La muerte de Michael sucedió unos años después, y cogió a todo el mundo por sorpresa. Una de las tías Salomon dijo que era increíble que un médico reputado pudiese morir de repente por un vulgar infarto de miocardio, y la afirmación pareció tan estúpida a quienes la escucharon que nadie se molestó en aclarar que Mike Spencer era oculista y poco podía saber de enfermedades cardíacas. El caso fue que Kate Salomon se quedó viuda con cincuenta años, mucho antes de lo que ella —y el propio Michael— habían previsto. Oh, claro que ambos suponían que ella le sobreviviría a él. Pero habían dado por supuesto que la vida les concedería una temporada un poco más larga. Kate lloró a su marido como lo que había sido: el mejor compañero que hubiera podido tener, un hombre bueno y honesto, afectuoso y sabio, que parecía haber pasado por el mundo con el único propósito de hacer más sencilla la existencia de todos aquéllos que se habían cruzado en su camino.

Evidentemente, la muerte de Michael cambió bastante la vida de Kate: Adele y Junior, que seguían siendo dos personas escasamente generosas, reclamaron sus derechos sobre la casa paterna. La muerte repentina de Mike no había dado tiempo a hacer bien las cosas, y el apremio de sus hijos por tomar posesión de lo que era legalmente suyo precipitó la venta de la casa de Brighton. Kate quedó en una situación no demasiado apetecible: recibió, por supuesto, una parte del dinero obtenido por el edificio, pero no era suficiente para comprarse otra vivienda. La pensión de Mike y su sueldo como secretaria a media jornada le permitieron alquilar un apartamento diminuto. Mike no era un buen inversor, y casi todo lo que había ganado aquellos años se había destinado a comprar su casa y a asegurar el futuro de los chicos Spencer, así que no había acciones, ni propiedades, ni títulos de deuda de los que echar mano. De hecho, aún faltaban unos cuantos miles de libras por pagar de la hipoteca de la vivienda.

Kate se sintió algo mezquina al pensar que, si su padre no hubiese sido tan pródigo con James, quizá ahora estaría en condiciones de ayudarla un poco, pero en seguida apartó esa idea de su cabeza. Ella siempre se las había arreglado sola, y no se imaginaba pidiendo auxilio económico a un anciano que rondaba ya los ochenta años. Así pues, con medio siglo a sus espaldas, Kate Salomon se preparó para reorganizar su vida no ya como esposa de un reputado oftalmólogo, sino como una viuda de recursos limitados por una modesta pensión y un salario ridículo. Aunque era una mujer austera y de gustos sencillos, le desalentaba la perspectiva de verse cercada por la escasez. Aquellos años junto a Michael la habían acostumbrado a la tranquilidad de la vida desahogada, y la idea de hacer números le resultaba casi triste.

De haber hecho bien las cosas —es decir, de haber previsto el pobre Mike que iba a morir antes de tiempo— hubiesen tomado ciertas precauciones, como la de redactar un testamento coherente o la de poner a su nombre la casa en la que vivían. Pero, como a Kate le gustaba decir, es absurdo llorar por la leche derramada. Así que se adaptó a su pequeño apartamento, a no tener coche propio y a beber un té barato en lugar de la exquisita mezcla india que encargaba Michael en una delicatessen a la que, por cierto, también dejó de ir a comprar bombones belgas y pastas danesas una vez por semana.

La primera noche que durmió en su nueva residencia —una habitación pequeñísima, una sala de estar, cocina americana y cuarto de baño con plato de ducha— no la pasó pensando en Michael sino en Forster Smith. Llevaba quince años sin tener noticias suyas, y se preguntó qué diría si pudiese verla ahora, despojada de todo aquello por lo que había renunciado a una vida con él: sola, sin Michael, con su padre instalado en una ciudad lejana y su hermano convertido en dueño y señor de las posesiones Salomon. En un momento se le pasó por la cabeza la posibilidad de intentar localizarlo, pero ella misma se rio de la ocurrencia: a buen seguro Forster estaría casado con una guapa americana y tendría media docena de hijos con su pelo castaño y sus bonitos ojos dorados.

Kate Salomon no tardó demasiado en adaptarse a su poco envidiable estatus, tanto que casi le costaba recordar que un día no lejano había vivido en una casa con jardín y pasado las vacaciones en la Bretaña francesa o en la Riviera italiana. Ahora dividía su tiempo entre el bufete de abogados, la biblioteca local donde trabajaba como voluntaria y dos organizaciones caritativas que le permitían llenar su tiempo. Como ella misma reconocía con su particular sentido del humor, era una solterona que había estado quince años casada. Durante un tiempo pensó en comprarse algún animal para reforzar el tópico de mujer madura y solitaria, pero los gatos le daban alergia, los pájaros asco y los perros más trabajo del que quería asumir. Así que cuando llegaba a casa la recibía el silencio y, como todos los seres humanos que viven solos, a veces consideraba esa circunstancia una bendición y a veces se le antojaba deprimente.

En secreto pensaba que, más que la ausencia de compañía, lo que le complicaba la vida era la perpetua estrechez en la que estaba obligada a moverse. Oh, por supuesto que de momento podía vivir así. Tenía cincuenta y cuatro años, buena salud y muy pocas necesidades, pero le inquietaba el futuro y lo que sería de ella cuando llegase la vejez. Una vez lo comentó con su hermano. James no dijo nada. Sólo Lotta graznó un comentario que hubiese indignado a cualquiera:

—Tú y Michael deberíais haberos organizado mejor.

