Después de dos días de trabajo intenso, Ahmed se sintió aliviado al comprobar que sólo le quedaba un artículo, pues el resto del volumen que había estado consultando eran en realidad textos de condolencia de distinto pelaje, notas necrológicas e incluso el contenido de algunos telegramas recibidos tras la muerte de Juan Sebastián Arroyo. Junto a él descansaba un cuaderno cuyas páginas estaban cubiertas de la apretada y escrupulosa caligrafía del joven filólogo metido a librero. Había encontrado ciento setenta y tres coincidencias entre los escritos de Albert Salomon y los artículos de Arroyo. La mayoría eran cosas menores: el físico de un personaje secundario, una anécdota sin importancia, alguna concordancia en la descripción de un espacio (estaba claro que la crónica de Arroyo sobre un baile celebrado en el Casino había sido utilizada como inspiración en la fiesta descrita en Los invitados a cenar), pero no había duda de que Los desconocidos —la historia de dos hombres que viven vidas paralelas sin haber llegado a cruzarse nunca— estaba inspirada en un artículo en el que Arroyo fantaseaba con la posibilidad de la existencia de un doble no físico, sino moral e intelectual, que hace lo mismo que otra persona en el último rincón del mundo. Ahmed suspiró al releer sus notas. Había sido un trabajo divertido, aunque durísimo: en los últimos días no había dormido más allá de tres horas, pues había dedicado el tiempo de descanso a releer las novelas de Albert Salomon para poder localizar mejor las posibles coincidencias con los artículos de Arroyo. Por un lado sentía cierto alivio al saber que su tarea estaba a punto de terminar, pero por otra casi le daba lástima poner punto y final a aquella pequeña aventura. Esperaba que el señor Smith —David, David, te ha dicho mil veces que le llames David— pudiese sacar partido de todo aquel material.
Eran las siete y media de la tarde. Laura, Ruskin y David habían vuelto a sustituirle en la librería. La señorita Salomon había sido muy amable insistiendo, pues en realidad aquellos tres no podían hacer gran cosa salvo poner su mejor voluntad… y estorbar. Había tenido que recolocar buena parte de los libros que habían sacado de las cajas. Casi le costó trabajo no reñirles recordándoles que un libro mal colocado es un libro perdido. Al pensar en El Unicornio, Ahmed sonrió. Amaba aquella tienda. No se le ocurría nada que pudiese hacerle más feliz que el tiempo que pasaba allí, rodeado de novedades editoriales, atendiendo a los clientes, aconsejándoles en sus compras y buscando para ellos los textos que pudieran ser de su gusto. A veces le daba por pensar qué sería de él si la señorita Salomon decidía cerrar la librería. Su padre le recordaba de vez en cuando que eso pasaría, más tarde o más temprano. A pesar de su buena salud, de su energía, de su espíritu juvenil, Kate Salomon era una mujer anciana, y en algún momento tendría que retirarse para siempre. Ahmed sentía una opresión en el lado izquierdo del pecho cada vez que pensaba en su vida lejos de El Unicornio, y a veces, durante el rezo familiar, rogaba por un milagro cuyos detalles se le escapaban: no sabía cómo ni de qué manera, pero pedía a su Dios que interviniese para hacer eterno su trabajo en la librería. Y eso que, aunque no había encontrado valor para decírselo a su padre, Ahmed ni siquiera creía en Dios…
El último artículo del volumen se titulaba «Voluntades» y era, tal como rezaba la nota del editor, el último texto que Juan Sebastián Arroyo había publicado en El Comercio, sólo seis días antes de su fallecimiento. Ahmed sintió un escalofrío al pensar que seguramente el autor lo había escrito cuando ya sentía la inminencia de la muerte. Instintivamente tocó madera por debajo del pupitre, y luego suspiró y empezó a leer:
