David Smith se parecía muy poco a su padre. No era tan guapo como él, ni tampoco resultaba tan atractivo. Delgado, pálido, miope, de espeso pelo negro eternamente revuelto y ojos asustados tras sus gafas de pasta, había sido el perfecto ejemplar de nerd del que se burlan los chicos y al que las chicas sólo se acercan en demanda de apuntes. David recordaba su adolescencia como una especie de infierno, y no le había ido mucho mejor en la universidad. Era impopular hasta decir basta, y se pasaba los fines de semana encerrado en la biblioteca para fingir que era su aplicación lo que le mantenía alejado de las fiestas del campus. Así que mientras sus compañeros se iniciaban sexualmente con mayor o menor fortuna, aprendían a liar canutos o hacían oposiciones a una descomunal resaca en la noche del sábado, él hundía la cabeza entre los libros preguntándose cómo era la vida más allá de los muros de la sala de estudio, y sintiéndose incapaz de hacer nada para averiguarlo.

El problema de David Smith estaba en lo que él consideraba un detestable aspecto físico: era alto, escuchimizado y torpe de nacimiento, andaba encorvado y su miopía había reducido sus ojos —que eran de un agradable color marrón verdoso— a la mínima expresión. Tenía una indómita mata de pelo que, hiciera lo que hiciese, siempre formaba un remolino sobre su cabeza, las piernas demasiado largas y los pies demasiado grandes, o eso pensaba él. En realidad calzaba un cuarenta y tres, pero había entrado en la dinámica perversa de añadir cualquier detalle de su anatomía a la colección de lo que él consideraba defectos fatídicos. Se veía la nariz grande, los labios gruesos, las orejas de soplillo, la espalda estrecha. Y a fuerza de creerse una especie de monstruo, acabó convenciendo a los demás de que lo era.

Fue así hasta que se graduó en Humanidades. Pero luego pasó algo: quizá fue el tiempo, que decidió ponerse de su parte para darle un empujón, o quizá fue Marcia Sheen, una profesora de cuarenta años que se encaprichó de él y demostró a David Smith que no era el ser asexuado por quien todos le tomaban. Fueron amantes durante casi un curso entero: justo lo que necesitaba el joven Smith para darse la oportunidad de ingresar en la vida. Aquel año le hizo mutar por dentro y por fuera. Empezó a hacer deporte y vida al aire libre, cambió aquel peinado indefinible por un corte de pelo que le dio una apariencia bastante más normal y se compró unas gafas con la montura más ligera para no parecerse tanto a un topo gigante. También decidió el tema de su tesis doctoral y obtuvo una beca para pasar un año en el extranjero. Cuando regresó de sus doce meses a caballo entre Roma y Londres, la profesora Sheen ya era historia. En cuanto a él, aún le costaba reconocerse en el espejo, como si no supiese quién era aquel tipo bien plantado y de hombros anchos que le miraba, un poco confundido, al otro lado del azogue. Para entonces tenía veintiséis años y la sensación de haber perdido una buena parte de la juventud anclado en sus complejos. Pero ya no había nada que hacer. Por fortuna, no cayó en la tentación de ponerse al día, y siguió su plan de vida más bien monacal, de mucho estudio y poca pérdida de tiempo, pero al menos ya no andaba arrastrando los pies ni usaba aquellos horribles chalecos de lana que eran —y él lo sabía— la rechifla de su residencia universitaria.

A los treinta y un años recién cumplidos, David Smith tenía el secreto propósito de hacer de la suya una madurez ejemplar: tal vez había perdido la juventud encerrado entre libros, atormentado por sus granos y su piel transparente, pero todo eso había quedado atrás. Era un joven doctor con un brillante futuro —o, al menos, eso pensaban sus mentores universitarios—, y el concepto de belleza física había cambiado tanto con el tiempo que muy bien podría ser considerado un tipo interesante. Leída su tesis, el profesor Smith pretendía consolidar su plaza en la Universidad de Temple, y hacerlo con la publicación de un libro definitivo. Por eso había elegido trabajar como biógrafo de Albert Salomon: porque tenía la intención de convertirlo en un volumen que, mientras le proporcionaba un soporte académico, pudiese servir como fenómeno editorial. Su padre había alcanzado la completa tranquilidad profesional con su libro sobre Singer Sargent. Él haría algo parecido pero, a poder ser, un poco mejor. Tenía la extraña impresión de que, de un tiempo a esta parte, la suerte había girado hacia él. Por eso había conseguido aquella beca, por eso un profesor pidió la jubilación anticipada y dejó una plaza libre en su departamento, y por eso también —¿era posible tanta fortuna?— su padre había vivido un amor de juventud con la heredera de Albert Salomon. Un amor que ahora pretendía recuperar. Y si David Smith jamás se hubiese opuesto a un avance sentimental de su padre —tenía demasiado respeto por él como para cuestionar cualquier decisión suya—, la idea de que quisiese casarse con aquella Kate Salomon le hacía dar saltos de contento. Quién sabía qué fabuloso material podría compartir con él aquella mujer desconocida que, más pronto que tarde, iba a convertirse en su madrastra. Resultaba raro pensar en ello. Lo había hablado con Vera, a la que le resultaba difícil creer que su padre pudiese estar enamorado de alguien a quien había tratado sólo superficialmente casi cincuenta años atrás.

—Y, de todas formas —había añadido—, el amor a esa edad me parece una completa majadería. Claro que a los setenta años casi todo lo es, ¿entiendes? Se entra en un tiempo extraño, como de descuento, y lo milagroso es estar vivo. Así que si papá quiere cruzar el mundo y poner la rodilla en el suelo para declararse a una señora a la que en realidad no conoce, me parece perfecto.

—Así que eres una cínica. ¿Lo saben tus lectores? La reina de la lírica burlándose de un anciano enamorado… Pensaba que los poetas teníais el romanticismo en el ADN. Qué decepción, Vera Smith.

Ella había intentado justificarse: no se estaba burlando. Simplemente, desconfiaba del sentimiento amoroso a partir de cierta edad. David dejó el asunto y no le dijo a Vera lo que pensaba: que era una inocente criatura de veinticinco años, tan consciente de las ventajas de la juventud que despreciaba de forma automática cualquier otra fase vital. Muy a su pesar, David pensó que su hermana era una de esas personas a las que la edad acabará tomando por sorpresa, y entonces no sabrán qué hacer con los cuarenta, los cincuenta o los sesenta años. Han pasado tanto tiempo compadeciendo a ese ser de edad provecta que los observa con envidia desde el otro lado de la ventana, que les costará darse cuenta de que se han convertido en él. Sí, Vera era candidata a andar por ahí a los cuarenta y tantos usando faldas demasiado cortas o demasiado largas, vestidos de colorines y complementos estrambóticos intentando aferrarse a una época perdida. Pero no era cuestión de adelantar acontecimientos. Quizá la madurez acabase por apartar a Vera de su escepticismo y de ese absurdo afán de sobrevalorar la juventud, que no es sino un mal pasajero.

En cuanto a él, tenía la intuición de que sería más feliz cuando fuese más viejo. Hasta entonces, la vida no había sido tan maravillosa como dicen los anuncios de refrescos. Quizá lo mejor le estaba esperando tras doblar el cabo de Hornos de la cuarentena, cuando las estadísticas empiezan a considerarnos adultos. David no pasaba por su mejor momento. Llevaba unos meses luchando por quitarse las últimas espinas de una relación fracasada: la señorita Blanche Walkers, una guapa sureña que trabajaba como abogada en un despacho de Filadelfia, acababa de dejarlo plantado tras dos años de fructífera relación, o al menos eso pensaba él que había sido. David no esperaba que lo abandonasen. De hecho, el día que Blanche vertió sobre él una completa lista de agravios que explicaban su firme decisión de dejarle, se quedó estupefacto. No, desde luego él no la minusvaloraba. No, en absoluto ignoraba sus necesidades ni sus preocupaciones, y por supuesto que sí la tenía presente en todo momento. Pero Blanche había sido inflexible: le había dado decenas de oportunidades —«decenas, David», había repetido llorosa— y quería pasar página y darse la oportunidad de ser feliz con otra persona.