Kate no quiso entender aquella frase como una declaración de guerra. James, y Lotta, por extensión, habían sido los únicos beneficiarios de la discreta herencia familiar. Tenían un negocio propio (pagado por Peter Salomon), una casa de tres pisos (que pertenecía a Peter Salomon) e incluso un coche antiguo que había sido de Peter Salomon hasta que se fue a vivir a Ribanova. Así las cosas, alguien con más ganas de discutir que Kate habría puesto en tela de juicio la oportunidad de aquella afirmación. Pero ella no lo hizo. James y Lotta tenían dos niñas —Laura y Lizzie— y, como la propia Lotta se encargaba de resaltar, el futuro iba a traerles muchos gastos relacionados con su educación y su crianza. Ésa era una frase de Lotta, «su educación y su crianza», y lo decía señalando a sus hijas como si aquellas dos crías rubias y dulces fuesen, más que una alegría, una especie de alcantarilla por donde habrían de irse los ahorros familiares.

Kate se prometió a sí misma no volver a hablar de dinero con la familia de su hermano, e intentó también no calentarse mucho la cabeza pensando en el porvenir. Y fue precisamente entonces cuando apareció Jeffried Ruskin pidiendo permiso para reeditar las novelas del tío Bertie. Un año y medio después de que aquel joven correctísimo llamase a su puerta, Kate estaba en condiciones de replantearse su vida, y por eso compró una casita al borde del mar y luego decidió su traslado a Londres, para escándalo de su hermano y su cuñada, que no entendían a qué venía semejante dispendio, igual que no daban crédito a la buena suerte de Kate. Ambos se pusieron de acuerdo en una sola cosa: no era justo lo que le había pasado a Kate. Después de todo, Bertie era tío de los dos…

Kate pasó dos años felizmente instalada en el apartamento de Harrington Gardens bebiendo las mieles del éxito ajeno. Muy a su pesar, su condición de heredera de Albert Salomon la había convertido en un personaje hasta cierto punto popular, y su licenciatura por la Universidad de Edimburgo la facultaba, a decir de otros, para ser invitada con frecuencia a participar en coloquios literarios e incluso a impartir algunas conferencias. Jeffried Ruskin daba las gracias al cielo: si el bueno de Salomon hubiese dejado su herencia a una vulgar ama de casa, a la dependienta de una perfumería, o a una profesora de matemáticas, no hubiese sido tan fácil dar otra vuelta de tuerca a la promoción de los libros. Pero Kate era una mujer bastante culta, risueña, vivaz y con un notable sentido del humor. Así pues, los cenáculos literarios le abrieron sus puertas, y empezó para ella una agradable edad de oro. Los libros del tío Bertie se vendían como pan caliente (habían editado tres, y el segundo había vendido setecientos mil ejemplares sólo en Inglaterra) y el señor Ruskin había empezado la colonización de otros mercados editoriales, lo cual hacía prever que aquella situación de bonanza se prolongaría con el tiempo.

Fue entonces cuando su hermano reclamó su presencia en Brighton «de inmediato». No quiso explicarle nada por teléfono: «Se trata de papá», le dijo. Al día siguiente, muy de mañana, Kate hizo un solitario viaje a merced de la lluvia y el viento para escuchar lo que su hermano menor tenía que decirle.

—Ha perdido la chaveta —le soltó—. Completamente. Nos han avisado desde Ribanova. Nuestro padre anda por la calle dando gritos y jurando como un condenado.

—¿Hace eso? —La pregunta era absurda, pero Kate necesitaba ganar tiempo.

—Y cosas peores, supongo. Hay que internarlo. Cuanto antes. Tal vez allí haya un psiquiátrico, sería más cómodo para todos.

«Sería más cómodo para vosotros», pensó Kate, pero se mordió la lengua. James le explicó que una mujer, una tal Julia, había llamado desde la ciudad para poner a la familia en antecedentes. No contenta con los escasos detalles que su hermano le proporcionaba, la propia Kate llamó a Ribanova y habló con Julia del Amo. Era, dijo ella, sobrina de una amiga de Peter Salomon. En efecto, el señor Salomon no estaba del todo bien, y no parecía muy prudente que siguiese viviendo solo. Kate se sintió culpable al recordar de golpe que su padre era ya un anciano con todas las letras, y que resultaba una verdadera imprudencia tenerlo tan lejos. Había que organizar su regreso de inmediato.

Ése fue, desde luego, un motivo de fricción: Lotta y James insistían en la conveniencia de internar al señor Salomon, mientras que Kate se negaba a tomar esa decisión a la ligera. Tal vez su padre estaba en condiciones de vivir en compañía de alguien que pudiese cuidarlo.

—¿Y dónde va a quedarse? —aulló Lotta.

Esta vez Kate se sintió blindada para responder.

—Te recuerdo que mi padre es el propietario de esta casa.

—¡Pero yo no quiero vivir con él! No… no creo que un viejo loco sea la mejor compañía para una familia.

