Benito de la Vega tenía los zapatos más limpios de todo Ribanova. Kate Salomon no entendía cómo aquel hombre se las apañaba para bruñir su calzado de aquella forma, pues vivía solo y le faltaba una mano. La mañana de su cumpleaños, Kate se cruzó con él, que se quitó a su paso un sombrero panamá con el que intentaba proteger su calva venerable del tibio sol de junio mientras sus relucientes botines de charol hacían sonar el pavimento de piedra.
Pasaban de las once cuando llegó a El Unicornio —había oído las campanadas a lo lejos, desde la torre del reloj del ayuntamiento—, pero Ahmed había abierto la puerta a la hora habitual, las diez y media. Kate suspiró, feliz: era maravilloso poseer una librería sin tener que preocuparse de horarios ni de ninguna de las responsabilidades inherentes a un negocio. Ahmed se encargaba de todo, y ésa había sido la única condición que había puesto a Julia del Amo al aceptar el traspaso de la tienda de libros: que Ahmed se quedara. Eso había ocurrido año y medio atrás, cuando la hija pequeña de Julia dejó Ribanova para casarse y no encontraron a nadie que quisiera hacerse cargo de la librería centenaria situada al final del paseo de la Plaza Mayor.
Lo cierto es que aquella tienda de libros distaba mucho de ser un buen negocio, menos aún en los últimos tiempos, y eso fue lo que los propietarios le dijeron a Kate Salomon cuando ésta les propuso quedarse con ella. Pero a Kate no le importaba: el dinero que tenía ahorrado era suficiente para el traspaso, y por supuesto que no pensaba hacerse rica con la tienda, sino obtener lo justo para hacer frente a los gastos y al sueldo de Ahmed. En realidad, Kate sólo quería ayudar a Julia, con quien aún se sentía en deuda por todo lo que ella y su familia habían hecho por su padre. La librería no le interesaba especialmente y se sabía demasiado mayor para aprender a llevar una tienda. Por fortuna, para eso estaba Ahmed. Llevaba cinco años trabajando allí, y se conocía todos los entresijos del negocio, desde los nombres de los comerciales hasta los caprichos de los lectores ribanovenses. Kate sólo era la propietaria de aquel pequeño edén de libros, y como tal sus obligaciones se reducían a pasarse por la librería un par de horas por la mañana y por la tarde, charlar con los clientes y colocar en su sitio los volúmenes que algún visitante desconsiderado dejaba donde no debía. Dos o tres meses después de haberse hecho cargo de El Unicornio, Kate Salomon estaba encantada con aquella pequeña aventura. Tanto que a veces tenía la sensación de haber descubierto su verdadera vocación, aunque fuese a la edad de estar jubilada.
El propietario inicial de la librería había sido Marcial de Soto, cuyo padre, Ramiro, había fundado El Unicornio en los primeros años del siglo XX. Luisa del Amo, la hermana mayor de Julia, había trabajado en ella cuando tenía veinte años, y así había conocido al librero. Marcial y su esposa —una dama aristocrática que había aceptado casarse con él cuando ambos eran ya dos ancianos— sentían un cariño desmedido por la joven Luisa, y, careciendo de familia directa, la hicieron su heredera. Pero Luisa del Amo no vivía en Ribanova, y con el tiempo había puesto las dos propiedades a nombre de sus sobrinos. Alguien menos romántico no habría tardado nada en deshacerse de la librería, pues el céntrico edificio que la albergaba se había revalorizado lo indecible, pero Luisa del Amo hizo prometer a su familia que El Unicornio seguiría siendo una librería por los siglos de los siglos, y éstos se habrían arruinado antes que incumplir la palabra dada. Por suerte, llegó Kate con su dinero fresco y les quitó aquel muerto de encima.