Por supuesto, el término «otra persona» no tenía nada de abstracto, pues Blanche ya tenía sustituto para el profesor Smith: un joven abogado que trabajaba con ella y que, al parecer, estaba muy al tanto de sus inquietudes y sus necesidades. Así que cuando su padre le dijo que se había decidido a ir en busca de una mujer a la que había dejado escapar cincuenta años antes, David Smith se preguntó si dentro de medio siglo él sería capaz de emprender el camino de vuelta hacia Blanche Walkers, y la simple idea le pareció absurda. Sí, en el fondo pensaba lo mismo que Vera: lo de su padre era una completa chifladura. De todos modos, le hacía gracia y aquella tarde, al ver que era él quien le llamaba, se precipitó a contestar el teléfono.

—¡Papá!

—¡David! Oye, qué bien te escucho. Es increíble que estemos tan lejos, ¿eh?

David suspiró. Toda la gente mayor se asombra del buen funcionamiento de la telefonía a larga distancia, sin pensar en que, para el caso, da igual estar a diez mil kilómetros o en la calle vecina.

—Bueno, ¿qué tal ha ido?

—Estupendo, hijo. No podría haber funcionado mejor. Kate me ha aceptado.

—Vaya, eso es… En fin, ¡enhorabuena! ¿Cómo lo vais a hacer? ¿Vendrá ella?

—No. Le he dicho que yo me trasladaría. Después de todo, a mí me da igual un sitio que otro, y Kate tiene aquí una librería. ¿Qué te parece? Voy a casarme con una mujer de negocios.

«Una mujer de negocios». David no le dijo a su padre que hacía años que las librerías dejaron de serlo.

—¿Cuándo os casáis?

—En un mes, quizá algo menos. Queremos organizar algo especial. Una celebración en toda regla. Por cierto, ¿vendrás?

—Sí, claro. Puedo tomarme unos días. Además, hay algunas cosas de las que quiero hablar con la señorita Salomon.

—¡David! No empecemos. No quiero que la exprimas, ¿de acuerdo? A ver si va a asustarse o algo así.

David protestó. No pensaba exprimirla… bueno, o tal vez un poco. Pero su investigación llevaba un tiempo atascada, y no había nada de malo en pedir ayuda a quien podía darla. Y más si se trataba de su futura madrastra. Eso fue lo que le dijo a su padre.

—Bueno, ya veremos. —Forster Smith no tenía muchas ganas de discutir con su hijo, y menos por eso—. El caso es que todo ha salido a pedir de boca. Ella está guapísima. Casi tanto como cuando éramos jóvenes. Y sigue siendo todo un carácter. Ya la conocerás.

—¿Cómo es?

—De estatura media y muy delgada. Tiene los huesos más perfectos que puedas imaginarte. Y un cuello precioso. El pelo ceniza, los ojos azules… y las arrugas mejor colocadas que he visto en mi vida. Están en el sitio justo, David, muy bien distribuidas aquí y allá. Como está mandado. Gracias a Dios no ha cometido esa locura de las inyecciones… Confieso que eso me preocupaba un poco. Aunque no habría sido propio de Kate, temía encontrarla con los labios hinchados y la cara como un tambor. Alguien debería decir a las mujeres mayores que se ponen bótox que no parecen mujeres jóvenes, sino mujeres mayores que se han puesto bótox. Lo menos que puede pedirse a partir de cierta edad es que la piel esté arrugada, ¿no? Lo contrario es ridículo. Habría que aprobar alguna ley en contra de eso. ¿No crees?… ¿David? ¿Estás ahí?

Sí, por supuesto que estaba. Pendiente no del discurso de su padre, sino de su capacidad para entusiasmarse con cualquier cosa, incluso con una campaña exprés en contra de la cirugía estética.

—Claro, papá. Bueno, es evidente que Kate ha superado tus expectativas. Tengo ganas de conocerla. Necesito arreglar un par de asuntos, pero creo que podré llegar en cuatro o cinco días.

—¿Te quedarás para la boda?

—Ya te he dicho que sí. No me lo perdería por nada del mundo. ¿Y Vera? ¿Crees que querrá acompañarme?

Vera… eso era harina de otro costal. Tenía fobia al avión. No conocía a nadie más que recurriese al tren para ir de Nueva York a California.

—David, ya sabes que no puede volar.

—Eso son tonterías. No se puede vivir en el siglo XXI teniendo miedo a los aviones. Debería intentar superarlo.

—Tal vez, pero no creo que podamos presionarla. Déjalo estar, ¿de acuerdo? Tu hermana no vendrá a la boda.

—Muy bien. Entonces le diré que al menos te mande un poema.

David pudo escuchar cómo su padre reía al otro lado del teléfono. No se lo dijo, pero tenía razón: cada ruido se oía con una nitidez asombrosa.

—Tengo que dejarte, hijo. Me caigo de sueño.

—¿Qué hora es ahí?

—Las diez de la noche.

David miró su reloj en un absurdo intento de constatar la diferencia horaria entre España y la costa Oeste.

—¿Sigues en el hotel?

—Claro. Soy un antiguo: nada de compartir techo hasta que me case. Reservaré una habitación para ti, ¿de acuerdo? Te gustará. Está un poco anticuado pero tiene encanto. En realidad, toda la ciudad lo tiene. Pon en orden tus cosas y ven pronto. Buenas noches, hijo.

Tras colgar el teléfono, David Smith estuvo un rato preguntándose si debía decir a su padre que, con boda o sin ella, él estaba obligado a viajar a Ribanova. Había hecho un descubrimiento interesante relacionado con Albert Salomon: el escritor se había carteado durante mucho tiempo —años incluso— con alguien que vivía allí.

Cuando David Smith eligió a Albert Salomon como tema de la obra que debía catapultarlo a la fama —y, por qué no, tal vez también a la fortuna— lo hizo siguiendo una especie de corazonada. Había leído con delectación las seis novelas del autor, y le llamaba la atención lo críptico de la biografía de la solapa: «Albert Salomon nació en Brighton, Inglaterra, en 1917. De formación autodidacta, vivió en varias ciudades hasta que se instaló en Glasgow y empezó a escribir. Aunque gozó del favor de la crítica, sus libros no fueron reconocidos por el público hasta años después de su muerte, acaecida en 1980. Las seis novelas de Albert Salomon han vendido millones de ejemplares en todo el mundo, y están traducidas a catorce idiomas». Aquella nota tan escueta no había hecho sino excitar la curiosidad de David, y mientras intentaba aplicar teorías de análisis literario a Dos crónicas de Bembow Hill o Los invitados a cenar, no podía quitarse de la cabeza el velo misterioso que parecía cubrir la vida de su autor.

Andrew Sawyer, el director de su departamento, que era un hombre pragmático y bastante menos romántico que él, intentó darle otro punto de vista: posiblemente, la vida de Albert Salomon no era misteriosa sino corriente y moliente, y por eso no había nada con que aliñar su insípida biografía.

—Perdona, aquí dice «vivió en varias ciudades».

—De acuerdo. Brighton, Reading, Birmingham —los conocimientos de geografía inglesa del señor Sawyer eran limitados—, y… eh… Manchester son varias ciudades. Ya tienes el periplo de tu escritor, y me gustaría saber qué tiene eso de emocionante. Déjalo, David. Posiblemente este tipo fuese un funcionario de correos. Cuando leo de alguien que es «autodidacta», sé que es una persona que se dedicó a holgazanear durante sus primeros treinta años de vida. Búscate otro tema para tu libro y olvida al señor Salomon.