—Entonces, Lotta, tendrás que pensar en mudarte, porque esta casa no es tuya. Me marcho a Ribanova mañana mismo, y traeré a mi padre conmigo. Y va a vivir aquí, tanto si te gusta como si no. Ve haciéndote a la idea, porque la decisión está tomada.

Ésos eran los planes, desde luego. Kate pensaba acomodar a su padre en su antigua casa, y contratar a una persona para que lo cuidase. Ella iría a Brighton tantas veces como pudiera. En cuanto a James y a Lotta, podían elegir entre quedarse con él o irse al infierno.

Llegó a Ribanova dos días después. Su padre estaba instalado en una casa enorme, desproporcionada para una sola persona, o al menos eso fue lo que pensó Kate. Cuando llamó a la puerta, le abrió la mujer con la que había hablado por teléfono.

—¿Kate Salomon?

—Sí… usted es…

—Julia. Julia del Amo. Oh, me alegro de que haya venido. Esta situación nos ha superado un poco a todos. Ahora su padre está descansando. Podrá verle en cuanto despierte, pero me ha costado tanto que se durmiera que prefiero no molestarle.

Kate, aturdida, dejó la maleta en el suelo y miró a aquella desconocida que, por lo visto, se sentía incluso responsable de las horas de sueño de su propio padre.

—Disculpe, Julia, pero no entiendo nada… ¿quién es usted y por qué está aquí?

La mujer sonrió, y por primera vez Kate se dio cuenta de que era una belleza, o debió de haberlo sido en otro tiempo, pues parecía tener más o menos su edad.

—Será mejor que se siente. Voy a prepararle un café… me temo que va a tener que asimilar mucha información.

Fue así como Kate Salomon se enteró de que su padre había tenido una larga relación con una mujer que había muerto hacía unos meses. Julia era su sobrina, y aquella casa pertenecía a su familia.

—En realidad es de mi hermana Luisa, pero ella no vive aquí… es una historia complicada que no viene al caso. Bueno, su padre y mi tía Teresa… digamos que se enamoraron.

Los ojos claros de Kate Salomon se hicieron enormes.

—Así que era eso… había una mujer… por eso se quedó en Ribanova…

—Por favor, no se enfade, era de su misma edad y le aseguro que a los dos les sentó muy bien su… no sé cómo llamarle…

—No me enfado. ¿Por qué iba a hacerlo? Simplemente estoy un poco sorprendida, mi padre nunca nos dijo nada de…

Julia se encogió de hombros.

—Supongo que los ancianos tienen su forma de hacer las cosas. Ya nos enteraremos cuando nos toque. El caso es que Peter y mi tía vivieron en esta casa durante los últimos años. Estuvieron perfectamente hasta que ella murió, y digamos que su padre… mmm… perdió un poco la cabeza. Al principio nos apañamos bien, pero…

Kate se pasó las manos por los ojos.

—¿Al principio? ¿Cuánto tiempo lleva mi padre así? ¿Y quiénes se apañaron, como dice usted?

—Mi familia. Mi marido, mis cuatro hijos y yo. Hemos cuidado de su padre los últimos dos meses, pero ahora ha empeorado y creo que es demasiada responsabilidad.

Bajó la vista al decir eso, como si le avergonzase el no estar en disposición de seguir ocupándose del padre de otra persona. En ese momento, Kate se echó a llorar. Eran unos sollozos sostenidos, constantes, que empezaron a agitarle el pecho. Así que era eso… unos desconocidos habían estado cuidando de su padre enfermo mientras ella vivía ajena a todo y su hermano James —ayudado por su detestable esposa— intentaba encontrar la manera de librarse de él. Se sintió miserable.

—Julia… no sé qué decirle… muchas gracias, yo…

—No se preocupe. Peter es un buen hombre. Y mi tía no paraba de pedirme que me ocupase de él cuando ella muriera.

—Pero él también tiene una familia. —Movió la cabeza—. Es imperdonable que hayan tenido que asumir ustedes…

Julia la detuvo con un gesto.

—Por favor, no hable de eso. Hicimos lo que teníamos que hacer. Ahora descanse un poco. Le he preparado una habitación, y hay algo de comer en la cocina. Luego podrá tomar decisiones, ¿de acuerdo? Pero hágalo con la cabeza reposada y el estómago lleno. No se preocupe, yo me quedaré aquí hasta que usted se despierte.

Unas horas después, aturdida por las novedades y por la sensación de gratitud, Kate Salomon se enfrentaba a su padre, y se dio cuenta entonces del tiempo que hacía que no lo veía. Intentó excusarse a sí misma pensando que él no había sugerido que repitiese su visita a Ribanova, pero era inútil: ni ella —ni James, obviamente— habían demostrado el menor interés por formar parte de la nueva vida de Peter Salomon. Ahora era capaz de reconocer que, en el fondo, aquella mudanza había sido providencial para todos: como él mismo había dicho, su padre se había quitado de en medio justo cuando iba a empezar a ser una carga, y a ella y a su hermano les había venido de perlas no tener que lidiar cada vez más a menudo con toda la colección de manías que acaba acumulando un anciano. Cuando aquella tarde, después de una siesta ligera y un emparedado caliente, entró en el cuarto de Peter Salomon, sintió un alivio sin límites al comprobar que él la reconocía.

—Hola, Kate.

