Aunque ninguno de los dos lo sabía, Jeffried Ruskin y Laura Salomon habían viajado en el mismo avión desde Londres. Luego, al llegar a Madrid, él había alquilado un coche en el mismo aeropuerto mientras ella esperaba la llegada de un autobús que la dejó en Ribanova siete horas después. De haberse conocido hubieran podido viajar juntos, y la pobre Laura se habría ahorrado un trayecto incomodísimo, pero así son las cosas. Y justo cuando Kate Salomon y el señor Ruskin se conjuraban para tomar el pelo a Somerset Publishers, Laura —agotada tras casi catorce horas de viaje— tocaba el timbre de la casa de su tía.

—¿Sí?

—Busco a Kate Salomon.

Anna Livia suspiró.

—Eso no debería sorprenderme. Todo el mundo busca a Kate últimamente. Supongo que eres Laura…

—Sí.

—¿No llegabas mañana? Oh, pero qué estoy diciendo, qué más da eso. Lo importante es que estás aquí. Pasa, querida. Tu tía no está en casa, pero puedes ir instalándote. Soy Anna Livia Szcherny.

Laura sintió que le gustaba aquella anciana. Era alta, magnífica, de porte aristocrático y tenía unos preciosos ojos de un color que no supo definir.

—¿Quién es?

La voz de Shirley se oyó desde la escalera.

—Ha llegado la sobrina de Kate, Shirley.

Una mujer con el pelo de un color que dada su edad podría calificarse de ridículo se plantó ante ella ciñéndose una chaqueta de lana que intentaba contener un busto exagerado.

—Bienvenida —le dijo, pero Laura pensó que no parecía que le agradase mucho verla allí—. Soy Shirley. Shirley Saunders. Supongo que no te acuerdas de mí.

—Tengo una memoria horrible… yo…

—Vivía en Brighton hasta hace nada. Tu madre nos presentó, pero de eso hace tiempo. No has cambiado mucho. —Era imposible saber si ese comentario era un elogio o una crítica—. ¿Dónde está tu equipaje?

Laura señaló con la cabeza una maleta muy fea que la hacía sentirse avergonzada cada vez que iba de viaje. Shirley enarcó una ceja como si estuviese de acuerdo en considerar horrible aquel bolsón floreado que parecía hecho con los restos de un sofá.

—Te hemos preparado una habitación en el primer piso —interrumpió Anna Livia—. Es la primera puerta después de la escalera. Sube y ponte cómoda. Puedes bajar cuando quieras, o descansar un rato. Estás en tu casa.

Laura murmuró unas palabras de agradecimiento y subió arrastrando su penosa valija. Encontró la habitación: una pieza pequeña y bonita, con una chimenea de bronce y una ventana con vistas al jardín. El mobiliario era sencillo —una cama, un escritorio, un perchero y un armario de aspecto anticuado, demasiado grande para aquel cuarto—, pero el empapelado en tonos amarillos, la lámpara de Murano y la colcha con dibujos que parecían sacados del Linneo hacían del cuarto un lugar extremadamente agradable. Se tumbó sobre la cama. Desde el jardín le llegó el canto en sordina de un pájaro, mientras la suave brisa de junio entraba por la ventana abierta. La habitación, la casa entera parecían la metáfora del sosiego que llevaba buscando después de meses de sobresaltos, de la indeseable transición de su divorcio y el regreso amargo a la casa paterna.

Pero no había ido a Ribanova a buscar la paz, sino a armar gresca, o eso era lo que le había pedido su padre, de forma nada sutil, cuando la llevó al aeropuerto. «Intenta que todo salte por los aires —le había dicho— por las buenas o por las malas». Y había añadido una zanahoria a sus indicaciones: «Si tu tía suspende su boda, o si ese tipo se larga antes de convertirse en su marido, podrás olvidarte de tu deuda con el banco». Aquello la había dejado de una pieza. Las ciento cincuenta mil libras que debía se habían convertido no sólo en una obsesión —era incapaz de apartar de su cabeza la idea de ser una morosa—, sino que le impedían hacer una vida normal: tener su propia casa, disponer de su sueldo, ser libre. Y ahora su padre se ofrecía a liquidar las cuentas.

Cuando escuchó la oferta se dijo que nada ni nadie podría impedirle materializar los deseos paternos, pero su entusiasmo se había ido desinflando poco a poco hasta quedar en nada. Ella no valía para esas cosas. No era habilidosa, no era manipuladora. Ni siquiera era mínimamente taimada. Su madre tenía razón, Lizzie lo hubiese hecho mucho mejor. Estaba segura de que tendría que regresar a Brighton con el rabo entre las piernas y la conciencia de estar dando a su padre otro motivo para sentirse decepcionado con ella.

De pronto se creyó más estúpida que de costumbre: tendría que haberle dicho a su padre que no se veía ni mínimamente capaz de ejercer de Maquiavelo. Pero la sola mención de su deuda —aquellas atroces ciento cincuenta mil libras convertidas en enanos de jardín y diosecillos griegos listos para vomitar agua— le había nublado la sesera. De no ser por eso, pensó, ahora podría estar a punto de disfrutar de unos cuantos días de tranquilidad en aquella casa tan bonita, donde seguro que no iba a encontrar a nadie dispuesto a recordarle cada dos por tres que su matrimonio y su vida habían sido un tremendo fracaso.

—¿Dónde está?

—Arriba, descansando. Tenía aspecto de necesitar una siesta.

—No es la única, te lo aseguro. ¿A qué hora llega Julia?

—Eso iba a decirte. Vendrá mañana, hoy no puede.

—Gracias a Dios. No me apetecía nada someterme a una sesión de alta costura. Estoy muerta. Ya no tengo edad para tanto ajetreo.

