Los Salomon habían llegado a Ribanova escapando de un episodio que había hecho tambalearse su presente y, con toda seguridad, una buena parte de su futuro. Attie Salomon, abogado de prestigio, se había hecho cargo de la defensa de un joven conflictivo acusado de un delito que todos, excepto él mismo, estaban seguros de que había cometido. Nadie supo nunca por qué aceptó Attie aquel caso. Era un buen abogado y un hombre dignamente comprometido con un puñado de causas comunitarias —ayuda a los huérfanos de guerra, recogida de ropa usada, colectas varias para distintos estratos de desfavorecidos—, pero no solía trabajar gratis, y sus clientes solían ser fundamentalmente empresarios con suerte y terratenientes ricos. Pero se empeñó en defender a aquel chico, y lo hizo con un ardor que su mujer —Alicia, una española más inglesa que cualquiera de sus amigas del elegante barrio de Brighton en el que vivían— lo relacionaba más con la cabezonería en estado puro que con el apasionamiento legal. La decisión de Attie Salomon le valió un severo baño de antipatía por parte de sus vecinos y sus amistades: Salomon, el letrado de la alta burguesía, defendiendo a un pandillero. Las cosas se le pusieron muy cuesta arriba mientras duró el juicio, y más aún cuando lo perdió —aunque, secretamente, él siempre consideró un triunfo haber logrado para aquel chico una condena algo más benévola de lo que se pronosticaba— y ya había razones para afirmar que el señor Salomon había puesto su talento para las leyes al servicio de un delincuente de poca monta. Si durante unas semanas la familia había sido objeto de comentarios maledicentes, rumores y miradas asesinas en la iglesia, e incluso algún episodio aislado de violencia —les rompieron un cristal de la casa, y las bicicletas de los niños amanecieron un día con las ruedas pinchadas—, luego aquella sorda animadversión se transformó en otra cosa más difícil de explicar: en una rara mezcla de burla y rencor. Attie Salomon perdió a algunos de sus clientes y casi todo el respeto profesional que había conseguido acumular después de veinte años de impecable ejercicio del derecho. A consecuencia de aquello cayó en algo muy cercano a la depresión, y su mujer dijo que había llegado el momento de hacer el viaje por España que habían planeado —y postergado— una docena de veces. Así que, en el tibio verano de 1931, hicieron las maletas y se fueron a Madrid.

Fue allí donde, por casualidad, conocieron a Juan Sebastián Arroyo. En aquel momento él era un hombre de treinta y tantos años, fabulosamente simpático, que no tardó en trabar amistad con todos los Salomon. Se encontraba a caballo de la edad de todos —los padres cuarentones, los hijos adolescentes— y con todos se entendió a las mil maravillas. Por eso, cuando les propuso que cambiasen un poco sus planes de vacaciones y se fuesen unos días a Ribanova para escapar del inclemente verano madrileño, la familia aceptó. Él mismo se ocupó de conseguirles dos habitaciones a buen precio en el Hotel Almirante, y cuando estuvieron instalados intentó por todos los medios que la estancia de los Salomon fuese lo más grata posible. Organizó para ellos excursiones al campo y alegres veladas en casas de amigos, cenas informales, partidas de cartas y paseos por los alrededores. Aquellas semanas en Ribanova fueron el mejor antídoto para la melancolía de Attie Salomon, que consiguió empezar a ver lo que había ocurrido con cierta perspectiva, hasta convencerse de que había que entenderlo como parte de los gajes del oficio. Los chicos Salomon mejoraron el español que su madre se había empeñado en enseñarles e hicieron algunos camaradas en la ciudad. En cuanto a Alicia, estaba tan contenta de comprobar la mejoría en el ánimo de su marido que ni se le ocurrió recordar que sus planes de vacaciones nada tenían que ver con instalarse en una ciudad más provinciana aún que Brighton, con un clima desesperadamente parecido y en un hotel algo más caro de lo que podían permitirse.

Los Salomon volvieron a Ribanova el verano siguiente, y fue entonces cuando se fraguó la amistad entre Albert Salomon y Juan Sebastián Arroyo. En aquella época, Bertie era un muchacho pálido y silencioso, que siempre parecía distraído y no participaba nunca de las conversaciones. Mientras su hermano Peter había logrado hacerse un hueco entre un grupo de jóvenes ribanovenses que organizaban fiestas sencillas y meriendas en el río, Bertie parecía voluntariamente engolfado en su propio aburrimiento. «Déjalo, no sabe divertirse», había dicho Peter Salomon sobre su hermano cuando un muchacho de su edad insistió en que les acompañase en una salida campestre.

Fue Attie Salomon quien comentó a Arroyo que estaban preocupados por su hijo pequeño. Nada parecía interesarle, iba mal en los estudios y ya había comunicado a sus padres que no pensaba ingresar en la universidad. Para los Salomon, pacíficos y conservadores, aquello era una especie de mancha en su expediente de buenos padres: algo tenían que haber hecho mal si uno de sus dos hijos contemplaba la posibilidad de salir al mundo sin un título debajo del brazo. Juan Sebastián Arroyo, que era pragmático y nada dado a los dramatismos, encontró su angustia un poco exagerada. En primer lugar, era muy posible que Albert acabase cambiando de idea —los jóvenes, recordó, son expertos en hacer esas cosas— y, en segundo, estaba convencido de que estar en posesión de un expediente universitario no garantizaba ni la felicidad ni el éxito. Cuando Attie Salomon le pidió que hablase con su hijo pequeño, se defendió débilmente diciendo que no era la persona más adecuada: él no tenía estudios superiores, y malamente podría cantar ante Bertie las bondades de la universidad si nunca había pisado una. Pero Attie Salomon estaba convencido de que nadie mejor que Arroyo para hacer entrar en razón a su hijo pequeño.

—Eres la única persona de Ribanova a la que no mira con cara de asco. Si no puedes convencerle de que estudie, al menos quizá podamos enterarnos de lo que le pasa. Últimamente apenas nos dirige la palabra. No hace otra cosa que andar de aquí para allá arrastrando los pies con cara de pocos amigos, como si estuviese enfadado con el mundo.

Juan Sebastián Arroyo se rindió a lo inevitable. Con muy poca fe en sus posibilidades de éxito, abordó al pequeño de los Salomon a la salida del hotel y prácticamente lo arrastró al Casino para tener con él una charla que ni siquiera sabía cómo iniciar. Después de dar un par de vueltas por un montón de lugares comunes que no hicieron sino aumentar la perplejidad de Albert —«la vida puede ser complicada a veces», «el futuro se nos echa encima antes de que podamos darnos cuenta», «cuando eres joven no te das cuenta de que tus decisiones son importantes»—, Arroyo se dijo que, tal y como pensaba, aquella cita estaba siendo un error colosal. Bertie le dejó acabar, y luego dirigió hacia él su rostro pálido y pecoso y unos ojos apagados tras las gafas que delataban una miopía precoz.

—Si quiere saber algo, ¿por qué no me lo pregunta directamente? Acabaremos antes.

Arroyo respiró: el chico estaba hecho de la misma pasta que él. Aprovechó la ocasión y le dijo lo que quería saber: que sus padres estaban preocupados por él, que lo encontraban distante y apático y que les angustiaba su poca disposición a ingresar en la universidad. Albert le detuvo con un gesto.

—Si le envían para que me convenza, pierde el tiempo. No pienso matricularme en ninguna carrera estúpida. Sería tirar el dinero. No me interesa aprender leyes, ni medicina, ni historia, como va a hacer Peter.

Juan Sebastián Arroyo vio el cielo abierto.

—¿Y qué te interesa entonces?

Durante mucho tiempo, Arroyo recordaría cómo Albert Salomon miró en torno de él, como si estuviese a punto de compartir un secreto extraordinario y necesitara asegurarse de que nadie escuchaba aquella conversación. Pero el Salón de Columnas del Casino de Ribanova estaba casi desierto aquella mañana. Había dos ancianas conversando en una esquina y tres hombres discutiendo quedamente en una de las mesas que daban a la calle, y ninguno de ellos estaba pendiente de lo que hablaban los demás. A pesar de todo, Albert Salomon se dirigió a él casi en susurros.