—Hola, papá. He venido a llevarte a casa.

Él la miró como si no la entendiese, y a continuación paseó unos ojos llenos de pánico por aquella habitación grande y bonita. Kate sintió un nudo en el estómago, y luego aceptó que, una vez más, había llegado el momento de cambiar de planes.

Su traslado a Ribanova se hizo efectivo un par de semanas después. Cerró con dolor el apartamento de Harrington Gardens, se despidió de sus amistades londinenses y se dijo que, una vez más, la vida le había marcado las cartas. Se sintió despreciable al consolarse pensando que aquélla no iba a ser una mudanza definitiva: todo indicaba que su padre no iba a vivir muchos años más y, muerto él, no habría ningún motivo para seguir en Ribanova. Por supuesto, se equivocó en todo: su padre murió a los noventa y tres años, y ella encontró su sitio en aquella ciudad pequeña y brumosa que había visitado mucho tiempo atrás. Tanto tiempo, pensaba ella, que las fotografías en blanco y negro de la muralla, la catedral y las calles de piedra parecían más bien cosa de otra vida, igual que sus años en Brighton y su plácido matrimonio con Michael.

Kate y su padre habían seguido viviendo en la casa enorme que había servido de nido de amor a Peter Salomon y Teresa del Amo. Kate llegó a un ventajoso acuerdo con la familia para alquilar la vivienda, que estaba rodeada de historias extrañas: había pertenecido a una condesa arruinada, y en ella había vivido durante unos meses un escritor al que luego se le concedió el Premio Nobel. Pero más que el pedigrí de la casona, a Kate le interesaba su excelente situación tan próxima al centro de la ciudad, el enorme jardín que la rodeaba —con magnolios centenarios, hortensias azules y un cedro del Líbano que amenazaba con venirse abajo cada vez que soplaba el viento— y el que su padre pareciera sentirse protegido sólo por el hecho de vivir en ella. Poco a poco, la propia Kate se fue acostumbrando no ya a la casa, sino también a la ciudad y a su gente. No es que tuviese mucho tiempo para hacer vida social —el cuidado de su padre absorbía prácticamente todas las horas de la jornada—, pero, cuando le quedaba un rato libre, daba largos paseos por el parque o recorría el perímetro de la muralla, visitaba el museo, asistía a algún oficio religioso en la Iglesia de Santa María o se sentaba a tomar un café en las terrazas de la Plaza de España mirando la fachada barroca del ayuntamiento. Tal como había hecho en la primera etapa de Londres o luego junto a Michael en Brighton, Kate encontró su sitio en Ribanova. Y sí, estaba a gusto allí ocupándose de su padre, igual que había estado a gusto ordenando libros en una biblioteca o viviendo junto a un hombre al que quería mucho pero del que no estaba enamorada.

El recuerdo de Forster Smith, que la sobrevolaba puntualmente, se materializó una tarde cuando encontró un libro sobre universidades americanas en El Unicornio, la librería que estaba al final de la Plaza Mayor. La portada del volumen la ocupaba un soberbio edificio de la Universidad de Brown, el primer destino americano de Forster, y la contraportada una fotografía de los verdes campos de Cornell, donde había conseguido la plaza que le había animado a pedirla en matrimonio. Se sintió ridícula al notar que el corazón se le aceleraba un poco. ¿Cuántos años habían pasado desde aquella absurda declaración de amor en mitad de una calle? ¿Veinte? ¿Treinta? En cualquier caso, una vida entera.

—¿Va a comprar el libro? —María era una de las hijas de Julia del Amo, y regentaba el establecimiento que era propiedad de su tía Luisa.

—Quizá. Es bonito…

—Es que ni siquiera sé por qué lo han mandado. No lo había pedido y ha llegado un único ejemplar. Hagamos una cosa: lléveselo a casa y mírelo con calma. Está en inglés, y no creo que a nadie de por aquí le interese mucho el tema de las universidades de la Ivy League.

Salió con aquel libro debajo del brazo, pensando en Forster Smith e imaginando qué aspecto tendría. Sería, a buen seguro, un atractivo profesor sexagenario por el que aún suspirarían las alumnas y al que intentarían conquistar todas las mujeres del claustro. Aquella tarde, siguiendo un impulso, buscó su nombre en Google asociado a la Universidad de Cornell, y se quedó sin respiración cuando vio que Forster Smith aparecía en el departamento de Historia del Arte, junto con un correo electrónico. Tragó saliva. Así que no era tan difícil. Estuvo más de media hora con la mirada fija en aquella dirección de mail, hasta que escuchó la voz de su padre llamándola con el apremio de siempre. Sacudió la cabeza y apagó el ordenador. Al día siguiente fue a El Unicornio a devolver el libro.

