De: shirleytemple25@hotmail.com

Para: sunsetcafestaff@sunsetcafe.com

Querido James, tengo que contarte algo que sé que será de tu agrado: ayer, Kate y Forster tuvieron una discusión muy desagradable. No llegó a ser una pelea, pues ya sabes que tu hermana es una dama, pero discutieron. Creo que nos estamos acercando al final. La boda pende de un hilo.

Shirley releyó dos veces el texto antes de darle a «enviar», y luego suspiró, satisfecha consigo misma. Esta vez no había consultado con Anna Livia ni con Laura la conveniencia de mandar el nuevo mail. Aquellas dos pusilánimes preferían dejar las cosas sin rematar, pero ella no era así. Se trataba de mantener tranquilo a James Salomon, y aquellos correos suyos se le antojaban perfectos. Un hueso para entretener al perro, se dijo, recordando aquella expresión suya que tan afortunada le había parecido la primera vez. Pues sí, lanzaría un montón de jugosos huesecillos a ese… ese chucho pulgoso de James Salomon y a su codiciosa Lotta. Alguien la llamó, así que bajó la tapa del ordenador.

—¿Qué pasa?

Anna Livia parecía apurada.

—Están aquí los del Hotel Almirante. Dicen que les has citado tú para seleccionar los manteles.

Shirley se golpeó la frente con la mano, y lo hizo con tanta fuerza que se dejó en la piel una marca de color escarlata.

—Lo había olvidado completamente. Tengo tantas cosas en la cabeza… ¿Dónde están?

—En el salón. ¿Llamo a Kate?

—No, no la molestes. Está en el jardín, con Forster, pelando la pava.

Anna Livia encontró muy poco apropiada aquella expresión, pero no dijo nada. Hacía tiempo que había dejado de llamar la atención a Shirley por cosas como aquélla, y además había llegado a considerar que había algo tierno en aquella vulgaridad suya. Ahora bajaba por la escalera intentando estirar aquel jersey de pico que resaltaba su busto tan poco discreto.

—Este suéter ha encogido —comentó.

—Un poco —concedió Anna Livia.

—Lo tiraría, pero no puedo permitirme esos dispendios. Me costó un dineral.

Su amiga se mordió el labio inferior para aguantar la risa. Shirley era una devota de la ropa ajustada, pero en el fondo se creía en la obligación de disculparse. Entraron juntas en la salita. Allí, el hombre que acababa de llegar se puso de pie como impulsado por un resorte, y clavó los ojos en la espectacular delantera de Shirley.

—Buenos días.

—Buenas. Perdone que le haya citado tan temprano, es que estoy muy ocupada. Acabaremos pronto. ¿Es esto lo que ha traído?

El recién llegado —un hombre de unos sesenta años, de ojos pardos, con una contundente calvicie que brillaba a la luz del sol radiante del mediodía— abrió ante ellas una especie de álbum donde, protegidas por bolsas de plástico, había varias muestras de telas de mantel. Shirley quiso sacarlas todas. Las vio al trasluz, las tocó una por una —hubo un momento en que pareció que iba a olerlas, y Anna Livia sintió que se le helaba la sangre— y fue descartando unas y otras hasta que se decidió por un modelo azul lavanda, ligeramente salpicado de pequeñas flores de un intenso color violeta, el mismo de la puntilla que lo remataba. Anna Livia tuvo que reconocer que era el más bonito de todos.

—Necesitaremos diez, uno para cada mesa. Y ciento cincuenta servilletas. ¿Pueden ser en el mismo tono que la puntilla? Oh, no sé por qué pregunto, seguro que sí pueden.

—En realidad no estoy seguro de…

Pero Shirley ya había cerrado el álbum, se había puesto de pie y neutralizaba cualquier intento de protesta dando a aquel buen hombre cariñosos golpecitos en el brazo.

—Vamos, vamos, estoy convencida de que conseguirá arreglarlo. Sólo se trata de unas servilletas de un color bonito. Todavía falta una semana y ustedes son unos grandes profesionales. ¿Tiene mi teléfono? ¿Sí? Bueno, en cualquier caso en un par de días me pasaré por el hotel para ver cómo van los preparativos. ¡Ay, por Dios, pero si son ya las nueve y media! No quiero entretenerle más. Le agradezco mucho que haya podido venir a estas horas, ha sido usted muy amable. Le acompaño a la salida, ¿eh? Gracias, gracias por todo.

