Jeffried Ruskin era un hombre de costumbres y, como tal, detestaba viajar, a pesar de que tenía que hacerlo con relativa frecuencia. La idea de comprar billetes, hacer maletas y tomar aviones —no hablemos ya de la indeseable aventura de enfrentarse a un aeropuerto—, le ponía los pelos de punta. De haber podido arreglar con unas llamadas y unos cuantos correos electrónicos todo lo concerniente al manuscrito de Albert Salomon, sin duda lo hubiese hecho. Pero el caso es que esta vez no iba a ser tan sencillo. Y, desde luego, si Kate no estuviese a punto de casarse —«¡Casarse!, válgame Dios»—, le hubiera propuesto trasladarse a Londres por unos días, la habría alojado en el Claridge —la editorial podía permitirse ciertos lujos— y habría tenido con ella unas cuantas reuniones importantes.

El señor Ruskin estaba tremendamente agradecido a Kate Salomon. Cuando la conoció, hacía ya casi veinte años, él era un editor novato que no tenía más que una corazonada y los derechos caducados de media docena de libros. Había imaginado a Kate Salomon como una viuda amargada, dispuesta a discutir por unos cuantos peniques, inflexible y desconfiada, y en lugar de eso halló a una mujer serena y en absoluto codiciosa que entendió su proyecto como lo que era: una apuesta al negro o al rojo, y en vez de incordiarle con preguntas que no podía responder, inventarse obstáculos o exigir resultados, quiso participar en aquel juego. Había sido generosa, colaboradora y comprensiva. Y Ruskin se preguntaba si aquel espíritu de extrema sensibilidad, aquella capacidad para la empatía, habrían mermado siquiera un poco con el paso del tiempo. Porque lo que los responsables de la editorial querían hacer con el libro de Albert Salomon iba a necesitar de una dosis extra de buena voluntad por parte de su heredera.

El recién llegado era un libro fabuloso. O, mejor dicho, era la fabulosa mitad de un libro. La historia de un aspirante a escritor en la esplendente Nueva York de los años cuarenta, cuando la guerra estaba en su apogeo y el mundo y Estados Unidos se preparaban para un futuro que tenía la obligación de ser mejor. Al parecer, a Albert Salomon sólo le había dado tiempo a escribir ciento cincuenta páginas. La historia había quedado claramente inconclusa. En un principio, el editor jefe y él habían pensado en la posibilidad de publicar lo que tenían, pero ambos coincidieron en que le faltaba peso.

—Diablos, Ruskin, este tipo no es Henry James… al menos, no todavía. No podemos publicar un centenar de folios y decir «ahí queda eso, ahora inventaos vosotros el final».

—Bueno, fue lo que hicieron con Suite francesa —aventuró Jeffried, pero su jefe no estaba por la labor de ser comprensivo.

Suite francesa tenía tres veces más páginas —respondió malhumorado— y eso compensaba el riesgo. Lo siento, pero no voy a editar la novela tal como está.

—¿Entonces?

Paul Fiddean había dudado un poco antes de seguir, pero Ruskin supo en seguida que sólo estaba fingiendo: hacía tiempo que había tomado una decisión respecto a El recién llegado.

—Jeffried… ¿y si lo terminamos nosotros? No, espera, no me mires así. El estilo de Salomon es brillante, pero no imposible de imitar. Tenemos… tenemos dos o tres personas muy capaces de continuar esa novela y nadie estaría en condiciones de demostrar que no ha sido Salomon quien lo ha hecho.

Jeffried Ruskin no dijo nada. Se quedó mirando por la ventana, desde la que llegaba, en sordina, el rumor del tráfico. Era evidente que no le gustaba la idea de su jefe. Era un tipo honesto y lo que Fiddean estaba poniendo sobre la mesa constituía un fraude. Oh, claro que había editores dispuestos a hacer la vista gorda ante ese tipo de enjuagues: los mismos que no tenían reparo en contratar a un escritor fantasma para escribir la novela que luego firmaba el presentador de un reality show o una actriz de moda. Él no era así, desde luego. Y hace algún tiempo —digamos diez o doce años— se habría marchado del despacho dando un portazo tras escuchar aquella propuesta. Pero sucedía que Jeffried Ruskin estaba atravesando una mala racha en la editorial.