Kate, que había conocido al librero en su primera visita a Ribanova, se preguntó qué diría aquel hombre bondadoso y tímido, cuyos ojos miopes temblaban detrás de los gruesos lentes de unas gafas de concha, de haber sabido que la hija de su mejor amigo acabaría haciéndose cargo del negocio familiar. Al pensarlo, meneó la cabeza: uno nunca sabe qué sorpresas le reserva el destino. Él mismo le había mostrado la librería, y a Kate le pareció un lugar encantador, con su preciosa vista de la alameda y la luz amarilla de las pequeñas lámparas de pie. Se había imaginado a sí misma en una tarde de otoño, contemplando la plaza y el edificio barroco del ayuntamiento, dejando pasar las horas con un libro entre las manos mientras escuchaba las gotas de lluvia golpeando los cristales de la galería. No es que tuviese muchas oportunidades de hacer eso —cuando un librero se encuentra en acto de servicio no hay manera de enfrascarse en la lectura—, pero El Unicornio tenía la calidez que ella había presentido treinta años atrás, y sólo la posibilidad de pasearse entre libros tibiamente iluminados por una luz ambarina bastaba a Kate Salomon para sentir que en aquella tienda también estaba su casa.
Ahmed la recibió con tres rosas rojas y cantando con más voluntad que acierto una versión desafinada del cumpleaños feliz. Kate le dio dos besos, repitiéndose una vez más que adoraba a aquel muchacho. Ahmed era pakistaní y vivía en Ribanova junto con el resto de su numerosa familia, cuyos miembros habían ido llegando a la ciudad en un curioso goteo que duró varios años. Todos se dedicaban a la venta ambulante de rosas, incluido Ahmed y su hermano, que habían estudiado en la universidad. Shahid era farmacéutico, y trabajaba en una botica del centro. Ahmed tenía una diplomatura en Filología, y su puesto en El Unicornio era para él lo más parecido al nirvana: estaba todo el día rodeado de libros, y tenía permiso para llevarse a casa todos cuantos quisiese leer. Los dos hermanos vivían con el resto de su familia en un piso diminuto, y las noches del fin de semana ayudaban a su padre y a sus hermanos en la venta de rosas por los locales nocturnos. Un día, Kate se interesó por aquel negocio, y Ahmed le explicó que había noches estupendas en las que agotaban la mercancía, y otras que acababan con un beneficio de cuatro o cinco euros. Kate le preguntó si era rentable pasar horas vendiendo flores para ganar tan poco, y él le dio la respuesta junto con su sonrisa solar: «No lo sé, pero si nos quedamos en casa, no ganamos nada». Kate recibió la lección con un estremecimiento, y no volvió a preguntar, pero cuando Ahmed echaba el cierre a la librería los viernes por la tarde se le encogía el corazón al pensar que unas horas después estaría vagando por las calles con un manojo de rosas esperando que un golpe de fortuna salvase la noche de un fracaso.
—Mi padre y mi madre le mandan saludos y el deseo de muchos años de felicidad.
Kate soltó una carcajada breve.
—Bueno, no creo que esté en condiciones de esperar tantas cosas. Cumplo setenta y uno. ¡Dios mío, qué vieja soy!
—No diga eso. —Ahmed frunció el ceño en señal de reproche, y luego se tocó ostensiblemente el corazón—. La edad está aquí.
—Eso dicen los anuncios, pero es mentira. —Kate colocó las tres flores en un vaso de agua—. La edad está en la partida de nacimiento. Por no hablar de los huesos, las arrugas y otras cosas muy poco interesantes. Pero no te preocupes, hace tiempo que todo eso dejó de asustarme.
Acercó las rosas a la ventana. Eran preciosas, de un bonito color escarlata. Kate renunció a la tentación de olerlas para no llevarse una decepción: cada vez era más extraño encontrar flores que conservasen el perfume después de su paso por los invernaderos.
—¿Todo bien por aquí? —preguntó, como hacía cada mañana.
—Sí. He vendido dos ejemplares más de ese libro para dejar de fumar. Ah, y ha recibido una llamada del señor Ruskin. Dijo que telefonearía más tarde.
Kate enarcó las cejas al escuchar el nombre del editor del tío Bertie. Por lo general, Jeffried Ruskin nunca la llamaba por teléfono. Solía escribirle larguísimos correos electrónicos para darle cuenta de las novedades sobre los libros de Albert Salomon —alguna traducción, nuevas ediciones, versiones de bolsillo—, pero ni siquiera podía recordar la última vez que habían hablado en persona. Y era mejor así, pensaba Kate. Ella no sabía nada de negocios, y por mucho que quisiesen cubrirlo de una ligera pátina de romanticismo, la edición de libros «era» un negocio. Un negocio que Jeffried Ruskin llevaba muy bien, y en el que Kate prefería no interferir demasiado. Por eso limitaba su comunicación con el editor al mínimo imprescindible.