Kate se derrumbó sobre una silla, aliviada al pensar que se había quitado de delante un compromiso. Anna Livia le sirvió una taza de té y se sentó junto a ella.

—Háblanos de David. ¿Qué tal es?

—Parece un buen chico. Es afectuoso, educado y muy amable. Creo que nos hemos caído bien.

Anna Livia volvió a llenar la tetera y la puso al fuego.

—Es todo cuanto necesito saber. En cuanto a tu sobrina… parece un pajarito desplumado.

—Porque está escuchimizada —intervino Shirley. No podía evitarlo: aun sabiendo que no era justo, extendía a la recién llegada la antipatía que despertaba en ella toda la familia de Kate—. Déjala un par de semanas comiendo como es debido y tal vez parezca una gallina clueca.

Anna Livia se volvió hacia Shirley. Por alguna razón, aquella muchacha le había gustado. Tal vez le conmovía su aire indefenso, o tal vez es que le había parecido una chica algo triste.

—Ni siquiera has hablado con ella. Dale un respiro.

—Al fin y al cabo, ha sido muy amable viniendo hasta aquí —intervino Kate—. Y, aunque mi hermano y yo no seamos precisamente uña y carne, me gusta pensar que al menos habrá algún Salomon presente en mi boda.

Shirley vio que estaba en minoría y se retiró a tiempo.

—¿Cuándo conoceremos a tu futuro hijastro?

—No digas esa palabra, suena horrible.

—No hay otra, que yo sepa. ¿Va a venir a cenar?

—No. He preferido que Forster y él pasen algún tiempo solos. Tendrán cosas de las que hablar, supongo.

—Perdón…

La voz insegura de Laura Salomon interrumpió la charla. Las tres mujeres se volvieron hacia ella.

—¡Laura, querida! —Kate se volvió hacia su sobrina y le dio un abrazo—. ¡Cómo me alegro de que hayas llegado! Ha pasado un siglo desde que nos vimos.

Iba a decirle que estaba igual, pero no era cierto. La última vez que habían estado juntas, Laura era una jovencita agraciada, de mejillas frescas y ojos brillantes. Y ahora parecía una mujer desolada. Tenía la piel apagada y mustia, el pelo mal cortado y recogido de cualquier forma, y la mirada acuosa del que está a punto de echarse a llorar. Vestía con muy poca gracia una falda demasiado larga de aspecto barato, y una camisa blanca que parecía hecha con los retales de una enagua.

—Hola, tía Kate. Me alegro de verte.

Tenía una voz ligera, un tono más bajo de lo normal, como si acabase de salir de una iglesia y aún estuviese hablando en susurros.

La observó de arriba abajo, pero no había nada agresivo en aquel gesto: simplemente quería reconocer en ella a la joven que había visto hacía demasiado tiempo. Tal y como Anna Livia había dicho, parecía agotada… y… sí, un poco triste. Se dio cuenta de que ni siquiera sabía qué decirle.

—¿Cómo están tus padres?

—Bien, ellos… ellos querían venir, pero el verano es el peor mes en el café y no…

—¡Por supuesto! —Lo último que Kate quería era escuchar disculpas—. ¿Qué tal el viaje?

—Largo. Salí de Brighton a las cinco de la mañana y he viajado todo el día. Primero a Londres, luego el vuelo, después el autobús… Pero estoy bien —dijo, como si le diese miedo que su explicación se interpretase como una queja—. Ah, y muchas felicidades por la boda. ¿Dónde… dónde está el tío Forster?

Estiró la cabeza para mirar en ambas direcciones, como si Forster Smith pudiese estar escondido en alguna parte.

—Le verás mañana. Ha llegado su hijo desde Estados Unidos y han preferido cenar solos. Vamos, siéntate. Debes de estar reventada después de un trayecto tan largo. ¿Sabes lo que haremos? Cenaremos pronto, ¿os parece bien? Algo ligero. Y así podrás acostarte temprano y descansar. Mañana será otro día. Tendremos mucho tiempo. —Se acercó y le dio un abrazo—. ¡No sabes qué feliz me hace el que estés aquí!

Laura iba a decir «a mí también, tía Kate» con la escasa voz que le quedaba, pero no pudo. Algo se le atravesó en la garganta y tuvo que reprimir las ganas de deshacerse en lágrimas, como le ocurría últimamente cada vez que alguien tenía con ella un gesto de afecto.

De: katesalomon124@hotmail.com

Para: Fiddean@somersetpublishers.com

Estimado señor Fiddean:

Estoy muy sorprendida por todo lo que me cuenta Jeffried Ruskin. ¿Quién iba a imaginar que mi tío tenía más páginas escondidas por ahí? Estoy de acuerdo con ustedes en que la novela no puede publicarse tal cual está, y eso me lleva a pensar que quizá los deseos de Albert Salomon eran precisamente ésos: que el material permaneciese inédito. Le confieso que mi primer impulso fue dejar así las cosas, y que El recién llegado siguiese durmiendo el sueño de los justos. Pero Jeffried Ruskin me ha dado su propia perspectiva del asunto. Debo reconocer que la propuesta que me hacen es muy interesante, pero entienda que necesito darle algunas vueltas antes de tomar la decisión. Como decimos en España, unas se me van y otras se me vienen. Además, no sé si el señor Ruskin le ha dicho que voy a casarme y estoy preparando mi boda, lo cual ocupa buena parte de mi tiempo. ¿Permitiría usted que lo pensara durante unos días antes de dar una respuesta definitiva?

Gracias de antemano por su comprensión.

Kate Salomon

De: Fiddean@somersetpublishers.com

Para: katesalomon124@hotmail.com

Queridísima Kate: ante todo, permite que te dé la enhorabuena por tu próximo matrimonio. Es una noticia sensacional.

En cuanto al libro de tu tío, entiendo que lo ocurrido supone una sorpresa, y que querrás sopesar nuestra oferta. No te preocupes y tómate el tiempo que necesites.