Sin saber por qué, Anna Livia les siguió hasta la cancilla del jardín y pudo escuchar cómo Shirley detenía con su verborrea las débiles protestas del proveedor. En cuanto el hombre se alejó, Shirley se volvió hacia su amiga con una sonrisa de suficiencia.

—Me comeré mi propia cabeza si no me consigue las servilletas en el tono que quiero. Ah, ahí está el de las mesas. ¡Hola, hola! Pase, la puerta está abierta, sólo hay que empujar.

—¿Es usted doña Sheila?

—En realidad me llamo Shirley. Venga conmigo. Se ha retrasado un poco, ¿eh? Le esperaba hace media hora.

Anna Livia observó desde lejos cómo Shirley conducía a aquel hombre al claro del jardín donde había previsto colocar las mesas de la cena, y, entre aspavientos, le daba explicaciones que el otro anotaba en una libreta. A Anna Livia Szcherny no se le ocurría que pudiese haber tantas formas de colocar mesas y sillas como para que esto fuese un tema de conversación, pero por lo visto Shirley pensaba de otro modo. Se quedó mirándola un rato, fascinada por su energía, su vivacidad, su aspecto levemente estrambótico —aquel suéter una talla menor, aquellos ojos pintados como los de una corista, los pantalones estampados que hubiesen quedado bien a una jovencita pero no a una mujer de setenta años, y pensó que su compañera de residencia era una de las personas menos corrientes que había conocido nunca—. Anna Livia —distante, hierática, llena del frío encanto que tienen algunos viejos— no podía tener menos en común con Shirley, y eso fue lo primero que pensó cuando se conocieron. Entonces se hizo el firme propósito de aprender a apreciarla, pero nunca imaginó que acabaría queriéndola. Ahora avanzaba hacia ella con pasos largos, meneando un poco las caderas de las que seguía sintiéndose orgullosa.

—Ese mentecato quería convencerme de que no era necesario poner sillas. ¿Te imaginas? En unos días esto estará lleno de viejos, y el muy inútil pretendía tenernos a todos de pie. Acabaríamos sentados en la hierba, como animales, y a alguno habría que levantarlo con una grúa. Bonito espectáculo, ¿eh? Las ambulancias aparcadas frente a la casa para atender a un montón de herniados. —Intentó, sin éxito, remeter el jersey por dentro de los pantalones—. Voy a decorar las mesas con lilas. ¿Sabes que la duquesa de Windsor componía unos centros preciosos usando lilas y copas de oro? Nosotros no tenemos esas copas, por supuesto, pero ayer compré en el chino de la esquina una docena de cacharros de peltre que darán el pego.

Anna Livia tomó a Shirley del brazo.

—Me tienes muy sorprendida. Deberías haberte dedicado a esto.

—Quizá lo haga en un futuro. Es una broma, no pongas esa cara. Después de todo este ajetreo, probablemente acabaré harta de manteles, copas con flores y demás zarandajas. Lo estoy haciendo por Kate. Bueno, y también un poco por mí.

Sin decir nada, habían entrado en la cocina, donde estaba dispuesta la mesa del desayuno. A veces, Anna Livia tenía la sensación de que parte de las cosas importantes de la vida de la casa sucedían allí, entre cacharros de todos los tamaño, latas de conservas y platos de loza.

—¿Por ti?

Shirley se tomó una pastilla ayudada por un vaso de agua antes de explicarse.

—Verás, cuando me casé no tenía un céntimo. Luego nos fue bien, pero por falta de dinero mi boda resultó completamente deprimente. Usé un traje de novia que ya había llevado mi prima, y sólo pudimos invitar a la familia más cercana a un almuerzo horrible en un restaurante barato y tan feo como te puedas imaginar. No hubo baile, ni orquesta, ni brindis con champán, ni ninguna de esas cosas que una chica se imagina que tendrá en el día que da el sí quiero. Luego, cuando se casó mi Margaret, ella y su marido organizaron la boda a su manera. Fue preciosa, lo admito, pero a pesar de que os dije otra cosa apenas pude meter baza. Así que en el momento que Kate nos comunicó que se casaba, pensé «ésta es la mía». Y cuando Forster me dijo que estaba dispuesto a correr con todos los gastos y que quería una boda maravillosa… en fin… me sentí la persona más feliz del mundo. Sí, Anna Livia, estoy pasándomelo en grande con todo esto. Manteles a juego con las servilletas, una tarta de película, un vestido de novia exclusivo, flores por todas partes… Al final las cosas llegan. Sólo hay que saber esperarlas. Si el día que celebré mi matrimonio en aquel restaurante espantoso llevando un vestido que me quedaba pequeño, alguien me hubiese dicho que medio siglo después iba a tener carta blanca para organizar la boda perfecta, creo que no me hubiese sentido tan desgraciada.