Queridos amigos, siento que está llegando el fin de mi viaje. Cumplir noventa años es un lujo que no está al alcance de cualquiera, y ya que se me concedió el privilegio de haber llegado en buenas condiciones a la edad provecta, quizá sea el momento de hacer mutis. Dejo, pues, esta columna y me despido de ustedes tras tantos años en los que fui casi siempre fiel a mi cita con los ribanovenses. No dejaré gran cosa cuando me marche. Lo poco que tengo está consignado en mi testamento, y se destinará a las gentes necesitadas de la muy noble ciudad de Ribanova. Mis libros irán a parar a la biblioteca pública, para que todo el que quiera pueda disfrutar de ellos tanto como yo lo hice. El resto, y me refiero a esos legajos que a nadie interesan y que sólo sirven para acumular polvo y roña, quedan al cuidado de mi buen amigo Marcial de Soto, que debe sentirse libre para hacer con ellos lo que prefiera, incluso convertirlos en pasto de las llamas, aunque apostaría que los guardará celosamente en su adorada cueva esperando, quién sabe, el advenimiento de un prodigio que los haga importantes. Nada más. Pido perdón a cualquiera a quien a lo largo de estos años pudiera haber ofendido…
El artículo tenía aún unas cuantas líneas más, pero Ahmed no siguió leyendo. Volvió una y otra vez sobre aquella frase: «esos legajos que a nadie interesan… mi buen amigo Marcial de Soto… su adorada cueva». Tragó saliva varias veces, abrió el cuaderno de notas y transcribió la frase. Luego, con una torpeza que no era propia de él, recogió de mala manera su material de trabajo, dejó el libro sobre la mesa y salió corriendo en dirección a El Unicornio.
Kate Salomon se había marchado ya. Laura, Ruskin y David estaban haciendo tiempo hasta la hora de cierre, y Jeffried se afanaba en colocar en la mesa de novedades unos títulos que ni siquiera podía leer. La puerta se abrió de pronto con un pequeño concierto de cascabeles y entró Ahmed, congestionado y blandiendo su libreta.
—¡Creo que lo encontré!
David y los otros miraron hacia él sin entender, y mientras se extinguía el tintineo metálico del llamador.
—¿Qué has encontrado?
Ahmed respiró hondo, se llevó la libreta al pecho y dedicó a los presentes su sonrisa de siempre. Luego, sin decir nada, cogió las llaves que descansaban sobre el mostrador y cerró la puerta por dentro tras echar las persianas.
Ruskin sopesó la posibilidad de que tantas lecturas hubiesen obrado en el chico un pernicioso efecto quijotesco y estuviese siendo víctima de un ataque de locura.
—Ahmed, no es que yo sea un tipo muy previsible… —dijo David—, pero me gustaría saber de qué va esto.
—Creo que sé dónde está el original de Una casa junto al parque. Escuchad esto. —Abrió la libreta—. Lo he sacado del artículo que Arroyo escribió antes de morir: «El resto, y me refiero a esos legajos que a nadie interesan y que sólo sirven para acumular polvo y roña, quedan al cuidado de mi buen amigo Marcial de Soto, que debe sentirse libre para hacer con ellos lo que prefiera, incluso convertirlos en pasto de las llamas, aunque apostaría que los guardará celosamente en su adorada cueva esperando, quién sabe, el advenimiento de un prodigio que los haga importantes».
Hubo un silencio que rompió David Smith.
—¿Y qué crees que quiere decir?
—¡David, Marcial de Soto era el dueño de El Unicornio!
—Pero ¿qué significa «su adorada cueva»?
En ese momento, Ahmed dedicó a todos una mirada de triunfo. Luego, sin decir nada, rodeó el mostrador, abrió la caja registradora y cogió una llave.
—Venid conmigo.
Obedecieron en silencio. Ahmed abrió la puerta que llevaba al sótano y franqueó el paso al resto.
—Adelante. Mirad bien, porque desde hace más de medio siglo aquí se guarda un ejemplar de cada título que se vende en El Unicornio. Marcial de Soto empezó esta colección, y los Del Amo primero, y Kate después, la continuaron.
