El Hotel Almirante contaba con un pequeño comedor privado dentro del Salón de los Espejos. Aquella pieza, que había sido salón de baile cuando el hotel era aún la casa palacio construida por don Edmundo Aldao como residencia familiar, había sido escenario de casi todas las grandes celebraciones de Ribanova en el último siglo. Aunque algunos pensaban que aquel restaurante había ido quedándose un poco anticuado, con su exceso de piezas doradas y tantos espejos multiplicando hasta la inquietud las cabezas de los comensales y los candelabros de las mesas, seguía siendo un lugar perfecto para una ocasión especial. Jeffried Ruskin aceptó la oferta del maître de cenar en el reservado: así podrían gozar de una mayor privacidad. Se sintió algo decepcionado al saber que no le cobrarían un suplemento, pero pensó que ya lo arreglaría explayándose en la comanda. Había llegado el primero, como corresponde al anfitrión, y pedido un gin-tonic con ginebra premium en el que flotaban, como mandan las modas, bolitas de enebro, trozos de cáscara de limón y alguna otra cosa que ni sabía qué era pero que daba a la mezcla el aspecto de una extraña sopa de verduras. De todas formas, la mezcla estaba muy buena y Jeffried Ruskin la sorbía con la delectación del que ha decidido olvidar el futuro para centrarse sólo en el presente.
—Buenas noches, Jeffried.
—¡Kate! Puntual como siempre. —Reparó en Anna Livia y Shirley, y atisbó a Laura que, pálida y algo nerviosa, parecía tratar de esconderse—. Preséntame a tus amigas.
—Anna Livia, Shirley… éste es Jeffried Ruskin. Y ésta es Laura, mi sobrina. Ha venido de Brighton para la boda.
—Excelente, excelente. —Estrechó manos con un entusiasmo inusual en él, que era más bien tímido—. Nos tuteamos, ¿eh? No quiero que nadie me llame señor Ruskin ni nada de eso.
Forster Smith llegó en ese momento acompañado de su hijo. Sin ponerse de acuerdo, Laura y Jeffried miraron a Kate, cuya cara se había iluminado al verle entrar. Eso debe de ser enamorarse, se dijo el editor, mientras Laura se preguntaba qué dirían sus padres si pudiesen ver a la tía Kate irradiando luz, como si se hubiese tragado una bombilla.
—Buenas noches a todos. Hola, Kate. —La besó en la mejilla—. Y tú debes de ser Laura. Me alegro de verte. Éste es mi hijo. Ahora que lo pienso, nuestra boda os convertirá en parientes, ¿no?
—Padre, no estoy seguro de que eso esté clasificado. —Se adelantó para estrechar la mano de Laura—. Encantado. Soy David Smith.
Shirley y Anna Livia se miraron como si se les hubiese ocurrido la misma idea.
—Soy Shirley Saunders. Mi amiga, Anna Livia Szcherny. Tu padre nos ha dicho que eres profesor universitario. Laura también es profesora.
—Oh, pero es distinto. —Lo último que Laura quería era verse obligada a hablar de su poco envidiable condición de maestra a media jornada en un colegio elitista lleno a rebosar de adolescentes indisciplinados. Por suerte, a David Smith no le interesaba en absoluto la actividad de Laura Salomon. Lo único que de verdad le apetecía era hablar largo y tendido con el editor de Albert Salomon.
—Y usted es el señor Ruskin, por supuesto.
—Llámame Jeffried, ¿eh? No quiero formalidades. ¿Un gin-tonic? ¿Dry martini? ¿O prefieres algo más fuerte? —Hizo una seña al camarero—. Sírvales algo a estos amigos, o tendré que beber solo.
—Te acompañaré con el gin-tonic. ¿Te ha hablado Kate de mi trabajo?
—Sí, algo me ha dicho. La biografía de Salomon, ¿eh? Te deseo suerte. El querido Bertie es un tipo muy escurridizo. —Hizo un gesto al camarero para que le sirviese otra ronda a él también—. Se fue sin dejarnos pistas sobre nada que tuviese que ver con su vida. El viejo zorro nos legó un buen follón a todos, ¿eh?
Kate estaba sorprendida por la imprevista facundia de Jeffried Ruskin. Estaba visto que la dosis de ginebra hacía su efecto.