—Quiero ser escritor —dijo, y se ruborizó instantáneamente.

Juan Sebastián Arroyo tuvo ganas de echarse a reír, pero se dio cuenta de que una carcajada lo hubiese estropeado todo. Aquel muchacho inseguro necesitaba un amigo, no un adulto displicente que pareciera tomarse a chacota la confesión que acababa de hacer.

—Eso es… es estupendo, Albert. Me parece que es algo que…

—Lo malo es que no sé cómo hacerlo —le interrumpió el muchacho, que parecía haber abierto su particular caja de Pandora—. Es decir, estoy seguro de que quiero escribir, pero he empezado varias novelas y las dejo todas en cuanto escribo quince páginas, ¿entiende? Puedo comenzar, pero luego no soy capaz de continuar.

Un camarero diligente entró en el salón para comprobar que todas las mesas estaban atendidas y retiró un servicio de café. Otra mujer se unió a la discreta tertulia de la esquina, y un hombre se sentó en uno de los sillones para leer un periódico, pero, a pesar del repentino aumento de parroquia, en el Salón de Columnas seguía reinando la calma. Juan Sebastián Arroyo se inclinó hacia el joven Salomon.

—¿Cuántos años tienes, Albert?

—Cumplo diecisiete dentro de unos días.

—Ajá. En ese caso, y no te ofendas, te diré que estás poniendo en marcha un proyecto que te viene muy grande.

En el rostro de Albert Salomon se dibujaron las primeras señales de decepción: había confiado su secreto a alguien que sólo parecía interesado en echar por tierra sus ilusiones. Pero Arroyo no iba por ahí.

—Si quieres ser escritor, y no digo que eso sea fácil, no puedes empezar la casa por el tejado. Con dieciséis años no se pueden escribir novelas. A tu edad, amigo mío, lo que hay que hacer es leerlas.

Albert escuchaba con una atención reconcentrada. Arroyo se dijo que a partir de ese preciso momento podía hacer dos cosas: una, aconsejar al chico que se tomase las cosas con calma y zanjar la conversación, o meterse en un charco de dimensiones considerables yendo más allá en su papel de confidente. No necesitó más de dos segundos para escoger.

—Albert… si de verdad piensas dedicarte a escribir, primero tienes que leer. Pero no de cualquier manera. Tienes que leer mucho, leer bien, leer con madurez y con sentido crítico. Las ganas de escribir una novela tendrás que aplazarlas hasta que estés listo, y eso no ocurrirá hasta dentro de unos años. Entretanto, y si quieres, creo que puedo ayudar a hacer de ti un buen lector.

—¿Usted? ¿Lo haría? Oiga, eso me vendría muy bien. Hace tiempo que pensaba algo así, ¿sabe? Pero no sabía a quién preguntarle. El profesor de literatura del colegio sólo quiere que leamos novelas de aventuras, y si usted…

Arroyo lo detuvo con una sonrisa.

—Mira, chico, si vamos a estar juntos en esto, será mejor que empieces a tutearme. Llámame Arroyo, como hacen todos. Y ahora, en marcha. Tenemos mucho que hacer.

Aquel verano, en Ribanova, mientras Peter Salomon y sus camaradas hacían la vida que se espera en un puñado de adolescentes ansioso por encontrar su lugar en el mundo —hablar, enamorarse, discutir, apaciguarse, reír a carcajadas, enfadarse con o sin motivo, llorar a ratos, desear cosas imposibles—, Albert Salomon se entregó con disciplina militar al programa de lecturas impuesto por Juan Sebastián Arroyo y supervisado por Ramiro de Soto, el propietario de la librería El Unicornio. El librero asumió como un reto personal formar el gusto literario del joven Salomon, ya que su propio hijo, Marcial, no manifestaba ningún interés por los libros. Marcial de Soto y Peter Salomon, que habían hecho muy buenas migas, se partían de risa cuando pasaban por la librería y veían salir a Albert cargado de mamotretos que leería sin descanso mientras ellos se bañaban en el río o bailaban en alguna fiesta vespertina. Sea como fuere, cuando acabó el verano Albert Salomon había hecho ya una correcta inmersión en la literatura española, y llevaba bajo el brazo una larguísima lista de maestros ingleses a los que debía enfrentarse durante el curso.

Fue entonces cuando se inició la copiosa correspondencia entre Albert Salomon y su mentor. Juan Sebastián Arroyo escribía una carta mensual a quien consideraba su pupilo, y en ella le daba instrucciones y se preocupaba por sus avances. El compromiso de Salomon era escribir a su mentor un mínimo de dos cartas al mes.

—Cuéntame lo que te parezca. Háblame de los libros que lees, de tu familia, de tus amigos o del tiempo que hace en Brighton, pero no dejes de escribir.

Albert Salomon obedecía, sin darse cuenta de que aquellas misivas servían a Arroyo para constatar los progresos de su alumno en el manejo de la sintaxis y el lenguaje, además de obligarle a crearse una disciplina de escritura. En el verano siguiente, cuando volvieron a Ribanova, Albert se había convertido en un lector maduro y un avezado corresponsal. A petición de Arroyo, y con la excusa de que a él le interesaba practicar el idioma, Albert escribía todas sus cartas en inglés. A Juan Sebastián le importaba muy poco su propio perfeccionamiento de una lengua extranjera —que, por otra parte, hablaba con bastante corrección—, pero sí le parecía esencial que el chico Salomon escribiese en su lengua materna, que era la que acabaría utilizando si lograba convertirse en novelista.

Cuando llegó el momento, para alborozo de sus padres y siguiendo el consejo de quien ya consideraba su mentor, Albert Salomon ingresó en la universidad. Eligió una carrera de letras en una institución pequeña y poco prestigiosa, pero, para sorpresa de todos —incluido el propio Arroyo—, no logró completar un curso entero. No se concentraba, decía. En realidad, pasaba leyendo y escribiendo el tiempo que debía emplear en el estudio. No iba a clase, no entregaba los trabajos a tiempo, olvidaba los horarios de los exámenes y hasta se insolentaba con los profesores que en ejercicio de sus funciones pretendían recordarle para qué estaba allí. Después de un apercibimiento, le expulsaron en el segundo curso. Para los Salomon aquello fue un mazazo. Attie se había graduado con honores en Saint Andrews, y Peter Salomon seguía su camino en la facultad de Historia, donde había completado tres cursos con las mejores notas de su clase. En esas circunstancias, unas calificaciones mediocres por parte de Albert hubiesen sido recibidas de mala gana y con alguna reprimenda. Pero una expulsión era mucho más de lo que los aplicados y exigentes Salomon podían tolerar, y en la casa de Brighton se desató un pequeño drama.

Como los padres tienden a culpar a otros de los errores de los hijos, el elegido para cargar con la responsabilidad del fracaso del pequeño de los Salomon fue, por supuesto, Juan Sebastián Arroyo. Attie Salomon escribió a su viejo amigo una carta salpicada de reproches en la que se le relacionaba directamente con el desastre del hijo, a quien había «inoculado sin ninguna responsabilidad el veneno de la literatura». Juan Sebastián Arroyo no se enfadó al leer la carta —después de todo, cuando sucede un pequeño cataclismo en un hogar los padres necesitan encontrar cabezas de turco lo más lejos posible del seno de la familia—, pero le contestó educadamente recordando a los Salomon que habían sido ellos quienes habían puesto en sus manos al bueno de Bertie. Aquella breve correspondencia —se cruzaron un par de cartas más, las de Arroyo siempre pulcras y correctas, las de los Salomon en un tono cada vez más desabrido— acabó para siempre con una amistad que duraba ya cuatro años y, por supuesto, con las visitas familiares a Ribanova. Peter Salomon nunca supo por qué sus padres decidieron suspender aquellos veraneos de los que tanto disfrutaban todos, pero tampoco protestó demasiado. Él mismo había encontrado otros lugares en los que quería estar, otra gente a la que quería conocer y otros horizontes que descubrir, y los veranos en Ribanova, el recuerdo de la ciudad, de los amigos que había hecho y las cosas que había descubierto se convirtieron en parte del pasado.

