—¿De dónde demonios han salido esas flores?

La airada voz de Shirley cambió de golpe el ambiente pacífico de la cocina, donde las dos mujeres desayunaban —como todas las mañanas— tostadas y café con un fondo de música de Schubert. Anna Livia y Kate miraron instintivamente hacia el ramo de flores —un gladiolo, media docena de margaritas de un color indescifrable, un lilium blanco, dos rosas pochas— y luego a su amiga.

—Querida —la voz metálica de Anna Livia parecía haber perdido un par de tonos—, las has mandado tú…

Dos rayos asesinos salieron de los ojos de Shirley para posarse en aquel manojo —llamarlo bouquet hubiese sido excesivo— a todas luces birrioso. Cruzó el salón con una energía envidiable para alguien a punto de cumplir los setenta y con sus achaques (aunque ni Anna Livia ni Kate daban crédito a la mitad de las enfermedades que aseguraba padecer), y agarró con ambas manos el jarrón de cristal donde vegetaban las míseras flores. Por un momento, Kate creyó que iba a estrellarlo contra el suelo, pero en realidad sólo quería verlo más de cerca. Y eso fue lo que Shirley hizo: examinar el ramo con sus impertinentes y vivaces ojos pardos, tan alegres e incisivos como los de una ardilla, aunque ni de lejos tan hermosos como los de Anna Livia, que eran de un raro y sereno color violeta. Kate envidiaba aquellos ojos —ella los tenía de un insípido tono azul— y se preguntaba qué extrañas mutaciones genéticas tenían que haberse generado antes de que una mujer fuese bendecida con el don de unas pupilas tan extraordinarias.

—Así que esto es lo que han enviado de la floristería…

—Son… son bonitas.

—Son una porquería, Kate. Y tú y yo lo sabemos. Pagué cuarenta euros por estas flores, y yo no sería capaz de ponerlas ni en la tumba de alguien a quien hubiese odiado en vida. Imaginarás que ni en un millón de años se me ocurriría mandártelas a ti.

Kate ni siquiera sabía qué contestar. Shirley tenía razón, las flores eran un asco. Las rosas, en especial, parecían a punto de descomponerse… pero ¿qué se suponía que debía hacer ella? Por suerte, fue Anna Livia quien intervino.

—Quizá se trate de un error.

Shirley se volvió hacia ella con sus pequeños ojos echando nuevas chispas de rabia.

—Por supuesto que es un error. Esa… esa estafadora de la floristería ha cometido un error al pensar que no iba a ver las flores que mandaba. Un error al pensar que soy una especie de anciana desdichada incapaz de diferenciar lo malo de lo bueno. Me ha tomado por un vejestorio gagá y me ha endilgado este… este excremento de ramo. Un error. Claro que sí. Toda esta mamarrachada asquerosa es un error gigantesco. Debería… debería hacérselo tragar.

—¡Oh, no! —se le escapó a Kate. De sobra sabía que era perfectamente capaz de eso. Como si tuviese prisa por consumar su amenaza, Shirley abrió un cajón y sacó una bolsa de plástico en la que introdujo las flores de la discordia.

—Voy a arreglar este asunto. Ah, y a propósito, feliz cumpleaños, Kate querida.

El portazo de Shirley se oyó antes de que Kate hubiese tenido tiempo de responder.

Kate Salomon había llegado a Ribanova quince años atrás, cuando su padre —un tipo estupendo a quien la edad había metamorfoseado en un viejo imposible, y luego en un hombre impedido— dejó de estar en condiciones de vivir solo. Ella llevaba un tiempo instalada en Londres: desde que un guiño del destino colocó la suerte de su parte podía permitirse el lujo de vivir donde quería, y a Kate le gustaba la ciudad. Cuando echaba de menos el mar, se iba a pasar unos días a Brighton, donde tenía una casita pequeña y confortable. También tenía a su hermano, claro, pero ésa no era una razón para dejarse caer por allí. Aquel hombre, dieciocho años más joven que ella, aprovechaba cada una de sus visitas para recordarle que la vida en Londres resultaba prohibitiva, que por lo que pagaba por su apartamento de Harrington Gardens podría tener una mansión en cualquier pueblo de Inglaterra y que era un pecado vivir por puro capricho en una de las ciudades más caras del mundo. Kate, que era de natural paciente, jamás respondía a ninguna de las provocaciones de James, aunque muchas veces lo que le pedía el cuerpo era aullar «puedo vivir donde me dé la gana porque soy rica».