—Bueno, no sé si sabes que he encontrado unas cartas que fueron dirigidas a Salomon. Las enviaron desde aquí. Un tipo llamado Juan Sebastián Arroyo. Kate me ha confirmado que él y Salomon eran amigos.
—Interesante. Pero, y no quiero desanimarte, no creo que puedas hacer gran cosa sólo con eso, ¿no?
—Es un comienzo, supongo.
Forster Smith dirigió a su hijo la mirada asesina a la que ya empezaba a acostumbrarse.
—Y yo supongo que deberíamos cambiar de tema y sentarnos a la mesa. Querido Jeffried, no sabes lo feliz que me hace saber que te quedarás a la ceremonia. Y tú, Laura, eres muy amable al haber venido desde Inglaterra. —Se aclaró la voz y levantó la copa—. Voy a proponer un brindis: por mi futura esposa, Kate, y por todas y cada una de las personas que haréis que el día de nuestra boda sea el más feliz de la vida de los dos. Anna Livia, Shirley, Laura, Jeffried… hasta hace una semana yo no os conocía, pero quiero que sepáis que a partir de ahora tendréis un sitio muy especial en mi corazón. Os agradezco que hayáis cuidado de mi Kate durante todos estos años. Y ahora, bebamos a la salud de todos nosotros.
La cena empezó muy bien. Shirley consiguió hacer girar la conversación en torno a los detalles de la boda, y aunque Kate temía que los miembros más jóvenes de la mesa pudieran aburrirse, tanto David como Laura participaron de la charla. Incluso Jeffried Ruskin intervino e hizo un par de bromas, cosa nada habitual en él, que era normalmente taciturno y prefería mantenerse en un segundo plano. Las copas hacen milagros, se dijo Kate, mientras Shirley cantaba la lista de exquisiteces que iban a servirse en el cóctel. El propio maître, que hablaba algo de inglés, se encargó de explicar que aquellas recetas tenían casi un siglo y habían sido pieza principal del banquete de inauguración del Hotel Almirante.
—Mi padre fue uno de los camareros que sirvieron la cena.
—¿De verdad?
—Era un chiquillo. Tenía dieciséis años y se pasó la vida hablando de aquella noche. Decía que había servido cientos de copas de champán, y que algunos de los invitados se pusieron enfermos de tanto comer. Denme un segundo, les gustará ver esto…
El maître reapareció en unos minutos llevando un libro de pastas enteladas, con los cantos protegidos con metal y el título escrito en letras doradas. Se lo tendió a Kate.
—Medio siglo del Hotel Almirante.
—Se publicó para conmemorar el cincuenta aniversario de la apertura del hotel. Permítame, señorita Salomon…
El maître buscó hasta dar con lo que quería enseñarles: una colección de fotos de la fiesta con la que se había inaugurado el hotel en 1924. Kate, Anna Livia y Shirley suspiraron a la vez al ver aquellos daguerrotipos en color sepia donde hombres de esmoquin y mujeres con traje largo —crinolinas, encajes, seda y tul— llevaban en la sonrisa la huella indudable de una noche feliz.
—Miren: éstas son las fundadoras del hotel. Las tres hermanas Leal y su madre, doña Cayetana. Una mujer de carácter, o eso decía mi padre. Ella administraba el hotel y sus hijas cocinaban. Cuatro mujeres solas que sacaron adelante este negocio en una época de hombres. —Meneó la cabeza sin querer disimular la nostalgia—. ¡Qué tiempos!
Kate seguía fascinada con aquellas imágenes.
—Fijaos en los pies de foto: el alcalde de Ribanova… los condes de Altuna… el general Trello… esto es un auténtico «Quién es quién» de la época… —La mirada de Kate se agrandó de pronto—. ¡David! Aquí tienes otra pista para tu rompecabezas. Acércate, ven a conocer a Juan Sebastián Arroyo.
David dejó de prestar atención a su ensalada de bogavante y se precipitó sobre el libro, al que hasta entonces no había hecho mucho caso. Frente a él estaba un joven Juan Sebastián Arroyo, impecable en un traje de gala, posando junto a las dueñas del hotel.
—¿Quién es? —Tímidamente, Laura Salomon se había asomado por encima del hombro de su tía para fijarse en la foto.
—Un amigo de tu tío Bertie. David está preparando una biografía sobre él, y sabe que se escribía con el tal Arroyo —respondió Forster—. Es como una novela de misterio.