—¿No te dijo qué quería?
Ahmed se encogió de hombros.
—No. Pero probablemente llamaba para felicitarla.
Kate sonrió y no le dijo a Ahmed que ella y el editor de Albert Salomon no llevaban esa clase de relación. Y, desde luego, Ruskin no tenía la menor idea de la fecha de su aniversario, ni se le hubiese ocurrido telefonear para desearle un cumpleaños feliz.
Instintivamente, volvió la mirada hacia la mesa donde, siempre en lugar destacado, estaban los libros del tío Bertie: Los invitados a cenar, El buen amigo, Los desconocidos, Dos crónicas de Bembow Hill, Una mañana en la ciudad y El silencio en los árboles. El pobre ni siquiera había llegado a ver editados los dos últimos…
—¿Cuál es su favorito?
Ahmed se había situado junto a ella y cogía uno de los volúmenes. Kate Salomon movió la cabeza con nostalgia.
—Creo que El buen amigo. Tal vez porque fue el primero que leí.
—¿De qué va?
Kate arrugó la frente para ayudarse a recordar.
—Bueno, fue hace tanto tiempo que no tengo en la cabeza todos los detalles… es la historia de dos muchachos que se enamoran de la misma mujer y acaban dejándola ambos…
El chico hizo una mueca de aprobación.
—¿Puedo llevármelo?
—Pues claro, pero ya habíamos hablado de eso. Puedes coger todos los que quieras y no hace falta que me pidas permiso.
Ahmed inclinó la cabeza en señal de gratitud antes de coger el libro. A Kate le encantaba su ceremonioso concepto de la cortesía. Era un chico anticuado, desde luego. Ni siquiera en su época —y eso que Kate se consideraba casi una pieza de museo— los muchachos eran tan pulcros en sus formas. Ahmed parecía un producto exportado desde la era victoriana. Cogió el libro del tío Bertie y lo hojeó con atención.
—¿Quién es John S. Stream?
—¿Quién? —Kate tardó unos segundos en reconocer el nombre, y luego emitió una risita—. ¡Ah, sí, la frase inicial! Se trata de una especie de broma. Verás, todos los libros de Albert Salomon empiezan con la cita de un libro de John S. Stream, pero Stream no existe, y su libro tampoco.
—«Ojalá algunas personas entendiesen que no se puede caminar hacia el futuro con los zapatos llenos de piedras». Es una buena frase… Aquí dice que está tomada de un libro llamado Una casa junto al parque.
—Lo sé. El editor casi se vuelve tarumba intentando encontrarlo. No sé si el pobre tío Bertie pretendía causar tantos quebraderos de cabeza. O tal vez sí…
—¿Por qué cree que lo hizo? Inventarse a alguien para iniciar sus novelas, quiero decir.
Kate volvió a reírse.
—Bueno, era muy propio de él. Al tío Bertie le gustaba jugar. —Meneó la cabeza—. Era un hombre muy particular, ¿sabes? Un conversador excelente y muy divertido, aunque creo que pasaba demasiado tiempo solo.
—¿Le conoció bien?
Kate Salomon negó con la cabeza con cierto pesar, pues había pasado media vida lamentando no haber sido capaz de acercarse más a su tío Bertie. Cuando iba a verlo a la casa de Glasgow le preguntaba por sus libros, por su método de escritura o hablaba con él de otras novelas y otros autores, pero jamás se interesó mucho por su vida anterior. Toda la información sobre Albert Salomon la obtuvo más adelante, cuando él ya había muerto y su padre le contó algunas cosas —pocas— de su hermano mayor, por el que sentía una extraña mezcla de rencor y respeto. De los dos hermanos, Peter, el menor, había sido el chico dócil, el organizado, el formal, mientras que Albert era el libertario y el bohemio, aquél ante el cual las viejas tías de la familia menean la cabeza y entornan la vista esperando que un milagro lo devuelva al buen camino. Mientras Peter iba al instituto y luego a la universidad y obtenía su doctorado en Historia, Albert daba tumbos por el mundo viviendo no se sabía muy bien de qué, hasta que tuvo que volver a casa con el rabo entre las piernas —eso era lo que solía decir Peter Salomon— cuando se le acabó el dinero o el gusto por la vida irregular. Se afincó en Glasgow porque se casó con una chica de allí —muy oportunamente, recordaba su hermano—, y en la ciudad trabajó como profesor particular de idiomas (hablaba francés y español) mientras escribía sus novelas. Esas novelas que no importaban un cuerno a nadie, como le gustaba recordar a su hermano.