Todo había empezado a torcerse cuando cometió un error imperdonable en la feria de Frankfurt: había tenido en las manos la trilogía de Stieg Larsson y no quiso comprar sus derechos para Reino Unido. Como contaría mil y una veces después —no tanto para justificarse como para explicar lo ocurrido—, el editor exigía la adquisición de los tres originales y él vio un riesgo en hacerse con mil doscientas páginas en sueco de las que no tenía más información que un breve resumen en inglés y, eso sí, las vertiginosas cifras de venta en Escandinavia. Pero Jeffried Ruskin había pensado que el éxito en los países nórdicos no podría reproducirse en la vieja Europa: una novela sobre perversiones sexuales, con una protagonista desquiciada y políticamente incorrecta, llena de nombres kilométricos y de escenas escabrosas estaba bien para hacer pasar el rato a daneses o a suecos, pero a los ingleses no les gustaban esas cosas. Evidentemente, se equivocó, y dejó escapar el fenómeno editorial del año.

No recibió reproches por ello. O, al menos, no directamente. Son cosas que pasan, le había dicho Paul Fiddean, pero Ruskin sabía que tras las puertas cerradas de los despachos de la última planta los ejecutivos de la editorial le llamaban estúpido y reprimían la pulsión de bajar cuatro pisos para estrangularlo públicamente. Tal vez hubiese sido mejor, pensó Ruskin, tal vez habrían debido escarnecer su decisión, cuestionar su valía, hacerle víctima de alguna invectiva cruel. Porque aquel silencio elegante, aquella condescendencia, había sido mucho peor. Los jefes le sonreían bondadosamente mientras le daban palmaditas en el brazo y repetían «no tiene importancia», y en la fiesta de Navidad el director editorial tuvo la desfachatez de ponerle una mano en el hombro y decirle «muchacho, no quiero que piense en la catástrofe Larsson nunca más». Así era como llamaban a su metedura de pata en Somerset Publishers. La catástrofe Larsson. Su pecado ya tenía un nombre. Con el paso del tiempo, se convertiría en una especie de leyenda.

Aquello fue el comienzo de una larga serie de pequeñas meteduras de pata. Nada grave, desde luego. Pero estaba tan deseoso de demostrar que la catástrofe Larsson —sí, él también la llamaba así— había sido sólo una leve mancha en su expediente que se precipitó en la toma de algunas decisiones y, por supuesto, volvió a equivocarse. Lanzó con toda la artillería a un joven novelista que resultó ser una especie de demente ciclotímico que se peleaba con los periodistas, insultaba a los críticos y despreciaba públicamente a los lectores. Luego robó a una autora de moda a otra editorial poniéndole delante un cheque jugoso, y el libro contratado fue un desastre sin precedentes. Basó la campaña de promoción de una traducción francesa en unas críticas proporcionadas por el autor y que resultaron ser falsas —lo cual le convirtió a él en la comidilla de los cenáculos literarios y la rechifla generalizada de la profesión— y, para acabar de rematar el desastre, renunció a renovar los derechos de un escritor chino al que Somerset Publishers había publicado sin mucho éxito de ventas durante ocho años, con tan mala suerte que cuatro meses más tarde le dieron el Premio Nobel.

Así las cosas —y aunque nadie se lo había dicho con esas palabras—, la posición de Jeffried Ruskin en la editorial pendía de un hilo. El hallazgo del manuscrito inédito de Albert Salomon había sido tan providencial que empezaba a considerar la posibilidad de que se tratase de un milagro. Y ahora, cuando comenzaba a llenarse de oxígeno los pulmones, el señor Fiddean llegaba con la propuesta insensata de perpetrar un fraude con todas las de la ley.