Y ése, por supuesto, era otro punto de fricción: Kate había heredado una fortuna de su tío Albert, que no se había acordado en su testamento de nadie más aparte de ella. Pero es justo reconocer que Kate había sido el único miembro de la familia que se había acordado del tío Bertie cuando él no tenía un penique y era un viejo chiflado que vivía solo en Glasgow aferrado a la esperanza de ser reconocido algún día como un gran escritor. Había publicado cuatro novelas que pasaron sin pena ni gloria para todo el mundo salvo para Kate: tras leer El buen amigo en la universidad, pensó que era lo mejor que había caído en sus manos y, por consejo de su madre, escribió al tío Bertie para decírselo. El hombre, a quien nadie hacía el maldito caso, agradeció profundamente a su joven sobrina aquella carta tan afectuosa en la que no sólo alababa su novela —eso era algo que a veces hacía la gente con el único propósito de quitárselo de encima cuanto antes—, sino que, además, realizaba sobre el texto un análisis inteligente y lúcido que demostraba una lectura más que atenta. Kate y el tío Bertie se escribieron durante algún tiempo —ella, que entonces vivía en Edimburgo, lo visitó algunas veces en su fea casa de Glasgow—, y luego él murió, y al abrir el testamento encontraron que había nombrado a Kate su heredera universal. Entonces todos se rieron, claro: las únicas posesiones del pobre hombre eran una casa desvencijada que estaba a punto de ser comida por la carcoma y por los préstamos a los que había servido como aval, una colección de sellos que no valía ni cincuenta libras y un montón de objetos art déco que él atribuía al mismísimo Mackintosh, pero resultaron ser más falsos que Judas. Así las cosas, parecía que la pobre Kate había hecho un mal negocio con aquella herencia. La venta de la casa apenas llegó para pagar las facturas pendientes, y como nadie quiso quedarse con las pertenencias del tío Bertie y a ella le parecía una falta de respeto tirarlas sin más, tuvo que alquilar un trastero para guardarlas todas.

Cualquiera habría podido decir que, más que un regalo, Albert Salomon había querido hacer una faena a la única persona que había sido agradable con él en los últimos veinte años de su vida. Pero luego sucedió algo maravilloso e inesperado, y es que las novelas del tío Bertie se pusieron de moda. Es algo que ocurre a veces, claro: una especie de burla de la suerte. El éxito llega cuando quien lo merece no puede disfrutarlo. El caso es que un nuevo responsable aterrizó en la editorial que había publicado hasta entonces al señor Salomon, y por pura casualidad —como pasan buena parte de las cosas importantes— echó un vistazo a un montón de libros que iban a ser destruidos. El buen amigo le llamó la atención por el título. Él decía que se lo llevó a casa siguiendo una especie de corazonada —aunque tal vez sólo necesitaba un libro malo para calzar la mesa de la cocina— y empezó a leerlo aquella misma noche. A la mañana siguiente, tras dormir muy pocas horas, todas bajo el influjo de aquella historia, dio instrucciones para preparar una reedición de aquel título, y empezó a buscar otros originales del autor: resultó que la editorial había comprado seis novelas de Albert Salomon, de las que sólo cuatro habían sido publicadas, todas con un éxito nulo. Y Jeffried Ruskin se dijo que había llegado el momento de dar a aquellos libros una segunda oportunidad. Se puso en contacto con la heredera de Salomon —habían pasado ya varios años de su muerte—, a quien pareció de perlas que se reeditasen El buen amigo y el resto de los libros del querido tío Bertie. Sí, ella también encontraba que aquellas historias eran fantásticas, y sí, estaba de acuerdo en que no habían sido justamente tratadas ni por la crítica ni por el público.