Su padre murió casi diez años después de su llegada a Ribanova. Los que conocían a Kate Salomon —y para entonces ya eran muchos— pensaron que, ahora que ya nada la retenía allí, se marcharía de la ciudad para instalarse definitivamente en Inglaterra. La propia Kate lo creyó, pero cuando ya empezaba a hacer planes para el regreso se dio cuenta de que no tenía demasiados motivos para volver a casa. Es más, ni siquiera sabía ya si tenía una casa, ni dónde estaba. La relación con su escasa familia era cada vez más inexistente, y si bien conservaba en Inglaterra algunos amigos, también había hecho amistades en su nuevo destino. La vida en Ribanova era más sencilla y más barata, y además Kate Salomon empezaba a ver alargarse hacia ella la sombra indeseable de la senectud: el tiempo pasaba, los años se le echaban encima y cuando fuese verdaderamente vieja sería mucho más cómodo vivir en una ciudad pequeña y manejable que hacerlo en Londres. Tras una noche de insomnio decidió prolongar su estancia en Ribanova al menos unos meses, o eso fue lo que le dijo a todo el mundo, pero en realidad estaba convencida de que iba a quedarse allí para siempre.

La oportunidad de comprar la casa surgió bastante tiempo después, y no lo hizo porque para ella fuese un negocio (la idea de poseer una vivienda tan grande la asustaba un poco) sino por ayudar a los del Amo, que habían sufrido un revés económico. Kate tenía bastante dinero ahorrado, y aunque los ingresos por derechos de autor habían descendido últimamente, estaba en condiciones de afrontar el gasto y convertirse en propietaria. Después, cuando empezaron a llegar las facturas, tuvo conciencia de lo que significaba poseer una casa con seis dormitorios, tres salones y un jardín, y comenzó a inquietarse. Fue la propia Julia del Amo quien le dio la idea de alquilar alguno de los cuartos que tenía vacíos, y aunque al principio Kate no consideró la propuesta, acabó admitiendo que no le vendría mal contar con algunos ingresos extra… y, sobre todo, con la compañía de alguien con quien pudiese convivir sin grandes problemas.

Anna Livia y Shirley llevaban cinco o seis meses instaladas con Kate. Aunque nunca se lo dijo, cuando hizo a ambas la oferta de alquiler estaba convencida de que, en el mejor de los casos, sólo una de ellas aceptaría la propuesta de compartir aquella casa enorme y los gastos desmesurados que acarreaba. Se horrorizó cuando los correos de conformidad de una y otra llegaron con veinticuatro horas de diferencia, y pensó que se había metido en un lío espantoso al organizar la convivencia con aquellas dos mujeres tan radicalmente distintas, que le caían bien a ella —entre otras cosas, porque a Kate Salomon le caía bien todo el mundo, y su capacidad para la empatía aumentaba a medida que iba cumpliendo años— pero que probablemente iban a congeniar muy poco. Anna Livia y Shirley no se habían visto en su vida, y eran tan distintas como el día y la noche, pero no podía desairar a ninguna de las dos retirando su invitación. Así que Kate Salomon cruzó los dedos ante lo inevitable y se preparó para que su plácida existencia acabase convertida en una sucesión de ordalías entre dos mujeres desconocidas entre sí. Por fortuna, se equivocó, pues —milagrosamente— Anna Livia y Shirley simpatizaron en seguida. Lejos de enemistarlas, sus abruptas diferencias de carácter sirvieron para consolidar rápidamente algo muy parecido a la amistad, y lo que podría haber sido un infierno se convirtió en una sucursal del paraíso.

Anna Livia Szcherny era una húngara que había pasado en España las tres cuartas partes de sus ochenta años de vida. Era viuda y madre de tres hijos, y un año antes había hecho algo completamente loco: vendió su casa —«la malvendió», como gustaban de aclarar sus herederos— y se fugó a la India con un jubilado de su edad, que murió a los tres meses de llegar allí. Ella misma tuvo que hacerse cargo de las gestiones de repatriación del cadáver porque ninguno de los dos huidos había previsto semejante contingencia. Eso era lo que contaban sus hijos, aunque explicada por Anna Livia, la historia era bastante menos ridícula: tras un largo período de respetable viudez, había vivido un sereno amor otoñal con otro viudo de su edad y antiguo amigo de la familia, y hartos los dos de que sus hijos interfiriesen en aquella relación que no hacía mal a nadie, decidieron largarse al otro extremo del mundo. Escogieron la India porque Anna Livia había vivido allí cuando era pequeña, y abrigaba la ilusión de sentarse frente al Taj Majal con un hombre al que amara. Su primer esposo no había manifestado ningún interés por viajar tan lejos, así que su última oportunidad era aquel jubilado animoso y juvenil, que bebía los vientos por ella y la hubiese seguido al fin del mundo. Cuando emprendieron aquel viaje sabían que uno de los dos tendría que volver solo —a partir de los ochenta años, como a Anna Livia le gustaba recordar, todo lo que uno vive es una propina—, pero no esperaban que fuese tan pronto. Por fortuna, les había dado tiempo de llegar a Agra y hacerse la foto que Anna Livia conservaba ahora sobre su mesilla de noche: dos ancianos elegantes y guapos, cogidos de la mano, superponiéndose a un rosado tributo al amor en el polvoriento atardecer de la India.

