—¿Qué vamos a hacer? —Shirley miraba la puerta de la sala donde habían instalado a Forster Smith. A pesar de su aparente consternación, parecía agradablemente excitada por la novedad—. Hay que avisar a Kate cuanto antes. Si llega a casa y se encuentra a ese hombre, puede darle un infarto… o algo peor.
—¿Algo peor? —En ausencia de Kate, Anna Livia parecía encantada de poder hacer una exhibición de flema—. Querida, a nuestra edad, no se me ocurre nada mucho peor que un infarto. Pero tienes razón, no podemos dejar que entre y se dé de narices con ese… Forster, o como se llame.
—Podemos llamarla a la librería…
—¿Decírselo por teléfono? No me parece lo más adecuado: «Kate, deja lo que estés haciendo y ven inmediatamente. Tu antiguo amor te está esperando en casa».
Anna Livia y Shirley habían escuchado hablar muchas veces de Forster Smith. Después de unos meses de convivencia se había inaugurado entre las tres mujeres una agradable etapa de confianza, y se habían hecho depositarias mutuas de un montón de secretos. Anna Livia les confesó que no podía soportar a ninguno de sus hijos —«A ninguno. Qué pena. Tengo tres y me caen mal todos»— y Shirley, que había engañado una vez a su marido —«Teníamos una crisis, ¿entendéis? Estábamos muuuuy mal. Siempre he pensado que aquella aventura salvó nuestra relación, así que en el fondo fue una suerte para los dos»—. En cuanto a Kate, les habló de Forster y de todas las veces que le había dado calabazas, muy a su pesar. Aquella declaración provocó un debate encendido: Anna Livia dijo entender el comportamiento de Kate, pero Shirley le espetó a su amiga que la consideraba una tontaina y que, de haber estado en su pellejo, ella hubiese aprovechado la ocasión a las primeras de cambio.
—Si en aquel baile del que hablas hubieses dado plantón al pelirrojo, quizá ahora no estarías aquí contando tus penas a dos viejas chifladas.
Kate se había reído con ganas. Estaba convencida de no tener penas que contar. Forster Smith era sólo un buen recuerdo de la juventud, y así se lo explicó a Shirley y a Anna Livia.
—¿Un buen recuerdo? A otro perro con ese hueso, Kate. Me apuesto unos zapatos nuevos a que echas de menos a ese tipo cada dos por tres.
Kate protestó débilmente, pero no se sintió con valor de aceptar la apuesta y reclamar los zapatos de tacón que Shirley acababa de comprarse. Su amiga tenía razón al decir que recordaba a Forster Smith más veces de las que hubiera parecido razonable… y últimamente cada vez más. Quizá la edad nos manda de regreso al pasado, pensaba ella, y la cara de Forster Smith, con sus ojos brillantes y su bonito pelo castaño, se dibujaba en su memoria con envidiable nitidez.
Y de pronto, sin ella sospecharlo, aquel hombre que Kate había evocado tantas veces ante sus amigas se plantaba allí, armado con un ramo de rosas amarillas, dejando claro a qué había venido…
—La verdad es que es guapo —susurró Shirley. La puerta entreabierta les permitía observar las evoluciones del desconocido, que estaba en la salita y curioseaba a su alrededor sin mucho disimulo—. Kate es afortunada, siempre lo he dicho.
—¡Shirley!
—¿Qué? Es verdad: primero hereda los libros de un tipo que se convierte en superventas, y ahora esto. —Señaló dramáticamente hacia la sala de estar—. A nadie que yo conozca le pasan cosas así. Una propuesta de matrimonio después de los setenta es más de lo que…
—¡Hola, hola, hola!
Si Forster Smith escuchó la voz musical de Kate saludando a todo el mundo no dio muestras de ello. Siguió fisgando entre los volúmenes de la librería como si nada. Shirley y Anna Livia se miraron y luego miraron a Kate.
—¿Qué os pasa? Parece que habéis visto un fantasma. —Su cara se contrajo—. Oh, Dios, ¿ha muerto alguien?
—Shirley se llevó el dedo a los labios.
—Chist… no digas una palabra… está ahí.
—¿Quién está ahí?
Kate había palidecido, convencida de que estaba ocurriendo algo malo. Anna Livia decidió intervenir antes de que aquello se les fuera de las manos. Repitió el gesto de Shirley para pedir silencio —aunque el suyo fue, por supuesto, mucho más elegante, casi majestuoso— y tomó a Kate delicadamente del brazo para meterla en la cocina.
—¿Me vais a decir qué es lo que ocurre?
—Querida… siéntate. No te lo vas a creer, pero tienes visita.
—¿Y por eso tanto revuelo? No creo que…
—Se trata de Forster. Forster Smith. Está en la sala. Y dice que viene a casarse contigo.