Anna Livia Szcherny no era una persona emotiva. Tenía la contención que se espera en una dama de origen húngaro educada en las sedes diplomáticas de cuatro países distintos. Pero ante aquella confesión de Shirley, ante aquella muestra suprema de generosidad y entrega, tuvo que hacer grandes esfuerzos para conservar su imagen flemática. Cuando Shirley vio que los bellos ojos violeta de Anna Livia parpadeaban rápidamente creyó que una mota de polvo estaba haciendo de las suyas, no que su amiga estuviese haciendo esfuerzos por no llorar.

—Querida Shirley —dijo al fin—, creo que eres única.

Y es que Anna Livia Szcherny acababa de hacer un descubrimiento maravilloso: a pesar de aquellos jerséis ajustados, del exceso de maquillaje y de los sostenes con refuerzo que tenía que utilizar, Shirley Saunders era lo más parecido a una gran dama que había conocido en toda su vida.

Eran ya las diez de la mañana cuando llamaron a la puerta. Laura, Anna Livia y Shirley estaban en la cocina recogiendo los cacharros del desayuno. Fue Shirley quien abrió. Frente a ella estaban Jeffried Ruskin y David Smith, intentando resguardarse de la lluvia bajo el tejadillo de la entrada.

—Hola…

—Hola, señora Saunders…

—Shirley. Pasad, parecéis dos pollos mojados.

En cuanto entraron en el vestíbulo, Shirley les quitó las chaquetas y las colgó en el perchero. Jeffried Ruskin hubiese preferido no despojarse de la americana (su camisa estaba bastante arrugada) pero había algo en los ademanes de aquella mujer que no admitía réplica alguna.

—Venimos a ver a Laura —dijo David—. Tenemos que organizar la luna de miel de mi padre.

—¡Por supuesto! Laura es una chica estupenda, ¿eh? Tan… colaboradora y tan amable… Así que la luna de miel, ¿eh?

—Es mi regalo de bodas —explicó David.

Esta vez Shirley miró a David Smith haciendo algo que parecía un puchero.

—Qué bonito detalle… ¡¡Laura!! —aulló—. Está aquí David.

Laura Salomon salió de la cocina secándose las manos. Iba vestida como una colegiala: una blusa de flores menudas, zapatos planos y bastante feos, una falda por la rodilla. Shirley se preguntó de dónde demonios sacaba la ropa aquella chica. ¿De algún centro de Oxfam? ¿O la compraba directamente al Ejército de Salvación? Por suerte, se dijo, los hombres no se fijan en esas cosas. Y el joven Smith parecía el clásico empollón despistado. De todas formas, a Laura no le vendría mal un poco de maquillaje… y arreglarse ese peinado tan soso. Por no hablar de esos feísimos zapatos completamente planos. ¿No tenía algo con un poco de tacón? ¿Y una falda que no la hiciese parecer una monja vestida de calle?

—Hola… —Shirley se dio cuenta de que la chica se había ruborizado un poco. Por supuesto, pensó.

—El viaje a París. —David no era amigo de malgastar las palabras—. Dijiste que tenías direcciones o algo así. Ruskin también ha estado por allí, así que podemos zanjar todo entre los tres. ¿Dónde tienes la documentación?

—En mi cuenta de correo… pero no tengo ordenador…

David enarboló el suyo como un trofeo.

—Trabajaremos en éste. Señora Saunders… eh… Shirley, ¿le molesta si nos quedamos aquí?

—¡Por supuesto que no! En el salón estaréis comodísimos. Hay buena luz. Y tú, Laura, si necesitas buscar algún correo, en mi portátil está abierta tu cuenta, así que podemos imprimir lo que necesites. Vosotros instalaos, ahora os llevaré café y unos bizcochos. Tú, Laura, ven conmigo. Enseguida os la devuelvo.