Con todo mi afecto

De: Fiddean@somersetpublishers.com

Para: Jeffriedruskin@somersetpublishers.com

Ruskin:

Salomon acaba de escribirme. No se te ocurra moverte de ahí hasta que todo quede arreglado. Tus asuntos en Londres, sean los que sean, pueden esperar. En este momento, tu único trabajo es no perder de vista a Kate Salomon. Por cierto, cómprale un buen regalo de bodas en nombre de la editorial. Ahora mismo, todo gasto que tenga que ver con ella es nuestra mejor inversión.

Eran las nueve de la mañana cuando Jeffried Ruskin abrió su correo y leyó el mensaje de su jefe. Se sorprendió al darse cuenta de que había dormido más de doce horas. De pronto, y tras unos días de intensa zozobra, se sentía extrañamente tranquilo. Ya no había más dudas, más interrogantes ni más motivos para dar vueltas a la cabeza. Iban a despedirle. Se vería en la calle después de dos décadas en Somerset Publishers, y ahora que el final estaba tan cerca, tampoco le parecía ningún drama. Posiblemente podría encontrar trabajo en otra editorial. O tomarse un año sabático fuera de Inglaterra. Ya lo pensaría. De momento, la idea de Kate era buena: quedarse en Ribanova durante un par de semanas. La ciudad le había parecido muy agradable, y necesitaba descanso y paz, que era precisamente lo que no iba a encontrar cuando regresase a Londres con la negativa de Kate bajo el brazo. Imaginó la reacción de Fiddean y los otros cuando les comunicase que la heredera de Albert Salomon no daba permiso para añadir ni una miserable coma a lo escrito por su tío. Hacía sólo unas horas, recrear esa escena le habría puesto los pelos de punta, pero tras una larga noche de sueño y la perspectiva de unas jornadas de reposo, hasta le hacía gracia.

Volvió a leer el correo de Fiddean: «tu único trabajo es no perder de vista a Kate Salomon… todo gasto que tenga que ver con ella es nuestra mejor inversión». En ese momento a Jeffried Ruskin se le vinieron a la cabeza todos aquellos años de austeridad en sus viajes, el rigor con el que administraba sus dietas, los vuelos tomados a deshora para ahorrarse una noche de hotel, los sándwiches de plástico consumidos en el banco de un parque para que Somerset Publishers no tuviese que pagar la factura del restaurante… Estaba claro que había hecho el primo viviendo como un eremita sólo para ahorrar a su empresa un puñado de libras. Y ahora que llegaba su canto del cisne iban a cambiar las cosas. El rostro de Jeffried Ruskin —algo apagado, algo triste— se iluminó con una sonrisa maliciosa. «Claro, señor Fiddean. Invirtamos en Kate Salomon». Cogió su móvil.

—Kate, he pensado que estaría bien que cenásemos juntos. Tú, Forster, y yo. Y el hijo de Forster, claro. Y tus dos amigas… Invita Somerset Publishers, así que piensa en un sitio bonito. Da igual que sea caro. No tengo ni idea de cómo va a acabar esto, pero te aseguro que nos vamos a divertir.

Laura Salomon se despertó al oír en el cristal el ruido de la lluvia. Eran las nueve y media, así que había dormido mucho más de lo que acostumbraba. En la casa de sus padres había reglas muy estrictas con respecto a eso, y a partir de las ocho nadie —salvo por imperativo de enfermedad— podía estar en la cama. Se desperezó. Le pareció escuchar un fondo de música clásica, y luego una voz que se despedía y una puerta que se cerraba.

Se dijo que debía bajar, pero no tenía ganas. Allí, en aquella cama, escuchando la lluvia y viendo el jardín a través de los cristales, se sentía protegida y a salvo. Pero sabía que aquella sensación desaparecería en cuanto estuviese frente a la tía Kate. Cada vez que la miraba se sentía como una especie de monstruo, pensando en qué diría aquella mujer tan amistosa si supiese que había llegado a su vida con el propósito de destruirla —Laura tenía cierta tendencia al melodrama— arruinando sus proyectos de boda. Se dijo que era una suerte que no tuviese ni la menor idea de por dónde empezar. Ni siquiera conocía a ese Forster. Tal vez hubiese suerte, pensó, tal vez sería el hombre desagradable y manipulador que auguraban sus padres. En ese caso todo sería más fácil, porque aunque no se sintiese capaz de concebir plan alguno para dar al traste con la boda, sí podría alertar a los Salomon de lo que estaba pasando allí. Ella no había dicho que fuese capaz de hacer que se cancelase la ceremonia. Sólo se había comprometido a hacer una inspección… y, si encontraba lo esperado, tal vez podría hablar con la tía Kate. Quizá sería posible abrirle los ojos usando para ello su propia experiencia: «Mira, sé que no es asunto mío, pero no me gustaría que cometieses los mismos errores que yo». Al margen de lo ridículo que resultaba prodigar consejos a alguien que tenía cuarenta años más que ella, a Laura se le antojaba una pesadilla la idea de revivir ante una desconocida —porque eso era para ella la tía Kate— la humillación de su matrimonio fracasado y la estafa de la que había sido objeto. Pero quizá tuviese que hacerlo. Tal vez aquella anciana se viese reflejada en el amargo espejo de su sobrina de veintiocho años recién cumplidos y accediese a reconsiderar esa absurda idea de unirse a un hombre a una edad en la que uno ya no debe embarcarse en aventuras.

Salió de la cama de mala gana, se duchó y se vistió y bajó la escalera enmoquetada. Apenas había ruido en la casa. Quizá todo el mundo había salido, y esa posibilidad se le antojó tentadora: la casa para ella sola, el silencio, la posibilidad de explorar el jardín umbrío sin tener que contestar preguntas ni mantener una conversación.

