Entre 1776 y 1778, un artista llamado José de Terán había pintado en la bóveda de la capilla mayor de la catedral de Ribanova una alegoría de la Gloria que, sometida durante años a la agresión de la humedad y al humo de los cientos de cirios que ardían día y noche en honor al Santísimo en permanente exposición, llevaba casi un siglo oculta por una gruesa pátina de suciedad. Las pinturas, hechas al óleo, habían aparecido como un milagro en el transcurso de una restauración, cuando ya todo el mundo pensaba que habían desaparecido fruto de la erosión del tiempo. Ahora lucían en todo su esplendor, y Jeffried Ruskin se preguntó cómo era posible que aquella obra de arte hubiese permanecido tanto tiempo oculta para el mundo. Se sentó para observar mejor la cúpula disfrutando del silencio. Años atrás había salido indignado de la catedral de Santiago de Compostela, donde la barahúnda de los turistas convertía el templo en una feria vergonzosa, preguntándose cómo habría de sentirse un creyente ante semejante sacrilegio si a él, que no lo era, tanto griterío y tanto jaleo se le antojaban un insulto. Pero en la catedral de Ribanova no había visitantes maleducados hablando a gritos, ni chispazos impertinentes de cámaras de fotos, ni niños corriendo delante de sus padres. Allí parecía reinar una quietud de siglos que flotaba en el olor a incienso mezclado con el de los cirios encendidos. Esto debe de ser la paz, se dijo.
Jeffried Ruskin no era, ni mucho menos, una persona religiosa. Había sido educado en el protestantismo por una madre invasiva que pretendía prolongar en su hijo mayor una parte de su fe, tan profunda que todos en su familia aseguraban que rayaba en el fanatismo. Ruskin acudió a la escuela dominical y cumplió los preceptos de su Iglesia hasta que dejó el instituto y empezó a hacer la guerra por su cuenta. Una vez, en la universidad, escuchó a dos amigos discutir ardorosamente acerca de la existencia de Dios, y cuando le obligaron a entrar en la discusión para desequilibrar la balanza se descolgó con una observación salomónica: dijo que la idea de que existiese un árbitro supremo le parecía tan fascinante que prefería no hacerse muchas ilusiones al respecto. Desde su agnosticismo, encontraba absurdo el afán de los no creyentes por sacar de su error a aquéllos que confiaban en Dios a pies juntillas. Nunca le había parecido que ése fuese un tema de conversación, así que eludía pronunciarse. Envidiaba secretamente a los que conservan una fe a prueba de bomba, y si hubiese podido tomar una pastilla para despertar en sí mismo la devoción de su madre —que veía una señal divina en cada cosa que le pasaba, por terrible que fuera—, lo hubiese hecho sin dudar. Por lo demás, no le molestaba la religiosidad ajena mientras nadie se empeñase en rescatar su alma de su estado de perpetuo escepticismo.
A pesar de sus nulas relaciones con Dios y su personal, al editor le encantaban las iglesias. Cuando se casó con Violet y ella le pidió casi con lágrimas en los ojos que celebrasen una ceremonia religiosa, accedió encantado. Violet era una de esas tibias creyentes que pasan siglos sin practicar, pero están convencidas de que cumplen con el Altísimo porque cuando las cosas se les tuercen lo primero que se les ocurre es rezar. Sea como fuere, había soñado siempre con una boda clásica y, desde luego, estaba convencida de que para casarse hay que hacerlo frente a un cura.
Había sido una boda muy bonita, en una capilla situada en un pueblecito idílico de Derbyshire. El pastor era un viejo medio sordo que se había pasado la ceremonia llamándole por el nombre de otro (Jonas, le decía, en lugar de Jeffried), pero el coro había cantado una preciosa selección de música sacra, y las vidrieras dibujaban en el suelo de piedra las figuras de un caleidoscopio. El altar mayor estaba lleno de flores blancas —calas, liliums, margaritas y azucenas— y los doscientos años documentados del edificio prestaron a su boda una solemnidad que ni en un millón de años hubiese podido alcanzar en el despacho de un juez ni en las dependencias de un ayuntamiento. Su matrimonio había sido un pequeño desastre —siempre pensó que el cura tenía algo de culpa, pues había casado a Violet con un tipo llamado Jonas a quien nadie conocía—, pero aunque no pensaba en su matrimonio con mucha simpatía le quedaba un buen recuerdo de aquella boda campestre, con las nobles piedras oscuras vibrando al ritmo del Te Deum y el olor a flores y cera derretida. De haber celebrado su casamiento en un juzgado cualquiera, sólo le quedaría la memoria de una mujer dominante que permitió que su detestable familia entrase en la vida de ambos y la dinamitase sin remedio.
Cada vez que viajaba y tenía tiempo —lo que ocurría muy raras veces—, a Jeffried Ruskin le encantaba visitar catedrales, basílicas, capillas, monasterios y cuanto edificio consagrado se le pusiese por delante. Kate le había hablado de algunas iglesias notables en Ribanova, y pensaba verlas todas antes de dejar la ciudad. Ya había estado en la de Santiago A Nova, que tenía una extraordinaria cúpula barroca y una imagen del santo —a su juicio, muy poco edificante— en el que el patrón de España se empleaba sin piedad con un montón de soldados supuestamente infieles. Pero Kate había insistido en que, por encima de todo, no dejase de visitar la catedral y las pinturas de Terán que tan milagrosamente habían aparecido cuando los expertos intentaban librar la cúpula de la gruesa capa de sebo y mugre que la cubría. Imaginó la sorpresa monumental de los restauradores cuando ante ellos, en lugar de una sobria piedra de granito, habían surgido sabios y obispos, santos y vírgenes, amorcillos y profetas, sobre el fondo azul que todos atribuyen a la idea universal de la Gloria. Sentado en un incómodo asiento de madera, delante de la sillería del coro, Jeffried Ruskin pasó un buen rato admirando la cúpula policromada.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que si la historia de aquellas pinturas era posible —los colores brillantes, las nubes levemente tornasoladas, los angelotes, esa madonna de manos expresivas, los beatos, los reyes, tantos símbolos del triunfo de la eternidad escondidos durante un siglo entero—, no había por qué desesperar en su propio reto de dar con las novelas de Salomon y de John S. Stream. Si semejantes óleos habían aparecido prácticamente de la nada, ¿por qué no confiar en hallar algo de cuya existencia estaba convencido? Tal vez el entusiasmo de David, su firme convicción del advenimiento del éxito, estaba mucho más justificado de lo que él había supuesto. Tal vez era su obligación el seguir buscando. Y mientras pensaba en ello, el órgano de la catedral empezó a sonar y unas notas desordenadas comenzaron a desparramarse. Una música cavernosa desplazó de un empujón la quietud del templo, y las piedras y las vidrieras y las imágenes adquirieron el misterioso peso de la solemnidad. Todo aquello —las pinturas, el sol entrando por los cristales pintados, los destellos de luz arrancados a la custodia— tenía un significado propio, aunque él no fuese capaz de comprenderlo. Y, sin embargo, sentía en el interior una ligereza desconocida que le iba empujando hacia algo que muy bien pudiera ser optimismo. De pronto no tuvo ninguna duda de que aquellos manuscritos tan largamente deseados estaban esperando que él los encontrara. Sí, se dijo, era una verdadera pena el no estar en condiciones de creer.
