Los recuerdos que dejan las personas se desvanecen con los años. No importa quién haya sido uno ni lo que haya hecho. A medida que el paso del tiempo va agrandando el abismo entre el pasado y el presente, a medida que también desaparecen aquéllos a quienes un día importamos, la memoria de cada uno de nosotros está destinada a deshacerse suavemente hasta que no quede nada. Por supuesto, hay seres que parecen haberse librado del olvido: sus nombres están pomposamente recogidos en los libros y en los tratados de historia. Pero aun así, incluso el recuerdo de aquéllos que fueron gigantes acaba por perder su peso específico hasta quedar prácticamente en nada. Hubo un tiempo en que un continente entero abría los ojos al escuchar el nombre de Napoleón, pues los que no le admiraban al menos le temían. Dos siglos después, si a un adolescente europeo le preguntasen por el terrible corso, probablemente se limitaría a carraspear y a decir: «Ehhh… hizo cosas, desde luego… tuvo mucho poder, ¿no? Estuvo en varias guerras… y murió en una isla, o algo así». No, tampoco quienes fueron gigantes sobreviven a la corrosión del tiempo.

En eso estaba pensando Jeffried Ruskin. Habían pasado toda una mañana en la biblioteca pública recogiendo información sobre Juan Sebastián Arroyo, y lograron componer una biografía más o menos completa gracias a algunas publicaciones menores. Había muerto unas cuatro décadas antes, a la muy provecta edad de noventa años. Nacido y criado en Ribanova, Juan Sebastián Arroyo llegó a los veintitantos años sin oficio conocido y viviendo dignamente gracias a una pequeña herencia que había ido pellizcando sin piedad —hubiese sido injusto hablar de despilfarro, pues llevaba una vida austera y su familia no era rica— mientras invertía el tiempo en lecturas y viajes. Decían de él que no había habido en todo Ribanova —quizá en todo el mundo— ningún hombre tan amable, tan divertido ni tan prodigiosamente simpático. Fue él quien atrajo a la ciudad a decenas de personajes notables que conocía en el transcurso de sus viajes a Madrid o a Barcelona, y que aceptaban sus invitaciones para conocer Ribanova preguntándose en qué momento habían prometido dejarse caer por una ciudad de provincias apartada, brumosa y presumiblemente aburrida. Pero si Juan Sebastián Arroyo resultaba un verdadero encantador de serpientes cuando se encontraba fuera de su ciudad natal, en ella se convertía en la sal de la tierra, así que los visitantes caían rendidos a su buen humor y su poderosa bonhomía, y paseaban por el Parque de Rosalía de Castro, por la Plaza de Santa María y por el adarve de la muralla convencidos de que aquella ciudad provinciana y limitada era una sucursal del paraíso.

Fue precisamente gracias a la muralla que Juan Sebastián Arroyo encontró una forma de ganarse la vida cuando ya había liquidado la herencia familiar. En la primera década del siglo XX había aparecido por Ribanova un extraño personaje de origen alemán con un proyecto tan ambicioso como insensato: derribar la muralla romana y utilizar sus piedras para venderlas a quienes estaban construyendo los nuevos diques del puerto de La Coruña. La idea, según aquel alemán chiflado, tenía para la ciudad ventajas pecuniarias —los pedruscos iban a pagarse a buen precio— y también sociales: aquel muro del año catapún era, según él, una especie de frontera psicológica, un cinturón de atraso que estaba impidiendo la modernización de Ribanova y su pleno ingreso en el siglo XX. Cien años más tarde era inconcebible pensar que una propuesta así hubiese podido tenerse en cuenta, mucho menos aceptarse. Pero el caso es que la operación estaba a punto de ponerse en marcha cuando Juan Sebastián Arroyo escribió un oportuno artículo en el diario El Comercio en el que, haciendo un sencillo cálculo matemático, demostraba que teniendo en cuenta la cantidad de piedras que trasladar, el peso del material y la velocidad de los vehículos rodados, se tardarían no menos de ciento veinte años en culminar el proyecto. Aquel texto, que ocupó durante un par de días las conversaciones de todos los ribanovenses, tuvo la virtud de abrir los ojos a los responsables políticos y a la propia ciudadanía. Aquel alemán desapareció de la noche a la mañana con sus planes atrabiliarios, la muralla se quedó donde estaba y el muelle de La Coruña se rellenó con tierra, arena de la playa del Orzán y piedras menos nobles que las de una ciudad cuyo origen se remontaba a la época de Augusto. Por supuesto, Juan Sebastián Arroyo no tardó en ser reconocido como el salvador de la muralla y, por ende, de la idiosincrasia de Ribanova. El diario local le contrató como articulista de cabecera, y el ayuntamiento le ofreció el puesto de cronista oficial de la villa, y de eso vivió a partir de entonces.

Nunca se casó y tampoco tuvo hijos. Había legado sus pertenencias a dos asociaciones de caridad que, tras su muerte, hicieron lo que es pertinente en estos casos: vender la casa en la que vivía y los objetos de valor —muy pocos— y deshacerse de lo demás. Siguiendo las instrucciones del testamento, los libros de Arroyo habían sido trasladados a la biblioteca municipal, donde había una pequeña sala que llevaba su nombre en una plaquita de bronce que, como Jeffried Ruskin observó, estaba más bien cubierta de roña. El editor se dijo que la mugre que tapaba aquel pequeño letrero de metal era una metáfora perfecta de la acción perversa que ejerce el paso del tiempo sobre los nombres ilustres: llega un momento en que no sólo ingresan en el olvido, sino que se les niega incluso la sola posibilidad de brillar materialmente. La condición humana, se dijo con un suspiro, es esencialmente desagradecida.

Aunque no quería admitirlo, Ruskin conservaba una tímida esperanza de hallar en aquella sala el original de Una casa junto al parque. Sus ilusiones duraron el tiempo necesario para comprobar que entre los mil setecientos veintiocho ejemplares catalogados no había ningún título del propio Arroyo, ni siquiera de John S. Stream. La biblioteca particular de Juan Sebastián Arroyo estaba formada por una selección bastante notable de clásicos europeos y americanos, que evidenciaba que había sido un lector ávido e inteligente, aunque no caprichoso. No había primeras ediciones ni ejemplares lujosamente encuadernados, y sí muchos libros en rústica y algunos tan deteriorados que no era aventurado pensar que ya estaban usados cuando su propietario los compró. Encontraron, eso sí, las novelas de Albert Salomon, con afectuosas dedicatorias en español. David se dijo que eran un premio de consolación y tomó nota de todas ellas, aunque ninguna revelaba nada que pudiese considerar útil para avanzar en sus indagaciones. Pero por mucho que repasaron el catálogo, allí no había ningún texto firmado por el propio Arroyo, mucho menos una novela. David incluso se dedicó a fisgar por las estanterías por si acaso algunas páginas manuscritas hubiesen podido escaparse a las sólidas reglas de la clasificación decimal universal. La bibliotecaria, una mujer de cuarenta años y una seriedad impasible, frunció el ceño ante aquella nada disimulada inquisición y se dirigió a Laura en un tono glacial.

—¿Puedo saber qué es lo que está buscando su amigo?

Muy a su pesar, Laura Salomon enrojeció, como le ocurría cada vez que alguien le hablaba en términos poco amistosos. Intentó explicar que tenían la sospecha de que Juan Sebastián Arroyo había escrito algún texto literario, y su interlocutora le aseguró que, de ser eso cierto, el original no estaba allí.

—Yo misma hice la catalogación de esta sala hace veinte años, y desde luego no encontré nada parecido a un manuscrito. Me acordaría, se lo aseguro. —Se dio cuenta de que Laura estaba incómoda y suavizó el tono—. Mire, ninguna reseña biográfica sobre Arroyo hace referencia a su interés por la escritura de ficción. Era un notable articulista, eso sí, y escribió en El Comercio durante años. A su muerte, el Casino de Ribanova publicó un volumen recopilatorio de sus colaboraciones periodísticas.

—¿Podríamos consultarlo?

—Me temo que no. Era una edición no venal, numerada y muy lujosa, que no se comercializó nunca. Sólo teníamos un ejemplar, y hace unos años alguien se lo llevó en préstamo y lo perdió. ¿Qué le parece? Desde entonces hemos limitado la autorización para sacar libros de la sala, pero en ese caso el mal ya está hecho. De todas formas, si tienen interés en ver ese libro, estoy segura de que en la biblioteca del Casino conservan alguno.

Salieron a la calle. Jeffried Ruskin se sorprendió al notar algunos aromas suaves en la brisa de junio. Olía a retama y… y a hierba fresca… y sí, quizá también a alguna flor desconocida, como en las montañas de Escocia. Había vivido en Londres toda la vida, y allí sólo podía oler a tubos de escape, asfalto en todas sus variedades y, con un poco de suerte, a la densa humedad que subía desde el Támesis. Nunca se le había ocurrido pensar que una ciudad —y Ribanova lo era— pudiese tener perfume. Se preguntó si olería igual en todas las épocas del año, y él mismo se dio la respuesta. Posiblemente en invierno oliese a leños ardientes, y a castañas asadas en otoño, y en verano a fruta madura. Suspiró, no tanto para llenarse de aquel aire fragante como para intentar alejar lo que estaba reconociendo como un feroz ataque de cursilería. Nunca, hasta entonces, se le había ocurrido olfatear el viento en busca de sabe Dios qué.