—Buenos días.

Shirley, vestida con un chándal de color fucsia, se ataba unas zapatillas de deporte.

—Hola… pensé que no había nadie.

—Anna Livia ha ido a hacer unas compras y Kate está en la librería. Y yo voy a salir a dar una vuelta. —Ladeó la cabeza como para verla mejor—. Podrías venir conmigo.

No era una invitación, ni siquiera una oferta. Aquella mujer estridente y vulgar estaba exigiendo su compañía.

—Está lloviendo.

Laura se dijo que ojalá su excusa no sonara tan desesperada como le había parecido. Shirley sonrió.

—No te preocupes por eso. Son cuatro gotas nada más. Y, de todas formas, llevaremos un paraguas. Vamos. Un paseo te vendrá bien.

Salieron a la calle y caminaron en silencio. Shirley parecía muy segura de la dirección que debía tomar. Bajaron un callejón estrecho y llegaron a una de las entradas de la muralla.

—Considérate afortunada: vas a caminar sobre unas piedras que tienen diecisiete siglos de historia. Toda una experiencia, ya verás. Daremos una vuelta entera. Son dos kilómetros, y lo hago casi todos los días. Es bueno para las piernas y para el corazón. ¿Tú haces ejercicio?

—No mucho.

—Nunca es tarde para empezar. Te sentará de maravilla.

Había dejado de llover, y una luz blanquecina luchaba contra las nubes. Shirley andaba con pasos firmes y largos, moviendo los brazos exageradamente de una forma que a Laura se le antojó ridícula. No hablaron durante casi veinte minutos.

—Bueno, Laura, cuéntame… ¿qué haces aquí exactamente?

Ni siquiera apartó la vista del horizonte. Quien viese a Shirley Saunders hubiese podido jurar que caminaba en dirección a algún objetivo.

—He venido a la boda de mi tía.

—Y un cuerno. Ni tú ni tus padres os habéis acordado de Kate en estos años. Y ahora te presentas en Ribanova ¿a qué? ¿A llevarle las arras el día de la ceremonia? No cuela, guapa. Bueno, tal vez a Kate sí. Pero yo soy más lista que ella. O menos buena.

Laura se dijo que, después de todo, había sido una excelente idea dar ese paseo. De haber escuchado a Shirley en el salón de casa posiblemente se hubiese desmayado. Pero la caminata y el aire limpio que había dejado la lluvia parecían una buena forma de enfrentarse a aquella mujer terrible.

—No la entiendo…

—Oh, yo creo que sí. Y trátame de tú, haz el favor.

Siguieron andando. De buena gana Laura hubiese echado a correr, pero ni siquiera sabría adónde ir, y era incapaz de encontrar la casa.

—Cuéntamelo —insistió ella, después de resoplar: siempre le pasaba lo mismo tras los primeros treinta minutos. Laura no la miró para responder.

—Mi padre quería que conociese a Forster. Es que… bueno, ha sido todo tan precipitado que…

—A nuestra edad casi todo es precipitado. ¿Y por qué tanto interés en el señor Smith? ¿Qué esperaba encontrar? ¿Un monstruo de dos cabezas o algo así?

—Supongo que no se fía de él.

—Acabáramos…

Shirley se paró en seco. Laura pensó que era por lo que acababa de escuchar, pero en realidad le había dado un punto. Jadeó y se llevó las manos a la ingle, haciendo un gesto de dolor. Luego se sentó en el pretil de la muralla. Laura la imitó, pensando que la piedra estaba húmeda e iban a mojarse los pantalones, aunque en ese momento no le importaba demasiado.

—¿Qué tiene tu padre en la cabeza?

Ahora Shirley la miraba con sus ojos pequeños como cabezas de alfiler. Laura pensó que nunca se había enfrentado a una mirada así, tan incisiva, tan intensa. Aquella mujer te miraba y parecía que iba a sacar de ti la verdad en estado puro. Quizá eso era lo que debía hacer: contar la verdad. Y empezó a hablar de su padre, y de su madre, y del derecho que ambos creían tener sobre el dinero de Kate. La pareja vivía obsesionada por la idea de haber sido víctima de una brutal injusticia en lo tocante al legado Salomon, y lo único que apaciguaba un poco su amargura era la certeza de que algún día lo que era de Kate acabaría siendo de ellos. Pero de pronto había aparecido Forster Smith, y temían que aquel hombre introdujese un nuevo elemento de conflicto.

—¿Por qué? —interrumpió Shirley—. ¿Tienen miedo de que Kate y él se dediquen a tener hijos?

—Mis padres creen que Forster puede ser un cazafortunas… Por favor, no se lo digas a la tía Kate.

—No lo haré. La mataría del disgusto. La pobre piensa que a pesar de todo su hermano la quiere, y resulta que está contando los días que faltan para que se vaya al otro barrio. Pues deja que te diga una cosa: apostaría a que Kate va a vivir cien años. Tiene una salud de hierro y siempre se ha cuidado. Así que ya le puedes ir diciendo a tu padre que deje de hacer planes para heredar. Quizá se muera él primero…

Era tal la fiereza que había en los ojos de Shirley, tan original su aspecto con el pelo rojo brillando al sol, que a Laura le hizo gracia, aunque muy pronto la breve sonrisa se transformó en una mueca, y luego en un acceso de llanto. Shirley miró a ambos lados para asegurarse de que nadie las veía. Le gustaba llamar la atención, pero, desde luego, no así. Y, además, nunca había sabido qué hacer con la gente que llora.

—Oh, vamos, tranquilízate. No voy a contar nada.