Entraron. Ante ellos se levantaba un imperio de libros: estantes, estantes y más estantes donde se apiñaban los libros, muchos de ellos severamente envejecidos, víctimas algunos de los estragos del tiempo. Instintivamente, Jeffried Ruskin extendió la mano y acarició algunos lomos que parecían especialmente maltratados por el paso de los años. Ahmed iba delante de todos, como un sabueso al finalizar una partida de caza, convencido de que en algún lugar del camino le esperaba el trofeo. Se paró frente a una estantería, la examinó y se volvió hacia los otros.
—En la A, de Arroyo, no hay nada.
—¿Entonces?
—¡En la S de Stream! —dijo, triunfante, David Smith, y empezó a recorrer los estantes hasta llegar a la letra buscada. Lo hizo al mismo tiempo que Ahmed.
Allí estaba, justo después de una edición de poemas de Alfonsina Storni. Era un volumen de rugosas tapas de tela y el tamaño del tomo de una enciclopedia, con el nombre de John S. Stream escrito en el lomo que Ahmed, David, Laura y Ruskin miraron unos segundos sin atreverse a tocar.
—Dios misericordioso —musitó Jeffried, y de inmediato se sorprendió de su propio juramento. Alargó la mano y sacó el ejemplar, que liberó al moverse una imponente capa de polvo: el que le había dado tiempo a acumular después de más de cuarenta años de letargo. El editor ni siquiera se dio cuenta de que algunas partículas le habían entrado por la nariz y emprendían un viaje inesperado por su garganta. Sujetó el libro como un alquimista hubiese sostenido la piedra filosofal, y lo mostró a los otros.
—Demonios, Ruskin, si no lo abres tú lo haré yo. —La voz de David Smith rompió el silencio cavernoso del almacén. Jeffried Ruskin obedeció, y cuando lo hizo ahogó un grito. Porque lo que habían tomado por un libro era en realidad una enorme funda que contenía el original mecanografiado de Una casa junto al parque… y un legajo con buena parte de las cartas que Albert Salomon había enviado a Juan Sebastián Arroyo a lo largo de casi cuarenta años de amistad.
—¡Joder! ¡Joder!
Era David quien gritaba. Ruskin no. Se había quedado blanco como el papel, y buscaba apoyo en una pared, como si estuviese a punto de desmayarse. En cuanto a Ahmed, parecía que estuviese recitando una salmodia para el cuello de su camisa, mientras Laura abría la boca desmesuradamente.
—¡Es extraordinario! ¡Es un milagro! —David se mesaba el cabello casi con saña—. ¡Lo hemos encontrado!
Cogió el original y buscó la primera página.
—¡Mierda, está en español! Bueno, no importa, eso ya lo arreglaremos. Oh, no puedo creer que hayamos tenido tanta suerte. Y todo gracias a este chico maravilloso. —Agarró a Ahmed por los hombros y le plantó un beso en la frente—. Podría besar a todo el mundo. ¡Dame un abrazo, Ruskin!
Pero el editor no se movió. Estaba como en trance, sosteniendo el mazo de cartas, con la mirada perdida. Cuando habló, lo hizo dirigiendo a los demás una sonrisa muy débil.
—Creo… creo que necesito un gin-tonic.
Así empezó la noche más extraordinaria de las vidas de Ahmed, de Laura, de David y de Jeffried: en un sótano polvoriento y atestado de libros. Después de felicitarse, de abrazarse mutuamente, de celebrar con justa euforia el caudal de buena suerte que se había derramado sobre ellos, subieron al piso superior y se prepararon para el trabajo. Laura llamó a casa de su tía para avisar que ni ella ni David irían a cenar. Ahmed fue al bar más cercano a comprar vituallas, refrescos y la botella de ginebra que demandaba Jeffried Ruskin, y luego avisó a su familia de que, por primera vez en diez años y a pesar de que lo había prometido, no podría ayudarles en la venta de rosas. Mientras, como si en unos segundos hubiese tomado posesión del local, David Smith preparó en mitad de El Unicornio un curioso remedo de oficina, con cuatro sillas en torno a una mesa donde colocó todo el material que habían encontrado: por un lado, la correspondencia de Albert Salomon. Por otro, el original de Una casa junto al parque. Cuando estuvieron todos en la librería, organizó las partidas de trabajo.