Pero no lo hizo. David Smith era la clase de persona que insiste en escuchar el canto de sirenas del sexto sentido. Que su superior inmediato en el departamento le dijese que podía estar buscando algo que no existía fue el empujón que necesitaba para iniciar su prospección con el entusiasmo de un buscador de oro. Por supuesto, empezó poniéndose en contacto con los editores de Salomon, quienes confirmaron —con una sombra de vergüenza, o eso le pareció a él— que, en efecto, no sabían gran cosa de uno de sus autores bestseller.

—El señor Salomon empezó a tener éxito cuando ya no estaba en condiciones de proporcionarnos información sobre sí mismo —le explicó la responsable de prensa—, así que tenemos que fiarnos de lo poco que sobre él había en la casa cuando se le publicó por primera vez.

—La solapa dice que vivió en varias ciudades…

—Señor Smith, si trabajase usted en una editorial, sabría que uno no puede fiarse demasiado de lo que cuentan las cubiertas de los libros. —A David le pareció que su interlocutora se reía, y no supo si sentirse agraviado o confortado por aquella muestra de familiaridad—. En el caso de los datos del señor Salomon, parece ser que él mismo los proporcionó a la editorial, pero no pondría la mano en el fuego por su verosimilitud. Muchos autores se inventan parte de su biografía para hacerla un poco más interesante.

En aquel momento, sin poder evitarlo, David Smith se imaginó qué podría escribirse de él en la solapa de un libro: «Estudió en Cornell y se doctoró en Temple con buenas calificaciones. Fue virgen hasta los veinticuatro años y se enamoró de una chica que acabó abandonándolo por un compañero de oficina». Sí, resultaba bastante lamentable. Lo de las mentiras podría tener su razón de ser.

—¿Quiere mi opinión? —No esperó la respuesta de David, aunque él hubiese contestado afirmativamente—. Albert Salomon era un tipo nada extraordinario que llevaba en Glasgow una vida gris y mortalmente aburrida. De hecho, posiblemente por eso empezó a escribir. De todas formas, tengo aquí algún material promocional que le enviaré por mail con mucho gusto. Pero no espere nada del otro mundo. Siento no poder ayudarle más.

David se despidió de aquella mujer diciéndose que habría sido un placer conocerla un poco mejor. Unos minutos más tarde llegaba a su bandeja de correo una carpeta con algo de documentación —unos cuantos artículos execrables en cuanto a calidad y contenido— y, eso sí, la petición de la responsable de prensa de que la tuviese al tanto sobre sus investigaciones. «Cómo no, —pensó David con cierto rencor—, siempre es bueno que alguien haga tu tarea».

David Smith empezó desde cero su biografía de Albert Salomon, íntimamente aterrado por la idea de que el señor Sawyer pudiera tener razón al decirle que estaba perdiendo el tiempo. Pero su instinto —o quizá la pura cabezonería— le susurraba al oído que sólo hay una razón para no encontrar nada sobre una persona: que haya decidido mantener en secreto la parte más importante de su vida, y que precisamente sea esa parte la que merece la pena. El caso es que, seis meses después de iniciar su investigación, David sólo había podido reunir unos magros datos más bien insulsos: en efecto, Albert Salomon se había criado en una familia burguesa del sur de Inglaterra, y había dejado la universidad sin concluir los estudios superiores. Supuestamente había residido en Brighton hasta que en los años cincuenta conoció a una mujer escocesa algo mayor que él, y tras casarse se instalaron en Glasgow. Allí había vivido dando clases particulares de idiomas. Al parecer, la esposa —una tal Rose McBrian— tenía una posición acomodada y su marido pudo dedicarse a escribir sin demasiados sobresaltos. Pero, aun así, ¿qué había sido de Albert Salomon antes de recalar en Escocia? ¿Era posible que se hubiese dedicado a ejercer de vulgar parásito en la casa paterna hasta que conoció a alguien capaz de solucionarle la vida?

Fue entonces cuando encontró la correspondencia que había remitido a Albert Salomon un hombre llamado Juan Sebastián Arroyo. David había comprado aquellas cartas por un precio irrisorio a un chamarilero de Glasgow, tras averiguar que los objetos personales de Albert Salomon habían sido vendidos prácticamente al peso en 1992. Casi todo su material estaba desperdigado aquí y allá, y la mayor parte se había destruido, pero aquellos papeles habían sido conservados dentro de una arqueta de madera bastante bonita, y posiblemente eso las salvó de acabar en una fogata.

David había leído con interés aquellas cartas, que parecían ser de alguien mayor que Salomon —tenían un tono bastante paternalista— y encontró en ellas un dato valioso: el escritor había pasado una larga temporada en Nueva York a mediados de los años cuarenta, pues buena parte de las misivas hacían referencia a aquel viaje. Por lo demás, no había gran cosa, aparte de algunos consejos inteligentes y muchas palabras de ánimo. «Si quieres escribir, hazlo y olvida lo que te digan. No todo el mundo está capacitado para juzgar». «Me gustan mucho las páginas que me has enviado. Son brillantes y divertidas. Y no te preocupes por lo del título. Claro que puedes ponerlo al final. Me consta que muchos escritores lo hacen». «Ten cuidado con ese chico del que me hablas. Me da la impresión de que es una pequeña víbora que tal vez no esté tan interesado en ayudarte como tú te crees». A pesar de que, aparte de la pista neoyorquina, no aportaban gran cosa a su investigación, David se había divertido de lo lindo leyendo aquellas cartas, que eran ligeras, divertidas y afectuosas, y estaban bastante bien escritas.

Por suerte, sabía dónde encontrar al autor de la correspondencia: aunque Salomon no había conservado los sobres —cosa que había hecho maldecir a David, porque la dirección neoyorquina del joven Albert le habría proporcionado otra vía de investigación—, estaba claro que el señor Arroyo escribía desde Ribanova, pues hacía constantes referencias a la ciudad y a vecinos de allí. David albergaba la esperanza de que, igual que Salomon había guardado celosamente las misivas de su amigo, Juan Sebastián Arroyo hubiese hecho lo mismo con las suyas. Y esas cartas sí que podrían considerarse un tesoro. Por supuesto que tenía ganas de ir a la boda de su padre, y hubiese asistido de haberse celebrado en las Antípodas. Pero de nuevo la suerte le estaba guiñando el ojo, y aquel viaje iba a servirle para matar dos pájaros de un tiro.

Y mientras al otro lado del océano el doctor David Smith empezaba a buscar vuelos baratos para llegar a España cuanto antes, en Ribanova se celebraba la cena de cumpleaños de Kate Salomon. Aunque, muy prudentemente, Anna Livia y Shirley habían animado a su amiga a cenar en compañía de su prometido, Forster Smith se encontraba cansado tras el largo viaje, y a las nueve y media se retiró a su habitación del Hotel Almirante con el noble propósito de dormir a pierna suelta. Así que las tres damas buscaron un buen restaurante, donde Kate pidió una bandeja de mariscos y una botella de vino para festejar al mismo tiempo su compromiso y su aniversario. Kate y Forster habían pasado la tarde intentando ponerse al día después de más de treinta años y, aunque Shirley hubiese querido quedarse en casa para poder fisgar, Anna Livia la había arrastrado a la calle con el propósito de hacer algunas compras y, de paso, empezar a compartir la noticia del año con algunos conocidos. Kate Salomon se había hecho muy popular en Ribanova y tenía un nutrido grupo de amistades que recibieron la novedad como lo que era: una sorpresa descomunal, pero muy agradable.

—Entonces ¿cuándo será la ceremonia?

—Dentro de tres o cuatro semanas. Hay que hacer algún papeleo, me temo. Forster se ocupará de todo, pero necesitaremos un montón de certificados que hay que pedir a Inglaterra y a Estados Unidos.

Shirley cubrió de limón una ostra, que se contrajo al notar el zumo, y luego se la tragó cerrando los ojos.