—Entonces ¿qué hacemos? ¿Vamos a la biblioteca del Casino?

—Supongo que sí. ¿Tú qué dices, Jeffried?

—Yo digo que tengo hambre. Es la una y cuarto y hace horas que hemos desayunado.

David Smith se encogió de hombros.

—Como quieras. Yo no tengo mucho apetito. Nunca lo tengo cuando hay trabajo por delante. —Laura se alegró de que Jeffried Ruskin hubiese reconocido públicamente su gazuza. Ella también se moría de ganas de comer algo, pero la frase de David le hubiese hecho sentirse culpable por estar pendiente de cuestiones tan prosaicas.

—Busquemos un restaurante cerca de la plaza. El Casino está por allí. ¿Qué te parece, Laura?

—Oh, no, yo… es que he dicho a la tía Kate que iría a buscarla a la librería para comer en casa.

Se sintió completamente estúpida al escucharse a sí misma, como una niña bien educada incapaz de ofender a sus mayores. Hubiese sido agradable comer con Jeffried y con David, pero por otro lado sospechaba que tampoco iban a echarla mucho de menos. Así que, sin que ninguno de los dos intentase hacerle reconsiderar su negativa, se despidió de sus acompañantes y caminó en dirección a El Unicornio para recoger a la tía Kate.

La campanita de la puerta tintineó al entrar ella. Laura Salomon paseó la mirada por la librería con una rapidez despojada de todo interés. Habría querido sentirse conmovida, o al menos deslumbrada por la visión de todos aquellos volúmenes cuidadosamente colocados, unos de pie, otros en rigurosas torres, otros en el férreo orden alfabético que permitiría su localización en las estanterías. Podía apostar contra sí misma a que no había leído ni una milésima parte de los volúmenes que estaban allí. Durante la universidad sus lecturas se reducían a la lista obligatoria que entregaba el profesor a principio de curso —aun así, como muchos otros estudiantes, intentaba escaquearse de algunos títulos menos apetecibles haciéndose con buenas recensiones, de las que había un notable mercado negro dentro del campus— y luego, una vez que acabó los estudios, rompió definitivamente sus ya demasiado sutiles relaciones con la literatura. Seis años después de dejar la facultad, su lista de lecturas era tan corta y tan bochornosa que no se hubiese atrevido a compartirla con nadie. Y lo lamentaba: habría querido ser una mujer culta, como aquellas compañeras que leían no sólo los textos obligatorios sino también los recomendados, y aún añadían a la lista otros autores y otros títulos. Recordaba perfectamente a aquellas chicas que eran exactamente iguales que ella, sólo que más prometedoras y más listas y perfectamente capaces de llorar sinceramente ante un soneto de Shakespeare o de pasar una tarde de domingo analizando la adaptación cinematográfica de Dublineses. Laura apenas podía fingir el grado mínimo de interés que uno necesita para seguir una clase sin que el profesor se dé cuenta de que está pensando en las musarañas. Se preguntó cómo habría sido su vida de haber aprovechado mejor su estancia en la universidad, de haber sido capaz de encontrar placer en las tardes pasadas en la biblioteca o las jornadas de cinefórum, de haber tenido pasión por la pintura moderna, la cerámica antigua o los fundamentos de la retórica, y se dijo amargamente que de ninguna forma su situación sería tan miserable. No, de haberse aplicado no estaría ahora dando clase de español a un montón de muchachos malcriados, ni viviría en casa de sus padres, ni habría caído rendida en brazos de un indeseable capaz de enterrar sus posibilidades en un arsenal de enanos de jardín.

—Señorita Salomon, qué alegría verla.

Ahmed salió de la trastienda como un genio de su lámpara y se plantó ante Laura con aquella sonrisa que daba nueva luz a sus ojos oscuros. Laura le observó con una atención discreta. Parecía muy joven —poco más de veinte años— y daba gusto ver en su rostro una eterna expresión de alegría. Laura Salomon se preguntó qué la provocaba: quizá estaba enamorado, quizá era de esas personas capaces de disfrutar la vida hasta obtener de ella todo un aluvión de motivos para sonreír. En cualquier caso, decidió que aquel chico le resultaba muy simpático.

—Hola, Ahmed. Ayer casi no pude darte las gracias por las flores.

Él ladeó suavemente la cabeza y entornó los ojos.

—No es nada. Su tía ha salido, pero vendrá ahora mismo. ¿Quiere ver algún libro mientras tanto?

Laura se preguntó qué debía contestar. No, en modo alguno le apetecía disimular su desinterés frente a la mesa de novedades de El Unicornio. Así que se defendió como pudo.

—¿Y a ti, Ahmed, te gusta leer?

El muchacho abrió mucho sus grandes ojos negros, como si la pregunta pudiese ser una broma, como si alguien hubiese querido saber si le gustaba respirar, quitarse la ropa mojada al llegar a casa o disfrutar de un día soleado después de muchas jornadas de lluvia.

—Pues claro, señorita Salomon.

—Llámame Laura, por favor. Y trátame de tú. —O me sentiré muy, muy, muy vieja, hubiese querido añadir, pero no lo hizo. La gente ostensiblemente más joven había empezado a intimidarla, y estaba segura de que eso ocurría porque se estaba haciendo mayor. Ahmed hizo un suave gesto de asentimiento con la cabeza, y Laura se dijo que había algo irresistible en aquella cortesía de otro mundo.

—Yo siempre estoy leyendo, ¿sabes? Por eso me gusta trabajar aquí. La señorita Kate me deja llevarme a casa todos los libros que quiero. —Había una nota de incredulidad en su voz, como si no acabase de confiar en tanta buena suerte—. Todos.

Abrió los brazos largos y fibrosos como si quisiese abarcar cada una de las estanterías, y Laura se dijo que parecía un príncipe indio señalando a sus súbditos los confines de su reino. Ésos eran los dominios de Ahmed: las baldas infinitas de una estantería.

—Yo soy profesora. —Había algo ingenuo en aquella declaración, como si la joven quisiese dejar constancia de que no estaba hablando con una pobre ignorante—. Doy clase de español. En un colegio. A chicos jóvenes.

—A mí me gustaría enseñar —dijo, y una sombra de ensoñación tomó por asalto aquellas pupilas nocturnas—. Pero creo que prefiero trabajar aquí.

Volvió a pasear la mirada por las estanterías, e hizo girar suavemente su cuerpo elástico y nervudo. Ahmed era muy delgado y no demasiado alto, y Laura se preguntó qué edad tendría, pues parecía un chiquillo. No se le ocurría cómo continuar la conversación, y él era a todas luces un chico tímido. O quizá sólo era un muchacho prudente que guardaba distancia ante alguien que creía que merecía su respeto. Laura se preguntó qué pensaría de ella Ahmed si supiese que, a pesar de su título universitario y su trabajo de docente, era sólo una inglesita inculta que llevaba meses sin abrir un libro.

—¿Qué estás leyendo ahora? —preguntó.

—Las novelas de tu tío Albert. Ya llevo cuatro. Casi una por día. ¿Cuál es tu preferida?

Evidentemente, Ahmed ni siquiera se planteaba que no hubiese leído ninguno de aquellos malditos libros. Estuvo a punto de decir que le gustaban todos, o que no era capaz de establecer un juicio, pero empezaba a encontrar muy cansado mantener su impostura. Había llegado la hora de que aquel chico supiese que tenía enfrente a una mentecata.

—No he leído ninguno de los libros de Albert Salomon.

Ahmed no pudo evitar el parpadeo de sus pestañas de mariposa, pero anuló el efecto del desconcierto con su sonrisa.

—Bueno, nunca es tarde para que empieces. Yo tampoco los había leído hace unos días.

—En realidad no leo mucho.

Estaba dispuesta a dejar las cosas claras. Él no supo qué contestar, y a Laura le pareció que la miraba con una mezcla de lástima y simpatía. Se dijo que quizá hubiese debido dejar que Ahmed pensase que era una intelectual. Tal vez a aquel chiquillo le hubiese gustado más pensar que estaba hablando con una persona mínimamente interesante. Por suerte para ella, Kate Salomon entró en la librería.

—Perdón, perdón, perdón… me he retrasado un poco. Hola, Laura, querida. Ahmed, márchate ya, es tardísimo. Yo me ocupo de cerrar. Te veo por la tarde. Laura, tú y yo nos vamos ahora mismo, Shirley y Anna Livia nos esperan para comer. Debería haber llegado un poco antes, pero estuve con Julia del Amo probándome el traje. La pobre debe de haber trabajado toda la noche.