—Ahmed, tú leerás la novela. No hace falta que tomes notas, sólo tienes que hacerte una idea del argumento y confirmar que no es una mierda, cosa que, por mucho me que ponga los pelos de punta, podría ocurrir. Jeffried, Laura, vosotros y yo leeremos las cartas y nos detendremos en cuanto haya cosas que nos parezcan importantes.
Laura intentó protestar.
—David, yo no voy a ser capaz…
—No digas tonterías. Sabes leer, ¿no? Y tienes sentido común. Estás lista para distinguir la información esencial de los comadreos. De todas formas, yo revisaré todo el material, pero estaría bien que acabase la noche sabiendo un poco lo que tenemos entre manos. Y ahora, antes de empezar, comamos algo. Nos esperan unas horas muy largas…
—Yo no tengo hambre —repuso Ahmed—. Comenzaré con la novela, si os parece bien. La verdad es que no puedo esperar mucho más. Hace días que no pienso en otra cosa que en el señor Salomon y el señor Arroyo… Comed vosotros.
Y, sin decir nada, se instaló en la mesa con el original. Estaba escrito a máquina, y la tinta se encontraba un poco desleída por el paso del tiempo. Por suerte, Juan Sebastián Arroyo —o tal vez el propio Marcial de Soto— había tenido la precaución de envolver las páginas en lo que parecía una funda de plástico que la había protegido un poco de la humedad. A pesar de todo, las hojas tenían un sospechoso color amarillo parduzco. Ahmed se dijo que habría que sacar una copia cuanto antes, aunque posiblemente el señor Ruskin ya habría pensado en ello.
Empezó a leer:
He dicho muchas veces que la invocación de la sensatez es una forma de hacer más digno el miedo. Por eso, cuando Billie Snowdon me escribió desde Nueva York aquella carta desesperada hablándome de la traición de su amigo, pensé que lo mejor sería enviarle un telegrama de ánimo y quizá ofrecerme a pagarle el billete de regreso a casa. Eso, desde luego, era lo más conveniente, lo más lógico, y lo más sensato. Pero no era en absoluto lo que Billie necesitaba en aquel momento. Así que, tras darle muchas vueltas, decidí hacer lo correcto y compré un pasaje para ir en su busca. Claro que Nueva York me aterraba. Me aterraba la idea de llegar a una tierra desconocida, me aterraba dejar mi mundo feliz y limitado en una pequeña ciudad que flotaba en su propio tiempo, y, sobre todo, me aterraba la idea de llegar allí y comprobar que la vida de alguien a quien quería como a un hijo estaba devastada por aquella traición, cuando todo lo que le había ocurrido en los últimos años había sido provocado por mí. Yo había insistido en que luchase por convertirse en escritor, yo le había sugerido el destino americano y, sobre todo, yo le había encontrado el empleo en el New Yorker, donde había conocido a aquel tal Parsons que le había destrozado la vida. ¿Hasta qué punto, pues, iba Billie a hacerme responsable de sus desdichas?
En ese momento, Ahmed levantó la cabeza y se dirigió al pequeño grupo, que consumían bocadillos de tortilla de patata y emparedados de ensaladilla.
—No os lo vais a creer…
—Apuesto a que sí —respondió Ruskin—, los últimos acontecimientos han desarrollado mucho mi capacidad para la sorpresa.
—Pues siéntate. Porque creo que Una casa junto al parque es la segunda parte de El recién llegado.