Albert Salomon se lo tomó bastante peor. Supo de la ruptura entre sus padres y quien consideraba su mejor amigo, y se culpó por ello. El propio Arroyo le hizo llegar una carta llena de severos reproches hacia lo que consideraba una absoluta irresponsabilidad: «Me decepcionas, Albert. Acabar los estudios era parte del trato». Con su vida hogareña convertida en un pequeño infierno, su fracaso universitario y el enfriamiento de las relaciones con su mentor, Albert Salomon tuvo la firme convicción de que su vida estaba prácticamente acabada.

Por supuesto, no fue así. Un buen día recibió una nueva carta de Juan Sebastián Arroyo en la que, con un tono muchísimo más amistoso que en su anterior misiva, el ribanovense le animaba a seguir adelante con su intención de convertirse en escritor: «Si alguna ventaja tiene el que se dedica a la creación, es que cada golpe vital puede convertirse en materia narrativa. Algún día, Albert, lo ocurrido te servirá de ayuda. Así que no veo motivos para tirar la toalla». Animado por aquella carta, el joven Salomon volvió a engolfarse en la lectura y en los textos larguísimos que enviaba a Ribanova.

También encontró un empleo. Tal vez con la secreta esperanza de que el trabajo duro le hiciese tomar conciencia de lo que significa no tener una formación, su padre le buscó un puesto en un almacén de verduras. Todos los días, a las seis de la mañana, Albert Salomon empezaba una poco edificante jornada entre cajas de lechugas iceberg, pimientos rojos y verdes y manojos de brócoli. Al saberlo, Juan Sebastián Arroyo pensó que sin duda Attie Salomon estaba apretando con muy poca piedad las clavijas de su hijo menor, pero no dijo nada. Después de todo, y por mucho que hubiese llegado a apreciarlo, él no era el padre del muchacho. Así que se limitó a pedir a Bertie que describiese en sus cartas su lugar de trabajo, la tortura de los madrugones (se levantaba a las cinco y cuarto de la mañana) y las ampollas que iban decorando sus manos de lector empedernido y que con el tiempo se convertirían en callos que delatarían su condición de obrero.

Si Attie Salomon pensó que el trabajo en el almacén iba a doblegar la voluntad de su hijo, se equivocó de medio a medio, pues aquel empleo tan poco atractivo sirvió a Albert para poner las primeras piedras de su independencia. Aunque el sueldo era tan miserable como su trabajo, el pequeño de los Salomon se dedicó a guardar cada penique que ganaba. Dos años después, y con mil quinientas libras ahorradas, se dijo que había llegado el momento de cambiar de vida, y una noche, después de cenar, comunicó a sus padres que había dejado su trabajo y que se marchaba de casa. Quería ver mundo, dijo. Viajar.

Era lo último que se esperaban los Salomon. Sin embargo, y aunque no se atrevió a compartirlo con Alicia, Attie se dijo que quizá era lo mejor. ¿Qué futuro esperaba a su hijo en Brighton como mozo de almacén? ¿Acabar recibiendo un ascenso a dependiente de la tienda de frutas? Así que no sólo no puso reparos a la salida al mundo del joven Albert, sino que incluso redondeó con quinientas libras los ahorros de su hijo —después de todo, pensó, de haber acabado la universidad le hubiese costado muchísimo más—, le deseó suerte en su pequeña aventura y le recordó varias veces que, pasara lo que pasase, siempre podría volver a aquella casa, que era la suya. Un abrazo entre padre e hijo cerró más de tres años de hostilidades, y así, con la conciencia tranquila y la convicción de estar haciendo lo correcto, Albert Salomon salió al mundo.

Pasó unos meses vagabundeando por Francia. Encontró varios trabajos de poca monta que le permitieron sobrevivir sin arañar su presupuesto —la temporada en el almacén había sido un buen entrenamiento para aprender a remangarse y castigar los riñones— y pudo practicar el francés aprendido en el colegio. En ese tiempo estuvo siempre en contacto con Juan Sebastián Arroyo, que le escribía de vez en cuando y le recordaba que, en caso de apuro, podría recurrir a él. Después estuvo en Bélgica, trabajando como guía turístico para un montón de ingleses que ignoraban que aquel muchacho había pasado en Bruselas o en Gante casi el mismo tiempo que ellos: ninguno. Pero hablaba bastante bien francés y había leído algunos tratados de arte, y eso era suficiente para explicar a un montón de ignorantes los rasgos básicos de la arquitectura de la Grand Platz o la influencia del auge de la burguesía en la encantadora ciudad de Brujas. En aquella época, Albert Salomon escribió media docena de cuentos que Juan Sebastián Arroyo encontró correctos, pero tampoco extraordinarios. «El cuento —le escribió una vez— es un género mucho más complicado que la novela, pues no admite resbalones ni fisuras. Pocos escritores llegan a dominar el arte del relato, aunque entiendo que puede ser un buen entrenamiento para un autor joven».

Tras la etapa belga, Albert hizo unos cuantos viajes cortos por Holanda, y de allí pasó a Alemania, y luego a Italia. A pesar de que intentaba encontrar trabajos temporales allí adonde iba, sus ahorros empezaban a mermar, y un día se dio cuenta de que llevaba un año y medio fuera de Inglaterra. En ese momento se dijo que debía tomar una decisión definitiva, y lanzó una moneda al aire: si salía cara, volvería a Brighton. Si salía cruz, daría el salto a Estados Unidos. Salió cruz.

Sus padres pusieron el grito en el cielo al saber que quería marcharse a América. Arroyo, sin embargo, le animó en la empresa. En Europa soplaban malos vientos, le escribió, y Estados Unidos era un buen destino para un joven. Además, Arroyo tenía buenas relaciones con un miembro de la diplomacia americana, el señor Zachary West, que se encontraba en misión en España y se ofreció a facilitar todo el papeleo y conseguirle un permiso de trabajo. Juan Sebastián Arroyo se ofreció a pagarle un pasaje a Nueva York, y Salomon aceptó con el compromiso de devolverle el montante en cuanto fuese posible.

Y así fue como, mientras Europa temblaba bajo las bombas y miles de jóvenes de su país —empezando por su propio hermano— eran movilizados, Albert Salomon inició su vida en el nuevo mundo. Los contactos de Zachary West le proporcionaron respaldo legal para permanecer en Estados Unidos, y su miopía evidente le dio la excusa perfecta para no alistarse. Albert Salomon trabajó en media docena de cosas distintas —de dependiente de una tienda a estibador en el puerto— y empezó a redactar unas cuantas novelas que no terminó nunca. Juan Sebastián Arroyo, que recibía en Ribanova cartas que pasaban muy fácilmente de la depresión a la euforia, de la tristeza al entusiasmo, no daba demasiada importancia a aquellos altibajos, y le tranquilizaba saber que, por encima de todo, Albert estaba viviendo. «Todo lo que experimentes ahora, todo lo que te pase, te servirá algún día», le escribió. Sólo una cosa preocupaba a su mentor, y era que la actividad diaria de Albert Salomon no le permitía conocer a la gente adecuada para prosperar en su verdadera vocación. Bertie se relacionaba con mecánicos, camareros, pinches, mozos de estación, vendedores de pizza y conductores de autobús, y aunque el bueno de Arroyo no tenía nada en contra de la clase obrera, estaba claro que un escritor debería contar también con otras compañías.

Fue Zachary West —obviamente— quien encontró al protegido de su amigo ribanovense un empleo en el New Yorker. El trabajo, como el propio West advirtió, no era gran cosa: Albert Salomon sería una especie de chico para todo, que tanto atendería al teléfono como repartiría el correo o sería requerido para tomar notas en las reuniones. Pero en aquel momento buena parte de la vida literaria neoyorquina tenía lugar en la sede de la revista que acabaría por convertirse en leyenda. En el New Yorker podría tratar a editores y a otros autores, y sobre todo encontraría una atmósfera más literaria que la de un taller mecánico en el Village, los almacenes del distrito de la carne o un horno de pizzas de Little Italy.