En otro tiempo se hubiese opuesto frontalmente. En otro tiempo hubiese dicho que para publicar el producto del trabajo ajeno con el nombre de Albert Salomon tendrían que pasar sobre su cadáver. En otro tiempo hubiese discutido hasta la muerte, presentado su dimisión, entrado dando voces en el despacho del presidente de la editorial. Pero ¡ay!, ya no era el editor intachable de hacía diez años, sino el incauto al que un autor sin escrúpulos había colocado media docena de críticas falsas, el que había roto el contrato de Mo Yan, el responsable de la catástrofe Larsson. No, no podía soliviantarse ni decir a Paul Fiddean que no contaran con él.

—No sé qué dirá Kate Salomon de todo esto.

Recordar a Kate Salomon lo apaciguó. No era el tipo de persona que encuentra adecuado abusar de la confianza de los lectores. Sí, Kate defendería con uñas y dientes el trabajo de su tío y no consentiría que nadie pusiese sobre él una sola coma.

—¿Crees que le parecerá mal? No lo entiendo. Va a llevarse el diez por ciento de un éxito de ventas…

Jeffried Ruskin se apartó de la ventana. Había empezado a caer una lluvia menuda que complicaba el tráfico, y desde fuera se escuchaban las bocinas desabridas de decenas de conductores incapaces de entender que si el de delante no se movía era por incapacidad, no porque resultase divertido contribuir al embotellamiento.

—No estoy seguro. Tú no conoces a Kate Salomon. Es una mujer muy particular. Tiene… tiene ideas muy firmes sobre todo. Sobre lo justo, lo injusto, lo que está bien y lo que está mal. No me extrañaría que le disgustase la idea de añadir páginas apócrifas al trabajo de su tío. Y, por contrato, ella tiene derecho a supervisar la edición.

—No se lo digas.

Fuera arreció la lluvia, y un feroz ejército de gotas de agua golpeó la ventana. El viento arrancó algunas de las hojas nuevas de los árboles, e instintivamente Fiddean se volvió hacia el paragüero para comprobar que tenía forma de defenderse del temporal.

—No puedo hacer eso —se dio cuenta de que había sido un error emplear el singular: estaba asumiendo que la responsabilidad era sólo suya—, quiero decir que si ocultamos esa clase de información a Kate Salomon y por alguna razón descubre lo que hemos hecho, tendremos un problema legal. Por no hablar del escándalo, claro. Ella tiene que autorizar cualquier cosa que hagamos con el legado de su tío.

Fiddean le dirigió una sonrisa benevolente. Una de esas sonrisas compasivas que tenían la virtud de sacar de quicio a Ruskin, y que solían ser la antesala de un comentario más bien poco grato. Si Fiddean pensaba que aquella sonrisita servía para atemperar el efecto de sus palabras, se equivocaba de medio a medio.

—Pues ése es tu trabajo, Jeff. Convencer a Kate Salomon de que no nos dé problemas. —La sonrisa se aderezó con un leve cabeceo—. Creo que últimamente nadie te ha pedido ningún esfuerzo extraordinario, ¿no? Muy bien, pues ha llegado el momento de remangarse. Habla con esa Salomon y explícale lo que te parezca, pero quiero una firma que nos dé vía libre para convertir El recién llegado en una máquina de hacer dinero.

Jeffried Ruskin sostuvo la mirada a Fiddean durante unos segundos, preguntándose cómo demonios podía uno acabar una reunión como aquélla. Hace años —¡siglos!— habría mirado severamente a su superior antes de decirle «lo siento, pero yo no lo veo así» o «habla tú con ella si quieres, porque yo no pienso plantear semejante disparate» o, simplemente, «vete a la mierda, Fiddean». Pero hacía mucho tiempo que no estaba en condiciones de adoptar esa actitud de superioridad moral. De pronto sintió unas ganas tremendas de estar solo. Quería marcharse, pero no sabía cómo. Por suerte para él, sonó el teléfono y pudo fingir que era la discreción lo que le hacía abandonar el despacho.

—Te dejo, tienes trabajo.