Se miraron en silencio. Haciendo gala de su flema británica, Jeffried Ruskin dejó por la mitad el bocadillo que estaba comiendo, dio un trago a su gin-tonic, se limpió la boca cuidadosamente, y sin hacer un comentario, sin decir nada, empezó a leer las cartas de Albert Salomon en las que, si los dioses encontraban un poco de misericordia, tendría que estar la clave para completar un misterio que no dejaba de crecer.
«Estimado Arroyo, llegué a Nueva York hace tres días y he encontrado trabajo en un garaje. Esto es muy distinto a Europa, pero tengo la impresión de que a nadie le importa quién soy ni de dónde vengo…».
«He conocido a una chica fabulosa. Se llama Oona y es el típico producto del Upper East Side. Sus padres están en Europa y me ha pedido que me quede con ella en su apartamento».
«He terminado con Oona. Me dijo que quería casarse. ¿No es de locos? Se puso hecha una furia cuando le dije que no».
«Hoy me he incorporado a la redacción del New Yorker. No puedo creer que me hayan dado trabajo aquí. Por favor, transmite mi gratitud a tu amigo. Imagina lo que es para mí estar en un lugar como éste. Mi trabajo es sencillo y no hay peligro de que meta la pata. Y, antes de que me preguntes, sí, estoy escribiendo».
«Querido Arroyo, hoy he almorzado con un chico que acaba de llegar a la redacción. Se llama Truman y no se parece a nadie que haya conocido antes. Se hace traer la comida de un restaurante de lujo y tiene la lengua más afilada que haya visto en mi vida, pero es un tipo divertido».
«Tengo que decirte que Truman es la persona que más frecuento en las últimas semanas. Me ha presentado a su madre y a su padrastro, Joe Capote. Tienen un apartamento estupendo en Park Avenue y me han invitado a cenar. Sé que mi nuevo amigo no acaba de gustarte, y no logro entender por qué. Parece el tipo de persona que querías que conociese cuando me encontraste el empleo en la revista, ¿no? ¿O preferías que siguiese formando parte de un grupo de mecánicos de la parte baja de la ciudad, que no han leído más libros que la guía telefónica?».
«He acabado el borrador de una novela corta. Se llama Unas cuantas jornadas de agosto. ¿Que si es buena? No lo sé. Creo que he perdido la perspectiva sobre mi trabajo. Te la enviaré dentro de unos días, en cuanto haga una copia, pues sólo tengo un ejemplar y prefiero no ponerlo al correo. Además, quiero que lo lea Truman».
«Estoy desolado. Truman ha leído mi novela y no le ha gustado. Me ha hecho una crítica terrible, y lo peor es que empiezo a pensar que tiene parte de razón. Estos días están siendo duros. Empieza a hacer frío en Nueva York, y deja que te diga que el frío de esta ciudad nada tiene que ver con el frío de Ribanova, ni siquiera con el de Brighton».
«Truman se ha marchado de la ciudad y no sé si va a volver. Esta tarde, en la revista, el redactor jefe insinuó que quizá me asciendan a final de año. No sé si creérmelo. He vaciado tantas papeleras, preparado tantos cafés y hecho tantos recados para los ayudantes de redacción que no acabo de imaginar que puedo hacer otra cosa».
«Arroyo, no sé ni por dónde empezar. Truman volvió hace un par de días. Me dijo que había acabado una novela y que quería que la leyese. Me la traje a casa, y acabo de descubrir que es una adaptación de Unas cuantas jornadas de agosto. No puedo creer que Truman me haya hecho esto».
«Saldré de Nueva York pasado mañana. No puedo creer que todo haya terminado, y menos aún que haya acabado así».
«Ya estoy en Lisboa. Llegaré a Ribanova en unos días, pero ni siquiera sé cuánto tiempo me llevará el viaje».
«Arroyo: ya estoy en Southampton. No sabes cómo lamento haber tenido que marcharme de una forma tan precipitada. Te escribiré con más detalle en cuanto llegue a Brighton. Una vez más, gracias por estos meses de hospitalidad y afecto. Ribanova ha sido el mejor de los refugios».