Pero no era una indiscreción lo que preocupaba a Laura Salomon. Era como si de pronto hubiese tomado conciencia de su propia villanía, y —lo que era incluso peor— de la villanía de sus padres. Sin dejar de llorar empezó a hablar a Shirley como hacía mucho tiempo que no hablaba a nadie. Le contó lo de su fugaz matrimonio con un hombre que —salvo ella— todo el mundo consideraba un desastre, y le contó lo del crédito al banco y el negocio de los adornos para el jardín. Le habló de las infidelidades de él, de su posterior abandono, de la vergüenza del embargo y de la conciencia de ser una estúpida incapaz de ver lo que todos los demás habían visto: que su marido de ida y vuelta estaba muy por encima de sus posibilidades.

—Era muy guapo —suspiró, frotándose los ojos con un pañuelo de papel que Shirley le había tendido—, se parecía a David Beckham.

—Vaya cosa. Ese chico no me convence, me recuerda a los angelitos del belén.

—Pues a mí me gustaba. Y no podía creer que yo le gustase a él.

—¿Por?

Laura se echó una mirada a sí misma, y Shirley sintió por ella una corriente de compasión. Anna Livia estaba en lo cierto: aquella chica delgaducha y triste parecía un pollito sin plumas.

—Querida, hay algo que deberías recordar… a cierta edad, y no hace falta que esperes a la mía, la belleza deja de tener importancia. A partir de los cuarenta y cinco, ninguna mujer es verdaderamente guapa. —Laura iba a decir algo, pero Shirley no estaba acostumbrada a que la interrumpieran, así que le dirigió un gesto casi amenazador para detenerla—. Puedes creerme: la piel se estropea, todo se cae y lo más normal es engordar aunque te alimentes de agua con limón. La esperanza de vida de las mujeres está en ochenta y tres años, así que relájate: pasarás más de treinta sin tener que preocuparte por no ser miss universo. Para entonces importará más contar con un buen esqueleto, un pelo bonito y un color de ojos agradable. Tú tienes esas cosas. Y creo que las has heredado de tu tía Kate. Es posible que acabes pareciéndote a ella, así que puedes estar satisfecha. Tu madre es muy guapa, de acuerdo, pero que me ahorquen si en unos años no acaba siendo una gordinflona.

Laura sonrió. En efecto, su madre había ganado un par de tallas en los últimos tiempos, y aquel culo respingón que en otra época era motivo de orgullo había dejado paso a unas orondas posaderas de matrona. Se quedaron calladas las dos. Había dejado de llover, y las nubes hechas trizas iban dejando atisbos de un cielo azul intenso. El aire, todavía húmedo, olía muy bien. Un par de caminantes pasaron por su lado a paso ligero, y luego una mujer con un carrito de bebé y dos hombres haciendo footing. Parecían correr sin esfuerzo, como si fuese natural trotar del modo elegante con que lo hacían. Laura se dijo que le gustaría ser capaz de hacer algo así, ir a esa velocidad sin cansarse, pero siempre que intentaba correr acababa agotada y sin respiración.

—¿Te quedarás en Ribanova?

—Mi padre me hará volver en cuanto se dé cuenta de que no tengo nada que hacer aquí.

—Pues entonces deja que crea lo contrario. Es por una buena causa. Kate se merece seguir pensando que su sobrina ha cruzado el mar para acompañarla el día de su boda. —Se puso de pie—. Venga, ya está bien por hoy. Regresemos. Tengo bastantes cosas que hacer, y tú vas a ayudarme. A eso has venido, ¿no?

Se levantaron a la vez y echaron a andar a buen paso. El aire estaba limpio y el sol empezaba a brillar, arrancando destellos a la hierba mojada.

Sobre el sofá del salón, que era de un sobrio color tabaco, habían colocado media docena de muestras de tela en distintos tonos de malva, desde uno muy oscuro hasta otro tan claro que parecía blanco. Julia del Amo iba cogiendo una por una y la colocaba junto a la cara de Kate.

—¿Es necesario todo esto?

—Pues claro que sí —intervino Shirley antes de que Julia pudiese decir nada—, hay que buscar el color que mejor se ajusta al de tu piel.

Julia fue desechando retales hasta que se quedó con uno.

—Kate, la decisión es tuya, pero yo optaría por éste. Es perfecto para ti.

Le tendió un trozo de tela que tenía el mismo color que las lilas. Kate sonrió.

—Es precioso. Y si encima me queda bien…

—Vas a estar guapísima. Lo digo en serio. Una novia azulada y radiante.

Kate Salomon estaba vestida con una curiosa capa de tela a la que Julia llamaba «la toile» y que era en realidad el corte del vestido confeccionado en un material más bien frágil y nada cómodo. Muy a su pesar, se dijo que en su primera boda no había elegido el traje de novia con tanto cuidado como en esta ocasión. Sintió que estaba siendo injusta con Mike, así que intentó apartar los recuerdos a empujones.

—Julia… ¿conociste a Juan Sebastián Arroyo?

Ella sonrió y se quitó dos alfileres de la boca para responder.

—No tanto como hubiese querido. Murió al poco de llegar nosotros a Ribanova. ¿Por qué?

—El hijo de Forster, David, ha encontrado unas cartas que le escribió mi tío. Está trabajando en una biografía, así que ha venido a la caza y captura de detalles.

—Era un hombre increíble. Una especie de… no sé, de pariente colectivo de toda la ciudad. La gente le apreciaba mucho. Mi hermana, Luisa, decía que Marcial de Soto se pasaba la vida hablando de él, «Juan Sebastián Arroyo esto, Juan Sebastián Arroyo lo otro…». Eran muy amigos. Aunque, por lo que contaban, Arroyo era amigo de todo el mundo. —La obligó a darse la vuelta para colocar un alfiler en la cintura—. Bueno, esto ya está. Creo que éste es el modelo, y si ya tenemos la tela…

Kate pareció recordar algo.

—Por cierto, Shirley, gracias por traerme todas esas muestras.