En ese momento, Laura Salomon vio en su tía la misma expresión que se dibujaba en la cara de todas las novias al hablar de su vestido. Había una luz especial que acudía a los ojos de las mujeres enamoradas cuando pensaban en aquella ropa que iban a ponerse para cambiar de vida. Se dijo que a buen seguro también su rostro se había iluminado dos años atrás cuando estaba a punto de casarse con Jack LaMotta y compró en una tienda de Brighton sus galas nupciales. Ahora recordaba aquel traje con la misma amarga melancolía que su matrimonio, y era capaz de reconocer por fin que ni uno ni otro habían sido adecuados. Su terno era de un blanco demasiado radical, tenía demasiado vuelo y demasiados adornos innecesarios, y un velo adamascado que no la favorecía. En cuanto a Jack, a pesar de sus ojos verdes, su mentón cuadrado y su dentadura de estrella de cine, era —ya podía decirlo— un tipo sin sustancia que sólo podía haberse camelado a alguien tan ingenuo como ella.

—¿Cómo os ha ido esta mañana? —le preguntó, mientras se afanaba en dar vueltas a la llave de la cerradura principal.

—Regular. Pero sólo estamos empezando. Hay que tener paciencia, supongo.

Kate Salomon enlazó el brazo de su sobrina, y se dio cuenta de que era la primera vez que caminaban así. Cuando Laura era una niña la había llevado de la mano algunas veces: en el parque, en la feria o por la escollera de la playa, cuando trataba de impedir que aquella cría inquieta y rubia asustase a las gaviotas que avanzaban cojeando por las maderas crujientes de los muelles. Kate se dijo que había hecho mal desentendiéndose tanto de sus dos sobrinas. Sí, se había ido de la ciudad y dejado a las chiquillas en manos de dos adultos insulsos y mezquinos. Era muy posible que Laura y su hermana se hubiesen contagiado del carácter de James y de Lotta. Y, sin embargo, Laura parecía una buena chica. Al menos no había en su mirada aquella luz opaca —mezcla de desconfianza y desdén— que siempre le había parecido ver en los ojos de su cuñada y de su hermano.

—Tía Kate, anoche… vi a Ahmed vendiendo rosas en un café. Me regaló algunas.

—Qué detalle.

—Sí. Pero ¿por qué lo hace? Quiero decir, trabaja contigo…

—Ayuda a su familia. Todos son vendedores de rosas y les echa una mano. No sólo él. Su hermano mayor es farmacéutico, y también hace de florista los viernes y los sábados. ¿Sabes que Ahmed es filólogo? Vino de Pakistán cuando tenía quince años y consiguió acabar la universidad.

Laura se puso seria. Una arruga bien definida apareció en su frente.

—Un filólogo y un farmacéutico dedicados a la venta ambulante… No sé, creo que sus padres no debieran permitírselo.

Kate Salomon miró a su sobrina con condescendencia: en otro tiempo ella había pensado exactamente lo mismo.

—Necesitan cada céntimo que ganan. —Meneó la cabeza—. Ay, Laura, los que nunca hemos sido verdaderamente pobres no tenemos ni idea de lo que significa eso. La familia de Ahmed es maravillosa. Deberías conocerles. Tiene tres hermanos pequeños, listos como ardillas, y una hermanita que aún va al colegio y es la niña más guapa del mundo. Su padre tiene un aspecto muy distinguido, parece… parece el edecán de Lord Mounbatten. En cuanto a su madre… ¡Dios mío! Es como una maharaní. Tiene los ojos más bonitos que he visto en mi vida.

—¿Y viven de eso? ¿De la venta de rosas?

—Las flores no dan para tanto. El padre descarga mercancía en un supermercado, y la madre limpia casas. Pero están decididos a que todos sus hijos estudien. Y por eso venden flores. Dos licenciados universitarios recorriendo los bares de Ribanova con una brazada de rosas… la primera vez que lo pensé me dio mucha pena. Pero ahora… encuentro que hay tanta dignidad en lo que hacen que no puedo ver en ello ningún motivo de compasión, sino más bien otra razón para que Ahmed y los suyos se hayan ganado mi respeto.

Laura no dijo nada. Avanzaba mirando al suelo, pensando en sí misma. «No sabemos lo que es ser pobres», decía la tía Kate. ¿Ella lo era? Tenía un trabajo y un sueldo, pero también una deuda monstruosa con el banco. Aunque no lo dijo, sintió que Ahmed y su hermano le daban envidia: ambos podían vivir exclusivamente de lo que producían, mientras ella dependía de un padre que no hacía grandes esfuerzos por disimular que la despreciaba. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero Kate Salomon no se dio cuenta. Como ocurría a todas las novias, tal vez la felicidad embotaba una parte de su perspicacia, de su instinto para adivinar la desdicha ajena, y lo cubría todo con una especie de velo de color de rosa. Laura Salomon sabía perfectamente que ese velo existía, porque ella misma lo había tenido ante los ojos una vez.

El edificio del Casino de Ribanova estaba al fondo de la Plaza de España. En sus ciento setenta y cinco años de vida había sido blanco, y luego color crema, y ahora lucía un color verde inglés que había sido objeto de discusiones durante algunos meses, aunque casi todo el mundo se había puesto de acuerdo en que quedaba bastante bien. Los salones del Casino —el de Juegos, donde se practicaban el billar, el dominó y el ajedrez, el de Columnas, que estaba dedicado a las tertulias, y el fastuoso Salón Regio, con sus palcos decimonónicos, el escenario de la orquesta y aquel aire eterno de película de Sissi— habían sido testigos de los acontecimientos más importantes de la vida social de la ciudad durante casi dos siglos. En contra de lo que se pudiera pensar, no era una sociedad elitista: las cuotas eran bastante bajas, y si un socio tenía problemas económicos podía solicitar una suspensión de las mensualidades. Dentro, a diario, pasaban la tarde decenas de personas mayores que habían convertido el Salón de Columnas y la sala de billares en un segundo hogar, y las menos afortunadas hallaban allí el confort y la temperatura que no podían permitirse en su casa. El ambigú, que era pequeño y anticuado, había formado su oficioso montepío de ayuda a los desfavorecidos: los camareros sabían perfectamente quiénes eran las personas con problemas económicos, y cuando éstos pedían el magro café de media tarde, les servían, sin un comentario, piezas de bollería, pequeños sándwiches y platitos de galletas, que constituían para algunos un sustituto de la cena.

Los salones del Casino empezaban a animarse a partir de las cinco de la tarde. Por las mañanas el edificio habría sido un lugar fantasmal de no ser por un puñado de socios que solían acudir a la biblioteca a leer la prensa del día. Allí llegaban a diario una docena de periódicos, amén de las revistas semanales, los almanaques mensuales y hasta algún que otro anuario. Con la luz amarilla de sus lámparas anticuadas, los puestos de lectura forrados de cuero y las bellas vistas sobre la Plaza de España y los jardines de la Alameda, la biblioteca del Casino de Ribanova era un lugar en el que cualquiera habría querido quedarse a vivir.

Ruskin, Laura y David se habían citado en la entrada del edificio a las cinco en punto de la tarde. Conocedor de las estrictas normas de admisión de los clubes ingleses, Jeffried Ruskin se sintió vagamente incómodo al atravesar la puerta giratoria de madera noble y cristales biselados. Estaba seguro de que de un momento a otro un portero con galones les daría el alto, como les hubiese ocurrido en el Reform Club, el Pall Mall o el Garrik. Pero en el Casino de Ribanova un hombre sonriente vestido con un sencillo traje gris se limitó a preguntarles qué necesitaban, y les señaló el camino de la biblioteca. Allí, un bibliotecario de una edad indefinida entre los sesenta y los noventa años escuchó la petición de Laura y buscó el libro que pedían.

—Aquí tienen.

El hombre puso ante ellos un enorme ejemplar pomposamente encuadernado en piel de color azul, con las cantoneras doradas y un marcapáginas de terciopelo rojo escarlata desmayado en el lomo.

—Arroyo fue miembro de la directiva del Casino durante cincuenta años —explicó a Laura—. Cuando murió publicaron este libro como homenaje. Es una edición limitada de ciento cincuenta ejemplares. No resulta fácil de encontrar, y de hecho no se puede sacar del salón de lectura. Pero si lo que quieren es consultarlo…

—La verdad es que vamos a hacer algo más que eso… necesitamos leerlo entero.

—Tómense su tiempo. —El hombre tendió el libro a Laura con un guiño y una sonrisa—. Cerramos a las once de la noche. Vengan conmigo. Si quieren trabajar en equipo, les vendrá bien un poco de privacidad.