—Hemos quedado a la una y media y todavía no es ni la una y cuarto.
—¿Y qué? ¿Crees que tu tía no le va a dejar salir un poco antes? Kate no tiene pinta de negrera, precisamente.
—No se trata de eso… es que creo que Ahmed prefiere salir a su hora, nada más. Es un chico responsable, o eso me parece.
Laura, que no era precisamente ducha en el arte de la discusión, estaba cogiéndole gusto a llevarle la contraria a David Smith. Había algo tan infantil en su manera de empecinarse en esto o aquello que ponerle pequeñas zancadillas era un ejercicio casi satisfactorio. Laura Salomon tenía la sensación de que aquel chico era para ella una especie de sparring involuntario.
—¿Por quince cochinos minutos?
—Precisamente, David. Haz el favor de aplicarte el cuento. El mundo no se va a desplomar porque Ahmed empiece su trabajo un cuarto de hora más tarde.
Esta vez David no dijo nada, y Laura Salomon tuvo que hacer esfuerzos para no levantar el puño en señal de triunfo. Nunca, en toda su vida, había rebatido a nadie tantas veces y con tanto gusto como a aquel americano listillo. Jeffried Ruskin llegó en ese momento, y Laura lamentó que no lo hubiese hecho un poco antes para poder hacerle testigo de su victoria.
—¿Qué tal te ha ido? ¿Muchas piedras?
—Las suficientes. He estado en la Catedral. Deberías verla. Es fabulosa.
—Sí, tal vez lo haga. —Volvió a mirar su reloj. Era la una y veinte—. ¿Qué? ¿Echamos a andar?
Laura y Ruskin cambiaron una mirada cómplice y ella se sintió confortada. Desde el primer momento había adivinado en el editor a una especie de aliado. Saber que tenía de David Smith una opinión muy parecida a la suya la alegraba extrañamente, quizá porque nadie se tomaba la molestia de demostrarle que estaba de acuerdo con ella.
—Tengo que subir un momento a la habitación.
David no se preocupó de disimular un gesto de fastidio, y la mirada maliciosa que Ruskin le dirigió cuando iba camino del ascensor le dejaron claro que su visita al dormitorio no era más que una forma de tomar el pelo al joven Smith. Regresó en cinco minutos, después de que David mirase su reloj una media docena de veces. Bajaron juntos por el paseo del cantón, dejando atrás la fachada barroca del ayuntamiento. Era la una y media en punto cuando llegaron a El Unicornio. Kate los saludó desde dentro.
—Ahmed ya está listo. Le he dicho que debería haberse tomado la mañana libre, hubiera podido encargarme yo sola. No hemos tenido mucho trabajo…
David miró con cierta fiereza a Laura y a Ruskin, como si fuese culpa suya. Ahmed emergió del sótano, donde acababa de depositar un ejemplar de una nueva edición de Bel Ami. Laura tuvo la sensación de que le brillaban los ojos.
—Hola a todos. Podemos irnos. Señor… —se corrigió a tiempo— David, muchas gracias por la gran oportunidad de colaborar en una investigación como ésta.
—¿Oportunidad? No digas tonterías. De no ser por ti tendría un problema de los gordos, así que no me des las gracias porque me estás salvando el cuello. Vámonos. Kate, te lo devolveré a las cinco en punto. Luego, cuando cerréis, tendrá que regresar al Casino. Lo ideal es que acabe hoy todo el trabajo.
Ruskin suspiró pensando que David Smith hubiese sido felicísimo en la Rusia imperial teniendo a su servicio un puñado de siervos… o en mitad del Medievo, ejerciendo el derecho a arrear latigazos a los criados díscolos. Por suerte, Ahmed no parecía ofendido. Llevaba en la mano un cuaderno de tapas duras y tres o cuatro bolígrafos, y había algo en su expresión… algo raro que el siempre perspicaz Jeffried Ruskin interpretó como una mezcla de determinación, orgullo… y, sí, tal vez cierta sensación de responsabilidad, como si fuese consciente de estar llevando a cabo una misión importante.
—Esperad un momento… creo que no necesitaré a Ahmed esta tarde.
—¿Cómo que no? Señorita Salomon, acaban de llegar todos los pedidos… hay que abrir un montón de cajas, y colocar libros. Usted no puede subirse a la escalera…
—Oh, por supuesto que no. Pero tendré ayuda. David me echará una mano, ¿no es así, David? Y así tú podrás acabar el trabajo mucho antes.
Jeffried Ruskin tuvo que contener las ganas de soltar una carcajada al ver la sorpresa dibujada en el rostro de David Smith. Si pensaba pasarse la tarde haraganeando en el hotel, sus planes acababan de truncarse. En lugar de su confortable habitación o alguno de los acogedores cafés ribanovenses, le aguardaba un montón de cajas de libros y unos estantes vacíos.
—De acuerdo. Cualquier cosa si eso significa que… eh… este… Ahmed… va a acabar antes. —Se volvió hacia Jeffried y Laura—. ¿Me ayudaréis?
Jeffried iba a contestar, bienhumorado, que tenía otros planes para la tarde, pero Laura era servicial por naturaleza.
—Claro. Cuenta conmigo.