Kate y el señor Ruskin tuvieron una única y muy agradable reunión, y quedaron encantados el uno con el otro: Ruskin empeñó su palabra en sacar a Albert Salomon del triste cajón del anonimato y Kate, por su parte, renunció a exigir un anticipo a cuenta de los derechos de autor. Algunos encontraron absurda su generosidad —Somerset Publishers era una editorial solvente que bien hubiese podido adelantar unas libras—, pero Kate sabía que aquella reedición era arriesgada, y que Jeffried Ruskin estaba poniendo en juego su prestigio lanzando al aire una carta tan poco convencional: la gran apuesta de Somerset Publishers para aquel otoño iba a ser el libro de un autor fracasado y muerto.

Nadie supo cómo —es lo que ocurre cuando llega el éxito— las novelas de Albert Salomon empezaron a despacharse tímidamente, luego con más brío, e iniciaron su ascenso en el complicado «ochomil» de libros más vendidos. Era el momento perfecto para que críticos de todo pelaje —desde auténticos gurús hasta impepinables cantamañanas— comenzasen a escribir sobre el señor Salomon y a decir a voz en grito que ellos habían descubierto su talento hacía quince, veinte, treinta años. Lo cual tenía gracia, porque uno de los presuntos admiradores de El buen amigo era un listillo imberbe que, de ser ciertas sus palabras, había empezado a leer a Albert Salomon cuando ni siquiera sabía andar.

Tras el éxito en Inglaterra llegaron las traducciones. La obra de Salomon enamoró a media docena de países europeos —aunque el mercado americano fue inmune al hechizo, y ésa era una dolorosa espina que el señor Ruskin llevaba clavada— y las ventas siguieron creciendo. Así que, entre unas cosas y otras, entre derechos de autor y otras regalías —una productora adquirió la opción para hacer una película con Dos crónicas de Bembow Hill—, Kate Salomon se convirtió en una mujer acomodada.

A ella el dinero le importaba más bien poco. Se había acostumbrado a no tenerlo y a vivir modestamente de su sueldo como secretaria en un polvoriento despacho de abogados, pero su nueva situación le permitió reconvertir su vida: dejó Brighton, con su olor marino y su humedad salada, y se trasladó a Londres, donde había querido vivir siempre y donde podía, además, seguir de cerca la feliz evolución de las novelas de Albert Salomon, que ocupaban los escaparates de las mismas librerías de Charing Cross por las que él había vagado años atrás descubriendo que no tenían ni un ejemplar de sus creaciones. Era curioso, pensaba Kate, que la constancia del fracaso no le hubiese arredrado. Al contrario, siguió escribiendo con una fiereza y un entusiasmo a prueba de balas, como si estuviese convencido de que más tarde o más temprano la historia iba a hacerle justicia. Cuando la edad y los achaques hicieron previsible un fin más o menos cercano, lo arregló todo para que la única persona que había valorado su trabajo pudiese sacar partido de él. Y, sí, Kate estaba convencida de que, convirtiéndola en su heredera, el bueno del tío Bertie no quería hacerla cargar con una casa destartalada y llena de agujeros ni con un montón de pisapapeles: deseaba que el éxito que él no había llegado a paladear —y de cuyo advenimiento estaba seguro— sirviese, al menos, para solucionarle la vida a ella.

Cuando esto sucedió, Kate Salomon tenía cincuenta años y ya había rechazado tres veces a Forster Smith. Veinte años después seguía lamentando todas y cada una de aquellas negativas, pero se consolaba pensando que ni las circunstancias ni la vida le habían dejado otra opción que la de dejar escapar por tres veces —¡tres!— al hombre de su vida.