—Albert Salomon es un misterio —continuó Jeffried Ruskin, sin dirigirse a nadie en particular—. El gran misterio. No sé si el viejo cabrón era consciente de los quebraderos de cabeza que iba a dejarnos…
Los ojos de Kate Salomon se agrandaron al escuchar el exabrupto de Jeffried Ruskin, tan impropio de él. Desde que se conocían, recordó Kate, jamás le había oído decir una palabrota. Pero el pobre hombre estaba pasando una crisis considerable, y al menos se había tomado tres gin-tonic…
—Por cierto, David, te he traído la novela… o lo que tenemos de ella. Ciento veinte miserables páginas. No sé qué demonios pensaba Salomon que iban a poder hacer con eso. —Se puso de pie y, algo tambaleante, buscó en su portafolios con unos ademanes tan manifiestamente torpes que todos se miraron.
—Está piripi —dijo Shirley, resumiendo así lo que los demás estaban pensando. David y su padre intercambiaron un gesto de complicidad divertida, pero a Kate no le estaba haciendo gracia. Mañana el pobre Ruskin se sentiría muy, pero que muy avergonzado… Era un hombre tímido, poco amigo de llamar la atención. Cuando se diese cuenta de que se había agarrado una buena trompa delante de un puñado de desconocidos, no podría soportar el bochorno… Mientras, el editor había sacado de su portadocumentos las páginas de la novela de Albert Salomon. David apretó los puños para vencer las ganas de arrancárselo de las manos.
—Y aquí la tenemos: El recién llegado. Una novela de Albert Salomon. Permitid que os lea la condenada cita del principio.
Se puso las gafas y declamó con una voz que Kate Salomon encontró sorprendentemente profunda, pues Ruskin solía emplear un tono muy discreto que no dejaba apreciar sus cualidades declamatorias. Estaba claro que las tenía…
—«La invocación de la sensatez es, muchas veces, una forma de hacer más digno el miedo». De Una casa junto al parque, obra de John S. Stream. Aquí tenemos la bromita del señor Salomon. —Apartó las páginas de la cara. Las gafas le habían resbalado hasta la punta de la nariz, y eso, unido al ralo cabello mal peinado, le daba un aire verdaderamente cómico—. John S. Stream. Ja. Busqué a ese jodido tipejo hasta debajo de las piedras para publicar su novela. Y resulta que John S. Stream era otra de las puñeteras bromas de Albert Salomon. Kate, tu tío nos tomó muchísimo el pelo, ¿eh? Ahora, unas páginas que no nos sirven para nada, y antes haciéndonos creer en el maldito John… S… Stream…
Levantó mucho la voz, y el resto de los comensales se quedó en silencio. Y de pronto, cuando todo el mundo daba por hecho que aquella cena había acabado de la peor forma posible —con el anfitrión borracho y lanzando invectivas contra un muerto—, Laura Salomon tomó el libro del Hotel Almirante, leyó algo para sí y luego miró a su alrededor con los ojos vidriosos.
—Pero Stream… ¿no es este señor?
Todos se volvieron hacia ella, que enrojeció violentamente. No estaba acostumbrada a que le prestaran atención, y menos seis personas a la vez. Tragó saliva.
—John S. Stream, ¿no es Juan Sebastián Arroyo? ¿Stream no es Arroyo en español? Juan S. Arroyo es igual que John S. Stream… digo yo…
Hubo un silencio que duró unos segundos. Jeffried Ruskin notó cómo todos los efectos del alcohol desaparecían de golpe y porrazo. En cuanto a David, de buena gana hubiese tomado en brazos a aquella desconocida. Después de muchos meses —años, en el caso de Ruskin—, de muchas preguntas sin respuesta, de muchas incógnitas, resultaba que aquel nombre no era el de un fantasma. Jeffried Ruskin se desplomó en una silla.
—Me estoy mareando.
Fue lo último que dijo antes de vomitar en una cubitera que, como Shirley se encargó de observar en la mitad de la operación, parecía de plata.
—¿Cómo pude no darme cuenta antes? —gemía Kate.
—¿Y yo? Llevo años trabajando los textos de Albert Salomon. —David se golpeaba la frente como si quisiese expiar alguna culpa—. Tendría que haberlo pensado…
—Tú no sabes español —intervino su padre—, así que deja de decir tonterías. En cuanto a ti, Kate, espero que en estos años hayas tenido otras cosas en que pensar que en las citas de un libro.