Ya no era ningún niño cuando llegó a la revista. En el Nueva York de entonces, pleno de niños prodigio y adolescentes talentosos, a un chico de veinticinco años casi se le podía considerar un viejo. Por suerte, nadie le preguntó su edad, y Albert Salomon parecía mucho más joven de lo que era, así que no había gran diferencia entre el muchacho inglés cegato y tímido y la pléyade de aspirantes a escritores de éxito que pululaban por las desastradas oficinas de la Calle 43.

Fue allí donde conoció a Truman Capote. Él había entrado a trabajar como corrector de pruebas, y lo primero que a Albert Salomon le llamó la atención fue que no le trataba con la hiriente condescendencia de otros compañeros, que hacían evidente su condición de subordinado. Él se había fijado en Capote desde el primer día, pero era imposible no hacerlo: el físico de Truman —un escaso metro cincuenta y cinco, aquel pelo de querubín, los ojos de un azul afilado— y su extraña forma de vestirse le convertían en una especie de fenómeno de la naturaleza. Albert nunca pensó que él y aquel chico tan particular pudiesen llegar a ser amigos, pero un día Truman le invitó a compartir su almuerzo.

—Alguien se ha equivocado y ha traído comida para dos, así que te agradeceré que me ayudes a acabar con todo.

Albert Salomon aceptó la invitación, y le costó un trabajo ímprobo no manifestar sorpresa al comprobar que el refrigerio de Capote era muy distinto a los grasientos bocadillos de pastrami o los emparedados de atún que constituían la comida de buena parte de los empleados de la revista. El tentempié de aquel chico había llegado directamente del restaurante 21 y consistía en dos suntuosos sándwiches de langosta y una ensalada césar con trocitos de auténtico pan frito generosamente espolvoreada del mejor parmesano. Truman no dejó de dirigirle preguntas durante la comida, de dónde vienes, qué haces en Nueva York, te gusta esto, y luego se lanzó a hacer aceradas —y jocosas— observaciones sobre el resto del personal de la revista, desde el portero dominicano hasta Harold Ross, el implacable redactor jefe.

—Se sube por las paredes porque cree que la guerra se ha llevado a toda la gente que merecía la pena, y que en la redacción sólo queda material de derribo. Pero —y antes de seguir se limpió con cuidado una minúscula gota de mayonesa que se había quedado en la comisura de sus labios— algún día se dará cuenta de que lo mejor que le ha pasado por el New Yorker está aquí ahora mismo.

Albert Salomon no tuvo ninguna duda de a quién se refería.

Quizá porque el bueno de Salomon no había tomado nunca un emparedado de langosta, quizá porque Truman era endiabladamente divertido, cayó bajo su influjo como antes que él habían caído otros. El corrector de pruebas y el ayudante de sabe-Dios-quién se convirtieron en inseparables. Conspiraban modestamente en la sala de reuniones a la hora del almuerzo, se reunían para fumar junto a la máquina de bebidas y, al salir de la redacción, iban juntos a funciones de teatro —Capote siempre se las apañaba para conseguir entradas gratis— o a tomar cócteles al Morocco o al Stork Club, donde el pequeño Truman empezaba a ser un personaje. Una noche, en el Algonquin, vieron a Dorothy Parker trasegando martinis. Albert se hubiese conformado con observarla a distancia, con la boca abierta y ojos de cordero degollado, pero Truman se colocó bien su chaleco de terciopelo rojo —un chaleco rojo, ¡Señor!, de un intensísimo rojo escarlata— y la abordó con la naturalidad del que sabe que cualquier cosa le está permitida. Para sorpresa de Albert, la señora Parker no sólo no se molestó con la impertinencia de Truman, sino que los invitó a su mesa y estuvo encantadora y cordial, se rio hasta hartarse con las historias que contaba Capote —casi todas eran falsas, pero eso no parecía importar mucho— y hasta insistió en que cargasen a su cuenta los martinis que habían tomado. Aquella noche Albert Salomon salió del Algonquin ebrio de satisfacción y de ginebra helada, flotando un par de palmos sobre el suelo y diciéndose que no podía haber nada más emocionante que emborracharse con una escritora famosa en un hotel de lujo en el corazón de Nueva York.

Tardó algún tiempo en confesar a Capote que él también escribía. Truman recibió la información con una levísima elevación de la ceja izquierda.

—Supongo que todo el mundo escribe en Nueva York.

Albert Salomon se encogió de hombros y no refutó la absurda teoría de su amigo con el argumento inapelable de que la ciudad estaba llena de gente que quería ser otras cosas: actores de teatro, cantantes de music hall, estrellas de béisbol o talonadores de rugby. Sin embargo, y a pesar del comentario desdeñoso, Truman se mostró interesado en leer alguno de sus textos, y no se contentó con las evasivas de Albert, que todavía no estaba preparado para que alguien distinto a Juan Sebastián Arroyo leyese lo que escribía. Intentó zafarse de la petición arguyendo que no tenía nada corregido.

—Oh, vamos, Albert… ya imagino que no serán más que borradores, pero ahí está la gracia, ¿no?, en ver lo que eres capaz de hacer antes de pasar por el proceso de pulido.

Con sus ojos saltones, su cara de niño eterno y aquella ropa imposible que sin embargo en él no resultaba ridícula, Truman Capote no era alguien de cuya voluntad se pudiese escapar tan fácilmente. Se había propuesto leer algo escrito por su nuevo amigo, e iba a hacerlo costara lo que costase. Albert se rindió y un par de días más tarde le entregó los manuscritos de una historia en la que había estado trabajando, advirtiéndole media docena de veces de que no estaban terminadas y que había muchas cosas que necesitaban mejorar, pero Capote ni siquiera lo escuchaba: estaba demasiado ocupado devorando —literalmente— aquel puñado de páginas llenas de tachaduras de tinta roja. Cuando acabó se le escapó un suspiro que dejó perplejo a Albert, hasta que se dio cuenta de que en realidad no era de satisfacción sino de alivio.

—Es una basura —le dijo, sin sombra de crueldad, como si lo suyo no fuese más que la declaración de algo evidente. Albert Salomon no contestó nada, pero volvió a meter las páginas en una gastada cartera de cuero y nada más salir de la redacción rompió el cuento y arrojó los pedazos en una papelera de la estación de Grand Central.

Pese a todo, su amistad con Truman no se enfrió. Era un chico divertido, alegre y generoso, y su compañía resultaba estimulante, porque hablaba de cosas de las que no solían hablar los jóvenes de su edad o, al menos, no los jóvenes que Albert Salomon había conocido hasta entonces. Que se relacionase con gente como él era parte del plan de Juan Sebastián Arroyo cuando insistió en que empezase a trabajar en las oficinas del New Yorker.

Truman Capote dejó temporalmente la revista a mediados de 1943. Quería, o al menos eso dijo a todo el mundo, concentrarse en su carrera como escritor. En contra de lo que todo el mundo pensaba, un empleo como corrector del New Yorker no era una catapulta al mundo de las letras, sino que la revista solía mantener a raya a sus colaboradores y no era demasiado generosa a la hora de dar una oportunidad a la caterva de chiquillos talentosos que pululaban llenos de ilusiones por la planta 19 del edificio. Para Salomon supuso un disgusto —se había acostumbrado ya a los almuerzos escuchando chismes de la voz aguda de Truman—, pero el corrector dimisionario le aseguró que continuarían viéndose, y así fue. Algunos días de diario Truman Capote acudía a buscarlo a la salida del trabajo y cenaban juntos en un restaurante, o incluso en la casa familiar del propio Truman, donde su madre, Nina —casi siempre moderadamente borracha—, cocinaba algo sencillo para los dos y luego les invitaba a bailar al ritmo de discos que salían de un gramófono.