—Hablemos de cosas divertidas. ¿Qué vais a hacer con la fiesta?

—Forster dice que cuanto más lo celebremos, mejor. Creo que prepararemos una recepción en casa… bueno, si os parece bien.

—Es una buena idea. Podemos hacerlo en el jardín. Supongo que en julio no suele llover. —Anna Livia rechazó el plato de ostras que Shirley le tendía: tenía pánico a comer cualquier cosa que no estuviese cocinada—. Kate, querida, pásame una de esas cigalas. Tenemos que hacer una lista de invitados cuanto antes. ¿Dónde os casareis? ¿En la catedral?

—Me temo que la ceremonia religiosa está descartada. Forster se ha divorciado ya dos veces.

Shirley soltó el tenedor y meneó la cabeza.

—Pues bien que lo siento. Las ceremonias civiles son bastante sosas. Pero, bueno, podemos arreglarlo con muchas flores, algo de música y un par de bonitas lecturas. ¿Qué hacemos con tu vestido?

Kate estaba picoteando una vieira cubierta de pan rallado. No tenía mucha hambre. Las emociones de aquel día le habían quitado el apetito, y a pesar de que le encantaban los mariscos, apenas era capaz de tragar nada. Miró a Shirley con aire de súplica.

—Por favor, no digas que esperas que me vista de novia porque no voy a hacerlo. Todo esto es muy bonito, pero también puede volverse ridículo… y es lo que ocurrirá si me pongo un traje blanco y un velo.

Shirley frunció el ceño.

—¿Quién ha hablado de trajes blancos? ¿Yo? ¿Tú has oído algo, Anna Livia? Claro que no, porque no lo he dicho. Pero espero que no pienses cambiar de estado civil con una de esas horribles chaquetas entalladas que te pones a veces. Te dan un aspecto de lo más anticuado. Como si fueses a participar en una escena de My Fair Lady.

Anna Livia y Kate se rieron, y Shirley meneó la cabeza fingiendo enfado, aunque en el fondo le complacía saber que sus ocurrencias resultaban divertidas. Si no eres muy lista, se decía, al menos intenta resultar graciosa.

—No te preocupes, Shirley. Me compraré un vestido nuevo para la boda. Pero será algo sencillo, sin vuelos ni floripondios. Por cierto, cuento con vosotras como testigos.

Shirley soltó un gritito y palmeó.

—Querida, eso será estupendo. —Anna Livia apretó brevemente la mano de su amiga—. Por cierto, ¿qué vas a hacer con tu familia? ¿Les pedirás que vengan?

El rostro de Kate se ensombreció un poco.

—Ay, no lo sé. No tengo ni idea de cómo van a reaccionar cuando les diga que me caso. Prácticamente he perdido el contacto con ellos. Llevamos siglos sin vernos, y hace semanas que hablamos por última vez. Tengo que contárselo, claro… pero no sé cómo hacerlo. Y, desde luego, sería la primera sorprendida si viniesen a la boda. Pero, por otra parte, no puedo casarme sin decirles nada.

—¿Y por qué no? —Shirley había dado una tregua al plato de ostras y la emprendía con una nécora muy grande, como una enorme araña roja—. Si no se interesan por tu vida normal, tampoco creo que tengan derecho a enterarse cuando te pasa algo extraordinario. ¿Tengo o no tengo razón?

Sí la tenía. Ni James ni Lotta hacían el menor esfuerzo por estar en contacto con ella. Cuando su padre murió, ni siquiera fueron al entierro pretextando que Ribanova estaba muy lejos. Era siempre Kate la que llamaba o escribía. No se veían desde que ella había viajado a Brighton para liquidar la herencia paterna —es decir, para poner a nombre de James la casa familiar—, y su idea de estar en contacto se reducía a mandarle una felicitación navideña y una postal garabateada en vísperas de su cumpleaños, que siempre llegaba varios días tarde. Kate estaba segura de que James sólo recordaba que su aniversario era en junio, pero no tenía la menor idea de la fecha exacta.

—Aun así, tengo que decírselo. James y Lotta son mi familia. Lo mismo que sus hijas. Ay, cada vez que pienso que si me cruzase con mis sobrinas por la calle ni siquiera me reconocerían…

—Si es eso lo que te preocupa, no pierdas el sueño. Estoy segura de que tu cuñada les enseña fotos tuyas cada dos por tres, aunque me temo que están llenas de alfileres para pasarte alguna maldición. Lotta es una bruja que te tiene envidia desde que tu tío te puso en órbita con su herencia.

A pesar de que no tenía con ella demasiado trato, Shirley odiaba a la esposa de James. Creía, con toda razón, que siempre se había portado mal con Kate, y estaba convencida de que aquella mujer taimada y codiciosa poseía todo un arsenal de imperdonables defectos.

—Yo creo que debes contárselo —intervino Anna Livia, que comía sus cigalas ayudándose con los cubiertos—. Que ellos estén sin civilizar no quiere decir que tú tengas que comportarte como una salvaje. Díselo, sin más. Pero elige bien la forma de hacerlo, o podrían pensar que estás solicitando su opinión.

—¡O pidiendo permiso! —apostilló Shirley—. Y eso sí que no, Kate Salomon. Lo bueno de tener tantos años es que nuestra vida no pertenece a nadie más.

Kate suspiró. Sus amigas tenían razón, pero no iba a ser tan fácil. El camarero se acercó a preguntar si podían traer ya el segundo plato. Sobre la mesa quedaban sólo un montón de conchas y cáscaras vacías. Había encargado un pescado al horno, aunque a ella le iba a resultar difícil probarlo siquiera. Por suerte, Anna Livia tenía buen apetito, y Shirley había declarado al sentarse a la mesa que podría comerse un caballo.

—Querida —a Kate no le pasó inadvertida la mirada que acababan de intercambiar Anna Livia y Shirley—, hay algo de lo que debemos hablar.

Había en su voz una punta de incomodidad que alarmó a Kate.

—Lo que Anna Livia quiere preguntarte es qué va a pasar con nosotras cuando te cases con Forster.

—No entiendo…

—¿Dónde se supone que vamos a vivir a partir de ahora? Te recuerdo que ninguna de las dos tiene casa, y que nuestro traslado a Ribanova era con vistas a una estancia más bien larga.

Kate sonrió. Ya había hablado de eso con Forster. De hecho, fue el primer asunto que ella puso sobre la mesa cuando empezaron a tratar cuestiones prácticas.

—Por supuesto que no espero que os vayáis a ningún sitio. Mi idea, y Forster está de acuerdo, es que los cuatro compartamos la casa. Sabéis perfectamente que es enorme y hay sitio más que de sobra.

—¿No… no queréis intimidad?

Esta vez a Kate se le escapó una carcajada.

—Anna Livia, estoy feliz de que Forster quiera casarse conmigo, pero no creo que se haya traído en los bolsillos el elixir de la eterna juventud. Me temo que ni él ni yo estamos en condiciones de comportarnos como recién casados al uso. Una casa de casi quinientos metros cuadrados garantiza tanta privacidad como podamos necesitar, en nuestras circunstancias, el señor Smith y yo. No creo que vayamos a perseguirnos por los pasillos ni nada parecido. Ese tiempo sí que se nos ha pasado.

Shirley se llevó las manos al pecho en señal de gratitud. Se había puesto una extraña blusa dorada con un escote en pico que dejaba intuir un busto espectacular mantenido a raya gracias a la tortura de los sujetadores reforzados que compraba por correo.

—Eres un verdadero ángel.

—No exageres, Shirley. ¿Qué hubieses hecho tú en mi lugar?

Shirley ladeó la cabeza como para ayudarse a pensar.

—Yo… mmm… pues mira, Kate, me gustaría decirte otra cosa, pero si un tipo medianamente interesante llamase a mi puerta con una oferta de matrimonio, os pondría a las dos de patitas en la calle. —Se volvió hacia Anna Livia y le dio un golpecito en el hombro—. No te ofendas, querida.