Declarada ya la inocencia de Kate y de David, todas las miradas se posaron en el desdichado Jeffried Ruskin, que en ese momento se cubría la cara con una toalla empapada en agua fría mientras murmuraba extrañas frases de congoja. Al parecer, no iba a perdonarse nunca no haber caído antes en la concordancia de los dos nombres.
—Se supone que soy el editor… ja… un editor se da cuenta de esas cosas… tendría que haber relacionado a Arroyo con Stream en cuanto escuché su nombre… pero me encontraba tan angustiado que no…
—Oh, cállate ya. —Shirley estaba indignada con todo aquel asunto, que había interrumpido la agradable conversación sobre la boda precisamente cuando iba a introducir el tema de la decoración del jardín—. ¿Sabes español? ¿No? Pues entonces deja de decir tonterías. Y, después de todo, ¿hace cuánto que conoces la existencia de ese dichoso… Arroyo, o Stream, o como se llame? ¿Cinco minutos, más o menos? ¿Qué más da que lo hayas averiguado tú o esta chica? Por cierto, Laura, querida, enhorabuena por tu sagacidad. La gente joven tiene el cerebro más despierto que nosotros.
Tocó un timbre y llamó al camarero, que apareció en seguida.
—Traiga un café para este señor. No, traiga café para todos. Vamos a poner un poco de orden en este desastre. Tú, Jeffried, deja de gimotear. Y tú, David, alégrate de haber resuelto ese misterio y da las gracias a Laura. Es una chica muy lista y creo que le debes un favor. Y ahora, si no os importa, me gustaría cambiar de conversación. Estoy hasta el gorro de Albert Salomon, de Juan Sebastián Arroyo y… y de hablar de Literatura. Aquí tenemos cosas más importantes de que ocuparnos…
Aquello era demasiado para David Smith. ¿De verdad aquella cacatúa creía más urgente hablar de… de pastelitos de cangrejo y velas de colores, o lo que quiera que se pusiese en las bodas, que del sensacional descubrimiento que acababan de hacer? Intercambió una mirada con el señor Ruskin —que se encontraba mucho mejor después de la contundente vomitona— y luego se puso de pie.
—Kate, padre, señoras… —ni aunque su vida dependiese de ello podría David recordar el nombre de aquellas dos mujeres a las que acababa de conocer—, con vuestro permiso, creo que Jeffried y yo tenemos que hablar de muchas cosas. Así que, a no ser que penséis que nuestra presencia es necesaria aquí, tomaremos café en otro sitio y daremos un par de vueltas a lo que acabamos de descubrir.
—Naturalmente. —Kate se adelantó a cualquier comentario de Forster Smith.
—Por favor, pedid lo que queráis, todo irá a mi cuenta —la voz de Jeffried Ruskin volvía a ser vacilante y algo aguda—, y perdonad el espectáculo lamentable. No creo que me recupere del bochorno de esta noche. De hecho, creo que esperaré a que os caséis y luego me suicidaré.
—No digas tonterías, Jeffried.
—Claro que no —intervino Forster—. De no ser por tu discurso, quizá esta chica tan lista no hubiese relacionado a Arroyo con el escurridizo señor John S. Stream.
Se volvió hacia Laura, que se sonrojó, y eso hizo que David reparase en ella. Se sentía exultante, y pensaba que aquella noche se había abierto ante él un nuevo horizonte de posibilidades. Tuvo un ataque de generosidad muy extraño en él, que era más bien poco dado a pensar en el prójimo, y se compadeció de aquella mujercita aburrida y gris que tan poco interesante le había parecido.
—Vente con nosotros. Está visto que eres la más espabilada de todos. Tenemos mucho trabajo que hacer y tú vas a ayudarnos.
En ese momento Shirley, que estaba a punto de protestar discretamente por la espantada de David Smith (algo muy elegante, un ceño fruncido, un rictus imperceptible), sonrió satisfecha y guiñó un ojo a Anna Livia.