«Querido Juan Sebastián: mi regreso a Inglaterra ha sido todo lo bueno que podía esperarse. Al menos, he llegado a tiempo para despedirme de mi padre. No sé muy bien qué voy a hacer a partir de ahora, pero desde luego no me moveré de Brighton, al menos por el momento. Mi madre me necesita por aquí, y creo que lo menos que puedo hacer es ayudarla en lo que pueda. La buena noticia es que tengo una idea para una novela, y creo que voy a empezarla ya».
«He vuelto a leer Una casa junto al parque. Digas lo que digas, creo que sería perfectamente publicable junto con El recién llegado. Yo no creo que sea sólo un divertimento, como dices tú. Lo único que me impide enviarla a un editor es la convicción de que si se publicase no dejaría a Capote en muy buen lugar. Esperaremos a que muera y la publicaremos, ¿qué te parece? Claro que Truman es muy capaz de vivir hasta los cien años. Por cierto, mi novela va viento en popa. Se va a titular El buen amigo».
«No vas a creerlo: una editorial importante, Somerset Publishers, quiere comprar El buen amigo. Tengo ganas de salir a la calle a contárselo a todo el mundo. Por cierto, se me ha ocurrido algo… me gustaría iniciar la novela con una cita de Una casa junto al parque. Será como un pequeño secreto entre tú y yo. ¿Me das permiso?».
«Me alegro mucho de que te haya gustado El buen amigo. Me preguntas por las ventas, y me temo que ahí no puedo darte buenas noticias, pero los editores dicen que confían en mí y me han hecho un contrato para otros dos libros».
«Tengo una noticia que darte: me he comprometido. Se llama Rose McBrian y la he conocido este verano, cuando vino a pasar las vacaciones con su familia. Es una mujer encantadora, aunque a mi madre no le gusta: es unos años mayor que yo, y para ella eso parece un sacrilegio. Vamos a casarnos en septiembre y viviremos en Glasgow. Ella tiene una casa allí, y, la verdad, a mí me da igual vivir en un sitio que en otro. He tenido un pequeño enfrentamiento con mi hermano, que me ha echado en cara que vaya a desaparecer otra vez. Supongo que es porque, si me marcho, él tendrá que hacerse cargo de nuestra madre en un futuro, y la idea le preocupa».
«Hace un tiempo espantoso en Glasgow, lo que nos mantiene a Rose y a mí apartados de cualquier actividad al aire libre. Estoy dedicándome a escribir y a leer. Por cierto, espero que no te importe, pero he contado a Rose la historia de cómo escribimos El recién llegado y Una casa junto al parque. Le ha parecido divertidísima la idea de una novela a cuatro manos. Me gustaría sacar algún día los dos textos a la luz. Vaya, Truman Capote tiene que morir tarde o temprano, ¿no? Sé que ha publicado un par de libros con bastante éxito. Sin embargo, no tengo noticias de Crucero de verano. Quizá la rechazaron. Oh, lo siento, no debería preocuparme de esto».
«Los editores han adelantado la publicación de Dos crónicas de Bembow Hill. Me han organizado dos presentaciones, una en Londres y otra en Edimburgo. Tengo la impresión de que esta vez irá bien. Rose dice que no debo preocuparme en exceso, pero necesito ganar algo de dinero».
«He encontrado trabajo en un colegio para dar clases de francés y de español. Ya ves, Arroyo, al final me han servido de algo tantos viajes y tantas idas y venidas. He entregado el original de Los invitados a cenar. Mi editor dice que es mi mejor libro. Por cierto, no deja de preguntarme por la cita inicial, y he tenido que decirle que tanto la novela como el señor J. S. Stream son fruto de mi imaginación».
«No tengo buenas noticias: la editorial ha decidido posponer un poco la aparición de Los desconocidos. Dice que estamos publicando demasiados libros seguidos, y que es preferible espaciar las salidas. De las ventas, mejor no hablo. Gracias por tu invitación para visitarte en Ribanova, pero Rose no se encuentra muy bien y no puedo someterla a un viaje tan largo».
