lo que tengo a Ahmed y a su familia. La librería será para él, y esta casa también aunque, por supuesto —se dirigió a Shirley y a Anna Livia— vosotras dos podréis vivir aquí hasta que decidáis otra cosa.

Esta vez fue Anna Livia Szcherny quien se echó a reír. Quienes nunca habían escuchado sus carcajadas elegantes y limpias, tan poco escandalosas, tan musicales, pensaron que aquella risa tendría que venderse enlatada.

—Kate… eres el no va más del saber estar, pero te recuerdo que tengo diez años más que tú, y me temo que seré yo quien se marche primero. Pero te agradezco la consideración con esta vieja, que ya sabe que no tendrá que buscar refugio debajo del puente.

—Lo mismo digo —añadió Shirley, a la que dos lágrimas como garbanzos se le escaparon de los ojos.

—¿Y tú por qué lloras?

—No me gusta hablar de la muerte —gimoteó—. Es estúpido oírte hacer planes para cuando no estés. Y muy, muy doloroso.

Esta vez Kate abrazó a su amiga.

—No digas tonterías. Uno no se muere antes por hablar de ello. Y, además, dicen que es una forma de alargar la vida. ¿Dónde estaba? Ah, sí… si queda algo de dinero, lo cual podría ser, lo dejaré a alguna obra benéfica. Al comedor social para el que hacemos postres, ¿os parece bien? Y hay otra cosa… mi casa de Brighton. —Esta vez se volvió hacia Laura—. Hace tiempo compré una casita cerca de la playa. No es gran cosa: dos dormitorios pequeños, un salón, un jardín. No voy a volver por allí, ya lo he decidido. Había pensado en ponerla a la venta, pero he cambiado de idea. Laura, quiero regalarte esa casa. Y no tendrás que esperar a que me muera. Lo arreglaremos todo en unas semanas.

—Pero tía Kate…

—Sé que estás viviendo con tus padres porque a raíz de tu divorcio no puedes permitirte una casa propia. No es bueno para ti, y estaré encantada de hacer algo para remediarlo. Al regreso de mi viaje con Forster prepararemos los papeles. Puedes instalarte en la casa, venderla o hacer lo que te parezca.

Quedaron todos en silencio. Desde fuera llegaban, muy lejanas, las voces de los operarios que seguían luchando para elevar la carpa. Forster había vuelto a rodear con el brazo la cintura de Kate, y ahora la atraía hacia sí para darle un breve beso en el pelo. Shirley lamentó de verdad no tener cerca su iPod, porque a aquella escena le hubiese venido muy bien un poco de música. Kate recibió sonriendo el beso de Forster, y luego se desasió de él suavemente.

—Y ahora, no sé qué demonios estáis mirando. Ahí fuera hay mucho trabajo que hacer. Y tú y yo, Ruskin, tenemos que arreglar cierto asunto con un editor despiadado. Mañana, por si no lo recordáis, tenemos una boda.

—¿Cincuenta mil libras esterlinas?

—Sí. Son unos setenta y cinco mil dólares. No es que sea una fortuna, pero está bastante bien pagado. Eso sí, tendrás que darte mucha prisa en entregarnos el original. Paul Fiddean quiere sacarlo coincidiendo con el lanzamiento del libro en Estados Unidos.

—No hay problema. Inmediatamente después de la boda me encerraré a trabajar. Así que setenta y cinco mil dólares —lanzó un silbido—, caramba, Ruskin, es más de lo que pensaba. De hecho, no pensaba en ninguna cifra. Sólo quería asegurarme de que el libro se publicaría. Recibir ese dinero es… es una sorpresa.

Estaban sentados a una mesa del Café del Centro, disfrutando de un gin-tonic y de cierta tranquilidad. Eran las diez y media de la noche y los clientes habituales no solían llegar hasta pasadas las once. David frunció el ceño y miró fijamente su combinado en el que flotaba una cáscara de limón y algunas bayas de enebro.

—¿En qué estás pensando?

—Oye… se me ha ocurrido una idea completamente idiota. Es una majadería como una catedral, y supongo que estoy influenciado por toda esa catarata de cosas blandengues que se nos están viniendo encima. La boda, mi padre enamorado como un colegial, el discursito de Kate de esta mañana…

Ruskin dio un trago a su gin-tonic y se dijo que aquello empezaba a ponerse interesante.