—No lo hago. —Anna Livia dirigió a Shirley una severa mirada con sus ojos violeta—. Sólo doy gracias al cielo de que Forster Smith haya venido a buscar a Kate en vez de a ti.

Una fuente con un enorme rodaballo salvaje interrumpió la conversación. Estaba rodeado de patatas doradas y cebolletas francesas, y despedía un aroma exquisito que provocó exclamaciones de satisfacción en las tres comensales. Kate decidió dejar que le sirvieran. Al fin y al cabo, un poco de pescado al horno no podía hacerle daño. Sólo faltaba una hora para que acabase su cumpleaños, pero ya podía decir que aquél había sido el más emocionante de toda su ya larga vida.

De: katesalomon124@hotmail.com

Para: sunsetcafestaff@sunsetcafe.com

Querido James:

Hace mucho tiempo que tú y yo no hablamos, y creo que es algo a lo que deberíamos poner remedio. Pero no te preocupes, no te escribo para quejarme de nuestra mala comunicación. Quiero decirte que me voy a casar dentro de tres semanas.

Antes de que pienses cosas raras, deja que te diga que mi futuro marido se llama Forster Smith y es un viejo amigo de la época de Edimburgo a quien he reencontrado mucho tiempo después. Se ha jubilado hace poco de su trabajo como profesor universitario, y va a instalarse en Ribanova conmigo.

No hace falta que te diga que tú, Lotta y las chicas estáis más que invitados a la boda.

Supongo que la noticia te sorprende mucho, pero sólo quiero que sepas que soy muy feliz. Espero que tú y tu familia estéis bien, y que podamos vernos pronto.

Tu hermana,

Kate

—Se ha vuelto loca. Completamente.

James Salomon agitaba frente a su mujer una copia del correo electrónico que —aunque él no podía sospecharlo— Kate había tardado más de una hora en escribir.

—Siempre pensé que mi hermana estaba un poco chiflada —se apoyó el dedo en la sien y lo movió de izquierda a derecha como para subrayar su afirmación—, pero esto es demasiado incluso para ella. Casarse a su edad. ¿A quién se le ocurre?

Lotta había arrebatado a su esposo el papel que tenía en la mano y lo leía muy concentrada, como esperando encontrar en aquellas líneas algún mensaje oculto que a él se le hubiese escapado, pero allí no había nada más que un contundente anuncio de matrimonio.

—Es inaudito. No entiendo nada.

—Es que no hay nada que entender. Mi hermana ha perdido el juicio, y un chulo se ha aprovechado del asunto.

Era lunes, el único día de la semana en que James no se presentaba en el café a las siete para ayudar a servir los desayunos. A diferencia del resto de la población mundial, James Salomon adoraba los lunes porque suponían una jornada de descanso. Se levantaba tarde —a las ocho, hora y media más tarde que el resto de los días de la semana— y desayunaba junto a su mujer un plato de huevos revueltos que no había preparado él. Luego leía el periódico sin mucho interés, se aseaba y se vestía, y dejaba pasar la mañana hasta que, a la hora del almuerzo —y aunque cada semana se decía que era la última vez— se dejaba caer por el café para supervisar los menús y cerciorarse de que su nutrida clientela no se había visto mermada por la competencia, la crisis o el aburrimiento que despierta un local que lleva abierto más de treinta años. Pero aquel lunes se le volvió del revés cuando, al encender el ordenador para consultar su correo, había encontrado el mensaje de Kate anunciando su boda. Prácticamente se había precipitado escaleras abajo para poner a Lotta en antecedentes. Llevaban treinta y tantos años casados, y él no sólo seguía necesitándola para todo, sino que tenía la impresión de que no podía hacer nada sin ella. Al leer la carta de Kate pensó que, para que tomase una consistencia real, Lotta tenía que leerla y dar fe de lo que allí se decía. Su mujer le devolvió la carta con un gesto teatral.

—Kate siempre ha sido una egoísta —sentenció— y esto lo confirma. Tomar una decisión así sin consultar contigo… es increíble, ¿no? Al fin y al cabo, eres su única familia.

James dobló la carta y la guardó en el bolsillo trasero de su pantalón, que se le caía un poco. Estaba delgado, y aquella mañana no se había puesto el cinturón que usaba habitualmente.

—¿Alguien va a decirme qué es lo que pasa?

Laura, la hija mayor del matrimonio, se limpió la boca después de acabar el desayuno. Hacía meses que había vuelto a casa de sus padres después de un fugaz matrimonio que —como todo el mundo auguraba— había acabado como el rosario de la aurora. Laura tenía veintiocho años y se sentía frustrada, avergonzada e infeliz, y tener que vivir bajo el techo paterno estaba ayudando a convertirla en una criatura amargada. Las deudas de su ex marido lastraban su precaria economía hasta no permitirle disponer de una casa propia, y había tenido que buscar asilo en la espaciosa vivienda familiar. Laura detestaba aquella casa y siempre había querido salir de allí. Pero eso fue antes de casarse con un alcornoque sin oficio ni beneficio que se había embarcado en un negocio absurdo —adornos de jardín o alguna estupidez por el estilo, decía James Salomon cuando le preguntaban— al que ella había contribuido avalando un préstamo demencial. Por supuesto, el resultado de la operación era el que todos excepto Laura habían previsto: su marido se había arruinado, y a pesar del divorcio ella tenía que seguir respondiendo de la deuda contraída, mientras un centenar de espantosas fuentes de exterior —un disparate de pájaros, flores y dianas cazadoras realizadas en bronce— se oxidaban en el almacén de un chatarrero.

—No te hagas la tonta, Laura, lo has oído todo. Tu tía Kate va a casarse y me lo comunica por medio de un correo electrónico.

Laura no supo qué decir. En realidad, casi nunca lo sabía, y menos últimamente. Su fracaso sentimental y económico, su condición de sin techo habían acabado con su escasa autoestima, y pasaba el día como pidiendo disculpas: disculpas por no tener casa, disculpas por haberse enamorado de un cretino sin escrúpulos, disculpas por haber pasado por un bochornoso proceso de divorcio, disculpas por estar casi arruinada, disculpas por necesitar de la ayuda ajena para seguir resistiendo. Tenía un trabajo de profesora de español en el mismo colegio privado en el que había dado clase su abuelo —donde, como ella sospechaba, la habían contratado por puro sentido de la lealtad hacia un antiguo empleado—, pero la mitad de su sueldo se encontraba embargada por la deuda de su marido. Así las cosas, y aunque media docena de veces al día acariciaba la idea de independizarse de sus padres, con seiscientas libras mensuales era muy difícil volver a empezar.

—¿Con quién se casa? —preguntó al fin, e inmediatamente se arrepintió: interesarse por el prometido de su tía era una forma de volver a poner sobre la mesa su propia elección a la hora de contraer matrimonio. Por fortuna, y para variar, aquella mañana su padre no parecía tener interés en hurgar en la herida.

—Con un antiguo amigo de juventud. O eso es lo que dice, pero vete a saber.

—Bueno, si es alguien de su quinta… quiero decir que… en fin, tampoco está tan mal, ¿no? Al fin y al cabo, a su edad no…

—Pues ése es el problema, Laura. Su edad. ¿Cuántos años tiene Kate? ¿Ochenta?

—Eh… bueno, no tanto. Setenta y uno, creo. Más o menos. Pero no son años para andar casándose.

De buena gana Laura hubiese dicho que a ella no le parecía ningún disparate que una mujer mayor quisiese contraer matrimonio —lo que le parecía un milagro era encontrar una pareja a esa edad—, pero no se atrevió. La relación con sus padres se había convertido en una silenciosa colección de miradas asesinas y, de vez en cuando, frases lapidarias que aludían a su patinazo personal. Laura ni siquiera sabía si les molestaba tenerla en casa —aunque sospechaba que no— o sí, simplemente, les complacía recordarle media docena de veces al día que habían tenido razón al vaticinar que su matrimonio acabaría en desastre.