Tiempo después, cuando recordasen aquella escena, Shirley juraría y perjuraría que ni en un millón de años hubiera imaginado la reacción de Kate al enterarse de que un hombre al que llevaba sin ver casi cuarenta años estaba esperando por ella en el salón de su casa. Cuando escuchó su nombre se ruborizó, eso sí, y se llevó la manos a la cabeza, pero en lugar de ponerse a llorar, o desmayarse —algo que la propia Shirley hubiese hecho muy a gusto de haber estado en el lugar de su amiga—, Kate se echó a reír mientras Shirley y Anna Livia la observaban, desconcertadas. Habían esperado cualquier cosa —un ataque de pánico, una llorera sin control, el ya mencionado vahído—, pero no un concierto de carcajadas. No, aquello no tenía ninguna gracia, pero Kate tampoco podía explicar a las dos mujeres que su risa era consecuencia de una especie de arrebato de felicidad: Forster Smith había atravesado los años y el océano para encontrarse con ella. Y si eso no era suficiente para dejarse llevar por la dicha, ¿qué otra cosa podría provocar una invasión de alegría?
—¡Oh, señor! —dijo Kate, secándose los ojos—. ¡Qué situación tan extraordinaria!
Shirley se agarró a la posibilidad de que Kate estuviese llorando de emoción, pero estaba claro que sus lágrimas eran de risa.
—¿Cuándo ha llegado? —preguntó.
—Hará una hora. Le he ofrecido un té, pero no quiso nada. —Anna Livia necesitaba dejar bien claro que conservaba sus buenos modales incluso en medio de una crisis—. Tienes que ir a verle. Lleva un buen rato dando vueltas por el salón y no creo que tarde mucho en empezar a impacientarse.
Kate miró a sus dos amigas con los ojos relucientes.
—¡No! Antes decidme cómo está.
—¡Kate! —Anna Livia parecía escandalizada.
—Muy potable. —Se adelantó Shirley—. Quiero decir, para la edad que tenemos. Se conserva en forma y anda erguido. No lleva bastón, lo cual es una suerte, porque todos los hombres que conozco van por ahí como si volviesen de la guerra. Y lo mejor de todo…
Hizo una pausa para mirar a Kate, como si estuviese a punto de dejar caer una sentencia definitiva.
—¡Tiene pelo!
—¡No lo creo!
—Es verdad. Anna Livia, díselo tú.
La interpelada asintió: en efecto, Forster Smith tenía una muy honorable mata de cabello.
Kate Salomon volvió a reír.
—Definitivamente, es mi día de suerte. Pelo después de los setenta. Ni siquiera puedo creerlo…
—Kate —Anna Livia le dedicó una mirada tierna—, creo que deberías entrar en el salón.
—Oh, Anna Livia, he esperado a ese hombre durante toda la vida. No creo que pase nada porque él aguarde unos minutos más. Venga, dadme otros detalles. ¿Tiene barba?
—No.
—¿Bigote?
—Tampoco.
—Gracias a Dios. No me gustan los tipos con cosas en la cara. ¿Está gordo?
—Delgadísimo —aseveró Shirley—. De hecho, creo que no le vendría mal ganar un par de kilos.
Kate cerró los ojos.
—A ver… si se pareciese a un actor, ¿a quién os recordaría?
Esta vez fue Anna Livia quien se adelantó a responder.
—A ése de la película del coche que vimos el otro día… ¿os acordáis? Aquél que tenía un coche precioso y toda su horrible familia quería quedarse con él, y se lo acababa regalando a un chico chino. No me sale el nombre, es algo con C…
—¿Clint Eastwood? ¡Oh, esto es mucho mejor de lo que esperaba! Me encanta ese actor. Y ahora que lo dices, cuando éramos jóvenes Forster se daba un aire a él.
Kate parecía encantada, pero Shirley empezaba a aburrirse con aquel juego, y además tenía ganas de saber lo que pasaba a continuación. Puso los brazos en jarras y adoptó una expresión severa.
—Ya está bien de perder el tiempo. Tienes más de setenta años, Kate Salomon, así que ni se te ocurra tentar a la suerte. Vas a entrar ahí y vas a escuchar lo que tenga que decirte ese hombre. Y vas a hacerlo ahora mismo, aunque tenga que llevarte de los pelos.
Esta vez, Kate no se rio. Miró a la temperamental Shirley y le dio un abrazo, y luego repitió el gesto con Anna Livia. Y en ese momento no sintió que eran tres ancianas, sino unas muchachas en flor compartiendo la dicha, la incertidumbre y las esperanzas ante la inminencia de una declaración de amor. Pero Shirley no era tan romántica.