El regreso a España, acompañada por un ataúd, fue aún más difícil por lo inesperado. En un arranque de optimismo que ahora no acertaba a explicarse —era una mujer más bien realista—, había dado por hecho que ella y Enrique tendrían al menos un par de años para estar juntos. Por eso había vendido la casa —«Malvendido. Malvendido, mamá. ¿De verdad te parece normal deshacerse de un chalet en Arturo Soria por medio millón de euros? Vale por lo menos el doble, por el amor de Dios»— y regalado los muebles. Ahora suspiraba al recordar sus bonitas lámparas, la alfombra afgana de nudo finísimo y las mesitas de laca china que estaban desperdigadas por las casas de sus amistades, ninguna de las cuales, por cierto, se había ofrecido a restituir lo donado. Cuando aterrizó en Madrid no tenía nada más que media docena de maletas y un disgusto monumental que sus hijos no se preocuparon de atenuar. Todo lo contrario: la reprendieron hasta la extenuación como si sus planes de vida fuesen la travesura de una adolescente maleducada, le echaron en cara su poca consideración al saldar la casa sin contar con ellos y luego, cuando ya la tenían casi vencida a fuerza de tristeza, cansancio y jet lag, se mostraron dispuestos a perdonarla. A pesar del agotamiento y el desconsuelo, aquella oferta de redención la dejó perpleja, pues en ningún momento ella había pedido disculpas. Y no tenía por qué, o al menos eso pensaba: era adulta, estaba bien de la cabeza y la casa que había vendido era suya con todo lo que tenía dentro. Mientras sus hijos, su yerno y sus nueras hacían cábalas en su presencia en torno a su futuro —«¿Dónde vas a vivir?, ¿qué vas a hacer?, ¿te das cuenta de que hubieses podido morir tú?»—, reunió las pocas fuerzas que le quedaban y les comunicó que iba a instalarse en un hotel.

Se negó a ver a nadie durante un par de días. Luego, y después de asegurarse de que todos venían en son de paz, fue recibiendo las visitas de sus hijos, supuestamente preocupados por qué iba a ser de su vida a partir de entonces. Anna Livia tardó poco en darse cuenta de que lo que realmente les inquietaba era el destino del dinero obtenido por la venta de la casa. Por lo visto la consideraban una vieja chiflada capaz de gastar a lo loco medio millón de euros. «Debería hacerlo —se decía a veces entre dientes—, despilfarrar cada céntimo, o incluso echarme un novio de veinte años como esa francesa de los cosméticos». Pensaba que la locura merecería la pena, aunque sólo fuese para ver cómo reaccionaba su familia.

De todos sus hijos, era Amalia quien parecía más inquieta por el porvenir de Anna Livia. Le había ofrecido irse a vivir con ella y su marido a la casa que tenían en Menéndez Pelayo, que era grande, luminosa y tenía vistas a los jardines de Cecilio Rodríguez —cuando Amalia decía esa frase, su madre pensaba de inmediato en un agente inmobiliario— y ahora que los chicos se habían independizado había habitaciones de sobra para acogerla a ella. Ésa fue la expresión que utilizó, «acogerla», y a Anna Livia se le puso el estómago boca abajo. Acogerla. Se había ido a la India, había organizado sola la repatriación de un cadáver, y su hija estaba convencida de que necesitaba que alguien la acogiese.

No, no iban por ahí los tiros. No pensaba instalarse con su hija en un piso helado tan cercano al Retiro que al caer la tarde se escuchaban perfectamente los gritos histéricos de los pavos reales. La sola perspectiva de oír a diario aquellos chillidos era suficiente para helarle la sangre. Por supuesto, la idea de una residencia estaba descartada —«Prefiero estar muerta que en una de esas guarderías para ancianos», había contestado cuando su hijo le sugirió la posibilidad del geriátrico—, pero ella era la primera en reconocer que los ochenta años no es la mejor edad para vivir sola. Y fue entonces cuando recibió la carta de Kate Salomon diciéndole que había comprado aquella casa en Ribanova y que tenía pensado alquilar habitaciones a personas como ella. Ésa fue su expresión: «personas como ella», aunque Anna Livia no se molestó mucho en pensar a qué se refería. Quizá buscaba a gente respetable, aunque eso no era propio de Kate. Quizá quería mujeres cosmopolitas y autosuficientes. Tal vez a personas viejas, aunque eso sería abrir mucho el espectro de selección. Finalmente se dijo que con toda seguridad la querida Kate había usado aquella expresión sólo casualmente, y no porque hubiese iniciado la caza y captura del huésped ideal. La idea de mudarse a una tranquila ciudad del norte, a una casa bonita —o, al menos, eso creía recordar— y compartir su día a día con alguien como Kate Salomon, que era respetuosa, reposada y serenamente inteligente, le parecía la más apetecible del mísero abanico de oportunidades que se desplegaba ante sus ojos. No, una anciana viuda, más bien harta del mundo y atosigada por tres hijos codiciosos no podía aspirar a mucho más. Así que escribió a Kate aceptando su oferta.