—A saber quién es ese tipo. Seguramente un cazafortunas. Esta familia podría escribir un tratado sobre eso.

Laura palideció y fingió un ataque de sed para bucear en la nevera en busca de una botella de zumo.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Nada, Lotta. Absolutamente nada. Lo único que nos queda es cruzarnos de brazos para ver cómo un tiparraco más listo se gasta nuestro dinero.

Así que era eso, pensó Laura. La dichosa herencia de la tía Kate. Llevaba años escuchando hablar de lo que ocurriría cuando Kate Salomon muriese. La diferencia de edad con su padre animaba toda una serie de grandes esperanzas al respecto. James Salomon y su esposa habían hecho muchas cuentas: «Kate tiene dieciocho años más que tú. Suponiendo que viviese hasta los ochenta y cinco años, tendrías sesenta y siete cuando la heredases…». «Sí, pero recuerda que papá vivió hasta los noventa y tantos, y mi hermana tiene una salud de hierro…». A Laura, que no era una persona interesada, le daban ganas de salir corriendo cuando escuchaba aquellas conversaciones. Sus padres estaban convencidos de que era una completa injusticia que Kate se hubiese convertido en única beneficiaria del legado del tío Bertie, y simplemente se habían sentado a esperar que el tiempo pusiese las cosas en su sitio.

—Ese tipejo, ese —sacó el papel del bolsillo para cerciorarse del nombre—, ese Forster Smith acabará con los ahorros de Kate. Apuesto a que se dará la vida padre a costa de ella. Menudo negocio, ¿no?

—Bueno —Laura se había propuesto no intervenir, pero a pesar de su timidez tenía un acendrado sentido de la justicia—, quizá él no necesite el dinero de la tía Kate. Quiero decir que a lo mejor tiene su propio patrimonio… o algo así.

Lotta y James se miraron. Era otra perspectiva, claro. James volvió a sacar el correo del bolsillo del pantalón, y lo leyó otra vez.

—Aquí dice que el tal Forster era profesor universitario.

—Podría ser peor —dijo Lotta.

—Sí, claro, podría ser un parado de treinta años. No me fío. Quizá es un estafador profesional. Quizá es obrero de la construcción o… o músico ambulante y le ha ido a Kate con el cuento de la universidad para dejarla con la boca abierta. Mi hermana siempre ha sido muy fácil de impresionar.

Laura suspiró. Una vez más, lamentó que su padre y su madre tuviesen aquella molesta capacidad para desconfiar de todo el mundo. Le habría gustado rebatir la teoría paterna, pero estaba desarmada. Apenas conocía a la tía Kate, y tal vez era la estúpida mujer que su padre dibujaba, alguien a quien dar gato por liebre. Por primera vez lamentó no saber algo más de su tía, a la que había visto tres o cuatro veces en su vida adulta. Cogió el papel del correo que su padre había dejado con desdén encima de la mesa, y leyó a su vez. Era una carta muy correcta, pensó para sí, una carta amable y firme que decía lo justo y contenía —o eso le pareció a ella— un contundente mensaje secreto: «esto es lo que hay, hermano mío, y no me importa lo que opines al respecto».

—¿Crees que tu hermana es dueña de sus actos? Hay gente que con la edad se trastorna y es muy fácil de manipular. Y recuerda que tu padre estaba como una regadera cuando murió. Esas cosas se heredan.

—Eso podría ser. Después de todo, se ha empecinado en vivir sola a tres mil kilómetros, que fue lo mismo que hizo él. A saber cómo está exactamente.

—Bueno, si no estuviese bien de la cabeza se podría impedir su boda, ¿no? Cuando alguien chochea de verdad, su familia puede… incapacitarlo, o algo por el estilo.

James no dijo nada. Por primera vez empezaba a considerar la posibilidad real de que su hermana hubiese enloquecido. Eso, al menos, daría sentido a muchas cosas.

—Tal vez deberíamos ir allí —sugirió Lotta.

—¿A Ribanova? Ni lo sueñes. Está en la otra punta del mundo, como quien dice, y yo no puedo dejar ahora el trabajo en el café. El verano es una locura, ya lo sabes.

Era cierto. En la época estival, Brighton se llenaba de estudiantes de todos los puntos de Europa que durante unos meses convertían la ciudad en una curiosa torre de Babel y traían dinero fresco para compensar a base de tartas de crema y pasteles de frutas la parca alimentación que recibían en sus hogares de acogida, que hacían honor a la mala fama de la cocina inglesa. James Salomon tenía mucho que hacer: reforzar los turnos, ampliar los pedidos y hasta contratar trabajadores eventuales para poder dar abasto en la mejor temporada del año. Por eso los Salomon nunca habían tenido vacaciones ni nada que se les pareciera: los meses de julio y agosto, la familia vivía en medio de la intensa y agotadora actividad del café, que se contagiaba a toda la casa.

—Ya, pero es una pena —contestó Lotta—. Creo que no estaría de más hablar despacio con Kate. Y, por supuesto, conocer a ese Smith y poder sacar conclusiones. No sé, si de verdad quiere quitarle su fortuna, tal vez podría hacerse algo, ¿no? Después de todo, Kate es una vieja, y tú su único hermano. Tienes el deber de velar por ella. Imagina que ese tipo le vacía las cuentas y luego se larga. Si nadie de la familia aparece por allí a echarle la vista encima, ese hombre, Forster, creerá que tiene vía libre para hacer lo que le dé la gana.

Era una perspectiva bastante sensata. Si Forster Smith era el estafador sin escrúpulos que James Salomon sospechaba, el creer que su futura esposa estaba sola en el mundo daría alas a su supuesto proyecto de esquilmarla. James se paseó por la cocina meneando la cabeza, como si la conveniencia de viajar a España estuviese luchando con la necesidad de no moverse de Brighton dejando abandonado su pujante negocio.

—¿Y si fuese yo?

Laura se escuchó a sí misma y se espantó de su propia audacia: ¿de verdad estaba proponiendo a sus padres —que la consideraban una inútil— encargarse personalmente de mantener a raya al supuesto cazadotes? Y, sin embargo, la idea no carecía de sentido. James visualizó la escena: una mujer aún joven, llena de salud y de energía —porque, de proponérselo, quizá Laura podía parecer una persona enérgica aunque no lo fuera—, preparada para vigilar los más peligrosos movimientos de un probable salteador de ancianas… no, no era tan mala idea.

—¿Lo dices en serio? ¿Te atreverías?

—Yo… bueno, creo que sí. Sólo hay que ir a ese sitio, Ribanova, y conocer a Forster… y sacar algunas conclusiones. No creo que sea tan difícil.

—Tampoco era difícil sacar conclusiones sobre tu marido, y, sin embargo, aquí estás.

La frase de su madre la clavó en el sitio. Al final había conseguido llegar al tema que, desde hacía meses, sobrevolaba todas las conversaciones de la casa. Laura no fue capaz de decir que era distinto. Que Jack LaMotta se la había dado con queso porque ella estaba enamorada de él, pero eso no quería decir que careciese de sentido crítico ni de capacidad para juzgar a las personas.

—Cállate, Lotta. —Su padre, por una vez, parecía haberse puesto de su parte—. No se trata de examinar al prometido de mi hermana, sino de dejar claro a ese hombre que no va a ser tan fácil hacerla víctima de sus manejos, y para eso Laura vale tanto como cualquiera. Sólo tiene que llegar allí y recordar a ese caradura que la familia de Kate no piensa permitir que la arruine el primer listo que se le ponga por delante.

Se volvió hacia su hija, que parecía la viva imagen del abatimiento.

—¿Lo harías?

—Claro, papá.