—¡Kate!
—Ya voy, ya voy. —Se ajustó un poco la chaqueta—. ¿Estoy bien?
—Tienes demasiados años para eso, Kate. Estás todo lo bien que puedes estar. —Aun así, Shirley se apresuró a atusarle el pelo y quitarle una arruga de la chaqueta—. ¿Tú qué dices, Anna Livia?
Ella hizo un gesto con la mano que podría significar cualquier cosa, pero que era sólo una forma de constatar que todo aquello empezaba a superarla. Kate salió de la cocina, y la mirada asesina de Anna Livia hizo que Shirley desistiese de salir tras ella.
De buena gana Kate Salomon hubiese recorrido a grandes zancadas los pocos metros que separaban la cocina del salón donde la aguardaba Forster Smith, pero se dijo que quería estirar aquellos segundos, como las novias que se acercan al altar con un paso corto y lento, quizá para ser conscientes del momento que van a vivir. Así se sintió ella: como una novia entrada en años. Se detuvo unos segundos ante el espejo que había sobre la cómoda y que Shirley amenazaba con quitar todos los días: «A nuestra edad los espejos sólo sirven para recordar lo viejas que somos». Pero a Kate Salomon no le importaba verse como era. Se asomó a su propia imagen y vio su cabello ceniciento cortado a la altura de las mejillas, sus pómulos huesudos, el ejército de arrugas que surcaban su rostro —la boca, los ojos, la frente— y los ojos de un azul acuoso que ahora brillaban por efecto de la emoción y la alegría. No, no había más que esperar: estaba lista. Y, después de tomar aire, entró en el salón.
Forster Smith se puso en pie en cuanto la vio entrar. Llevaba un bonito traje gris con camisa blanca y chaleco y unos zapatos de cordones. Tenía, como había dicho Shirley, un precioso pelo blanco, y Kate se dio cuenta de que era incapaz de recordar el color exacto de aquel cabello en otro tiempo, cuando eran jóvenes. Le dedicó una sonrisa que inmediatamente subió desde los labios hasta sus ojos dorados.
—¿Por qué has tardado tanto? —le preguntó.
—Estaba pensando lo mismo, Forster Smith. ¿Se puede saber qué haces aquí?
—Creí que te lo habían dicho tus amigas. Vengo a pedirte que te cases conmigo. He hecho las oportunas averiguaciones, y ahora no hay ningún novio con ganas de incordiar ni nadie con quien te hayas comprometido. Así que, te pongas como te pongas, esta vez no pienso aceptar una negativa.
Ella le miró con una sonrisa bailándole en los labios.
—Iba a decirte que sí.
—Estupendo, porque me había prometido a mí mismo que ésta era la última vez que te lo pedía.
Ella le tendió una mano que él se apresuró a estrechar. Luego se abrazaron, y lo hicieron con tanta naturalidad que Kate tuvo la sensación de que ya había abrazado a aquel hombre muchas otras veces, aunque era la primera vez que lo hacía. Olía bien, pensó. A loción de afeitar y a algo fresco, quizá vetiver.
—Kate, querida…
Le pareció que a Forster Smith se le quebraba la voz, y se apartó un poco de él.
—Ni se te ocurra emocionarte. Sería una pérdida de tiempo. Vamos, siéntate un rato. Tienes que contarme algunas cosas. A ver si sabemos por dónde empezar… Por cierto, ¿cómo me has encontrado?
—Tenía la dirección de tu casa de Brighton, y conseguí el teléfono. Llamé y pregunté por ti. Salió una mujer muy poco amable a la que convencí para que me diese tus señas.
—¿Qué demonios le contaste? —No era propio de Lotta mostrar tan buena disposición para colaborar con un extraño: lo lógico sería que le hubiese colgado el teléfono.
—Dije que llamaba de la asociación de antiguos alumnos de la Universidad de Edimburgo. Se supone que vamos a tributarle un homenaje al decano y tenemos que reunir ocho mil libras. Por cierto, a ti te tocan cien.
—¿Tanto?
—A más antigüedad, mayor aportación.
Kate rio con ganas. Aquel hombre era el mismo Forster Smith que ella había conocido cincuenta años atrás, el mismo que quiso invitarla a ir a un baile, llevársela al otro lado del mundo, casarse con ella.
—No has cambiado nada —le dijo él.
—Eso díselo a alguien más tonto que yo, Forster. Hoy cumplo setenta y un años…
Él pareció encantado.
—¡No lo sabía! Vaya, pues sí que he tenido puntería apareciendo hoy. Y te he traído flores: rosas amarillas. El rojo me parecía dar muchas cosas por hecho, y no me gustan las rosas blancas.