Fue en aquella época cuando, espoleado por Juan Sebastián Arroyo, Albert Salomon empezó a escribir Unas cuantas jornadas de agosto. Esta vez no se trataba de un cuento corto, sino de una novela en la que contaba una experiencia personal vivida el verano anterior, cuando aún trabajaba como mecánico de coches y había conocido a una chica adinerada que vivía en la Quinta Avenida, en un fastuoso apartamento con vistas al parque. Los padres de la muchacha —una belleza rubia y caprichosa, tan llena de encanto como de pájaros en la cabeza— estaban de vacaciones en Europa, y ella se encontraba sola en la ciudad. Aquella chica, Oona, se había empeñado en que su noviete inglés se trasladase a su piso con aire acondicionado y suelos de mármol, y Albert lo había hecho. Había pasado unas jornadas memorables de sexo desenfrenado sobre una buena parte de los muebles de la casa, y raros banquetes de chocolate Hershey regado con champán que consumían en la terraza, bajo las estrellas, viendo las copas de los árboles y los tejados del Museo Metropolitano. Aquella experiencia —que había acabado de forma abrupta cuando en un arrebato la muchacha se empeñó en buscar a un juez y casarse, y a Albert le entró un miedo que no pudo superar— había dejado en el aspirante a escritor una memoria amable a la que le gustaba volver de vez en cuando: era hermoso recordar el refugio del aire acondicionado en aquel verano tórrido y el cabello dorado de Oona desparramado sobre la almohada. Por eso decidió escribir la historia de un joven modesto acogido por una rica heredera en su piso de otro mundo, donde el aire era fresco y el chocolate no se derretía si se colocaba cerca de la cubitera de champán. Y sobre eso escribió: sobre su historia de amor con Oona, o más bien sobre su casa, y su sistema de refrigeración, y su terraza con vistas a los árboles frondosos de Central Park y su armario atiborrado de vestidos de seda y zapatos de piel de cocodrilo.

Por primera vez desde que comenzaran sus anhelos de literato, Albert Salomon se sentía plenamente satisfecho con lo que había escrito. Y quizá por eso cometió un pequeño error: mostrar a Truman casi de inmediato el resultado de seis meses de intenso trabajo cuyo resultado fue Unas cuantas jornadas de agosto. Le dio el libro una melancólica tarde de domingo, tras almorzar juntos en casa de Nina. Ella les había servido una sopa de tomate y una especie de guiso marroquí que resultó incomible porque se le había quemado, y luego se engolfaron con el padrastro de Truman en una partida de bridge que acabó resultando decepcionante, pues Nina estaba bastante borracha y contaba mal los puntos, así que abandonaron el juego sin terminar. Luego, los dos jóvenes se despidieron de sus anfitriones y salieron juntos. Park Avenue resultaba a aquella hora inhóspita por su aire de abandono, con las tiendas cerradas y la ausencia de paseantes. Era casi de noche y empezaba a hacer frío. Truman iba quejándose lastimeramente de que le esperaba un largo trayecto hacia Brooklyn, donde había alquilado una casa para jugar a ser verdaderamente adulto. Albert, que vivía en un apartamento diminuto del Village, tenía que tomar el metro.

—Quiero enseñarte una cosa.

—Ahora no, Albert. Estoy cansado y de un humor de perros.

Por toda respuesta, Albert abrió su cartera y le tendió el manuscrito.

—La he terminado.

Parado en medio de la calle, Capote ni siquiera hizo el ademán de coger aquellas páginas que le mostraba su amigo. El viento, desapacible, empezaba a arrancar sin misericordia las hojas de los árboles.

—Vaya.

A Albert Salomon no le decepcionó la reacción. Era lo que esperaba. Truman llevaba bastante tiempo intentando empezar una novela, y hasta entonces se había limitado a componer un par de relatos —excelentes, por cierto—, pero aún estaba lejos de lo que consideraba la obligación de todo escritor, y era escribir su primera obra verdaderamente ambiciosa.

—¿Quieres leerla?

—En este momento, Albert, lo único que quiero de verdad es irme a casa. Me estoy quedando congelado.

Albert lo miró unos segundos antes de guardar de nuevo el manuscrito en la cartera, despedirse a medias con un «ya nos veremos» y enfilar hacia la boca del metro, que estaba unas cuantas calles más abajo. Estaba a punto de entrar en el suburbano cuando Truman lo alcanzó.

—Espera, Salomon… No me digas que te has enfadado. —Le dio un breve apretón en el brazo—. Oye, no ha sido un buen día. La comida sabía a rayos, Nina estaba insoportable y me duele mucho la cabeza. Pero claro que quiero leer tu novela. La empezaré esta misma noche.

En ese momento Albert Salomon hubiese querido estar hecho de otra pasta para decir a Truman que era demasiado tarde, y que él tampoco había disfrutado nada del «tajine» de pollo achicharrado y las bobadas de Nina. Sin embargo, sacó de nuevo las páginas de la cartera y se las tendió a Truman.

—Es sólo un borrador. Tengo que corregir casi todo el último capítulo y…

Pero Truman ya no le escuchaba. Acababa de parar un taxi para cubrir el largo trayecto hacia Brooklyn. Albert Salomon calculó que la carrera costaría la mitad de su sueldo semanal en el New Yorker, y una vez más se preguntó cómo se las apañaba Truman Capote para manejar siempre tanto dinero.

No supo nada de Truman hasta que pasaron un par de días, pero el martes por la tarde, al salir de la redacción, estaba esperándole en la puerta. Llevaba un sobre bajo el brazo que contenía, a todas luces, las doscientas páginas de Unas cuantas jornadas de agosto.

—¿Lo has leído? —preguntó, antes incluso de saludarle, pero Truman se puso un dedo en los labios.

—Tomemos una copa —dijo, y señaló un bar cercano que poco tenía que ver con los locales que tanto le gustaba frecuentar. Se sentaron y Truman pidió por los dos una botella de un vino que no tenían. Resignado, cambió su elección por dos Tom Collins que el camarero pregonó como especialidad de la casa. Mientras, Albert no podía disimular su excitación, aunque tenía la intuición de que Truman no llegaba con buenas noticias. No quiso hablar hasta que les sirvieron los cócteles, pero tras aprobar el combinado abrió la carpeta y puso delante de Albert Salomon un montón de folios preñados de anotaciones en un brillante color rojo.

—Buen intento —le dijo, y levantó la copa como para brindar a su salud.

—¿Eso es todo?

—¿Te parece poco? Mira, Albert, lo que has hecho no está mal. El planteamiento es… —pareció pensarse la palabra— original. Incluso brillante. El repartidor que seduce a una chica del Upper East Side y mete las narices en un mundo que no es el suyo. Resulta interesante. Pero luego se te va de las manos, ¿entiendes? ¿Por qué se asusta el protagonista cuando ella pretende ir más allá? ¿Tiene sentido que no quiera llevar su aventura hasta el final? Ay, Albert, has acabado la novela donde debería haber comenzado la mejor parte de la historia. Lo que a mí me interesa es lo que pasa con Oona y Bennie cuando deciden unir para siempre sus destinos, ¿entiendes? Cuando ella ya no sea la niñita de papá sino la mujer de un mozo de grandes almacenes. El mundo está lleno de ricas herederas que quieren tener una aventura con un chico del West Side. Lo original es contar qué pasa cuando el amor de verano se vuelve real y ella tiene que conocer a sus horribles amigos que huelen a sudor y a colonia barata. Que ésa es otra: recuerdo que me contaste tu historia con una chica rica que vivía en la Quinta y a la que conociste en el garaje en el que trabajabas. ¿Por qué cambias ese dato? ¿Por qué conviertes a Bennie en un repartidor? Le quitas mucho del atractivo sexual que para una niña rica puede tener un tipo manchado de grasa que se pasa el día hurgando debajo de los coches. Una chica como Oona nunca encontraría atractivo al pobre tipo que le lleva los paquetes desde Bergdorf Goodman. Qué manía de poner distancia entre lo que pasó… ¿no te das cuenta de que la mejor parte de las historias suele ser precisamente la que es verdad?