—David, me gustaría que fueses al grano.

—No se te ocurra reírte. Es por ese dinero del que me hablas. Tengo la sensación de que no me lo merezco.

Esta vez Ruskin se rio de verdad.

—Oh, claro que te lo mereces. Vas a trabajar como un esclavo durante los próximos seis meses. Y en cuanto el departamento de marketing te eche la vista encima y empiece a preparar contigo la promoción de tu libro, desearás haberme pedido el doble de pasta. Así que deja de pensar cosas raras.

—No es eso. Ruskin, soy un investigador. Un… un intelectual. Y tengo la sensación de que todo esto me ha caído del cielo. No he hecho prácticamente nada. Caramba, todos los biógrafos que conozco han pasado siglos reuniendo material para sus libros. Mi padre estuvo cinco años quemándose las pestañas para su monografía sobre Singer Sargent. Y yo trabajo unos cuantos meses con la obra de Salomon y de pronto aterrizo aquí, donde encuentro todo lo que necesito para escribir un texto de trescientas páginas, tal vez más. No sé, pero no me parece justo.

—David, ¿adónde quieres llegar?

Esta vez el profesor Smith se llenó de aire los pulmones, se pasó la mano por el pelo y dedicó a Jeffried Ruskin una mirada de determinación.

—Voy a ofrecer a Kate ser su socio en la transformación de El Unicornio. Hay que montar un café en el almacén. Tú mismo lo dijiste, eso atrae a la gente. Y Kate podrá organizar allí las actividades que se le ocurran, yo qué sé, presentaciones de libros, conferencias o lo que quiera que se pueda hacer en un lugar así.

—Pero ¿y los libros?

—Estoy seguro de que la biblioteca pública estaría encantada de recibirlos en donación. Al fin y al cabo, si hay un ejemplar de cada título que se vendió en El Unicornio, es casi una historia de la lectura en la ciudad, ¿no? Oh, este país está en crisis. Todos lo están. ¿Los bibliotecarios se quejan por la falta de fondos para comprar libros? Bueno, pues ahí tienen tantos como quieran. Y tampoco se los vamos a dar todos. Verás, yo dejaría unos cuantos cientos para colocarlos en las paredes. Quedaría muy bien. Y… podrían hacerse sorteos. De vez en cuando, al pedir una bebida, saltará una pequeña alarma y el cliente podrá elegir el libro que quiera y llevárselo como regalo. Hará falta contratar a gente, claro, Ahmed no podrá con todo. Pero ¿no tiene una familia muy grande? Apuesto a que todos prefieren servir cafés a patear las calles vendiendo rosas.

Jeffried Ruskin apuró su gin-tonic. Definitivamente, lo que estaba oyendo no podía asimilarse así, a palo seco. De modo que David Smith albergaba todo un arsenal de nobles sentimientos, una particular reserva de generosidad. Así que todo aquello que no le gustaba de él —su ironía cruel, su actitud de desprecio por un montón de cosas, esa capacidad exasperante de pasar como elefante en cacharrería sobre los sentimientos ajenos— era una especie de pose. De buena gana le hubiese dado un abrazo. Pero Jeffried Ruskin no era de los que van por ahí abrazando a la gente, y menos en un café que empezaba a llenarse de parroquia.

—Tal vez setenta y cinco mil dólares no sean suficientes para empezar. Las obras, el traslado de los libros, las nuevas contrataciones… posiblemente el café acabe siendo un buen negocio, pero para arrancarlo vas a necesitar un poco más de liquidez.

David pareció desencantado.

—¿Tú crees? Vaya por Dios… Entonces ¿qué sugieres? Porque tampoco tengo mucho más dinero que ése.

—Quizá te venga bien otro socio. Y espero que no tengas inconveniente en que sea un inglés neurótico que no sabe nada de negocios pero tiene una fe inquebrantable en los libros y las librerías. —Hizo una seña amistosa al camarero—. Voy a pedir otra copa. Me parece que tú y yo tenemos algo que celebrar.