—Pues claro. Los jóvenes no pintan nada entre viejos. Id por ahí, dad un paseo, tomad algo en un sitio bonito. Sin prisa, ¿eh? Laura, querida, aquí tienes unas llaves de casa…
A pesar de que Albert Salomon era su tío abuelo, Laura Salomon no había leído ninguna de sus novelas, ni siquiera cuando uno de sus profesores de la universidad la incluyó en la lista de lecturas sugeridas para uno de los trimestres. Había crecido escuchando mencionar el nombre del tío Bertie con aviesa antipatía, así que intuyó —con buen criterio— que quizá no era una gran idea pasear alguno de sus títulos por los dominios de James Salomon. Eso, paradójicamente, fue una ayuda a la hora de relacionar a John S. Stream con Juan Sebastián Arroyo. Todos los otros —el señor Ruskin, David Smith, la propia Kate— habían llegado a perder la perspectiva sobre aquel nombre, que habían adjudicado a alguien que no existía más allá de la maliciosa imaginación de Albert Salomon. De acuerdo, había tenido una idea brillante, quizá la primera en años. Pero, de todas formas, no entendía muy bien su inclusión en aquella partida de caza intelectual que estaban organizando Jeffried Ruskin y el futuro hijastro de su tía. Sabía perfectamente que su inteligencia era bastante limitada —como se había encargado de demostrar, habría añadido su padre, arruinando su vida y su futuro económico por un capricho de pantalones— y su formación más bien exigua. Se había licenciado en letras en una universidad menor, con notas mediocres y pocas expectativas. El trabajo de profesora le había caído del cielo. De no haber sido por el buen recuerdo que su abuelo había dejado en el colegio donde daba clase, probablemente su destino habría sido servir capuchinos y sándwiches de pavo en el Sunset Café («Su cambio, señor», «¿Quiere más mayonesa?», «Se nos han acabado las magdalenas, lo siento», «El plato especial de hoy es la sopa de tomate») y recibir cada día media docena de recriminaciones por parte de su padre. Después de todo, se dijo, había tenido suerte. Y ahora estaba allí, con aquellos dos desconocidos, un editor de prestigio (o eso parecía ser) y un profesor universitario con ambiciosos planes en la cabeza. Se preguntó cuánto tardarían en darse cuenta de que su presencia era un estorbo, y se prometió a sí misma retirarse del grupo a la primera insinuación, no tanto por orgullo —las personas con un pobre concepto de sí mismas no suelen ser orgullosas— sino por no hacerse antipática imponiendo su compañía.
—A ver, Jeffried, esto es serio: resulta que el señor Stream existe. Y si existe él, es posible que también exista Una casa junto al parque. Y, como parece ser que Dios también existe, las dos personas a las que más importa todo lo relacionado con Albert Salomon hemos venido a parar al lugar donde vivió el tal John S. Stream, aunque creo que es el momento de empezar a llamarle Juan Sebastián Arroyo.
—Es un buen resumen de la situación. —Jeffried Ruskin estaba sorprendido de su capacidad de recuperación tras la vomitona. Se sentía casi perfectamente, aunque, por supuesto, no tanto como para volver a beber alcohol, así que cuando llegó el camarero pidió una infusión, lo mismo que Laura. David Smith prefirió otro gin-tonic. Pensaba mucho mejor con una copa en la mano que sorbiendo una tisana, y había muchas cosas que decidir. Luego se felicitaría por su decisión: Antonio, el encargado del local, preparaba los mejores combinados de la ciudad.
Se habían acomodado en una terraza del Café del Centro, que era, aunque ellos no lo sabían, el más antiguo de Ribanova. Dentro había veladores de mármol y pequeñas lámparas que esparcían una cálida luz amarilla, fotos antiguas en marcos de madera y una barra imponente que era el último vestigio del local primitivo. El interior del café solía estar atestado, pero aquella noche era inusualmente cálida y los parroquianos —algunas parejas y muchos grupos de ribanovenses de edad mediana— habían preferido acomodarse en el exterior para respirar el aire tibio del mes de junio. Las farolas de la alameda estaban encendidas, y también las luces blancas del vecino templete de la música. Jeffried Ruskin, que siempre había vivido en el estrepitoso centro de Londres, lleno de ruido y de pretensiones cosmopolitas, se dijo que quizá aquél no fuese el lugar más divertido del mundo, pero sí parecía acogedor y amable. Un lugar en calma chicha, lejos de las tempestades que amenazaban su vida.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
David dio un trago a su ginebra.