—Y conmigo —se escuchó decir Ruskin. Y en ese momento se encendieron dentro de él unas pequeñas luces rojas. Eran, y lo sabía, auténticos destellos de alarma que sabía perfectamente cómo tenía que interpretar.
Habían almorzado todos en casa de Kate, y estaban tomando café cuando sonó el timbre: era Julia del Amo, que apareció por sorpresa para la última prueba del traje de novia. Aquella visita inesperada causó una pequeña conmoción. Shirley, con muchos aspavientos, envió a Julia junto con Anna Livia a las habitaciones superiores, mientras recordaba que traía mala suerte que el novio viese el vestido. Nadie le dijo que era prácticamente imposible atisbar nada a través de aquella gruesa funda de inmaculado color blanco. Kate se puso de pie para seguir a Julia del Amo, pero Shirley la detuvo con un gesto.
—No, Kate, tú espera aquí mientras nosotras lo preparamos todo. Quiero que veas tu vestido extendido, no saliendo de una bolsa. Te avisaré cuando estemos listas. En cuanto a los hombres, no hace falta que diga que espero no ver a ninguno rondando por el piso de arriba.
David estuvo a punto de decir que ni en un millón de años hubiese hecho semejante cosa, fundamentalmente porque lo que Kate se fuese a poner no le interesaba lo más mínimo, pero cerró la boca y se limitó a asentir. Junto a él, Kate parecía inquieta. Se preguntó por qué todas las mujeres del mundo se ponen tan nerviosas por un simple vestido, y desde luego le chocaba que incluso una septuagenaria pudiese compartir una exaltación tan absurda. David Smith era de esas personas que están convencidas de que la edad sirve para ponernos a salvo de cualquier sentimiento extremo, como si los años fuesen capaces de anestesiar las emociones. Y allí estaba Kate Salomon, una mujer tan correcta, tan formal, hecha un manojo de nervios por culpa de un vestido que iba a lucir sólo durante cuatro o cinco horas… Tal vez para relajar la tensión, se dijo que era el momento de poner otro asunto sobre la mesa.
—Papá, Kate, quiero haceros un regalo de bodas. Supongo que Kate tiene cafetera exprés, cristalería y una vajilla buena, así que he pensado en un viaje. No, no te preocupes, no voy a mandaros a ningún lugar raro… no sé qué dichosa manía tiene la gente que se casa de irse a la otra punta del mundo.
Forster Smith se encogió de hombros.
—Pues yo siempre he querido conocer Australia…
—Forster, ni lo sueñes. No voy a meterme quince horas en un avión para ver canguros o lo que sea que haya allí. David, querido, no hace falta que nos regales nada…
David meneó la mano para dar a entender que no iba a admitir discusiones. Forster miró a Kate como diciendo «no le lleves la contraria». Desde niño, su hijo era una de esas personas cuya determinación está por encima de cualquier cosa, incluso del sentido común. Quería tener un detalle con su padre y su futura esposa, e iba a hacerlo tanto si a ellos les gustaba como si no. A este respecto tenía una visión bastante egoísta de los regalos. Nunca compraba algo pensando en qué le gustaba a su destinatario, sino en aquello que él había decidido que tenía que gustarle. Y David Smith creía que todo recién casado debe empezar con un viaje su vida en común.
—Está decidido. Papa, Kate, elegid sitio. Cualquier capital europea que os apetezca. Yo me ocuparé de todo.
—El protocolo exige que escoja la dama. ¿Kate?
Ella suspiró y miró alrededor. De nuevo aquellos ojos brillantes, aquella expresión rejuvenecedora. Forster notó que el corazón se le aceleraba, y hubiese querido gritar «miradla: es mi novia».
—Me gustaría conocer París. Estuve a punto de ir un par de veces, pero al final siempre ocurría algo que frustraba el viaje. ¿Te parece bien?
—Se hará lo que tú quieras, si nuestro generoso mecenas no pone reparos.
—París es perfecto. Dejadlo todo de mi cuenta.
La voz de Anna Livia la llamó desde arriba. Kate suspiró y se puso de pie.
—Y ahora, si me perdonáis, creo que me reclaman. ¿Me acompañas, Laura?
—No, yo… bueno, iré en un momento.
Esperó a que se cerrase la puerta para empezar a hablar.
—David, Forster… ¿conocéis París?
—Estuve hace mil años.
—Yo fui un par de veces por asuntos de trabajo, pero tengo la sensación de que no salí de la Sorbonne. ¿Por?
—Es que… bueno, yo preparé hace tiempo un viaje a París… un viaje perfecto, aunque finalmente… bueno, no pude ir. Pero encontré un hotel precioso en la Plaza de los Vosgos, hice una lista de restaurantes románticos, de cafés con historia, de tiendas antiguas… incluso una selección de itinerarios turísticos. Busqué en un montón de guías y en algunos libros… —explicó, con una sonrisa torpe—, y creo que conseguí diseñar el viaje perfecto. Me parece que puedo recuperar esa documentación. Quizá te valga para organizar la luna de miel…
Forster pensó que su futura sobrina parecía en aquel momento una niña que está entregando a su mejor amiga su juguete más preciado, y se preguntó en qué momento aquella muchacha había diseñado aquella frustrada excursión. David, por supuesto, no reparó en tantas sutilezas. Sólo en que se había quitado de encima un trabajo que no le entusiasmaba. Organizar no era lo suyo, y no se fiaba mucho de las agencias de viaje.
—¡Excelente!
—Buscaré el archivo, debo de tenerlo en mi correo. Y ahora, supongo que la tía Kate querrá que vea cómo le queda su vestido. Nos vemos luego.
Cerró la puerta despacio, tanto que sólo se oyó un ligerísimo «clic». Forster esperó a que sus pasos se perdieran por la escalera para reflexionar en voz alta.
—Qué chica tan extraña…
David asintió mirando hacia la puerta por donde Laura había salido.
—Es rara de narices. Pero me cae bien.
Laura Salomon subió la escalera con sus pasos rápidos y cortos, tan parecidos a los de su tía Kate —aunque, por supuesto, ella ignoraba esa contingencia—, y llamó a la puerta de la habitación antes de entrar.
—¡Cierra los ojos!