Los guio por una escalera de caracol con peldaños de metal que temblaron bajo su peso, y les mostró una salita que se encontraba en una especie de torreón con estrechas ventanas que tenían vistas a la plaza. Jeffried Ruskin se imaginó a sí mismo allí recluido en el mes de octubre, inmerso en las páginas de algún libro, mientras la lluvia golpeaba los cristales y la luz del atardecer iba tiñendo de color caramelo los árboles de la alameda. Tuvo que reprimir un suspiro de satisfacción.

—Aquí estarán bien. Resulta un poco caluroso, claro, pero es muy cómodo y podrán ustedes hablar sin que nadie les moleste.

Era evidente que lo que el bibliotecario pretendía era impedir que fuesen ellos quienes molestasen a los otros lectores, pero a Laura le agradó su exquisitez. Se despidió con un amago de reverencia diciendo que ya sabían dónde estaba si precisaban algo, y se alejó por la escalera temblorosa, que vibró amenazadoramente con sus pisadas enérgicas.

—Un tipo agradable —sentenció Ruskin—. Bueno, Laura, ahora es cosa tuya. A ver qué es lo que encontramos.

Habían dejado el volumen sobre una mesa. La luz de una claraboya se posaba sobre el lomo y dejaba ver una miríada de partículas de polvo. Laura se acercó y abrió el libro con un cuidado excesivo. Leyó el índice y soltó un gritito.

—¿Qué pasa?

—Os vais a llevar una alegría. Los artículos de Arroyo están precedidos de una serie de artículos conmemorativos. Hay uno que se titula «Los invitados a cenar». Imaginad quién lo firma.

—No me digas que…

—Sí. Parece ser que Albert Salomon dedicó unas líneas a su amigo.

—«No hubiese escrito mi primera novela de no ser por Juan Sebastián Arroyo. En realidad, no hubiese escrito nada de no haberme cruzado en su camino. A pesar de la diferencia de edad —sí, viejo amigo, deja que te recuerde que soy bastante más joven que tú— fuimos dos verdaderos camaradas. Él, además, ejerció como padre, como consejero y como maestro. Los invitados a cenar (la historia de un matrimonio que asiste a la ruptura de otro en el transcurso de una cena) surgió a partir de una anécdota que él me contó. De hecho, todas mis novelas están hechas con retales de historias que Juan Sebastián Arroyo compartió conmigo a lo largo de estos años. Algunas de ellas aparecieron en los brillantes artículos que publicó durante años en el diario El Comercio, y que tan oportunamente reúne este volumen. Juan Sebastián Arroyo era un excelente escritor, y sólo lamento que nadie haya podido conocer su inmenso talento en el terreno de la ficción.

»Hace unas semanas recibí, entre incrédulo y resignado, la noticia de su muerte. La última vez que hablamos, y no hace mucho de eso, me dijo que sabía que no podía quedarle ya demasiado, pues noventa años suponen todo un desafío a las reglas biológicas. Ojalá Arroyo hubiese culminado su pulso al paso del tiempo llegando a los mil años. El mundo, y eso lo saben todos los que le conocieron, sería un lugar mejor si él anduviese por aquí.

»Hace años —muchísimos— pasé una temporada en Nueva York. Fue, como todo lo importante que me ha ocurrido en la vida, gracias a Juan Sebastián Arroyo. Él me prestó el dinero para hacer un viaje que mi familia —con toda justicia— consideraba una completa insensatez.

»No voy a ofender su recuerdo llorándole, pues de nada vale lamentarse por perder aquello que no podíamos tener para siempre. En lugar de eso, hoy abriré una botella del mejor whisky que pueda encontrar en todo Glasgow y recordaré esa casa junto al parque que, aunque nadie lo sepa, él construyó piedra a piedra».

Ruskin escuchaba la traducción con la boca abierta, lo que daba a su cara una expresión realmente ridícula. Estaba muy pálido, pero sus mejillas se habían cubierto del arrebol de la sorpresa. Tenía un aspecto raro, se dijo Laura, como el de un niño enorme que se había hecho grande de un día para otro. Parecía noqueado por lo que acababa de oír. En David Smith, sin embargo, la sorpresa operaba de otro modo.

—Por todos los demonios. —Sus ojos tenían un brillo amarillento muy parecido al de la fiebre—. Laura, ¿estás segura de que pone eso?

—No sé qué quieres decir… si te refieres a que puedo equivocarme en la traducción, no creo haberlo hecho… al menos en lo esencial.

A Laura Salomon no le había gustado la pregunta, y por eso la respondió con un tono que hubiese querido que fuese beligerante. Por supuesto, no tuvo demasiado éxito, y lo único que consiguió imprimir en su respuesta fue un leve matiz de resquemor que, obviamente, pasó desapercibido para David. Jeffried Ruskin, en cambio, se dio cuenta de que estaba molesta.

—Por supuesto que no… —aclaró, tratando de parecer bienhumorado—. Supongo que nuestro biógrafo está siendo presa de un ataque de entusiasmo que le lleva a dudar de todo.

David tomó a Jeffried Ruskin de los hombros.

—¿Te das cuenta de todo lo que tenemos? El título de la novela… el viaje a Nueva York… el reconocimiento de la influencia de Arroyo en la obra de Albert Salomon… Hasta se menciona Una casa junto al parque.

—Si nos hacía falta alguna prueba de que Stream es Arroyo, ya la tenemos aquí. Y otra cosa. —Miró a Laura y a David e hizo una pausa deliberadamente teatral—. ¿A que no sabéis de qué trata El recién llegado? Pues de la iniciación intelectual de un joven en el Nueva York de los años cuarenta. No creo que sea descabellado pensar que la historia es hasta cierto punto autobiográfica. Oh, demonios, por qué no la acabaría…

—¿Por qué crees que no lo hizo?

—Bueno —Ruskin se rascó un poco la barbilla—, tengo mi teoría con respecto a eso. Tu tío envió al editor las páginas de El recién llegado en 1967. Lo sé porque la fecha está escrita a lápiz en la última página del original. Para entonces, Albert Salomon ya había acumulado una suficiente cantidad de fracasos comerciales como para que en Somerset Publishers no le hiciesen demasiado caso. Posiblemente, el editor recibió las primeras páginas de la novela, las leyó y dijo a Salomon que no le interesaba, así que seguramente se desanimó y no siguió escribiendo. Claro que también es posible que acabase la novela y el original haya sido destruido junto con el resto de sus papeles, pero…

David Smith frunció el ceño ferozmente. La idea de un texto inédito de Albert Salomon ardiendo en una especie de pira plantada en mitad de la calle —como si el destino de las cosas que no quiere nadie fuese el de ser quemadas en plaza pública— le provocaba pequeños ataques de furia. En aquel momento habría querido desatarse en improperios sobre la desconsiderada de Kate Salomon, que tan indignamente había tratado la herencia de su pobre tío difunto. Por suerte, su acceso de cólera desapareció tan rápidamente como había surgido, y se consoló pensando que la teoría de Ruskin tenía muchos visos de realidad. Quizá no había más papeles incógnitos, quizá El recién llegado era sólo una pieza inacabada.

—Hay otra cosa muy interesante —dijo—. Al menos, para mi trabajo. Salomon reconoce que encontró los temas de sus novelas en algunos de los artículos que se recogen aquí.

Palmeó el volumen en lo que a Jeffried Ruskin, que sentía por los libros un respeto reverencial, le pareció algo así como un exceso de confianza.

—Hay que leerlos todos. Uno por uno. Y luego cotejar sus temas con los de las seis novelas de Albert Salomon. —Miró a los otros dos con una sonrisa—. Por primera vez en muchos meses siento que voy en la buena dirección. Esta página me ha hecho avanzar en mi trabajo mucho más que todos los palos de ciego que he dado en las últimas semanas. Laura, te estaré agradecido hasta que me muera.

Laura Salomon parpadeó sorprendida ante aquella inesperada muestra de simpatía, y se ruborizó un poco.

—No es nada.

—Y ahora viene lo más trabajoso. Tendrás que leer los artículos para compararlos con las novelas de tu tío. ¿Cuántos hay? —Tomó el libro y buscó el índice—. Vaya, trescientos veintisiete… no está mal… menos mal que son bastante cortos. Deja que calcule… son unas seis horas de trabajo, más o menos. Por supuesto, seré yo quien se haga cargo de los gastos, esto a la editorial no le sirve de nada… No habrá problema, tengo presupuesto para la investigación.

Ruskin se dio cuenta de que Laura Salomon había enrojecido, y deseó que el entusiasmo de David Smith fuese un poco menos… avasallador. Sí, ésa era la palabra.

—David…

La voz de Laura era ahora apenas un susurro. Había clavado su mirada en el suelo, como una niña a punto de ser castigada, y Jeffried Ruskin sintió hacia ella una piedad inexplicable, un deseo de protección que no estaba del todo justificado.

—… creo que no voy a poder ayudarte.

—¿Por? Oh, vamos, sé que estoy abusando, pero te pagaré una fortuna. Cien dólares la hora. No, hablemos en euros… Cien euros la hora, no sé cuánto es eso en libras…

Ella tragó saliva, y Ruskin supo que estaba reuniendo valor para decir algo que no le resultaba fácil confesar.