«Rose murió anteayer. Estoy destrozado».
«He vuelto a escribir, no porque me apetezca de verdad, sino porque necesito matar el tiempo con algo. No insistas en lo del viaje: no me apetece ni salir de casa, menos aún tomar trenes, barcos y qué se yo cuántas cosas. Vives en el último lugar del mundo, amigo mío».
«Ha ocurrido algo que me ha llenado de alegría. Mi sobrina Kate, la hija de mi hermano Peter, me ha escrito para decirme lo mucho que le ha gustado El buen amigo. Parece una chica estupenda, no como el alcornoque de su padre, que sigue enfadado conmigo porque me casé con una mujer escocesa».
«Arroyo, espero que estés sentado al leer esta carta, porque yo aún no soy capaz de digerir la noticia: Truman ha vuelto a ponerse en contacto conmigo. Hace más de veinte años desde la última vez que hablamos. Por lo visto se ha convertido en una especie de celebridad en Estados Unidos. Ha escrito un libro sobre unos crímenes del que ha vendido miles y miles de ejemplares. Lo creas o no, me alegro por él. Sabía que le iba bien, pues leí alguna reseña de otras publicaciones suyas, pero parece que esto es diferente. Un éxito de dimensiones colosales. Ayer me llamó. Ni siquiera sé cómo demonios encontró mi teléfono. Lo curioso es que le reconocí en seguida: tiene la misma voz que cuando éramos jóvenes. Me contó que había ganado una fortuna con el libro de marras, tanto que quería dar una fiesta para celebrar su éxito en el Hotel Plaza. El Plaza. Allí íbamos cuando éramos jóvenes esperando encontrar a alguien dispuesto a invitarnos a un Cosmopolitan. Pues ahora Truman ha alquilado un salón de baile para dar la madre de todas las fiestas. Confieso que cuando le escuchaba creí que sólo había llamado para pavonearse delante de mí, pero de pronto dijo que deseaba pedirme perdón por lo ocurrido hace veintitrés años. Y te aseguro que el señor Capote no es de esos tipos a los que les gusta disculparse. Reconoció que se había portado como un cerdo, que yo no merecía semejante trato y que le haría muy feliz saber que no le guardaba rencor. Yo había soñado con ese momento muchas veces, ¿sabes? Imaginaba a Truman pidiendo clemencia, y yo negándosela mientras le deseaba que ardiese en el infierno. Pues no hice nada de eso. Le dije que todo estaba olvidado, que ni siquiera merecía la pena hablar de ello y que Crucero de verano era mucho mejor que Unas cuantas jornadas de agosto. No soy un tipo rencoroso, Arroyo. Nunca lo he sido. Él pareció ponerse muy contento, y me dijo algo muy divertido: que nunca había intentado publicar su novela, que en el fondo tampoco era tan buena y que quizá el destino de esa historia era morir de asco en un cajón. Nos reímos los dos. Y ahora viene lo mejor: dijo que me llamaba porque quería que asistiese a esa fiesta. Se ofreció incluso a pagarme el viaje desde Glasgow. Al principio le dije que no, claro, pero fue tan insistente como cuando éramos jóvenes y quería tomar la última copa en el bar de moda. Insistió una y otra vez hasta que le prometí que iría. Y voy a hacerlo, qué demonios. Porque, además, quiero pedirle permiso para publicar nuestra historia. Sí, sé que dijimos que no lo haríamos nunca, pero si Truman no editó Crucero de verano, no puede hacerle daño que se publique El recién llegado. Bueno, ¿qué te parece? Te has quedado de piedra, ¿eh? Tu amigo Albert Salomon, escritor fracasado, está a punto de volver a Nueva York para asistir a la fiesta que organiza el mismo hombre que consiguió que dejase la ciudad hace veintitrés años».