Desde dentro, la voz de Shirley seguía emitiendo órdenes, pero ella obedeció y empujó la puerta tras haber entornado los párpados. Aquellas cuatro mujeres —Shirley, Anna Livia, Julia y Kate— vieron ante sí a una joven quebradiza y solitaria que mantenía los ojos cerrados con fuerza como una niña en la mañana de Navidad, mientras su boca dibujaba una sonrisa que sólo podía significar una cosa: que estaba allí para compartir la felicidad de una anciana a la que apenas conocía. Y por primera vez Kate se sintió invadida por la certeza de que Laura había empezado a quererla.
—¡Ábrelos y di qué te parece!
Ante Laura se dibujó entonces la figura de su tía envuelta en lo que ella pensó que era la prenda más hermosa que había visto nunca. Un vestido realizado en tafetán de seda de un color malva empolvado, con cuello camisero, manga francesa, un corte a la cintura y una sobrefalda fruncida dejando ver una falda lápiz que llegaba justo debajo de la rodilla. Laura se dijo que todo en aquel vestido era elegante, glamuroso y chic —no se le ocurrían otras palabras para describirlo— y, con él puesto, la tía Kate parecía una princesa a punto de ser desposada por un anciano y enamorado monarca. No pudo evitar pensar en su padre, y se dijo que ojalá pudiese ver ahora a su hermana, con las mejillas sonrosadas por la emoción, los ojos brillantes y aquella piel lechosa a la que tan bien sentaba el pálido color de aquel vestido. Nadie, absolutamente nadie, sería capaz de dudar del paso que iba a dar una mujer tan feliz como parecía Kate Salomon en ese momento.
—Ay, tía Kate… qué guapa estás… creo que me voy a emocionar…
—Ni se te ocurra —intervino Shirley—. Deja eso para el día de la boda.
—¡Shirley!
—¿Qué pasa? ¿Crees que a mí no me entraron ganas de llorar al verte así vestida? Pues claro que sí. Es un modelo fabuloso, y tú pareces… la reina de las nieves o algo por el estilo. Pero no es momento de echar el moco, porque necesitamos concentrar toda nuestra emotividad y reservarla para el día de la celebración, que quedará precioso. Llorar ahora es una perfecta pérdida de tiempo, y os aseguro que si lo hacemos aquí, no tendremos tantas ganas de emocionarnos cuando avances hacia el altar.
Era evidente que Shirley tenía un acendrado sentido del espectáculo, y no iba a permitir que nadie lo echase a perder. Anna Livia le puso una mano en el hombro.
—Shirley, creo que estás completamente loca, pero es demasiado tarde para hacer nada al respecto. Julia, enhorabuena. Nunca he visto nada tan bonito. Si vuelvo a casarme, cuento contigo.
A Julia del Amo no se le daba muy bien recibir elogios.
—Kate, deberías quitarte ya el vestido, no se vaya a manchar. Puedes guardarlo en el portatrajes. Y ve pensando en qué vamos a hacer con tu pelo. Sugiero un recogido sencillo, tal vez adornado con algunas flores del mismo color que la tela.
—Y los zapatos —apostilló Shirley— tienen que ser cómodos, porque vamos a bailar toda la noche.
—¿Que vamos a bailar? ¿Y desde cuándo?
Anna Livia y Julia del Amo hubiesen querido fulminar a Shirley.
—Se suponía que era una sorpresa, pero aquí la wedding planner del año se ha ocupado de arruinarla. —Por una vez Shirley se limitó a bajar la cabeza, cariacontecida—. Es el regalo de la asociación de Amigos del Museo. Han contratado a una orquestina para que toque en la fiesta. Música ligera y bailable.
—¿A que es una gran idea?
Kate suspiró. Sí que lo era. Le encantaba bailar, y llevaba siglos sin hacerlo. En su primera boda no había habido orquesta por respeto a la reciente muerte de su madre. Sólo un cuarteto de cuerda elegante y frío que amenizó el cóctel con un repertorio más bien deprimente.
—Una idea estupenda.
—Se me ocurrió a mí. —Era evidente que Shirley no iba a perder la ocasión de apuntarse otro tanto. Kate miró a su amiga con un punto de temor en los ojos.
—¿Quieres decir que has pedido a la gente que me haga regalos?
Shirley frunció el ceño, y empleó el tiempo que necesitaba para explicarse bien en colocar en el armario el vestido de novia enfundado.
—A ver, Kate, ¿qué querías que hiciese? Tus… tus invitados se acercan para preguntarme qué pueden regalarte.
—¡Haberles dicho que no tienen que comprar nada!
Esta vez Shirley sonrió con la suficiencia del que tiene la llave del tesoro.
—Kate, por favor… la gente no es tan grosera como para ir a una boda llevando las manos vacías. Si no se les da alguna pista, tú y Forster os encontraréis con una docena de marcos de plata, candelabros y varios juegos de café, la mayoría horrorosos y tal vez reciclados de otros obsequios. ¿No es mucho mejor orientar a tus amigos para que te regalen cosas verdaderamente útiles? Después de todo, si se van a gastar el dinero, al menos que lo hagan bien.
Kate no se atrevía a reconocer que la declaración de Shirley era bastante sensata. Y sí, ella también estaba empezando a temerse que la casa se llenase de cubos para hielo, jarrones de todos los tamaños y espantosas figuras de porcelana. Pero ni en un millón de años hubiese tenido la osadía de guiar la generosidad de la gente en la dirección correcta. Claro que para eso estaba Shirley.
—Shirley tiene razón —intervino Anna Livia—. ¡Deberías ver lo que querían comprarte los de la Agrupación Filarmónica!
—¿Qué era?
—Un gramófono espeluznante hecho de cristalitos con una placa con vuestros nombres —contestó Shirley, con cara de asco—. No había visto un regalo más feo desde que en mi propia boda la prima Ginny me compró una colcha con mi cara bordada en punto de cruz.
Anna Livia abrió muchísimo sus hermosos ojos violeta.
—¿Te regaló eso? ¿Y qué hiciste?
—Metí la maldita colcha debajo de la cama en una bolsa de plástico. Sólo la saqué una vez cuando Ginny vino a visitarme y la puse sobre el edredón como si siempre hubiese estado allí. Cuando me di cuenta de que estaba cubierta de pelusa era demasiado tarde para limpiarla, pero de todos modos la prima Ginny no veía tres en un burro, así que creo que no se dio cuenta.