—No… no se trata de eso. Lo haría gratis si pudiese… es sólo… —suspiró profundamente y miró por la ventana, como si del exterior pudiese llegarle algún tipo de ayuda—… es sólo que no he leído ninguna de las novelas del tío Albert.

—Estás de broma… —La miró como si fuese un fenómeno de feria—. Oh, ya veo que no. Es increíble… eres familiar directa de un escritor genial y no te has tomado el trabajo de leer sus novelas… No entiendo nada, Laura. Has ido a la universidad… eres profesora, no la… la cajera de un supermercado.

Ruskin pensó que era el momento de intervenir.

—David, ya es suficiente. Cierra el pico.

La defensa de Jeffried Ruskin después del rapapolvo de David Smith puso la puntilla al estado de desolación de Laura Salomon, que ocultó la cara entre las manos y se echó a llorar. De buena gana hubiese salido corriendo, pero recordó a tiempo aquella escalera escandalosa y se dijo que los ojos de todos los lectores caerían sobre ella, una criatura estúpida y asustada que escapaba entre lágrimas de sabe Dios qué. David y Jeffried Ruskin se miraron. Ninguno de los dos sabía qué hacer. Por suerte, y pese a su escasa habilidad para tratar las emociones ajenas, David Smith tuvo un momento de lucidez y se acercó a ella.

—Laura… Laura, perdóname… no quería molestarte, de verdad… soy muy bruto, ¿vale? Soy un desconsiderado, todos los que me conocen lo saben. Te suplico que me perdones. Estoy avergonzado por haberte hecho llorar y lo lamento muchísimo… Mira, me pondré de rodillas para que veas que es cierto.

Sus excusas parecían sinceras, pensó Ruskin. Hizo el ademán de agacharse, y aquello obró una especie de pequeño milagro, pues Laura Salomon se rio a través de las lágrimas.

—Oh, menos mal… —David Smith besó a Laura en la frente—. Supongo que eso quiere decir que me perdonas. De verdad que no quería ser tan grosero. Es sólo que… bueno, esto se me ha ido de las manos.

—Da igual. —Como ocurre a todas las personas con la piel muy blanca, la cara de Laura Salomon se había hinchado y lucía un poco atractivo tono escarlata. Le vendría bien que le diese el aire, pensó Ruskin, pero cualquiera la hacía salir a la calle con ese aspecto—. Yo no leo mucho, ¿sabes? No me gusta. Y, además, mi padre detesta al tío Albert.

Ruskin se revolvió, incómodo, en la silla en la que se había sentado. Presentía que iba a ser testigo de algún tipo de confidencia, y le gustaba muy poco ser depositario de los secretos ajenos. David, sin embargo, escuchaba con interés, quizá para compensar su falta de delicadeza.

—Cuando murió dejó todos los derechos de sus libros a la tía Kate, y mi padre y mi madre no se lo perdonaron. He crecido oyendo hablar mal de él. Y, por supuesto, en casa no ha entrado jamás un libro suyo.

David asentía.

—Ya veo. Líos de familia, ¿eh? —Dio un amistoso apretón al brazo de Laura—. Deja que te diga que no encontrarás nada parecido en la mía. Tus nuevos parientes no detestan a nadie. Por cierto, cuando mi padre se case con tu tía, ¿qué seremos tú y yo? ¿Una especie de primos o algo así? Oh, vamos, da un abrazo al bruto del primo David, que te ha hecho llorar.

Laura le dedicó una mirada de desconfianza. Todavía no había decidido si el futuro hijastro de su tía era un buen tipo o un completo cretino. Pero sus disculpas parecían sinceras. Por supuesto que no pensaba abrazarlo —no era muy dada a expresiones de afecto, y menos con alguien a quien había conocido apenas veinticuatro horas antes—, pero asintió con la cabeza como para dejar sentado que aceptaba su acto de contrición. Jeffried Ruskin, por su parte, se alegró de que los ánimos se hubiesen serenado. No soportaba los dramas, y la idea de salir corriendo tras una chica alterada y llorosa le ponía los pelos de punta. Por no hablar de la posibilidad de que alguien escuchase desde abajo los gemidos de Laura y subiese a ver qué demonios estaban haciendo aquellos tres extranjeros chiflados. Tendió su pañuelo a Laura, como si el ayudar a que aquella muchacha se secase las lágrimas fuese una forma de dejar zanjado aquel asunto tan desagradable.

David Smith se sentó ante la mesa y miró enfurruñado hacia el libro de la discordia.

—Ojalá no hubiese tantos idiomas en el mundo. Lo digo en serio. —Golpeó de nuevo las tapas azules—. Aquí hay algo que puede ser esencial para mi trabajo, y resulta que no puedo enterarme de qué es.

—Vamos, David, no dramatices. Sólo hay que encontrar en Ribanova a alguien que haya leído a Albert Salomon, y no creo que sea tan difícil. Ahora que lo pienso, la propia Kate lo ha hecho. Ella podrá ayudarte.

—Se lo pediré de rodillas. Mi padre me matará, por supuesto, pero no tenemos otra opción.

De pronto, la cara de Laura se iluminó. Algo acababa de hacer clic, y un par de piezas desperdigadas por su cerebro habían encajado. Miró sonriendo a los dos hombres.

—Sí. Sí la tenemos. Ahmed.

Cuando entraron en la librería, Ahmed estaba solo. La llegada del pequeño grupo se anunció, como siempre, con un estrépito de campanillas. Laura se dio cuenta de que aquel pequeño artefacto hecho de cilindros de metal sujetados por un hilo de nailon era viejísimo, y se dijo que quizá estaba allí desde la apertura de la librería. Sonrió, deseando abrir de nuevo la puerta para hacerlo sonar otra vez. Le encantaban las cosas antiguas, o, al menos, las cosas que tenían un sabor particular, como aquel inútil sucedáneo de una alarma. Jeffried Ruskin vio que miraba al marco de la entrada.

—Hacía siglos que no veía uno de éstos. Ahora todo el mundo se empeña en colocar en las tiendas esos dichosos timbres de infrarrojos que hacen que uno se sienta como un delincuente. La verdad, esto es bastante más agradable.

Ahmed estaba empaquetando un libro. Interrumpió el trabajo al verles entrar, y avanzó hacia ellos con un rollo de papel adhesivo en la mano y su sonrisa perfecta.

—Laura… lo siento, tu tía acaba de marcharse. Quizá aún puedas alcanzarla…

—No vengo a buscar a Kate. Queríamos verte a ti. ¿Recuerdas a Jeffried Ruskin y a David Smith? Jeffried es el editor de Albert Salomon, y David…

—Lo sé, es el hijo del prometido de la señorita Salomon… —Hizo una leve inclinación de cabeza—. ¿Qué es lo que necesitan?

Por un instante, Jeffried Ruskin dejó que su imaginación transfigurara a Ahmed, que en lugar de vestir unos horribles pantalones de pinzas, una camisa blanca y zapatos formales de aspecto nada cómodo —el chico ignoraba el permiso de Kate para vestir vaqueros y zapatillas de deporte— llevaba una kurta de tono dorado, y unas babuchas de piel negra.

—Así que ésta es la librería de Kate.

David Smith paseaba la mirada por los estantes intentando aparentar interés. Como mucha gente, estaba convencido de que las librerías —y los libreros— eran una especie en vías de extinción, que no podría encontrar acomodo en la sociedad moderna. Él llevaba meses sin pisar una —su carnet de Border’s había caducado, y ni siquiera se conmovió cuando supo que cerraban el Barnes & Noble al que solía ir en Nueva York—, pues se surtía de todo lo que necesitaba por medio de algunas webs que le merecían confianza. De hecho, apenas compraba libros de papel: tenía un lector electrónico de última generación, y estaba descubriendo las ventajas de almacenar lectura sin dedicarle espacio. La librería de Kate se le antojaba una especie de fósil bastante bien conservado, pero nada más. Se preguntó cuánto tiempo aguantaría abierta, e hizo consigo mismo una apuesta más bien inmisericorde: en menos de tres años, aquel simpático muchacho oriental estaría buscándose otro trabajo con más futuro.

—David quiere contratarte —dijo Laura— para que les ayudes a encontrar información en un libro. Necesita a alguien que haya leído todas las novelas del tío Bertie.

Ahmed dejó las tijeras en el mostrador y miró a David en demanda de más información. No había entendido muy bien las palabras de Laura.

—¿Hablas bien el inglés?

—Sí, señor. Soy de Pakistán y allí se estudia en el colegio. Yo…

Pero a David no le importaba lo más mínimo cómo hubiese adquirido Ahmed sus conocimientos de otro idioma.

—Ah, perfecto. Mira, estoy escribiendo una biografía sobre Albert Salomon. Hemos encontrado un libro de artículos de un amigo suyo, y parece ser que algunos de esos artículos podrían haber inspirado parte de sus novelas. Necesitamos a alguien que lea esos textos y los compare con los de Salomon. Laura dice que los conoces todos.