«Querido Arroyo, te escribo desde mi habitación en el Hotel Plaza. La fiesta resultó espectacular. Todo el mundo vestía de gala, todos de blanco y negro, y las únicas joyas que llevaban las mujeres eran diamantes. Quinientos invitados, Arroyo. Pero no gente cualquiera, no. Eran actores, cantantes, políticos… cuando vi a Frank Sinatra estuve a punto de gritar como un paleto. Truman fue el mejor anfitrión que puedas imaginar. Estuvo pendiente de mí toda la noche, y en un momento me pidió que invitase a bailar a Lauren Bacall. Creí que iba a morirme, pero tengo que decir que me defendí bastante bien. Lauren Bacall y yo en el salón de baile del Plaza. Pero no es eso lo que quiero contarte. He hablado con Truman de El recién llegado. En contra de lo que pensaba, no sólo no se enfadó sino que dijo que haber encontrado consuelo en la escritura decía mucho y bueno de mí, y que si alguien le hubiese hecho a él algo parecido no se hubiese contentado con escribir una novela, sino que le habría cortado el cuello. Me ha animado a intentar publicarla. Le he dicho que se puede ver demasiado reflejado en el personaje del amigo del protagonista, pero se echó a reír y dijo que, si alguien se daba cuenta de que ese Parsons era él, sería una buena forma de publicitarse un poco más. Así que, querido Arroyo, voy a enviar mi mitad de la novela a Somerset Publishers a ver qué les parece. Si me dan vía libre, traduciremos tu mitad y la mandaremos también. Hay un editor nuevo al que no conozco, pero no creo que eso sea un problema. Al fin y al cabo, han publicado cuatro novelas mías y tenían mucha confianza en mí… claro que eso fue hace mucho tiempo… En fin, te iré contando. Por cierto, ¿sabes que mi hermano Peter se ha puesto hecho una furia por haberme ido de viaje sin decir nada? No sabes el lío que organizaron al no localizarme. Hasta llamaron a la policía. Cuando llegué a Glasgow, mi hermano estaba en la ciudad, hecho una fiera, llamándome inconsciente y desconsiderado. Es cierto, tendría que haber avisado de que salía del país, pero ya soy mayorcito, ¿no? Es el colmo que piensen que tengo que contarles mi vida. Cuando me preguntó dónde había estado me negué a darle explicaciones. Hasta ahí podríamos llegar. Peter ha prometido no volver a dirigirme la palabra, pero no me importa lo más mínimo. La única persona de su familia que me interesa es su hija Kate. Esa chica es oro molido».
«Arroyo, he enviado el manuscrito de El recién llegado al editor. Estoy esperando contestación. Por cierto, ¿cómo estás tú? ¿Cómo va ese catarro? Cuídate, amigo mío».
«No, no he tenido contestación de Somerset Publishers. Supongo que las cosas en la editorial ya no funcionan como cuando empecé a publicar allí».
«Ya sabes que no me gusta dar malas noticias, pero no tengo más remedio que hacerlo. Han rechazado la novela. Hoy recibí la carta del editor. Sólo dos líneas para decirme que en este momento, y dada la escasa aceptación de mis anteriores novelas, no pueden arriesgarse con El recién llegado. Me he llevado un disgusto, amigo mío. Un disgusto de los grandes. Ya sé que no debería importarme tanto, pero había puesto cierta ilusión en este proyecto. No, no es una cuestión de dinero. Rose me dejó una renta discreta, sigo dando clases de idiomas y no tengo muchos gastos, pues apenas hago vida social. Pero me hacía ilusión publicar algo contigo. Quiero pensar que ya habrá ocasión, pero sé que no es cierto. Y, sin embargo, siempre creí que el éxito me llegaría. Sí, amigo, a ti puedo decírtelo: pensé que mi triunfo era una cuestión de perseverancia y de tiempo. Me gusta repetirme —aunque sé que es un consuelo algo estúpido— que quizá dentro de muchos años, cuando yo no esté, alguien se dé cuenta de que fui un gran escritor, y quiera publicar El recién llegado y Una casa junto al parque. Ya sabes, soñar es gratis, ¿no?».