Esta vez Kate lo miró durante unos segundos. Sí que se parecía vagamente a Clint Eastwood. Como había dicho Shirley, el señor Forster se había convertido en un vejestorio muy potable.
—Sólo dime una cosa: ¿por qué ahora?
—Es una historia larga.
—Eso espero, o me sentiré decepcionada. Han sido muchos años y no me gustaría que empezases diciendo que pasabas por aquí.
—Muy bien. Pues te diré que parte de la culpa de que haya venido la tiene tu tío. Sí, señorita Salomon. Albert está detrás de todo esto.
Forster le contó entonces que tenía un hijo que era profesor en la Universidad de Temple. Se había especializado en literatura inglesa del siglo XX, y había empezado a estudiar con detalle la obra de Albert Salomon. Y entonces, por supuesto, había aparecido el nombre de Kate.
—Y eso te refrescó la memoria.
Forster Smith parpadeó.
—No exactamente. Digamos que me dio valor… como si fuese una señal o algo así. Oh, Kate, no me lo pongas difícil. Me he acordado de ti muchas veces durante estos años. Pero tres rechazos…
—En realidad fueron dos. Creo que el del baile no cuenta.
—Pues, como lo ves, lo llevo grabado a fuego. Habría debido partirle las piernas a aquel pelirrojo… sí, eso debí hacer. —Acercó la mano a la suya, pero esta vez, en lugar de tomarla, la acarició suavemente, como con curiosidad, pensó Kate, como si quisiera familiarizarse con aquella mano de venas azules y lamentablemente moteada por las manchas de la edad. Ojalá Forster Smith hubiese cogido su mano cincuenta, cuarenta, incluso treinta años antes, cuando era aún una mano blanca y limpia, de uñas duras y lisas y dedos dignos de una virtuosa del arpa. Aquellas manos, de las que Kate Salomon se sentía incluso orgullosa, eran ya también un recuerdo, y ahora tenía la piel llena de arrugas y de pecas y de lunares que no iban a hacer sino multiplicarse. Por suerte, Forster lo sabía y no parecía importarle.
—Tienes un hijo… —dijo ella como si hubiese recordado de pronto aquel detalle.
—Dos. David y Vera. Con dos mujeres distintas.
—Vaya.
—Las dos me dejaron. O las dejé yo, ya ni me acuerdo. Eso fue hace siglos. Tu Michael murió, ¿verdad?
A Kate le gustó aquella expresión. «Tu Michael…», Forster se refería a él sin sombra de rencor, incluso con cierto respeto.
—Sí. Era un buen hombre.
—No me cabe duda. Fuiste afortunada. O tal vez no… supongo que la pérdida es más dura así, ¿no? Cuando hay que echar de menos a alguien que no tiene grandes defectos. Si mi segunda mujer me hubiese dejado viudo, habría supuesto para mí un gran alivio.
—¡Forster!
—Es la verdad. Y, además, me hubiese ahorrado mucho dinero y un Buick del sesenta y siete que se quedó ella, aunque ni siquiera sabía conducir. En Norteamérica los divorcios pueden ser complicados. —Se quedó callado y le pasó la mano por el pelo. Luego la detuvo en su mejilla—. Cambiando de tema, Kate Salomon, ve haciéndote a la idea de que ya no te vas a librar de mí.
Ella volvió la cabeza suavemente y besó la palma de su mano cerrando los ojos. Sintió un acceso de ternura, tanta que poco faltó para que llorase. Y eso hubiera sido imperdonable, se dijo Kate Salomon, porque ella no era una mujer sentimentaloide, ni lloraba más que cuando se sentía muy —pero muy— desgraciada. Sin embargo, en aquel momento notaba algo desconocido —¿emoción?, ¿anhelo?, ¿una felicidad pura y rotunda que no había experimentado nunca?— y le costó contener las lágrimas. Forster la había atraído hacia sí, y le acariciaba el pelo mientras depositaba en su sien unos besos ligeros, miedosos, incluso algo torpes, como los gestos de un niño al que han puesto en las manos por primera vez un juguete largamente deseado y acaba de darse cuenta de que no sabe cómo manejarlo.
Forster Smith acababa de jubilarse de su puesto en la muy prestigiosa Universidad de Cornell. Tenía a sus espaldas dos matrimonios fracasados, dos hijos y una larga y fructífera carrera como profesor y conferenciante. A lo largo de su dilatada vida académica había publicado cuatro libros —uno de ellos, una biografía de John Singer Sargent, estuvo dos semanas en la lista de más vendidos del New York Times—, había dirigido cinco congresos y actuado como ponente en tantas charlas, simposios y mesas redondas que sólo su eficaz secretaria llevaba la cuenta de sus disertaciones en público: él la perdió cuando empezó a aburrirse.