—Me falta uno.

—Vaya por Dios. ¿Podrías leértelo esta noche?

Jeffried Ruskin dio un respingo. Los editores tenían fama de ser más bien poco considerados, pero nunca, en toda su vida, había conocido a nadie tan pendiente de sí mismo como David Smith. Y tan directo… no era de los que encuentran un problema en ir al grano…

—Te pagará muy bien —apostilló Laura—. ¿Cuánto has dicho, David? ¿Cien euros la hora?

—Ajá.

Ahmed había abierto mucho los ojos. Cien euros la hora era un disparate, pero negociar a la baja lo hubiera sido mucho más, así que se apresuró a cerrar el trato.

—De acuerdo, señor.

—Eh, llámame David. Mis alumnos me llaman señor Smith y no me gusta nada. —Le dio un golpecito en el brazo que Ruskin no supo si era amistoso o si tenía algo de condescendiente—. Te diré lo que vamos a hacer: léete ese libro que te falta esta misma noche, y mañana por la mañana iremos a la biblioteca para que puedas empezar a comparar los artículos.

La mirada de Ahmed se ensombreció.

—Mañana por la mañana tengo trabajo aquí. No puedo dejar sola a la señorita Salomon.

David frunció el ceño. Con eso no había contado. Se mordió el labio inferior, como hacía siempre que algo le contrariaba. No quería esperar al fin de semana para saber qué secretos ocultaban aquellos artículos, qué misteriosas conexiones existían entre los textos de Juan Sebastián Arroyo y las historias de Albert Salomon. De buena gana habría arrastrado por la oreja a aquel mozalbete de piel verdosa para encadenarlo a una silla, con todas las novelas de Salomon a un lado y los artículos de Arroyo al otro, llevándose la llave del candado hasta que acabase de leerlos todos.

—Puede ir por la tarde —apuntó Laura—. La biblioteca del Casino está abierta hasta las once.

—Si tiene que tomar notas, no le dará tiempo —observó oportunamente Jeffried Ruskin—. Ya visteis el libro, es grueso como una biblia. Puede hacerse una lectura transversal, pero si quieres que haga un mínimo análisis necesitará al menos tres jornadas.

Laura Salomon gimió, pero Ahmed ya había levantado la mano suavemente como para detener cualquier conato de problema.

—Puedo hacerlo. Puedo salir de aquí a las dos e ir a la biblioteca hasta las cinco, y luego regresar cuando cerremos. Estoy acostumbrado a trabajar. —Subrayó la frase con una sonrisa.

—Un momento. —Ruskin se dijo que aquello empezaba a desmadrarse—. Si está en la librería toda la mañana y luego se va al Casino, ¿cuándo se supone que va a comer?

—¡Comer! ¿Estás pensando en comer? Por Dios, Ruskin, tenemos delante de las narices la respuesta a preguntas que los dos nos hemos hecho muchas veces… ¿y a ti te preocupa el almuerzo de este chico?

—Puedo traerme un bocadillo. Me lo comeré detrás, justo antes de salir.

—¿Lo ves? No hay problema. Bocadillos, eso es. Mañana mismo empezamos. Muy bien, muchacho… ehhh… —Demonios, le había vuelto a pasar… ¿cómo se llamaba?

—Ahmed.

—Eso, Ahmed. Y, por cierto, esta noche, cuando leas el título que te falta, no olvides apuntar las horas que inviertas en leerlo. Las sumaremos a las que emplees en la biblioteca.

Esta vez, los ojos negros de Ahmed se abrieron desmesuradamente al mismo tiempo que su boca.

—¿Quieres decir que… que vas a pagarme por leer?

David Smith se encogió de hombros como si acabasen de plantearle algo que no tenía sentido.

—Ahmed, ahora ya no es lectura. Es trabajo. Te recogeremos mañana a las dos en punto. Te diría que intentases dormir bien, pero creo que prefiero que hagas una buena lectura del libro que te queda.

Cuando salieron había empezado a refrescar. Soplaba un viento intermitente que alborotaba las ramas de los árboles arrancándoles susurros misteriosos.

—Va a empezar a llover —sentenció Ruskin.

—Pues volvamos al hotel cuanto antes. Es una suerte que en esta ciudad todo esté tan cerca. Por cierto, yo también querría leer a Salomon esta noche. Si pudieses dejarme el original de El recién llegado

—Claro. ¿Y tú, Laura? ¿Qué vas a hacer?

—Tengo que consultar mi correo, estoy esperando un mensaje de mi padre. —El recuerdo de su familia y de su misión en Ribanova le atenazó el estómago. Llevaba todo el día sin pensar en ellos, pero ahora tenía que dar el correspondiente parte de guerra. Qué pocas ganas, pensó, qué poco apetecible era la tarea que le esperaba. En ese momento envidió a Ahmed, que iba a pasar la noche haciendo algo que amaba.

—Pues entonces te acompañamos a casa de Kate.

El rostro de David reflejó perfectamente el poco entusiasmo que había despertado en él el caballeroso ofrecimiento de Jeffried Ruskin. Había refrescado, y no tardaría mucho en empezar a llover.

—No es necesario.

—Pues claro que no lo es. —Una vez más, al editor le asombró el escasísimo tacto de su nuevo amigo—. Laura puede apañarse sola bastante mejor que tú y que yo. De hecho, creo que debería ser ella quien nos acompañara a nosotros dos. Es mucho más probable que nos metamos en líos. Y, por cierto, deberíamos ponernos en camino en seguida. Esas nubes no prometen nada bueno.

Jeffried Ruskin dudó un momento, pero, después de todo, Laura Salomon había rechazado su oferta con una firmeza inequívoca. Quizá era una de esas mujeres que se sienten molestas con la galantería masculina. Se dijo que era mejor no insistir. Cuando ya se alejaba junto a David Smith, se volvió sin saber por qué a tiempo de ver a Laura Salomon caminando muy erguida, con pasos cortos y rápidos, huyendo de la inminencia de la lluvia. Su figura pequeña y frágil, recortada en la soledad de una calle casi desierta, provocó en él una inexplicable ternura.

De: l.salomon1985@wanadoo.com

Para: sunsetcafestaff@sunsetcafe.com

Querido papá: te escribo desde el ordenador de la señora Saunders, que ha sido muy amable al prestármelo. Si necesitas mandarme un correo, puedo mirarlo desde aquí. Espero que tú y mamá estéis bien. ¿Qué tal Lizzie? Un abrazo.

De: sunsetcafestaff@sunsetcafe.com

Para: l.salomon1985@wanadoo.com

Deberías haberme escrito antes, no hemos sabido una palabra de ti desde que llegaste, y menos mal que la señora Saunders tuvo a bien ponerse en contacto conmigo para contarme cómo están las cosas. Ella también desconfía de Forster, y si lo hace es por algo, pues supongo que lo conoce bien. Quién sabe qué propósitos puede tener ese canalla. Ahora creo que quizá no nos hemos tomado esto suficientemente en serio. Tu madre y yo hemos estado hablando, y ella insiste en que deberíamos viajar a Ribanova, quizá con algún abogado o algo así para poder ejercer acciones legales cuanto antes. Háblalo con la señora Saunders. Me parece una mujer sensata y es evidente que está de nuestro lado.

Laura se volvió, alarmada, hacia Shirley y Anna Livia, que miraban por encima de su hombro mientras leía el correo paterno desde el ordenador de Shirley. Había sido ella quien había insistido en que mandase un correo a su padre: «Es preferible que se comunique así contigo a arriesgarnos a que llame y contacte con Kate. Estos dos no deben hablar hasta que pase el día de la boda». Laura lo encontró razonable: desde su llegada a Ribanova, se torturaba pensando en que su padre podía querer compartir personalmente con Kate todos sus recelos acerca de su compromiso. ¡Y, de pronto, aquellas líneas hacían presagiar una tormenta! Su padre, amenazando con aterrizar en Ribanova. Y con ayuda legal, además…

Estaban en la habitación de Shirley, que ella misma había decorado con una profusión de colores de la gama del rojo, y tan llena de brocados y puntillas que Anna Livia le había llegado a decir que parecía el cuarto de una furcia de la época del salvaje Oeste. Shirley, por supuesto, ignoró el comentario. Llevaba siglos queriendo tener una habitación así —cuando estaba casada no se hubiese atrevido, y una vez viuda no le pareció prudente redecorar el cuarto marital— y nada ni nadie iba a impedirle comprar bodoques, cordones de pasamanería para las cortinas y un edredón de un furioso color burdeos. Ahora repasaba el correo en la pantalla de su portátil, que desentonaba sobre el tocador cubierto de frascos de lociones, cremas milagrosas y barras de labios.

—¿Qué vamos a hacer?