Albert Salomon se quedó un buen rato mirando el manuscrito e intentando digerir las palabras de Truman. Quizá su amigo tenía razón. Quizá no había sabido manejar bien la idea inicial. Y sí, era mucho más original la propuesta que le hacía: no hacer que Bennie saliese corriendo ante la audacia de Oona, sino provocar el choque definitivo entre dos mundos.

—Entiendo lo que dices. Y me gusta. —Cogió el manuscrito y lo hojeó—. Tengo… tengo que replanteármelo, claro. Porque la primera mitad de la historia te parece correcta, ¿no? Tendría que reescribir a partir de la pelea de ellos dos, cuando ella le pide que le compre un anillo y…

Pero Truman le detuvo con un gesto definitivo mientras buscaba con la vista al camarero y, desde lejos, pedía otra ronda. No se había dado cuenta de que Albert apenas había tocado su Tom Collins.

—Oye, Salomon… no quiero parecer aguafiestas, pero esto no funciona así. Quiero decir que ningún escritor de verdad se atrevería a desmoronar todo un texto para reconstruirlo según los consejos de otro autor. ¿Entiendes lo que quiero decir? No sería lógico que escribieses mi historia. Y, por supuesto, yo no lo permitiría. Tú has creado una novela donde un chico llamado Bennie se larga después de tirarse a una tal Oona y beberse el champán de sus padres. El resto no es tuyo, y perdona que sea tan franco.

El camarero llegó con los dos cócteles y miró desconcertado el vaso casi intacto de Albert Salomon. Mientras, Truman se afanaba en roer apasionadamente un trozo de hielo que acababa de meterse en la boca.

—Entonces ¿qué se supone que debo hacer?

Truman dejó el vaso en la mesa, miró a Salomon con una franca simpatía y le dio un amistoso pellizco en la mano.

—Tomar esta historia como una especie de entrenamiento. Como… como si estuvieses preparando el maratón de Boston y hubieses salido a correr por Central Park. Aunque sea fallido, el texto hará que crezca tu músculo literario, Albert. Estás casi listo para iniciar una carrera como es debido. Pero esto ha sido sólo… digamos que un calentamiento. Un trote a buen paso, pero nada más.

Sacó un par de billetes nuevos de su cartera y los puso sobre la mesa. Luego apuró la bebida y se puso de pie.

—Lo siento, pero ahora debo irme. Tengo entradas para el teatro.

Albert Salomon se quedó allí, en aquel tugurio que empezaba a llenarse de gente y de humo. Siguió con la mirada la extraña figura de Truman, que envuelto en su bonita gabardina de color beige cruzaba el local repartiendo sonrisas. Lo vio abriéndose camino sin dificultad a pesar del abarrote, sorteando a los camareros y a los parroquianos, que se apartaban a su paso ante el ímpetu de aquel joven tan poco común, y se dijo que había algunas personas que, fueran a donde fuesen, parecían estar siempre caminando en la dirección correcta.

No tuvo noticias de Truman en las semanas siguientes. Supo por un amigo común que se había trasladado a la ciudad sureña de Monroeville, donde vivía parte de su familia. Estaba trabajando en una novela y deseaba alejarse de las tentaciones de la ciudad. Albert Salomon pensó en llamar a Nina para pedir la dirección de su hijo, pero se dio cuenta de que tampoco tenía muchas ganas de contactar con él, así que decidió que no estaría mal tomar un poco de distancia con respecto a su amigo, al menos hasta que fuese capaz de perdonarle su escaso tacto a la hora de juzgar Unas cuantas jornadas de agosto. Con el tiempo, y tras leer la novela una docena de veces, reconoció que Capote tenía cierta razón en cuanto a muchas apreciaciones, pero seguía pensando que había pasado sobre su historia como si no le importase pisotearla. Claro que, en realidad, el bueno de Truman nunca había tenido demasiados reparos en pasar por encima de algo, si lo consideraba indispensable para sus fines.

Bien porque los aires de Monroeville habían sido extraordinariamente productivos, bien porque en el fondo el joven Capote era ya un neoyorquino con todas las de la ley, regresó a la ciudad mucho antes de lo que él mismo había previsto. Albert Salomon recibió su llamada en la redacción de la revista.

—Hola, chico inglés. ¿Cómo lo llevas?

—¡Truman! ¿Ya has regresado?

—Ayer mismo. Estoy en casa de Nina. —A Albert le sorprendía que nunca la llamase mamá—. Me está volviendo loco, no creo que aguante mucho aquí, pero todavía no sé qué voy a hacer. ¿Cómo te ha ido estas semanas? Déjalo, no me cuentes nada ahora. Te invito a comer. ¿En el bar de ostras de Grand Central a la una en punto?

Y colgó sin esperar respuesta. A Albert le satisfizo comprobar que se alegraba de aquella llamada, porque eso quería decir que todos los rencores habían quedado atrás y que él y Truman podían volver a ser dos buenos camaradas. La mañana se le pasó en un suspiro, y a la una menos cuarto ya estaba instalado en el lugar de la cita, bebiendo un vaso de cerveza tibia y mirando el reloj en espera de su amigo. Truman llegó puntual. Le dio un abrazo breve que a él le pareció sentido, y luego pidió generosamente para los dos: almejas rellenas, cangrejos fritos y una docena y media de ostras bostonianas.

—Bueno, cuéntame —le animó Salomon—, ¿qué tal te ha ido por Alabama?

—Deberías conocer el sur. Resulta estimulante en todos los sentidos, y aunque tampoco es el sitio más divertido del mundo, es perfecto para concentrarse.

—Entonces, ¿has aprovechado el tiempo?

Truman echó sobre una ostra una cantidad excesiva de salsa picante, y luego la sorbió con los ojos cerrados.

—Yo diría que sí. He acabado una novela corta.

—Vaya, enhorabuena. ¿Tiene título?

—Ajá. Crucero de verano.

—Es bueno.

—Sí.

Las almejas y el cangrejo frito estaban demasiado calientes y había que esperar para poder comerlos. Como a Albert no le gustaban las ostras —un pequeño detalle que Truman había olvidado—, no podía hacer otra cosa que ver comer a su amigo.

—¿Y de qué va? Bueno, suponiendo que quieras contármelo.

—Ya sabes que para ti no tengo secretos. Pero prefiero que la leas. —Abrió un bonito portafolios de piel y le entregó una carpeta de cartón muy parecida a la que usaban los escolares—. Está toda aquí, puedes llevártela a casa. Oye, ¿no comes?

—No me gustan las ostras. Pero las almejas ya se habrán enfriado un poco… Gracias por la confianza, estoy deseando empezarla.

Aquella noche, al llegar al estudio que ocupaba en el Village, Albert Salomon se tumbó en la cama —que había que bajar y subir a diario desde la pared— y empezó a leer el texto de Capote. Comenzó a latirle el corazón en la segunda página. Al acabar el primer capítulo sintió que se estaba mareando. Y en cuanto leyó el segundo tuvo la sensación de que iba a vomitar. Porque allí, ante sus ojos castigados por las dioptrías, estaba la novela que él había escrito, pero pasada por la pluma de alguien más listo, más ambicioso y más brillante que él. Por supuesto, Truman había introducido algunos cambios: Oona se llamaba Grady, y Bennie se llamaba Clyde, y no trabajaba en un almacén, sino en el garaje al que ella llevaba a reparar su coche. La descripción de la casa era muchísimo mejor que la que Albert hacía —lo más curioso es que el piso que describía Truman se parecía bastante más al piso de Oona que el que él había retratado en Unas cuantas jornadas de agosto— y también el carácter de la rica heredera y el mecánico resultaban notablemente más sugestivos. A medida que avanzaba el texto iba alejándose más y más del que él había escrito —Clyde era un tipo bastante más oscuro que el inocente y manejable Bennie, y accedía sin problemas a llevar a cabo la boda— hasta que dejaba de tener nada que ver con Unas cuantas jornadas de agosto, para acabar de una forma trágica que a Albert no se le hubiese pasado por la cabeza ni en un millón de años. Pero no cabía duda de que Truman se había servido de su historia inicial, de su planteamiento, de su idea.