Las cuatro mujeres estallaron en carcajadas al imaginar la escena. Shirley, sin embargo, no encontraba nada gracioso en recibir regalos inútiles, por eso obvió la diversión que ella misma había promovido y siguió con su discurso en defensa de su iniciativa.
—Mira, Kate, olvida tus complejos. Casarse es un negocio, y no me digas que no has acudido mil veces a esas listas de bodas donde se pueden comprar hasta trozos de un sofá. Eso sí que es una vulgaridad. Pero esto es… bonito. Sí, sí que lo es. Ya verás cuando puedas abrir el baile con una canción preciosa, de tu época… porque, eso sí, ya les he leído la cartilla. Eres inglesa, y tienes setenta años, así que nada de pasodobles, ni de música de verbena de pueblo. Quiero escuchar swing y temas de la Pasadena Roof Orchestra. Y si se ponen muy modernos, que interpreten algo de los Beatles. No pienso hacer más concesiones.
—Está bien, Shirley. —Discutir con aquella mujer era poco menos que un imposible—. Pero, para no llevarme demasiadas sorpresas el día de la boda, ¿qué es lo que has sugerido que me regalen los otros invitados?
Shirley levantó un dedo como pidiendo tiempo y fue a su habitación, de la que regresó con una pequeña libreta de pastas amarillas.
—A ver… Sí, mira, los de la Filarmónica han contratado a un violinista para la ceremonia. Ellos le darán el repertorio, que de eso entienden. La Asociación de Viudas te comprará el ramo de novia (ya ves que les he buscado algo barato, estas mujeres no están muy bien de dinero) y los del Club de Caminantes han alquilado una fuente de chocolate para servir con los postres. A los del Grupo de Defensa de la Muralla Romana no había decidido qué pedirles, pero ahora que sé que te vas a ir de viaje les diré que te compren una maleta bonita. Son muchos y no resultará muy caro.
Laura escuchaba con atención.
—Pero ¿cuánta gente va a venir a la boda?
Kate se sentó en la cama, algo apurada.
—Bastantes más de los que hubiésemos pensado en un principio. Seremos unos cien. Llevo tanto tiempo en Ribanova que conozco a mucha gente, y es difícil invitar a unos y dejar fuera a otros, así que…
—Cuantos más seamos, mejor —sentenció Shirley—, y ahora vamos abajo, o el novio y los otros pensarán que no podemos quitarte el vestido.
Kate se echó a reír y abrazó a Shirley. Sí, su amiga podía no ser la persona más delicada del mundo, pero tenía mucho sentido común. Y unas ideas maravillosas.
A las cinco en punto, escoltada por David, Jeffried y Laura, Kate Salomon llegó a El Unicornio. Como Ahmed había advertido, un montón de enormes cajas esperaban a ser abiertas y su contenido etiquetado y colocado. Kate se dio cuenta de que Laura y los otros asumían la tarea como un juego, y seguían entre risas sus instrucciones para poner cada libro en su sitio. David, encaramado a la escalera, la deslizaba de una estantería a otra, como si acabase de descubrir una atracción de feria. Suspiró: le gustaba ver divertirse a los jóvenes. Ella, por su parte, había dejado su casa de mala gana, lamentando en secreto no contar con Ahmed aquella tarde para poder desentenderse en la librería y de cualquier obligación. No, en aquel momento no quería estar allí, sino sentada junto a Forster en el banco del jardín, bajo el magnolio, hablándole de aquel vestido de ensueño que Julia del Amo había cosido para ella —ya se las arreglaría para no darle demasiados detalles y que pudiese seguir siendo una sorpresa—, de la singular idea de Shirley para amortizar debidamente la generosidad de sus amigos, de la música de baile que iba a sonar en la fiesta de su boda. Quería preguntar a Forster si le gustaba bailar, y decidir con él cuál sería la primera canción que pedirían a la orquestina.
Como siempre, fue honesta consigo misma y se dijo que, una vez estuviese casada con Forster, muchas tardes sentiría pereza a la hora de dejar su casa y a su recién estrenado marido para ir a El Unicornio. Tener una librería era bonito, pero ahora que ella y Forster iban a pasar la vida juntos, aquella tienda que había constituido su ilusión y su orgullo empezaba a parecerle más bien un pequeño engorro. Tal vez tendría que delegar más en Ahmed, pensó. Si pudiese dejarle a él como encargado y contratar a un ayudante… quizá no a tiempo total, pero a alguien que le echase una mano dos o tres horas al día. Sí, eso sería perfecto. Pero no estaba en condiciones de pagar otro sueldo. Las cuentas iban regular. Aquella tarde, sin ir más lejos, sólo había vendido cuatro libros… Por un momento la idea de dar luz verde al fraude de El recién llegado aleteó sobre su cabeza, como un pájaro de mal agüero, pero la apartó de un manotazo. El tío Bertie se revolvería dentro de su tumba si alguien distinto a él acababa la novela. Y ella, Kate, no sería capaz de mirarse al espejo tras autorizar un engaño así por una simple y vulgar cuestión de dinero.
—¿Estás bien, tía Kate? Te has puesto un poco pálida.
—Me encuentro como nunca, querida. —Apretó el brazo de su sobrina, y se sorprendió de su delgadez. ¿Cuánto pesaría aquella criatura? Desde luego, menos de cincuenta kilos. Claro que a la edad de Laura ella también era muy delgada, pero no tanto como aquella chica… La llegada de un cliente la obligó a volver al mundo. Era un lector habitual de novelas policíacas que se dejó aconsejar sobre las últimas novedades y se llevó tres libros. Kate se dijo que, con otra venta, a lo mejor salvaba la tarde.
—Bueno, pues esto ya está.
David se bajó de la escalera después de colocar bien una nueva edición de Anna Karénina, que estaba de moda otra vez gracias a una más que oportuna película.
—Gracias, chicos. Habéis sido de mucha ayuda. Yo sola no hubiese sabido ni por dónde empezar.
—Tía Kate, ¿por qué no te vas a casa? Son casi las siete. Si entra alguien, le atenderemos nosotros.
«Le atenderemos nosotros». La buena de Laura no debía de encontrar mucha diferencia entre vender literatura o… papayas, por ejemplo. Cada vez menos gente conocía la diferencia entre un librero y un vendedor de libros. Su sentido de la responsabilidad le decía que debía rechazar la oferta, pero la idea de volver junto a Forster, de abrir el armario y ver una vez más su precioso vestido, de tomar una taza de té con las chicas bajo los árboles del jardín, se le antojaba muy tentadora. Había sido extremadamente responsable toda la vida, así que tampoco tendría nada de particular que hiciese novillos por una vez.