—Sí, claro. Avísame cuando lo hayas arreglado todo.

Llamó a Kate en seguida. Tuvo que telefonear tres veces antes de encontrarla, y cuando al fin consiguió hablar con ella fue incapaz de decirle la verdad: que el hallazgo del original de Albert Salomon no era una suerte, sino un gigantesco problema. Eso era algo de lo que tendrían que hablar cara a cara. Y por eso, cuando ella le explicó que no podía moverse de Ribanova, se escuchó a sí mismo anunciar su visita. No, a Jeffried Ruskin no le gustaban los viajes. Pero en aquel difícil momento de su vida profesional sintió que salir de Londres era casi una liberación, y la idea de pasar unos días en una ciudad distinta, lejos de la perversa maquinaria de Somerset Publishers se le antojaba una ocasión de oro.

En eso estaba pensando cuando llegó al Hotel Almirante, donde Kate había reservado una habitación para él. Hacía un bonito día de primavera y aquella ciudad, Ribanova, se le antojó un lugar agradable. Quizá, cuando lo echasen de Somerset Publishers y estuviese en la más absoluta ruina, podría plantearse vivir allí. No debía de ser muy caro. Podría alquilar una casa en las afueras, hacerse con un poco de terreno y cultivar sus propios vegetales para subsistir. Podría criar gallinas y alimentarse de huevos, calabacines y tomates. Ése sería su futuro cuando Fiddean y los otros acabaran con él, cosa que iba a suceder cuando regresase a Londres con las manos vacías. Porque Kate Salomon no iba a aceptar la inmoral proposición que se traía en la cartera. Él mismo se sentía miserable por ponerla sobre la mesa, pero —a pesar de todo— seguía conservando un acendrado sentido del deber, y estaba convencido de que hablar con Kate era su obligación frente a la empresa a la que había estado unido durante cuatro lustros.

—¡Jeffried!

La voz de Kate Salomon le hizo sobresaltarse, y soltó la maleta que llevaba en la mano. Estaba allí, en el vestíbulo del hotel. Se sonrojó levemente: no esperaba encontrarla tan pronto. Hubiese preferido tener tiempo para deshacer su equipaje, tomar una ducha fría y armarse de valor. No, aún no estaba preparado para verla, pero disimuló lo mejor que pudo.

—¡Kate, qué sorpresa! ¿Es un comité de bienvenida?

Ella soltó una carcajada juvenil y le dio un breve abrazo. Llevaban cinco años sin verse y era evidente que le agradaba aquel reencuentro.

—No precisamente. El hijo de Forster acaba de llegar a la ciudad y hemos venido a recogerle.

—Forster es…

—Mi prometido. Cielos, suena muy cursi y muy antiguo, ¿verdad? Pero es lo que hay, supongo. Mira, ahí está. ¡Forster!

Observó sin disimulo al hombre que se acercaba. Era alto, muy delgado, no precisamente atlético, pero tenía buena figura. Jeffried Ruskin, que acababa de cumplir los cuarenta y ocho, se dijo que no le importaría estar como él veinte años después.

—Éste es el señor Ruskin, el editor de mi tío.

El recién llegado le estrechó la mano con firmeza. Jeffried Ruskin decidió que aquel hombre le caía bien, aunque ni siquiera sabía por qué.

—Excelente. ¿Vendrá a la boda?

La boda. Por supuesto. Lo había olvidado. Ni siquiera traía un regalo. Debería haber comprado algo a Kate. Claro que ¿qué se le regala a una novia septuagenaria?

—No lo creo. Debo… volver a Londres en unos días. En cuanto haya arreglado las cosas con Kate.

«Arreglado las cosas». Era un buen eufemismo.

—Ah, sí, Kate me ha contado lo del original de su tío. Realmente es una noticia, ¿no? Espere a que mi hijo David lo sepa. Está escribiendo una biografía sobre Albert Salomon. En cuanto le coja a usted por banda le hará un montón de preguntas.