—Pero, James —Lotta no parecía convencida en absoluto—, dijiste que necesitabas a Laura en el café durante el verano.

Era cierto, lo había dicho, y la posibilidad de trabajar como camarera en el negocio paterno era para Laura Salomon otra razón de desasosiego. La idea de pasarse los meses de vacaciones sirviendo helados y pasteles de chocolate a los mismos chicos a los que daría clase en septiembre le ponía los pelos de punta. ¿Cómo iba a mantener cierta autoridad delante de un adolescente al que unas semanas antes había preguntado si quería un extra de nata con la tarta de manzana? Sus padres no tenían ni idea de lo difícil que era llevar una clase, como para encima complicar el asunto.

—Bueno, la temporada alta no empieza hasta principios de julio, y para entonces Laura ya debería estar de vuelta. No se trata de que eche raíces en Ribanova, sino de que nos informe de cómo está la situación.

—¿De verdad podría hacer eso en dos semanas?

—No veo por qué no. De hecho, puede hacerlo en menos tiempo, creo yo. Es ir, echar un vistazo, decir cuatro cosas bien dichas y volverse.

Como de costumbre, su padre y su madre habían empezado a hablar como si ella no se encontrase presente. Intentó mantener una expresión neutra, pero empezaba a tener ganas de dar un golpe en la mesa y gritar «eh, chicos, estoy aquí».

—¿No sería mejor que fuese Lizzie?

Claro. Lizzie. Cómo no. Su nombre tenía que salir en la conversación. Lizzie, su hermana perfecta. La otra cara del espejo. Una joven y brillante economista casada con otro joven también brillante y, además, muy rico. Lizzie vivía en las afueras de Brighton en una casa con cuatro dormitorios que tenía hasta un jardín con piscina. Aquella casa simbolizaba para los Salomon el triunfo vital de Lizzie, y contrastaba con la precaria situación de la hija mayor, que ni siquiera tenía un techo bajo el que cobijarse. Oh, sí, por supuesto, Lizzie hubiese resuelto todo aquello con sabiduría y mano izquierda. Por desgracia, no estaba en condiciones de hacerlo.

—Lotta, tu hija dará a luz en seis semanas. ¿De verdad quieres meterla en un avión? Pues claro que a mí también me gustaría poder contar con Lizzie. Pero no es posible, así que olvídalo. —Se volvió hacia Laura, como si acabase de recordar que estaba allí—: ¿Crees que puedes hacerlo? Quiero decir, ir a ver a tu tía, conocer a ese caradura y explicarnos cómo están las cosas exactamente…

Laura asintió.

—Pues entonces, decidido. Escribiré a Kate para decirle que vas.

De: sunsetcafestaff@sunsetcafe.com

Para: katesalomon124@hotmail.com

Querida hermana, la noticia de tu boda nos ha sorprendido, y mucho. Supongo que no te extrañará, y espero que sepas bien lo que haces. Como nos es imposible abandonar Brighton en plena temporada alta, no podremos acompañarte, pero tu sobrina Laura viajará en representación de la familia y al menos conocerá a tu futuro marido. Y permite que te diga que esa frase suena muy rara cuando se escribe referida a una mujer de tu edad.

Kate leyó dos veces el correo antes de darle al botón de imprimir, y se dijo que sin duda la última línea había sido añadida por Lotta. Era muy propio de ella negarse a que aquella carta fuese cien por cien conciliadora. Luego tomó el folio y bajó al jardín.

Forster, Anna Livia y Shirley tomaban café bajo la sombra protectora del magnolio. A Kate le encantaba aquel árbol, y había comprado una bonita mesa de piedra para colocar junto a su tronco. Una vez más, pensó que era muy afortunada por contar con un jardín tan hermoso como aquél. No es que fuese muy grande, pero su diseño lo convertía en un pequeño y misterioso parque, verde y umbrío, lleno de arriates de flores. En la parte de atrás había un estanque a rebosar de nenúfares, y en los últimos tiempos había sido colonizado por un feliz ejército de ranas que croaban sin misericordia en cuanto se hacía de noche. A Kate le encantaba escuchar aquel soniquete inarmónico y rebosante de vida. A mediados de junio, el jardín vivía la mejor época del año, pues las hortensias reventaban en su concierto de todos los tonos de azul, brotaban los narcisos y empezaba a despuntar la madreselva, que al anochecer despedía un perfume perturbador e intenso. Aquí y allá había macizos de rosas y desordenados arbustos de boj que en otro tiempo quizá hubiesen tomado forma de figuras reconocibles, pero ahora eran sólo frescos gurruños informes. A ella le gustaban así. Al fondo crecían algunos árboles que habrían podido dar frutos espléndidos de tener los cuidados adecuados, pero como no era así se limitaban a aportar manzanas pequeñas y secas, melocotones que no acababan de madurar nunca y unos albaricoques a duras penas rescatados de la voracidad de los pájaros. A pesar de todo, Kate no habría cambiado su jardín por el de Versalles. Y, desde luego, le parecía el lugar perfecto para celebrar una boda.

Ya habían fijado la fecha: el día 3 de julio, sábado en el calendario. Faltaban tres semanas justas, y a Kate se le aceleraba el corazón cuando pensaba en ello. A pesar de que intentaba tranquilizarse diciéndose que iba a ser una cosa sencilla, quedaba mucho que preparar. Shirley, cómo no, había tomado el mando esgrimiendo la que consideraba una razón de peso: era la única que podía presumir de cierta experiencia organizando bodas. Ni ella ni Forster la tenían, pues los dos hijos de él estaban solteros. En cuanto a Anna Livia, ninguno de sus vástagos había contado mucho con ella a la hora de organizar sus bodas respectivas.

—Cuando se casó mi Margaret yo me ocupé de todo, y fue un verdadero éxito.

Kate dudaba que Margie hubiese permitido a su madre tomar las riendas de su boda, pero no quería poner su supuesto rodaje en tela de juicio. En cualquier caso, la capacidad de mando de Shirley haría de ella una eficaz directora de orquesta.

—Decidme qué os parece esto. Es de mi hermano, acabo de recibirla.

Forster, Anna Livia y Shirley unieron las cabezas para leer la carta, y Kate sintió un ramalazo de dicha al pensar que era muy afortunada al poder contar con ellos. Parecían un grupo compacto, homogéneo y bien avenido.

—No está mal —comentó Forster.

—A mí me parece bastante impertinente —Shirley tendió el folio impreso a Kate, como si no quisiese ni verlo delante—, pero tampoco podría esperarse otra cosa. Bah, que digan lo que quieran.

—Al menos van a enviar a alguien —comentó Anna Livia, conciliadora.

—Oh, sí, «en representación de la familia». ¿Quién se cree tu hermano que son? ¿Los Windsor? Por favor, menuda ridiculez.

Forster se levantó para hacer sitio a Kate, y arrastró otra silla para acomodarse. Luego habló sin dirigirse a nadie en particular.

—A ver, señoras… el hermano de Kate tiene ¿cuántos años? ¿Cincuenta y pocos? Para él, su hermana y yo somos dos viejos chochos que quieren casarse. Dejémosle que patalee un poco, ¿de acuerdo? Por fortuna, está tan lejos que poca cosa más puede hacer.

Forster rubricó el comentario guiñando el ojo a su prometida, que le hizo una leve caricia en el pelo.

—Y tu sobrina, Laura, ¿cómo es?

Kate suspiró, contrariada.

—Me da vergüenza admitirlo, pero no tengo la menor idea. No la he visto mucho en estos años.

—Yo sí la he visto —intervino Shirley—, en el café de tu hermano. Es una chica normal y corriente.

—Pues es un alivio. —Volvió a leer el correo—. Y, por cierto, supongo que debería ofrecerle alojamiento en casa.

Miró a sus amigas como pidiendo permiso, y Anna Livia se adelantó a cualquier comentario.