En cuanto al terreno personal, Forster Smith decía siempre que su vida sentimental había sido un verdadero fracaso, pero exageraba, pues se había casado dos veces, por amor y con dos mujeres que lo habían adorado, a pesar de que luego las cosas se torcieran. Antes de casarse, Forster Smith había tenido incontables aventuras —nunca con alumnas de las universidades en las que trabajó, pues sabía del demencial código ético de los centros americanos—, pero no había sido infiel a sus esposas ni una sola vez. Tuvo a sus dos hijos ya pasada la cuarentena —David tenía ahora treinta y un años, y Vera veintiocho— y aseguraba haber sido un padre horrible, aunque no era del todo cierto. Posiblemente no había sido un progenitor al uso, de ésos que cantan nanas, cuentan cuentos o compran globos, pero a cambio se había convertido en mentor intelectual de sus dos hijos, y se había esforzado en formar sus mentes y sus espíritus. Forster —que se sentía vagamente culpable de su escaso sentimiento paternal— aseguraba que no había hecho otra cosa que extender a los muros del hogar su entusiasmo docente, pero sea como fuere David y Vera eran dos adultos inteligentes, curiosos y sabios, cuya nómina de lecturas juveniles iba desde las comedias de Shakespeare hasta los textos de Julio Verne, pasando por la Divina comedia, los clásicos rusos o las páginas de Flaubert. Forster Smith leía con ellos, les explicaba cada concepto, cada término, el mensaje oculto de cada texto, las claves para comprender mejor aquellos libros. Les hizo leer Werther cuando sufrieron el primer descalabro sentimental, El jugador el día que supieron que un vecino se había arruinado por culpa de su afición a los juegos de azar, la trilogía de Primo Levi cuando empezaron a estudiar en el colegio la segunda guerra mundial. Los chicos Smith aprendieron a entender muchas cosas —el pasado, el presente, sus propios sentimientos— a través de la literatura. Y fue gracias a su padre, el brillante profesor Smith, que intentaba compensar así el tiempo que no pasaba jugando al béisbol y disfrazándose en Halloween para pedir caramelos a los vecinos. Forster Smith esperaba que en el futuro sus hijos le agradeciesen más el haberse preocupado de su formación intelectual que de cantarles canciones de cuna.
Sea como fuere, el esfuerzo paterno dio sus frutos: Vera había publicado su primer libro de poemas a los veintitrés años y estaba considerada una de las más firmes promesas de la literatura estadounidense, y David acababa de leer su tesis doctoral basada en autores a quienes las mieles del éxito habían llegado una vez fallecidos.
—Y ahí apareciste tú. Cuando David me habló de la beneficiaria de la herencia de Albert Salomon, poco me faltó para dar un grito.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace seis meses. El tiempo que pasó hasta que me atreví a empezar a buscarte.
Kate miró a Forster Smith con cierta severidad.
—«Me atreví». Vaya, dicho así parece que hubieras iniciado una campaña militar.
—Kate… no ha sido tan fácil. Tengo setenta y dos años y vivo en la otra punta del mundo. No me quites méritos, ¿eh?
Ella se rio.
—No lo hago. Realmente, es muy de agradecer que te hayas tomado tantas molestias. Por cierto, ¿saben tus hijos que estás aquí pidiendo en matrimonio a alguien a quien no ves desde hace treinta y cinco años?
Forster asintió: no sólo lo sabían, sino que le habían animado en su empresa. De hecho, la propia Vera había investigado cuál era la mejor conexión para llegar a Ribanova desde Ithaca, Nueva York.
—En cuanto a David, está encantado de que quiera casarme precisamente con la heredera de Albert Salomon. Tu tío le tiene fascinado, y ha empezado a escribir su biografía.
—¡No me digas! Vaya, eso me preocupa un poco. Tal vez estás dispuesto a casarte conmigo para ayudar a tu hijo a obtener documentación. Te anticipo que no podré ser de mucha ayuda, así que si quieres reconsiderar tu petición, lo entenderé perfectamente.
Forster Smith la miró en silencio, con un punto de gravedad —qué extraño resultaba— en los ojos marrones. Luego, muy despacio, se acercó y la besó en los labios por primera vez. A Kate le sorprendió aquel contacto, pues la boca del profesor Smith le había resultado tan suave y tan fresca como la de un muchacho joven. Claro que hacía mucho tiempo que ella no besaba a un muchacho…
—Bueno, ¿cómo prefieres que lo hagamos?
—¿A qué te refieres?
—A la boda, Kate Salomon. ¿Quieres que busquemos ahora mismo a un juez de guardia?
Ella sacudió la cabeza. Definitivamente, todo aquello era demasiado.