—De nada. Tu sobrina me ha ayudado mucho. Tiene buen ojo para los tejidos.

Era mentira, por supuesto. Laura apenas había abierto la boca cuando empezaron a poner ante ellas los rollos de muselina, guipur, lamé y organza, pero Shirley se había propuesto dar algún protagonismo a aquella chica, e iba a hacerlo a costa de cualquier cosa. Julia del Amo guardó el retal de la tela elegida y despojó a Kate de aquel armazón tan rígido.

—Vendré a probarte en un par de días. No te preocupes, vamos bien de tiempo. —Le dio un breve abrazo—. Vas a ser la novia más guapa de Ribanova. No: la novia más guapa del mundo. Y ahora me voy, quiero llegar a tiempo para que me corten la tela.

—Julia, no sé cómo darte las gracias.

—No lo hagas. ¡Hasta mañana!

Cuando se cerró la puerta, Shirley abrió su bolso enorme y sacó una hoja de papel.

—Arreglado lo del traje, vamos a otra cosa. Os voy a enseñar el menú del bufet. Si te parece bien, mañana iré a encargarlo todo al Hotel Almirante.

—¿Lo va a servir el restaurante del hotel? —hipó Kate—. Shirley, ese sitio es carísimo… no me lo puedo permitir…

Shirley exhibió una sonrisa de triunfo.

—Alto ahí, esto es cosa de Forster. Habló conmigo y me pidió que organizase todo sin reparar en gastos.

—Y, evidentemente, no hay cosa que guste más a Shirley Saunders que escuchar una frase así. —Anna Livia estudiaba las telas desechadas preguntándose si alguna le sentaría bien a ella—. Me parece un bonito detalle por parte de Forster.

—Es un hombre muuuuy generoso —Shirley miró a Laura al decir esa frase y ella bajó rápidamente la cabeza, aunque nadie entendió por qué.

—Bueno, pero no exageremos, ¿eh? Se trata de una merienda cena, nada más.

En ese momento Shirley puso los brazos en jarras.

—Eso sí que no. Empecemos a llamar a las cosas por su nombre. Es tu boda, Kate, no un cumpleaños de niños pequeños que se pueda celebrar con bocadillos de mortadela y emparedados de crema de cacahuete. Vamos, por favor… Una merienda cena… ¡suena tan ordinario! Deja que hagamos algo con un poco de clase. Tú la tienes. Y Forster también.

Kate se echó a reír. Laura pensó que tenía una risa preciosa, juvenil. Y también que nunca había escuchado a su madre reírse como se reía su tía. Posiblemente ella tampoco se había reído nunca así.

—Shirley, eres terrible… pero tienes razón. Es mi boda, qué demonios. Venga esa lista que has preparado, estoy deseando verla.

—Ésa es la actitud. Verás, me he reunido con el maître del restaurante y me ha propuesto un cóctel basado en el que se sirvió el día de la inauguración del Hotel Almirante, en 1924. Mirad esto y llorad: es una copia del menú. Tiene casi noventa años.

Canapés de Crema de salmón

Canapés de muselina de rape

Paté de foie en pan de especias

Tostaditas de Rilletes de oca

Barquitas de roquefort con nueces

Queso de cabra con confitura de arándanos

Vol au Vents de Manitas de cerdo deshuesadas

Vol au Vents de gambas

Delicias de bechamel de ave

Sorpresa de riñones al jerez

Tartaletas saladas de mantequilla de anchoa

Cesta de setas variadas

Volcán de ajetes tiernos y huevo revuelto

Quiche Lorraine

Hojaldres calientes de perdiz

Dados de salmón marinado en eneldo

Atún fresco en Tartare

Brochetas de solomillo a la mostaza antigua

—¿Qué te parece?

—Es fantástico…

—Yo diría que sí, ¿eh? Nada ostentoso ni vulgar, pero lleno de historia. Fíjate, vamos a comer lo mismo que hace casi un siglo.

—Muy apropiado para la boda de dos piezas de museo. —Kate abrazó a Shirley—. Gracias por todo, querida. Eres un verdadero genio.

—No pasaremos hambre precisamente. —Anna Livia meneaba la cabeza al leer la lista. Era una mujer bastante frugal, y la sola mención de semejante cantidad de comida casi le quitaba el apetito—. Y, por cierto, deberíamos encargar la tarta cuanto antes. Supongo que queréis que la hagan en Pelayo.

Kate no dijo que no había pensado en la cuestión de la tarta. De hecho, había imaginado que servirían como postre una selección de pastelillos y, tal vez, unas chocolatinas, o esos helados pequeñitos que podían comprarse a granel en cualquier supermercado. Pero de pronto la idea de un pastel de bodas le pareció muy atractiva. Sí, quería una tarta clásica, de varios pisos y coronada por una pareja de novios hecha de plástico.

—Será mi regalo de bodas —añadió Anna Livia—. Mira, así me quito un peso de encima. Llevo días pensando en qué comprarte y ya lo he resuelto. Voy ahora mismo a escogerla. Shirley, ¿me acompañas?

—Claro. —Se sintió aliviada: por un momento había pensado que iban a dejarla fuera del asunto de la tarta—. Laura, vendrás con nosotras. Nos vendrá bien un árbitro por si no nos ponemos de acuerdo. Kate, tú descansa un rato. ¿Nos vemos para cenar?

—Ah, sí, casi se me olvida… Jeffried Ruskin quiere invitarnos a todos. Me parece un buen momento para que os conozcáis. Forster y su hijo vendrán también.

—¡Es una idea estupenda! Una cena de preboda… fantástico, Kate. ¿Adónde iremos?

—Jeffried ha dicho que no le preocupa la cuenta. Estaba pensando en el Hotel Almirante… ¿Os parece que reserve a las nueve?