Y guiñó un ojo a David, que le sonrió distraído. Había catalogado a la amiga de Kate como a una perfecta chiflada, así que no daba mucha importancia a lo que dijese o lo que hiciera. Shirley tuvo el buen gusto de no decir nada a Laura hasta que estuvo cerrada la puerta del dormitorio.

—Bueno, bueno, bueno… creo que es hora de que afiles tus armas.

—¿Cómo dices?

—Laura, conmigo puedes hablar. Me refiero al joven Smith. Deberías espabilar un poco si quieres aprovechar bien el tiempo.

Laura Salomon sintió que enrojecía hasta la raíz del cabello.

—No entiendo a qué te refieres.

—Pues entonces no sé por qué te pones colorada. Que no te dé vergüenza, chica. Yo soy una mujer muy moderna. David es muy guapo. No tanto como su padre, claro, pero no está nada mal. Es perfecto para ti.

Laura se dejó caer en una butaca tapizada en terciopelo rojo. Podía decirle a Shirley que no había ninguna posibilidad de que David se interesase por ella, y que si se daba por enterado de que existía era sólo por pura conveniencia. Pero algo le dijo que aquello no funcionaría con Shirley, que al parecer ya había decidido emparejarlos. Hablaría de la posibilidad de vencer obstáculos, de que hay hombres más lentos que otros para darse cuenta de que una mujer les conviene, de que la seducción necesita de tiempo y de trabajo… Así que dio la vuelta al argumento para hacerlo incontestable.

—Shirley, por favor, escúchame bien… David no me gusta. Pero nada. Es presumido, es orgulloso, y ni siquiera lo encuentro guapo. Lo siento, pero no querría tener nada que ver con él ni aunque fuese el último hombre sobre la faz de la tierra.

Entre sorprendida y disgustada, Shirley frunció el ceño. Por alguna razón sabía que lo que Laura acababa de decirle era completamente cierto.

—No deberías ser tan exquisita —comentó, algo picada—. Tienes casi treinta años y ya te has divorciado una vez.

La expresión que ensombreció el rostro de Laura le hizo arrepentirse al momento de aquel comentario mordaz. Habría dado cualquier cosa por arreglarlo, pero no sabía cómo. Por suerte, Laura Salomon no era de esas mujeres a las que es fácil ofender.

—Shirley, ya sé que no soy precisamente el primer premio de la lotería. Y, desde luego, tampoco estoy en condiciones de escoger. La cuestión es que tal vez tampoco quiera escoger nada, ¿entiendes?

Shirley se atusó el pelo rojizo.

—No.

—Mira, me ha costado mucho superar lo de Jack. He llorado, me he desesperado y he sufrido. Pero ahora empiezo a estar bien, así que no tengo la menor necesidad de volver a complicarme la vida.

Esta vez Shirley la miró con una mezcla de compasión y ternura como la que se dedica a un niño ignorante que no sabe de qué está hablando.

—¡Eres muy joven todavía! —Su indignación era sincera—. No puedes tirar la toalla aún, Laura Salomon. ¿Piensas estar sola el resto de tu vida?

La joven ladeó la cabeza como si estuviese considerando aquella posibilidad, y luego se encogió de hombros. Había metido tanto la pata con su matrimonio que no le quedaban demasiadas ganas de volver a intentarlo, pero renunció a explicarle eso a Shirley.

—Tal vez sí. Y, desde luego, si decido volver a probar suerte no será con David Smith.

Shirley se sentó en la cama y llenó de aire los carrillos, lo que le dio por unos segundos un aspecto verdaderamente cómico. Lo soltó de golpe y frunció los labios.

—Muy bien. Pues lo que es yo, no puedo comprometerme a encontrarte otra cosa por esta zona. Todos los hombres que conozco por aquí tienen edad como para ser tus abuelos. David me parecía perfecto, pero has tomado tu decisión. Eso sí, no digas que no lo he intentado.

—Te prometo que no lo haré. Y ahora, si me prestas tu ordenador, tengo que buscar un archivo.

Primer día

* Llegada a las 13.45 al aeropuerto Charles de Gaulle. Un coche les estará esperando para trasladarles al Hotel Pavillon de la Reine.

* Descanso. Paseo breve por los alrededores de la Plaza de los Vosgos.

* Té en Mariage Freres.

* Visita al museo Carnavalet de Historia de la Ciudad.

* Cena en Le brise miche (reserva confirmada).

Segundo día

* Desayuno en el café de la Paix y breve paseo por la zona de la Madeleine.