—Lo único posible: acumular información sobre el dichoso Juan Sebastián Arroyo. Si escribió ese libro, y apostaría a que sí, su original tiene que estar guardado en alguna parte, y necesitamos saberlo todo de él para averiguar en dónde.
Jeffried Ruskin se pasó un pañuelo por la frente, que de pronto se le había perlado de sudor. La posibilidad de encontrar Una casa junto al parque se le antojaba algo tan fabuloso que ni siquiera se atrevía a pensar en ello. Si esa novela apareciese —y, más exactamente, si él la encontrase— se redimiría casi por completo ante sus jefes de Somerset Publishers. No habría despido. No habría una carrera truncada ni la obligación de empezar de cero. De editor caído en desgracia pasaría a ser el sagaz profesional que siguió la pista a un autor al que todos habían tomado por un fantasma… Ya imaginaba el lanzamiento de la novela, los artículos de prensa, los titulares… Recuperaría su prestigio y su buen nombre, tanto que quizá la catástrofe Larsson acabaría por recordarse como una anécdota divertida, como una prueba de que el mejor escribano echa un borrón. En esas circunstancias, y puestos a soñar, quizá podría defender el proyecto de edición de las ciento veinte páginas de El recién llegado como lo que eran: una rareza. Suspiró sin disimulo. Parecía demasiado bueno para ser verdad…
En ese momento, un chico de tez cetrina se acercó a su mesa llevando una brazada de rosas de colores. David se sintió incómodo: nunca sabía cómo actuar cuando estaba con una mujer y le abordaba un vendedor de flores. No le importaba en absoluto gastarse unos dólares en lo que fuera, pero regalar rosas a una dama puede dar lugar a muy malos entendidos. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Comprar un ramillete a aquella…?, demonios, ¿cómo se llamaba? Siempre le ocurría lo mismo, no prestaba atención a los nombres. No es que los olvidase, es que ni siquiera los aprendía. No podía entregar una rosa a alguien cuyo nombre ignoraba. Qué situación tan molesta… Una vez más, se dijo que en un mundo ideal los vendedores ambulantes estarían prohibidos. Por su parte, Jeffried Ruskin ya había echado mano de la cartera. A él tampoco le hacían gracia aquellas situaciones, pero solía resolverlas por la vía rápida: compraba lo que le ofrecían, y se olvidaba del asunto. Pero aquel muchacho no pretendía asaltar a los dos caballeros llevándolos hacia una forzada galantería.
—Buenas noches, señorita Salomon. ¿Me recuerda usted?
Laura parpadeó unos segundos: los que necesitó para relacionar al joven florista con el ayudante de su tía en El Unicornio.
—Claro. Ahmed, ¿verdad?
El chico sonrió complacido e hizo un ceremonioso movimiento de cabeza.
—Permítame —dijo, y escogió tres rosas de un raro color naranja tras mirar a los dos hombres para que no hubiese ninguna duda—. Son un regalo para la señorita. Que pasen una feliz noche.
Y se alejó sin volverse para que Laura pudiese darle las gracias. David Smith se sintió aliviado, y Jeffried Ruskin un poco culpable. En cuanto a Laura, buscó instintivamente en las flores un perfume que no existía hasta que se dio cuenta de que debía de resultar un poco ridícula parándose a oler las rosas. Pero David ni se dio cuenta: el florista se había marchado llevándose consigo un pequeño problema. Asunto concluido.
—¿Por dónde íbamos? Ah, sí: hay que ponerse a trabajar. Por mí empezaría ahora mismo, pero supongo que todo estará cerrado. —No bromeaba: David Smith se sentía lleno de una extraña energía, de una misteriosa euforia—. Comenzaremos mañana. Nos veremos a las nueve en punto en el café del Hotel Almirante.
Llegado ese punto, Laura Salomon tuvo la impresión de que la estaba incluyendo en el grupo. Por supuesto, tenía que tratarse de un error. La habían invitado a unirse a ellos por pura cortesía: una mezcla de solidaridad generacional y cierta gratitud por los servicios prestados —Forster Smith tenía razón al decir que de no haber sido por ella tal vez hubiesen seguido dando vueltas alrededor de aquel Stream que no existía—, pero no esperaba que aquellas buenas intenciones fueran a ir mucho más allá: una taza de menta y su condición de oyente en una conversación más bien intensa era todo lo que podía esperar. David Smith advirtió que había levantado una ceja, e interpretó mal el gesto.