Anna Livia y Shirley salieron a la calle seguidas por Laura Salomon, que se sentía un poco aturdida por aquel trasiego. Tenía la sensación de no haber parado en todo el día. Y, sin embargo, tanta actividad no le estaba sentando mal. Era bueno hacer cosas, pensó. Desde su separación —y al pensar en ella notó un dolor difuso en alguna parte del pecho— no había hecho nada más que lamentarse y vegetar. Ahora caminaba por una alegre calle peatonal junto a dos mujeres desconocidas que parloteaban quitándose la palabra la una a la otra. Al llegar a la Plaza de España Anna Livia le señaló El Unicornio.

—Mira, Laura… es la librería de Kate.

—Invirtió en ella casi todo su dinero —remachó Shirley, y Anna Livia se preguntó a qué venía la aclaración.

—¿Se ocupa ella misma de llevarla?

—Hay un chico, Ahmed, que es quien se encarga de todo. Una verdadera joya. Ah, mira, ahí está.

Desde el otro lado de la galería Ahmed les hacía señas amistosas. Ellas respondieron y entonces él les pidió con gestos que esperasen un momento. Unos segundos más tarde se encontraba con ellas ante el escaparate.

—Señora Saunders, señora Cherny. —Kate había renunciado a que Ahmed aprendiese a pronunciar correctamente el apellido húngaro de Anna Livia. Ahmed hablaba español a la perfección, pero el Szcherny de su amiga se le atragantaba sin remedio con su lío de consonantes colocadas aquí y allá—. Tengo que hablar con ustedes.

Pareció reparar en la presencia de Laura, y le dedicó una ceremoniosa inclinación de cabeza.

—Ahmed, ésta es Laura Salomon.

—La sobrina de la señorita Kate. Me dijo que usted iba a venir. Bienvenida a la ciudad.

Se llevaba la mano al corazón, y Laura pensó que aquel chico, con sus ojos enormes y profundos, la piel verdosa y sus ademanes de otro mundo parecía un personaje de Las mil y una noches. No era muy original, pero tampoco tenía otros referentes orientales.

—Verán, hay una cosa que tengo que decirles. Se trata de la boda de la señorita Kate. Mi familia quiere contribuir.

Shirley estuvo a punto de decir que eso era estupendo, porque tal vez podrían preparar unas empanadillas indias de esas rellenas de vegetales, pero Ahmed no hablaba de comida.

—Queremos llevar rosas. Muchas. Cientos de rosas, tal vez.

Anna Livia entornó los ojos. Aquella frase, «cientos de rosas tal vez», parecía el título de un libro. Shirley se apresuró a reivindicar su puesto de jefa de pista.

—Pues me parece una idea excelente.

—Mi madre dice que si nos lo permiten podemos llevar a su casa muchos ramos de rosas el día de la boda. Nosotros los haremos, uno por uno, y luego los colocaremos donde ustedes nos digan. Queremos llenar de rosas a la señorita Kate.

Shirley parpadeó varias veces, como hacía siempre que estaba a punto de emocionarse. Anna Livia no era tan sentimental, pero incluso a ella la declaración de Ahmed la había conmovido. Imaginó la mañana de la boda de Kate Salomon, cuando llegasen a la casa enormes ramos de flores. Cientos de rosas, como había dicho Ahmed. De buena gana hubiese abrazado a aquel muchacho de ojos intensos y piel color oliva. Claro que Shirley ya se había ocupado de eso, y en aquel instante achuchaba a Ahmed mientras empezaba a moquear.

—Oh, es maravilloso…

—Entonces ¿podemos? ¿Nos lo permite usted? Mi madre dijo que no quería ofender a nadie y que tal vez…

—¿Ofender? ¿A quién? ¿Por qué? Ay, Ahmed, no pienses cosas raras… vosotros, los orientales, sois tan mirados para todo…

Anna Livia dirigió a su amiga una mirada de alarma. Shirley tenía muy buen corazón, pero su delicadeza era la de un elefante. Por suerte, Ahmed no tenía la piel tan fina, y se limitó a reírse y a decir que hablaría con su madre para que empezase a prepararlo todo.

En la pastelería de Alejo Pelayo olía siempre a mantequilla derretida y a alguna otra cosa, dependiendo del día. Cuando entraron Shirley y las otras flotaba un aroma intenso a almendras tostadas, y Anna Livia —que tenía un olfato privilegiado— supuso que estaban haciendo un bizcocho que llevaba por encima una capa crujiente de frutos secos mezclados con una costra de caramelo. Una vez más, Anna Livia Szcherny se prometió a sí misma que si alguna vez se anunciaba el advenimiento del fin del mundo entraría en aquel paraíso de golosinas armada con una cuchara y probaría todos y cada unos de los dulces que había detrás del mostrador.

La dependienta que les atendió estaba al tanto de los planes de Kate. La noticia de la boda había corrido como la pólvora por toda la ciudad, y en aquel momento no quedaba nadie sin saber que Kate Salomon iba a casarse.

—Me alegro de que vayan a comprar la tarta aquí. Haremos algo especial para la señorita Salomon. ¿Tienen alguna idea?

—Queremos un pastel clásico. —Anna Livia se adelantó a la determinación de Shirley. Al fin y al cabo, era su regalo de bodas—. Ya sabe, varios pisos, cubierto de blanco…

—Pero no ostentoso. —Shirley miró a su amiga como para recordarle que, al fin y al cabo, era ella la jefa de pista—. Nada de un montón de frutas escarchadas como adorno ni… ni pájaros de colorines aquí y allá.

La dependienta se quedó algo perpleja: nunca en toda su vida había vendido una tarta adornada con pájaros, pero no dijo nada. En lugar de eso fue a buscar un catálogo y se alejó para permitir que aquellas dos damas se entregasen a una discusión que se presumía apasionada. Por suerte, se pusieron de acuerdo casi en seguida para encargar una tarta de cinco pisos cubierta de azúcar glaseado y decorada con diminutas flores de barquillo teñidas en un color muy parecido al del vestido de Kate.