—Forster… tú has tenido seis meses para dar vueltas a la idea de casarte conmigo, pero yo acabo de enterarme de que voy a celebrar mi segunda boda. Si no te molesta, me gustaría tomarme un tiempo para… digamos, aterrizar. Lo haremos, por supuesto, pero no me pidas que me plante en el juzgado esta misma tarde.
Él le besó las manos varias veces.
—Se hará todo como tú decidas. No hay prisa… bueno, o tal vez sí, un poco. Está mal que lo recuerde, pero no tenemos veinte años.
—Lo tengo en cuenta, Forster. Y ahora, si te parece bien, deberíamos hacer algo práctico. Comer, por ejemplo. Son las tres y cuarto, y empiezo a tener hambre.
Anna Livia, Shirley y la propia Kate coincidieron en que la comida de cumpleaños que habían preparado fue la más rara de sus vidas. Sin saber muy bien qué hacer, Shirley y Anna Livia habían preparado la mesa para cuatro con el mantel de hilo, la vajilla buena —aportada por Anna Livia, y procedente de su propio ajuar— y las copas de Baccarat que sólo usaban en las grandes ocasiones porque había que lavarlas a mano y era una lata, como le gustaba recordar a Shirley. Por dos veces estuvieron a punto de empezar sin Kate y sin Forster, pero en el último momento decidieron esperar un poco más, y cuando Kate salió del salón, ruborizada y radiante, seguida por un satisfecho Forster Smith, ambas tuvieron claro que habían hecho bien en aguardar. Los cuatro se sentaron a la mesa, y los cuatro dieron cuenta de una sabrosa sopa de pescado y una merluza cocida preparada por Shirley. Nadie dio explicaciones ni nadie las pidió —ya habría tiempo para ello—, pero en aquella primera toma de contacto las amigas de Kate Salomon tuvieron muy claro que Forster Smith estaba allí para quedarse. Eso sí, cuando Kate salió del comedor para buscar el postre —la tarta de moka que había enviado desde la pastelería—, Anna Livia y Shirley se precipitaron tras ella sin mucho disimulo.
—¡Así que vas a hacerlo! —le espetó Shirley nada más cerrar la puerta.
—Creo que sí… ¿qué os parece a vosotras?
—Ay, Kate, no veo qué importancia puede tener eso. —Anna Livia preparó la cafetera mientras hablaba—. Quiero decir, nuestra opinión.
—Pues yo creo que sí la tiene. —Shirley colocó la tarta en un plato—. ¿No han traído unas velas?
—Creo que no. Supongo que pensaron que en mis circunstancias tal vez me asfixiaría intentando apagarlas.
—Pues yo creo que al menos deberían haber puesto una. Pero no cambiemos de tema. Yo creo que nuestra opinión debe contar al menos un poco. Y, ya que lo preguntas, no me parece mal que te cases con ese comosellame. Tiene una pinta estupenda y es simpático. De hecho, si le das calabazas me pondré a la cola.
Se miraron las tres, y luego se cogieron de la mano, haciendo un corro que cualquiera hubiese encontrado ridículo.
—¿No es emocionante, Kate? ¡Vamos a celebrar tu boda! Y lo haremos por todo lo alto.
—Shirley, no creo que…
—Oh, ni una palabra. No pienso desperdiciar la ocasión. ¿A cuántas bodas crees que vamos a ir a partir de ahora? Toda la gente que conocemos está casada o muerta.
Kate iba a replicar, bienhumorada, pero en ese momento sonó el teléfono. Anna Livia salió de la cocina para contestar, y volvió al instante.
—Kate… es para ti. Jeffried Ruskin. Es la segunda vez que llama.
Kate se enfadó consigo misma al notar un pellizco en el estómago. Era absurdo inquietarse por una simple llamada telefónica, y más en aquel momento en que tenía la cabeza —y el corazón— ocupados en algo bastante más importante que lo que el bueno de Ruskin tuviese que decirle. Pero el editor la había llamado tres veces en un día, y eso sólo podía indicar que se traía entre manos algo importante. Respiró hondo antes de tomar el auricular, y se dijo que nada de lo que pudiese contarle le iba a amargar la jornada.
—Jeffried… ¡qué sorpresa!
—Hola, Kate. Escucha, tengo noticias.
La voz de Jeffried Ruskin sonaba lejana, pero no había nada funesto en su tono. Kate notó, aliviada, que había dejado de notar aquella presión sobre el estómago. «Tengo noticias», había dicho, y ella estuvo a punto de contestarle «aunque te parezca increíble, yo también». Pero luego pensó que a Ruskin no tenían por qué interesarle sus buenas nuevas.
—Cuéntame.
—¿Estás sentada?