* Un coche les recoge a las 10.00 en la puerta del café para iniciar visita turística hasta las 13.30.

* Almuerzo en Le Escargot de Montorgueil (reserva confirmada).

* Descanso en el hotel.

* Paseo en Bateau Mouche y cena a bordo (reserva confirmada).

Tercer día

* Desayuno en la pastelería Ladureè.

* Un coche les recoge a las 9.00 para visita turística hasta las 13.30.

* Almuerzo ligero en Le Marais y descanso en el hotel.

* Visita a pie a Notre Dame y alrededores.

* Paseo hasta la Isla de San Louis y cena en L’Ilot Vache (reserva confirmada).

Cuarto día

* Desayuno en el hotel.

* Visita al Louvre.

* Almuerzo en Le Ragueneu (reserva confirmada).

* Descanso en el hotel.

* Un coche les recoge a las 16.30 para visita turística hasta las 19.00. Traslado al hotel para arreglarse.

* Aperitivo previo a la cena en el bar del Ritz en la plaza Vendôme.

* Cena en La Tour D’Argent (reserva confirmada).

Quinto y último día

* Desayuno en Aux Deux Magots.

* Paseo por el barrio latino.

* Traslado al hotel donde, a las 15.00, un coche les llevará al aeropuerto.

—¿No será demasiado ajetreo? Ni Forster ni la tía Kate tienen veinte años.

—Bueno, pueden hacer cualquier cambio sobre la marcha. Y cuentan con un coche con conductor para las visitas, así que tampoco tendrán que dar grandes caminatas.

Jeffried Ruskin repasó otra vez el plan que habían elaborado después de un par de horas de discusiones amistosas.

Sí, era perfecto. Había un poco de todo: museos, jardines, cafés emblemáticos, restaurantes legendarios… Al parecer, Laura lo tenía casi todo previsto.

—No puedo creer que nunca hayas estado en París.

—Pues así es. Pero que conste, una vez estuve a punto…

—¿Qué pasó?

De buena gana Jeffried Ruskin hubiese pegado un puntapié al impertinente David Smith. ¿Por qué demonios había tenido que hacer esa pregunta? Además, seguro que ni siquiera le interesaba verdaderamente la respuesta. Laura se encogió de hombros para contestar.

—Fue en mi luna de miel. Al final cambiamos de idea y fuimos a Escocia a jugar al golf.

—¿Juegas al golf? —Esta vez la pregunta estúpida la hizo Jeffried Ruskin, y fue por puro afán de cambiar de tema.

—No, pero mi ex marido sí.

—Ah.

Ruskin hizo votos por que aquella conversación se detuviese allí y en ese preciso momento. No había más que decir.

—Así que cambiaste este hotel en Le Marais por ver a tu marido corriendo detrás de una pelotita con un palo en la mano. —David Smith hablaba sin quitar los ojos de la pantalla del ordenador, adonde iban llegando las confirmaciones de las reservas—. No es muy buen negocio, que digamos.

Para sorpresa de Ruskin, Laura se rio brevemente. El editor se dijo que la de aquella chica era un risa limpia, sin sombra de la natural amargura que debían despertar en ella los comentarios descarnados del hombre menos sutil del mundo entero.

—La verdad es que no. Fue un negocio horrible. Pero ¿sabes? Me casé enamorada, y me hacía más ilusión pasar unos días con Jack que dormir en un hotel de lujo en la Plaza de los Vosgos o ir en barco por el Sena. Evidentemente, me equivoqué. Ahora no tengo marido y no conozco París. Pero ésas son cosas de las que uno no se da cuenta hasta que pasa el tiempo y te abre los ojos.

Un último correo informaba de la disponibilidad de habitaciones en Le Pavillon de la Reine.

David Smith cerró el ordenador y se volvió, sonriente, hacia Laura Salomon.

—Irás algún día. París no va a moverse de donde está. Y si ya te has librado de tu marido, no hay peligro de que el próximo viaje lo cancele un cretino que prefiere pasear por un campo mojado a comer confit contigo a la luz de las velas.

Jeffried Ruskin se dijo que probablemente aquella frase era lo más amable que David Smith había dicho en los últimos cinco años. Se preguntó quién sería el ex marido de Laura. Un imbécil, seguro. Se dijo que nunca había sentido una antipatía tan feroz por alguien a quien ni siquiera conocía.