—¿Es que te parece muy temprano… eh…? —Maldita sea, tenía que enterarse de cómo se llamaba aquella chica. ¿Delores? ¿Berenice? ¿Shaundra? Intentó salir del atolladero—. Si quieres podemos quedar un poco más tarde…
Laura Salomon sacudió la cabeza con incredulidad.
—No es eso… es que… bueno, sinceramente, no veo en qué puedo ayudaros yo. Lo de relacionar los dos nombres fue cuestión de suerte, supongo…
—Pues no nos vendrá mal alguien con buena estrella —murmuró Ruskin, recordando lo adversa que le había sido la fortuna en los últimos tiempos.
—No se trata de eso. —David acabó el gin-tonic, y cinco hielos solitarios empezaron a deshacerse en el fondo del vaso—. Si no lo he entendido mal, hablas español, lo cual no es mi caso. ¿Y el tuyo, Jeffried?
El editor negó con la cabeza. Había aprendido algo de francés en el instituto, y estuvo asistiendo a unas clases de alemán que sólo le sirvieron para perder el dinero y el tiempo.
—Pues entonces está claro que te necesitamos. Yo diría que desesperadamente. Porque no creo que vayamos a encontrar mucha documentación en inglés sobre Juan Sebastián Arroyo. Y habrá que hablar con gente que tal vez no domine nuestro idioma.
—Por supuesto, te pagaré. —Jeffried Ruskin tampoco había entendido el gesto de recelo de Laura Salomon, y pensaba que simplemente aquella historia no le interesaba y prefería no malgastar sus vacaciones—. Es decir, te pagará la editorial. Generosamente…
—Oh, no, yo… quiero decir que tendré mucho gusto en ayudaros.
—Insisto. Esto no es un favor, Laura.
—Claro que no, Laura. —David Smith se sintió muy bien dirigiéndose a aquella chica por su nombre de pila, e hizo votos para no olvidarlo—. Esto es trabajo. Y, de hecho, yo también debería pagarte. Sí, eso es. Somerset Publishers y yo contrataremos tus servicios como traductora. Eso nos dará vía libra para explotarte y exprimir tu tiempo. No sabéis las ganas que tengo de empezar… Será divertido, ¿eh? Y emocionante. Sabía que hacía bien viniendo a Ribanova. Si quieres trigo, tienes que ir a un trigal, ¿estáis de acuerdo?
Ni Ruskin ni Laura Salomon se sentían capaces de estar a la altura del entusiasmo de David Smith. El editor era un ejemplo tópico de la flema inglesa, y aunque se sentía contento por el brusco giro que había dado la historia, no era lo que se dice un hombre expresivo. En cuanto a Laura, estaba todavía un poco aturdida, así que se limitó a asentir sonriendo. Ni siquiera tenía muy claro por qué era tan importante seguir la pista a ese Arroyo, pero en cualquier caso se sentía afortunada de haberse cruzado en el camino de David Smith y de Jeffried Ruskin. Por primera vez en mucho tiempo —quizá por primera vez en su vida— tenía la sensación de ser importante para alguien. Desesperadamente necesaria, había dicho David Smith. Y esa frase se convirtió en una especie de melodía que resonó en sus oídos durante varias horas. Quizá los que están acostumbrados a escuchar frases amables no pueden imaginar hasta qué punto pueden éstas parecer un bálsamo a quien no las oye muy a menudo.
Eran las nueve menos cuarto de la mañana cuando Laura Salomon salió de casa de su tía. No había querido desayunar, a pesar de que el olor a café recién hecho y tostadas calientes flotaba por toda la planta baja de la casa como una cálida tentación a la que era difícil resistirse. Hacía un día precioso, aunque todavía un poco fresco, como observó Anna Livia cuando la puerta se abrió brevemente para dejar salir a Laura.
—¿A qué vienen tantas prisas? Ni siquiera ha querido tomar una taza de café… —Shirley sostenía que salir a la calle en ayunas era casi peligroso, aunque sus amigas pensaban que lo decía para justificar sus banquetes matutinos de pan con mantequilla.
—Había quedado con Ruskin y con David —explicó Kate—. Al parecer la han contratado como traductora o algo así. Quieren que les ayude a buscar información sobre Juan Sebastián Arroyo.