—La verdad es que casi todo lo que sé de mi tío me lo contó mi padre, que tampoco es que fuese su mayor admirador.
—¿Se llevaban mal?
—No exactamente. ¿Sabes? Creo que mi padre le tenía un poco de envidia. El tío Bertie siempre hizo lo que le dio la gana. Recuerdo algo que ocurrió cuando yo estaba en Londres… Un día, Albert Salomon desapareció sin decir nada a nadie. No avisó de que se iba y se armó un buen follón, porque no contestaba al teléfono ni al timbre y los vecinos empezaron a pensar que podía estar muerto. Mi padre tomó un tren y se presentó en Glasgow, y consiguió que la policía forzase la puerta de su casa. Pero dentro no había nadie. Mi padre estaba a punto de poner una denuncia cuando el tío Bertie apareció sano y salvo, con una maleta enorme y tan tranquilo. Se había ido de vacaciones, o eso fue lo que dijo. Mi padre montó en cólera, claro, y prácticamente dejó de hablarle.
Ahmed meneó la cabeza en señal de desaprobación.
—Lo que su tío hizo está muy mal… marcharse así, sin avisar…
Kate recordó a la numerosa familia de Ahmed y cómo vivían pendientes los unos de los otros. Sí, para aquel chico la conducta del tío Bertie debía de estar muy cerca del sacrilegio.
—Bueno, quizá, pero estoy segura de que no tuvo mala intención. Él era muy independiente y no le gustaba dar explicaciones a nadie.
—¿Y dónde estuvo?
Esta vez Kate se encogió de hombros.
—No lo dijo. Y, la verdad, no recuerdo haberle preguntado. Ahora lo lamento. Estoy segura de que el tío Albert tenía muchas cosas que contar. Pero cuando uno es joven, da por hecho que alguien mayor no es interesante.
—Eso no es cierto, señorita Salomon —protestó Ahmed—. Yo creo que usted sí lo es…
«He aquí un chico sensible, —pensó Kate—, un buen chico que regala rosas a una vieja y escucha con atención lo que le está contando, a pesar de que es imposible que le importe mucho. Un chico que pasa las noches de los sábados vendiendo flores e intenta convencerme de que mi charla merece la pena». Sí, había tenido mucha suerte con Ahmed.
—De todas formas —añadió, como para quitar gravedad a su historia—, él y yo nos llevábamos de maravilla, y me quería tanto como para hacerme su heredera. Lo cual, por cierto, es una bonita ironía: los libros del tío Albert me han dado a mí todas las alegrías que no le dieron a él.
Ahmed guardó el libro en la bolsa de tela que llevaba al hombro.
—Bueno, supongo que a su tío los libros le dieron otras cosas buenas, ¿no? Al fin y al cabo, él los escribió.
Kate Salomon no dijo nada, pero pensó que su joven ayudante le había dado una nueva lección. A Ahmed, tan sensible, tan bondadoso, debía de parecerle muy vulgar que ella relacionase las satisfacciones literarias con las crematísticas. Y, desde luego, el tío Bertie hubiese estado más de acuerdo con Ahmed que con ella. Pero —ay— Kate Salomon se preguntaba muchas veces qué habría sido de su vida de no haber recibido la herencia del tío Bertie, y si aquellos libros no hubiesen escupido puntualmente los generosos dividendos que le habían permitido cuidar de su padre, comprar una casa y hasta poner un negocio.