Era lo único que le faltaba al bueno de Jeffried Ruskin: un biógrafo pesado queriendo saber más de la cuenta. Se traía en el maletín una oferta de fraude, y de pronto aparecía uno de esos listillos dispuestos a pasar el microscopio por la vida y la obra de Albert Salomon. Notó un pinchazo en el pecho. Quizá iba a darle un infarto allí mismo. Sería lo mejor, pensó. Acabaría todo y no tendría que pasar por aquel calvario: primero, la discusión con Kate Salomon. Después, el oprobio y el despido.

—Vamos a salir a comer. ¿Quiere venir con nosotros? David está a punto de bajar.

—Oh, no, me temo… quiero decir que estoy bastante cansado y necesito echarme un rato. Se lo agradezco mucho, pero comeré cualquier cosa en la habitación. Kate, ¿podré verte luego? Tenemos que hablar…

—Claro. Me pasaré por aquí a las cinco y podremos tomar un café juntos. —Frunció un poco el ceño y escudriñó su rostro, que había adquirido el color de la cera—. Jeffried, ¿te encuentras bien?

Estuvo a punto de decir que no. A punto de derrumbarse allí mismo y de contarles a Kate Salomon y a aquel Forster a quien acababa de conocer que estaba pasando el peor momento profesional de su vida. Pero no lo hizo. Se obligó a sonreír, a decir que nunca había estado mejor y a enarcar las cejas como si la pregunta de Kate fuese una soberana tontería.

—Bueno, hijo, ¿qué te parece mi Kate?

Kate Salomon se enfadó consigo misma al notar que se ruborizaba. De buena gana hubiese dado una patada a Forster. ¿A qué venía preguntar aquello delante de ella? ¿Qué se suponía que tenía que decir David? Por un momento deseó que el joven respondiese: «Creo que tu futura esposa es una birria», sólo para ver qué cara se le quedaba al padre imprudente. Por supuesto, no ocurrió nada parecido, y David contestó «estupenda», «fantástica» o algo así antes de concentrarse en la generosa ración de carne rellena que acababan de servirle. Kate no lo había dicho, pero la perspectiva de aquel encuentro la inquietaba. Todavía recordaba lo difíciles que le habían puesto las cosas los hijos de Michael casi cuarenta años antes, y se dio cuenta de que parecía estar obligada a caer en gracia a toda una sucesión de hijos de otras mujeres. Por suerte, David Smith no parecía un chico complicado, ni daba la impresión de estar allí para buscarle defectos. Y, desde luego, había sido muy amable al venir desde tan lejos.

—Ah, Kate, Vera te envía sus disculpas. Ya te habrá dicho mi padre que está majara.

—No está majara, David. Tiene miedo a volar, eso es todo.

—Pues eso: completamente majara. Estar limitado a los viajes por tierra cuando empezamos a planear excursiones a la luna es un indicio de locura. Pero no te preocupes, no es peligrosa. Y lamenta de verdad perderse la boda. Me ha dado un regalo para vosotros, pero no esperes nada del otro mundo. Además de su fobia a los aviones, mi hermanita pequeña sufre de una insobornable tacañería.

—¡David!

—Es verdad. —Le guiñó un ojo a Kate—. Para compensarlo, yo soy un tipo muy espléndido. ¿Qué queréis que os regale?

—Nada en absoluto —protestó Kate—, que hayas venido es suficiente. Y, a propósito, tu padre me dijo que estabas trabajando en la biografía de Albert Salomon.

A David le costó disimular la sorpresa. Llevaba un rato devanándose los sesos sobre la mejor manera de introducir el asunto, y era la propia Kate quien lo ponía sobre la mesa. Sintió un súbito ataque de simpatía por aquella mujer y una oleada de gratitud hacia su padre por haberla colocado en su camino. De pronto todo parecía sencillo. Sí, se dijo David, posiblemente ésa era la gran virtud de Kate Salomon: no complicar las cosas. La comparó de forma fugaz con otras mujeres, en concreto las dos que se habían casado con su padre —una, por cierto, era su madre— y que resultaban sofisticadas hasta el retorcimiento. El discurso de ambas estaba lleno de segundas intenciones, sus preguntas rezumaban desconfianza, sus comentarios una suspicacia incómoda. Y ahora Forster había encontrado a alguien que llamaba a las cosas por su nombre. Ahora lo entiendo todo, se dijo.