Se preguntó qué debía hacer. Eran casi las doce de la noche, y tuvo que contener las ganas de marcar el número de Nina y pedir —no, exigir— que Truman se pusiese al teléfono. Luego se dio cuenta de que era muy posible que Truman ni siquiera estuviese en casa, y a lo mejor ni siquiera la propia Nina andaba por allí. Así que se resignó a esperar a la mañana. Por suerte, era viernes y al día siguiente no tenía que ir al trabajo. En cuanto se hiciese de día, iría a buscar a Capote a su casa.

Pasó una noche infernal en la que no durmió ni un minuto. Intentó leer, pero no podía concentrarse. Y entonces decidió escribir a Juan Sebastián Arroyo para contarle todo. Fue la carta más larga de su vida —ocho páginas por las dos caras— y cuando la acabó era ya de día. Así que tomó una ducha, desayunó frugalmente, y de camino para casa de Nina echó el sobre en un buzón de correos.

Eran las nueve y media cuando llegó a la casa de Park Avenue con la esquina de la 87. Esta vez la calle estaba relativamente animada: había una panadería de lujo muy cerca del portal, y una pequeña cola aguardaba en la acera la salida de los bollos calientes, los cruasanes franceses y los pain au chocolat que constituían el desayuno sabatino de los privilegiados moradores del Upper East Side. El portero no estaba en su garita, y Albert tomó el ascensor sin que nadie le preguntase adónde iba. Cuando se vio frente a la puerta le entró pánico, porque no tenía ni idea de lo que iba a pasar a continuación. Estuvo a punto de emprender el camino de vuelta para elaborar un plan de acción, pero entonces recordó su novela y la novela de Truman y el malicioso plan que aquel pequeño diablo había urdido quizá desde el primer momento, y tuvo que hacer esfuerzos para poner el dedo en el timbre una sola vez y no desquitarse en un concierto de llamadas apremiantes y enloquecidas.

Fue Nina quien abrió. Tenía un aspecto bastante bueno, pensó Albert, que la había visto demasiadas mañanas con restos de maquillaje bajo los ojos, la cara hinchada y la piel marchita acentuada por la resaca. Llevaba una preciosa bata de motivos orientales y un poco de carmín en los labios que le daba cierta frescura.

—¡Albert! Qué alegría verte por aquí. No sabía que ibas a venir. Pasa, por favor. Ahora íbamos a desayunar. ¿Quieres huevos fritos o revueltos?

Albert contestó que le daba igual y se dijo que, pese a todo, Nina era un excelente producto de la buena educación sureña. Lo acompañó al comedor donde Truman —en pijama y con una bata que le quedaba larga— leía la sección cultural del New York Times que previamente había desguazado sobre la mesa.

—Buenos días, Truman.

—¡Albert! Deberías haber llamado. Te hubiese pedido que subieses unos brioches de la tienda de abajo, no he conseguido convencer a Nina para que se vista y vaya a por ellos.

Parecía de un humor excelente. Sostenía una taza de café negro y tenía un vaso rebosante de zumo de naranja junto al periódico. Albert Salomon sopesó la posibilidad de derramarlo entero sobre su cabello de querubín.

—Siéntate, vamos.

—No, Truman. No quiero sentarme. Quiero… —en ese momento se preguntó qué quería exactamente, aparte de estrangular a quien consideraba su amigo— quiero saber por qué has hecho esto.

—¿Hacer qué?

—No te hagas el tonto, Truman Capote. Has utilizado mi novela para escribir la tuya.

Truman abrió mucho sus grandes ojos azules, que primero dieron a su expresión un aire de inocencia que pronto se trocó por uno de sorpresa aparentemente legítima.

—¿Qué dices, Albert?

—Lo sabes perfectamente. El arranque de Unas cuantas jornadas de agosto y Crucero de verano son exactamente iguales.

En ese momento, Truman cerró el periódico, lo colocó sobre la mesa y luego cruzó una pierna sobre la otra, como si aquello fuese una reunión de negocios. En esa postura tan poco amenazante dirigió a Albert Salomon una sonrisa donde parecía concentrarse toda la paciencia del mundo.

—Albert, eso no es así. Por supuesto que Unas cuantas jornadas de agosto me inspiró para hacer mi historia. Pero ¿qué tienen en común las dos novelas? ¿Que empiezan con la pasión de dos personas que no deberían haberse conocido nunca? —Lanzó una risita seca—. Pues mira que es original. La historia de la literatura está llena de casos así. Empezando por Romeo y Julieta. ¿Vas a decirme ahora que los dos hemos copiado a Shakespeare?

—¡Hay más cosas, Truman! El viaje de los padres de ella, la casa del parque, el traslado de él al piso de la Quinta Avenida…

—No pretenderás que nadie más que tú hable de los apartamentos de lujo con vistas a Central Park, ¿no?

—Pero… ¿cómo demonios puedes tener tan poca vergüenza? Mi historia te gustó desde el primer momento, y por eso me dijiste que la dejara. Porque querías quedarte con ella. Truman, ¿cómo has podido hacerme esto?

En ese momento, Albert se dio cuenta de que Capote ya no le miraba con inocencia ni con sorpresa. Ahora había en sus ojos claros algo que tardó en darse cuenta de que era una cosa parecida a la compasión. Sí, Truman Capote le estaba mirando con auténtica pena. Se puso de pie y le colocó las manos en los hombros, lo cual resultó verdaderamente ridículo porque Salomon era casi treinta centímetros más alto, y dio la impresión de que una muchacha estaba intentando bailar con él.

—Oh, Albert, viejo amigo… no quiero que te pongas así. Yo nunca te perjudicaría, ¿entiendes? De acuerdo, tomé prestadas un par de ideas brillantes, que por otra parte eran lo único que se podía salvar de tu novela. Tal vez tienes razón al decir que te robé esas ideas, que por sí solas no eran gran cosa. Pero te equivocas al pensar que tu historia me gustó y que deseaba que la dejaras para quedarme con ella. No, Albert, Unos cuantos días de agosto no me gustó en absoluto. Es pobre, vacía de contenido, inconsistente y poco creíble. Por eso te aconsejé que la abandonaras. Si un gran cocinero ve que un pinche está estropeando un plato, le dirá que no vaya por ahí. ¿Está mal que un chef se acerque a los ingredientes que él ha empezado a cortar y utilice un par de cosas en una nueva receta? Pues eso es lo que he hecho yo. Si te ha molestado, lo siento mucho. Tal vez debí de haber hablado contigo sobre el asunto. Ése fue mi error, amigo, y te pido perdón por ello. ¿Y sabes una cosa? De haberlo hecho así, tú mismo me hubieses dado permiso para usar tus ingredientes troceados. Me sorprende tu disgusto… En tu lugar, yo estaría contento de que alguien utilizase las sobras que a mí no me valen para nada.

Nina llegó justo en aquel momento, canturreando feliz, con un cigarrillo en la comisura de los labios y una bandeja rebosante de huevos revueltos y crujientes lonchas de beicon frito.

—Aquí está el desayuno, y espero que no os entretengáis mucho. Hace un día estupendo y quiero salir a dar un paseo por el parque. Truman, cariño, sírveme un café oscuro.

Albert Salomon se dijo que recordaría aquella escena toda la vida: Nina, con su bata amarilla salpicada de puentes, orquídeas y chinos tocados con gorros de paja, el ejemplar desguazado del New York Times, el café a medio beber, el sol entrando por las amplias ventanas del apartamento, Truman en aquel batín ridículo, el olor del beicon chamuscado, la música de Gershwin que salía de alguna parte, y supo que estaba a punto de dejar atrás para siempre un mundo al que en realidad nunca había pertenecido del todo. Si el desdichado Bennie de Unas cuantas jornadas de agosto había escapado por los pelos de las alocadas intenciones matrimoniales de Oona, él también tenía que salir de aquel apartamento y del peligroso radio de acción de Truman Capote. Murmuró una disculpa dirigida a Nina y a su bandeja de desayuno, se dio la vuelta y se marchó para siempre. Aquella misma tarde se fue a una oficina de la Western Union y envió un telegrama a Juan Sebastián Arroyo: «Todo ha salido mal. Vuelvo a casa».