Anna Livia meneó la cabeza. No se atrevía a decir que empezaba a asustarse. ¿Y si aquel chalado, James o como se llamase, cumplía su amenaza y se presentaba en Ribanova? La pobre Kate se moriría del disgusto.

—Mantengamos la calma. —Shirley estaba disfrutando intensamente con aquella conspiración, que le parecía casi tan divertida como su papel de organizadora de bodas. A Anna Livia, sin embargo, las palabras de James Salomon la habían inquietado. Volvió a leer el correo y miró a Laura.

—Querida, ¿crees que tu padre habla en serio cuando dice que va a contratar a un abogado?

Ella se estaba haciendo la misma pregunta. Aunque no se atrevía a decirlo en voz alta por una cuestión de lealtad filial, su padre era demasiado tacaño como para comprar dos billetes de avión, reservar un hotel y contratar asistencia jurídica. Pero, por otra parte, había en su mail una determinación desconocida en un hombre más bien poco dado a la acción. Miró a las dos amigas de su tía con un gesto de desmayo.

—La verdad, no lo sé. Le resultaría muy difícil dejar el café en estos días… pero parece muy preocupado.

—De todas formas —la voz pausada de Anna Livia no reflejaba lo profundamente alterada que se sentía—, ¿qué es lo que se cree que va a conseguir viniendo aquí con un abogado? ¿Qué se supone que hará? ¿Poner una denuncia en el juzgado para que detengan a Forster por querer casarse con Kate? Es ridículo…

—Pues claro que lo es. Pero si lo hace, ¿qué dirá la tía Kate? ¿Y Forster? No quiero ni pensar en el escándalo que…

—Por favor, no dramaticemos. —Shirley hizo un gesto a Laura para ocupar su sitio frente al ordenador—. Esto es una tormenta en un vaso de agua. James sólo necesita que lo tranquilicen un poco. Mira lo que dice aquí: «háblalo con la señora Saunders». Por fortuna, Laura, tu padre se fía de mí. Vamos a mandarle un correo que le quitará de la cabeza todas esas ideas absurdas.

De: shirleytemple25@hotmail.com

Para: sunsetcafestaff@sunsetcafe.com

Querido James:

Acabo de hablar con tu hija Laura, que me cuenta que estás dispuesto a venirte a Ribanova con un abogado para impedir la boda de Kate. Tu hermana no sabe la suerte que tiene al tener a alguien dispuesto a tomarse tantas molestias para vigilar sus intereses. Por no hablar de los gastos, claro… No quiero ni pensar lo que te cobraría uno de esos carísimos chicos de los bufetes de la City por trasladarse hasta Ribanova. Pero no creo que sea necesario llegar a tales extremos. Verás, por aquí están cambiando las cosas, y Kate ha empezado a expresar ciertas reservas en lo tocante a su matrimonio. No me extrañaría nada que la boda se anulase. El señor Smith presiona todo lo que puede, claro, pero te aseguro que yo procuro contrarrestar su entusiasmo. En cuanto a tu inteligente hija, creo que ha conseguido sembrar ciertas dudas en Kate. Ayer, sin ir más lejos, me decía que quizá se había precipitado aceptando a Forster. Creo, querido James, que estamos en el buen camino, y no estoy segura de que tu presencia aquí no acabara consiguiendo el efecto contrario al que pretendemos. Kate, ya lo sabes, detesta los escándalos, y en una ciudad tan pequeña como ésta, tu venida —no digamos ya la de un abogado inglés— podría causar cierta conmoción.

Asimismo, te agradecería que no escribieses a Kate para plantearle tus dudas con respecto a su enlace. En este momento podría ser contraproducente. Sabes que es cabezota, y si sospecha que a alguien no le gusta Forster, podría estar aún más predispuesta a continuar sus planes de boda.

Por favor, déjalo todo de nuestra cuenta. Te tendré puntualmente informado de lo que ocurra. Sería una pena que la precipitación diese al traste con todo.

Da un abrazo a Lotta en mi nombre, y mis mejores deseos para ti.

—¿Qué os parece?

—Quita lo de «tu inteligente hija» —dijo Laura—. Si mi padre cree que me consideras lista, pensará que la estúpida eres tú.

Anna Livia y Shirley miraron a Laura sin ocultar su sorpresa.

—Qué cosas dices.

—Es la pura verdad. —La propia Laura se asombraba de su tranquilidad al reconocer delante de aquellas dos mujeres su lamentable estatus familiar—. Mi padre no tiene una gran opinión de mí, y lo sé desde hace tiempo. Por lo demás, creo que es un correo muy bueno.

—Entonces, allá vamos. —Shirley eliminó la frase de la discordia y le dio a enviar—. Hecho. Creo que nos lo hemos quitado de encima hasta dentro de un par de días. Entonces le mandaremos otro correo… será como entretener a un perro echándole un nuevo hueso.

Anna Livia meneó la cabeza.

—Hablas como un mafioso.

—¿Tú crees?

A Shirley no parecía haberle molestado mucho la comparación. Lo cierto es que Anna Livia no acababa de estar tranquila con toda aquella comedia. Pensaba que las conspiraciones sólo salen bien en las películas, pero, por otra parte, Shirley tenía razón al pretender ganar tiempo. Sí, lo más inteligente era mantener a raya al dichoso hermano de Kate hasta que llegase el momento de la boda. Es verdad que detestaba la mentira, el fingimiento y cualquier tipo de manipulación, pero lo único que quería en aquel momento era tener la fiesta en paz. Así que se resignó ante lo que consideraba un mal menor esperando que la suerte no se volviese en su contra y todo aquel tinglado acabase estallándoles en las manos a Shirley, a Laura y a ella. Salieron juntas de la habitación, Shirley con aspecto triunfante, Laura con la misma expresión preocupada de siempre, y ella recordando que era una suerte poseer un cuarto discretamente decorado a base de telas de color crema y un bonito papel pintado con delicados motivos florales.

—Jeffried, en tu editorial no leéis nada distinto a los libros que publicáis, ¿no? Ni os interesáis por otros autores que no sean los vuestros…

Jeffried Ruskin, que estaba tomando su segundo café acompañado de tostadas calientes y un exquisito bizcocho casero —pasas, orejones, ciruelas y algo que no sabía identificar y que era corteza de naranja—, se sobresaltó con la entrada de David Smith en el comedor del Hotel Almirante. Llevaba en las manos el original de El recién llegado y una tableta bajo el brazo. Parecía no haber dormido mucho.

—Buenos días, David. Yo también me alegro de que hayas pasado una buena noche. Ahora, si te sientas y te tomas un café, estaré encantado de hablar contigo de lo que quieras, por mucho que el punto de partida me parezca una auténtica impertinencia.

David Smith frunció el ceño y se sentó en la silla que Ruskin le indicaba. Parecía un niño, se dijo el editor, un niño enfurruñado que se impacienta cuando no se le permite coger de inmediato el juguete que le apetece. Un camarero se acercó y le trajo un café que pareció servirle de distracción mientras lo drenaba a base de una cantidad demencial de azúcar moreno.

—Prueba el bizcocho.

—No tengo hambre. Escucha, Ruskin, esto es serio… Se trata del original. ¿Cuánta gente lo ha leído hasta ahora?

—Sólo Fiddean y yo. Bueno, y tal vez la chica que se encargó de digitalizarlo, pero no estoy muy seguro de que le atraigan este tipo de novelas. La he visto embelesada con Dan Brown…

Pero a David Smith no le interesaban los gustos literarios de una desconocida. Había pasado una noche infernal, venciendo los deseos de despertar a Ruskin en plena madrugada.

—Es la historia que cuenta, Jeffried. ¿No te suena a nada?

Esta vez Jeffried Ruskin dejó en el plato el bizcocho que iba a empezar a comerse. Definitivamente, David había conseguido llamar su atención.

—Me temo que no…

—Pues permite que te diga que tú y ese Fiddean estáis en la inopia. Porque el argumento parece sacado de una biografía de Truman Capote.

—¿Qué quieres decir?

—¿No os habéis dado cuenta? El amigo del protagonista es un muchacho sureño cuya descripción se ajusta a la de Capote. Escucha: «era bajito y dueño de unos formidables ojos azules que por alguna razón encajaban perfectamente con su voz, extrañamente aguda y bien modulada». Como Capote, trabaja en el New Yorker y abandona la revista con el propósito de hacerse escritor. Vive en Brooklyn, pero se codea con lo mejor del Upper East Side…

A diferencia de muchas otras personas, Ruskin creía en las casualidades. A sus manos habían llegado novelas de argumentos muy parecidos cuyos autores no tenían el menor contacto entre sí, y todavía recordaba la conmoción que se produjo en la editorial cuando dos escritores de relumbrón entregaron, con quince días de diferencia, sendas novelas sobre la adolescencia de las hermanas Brontë. Sí, esas cosas pasaban. A él no le parecía tan extraordinario que en El recién llegado hubiese algunas pinceladas de la vida de un autor famosísimo, cuya biografía, dicho sea de paso, tampoco le resultaba tan familiar como para haberla relacionado con nada que contase Albert Salomon en su manuscrito.