—Estoy en ello. Pero no creas que está resultando fácil.

—Mi tío era un hombre muy hermético. Y te prevengo que yo no le conocí bien. Pero voy a contarte algo que te va a gustar: han encontrado parte de un original que el tío Bertie envió a un editor antes de morir.

Lo ojos de David se agrandaron bajo las gafas. Kate se esponjó: le encantaba dar buenas noticias.

—Jeffried Ruskin, el editor de toda la obra de Albert Salomon está aquí para hablar conmigo de ese asunto. Deberías encontrarte con él…

—Sería estupendo. ¿No te parece, papá?

—Estupendísimo. —Estaba claro que Forster Smith estaba deseando cambiar de tema. No le gustaba que su hijo monopolizase la conversación con el dichoso asunto de la biografía. Por el amor de Dios, pero si acababa de llegar… y ya estaba dando la tabarra con su maldito libro. Le echó una mirada asesina, pero David no pareció darse cuenta.

—¿Crees que ese hombre, Ruskin, me dejaría echar un vistazo al original?

—¡Por supuesto! Al fin y al cabo, es de mi propiedad. Y así, al menos, podré servirte de algo. No creo que pueda ayudar mucho más.

David estaba pensando que Kate Salomon era la persona más simpática que había conocido en los últimos años. No, posiblemente, en toda su vida. Parecía verdaderamente ansiosa por colaborar con él… otro en su lugar hubiese aflojado un poco, pero él decidió aprovechar el momento.

—Oye, ¿qué sabes de Juan Sebastián Arroyo?

Kate se alegró de que le hubiese hecho una pregunta que podía responder.

—Era un amigo del tío Bertie. Vivía aquí, en Ribanova. Yo no llegué a conocerle, pero por lo visto era todo un personaje. ¿Por qué lo preguntas?

—He encontrado unas cartas que escribió a tu tío. Parecía un tipo interesante y me gustaría saber algo más de él.

El camarero pasó ofreciendo una segunda ronda de carne, que David aceptó complacido. Ni Kate ni Forster quisieron repetir.

—Pues has venido al sitio adecuado. Ribanova está llena de recuerdos suyos. Juan Sebastián Arroyo tiene una calle, una estatua en el parque y hasta una sala en la biblioteca pública.

—¿Viven aquí sus descendientes?

Kate meneó la cabeza.

—No tenía familia directa, o al menos eso creo. Pero estoy segura de que podrás encontrar algún material sobre él. Era una especie de… periodista o algo así. La gente de la ciudad le quería mucho. El dueño de El Unicornio era muy amigo suyo.

—El Unicornio es la librería de Kate —aclaró Forster—. Un lugar precioso. Deberías ir a verla, está aquí cerca.

—Sí, claro. —En ese momento a David no le interesaba ninguna librería—. ¿Y dices que ese Arroyo era periodista?

—Eso creo. Pero no te preocupes, seguro que encontraremos a alguien que pueda darte más información. Ay, David, no sabes cuánto siento haber sido tan poco cuidadosa con las cosas del tío Bertie… si hubiese conservado todo, ahora te sería de mucha utilidad.

David no le dijo que había pensado lo mismo media docena de veces. No sabía de cuántas formas había reprochado mentalmente a Kate Salomon su poca consideración a la hora de conservar el legado de su pariente, diciéndose que los deudos deberían expresar alguna forma de respeto por aquellos objetos que alguien deja en sus manos.

—Son cosas que pasan —dijo, magnánimo—. Perdona que te pregunte… ¿qué hiciste exactamente con sus pertenencias?

En ese momento, Forster Smith dirigió a su hijo una mirada feroz.

—David, creo que ya está bien.