El lunes, cuando Albert Salomon empezaba a redactar su carta de despido tras su mesa de la revista, recibió una llamada en la redacción. Al otro lado del hilo estaba Arroyo.

—¡Albert! Tengo aquí tu telegrama. ¿Qué demonios ha pasado?

Utilizando la discreción del manejo del español, Albert se lo explicó brevemente.

—De todas formas, te llegará una carta con los detalles.

—Pero ¿estás seguro de que es tan grave como para dejarlo todo?

—No sé si es grave o no, Arroyo, pero no pinto nada aquí. Llevo tres años en Nueva York y lo único que he conseguido es ser un chico de los recados y escribir una novela que alguien se ha apropiado. Está decidido, me largo. Daré a la revista quince días para que encuentren a alguien para mi puesto. No será difícil, todo el mundo en la ciudad se muere por trabajar aquí.

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Albert pudo oír unos cuantos ruiditos familiares y molestos que trufaban las conversaciones telefónicas en aquellos años, y supo así que la línea no se había cortado.

—Albert —dijo Arroyo—, Inglaterra no es ahora mismo el mejor lugar del mundo. Por si no lo recuerdas, Europa está en guerra, y parece que la cosa va para largo. No puedes ir allí. Quizá te envíen al frente.

—Me han declarado inútil. La vista…

—A lo mejor tus compatriotas deciden que un miope puede servir para algo. Vente a España. A Ribanova. Hasta que acabe la guerra.

—¿Y qué se supone que voy a hacer allí?

Esta vez el silencio fue muy breve.

—Vas a empezar a escribir. Y esta vez de verdad.

Albert Salomon arribó a Ribanova un mes y medio después. Salió de Manhattan en un barco que llegó a Lisboa, y desde allí, en un delirante trayecto en tren que duró casi una semana, hizo el camino a la ciudad donde le esperaba Juan Sebastián Arroyo, que recordaría siempre cuando lo recogió en la estación, temblando de frío, con una maleta en la que había conseguido meter sin dificultad los últimos tres años de su vida. Encima de la ropa y los escasos objetos personales que había elegido rescatar de sus propiedades de Manhattan, Albert Salomon se había traído el original de Crucero de verano.

—Querría que lo leyeras —le dijo a Arroyo.

—Y yo querría que superases de una vez esta historia lamentable. Pero no te preocupes, haré lo que me pides si tú me prometes que intentarás sacar partido a lo que te ha pasado. Sí, Albert, te ha engañado alguien en quien confiabas. ¿Y a quién no le ha ocurrido? A ti te han robado una historia. A otros les roban una novia, un trabajo o… —intentó pensar algo verdaderamente ridículo— o les ponen la zancadilla cuando están a punto de ganar una carrera. Son cosas que pasan y no hay que darles más vueltas. No es un drama, ¿sabes? Es un contratiempo…

—Había escrito una gran novela.

—No, Albert, lamento no estar de acuerdo contigo, pero Unas cuantas jornadas de agosto no es más que un intento honesto de hacer algo sólido. Nadie, escúchame bien, nadie querría publicar algo así. Lo cual, evidentemente, no vuelve menos despreciable el gesto de tu amigo. Ese tal Truman te la ha jugado, pero es preferible que dejes la anécdota en el cajón de las experiencias. Será mucho mejor, te lo aseguro. Uno no puede vivir en medio del resentimiento. Y ahora, muchacho, te aconsejaría que te echases un rato. No sé el tiempo que llevas viajando, pero tienes aspecto de necesitar una siesta.

Mientras Albert Salomon dormía, Arroyo tomó el original de Crucero de verano con más resignación que verdadero interés. No sentía la menor curiosidad por aquella historia, aunque al cabo de veinte páginas había tenido la virtud de atraparle. Era buena, pensó, de hecho era bastante buena. Y no cabía duda de que aquella sabandija había sacado óptimo partido del planteamiento del pobre Albert. Sí, el texto de Truman era mucho mejor que el del joven Salomon, pero la mezquindad de aquel chico no conocía límites. Ni siquiera acabó de leer la novela. Antes de que Albert se despertara del sueño reparador en el que intentaba compensar tantos días de viaje, se sentó a su mesa de trabajo y escribió una carta.

Estimado señor Capote:

No sé si ha escuchado hablar de mí, pero soy un buen amigo del señor Salomon. Me he enterado de lo que ha tenido la osadía de hacer con su novela, y me parece detestable. Se me ocurren un montón de cosas que decir de usted, pero me las voy a reservar. En realidad, esta carta es un aviso: si decide usted publicar su texto, si llega a mis oídos que las páginas de Crucero de verano han visto la luz, enviaré a la dirección del New Yorker el manuscrito de Unas cuantas jornadas de agosto junto a las de su novela con una carta explicando lo sucedido, y ellos decidirán qué clase de persona es usted. Creo que en esa revista se toman muy en serio la propiedad intelectual y los casos de plagio.

Antes de que corra usted la tentación de pensar que no tengo los medios para acceder al equipo directivo de la revista, sepa que fui yo, por medio de un gran amigo, quien consiguió a Salomon su trabajo en la publicación.

Señor Capote, lamento tener que reconocer que es usted un gran escritor. Quizá en el futuro le estén aguardando la fama y la fortuna, pero procure no iniciar su carrera con este libro, porque si así lo hace le juro que dedicaré mi mucho tiempo libre, mi experiencia y mis buenos contactos a destruirle profesionalmente. Lo cual, la verdad, sería una pena.

Firmó la carta sin apenas repasarla, la metió en un sobre y luego lo remitió todo a su amigo Zachary West con la petición de que lo hiciese llegar a la redacción del New Yorker, para que le fuese enviado desde allí al señor Truman Capote. Luego empezó a pensar en cómo animar a Albert, y fue dándole vueltas a una idea. Cuando el muchacho se despertó, después de casi cuatro horas de sueño, le pidió que se pusiese la ropa más presentable que tenía, y se lo llevó a comer al Hotel Almirante. Allí, ante una sopa de mariscos que nada parecía saber de la escasez y el racionamiento de la España de posguerra —tenía trozos de bogavante grandes como un puño y almejas del tamaño de ostras— le hizo una propuesta.

—Albert, cuando llegaste te pedí que olvidases lo ocurrido con tu amigo Truman. Tal vez me equivoqué. Tal vez debas escribirlo. La ficción puede ser una buena forma de poner bajo una nueva perspectiva lo que viviste en Nueva York.

Albert, a quien aquel caldo sabroso y caliente estaba sabiendo a gloria, frunció el ceño ante aquella perspectiva. No estaba seguro de que le apeteciese escribir sobre lo sucedido.

—Mira, Albert —añadió Arroyo—, hagas lo que hagas durante las próximas semanas, no te vas a quitar de la cabeza la traición de ese chico. Así que mejor será que exprimas la experiencia como material literario. Tómatelo como un ejercicio, ¿de acuerdo? Porque eso va a ser. Y se me ha ocurrido una idea: tú vas a contar tu parte de la historia. Y yo voy a acabarla.

—No entiendo…

—Una novela a cuatro manos. Escrita en inglés y en español. Tú la inicias y yo la continúo. Escribes hasta tu ruptura con Truman y yo sigo. Siempre he querido escribir algo de ficción, pero nunca encontraba el momento, y quizá haya llegado. No creo que lo que salga de ahí sea material publicable, pero será un experimento divertido. ¿Qué dices? ¿Te atreves a trabajar en equipo con este aficionado?

Albert Salomon se llevó a la boca la última cucharada de sopa de marisco. Una historia empezó a crecer en su cabeza. Una historia de amistad frustrada, de sueños, de rascacielos. Frente a él, su amigo Juan Sebastián Arroyo parecía esperar una respuesta.

—Creo que es una idea buenísima.

—Pues vamos a por ello. Y ya tengo título para mi parte. Se va a llamar Una casa junto al parque.