Se habían conocido en Ribanova tres o cuatro años antes, cuando ella hizo un breve viaje con una de esas horribles asociaciones de mujeres de la tercera edad para visitar las murallas romanas. De aquella escapada sacó sólo tres cosas que merecían la pena: el recorrido por la ciudad, con su precioso casco histórico, a la propia Kate (que había ejercido de guía voluntaria) y la convicción de que nunca, en toda su vida, volvería a embarcarse en una excursión con una veintena de viejas achacosas e insoportables que se volvían locas las unas a las otras enumerando su colección de enfermedades. Ella no tenía ninguna necesidad de hablar de su ciática ni de la progresiva falta de visión en el ojo derecho y, desde luego, no estaba dispuesta a escuchar a una mujer desagradable hablar de incontinencia ni de otros horrores. Detestó a sus compañeras de viaje, pero Kate le encantó. Le encantó porque era simpática, amable y nada locuaz. Le encantó porque tenía sentido del humor, porque hablaba dos idiomas —Anna Livia Szcherny desconfiaba vagamente de la inteligencia de quien sólo dominaba uno— y, seguramente, porque era algo más joven que ella, y odiaba la idea de relacionarse sólo con personas de su misma edad. Así que siguieron en contacto después de aquel viaje, e incluso volvió a Ribanova un par de veces atendiendo a las invitaciones que Kate le había hecho. Cuando se fue a la India creyó de verdad que no volvería a verla —estaba convencida de que iba a morir en aquel viaje, mezcla de canto del cisne y luna de miel—, pero cuando regresó a Madrid, sola, desnortada y triste, se encontró con aquella carta tan oportuna y se dijo que seguramente Kate Salomon acababa de salvarle la vida.

El caso de Shirley era distinto. Ella y Kate se conocían desde pequeñas, aunque habían perdido el contacto durante mucho tiempo, porque Shirley se casó con un español y dejó Inglaterra. Volvió a su Brighton natal cuando quedó viuda, y allí retomó el contacto con Kate y fue de las primeras personas en celebrar con ella la inesperada lotería del éxito editorial de Albert Salomon. La fue a visitar varias veces cuando se instaló en Londres —le apetecía tanto ver a Kate como disfrutar de su suntuoso apartamento de Harrington Gardens— y fue la única de sus amigas que la animó a irse a Ribanova al saber que su padre ya no podía valerse solo. «Al fin y al cabo, querida, los padres inútiles son una obligación que nos cae encima. Como… como los bebés. Nadie protesta por cambiar los pañales a una criatura, y en cambio pone el grito en el cielo cuando tiene que hacerlo con un viejo. Como si la mierda no fuese mierda en cualquiera de los casos». Kate había agradecido su sinceridad y su particular sentido común, y tras su llegada a Ribanova siguió escribiéndole y llamándola de vez en cuando para contarle novedades.

Luego, la casa de Shirley se quemó por culpa de un cortocircuito. Kate lo supo por la propia Shirley, que la llamó para comunicarle de forma muy melodramática que ya no tenía dónde vivir. El seguro no cubriría la compra de otra vivienda.

—Ya ves, Kate… acabaré en el arroyo.

—No exageres… ¿Y Margie? ¿No puedes irte con ella una temporada?

Shirley tenía una hija, Margaret, una mujer de cuarenta años, adorable, y tan poco parecida a su madre que cualquiera habría dicho que le habían dado el cambiazo en el hospital.

—Olvídala. Nos soportamos sin problemas durante unos días, pero un par de semanas es nuestro tope. Además, creo que tiene un novio o algo así. ¿Qué te parece? Su marido, que era una maravilla, murió hace menos de año y medio, y ella ya tiene repuesto.

Kate no contestó que entendía perfectamente que una mujer todavía joven y con toda la vida por delante se buscase «un repuesto», como Shirley decía. Sólo tras colgar se le ocurrió ofrecerle una de las habitaciones de la casa. Daba por hecho que no iba a decir que sí —¿qué pintaba Shirley Saunders en una pequeña ciudad del norte de España?—, pero pensó que a su antigua amiga le iría bien recibir una pequeña muestra de solidaridad en forma de oferta de alojamiento. Cuando recibió un correo alborozado de Shirley aceptando la propuesta fue veinticuatro horas después de saber que Anna Livia iba a trasladarse a Ribanova. Kate pasó un par de semanas de inquietud preguntándose cómo iban a encajar aquellas dos personas tan distintas.

Cuando se conocieron, dedicaron un par de días a estudiarse con recelo, como dos viejos sabuesos que se olisquean entre sí para descubrir en el otro señales de enemistad o de peligro, pero la tensión inicial se disipó pronto. Unos meses después de aquel encuentro forzoso, sorprendente y marcado por la peligrosa incógnita del desconocimiento mutuo, las tres mujeres habían establecido una rutina feliz a la que estaban gratamente acomodadas. Hacían juntas el desayuno, la comida y la cena, y el resto del día vivían prácticamente independientes, Anna Livia entregada a la música, a la lectura y a dar cortos paseos por la ciudad, Shirley haciendo ejercicio con ardor patológico y Kate Salomon en la librería de la que se había hecho cargo. Por las noches, después de cenar, veían juntas alguna película antigua en un DVD aportado por Shirley, y los fines de semana los pasaban cocinando galletas y bizcochos con destino al comedor de caridad en el que Kate colaboraba, y cuyos usuarios no daban crédito a la súbita mejora en lo tocante a la calidad de los postres: antes remataban la comida con fruta de temporada y, con un poco de suerte, un melocotón en almíbar. Y de pronto se les servían brazos de gitano, tortas de almendra y suntuosos pasteles de chocolate. Kate pensaba que aquellos dulces que hacían las tres capitaneadas por Anna Livia eran su modesta contribución a la vida en Ribanova; el marchamo que había supuesto la llegada de aquella extraña familia de tres mujeres mayores que habían encontrado en la ciudad un refugio definitivo.