—Déjalo, Forster, es lógico que quiera saber…

Sintiéndose culpable, como siempre que recordaba la historia, Kate contó a David cómo la casa en la que Albert Salomon había vivido se vendió, y que ella guardó durante un tiempo sus objetos personales en un trastero, hasta que la muerte de su marido la dejó en una situación delicada y no pudo mantener aquel gasto más bien inútil.

—Lo vendí todo al peso. Y por una miseria, porque lo único que quería era deshacerme de tanto trasto. Me da mucha vergüenza reconocerlo, pero es así.

—Yo hubiese hecho lo mismo —dijo David, que no quería escuchar una retahíla de justificaciones—. Pero ¿y la biblioteca?

—Me quedé con algunos libros. Están en mi casa de Brighton. Pero no hay ninguno interesante. David, el tío Bertie no tenía una gran biblioteca ni nada de eso. Ni siquiera un despacho propio. Escribía en el salón de su casa, con una vieja Remington que, antes de que preguntes, tampoco sé dónde está. Albert Salomon murió siendo un escritor fracasado. Y nadie, ni siquiera yo, pensaba que algún día la gente podría estar interesada en sus cosas ni en su historia.

—Excepto él mismo. —Forster Smith apretó amistosamente el brazo de Kate—. Estoy seguro de que tu tío tenía una confianza extraordinaria en sus libros y pensaba que acabarían convirtiéndose en un éxito. Por eso se los dejó a su sobrina favorita.

Levantó su copa de vino blanco.

—Voy a brindar por eso. Por el éxito de las novelas de Albert Salomon. De no ser por él, ninguno de nosotros estaría aquí ahora, y yo no hubiese encontrado la pista de Kate. Así que ¡salud!

David Smith alzó la copa y mojó un poco los labios. De pronto, aquel vino, incluso la exquisita ternera de la que tan generosamente se había servido, habían dejado de llamar su atención. Había empezado a dar vueltas a algo que su padre acababa de decir, y no era de esas personas capaces de mostrar interés por muchas cosas al mismo tiempo.

Cuando Kate Salomon llegó al salón de té estaba mortalmente cansada. Se había levantado muy temprano para repasar con Shirley la propuesta del menú que iban a servir, y después había pasado por la librería porque llevaba dos días sin pisarla y empezaba a sentir que estaba descuidando sus obligaciones. Luego había llegado David, y eso la había puesto muy nerviosa. Y a las siete y media, Julia del Amo iría a su casa para hacer las primeras pruebas del traje de novia. Eran las cinco, y le habría sentado bien descansar un poco o, por qué no, echar una siesta. Pero había quedado con Jeffried Ruskin, y la idea de aplazar la cita ni siquiera se le pasó por la cabeza.

Él la estaba esperando y se puso de pie agitando la mano cuando la vio entrar.

—¡Kate! ¡Aquí!

Había dejado un portafolios de piel encima de la mesa, y nuevamente Kate pensó que tenía muy mala cara. Tomó asiento y pidió una taza de té. El que Jeffried Ruskin eligiese una tila la reafirmó en su idea de que algo no iba bien.

—Tienes buen aspecto, Kate.

—Ojalá pudiese decir lo mismo de ti.

—¿Por qué?

—¿Te has mirado en el espejo? Estás pálido como la muerte, y has debido de adelgazar cuatro o cinco kilos desde la última vez. ¿De verdad que no te pasa nada?

Él intentó improvisar un tono alegre para decirle que no, que todo estaba bien, pero necesitaba quitarse de encima el peso que llevaba días arrastrando. Así que se sinceró. En un largo parlamento habló a Kate Salomon del original incompleto de su tío y los oscuros planes de Fiddean y los otros para buscar a alguien que lo terminara por él. Animado por su propia facundia, no se dejó nada en el tintero: le contó lo del autor francés que inventaba sus propias críticas elogiosas, lo del contrato roto de Mo Yan y lo de la catástrofe Larsson, y se dio cuenta de que no usaba aquellos argumentos para convencerla de nada, sino para justificar su decisión de colaborar en un fraude. Kate le dejó hablar sin intervenir.