—Por supuesto, Kate. Hay sitio de sobra. Sería raro que la enviases a un hotel. Después de todo, es tu familia.

—¡El hotel! —Kate se dio un leve golpe en la frente—. Oh, señor, lo había olvidado. Tengo que reservar una habitación para Jeffried Ruskin.

—¿Viene a la boda?

—No, no, es algo de trabajo. Al parecer, han encontrado un nuevo manuscrito de mi tío y necesita reunirse conmigo.

—Muy oportuno. —Anna Livia se sirvió una segunda taza de café con la convicción de estar haciendo algo malo. El médico le había prohibido abusar de la cafeína, pero no estaba dispuesta a hacerle caso—. Quiero decir que, con todo el lío de la boda, no te quedará mucho tiempo para ocuparte de otras cosas, ¿no?

Kate consideró la observación.

—Pues debería encontrarlo. Una nueva novela de Albert Salomon serviría para solucionar mis preocupaciones financieras.

Hubo un silencio en el que todos se miraron.

—Kate, ¿tienes problemas económicos?

—¿Por qué no nos habías dicho nada?

—Oye, sea lo que sea podemos arreglarlo. —Anna Livia parecía verdaderamente alarmada—. Me queda algún dinero de la venta de la casa. Yo…

Kate detuvo el aluvión de solidaridad con un gesto y una sonrisa.

—Tranquilos, no es que esté arruinada ni nada de eso. Pero sabéis que he tenido gastos extra últimamente, y una inyección de dinero me vendría muy bien. —Le pareció que no la estaban creyendo—. Lo digo en serio: todo está controlado. Y tú, Forster, cambia de cara. No vas a casarte con una indigente.

Él se puso de pie y colocó las manos en sus hombros.

—Kate… soy un tipo a la antigua. Nada me gustaría más que salvarte de la ruina. Así que si ahora o en el futuro tienes alguna inquietud que tenga que ver con el dinero, haz el favor de compartirla conmigo. No soy un viejo rico, pero digamos que sí soy un viejo acomodado.

Fue una declaración rara, a la vez solemne y humorística. Kate se dijo que ni en la mejor de las novela románticas había leído una escena en la que alguien pusiese su fortuna a los pies de otro con tanta elegancia. Miró a Forster y le acarició la mano. Anna Livia Szcherny sintió unas ganas tremendas de aplaudir.

—Kate —Shirley se volvió hacia ella—, el señor Smith es un verdadero chollo. Y ahora, si no os importa, me gustaría que empezásemos a trabajar. Apenas quedan tres semanas para la boda, y hay muchas cosas de las que ocuparse. Tenemos que hacer una lista de invitados y alquilar una carpa. No, no me miréis así: puede llover, y sería un desastre. En cuanto a la comida, lo mejor es servir un bufet.

Miró a Forster y a Kate, pero estaba claro que esperaba que no pusiesen trabas a la sugerencia. Y mientras todos los demás pensaban en otras cosas, en la imaginación de Shirley empezaron a aparecer enormes fuentes de ensaladilla, carnes en fiambre, hojaldres rellenos y unos cócteles de gambas diminutos y servidos en pequeños vasos de cristal. Los había visto una vez en una revista, y temblaba de emoción sólo de pensar que aquellas delicias iban a servirse, bajo su supervisión, en el jardín de su propia casa. Como Kate esperaba, Forster no resistió demasiado tiempo aquella extraña conversación sobre bocaditos de queso y minicroissants rellenos de salmón ahumado, y pidió permiso para retirarse. Las tres mujeres se quedaron solas, y Shirley no tardó en dejar a un lado la libreta en la que había anotado una larga lista de canapés.

—Menos mal que se ha marchado. Tenemos que hablar de tu vestido.

Kate gimió. Tenía tantas cosas en la cabeza que preocuparse también por la ropa era lo único que le faltaba. Pero Shirley no estaba dispuesta a dejar el asunto para más adelante.

—La boda está a la vuelta de la esquina —insistió— y ha llegado el momento de que te decidas. No sé si Forster habrá empezado a pensar en su indumentaria, pero, claro, los hombres lo tienen fácil en estos casos. De hecho, lo tienen fácil en casi todos los casos, pero ésa no es la cuestión.

—Kate —Anna Livia no quería enredarse en nada que tuviese que ver con la guerra de sexos—, en esta ocasión tengo que estar de acuerdo con Shirley. Es necesario que te decidas por algo. No puedes llegar a tu boda vestida de trapillo.

—De acuerdo. Mañana saldré de compras. No creo que…

Se detuvo al notar encima la mirada implacable de Shirley.

—De compras. Claro. Seguro que Ribanova está llena de tiendas donde una auténtica vieja pueda vestirse de novia. Quítate eso de la cabeza, Kate. Yo ya he estado haciendo prospección, y todo lo que he visto parece adecuado para una fiesta de fin de año en el asilo o para usar de mortaja. Es tu boda, demonios. Tu vestido tiene que ser maravilloso. Así que he hablado con Julia del Amo.

En otro tiempo Julia del Amo había trabajado como modista. Por supuesto, la casa de modas donde estuvo empleada había cerrado sus puertas años atrás, pero ella seguía siendo habilidosa con la aguja.

—¿Julia va a hacerme un traje?

—Sí. Pero tendrás que decidir ya qué es lo que quieres, y en seguida vendrá a tomarte las medidas. Así que tengo algunas ideas. Esperad un momento.

Entró en la casa rápida como un rayo y regresó antes de que Anna Livia o Kate tuviesen tiempo de preguntar adónde iba. Traía en las manos una carpeta de recortes que desplegó sobre la mesa.

—Novias maduras. ¿Qué os parece? Las he bajado de internet. Y hay cosas preciosas. Mira a Camilla Parker Bowles… estaba guapa por primera vez en su vida. Barbara Hutton en su última boda… muy desangelada, para mi gusto, pero bueno, los ricos tienen sus propias reglas. Liz Taylor, por supuesto. Dos veces, pero ella se lo podía permitir.

Kate echó un vistazo al retrato de Liz Taylor vestida con una especie de globo amarillo chillón que casaba perfectamente con el estilo de su marido —un tipo musculoso y vulgar al que había conocido en una clínica de desintoxicación— y Michael Jackson, que hacía de padrino.

—No pienso ponerme nada parecido a esto —advirtió.

—No digo que lo hagas, pero no hay nada de malo en mirar, precisamente para no equivocarte. Echa un vistazo a esto: Jackie casándose con Onassis.

—No es por ofender —intervino Anna Livia—, pero cuando se casó por segunda vez Jacqueline Kennedy podría ser la hija de Kate.

—¿Vas a ponerle peros a todo? Olvídale y fíjate en el traje. A Kate le quedaría bien. Y mira ésta: es Lilian de Suecia… no le permitieron casarse hasta que cumplió los sesenta y tantos. ¿Qué te parece?

Kate estudió con cierta atención aquel vestido de aquella princesa, que era de un bonito color plata y llevaba una sencilla diadema como aderezo. Le gustaba, pero aun así le parecía exagerado.

—Sigo creyendo que me iría mejor algo más discreto.

Shirley le dedicó una mirada triunfante.

—Lo sabía, y por eso te he traído éste.

La mujer que usaba aquel modelo no tenía tantos años como Kate, pero hacía mucho que había dejado de ser joven. Llevaba un vestido de un suave color malva, dos dedos por debajo de la rodilla, confeccionado en faya de seda. Kate suspiró al verlo: era el vestido perfecto.

—¿Qué te parece?

—Oh, Shir… eres un genio…

—Pues decidido. Míralo bien, Kate… es el traje de tu boda. ¿Te lo puedes creer? Vas a hacerte un vestido de novia a los setenta años. ¡Y nosotras vamos a estar ahí para verlo! Vamos, chicas, disfrutad del momento. ¿Quién iba a imaginar que viviríamos algo así?