No le había dicho a nadie que estaba un poco inquieta con respecto a sus finanzas. Había tenido muchos gastos en los últimos dos años —la librería, desde luego, era responsable del pequeño agujero en sus antes bien saneadas cuentas— y, obviamente, los libros del tío Albert ya no eran una novedad, así que no se vendían tanto como antes. Sin embargo, no quiso dedicar mucho tiempo a una preocupación que la rondaba cada vez con más frecuencia. Era el día de su cumpleaños, y no había necesidad de abordar inmediatamente aquella cuestión. Miró a Ahmed, que trajinaba frente al ordenador, y se le ocurrió que también debería celebrar con él su aniversario.
—Voy a salir un momento. Cinco minutos nada más.
—Vaya tranquila, señorita Salomon. Todo está controlado.
Así era, pensó Kate mientras atravesaba la Plaza Mayor en dirección a la calle de la Reina, y se sintió afortunada al recordar que su mundo estaba en orden, que no tenía cuentas pendientes ni cabos sueltos. «Cumplo setenta y un años y no puedo quejarme de nada», se dijo, y con esa idea en la cabeza entró en la pastelería de Alejo Pelayo, la más antigua y reputada de Ribanova. Mientras esperaba su turno paseó los ojos por las vitrinas desde las que tentaban los pasteles recién hechos: las cañas de hojaldre rellenas de crema, los canastillos de almendra, los milhojas de vainilla y chantilly, los petit choux de chocolate, los pastelitos de nata, los merengues de fresa. El azúcar no le sentaba muy bien —era otro de los estragos de la edad—, pero si uno no se salta un poco el régimen en una fecha señalada, ¿cuándo va a hacerlo? Compró media docena de pasteles para ella y para Ahmed —un milhojas, dos cañas, una tartaleta de manzana, un relámpago de crema y un bizcocho borracho— y una tarta de moka que pidió que le enviasen a casa antes del mediodía. Luego volvió a El Unicornio llevando la bandejita como un trofeo.
—Hora del descanso —le dijo a Ahmed, mostrándole los dulces—, espero que tengas hambre, porque yo sólo puedo tomar uno. La glucosa alta es otro de mis regalos de cumpleaños.
—Déjelo de mi cuenta. —El chico miraba con evidente pasión todo aquel derroche de hojaldre, merengue y crema—. Por cierto, he vendido un Tranströmer.
—¿La correspondencia?
—Ajá. Y es el primero. Así que, con su permiso, voy a ir a guardar el otro. ¿Se queda sola un minuto?
Kate asintió. Marcial de Soto tenía la costumbre de colocar en el sótano del establecimiento un ejemplar de cada uno de los libros que vendía. Era una suerte que los bajos de El Unicornio fuesen inmensos, porque con los años había acabado por organizarse allí una delirante biblioteca con miles de volúmenes. Kate sólo había entrado un par de veces: aquella enorme habitación llena de estanterías baratas y atestadas de libros la angustiaba un poco, pero por respeto a la memoria del buen librero siguió guardando aquella norma, y cada vez que llegaba un nuevo libro enviaba a Ahmed a depositarlo allí. El archivo de libros de Marcial de Soto podía ser considerado, con toda justicia, una crónica viva de las lecturas de varias generaciones de ribanovenses. Kate Salomon consideraba aquello una excentricidad a la que habría que acabar poniendo coto: más tarde o más temprano no habría sitio en las baldas del sótano para acomodar nuevos volúmenes, y ella no se sentía con fuerzas para acometer una obra de ampliación. De hecho, ya habían tenido que trasladar el almacén de la librería a la planta baja del negocio, que antes estaba ocupada por una pequeña papelería. «Algún día habrá que tomar decisiones, —se dijo—… algún día sí, pero no precisamente ahora. Y, desde luego, no hoy». Oyó los pasos recios de Ahmed subiendo la escalera después de depositar el nuevo ejemplar en aquella cueva de Alí Babá hecha de libros, y puso sobre la mesa la bandeja de pasteles. De pronto, aquellas golosinas se le antojaron enormes joyas brillando por el efecto del almíbar. Hundió el dedo en el chantilly de un milhojas, y se lo llevó a la boca sin demasiados miramientos. Tal vez, incluso, podría tomar un segundo pastel. Un día es un día, Kate Salomon.