—Parecía muy contenta —observó Anna Livia, a lo que Shirley respondió con una sonrisa de suficiencia.
—Por supuesto que lo está. Va a pasarse unos días jugando a los detectives con un chico muy guapo. Yo, a su edad, estaría bailando. —De pronto se dibujó en su cara un signo de alarma—. Kate, el hijo de Forster… no estará casado, ¿no? Ni prometido, o algo así.
—No… Forster me dijo que hace unos meses rompió con su novia.
Shirley dio una palmada de triunfo.
—Oh, eso es mejor de lo que había imaginado: un hombre con el corazón roto es siempre una pieza mucho más fácil de cazar.
Kate la miró de arriba abajo.
—Shirley, ¿de qué demonios hablas?
—Vamos, Kate… no me digas que no lo has pensado. Tu sobrina y el hijo de Forster… son perfectos.
Anna Livia y Kate se miraron con desmayo.
—¿Y cómo has llegado a esa conclusión? —preguntó Anna Livia—. ¿Cuánto tiempo hace que les conoces? ¿Unas horas? ¿Por qué se supone que tienen que congeniar?
Shirley dirigió a su amiga una mirada de desprecio, y luego cubrió generosamente su tostada de jalea de fresa. Mordió un trozo y lo masticó despacio antes de seguir hablando, como si tuviese que meditar la respuesta, aunque sólo pretendía hacer una pausa que pudiese tener cierto efecto dramático. Consideraba una estupidez la pregunta de Anna Livia: no hacía falta saber gran cosa de aquellos dos chicos. Rondaban los treinta años —para ella, el punto de sazón— y ambos estaban solos, lo cual era suficiente para determinar que serían más felices juntos que cada uno por su lado. Shirley no era una mujer complicada, y sus teorías tampoco lo eran.
—Tu sobrina viene de un matrimonio desgraciado —dijo, mientras se servía otro café—, y él ha pasado por una mala experiencia de ruptura.
—Eh, eh, alto ahí. Yo sólo sé que David tenía una novia y ya no la tiene. No sé si eso ha supuesto un terrible problema para él, o en el fondo está contento.
Shirley miró a Kate con cierto rencor.
—Os encanta echar por tierra mis planes, ¿eh?
—No es eso —intervino Anna Livia—, pero estás dando por hecho muchas cosas. ¿No has pensado que… que a lo mejor a ambos les gusta estar solos?
—Por favor, Anna Livia… A nadie le gusta estar solo. Ya sé que algunos lo dicen, pero no es cierto. Simplemente no han encontrado a la persona adecuada, y por eso andan por ahí presumiendo de independencia y no sé cuántas tonterías que ahora se han puesto de moda. ¿Sabéis qué? En nuestra época era mejor: reconocíamos que la soledad era una lata. Pero ahora el mundo está lleno de gente como David y tu sobrina que se sienten obligados a gritar a los cuatro vientos que no necesitan a nadie. Y eso es una cochina mentira. Aunque, claro, de tanto repetirlo algunos han acabado por creérselo.
Kate y Anna miraron a Shirley que, con el rojo pelo revuelto y ajustándose la bata decorada con motivos tropicales, no parecía alguien a quien tomar demasiado en serio. Por fortuna, y después de pronunciar su discurso con cierta pasión, se había aplacado y parecía muy pendiente de su tostada.
—Por lo que más quieras, Shirley, deja a los chicos a su aire. —El tono de voz de Kate Salomon era más de súplica que de amenaza—. Te recuerdo que estás organizando una boda. La mía, para ser más exactos. Así que concéntrate en eso y procura no distraerte con otros asuntos.
Anna Livia Szcherny tuvo que fruncir los labios para no sonreír. Kate era el perfecto ejemplo de la diplomacia: ella hubiese zanjado el asunto con mucha menos mano izquierda. «Lo último que necesitamos es que te empeñes en hacer de Cupido», habría dicho, seguramente a gritos. Pero tal vez entonces Shirley hubiese montado en cólera. En lugar de eso ahora estaba sonriendo y cargándose de razones para preparar una tercera tostada que habría de protegerla contra desvanecimientos, lipotimias y las peligrosas bajadas de azúcar de quienes —insensatos— salen al mundo cada mañana con el estómago vacío.