—David, es interesante, pero no creo que…

—El amigo del protagonista se llama Thomas Parsons. ¿Sabes cuál era el apellido real de Truman Capote? Parsons. Se lo cambió cuando su madre se casó con un tipo de origen cubano que prometía más que el idiota de su verdadero padre.

—Vaya…

—Espera, aún hay más. ¿Recuerdas que encontré unas cartas de Arroyo?

—Claro…

—Escucha esto. —Abrió su tableta—: «Querido Albert, espero que estés bien… blablablá… me alegro de que tu trabajo esté resultando satisfactorio y que estés haciendo nuevos amigos… blablablá… Ten cuidado con ese chico del que me hablas. Me da la impresión de que es una pequeña víbora que tal vez no esté tan interesado en ayudarte como tú te crees».

David cerró el ordenador.

—Vaya… —repitió Jeffried Ruskin, que de pronto había perdido incluso su interés por el bizcocho de frutas.

—Sí, eso. Vaya.

Los escasos ciento cincuenta folios de El recién llegado (ciento treinta si se apuraban correctamente los espacios entre frases) contaban la historia de un veinteañero, Billie Snowdon, que viaja al Nueva York de los años cuarenta con el propósito de convertirse en escritor. Empieza a trabajar en la revista New Yorker y allí conoce a otro autor en ciernes, el ambicioso y competitivo Thomas Parsons, que lo tomará bajó su protección y le abrirá las puertas de un Nueva York desconocido: el de las fiestas de la parte alta de la ciudad, las herederas del East Side y los intelectuales del momento. Por supuesto, tanta amabilidad no es gratuita: Thomas Parsons no sólo encuentra en Billie a un compañero de correrías, sino también a un peligroso competidor al que prefiere no perder de vista. Cuando Snowdon termina su primera novela —basada en su intenso romance veraniego con una joven adinerada que vive en Park Avenue y cuyos padres se han ido a Europa dejándola sola en Manhattan—, Parsons convence a su amigo de que el texto no merece la pena y sin decirle nada decide reescribirlo. Es ahí donde acaba el manuscrito de Albert Salomon: en la escena en la que el taimado Parsons cuenta a Billie que hay un editor interesado en publicar Unas cuantas jornadas de agosto.

—¿Has leído bien a Capote? —preguntó David.

—Supongo que no. Otras voces y otros ámbitos, A Sangre fría y poca cosa más. No me interesaban mucho los autores americanos de esa época…

—Pues yo sí lo he leído. Y el argumento de Unas cuantas jornadas de agosto se parece sospechosamente a Crucero de verano.

—No he oído hablar de esa novela en toda mi vida…

—Ya. Está considerada una obra menor, y se publicó mucho después de la muerte de Capote, pues apareció entre unos papeles que estaban en su vieja casa de Brooklyn. ¿Sabes lo que significa esto? ¿Te das cuenta de lo que acabo de encontrar? Tengo una bomba, para mi biografía, Ruskin. Una verdadera bomba.

Jeffried Ruskin juntó las manos y apoyó la barbilla en la punta de los dedos, como hacía cada vez que necesitaba reflexionar.

—David, no te precipites. Lo único que tienes, de momento, son unas cuantas conjeturas. —El otro iba a interrumpirle, pero le detuvo con un gesto—. Espera, déjame terminar… todo esto está muy bien, pero demasiado… como te diría yo… demasiado cogido por los pelos. Admito que las coincidencias son extraordinarias, pero yo tendría mucho cuidado. No puedes publicar una biografía sobre Albert Salomon pretendiendo que es el autor de uno de los libros de Truman Capote sólo porque en un puñado de páginas de ficción se insinúa algo parecido. Lamento ser tan aguafiestas, pero si yo fuese tu editor no me arriesgaría con algo así.

David meneó la cabeza con la mirada perdida en algún sitio. Jeffried Ruskin pensó que estaba rumiando una pequeña decepción, pero sus pensamientos no iban por ahí.

—Jeffried… ¿serías mi editor? Quiero decir, si consigo más material y hago algo verdaderamente sólido… si mi biografía fuese un trabajo en condiciones, ¿querrías ocuparte tú de editarla? Al fin y al cabo, eres el responsable de toda la obra de Albert Salomon, y a nadie le va a extrañar que publiques también su biografía. Me harías un favor enorme, ¿sabes? Y no te preocupes por el dinero. Tengo… tengo una beca de publicación que cubrirá con creces los primeros gastos. Sé que esto no es un negocio, pero te pediría… no, corrijo… te rogaría que al menos lo considerases.

Ahora fue Ruskin quien cabeceó antes de poner una mano amistosa en el hombro de David. Aquel muchacho era un tipo realmente desconcertante. Hacía unos minutos estaba convencido de haber encontrado una especie de llave maestra… y de pronto empezaba a suplicarle ayuda. Todavía no sabía si David Smith le gustaba o no. Era profundamente egotista y vanidoso, y no se molestaba en disimular que los asuntos de los demás le interesaban muy poco. Pero, por otro lado, empezaba a intuir en él otras virtudes, como un cierto sentido de la justicia y una capacidad para humillarse sorprendente en alguien que no apartaba la vista de su propio ombligo.

—Muchacho… cuando todo esto acabe, no estoy seguro de que yo siga siendo editor. O, al menos, no en Somerset Publishers. En este momento mi cabeza pende de un hilo…

—No entiendo.

—Lo voy a resumir: mis jefes van a echarme. Y lo único que me podría salvar sería encontrar el original de Una casa junto al parque, de nuestro querido Juan Sebastián Arroyo. Reconozco que cuando descubrimos la identidad del misterioso John S. Stream recibí una inyección de ánimo… pero ahora empiezo a pensar que si esa novela existió alguna vez, ahora no queda rastro de ella. Sí, David. Arroyo murió hace más de cuarenta años. Sus cosas se han perdido, como se perdieron las de Albert Salomon… como se pierden las cosas de todos. Si yo muriese ahora, ¿crees que alguien se molestaría en rebuscar entre mis papeles para ver si hay algo que merece la pena conservar?

David Smith parecía escuchar atentamente la triste perorata de Jeffried Ruskin. En contra de su costumbre, le dejó terminar antes de tomar la palabra.

—Deja que dé la vuelta a tu argumento. En el caso de que tú tuvieses algo que creyeses que debía sobrevivirte, ¿lo dejarías en un cajón, de cualquier manera, o te preocuparías por tenerlo a buen recaudo?

—No entiendo muy bien.

—Pues está claro, Jeffried. El otro día mi padre dijo algo que me hizo pensar. Fue la noche que conocí a Kate. Estábamos hablando sobre las cosas de Albert Salomon y cómo habían ido desperdigándose aquí y allá, y Kate explicó que nadie había pensado que todo aquello fuese a servir para algo. Y mi padre apostilló «nadie, excepto Albert Salomon».

La expresión de Ruskin era ya de una perplejidad absoluta.

—Lo siento, David, pero sigo sin saber adónde quieres llegar.

—Estoy seguro de que tanto Salomon como el propio Arroyo tuvieron buen cuidado de poner a salvo aquello que creían verdaderamente importante. No me cabe duda de que en alguna parte del mundo está guardada la segunda parte de El recién llegado. Y me dejaré cortar el cuello si el original de Una casa junto al parque no está aquí, en Ribanova. A lo mejor mucho más cerca de lo que nosotros creemos.

Ahora sí, David tomó un trozo de bizcocho y lo mordió con cierta rabia, como si quisiese subrayar su determinación. Unas cuantas migas de un color amarillo intenso cayeron sobre el mantel inmaculado. Jeffried Ruskin sintió de verdad no ser capaz de compartir semejante torrente de optimismo. Sonrió al joven y apasionado devorador de bizcochos y se dijo que ojalá pudiese conservar las grandes esperanzas de David Smith.

—¿Qué vas a hacer esta mañana?

—Voy a repasar las notas que he ido tomando estos días, y creo que volveré a leer las páginas que me dejaste. Ayer por la noche me perdí muchos detalles. ¿Y tú?

—Algo de turismo. La ciudad parece interesante, y de momento no he visto gran cosa.

—Recuerda que hemos quedado con Laura a la una. Iremos a recoger a Ahmed a la librería y le acompañaremos a la biblioteca para explicarle bien lo que tiene que hacer. Luego iremos todos a comer a casa de Kate. Shirley quiere explicarnos nosequé de la ceremonia. Espero que no pretenda hacer un ensayo o algo así. Esa mujer me parece agotadora. Menos mal que he encontrado algo que hacer aquí. Si tuviese que pasarme el día callejeando o ayudando en los preparativos de boda, acabaría buscando un edificio alto para arrojarme desde él. Aunque, la verdad, por aquí no parece haber muchos… En fin, que pases una buena mañana. Nos vemos en la recepción a la una en punto.