—¿Estáis seguros?
—Claro. Ve tranquila. Yo sé manejar la caja, me he ocupado alguna vez en el café de papá. Cerraremos a las ocho en punto.
Kate no pudo resistirse más: cogió su bolso, dio las llaves a Laura y salió de la tienda, dichosa ante la perspectiva de haber ganado una hora más de libertad.
—Como entre un solo cliente, esto va a ser un espectáculo —comentó Jeffried—. Ninguno de nosotros tiene ni idea de cómo atenderlo.
—Bueno, si viene alguien diremos aquello de «sírvase usted mismo». Los libros están marcados con el precio. Y si quiere algo muy raro, le pediremos que vuelva mañana. Por otro lado, si en toda la tarde no han entrado más que tres o cuatro personas, me extrañaría que llegase ahora una avalancha.
—Este lugar es precioso —dijo Jeffried, mirando alrededor de él—. Es una pena que no haya sitio para montar un café. Cerca de mi casa de Londres han abierto una librería con servicio de té y de bollos y les está yendo muy bien. Si Kate tuviese espacio para colocar una pequeña barra y cuatro o cinco mesas…
David sonrió con cierta condescendencia.
—¿Quieres arreglar la crisis del sector editorial poniendo cafeterías en las tiendas de libros?
Esta vez Jeffried Ruskin no siguió la broma. Llevaba demasiado tiempo asistiendo al cierre de pequeñas librerías y recibiendo noticias descorazonadoras sobre el sector, que amenazaba con desaparecer fagocitado por las nuevas tecnologías, los piratas sin parche en el ojo y el desinterés por la lectura. No, no estaba dispuesto a aceptar bromas sobre ciertos asuntos.
—Quiero pensar en alternativas, David. Es verdad, el negocio del libro tal como lo conocemos está en la cuerda floja, pero eso no quiere decir que haya que tirar la toalla. Habrá que adaptarse a los nuevos tiempos, ¿entiendes? Tal vez vender dispositivos electrónicos y complementos para caprichosos, crear clubes de lectura y convertir las librerías en puntos de encuentro para aquéllos que todavía creen que leer es la forma más maravillosa de perder el tiempo. Los libros… los libros son importantes para mí. Lo han sido siempre. Y las librerías también lo son. Trabajé en una mientras estudiaba. Antes de que desaparezcan de la faz de la tierra, prefiero que se transformen en cafés lectores, restaurantes con libros o… o lo que sea. Puede que El Unicornio no sobreviva como el negocio que ha sido durante sabe Dios cuántos años. Pero estoy seguro de que existe alguna posibilidad para él.
Laura hubiese querido aplaudir y gritar «bravo», no porque estuviese muy de acuerdo con el editor —no sabía absolutamente nada del negocio del libro ni de los problemas que amenazaban su supervivencia—, sino por el apasionamiento que el normalmente moderado señor Ruskin había puesto en su discurso. Incluso David parecía enternecido.
—Todo eso está muy bien, pero ¿tú crees que Kate está en condiciones de enfrentarse a esos cambios? Tiene setenta años, Jeffried. Por mucho que la aprecie, no la veo con el empuje para iniciar esa metamorfosis. Por no hablar del dinero…
El dinero. Por supuesto. Al final todo se reducía a eso. Pasara lo que pasase, había que contar siempre con asuntos pecuniarios. Imbuido por una especie de ataque de idealismo, Jeffried Ruskin había empezado a soñar con tazas de café servidas entre libros y generosas raciones de tarta de chocolate que alguien podría disfrutar tras la adquisición de las obras completas de Dostoievski. Pero, claro, las cosas no eran tan sencillas.
—Si encontrásemos la segunda parte de El recién llegado —dijo Ruskin— no haría falta hablar de dinero. La editorial pagaría a Kate un anticipo generoso que podría emplear en convertir El Unicornio en una librería más moderna. Y si tú consigues terminar una buena biografía —señaló a David— podríamos volver a intentar el desembarco de Albert Salomon en Estados Unidos, que se nos ha resistido siempre.
David escuchó, asintiendo. Parecía que empezaba a sopesar las nuevas ventajas de su trabajo.
—Eso estaría bien. Lo malo es que en este momento me temo que dependo de la sagacidad de un joven indio de quien ni siquiera sé si puedo fiarme.
—Ahmed es pakistaní —apostilló Laura.
—Lo que sea. Además, confieso que soy incapaz de distinguirlos. Y, por cierto, no estaría de más que tú también empezases a hacer un acercamiento a las novelas de Albert Salomon. —Tomó un ejemplar de El buen amigo que estaba a la vista y se lo alargó a la joven—. Sigo pensando que es un pecado que no hayas leído nunca a tu tío, así que creo que ha llegado el momento.
Laura tomó el libro que le ofrecía. Miró con atención la cubierta —el retrato algo desvaído de un joven que parecía leer una carta con la atención melancólica de una figura pintada por Hopper— y lo volvió mecánicamente para leer la cubierta. «El joven William Sinclair vive inmerso en una crisis vital provocada por su propia familia, que está empeñada en enviarlo a la universidad cuando lo que él desea es convertirse en escritor. La providencial aparición de un pariente lejano, el generoso y excéntrico Oliver Palmer, dará al muchacho la oportunidad de cumplir sus sueños».
—Léelo —intervino Ruskin—. Apuesto a que te gustará mucho, y a Kate no le importará que te lo lleves. Y ahora, ¿qué os parece si nos pasamos por el Casino para hacer una visita a Ahmed? Lleva seis horas trabajando, y debe de estar agotado.