La mañana del cumpleaños de Kate Salomon estuvo marcada por el incidente de las flores que, bien pensado, había sido incluso divertido. Anna Livia le había regalado un frasco de perfume de Roger Gallet y una tarjeta afectuosa, que había leído mientras Shirley rumiaba su frustración. Para Kate no hubiese supuesto ningún problema quedarse con aquel ramo tan poco atractivo —lo que importa es la intención—, pero Shirley no era de esas personas que se resignan a que les den gato por liebre, y por eso había salido en dirección a la floristería con la intención de armar el escándalo del siglo.

—Compadezco al que le haya colocado la maula —dijo Anna Livia.

—Y yo. No sé, creo que no tiene tanta importancia.

Anna Livia se quitó las gafas para mirarla con algo parecido a la severidad.

—Pues yo creo que sí la tiene. Recuerda las rosas, por Dios. Parecían los despojos de una batalla de flores.

Ahora Kate se rio, y luego meneó la cabeza.

—Setenta y un años ya…

—Yo tengo diez más, así que no te quejes.

—No lo hago. Oye, ¿qué tal si hacemos algo especial?

Anna Livia se encogió de hombros.

—¿Como qué?

—Saldremos a cenar. Las tres. Yo os invito. Llevamos meses viviendo juntas y no hemos cenado nunca fuera de esta casa. Nos pondremos de tiros largos y cenaremos marisco en algún sitio caro. Será divertido, ¿verdad?

Anna Livia sonrió al pensar que no mucho tiempo atrás estaba subiendo a un elefante en Delhi junto a un hombre con el que se había fugado, y ahora la máxima expresión de la aventura era comer unas cigalas en un restaurante provinciano.

—Muy divertido.

—Entonces, de acuerdo. Me voy a la librería, ya llego tarde.

Se abrochó la chaqueta y salió. Justo en la acera se encontró con Shirley, que volvía dando grandes zancadas, aparentemente satisfecha.

—Van a traerte otras flores.

—Oh, muchas gracias. Por cierto, hoy cenaremos fuera. Noche de chicas, ¿eh? Yo invito.

Los ojillos de Shirley se encendieron con una chispa de triunfo, y dio a Kate un breve abrazo que llenó de energía a la cumpleañera. Shirley entró en la casa, se quitó el chal que había cogido para abrigarse —en pleno mes de junio aún hacía frío por las mañanas— y luego se apostó junto a la ventana para aguardar la llegada del florista, a quien había dado el plazo inexorable de una hora para restituir el honor perdido con un ramo en condiciones. Se había negado tercamente a proporcionar pista alguna sobre el tipo de conjunto capaz de hacerle olvidar la afrenta anterior, y empezaba a preguntarse qué clase de flores incluiría el dueño del local en el nuevo envío. Tal vez orquídeas blancas… o peonías, que eran contundentemente lujosas y caras. Cincuenta minutos después, gritó «¡Rosas de té!» con un alarido de triunfo dirigido a nadie en particular, y se precipitó al porche de entrada.

El repartidor parecía comprobar la dirección en un papel. Ella se acercó y prácticamente le arrebató el ramo.

—Sí, es aquí. Traiga.

Esta vez habían acertado: un generoso manojo de rosas de un amarillo tostado, de tallo largo, tan perfectas que parecían haber salido de una fotografía. Shirley estaba tan encantada comprobando el fruto de su rapapolvo al florista que tardó un segundo en reparar en la sorpresa que se había dibujado en la cara del repartidor.

Pensándolo bien, se trataba de alguien bastante raro: no un muchacho joven, o una chiquilla flacucha como hubiese cabido esperar de quien se dedica a entregar regalos a domicilio. Era un hombre entrado en años —aunque, según el ideario de Shirley, habría sido más justo decir un caballero, dada su vestimenta impecable y cierta elegancia natural— con el pelo blanco milagrosamente abundante y unos cálidos ojos marrones. Tenía una boca de labios finos que ahora estaban contraídos en una expresión de desconcierto. Tal vez esperaba propina, pensó Shirley, pero dadas las circunstancias no se atrevía a alargarle un euro. Hubiese sido del todo improcedente tender una moneda a alguien que era claramente de su misma quinta.

—¿Qué es lo que le pasa?

—Las flores…

—Sí, ya. Yo las encargué.

—Me parece que hay un error… son mías.

Tenía un horrible acento español. Shirley se dio cuenta de que era inglés, y le fastidió contestarle en su idioma. Una de las cosas que más le gustaba de Ribanova es que no había ingleses de su edad. Pero, claro, el habla de aquel hombre y su procedencia eran el menor de sus problemas: estaba reclamando la propiedad del ramo de Kate, así que lo importante era entenderse.

—¿Cómo que son suyas?

—Sí… las acabo de comprar…

Shirley frunció el ceño y dirigió al recién llegado una de esas miradas belicosas de las que tan orgullosa se sentía. Luego, con un gesto de desprecio, le devolvió las flores.

—Pues vaya…

—Lo siento. ¿Es ésta la casa de Kate Salomon?

—Sí.

El rostro del recién llegado se distendió en una sonrisa luminosa.

—¡Menos mal! Pensé que me había equivocado… o que ya no vivía aquí. —Se cambió el ramo de mano y le tendió la diestra—. Encantado. Soy Forster Smith y he venido a casarme con Kate.