—¿Es todo? —dijo, cuando Ruskin guardó silencio y empezó a beber con cierta avidez la infusión de tila.

—Creo que sí.

—Jeffried, te aprecio mucho y lo sabes…

—Por favor, ahórrame el sermón…

—… pero no puedo participar de esto. Y no pienso sermonearte. No se me da bien.

El salón de té había ido llenándose. Julia del Amo había contado a Kate que en otro tiempo mucha gente iba al Hotel Almirante a tomar chocolate con picatostes, pero las nuevas costumbres y la civilización de las dietas habían impuesto la moda de las infusiones y los cafés más o menos imaginativos. Ya casi nadie se atrevía a pedir chocolate acompañado de pan frito, y Kate tuvo la tentación de intentar confortar al pobre Ruskin con una taza de cacao caliente. En aquel momento el editor se le antojaba la viva imagen de la desesperación. Él apuró su tila y la miró con los ojos apagados.

—Kate, espero que me perdones.

—No hay nada que perdonar. Todos tenemos un jefe, ¿no?

Él le dirigió la primera sonrisa abierta en todo el día.

—Tú no. Y no sabes lo que te envidio.

Kate se sirvió una segunda taza de té.

—¿Qué va a pasar ahora?

Él meneó la cabeza.

—No lo sé. Bueno, sí. Supongo que me despedirán.

—¡Oh, Jeffried…!

—No, no es sólo por esto. Ya te dije que en los últimos tiempos me he cubierto de gloria. ¿Sabes lo que siento? No poder editar estas páginas de El recién llegado. Son excelentes.

Kate volvió a fijarse en el bonito portafolios de piel que descansaba junto a Jeffried. Él lo abrió y le tendió el original.

—¿Quieres leerlo? Te va a gustar. Es puro Albert Salomon.

—Gracias… si no te importa, preferiría que se lo dejases al hijo de Forster. Ya sabes que está escribiendo una biografía sobre el tío Bertie, y seguro que le ilusiona leer un inédito.

Estuvieron unos segundos en silencio, Kate deseando no tener tantos escrúpulos, Jeffried sintiéndose raramente liberado.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Kate. Él echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, como si necesitase de inspiración divina para tomar alguna decisión.

—Ojalá lo supiera.

Una expresión traviesa recorrió el rostro de Kate. Fue algo fugaz, cuestión de segundos, pero sus facciones se volvieron casi aniñadas.

—Jeffried… ¿por qué no te quedas unos días? En Ribanova, quiero decir. Supongo que Somerset Publishers paga todo esto, ¿no? Pues no vuelvas a Londres todavía. Tómate unas vacaciones a su cuenta. Cuéntales… cuéntales que me estoy pensando el asunto de la falsa edición. O, mejor, yo misma escribiré a ese Fiddean y le explicaré que tengo que meditar vuestra oferta. ¡Di que sí! Conocerás mi librería, vendrás a la boda… y, además, a mi futuro hijastro le gustará mucho hablar contigo.

En otras circunstancias, Jeffried Ruskin hubiese dicho que no a la propuesta de Kate. Era un hombre de principios, un trabajador escrupuloso que rendía hasta el último céntimo de sus cuentas de gastos y que cuando viajaba por cuenta de la empresa hacía gala de un rigor monacal. Pero en aquel momento el señor Ruskin se sentía cansado, decepcionado y abatido, y tenía la penosa sensación de que Somerset Publishers —a la que había dedicado con total devoción los últimos veinte años de su vida— había dejado con él una cuenta pendiente. No, no estaba preparado para regresar a Londres y enfrentarse a Fiddean y a los otros. Necesitaba un descanso, un poco de paz, un interregno. Y aquel hotel acogedor, aquella ciudad pequeña y amigable y la propia Kate Salomon parecían dispuestos a acogerle con los brazos abiertos. Más aún: estaban ofreciéndole un refugio, que era justo lo que el bueno de Jeffried Ruskin necesitaba en aquel momento.