Cuando salieron de El Unicornio acababan de dar las ocho y media. Aún era de día —el sol se ocultaba muy tarde, allí en el norte—, pero el cielo empezaba a cambiar lentamente de color, y el azul intenso que había lucido durante la tarde comenzaba a teñirse de un sutil tono rosado. David Smith, que no era lo que se dice muy sensible a la belleza, se fijó sin embargo en el pequeño prodigio que se estaba obrando en el cielo mientras se preparaba para la oscuridad. A lo lejos, una enorme bandada de estorninos se organizaba a gritos para pasar la noche describiendo extrañas formas en la línea del horizonte, como si interpretasen una coreografía previamente ensayada. El profesor Smith imaginó lo que haría cualquiera de sus alumnos en Temple ante una tarde como aquélla y una visión así: sacar sus móviles y empezar a tomar fotos para poder subirlas a Pinterest o a Instagram o a cualquiera de esas redes sociales del demonio que David consideraba como la más pedestre demostración de exhibicionismo. Y, sin embargo, en una ocasión una de sus alumnas —Marjorie Steven, una chica de Montana que aún no acababa de entender cómo había ido a parar a Temple desde su pueblo primitivo y pequeño— había intentado defender ese afán por compartirlo todo como una forma posmoderna de generosidad. Él se había reído, claro —el profesor Smith solía reírse cuando no sabía qué hacer—, pero ahora, ante aquel espectáculo memorable —una luz de un particular color naranja tintado de malva en el cielo de la ciudad—, se dijo que era una pena que otras personas a las que quería permaneciesen ajenas al espectáculo. Su hermana Vera, por ejemplo. Ella era escritora, y posiblemente hubiese encontrado en aquel atardecer un motivo de inspiración para uno de sus larguísimos y sofisticados poemas (a David no le gustaba la obra de su hermana, aunque ni muerto lo reconocería). También se hallaba su padre, claro, aunque a lo mejor él también estaba siendo testigo de aquel precioso atardecer norteño. Y la buena de Kate, aunque todavía no podía decir en conciencia que aquella mujer tuviese ya un lugar propio en el territorio de sus afectos, a pesar de que iba por el buen camino. Y Blanche, que estaría en Filadelfia paseando de la mano de aquel abogaducho que se la había birlado delante de sus propias narices. Los estorninos siguieron ejecutando su danza aérea con una precisión demencial —arriba, abajo, cayendo en picado y luego elevándose en una formación de abanico— y el cielo adquirió una tonalidad que iba pareciéndose más al morado. Pensó en Blanche, a la que le gustaban los pájaros y los cielos limpios, como el de aquella tarde, y sintió nostalgia. Sacó su teléfono e hizo una foto al cielo, preguntándose si algún día tendría el valor necesario para enviársela a su ex novia esperando que ella tuviese, al menos, una ligera intención de comprender.
La biblioteca del Casino estaba casi desierta. No les costó distinguir a Ahmed, que curvaba la espalda sobre uno de los pupitres, con el cuaderno a un lado y el libro de artículos al otro. Se acercaron a él en silencio, y David llamó su atención posando una mano sobre su espalda, lo que sobresaltó al chico, que estaba evidentemente absorbido por su trabajo.
—¿Qué tal vas?
—Bien… creo… pero algo lento. —Señaló el cuaderno—. He tenido que tomar un montón de notas.
—¡Eso es bueno! Quiere decir que has encontrado muchas coincidencias en las novelas y los artículos, y eso es precisamente lo que…
—¡¡Chist!!
Un anciano con cara de malas pulgas que leía el diario local pedía silencio desde otro de los pupitres. Laura se puso colorada, y Jeffried se adelantó a cualquier reacción de David indicando a Ahmed que saliese de la biblioteca.
—Menudo carácter…
—Éste no es un sitio para hablar —reconoció Ruskin—. ¿Cómo te ha ido?
Ahmed se volvió hacia David (a quien ya consideraba su jefe) con los ojos brillantes. Había muchas cosas que merecían la pena, explicó. Los artículos de Juan Sebastián Arroyo estaban llenos de antecedentes de las novelas de Albert Salomon. Había personajes que se anunciaban, anécdotas que aparecían desarrolladas en los textos…
—Es muy interesante —dijo—, pero aún me falta mucho.
Jeffried Ruskin miró su reloj. Aquel chico llevaba seis horas trabajando como un condenado, después de pasar una noche en vela leyendo un libro y tras una mañana en la librería… Por suerte, David Smith se adelantó a su propuesta.
—¿Sabes qué? Creo que te mereces un descanso. Todos nos lo merecemos. Aquí donde nos ves, hemos etiquetado y colocado unas cuantas cajas de libros. Y como ninguno de nosotros tiene nada importante que hacer, nos vamos a ir a tomar una cerveza y a hablar tranquilamente. ¿Hay algún bar por aquí?
—Tienen una cafetería…
—Excelente. Espero que puedan servirnos algo de comer. Me muero de hambre.
Al entrar en la planta baja les sorprendió el jaleo de los salones, donde el día anterior reinaba un aburrimiento de balneario. Pero a aquella hora había jugadores de dominó haciendo repiquetear las fichas sobre las mesas de mármol, señoras que intentaban elevar su voz para que se escuchase por encima de otras conversaciones, el ruido lejano de una tele encendida y el chasquido de las bolas de billar golpeándose entre ellas después del impacto del taco. Había alguna risa, algún eco de charla apasionada, y mucho tintineo de cucharas en tazas de café y vasos de cristal chocando con los platos de los restos de las meriendas.
Pidieron pinchos de tortilla, cervezas y un refresco para Ahmed, que declaró con cierto embarazo que no podía beber alcohol. Formaban un grupo curioso: una joven con el rostro muy blanco y moteado de pecas, un americano larguirucho y torpón, el inglés flemático de impecable cabello castaño, el oriental de piel aceitunada y ojos negrísimos, todos hablando el mismo idioma ajeno a quienes les rodeaban. Distintas edades, distintas procedencias, distintas expectativas vitales y muy pocas cosas en común, y sin embargo allí estaban, dispuestos a escucharse y a dar cuenta de aquella mezcla de huevo y patata frita que a Jeffried Ruskin seguía pareciéndole un prodigio misterioso e irrepetible. ¿Por qué demonios, si en todas partes del mundo se podían encontrar patatas y huevos, sólo en España se preparaba tortilla española?
—Señor Smith… David… sé que querías que acabase cuanto antes, pero creo que voy a necesitar un poco más tiempo del previsto.
Laura y Ruskin se volvieron hacia David al mismo tiempo como para contener su impaciencia. Para su sorpresa, se tomó bien la noticia.
—Tranquilo. Supongo que eso es bueno. Quiere decir que has encontrado muchas cosas que merecen la pena.