—¿Quieren crema para el relleno? Podemos hacerla con nata, pero creo que la crema es mejor.

—Crema entonces.

—Pondremos las iniciales de los novios encima. Una K y…

—Una F de Forster. Ya les diré a qué hora deben traerla, en casa no la podemos guardar. —Shirley hablaba con una autoridad aplastante. Se volvió hacia las otras dos—: ¿Os apetece tomar algo? Porque a mí sí. Este olor a mantequilla siempre me abre el apetito.

Se sentaron en el pequeño café de la parte de atrás, y pidieron té y tres porciones del bizcocho con cobertura crujiente.

Cuando Anna Livia entró en el baño, Shirley se enfrentó a Laura.

—Tenemos que contárselo…

—¿El qué?

—¿Qué va a ser? Los planes de tu padre. No me mires así, Anna Livia es de total confianza, y nos vendrá bien su perspectiva. Además, no puedes pedirme que guarde sola este secreto.

Era verdad. Shirley no era lo que se dice una persona discreta, y necesitaba compartir las novedades. Oh, desde luego que no pensaba hablar con Kate. Se sentía comprometida a respetar la confesión de Laura… pero Anna Livia era harina de otro costal. Además, los secretos son más divertidos si hay mucha gente en el ajo…

—Pero es que…

—Fíate de mí, te sentirás mejor compartiendo esto con alguien más.

Laura ya se estaba dando cuenta de que era Shirley quien se sentiría mejor al hablar del asunto. Pero no estaba en posición de escoger. En cuanto Anna Livia regresó, Shirley la puso en antecedentes de su situación, y curiosamente Laura se sintió vagamente confortada al escuchar su problema de boca de Shirley, que lo había simplificado extremadamente.

—Así que esta chica tiene el encargo de estropear la boda, cosa que por supuesto no va a hacer, pero si se lo dice a su padre la obligará a volver a casa y trabajar todo el verano en esa cafetería que huele a aceite requemado. Y eso sí que sería un drama, por ella y por nuestra Kate. A ver quién le dice ahora que su sobrina va a marcharse sin asistir a la boda.

Anna Livia arrugó el entrecejo mientras se metía en la boca distraídamente un pedacito de bizcocho.

—¿Por qué se supone que tienes que irte? —dijo al fin.

—Porque tengo que escribirle a mi padre en cuanto conozca a Forster. Y, por lo visto, no hay nada malo que se pueda decir de él. Así que en cuanto sepa que no puedo acusarle de ser un estafador, papá no querrá que me quede aquí ni un minuto más.

Anna Livia y Shirley dieron un sorbo a sus tazas de té exactamente al mismo tiempo. Laura se dijo que era imposible concebir a dos mujeres menos parecidas entre sí. Y, sin embargo, estaba claro que se apreciaban y se respetaban, y que había entre ellas una extraña complicidad que, desde luego, no surgía porque aparentemente tuviesen muchas cosas en común. Laura sintió una punzada de envidia al darse cuenta de que ella no había tenido nunca una amiga así. Había crecido alimentando la certeza de que las relaciones entre mujeres estaban salpicadas de recelos, de rivalidades y envidias. Nunca había llegado a establecer con otra chica una relación de confianza absoluta, quizá porque su madre la había criado repitiendo el triste mantra del «no te fíes». Así que allí estaba, con casi treinta años y una colección de fracasos a sus espaldas, deseando estar en el pellejo de cualquiera de aquellas dos ancianas que parecían llevarse estupendamente.

—Tu padre debe seguir creyendo que Forster es un peligro potencial —sentenció Anna Livia—. Eso no es tan difícil. Que le mande un correo diciéndoselo.

—Oh, no. Eso sería muy evidente. —Dijo Shirley—: Voy a hacerlo yo. Paga y vámonos a casa, tenemos mucho que hacer. Y os recuerdo que hemos quedado para cenar a las nueve. No debería haberme comido este bizcocho, pero qué le vamos a hacer…

De: shirleytemple25@hotmail.com

Para: sunsetcafestaff@sunsetcafe.com

Querido James: espero que te acuerdes de mí, porque yo te tengo completamente presente, pero por si acaso te refrescaré la memoria. Soy Shirley Saunders, gran amiga de tu hermana Kate. Nos hemos visto muchas veces en Brighton, conozco a tu guapa esposa Lotta y a tus dos hijas. Supongo que ya sabes que estoy viviendo en Ribanova con Kate y una amiga de ambas, Anna Livia Szcherny. Tenemos una casa preciosa y estamos muy tranquilas, o tal vez debiera decir que estábamos muy tranquilas hasta que Forster Smith llegó con sus planes. Sé que para ti supondrá un disgusto saber que ese hombre no me gusta lo más mínimo, y que no estoy muy segura de que sea una buena idea el que Kate se case con él. Lamento decirte esto, pues supongo que estabas muy contento ante la idea de su boda con tu hermana, pero es lo que hay. Por eso creo que ha sido providencial que tu hija Laura (una chica estupenda, por cierto) se haya dejado caer por aquí. Creo que Kate necesita que alguien de su misma sangre le ayude a ver las cosas desde otra perspectiva, y a plantearse si ha tomado la decisión correcta.

Faltan pocos días para la boda, pero es más que suficiente para que Kate reflexione, y, como yo suelo decir, mientras hay vida hay esperanza.

Te mando un afectuoso saludo desde aquí y te aseguro que puedes contar conmigo. Seré una fiel aliada de Laura en todo lo que ella pueda necesitar. Estoy a tu disposición para lo que quieras. Por lo demás, te mantendré informado de cada cambio que se produzca.