Instintivamente miró a su alrededor: no, no había ningún asiento en el vestíbulo.
—No. ¿Crees que es indispensable que busque una silla?
—Puede ser, pero no quiero esperar más. Ha ocurrido algo impresionante: ha aparecido medio libro.
—¿Cómo dices?
—Parte de un original. Más de cien páginas de una novela inédita de tu tío. Se llama El recién llegado. ¿No es fantástico? —Ni siquiera esperó su respuesta—. La noticia ha caído en la editorial como una bomba. Están… están alucinados. Completamente.
—Pero… ¿cómo ha sido? ¿Dónde…?
—Pues eso da para otra novela. Resulta que el manuscrito estaba entre los objetos personales de un antiguo editor de Somerset Publishers, y la familia los ha encontrado diez años después de que el hombre pasara a mejor vida. Supongo que se llevó el original para leerlo en casa y se olvidó de él… el caso es que ha aparecido y lo tenemos nosotros. Está hecho unos zorros, claro… deberías verlo, con las hojas amarillas y la tinta medio desleída. Por supuesto, ya tengo una copia en buen estado encima de la mesa… lo primero que hice fue digitalizar el texto para ponerlo a salvo de cualquier desgracia. Bueno, Kate, ¿qué me dices?
—No lo sé… es una sorpresa… Pero ¿estás seguro de que es de Albert Salomon? Podría tratarse de un error.
—No hay ningún error. Es su estilo. Incluso la tipografía de la letra es exacta a la de los otros originales. Y, además, está la cita de Una casa junto al parque.
—Vaya… ¿qué es esta vez?
—Escucha: «La invocación de la sensatez es, muchas veces, una forma de hacer más digno el miedo».
Kate rio brevemente.
—Es buena.
—Todas lo son. Pero eso no es lo que importa. Escucha, Kate, tenemos que tomar una decisión.
—¿Sobre qué?
—Bueno, verás, podemos publicar el texto tal como está, como una novela inconclusa. La historia es buenísima, y esas páginas son de una calidad excepcional. Pero hay que hacer algo con la parte que falta.
¿Hacer?, se dijo Kate, ¿hacer qué? Si sólo había media novela, tendrían que contentarse con eso… No entendió qué quería decir el bueno de Ruskin, pero sintió que no estaba en condiciones de elucubrar. Su vida acababa de dar un vuelco imprevisible, y no era capaz de pensar en muchas más cosas.
—Jeffried, querido… lo que me cuentas es estupendo, pero hoy… bueno, digamos que el día se ha complicado un poco.
—¿Por qué? ¿Te encuentras mal? Si tienes algún problema, yo…
La voz de Jeffried Ruskin sonó de pronto preocupada y ansiosa, y Kate sintió una punzada de gratitud.
—No, no, no es nada de eso. —Suspiró y pensó que era mejor compartir las noticias—. Ay, Jeffried… voy a casarme.
Hubo un silencio. Por supuesto, pensó Kate, es lo menos que se pude esperar cuando alguien suelta una bomba así. Decidió ponérselo fácil.
—Apuesto a que te parece incluso más raro que lo de la aparición de la novela.
—¡No! Sólo es… es estupendo, Kate. Me alegro mucho por ti. ¿Quién es el afortunado? ¿Alguien que yo conozca? ¿Aquel crítico que te tiraba los tejos durante el simposio en Escocia?
Kate tuvo que hacer esfuerzos para recordar a aquel hombre bajito y bastante pesado que, en efecto, había intentado cortejarla durante un ciclo de conferencias en la Universidad de Saint Andrew.
—¡Por supuesto que no! Se trata de un antiguo amigo… es una larga historia, claro.
—En cualquier caso, felicidades. Escucha, Kate, no quiero ser pesado, pero hay algunas cosas de las que deberíamos hablar. Iba a pedirte que vinieses unos días a Londres, pero eso fue antes de enterarme de que eres una mujer comprometida. Así que vamos a hacerlo al revés. Tomaré un avión e iré a visitarte a Ribanova.
Aquella tarde, Kate no volvió a pensar en Jeffried Ruskin, ni siquiera en la noticia sensacional del manuscrito inédito de Albert Salomon. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse, y una de ellas era asimilar que su vida iba a volver a dar un giro, cuando pensaba que todas las sorpresas del destino habían ido cayendo sobre ella, una detrás de otra. No, no era lógico pensar que todavía faltaba algo, que el guión no estaba rematado y que había razones para no bajar el telón. Y, después de todo, ¿por qué habría de ser así? ¿Por qué pensar que la función había terminado? Tenía setenta y un años. Si las estadísticas se cumplían con ella —de acuerdo, podrían fallar, pero ni siquiera tendría que ser en su contra—, le quedaban unos doce o trece años más de vida. Eso es mucho tiempo, pensaba Kate Salomon, y no había por qué conformarse con aspirar sólo a una existencia tranquila. Eso era lo que había tenido durante los últimos años. Pues bien. Forster Smith le estaba poniendo en bandeja de plata la posibilidad de ir más allá durante al menos dos lustros. Le estaba hablando de amar, de ser amada. De ser feliz. De sacar jugo al tiempo, como una de esas máquinas modernas capaces de exprimir hasta la última gota una fruta que cualquiera diría que no tiene más zumo dentro.