—Pero es por el dinero. No puedo cobrar cien euros la hora si va a llevarme más de lo que creía. Pensé que se trataba de leer, pero no…
David Smith detuvo con un gesto las explicaciones de Ahmed.
—No te preocupes. El dinero no es un problema. Quiero que hagas tu trabajo y que lo cobres. No vamos a seguir hablando de eso. Por cierto, Ruskin, deberíamos pasarle a este chico el original de El recién llegado.
—Claro. Si nos acompañas luego al hotel te daré una copia, tengo un par de ellas en la habitación.
Ahmed pareció dudar.
—Pensaba volver a la biblioteca. Si cierran a las once, aún puedo aprovechar un par de horas.
Esta vez David se echó a reír. Tenía una risa rara. A Laura le recordó a la de un personaje de dibujos animados.
—Ahmed, creo que ya está bien por hoy. Ya sé, ya sé que ayer te dije otra cosa. Pero entre mis alumnos tengo fama de ser un tipo bastante voluble: tan pronto incluyo treinta temas en un examen como se me ablanda el corazón y retiro los diez más difíciles. Así que digamos que he decidido liberarte hasta mañana. Disfrutemos de la cerveza y este ambiente tan… si se me permite la expresión y con todos mis respetos… tan provinciano. Creo que a nuestro señor Salomon le hubiese gustado pasar un rato por aquí.
Jeffried Ruskin se sintió invadido por el buen humor y levantó el vaso de cerveza.
—Brindo por eso. Y por ti, Ahmed, que vas a darnos respuestas a las preguntas que nos atormentan. Y por el dichoso Juan Sebastián Arroyo, que me ha traído de cabeza durante muchos años.
Todos bebieron. A su alrededor había un considerable barullo, pero por suerte alguien había quitado el sonido al televisor que había en una esquina del local, y el ruido se reducía a las conversaciones y el jaleo propio de la barra de un bar.
—¿Puedo preguntarles una cosa? ¿Qué es lo que buscan exactamente?
Ruskin y David suspiraron al mismo tiempo, pero fue el editor quien contestó.
—¿Recuerdas a John S. Stream?
—¿El autor de las citas que encabezan cada libro? Claro, pero la señorita Salomon me dijo que era una invención de su tío…
—Pues no es así. Hemos descubierto… o, mejor dicho, Laura ha descubierto —Ruskin miró sonriendo a Laura Salomon, que bajó la cabeza, evidentemente satisfecha con el reconocimiento— que en realidad se trata de ese Juan Sebastián Arroyo. Eso nos hace pensar que Una casa junto al parque es un libro que existe y se ha perdido. Y como David y yo somos dos incorregibles optimistas, tenemos la esperanza de encontrarlo. Y, puestos a confiar en la buena suerte, también esperamos que aparezcan en algún sitio las páginas que faltan de El recién llegado.
Jeffried Ruskin se dijo que al expresar en voz alta aquella esperanza —aquel deseo— debería parecer a ojos de los demás como un perfecto iluso. Un tontaina cargado de buenas intenciones, de expectativas imposibles de cumplirse. Encontrar la aguja en un pajar gigantesco. Y, sin embargo, y tal y como le había ocurrido en la Catedral, había algo que le decía que sus anhelos no eran del todo infundados. Quizá era el ambiente particular de aquella ciudad desconocida, o el aire intemporal en el que parecía flotar el Casino. Tal vez los ojos brillantes de Ahmed buscando febrilmente una pista válida en un libro de quinientas páginas, el socarrón optimismo de David Smith o la amable y silenciosa forma de mantener el ánimo de la que hacía gala Laura Salomon, pero tenía la sensación de que no había motivos para tirar la toalla.
—¿De qué trata El recién llegado? —preguntó Laura, y David contestó con un silbido.
—Has tocado un punto sensible —dijo Ruskin—. Nuestro ilustre profesor está convencido de que es un capítulo de la biografía de Truman Capote.
—¡Yo no he dicho eso! —protestó David—. He dicho que hay coincidencias muy curiosas.
David Smith inició entonces una pequeña lección magistral sobre las posibles relaciones entre El recién llegado y los inicios de Truman Capote en la vibrante Nueva York de los años cuarenta. Jeffried Ruskin pensó que cuando hablaba de algo que le gustaba de verdad sufría una verdadera transformación: ya no era el tipo desdeñoso cuya lógica desconsiderada le hacía resultar incluso antipático, sino alguien que parecía tener cierta capacidad para emocionarse. Nunca hubiese supuesto esa virtud en el joven Smith, al que consideraba demasiado cínico para dejarse tocar la fibra sensible. Ahmed escuchaba con los ojos abiertos y la expresión casi estúpida que se dibuja en la cara del que está muy atento. En cuanto a Laura, como siempre, era imposible saber lo que pensaba. Algo bueno, seguro. Aquella chica parecía incapaz de albergar en su interior nada ni lejanamente malo. Resultaría encantadora si no estuviese tan convencida de su falta de encanto, pensó Jeffried, y sin darse cuenta perdió el hilo de la disertación de David.
—Así que, señoras y señores, creo que he encontrado el nudo gordiano sobre el que construir mi biografía —puso su mano sobre el hombro de Ahmed—, y si este inteligente joven es capaz de proporcionarme unas cuantas notas interesantes, mi estancia en Ribanova habrá sido una de las épocas más provechosas de mi vida. Así que, si me lo permitís, voy a pedir otra ronda para que podamos brindar por la boda de Kate Salomon, que nos ha reunido aquí… quizá para cambiarnos el destino a todos.
Los demás se rieron, y una vez más Ruskin suspiró pensando que el egocentrismo de David cubría sus declaraciones como una sombra espesa. De acuerdo, el profesor y él mismo se estaban jugando muchas cosas. Pero ¿en qué podía variar la suerte de Ahmed? ¿En qué iba a cambiar la vida de Laura —que empezaba a sospechar que era dolorosamente gris— por mucho que la investigación sobre un escritor lleno de secretos avanzase en la dirección apetecida? Justo en ese momento sus ojos se encontraron con los de la sobrina de Kate Salomon, que le dirigió una de esas sonrisas suyas, tan limpias como las sonrisas de la propia Kate. Sonrió a su vez y notó una levísima opresión en el pecho. ¿Y si David tenía razón? ¿Y si, en efecto, las vidas de todos estaban a punto de cambiar?