—¿En qué piensas? —le dijo Forster.
—Te estaba comparando con una licuadora eléctrica.
—Oh, vaya. Eso es muy halagador. —La atrajo hacia sí—. Cuéntame qué te han dicho tus amigas.
Kate le dio un beso breve en la mejilla.
—Te han aprobado.
—¿Sólo eso? Me decepciona. Estoy acostumbrado a las notas altas.
Por supuesto, se dijo Kate, aquí está el Forster Smith que yo conocía. El rompecorazones, el presumido. Sí, claro. Que dos viejas se limiten a menear la cabeza en señal de condescendencia debería ser casi un insulto para él. En realidad, las chicas habían hecho mucho más que darle un cinco raspado. Pero no se lo dijo: en ese sentido, Forster había pasado por la vida bajo la lluvia pertinaz del nueve y el nueve y medio —y algún diez, por qué no admitirlo—, así que estaba bien que siguiese creyendo que en esta ocasión había pasado por los pelos.
—Quieren organizar una gran boda —dijo Kate—. Bueno, Shirley. Anna Livia es demasiado educada para opinar en algo así.
—¿Y tú qué quieres?
Kate entornó los ojos. ¿Qué quería? Pues quería lo que todas las novias. Quería una fiesta, invitados listos para llorar de emoción, un pastel blanco, muchas flores, una orquesta. Quería bailar el vals entre los aplausos de gente contenta, quería llevar algo prestado, quería un vestido nuevo. Quería todas las cosas que le habían resultado indiferentes en su primera boda. La cuestión era que no se sentía capaz de reconocerlo. Porque, muy en el fondo de su corazón, estaba dispuesta a aceptar la posibilidad de dicha con la que la estaba tentando Forster Smith, pero encontraba una osadía ir más allá. Admitir que además quería la boda de una chica de veinticinco años era como lanzar un órdago a los dioses. No, no se atrevía a tanto…
—Quizá sería mejor hacer algo muy sencillo en el juzgado… nosotros, y ellas dos. Y tus hijos, claro, si quisiesen venir. Luego podríamos ir a comer a algún sitio bonito…
—¿Lo estás diciendo en serio?
—Forster…
Él frunció un poco el ceño y luego ladeó la cabeza, escrutándola. La tomó de la mano como si fuese a buscarle el pulso, y luego la miró a los ojos.
—Kate Salomon… estaba dispuesto a casarme contigo deprisa y corriendo, esta misma tarde. Tú hablaste de esperar un poco y me parece muy bien. Pero ¿la sala de un juzgado y cuatro asistentes? Demonios, Kate, se trata de tu boda. Por muchos años que tengamos y muchos prejuicios absurdos que se te pasen por la cabeza, te vas a casar conmigo. Y no veo que pueda existir una sola razón para no celebrarlo por todo lo alto. Me extraña que haya alguna ley que obligue a los viejos a casarse de tapadillo.
—No se trata de una ley…
—Oh, claro, una costumbre entonces. ¿Hasta qué edad se supone que puede uno celebrar las cosas? ¿Los cuarenta? ¿Los cincuenta? Y un cuerno, Kate. Me he casado dos veces, y te juro que ninguna de mis dos bodas me hizo ni la mitad de ilusión que la que vamos a celebrar tú y yo.
Volvió a cogerla de la mano. Esta vez ella ni siquiera intentó contener las ganas de llorar. Dos lágrimas limpias se deslizaron por las mejillas de Kate Salomon —esas mejillas blancas, colonizadas sin piedad por un montón de arrugas— y Forster Smith las enjugó con los dedos.
—Kate, querida… tengo la sensación de que llevo cincuenta años esperando esta ocasión, y a menos que eso te haga sufrir, no pienso liquidar nuestra boda en el despacho de un juez, con la firma de un boli barato y una botella de vino caro en un restaurante. Me voy a casar contigo, y estoy tan contento que no puedo creerlo. Así que quiero música, ceremonia y hasta fuegos artificiales. Y te ruego que me concedas ese deseo porque te doy mi palabra de que es la última cosa que te pido. Dime, Kate… ¿lo harás por mí?