La primera vez no podía ser tenida en cuenta, o al menos no era justo denominarla rechazo en toda regla. Sucedió en 1961, en Edimburgo, cuando ella y Forster estudiaban en la universidad y él le pidió que fuese su acompañante en el baile de fin de curso. Ella había aceptado ya ir a la fiesta con un larguirucho pelirrojo que no le gustaba especialmente, pero se avecinaba el día de autos, seguía sin pareja, y ni en un millón de años habría podido imaginarse que Forster Smith tenía la mínima intención de llevarla como acompañante. De hecho, apenas habían hablado dos o tres veces en los pasillos oscuros de la universidad, y fue una sorpresa para Kate que aquel muchacho atractivo y locuaz la parase para proponerle una cita. Ella tardó un poco en reponerse de la sorpresa, y cuando ya estaba a punto de decirle que sí intentando disimular lo mucho que le entusiasmaba la idea, recordó al pelirrojo.

—No puedo.

—Dirás que no quieres —dijo él, bienhumorado. A Kate le pareció que su actitud era condescendiente y aquello la enfureció un poco.

—De acuerdo, entonces no quiero. ¿Contento?

—No. Estaría contento si me hubieses dicho que sí. Ahora tengo el corazón destrozado, Katherine Salomon. Espero que puedas soportar esa responsabilidad. Que tengas un buen día.

Y se alejó, con aquellos pasos ligeros con los que a partir de entonces Kate le identificaría siempre y que parecían los de alguien que está a punto de empezar a bailar.

Kate se dijo que fue en aquel preciso momento cuando empezó a enamorarse de él. Siguió haciéndolo en aquella fiesta estúpida a la que ella asistió con el dichoso pelirrojo —que, como Kate se había temido al aceptar su invitación, era un tipo mortalmente aburrido— y Forster con una alumna de un curso superior que poseía una hermosura casi insultante. Kate se dijo, con una gran falta de piedad hacia sí misma, que Forster había ganado con el cambio. Pero luego, cuando estaban bailando con sus parejas respectivas, él le dirigió una mirada intensa con sus cálidos ojos pardos y Kate entendió que, por algún extraño motivo y a pesar de la belleza de su acompañante, Forster Smith hubiese preferido asistir al baile con ella. Así que, venciendo su timidez natural, no apartó la vista de los ojos de él, y acabaron la pieza así, mirándose los dos, como si estuviesen bailando juntos y no con dos personas a las que, en ese instante preciso, hubiesen pulverizado sin demasiadas contemplaciones para que no pudiesen interponerse entre ambos.

A pesar de todo, él no volvió a invitarla a salir. Frecuentó a la estudiante del baile durante algunas semanas y luego salió con otras dos o tres chicas de la universidad —todas rubias y bien parecidas, por supuesto—, pero no pidió ninguna cita a Kate Salomon. Ella se devanaba los sesos intentando entender por qué —tras la noche del baile no le cabía ninguna duda de que había algo entre ellos— y luego, cuando se cansó de esperar, se propuso olvidar a Forster Smith.

No le fue fácil: él estaba en su vida. Por pura casualidad se había hecho hueco en su círculo de amigos, y había escogido dos asignaturas comunes con ella, así que —por si fuera poco encontrárselo en las fiestas universitarias o en la biblioteca o en los pubs baratos que frecuentaban los estudiantes— Kate se veía obligada a ver a Forster al menos un par de veces por semana, siempre guapo, siempre chispeante, siempre ingenioso, siempre rodeado de una cohorte de chicas preciosas de ésas que hacen que las otras se pregunten cómo demonios debe de sentirse una al tener ese aspecto. Kate gozaba de cierto atractivo —aunque ella, por supuesto, no lo sabía—, pero no era lo que se dice una muchacha guapa, con sus pálidos ojos azules, su piel transparente y pecosa, su menudez y aquel ingenio que siempre venía en su ayuda demasiado tarde. Al ver a Forster Smith junto a su pequeño harén de beldades, Kate se sentía como una niña pobre que se pasa la mañana asomada al escaparate de una tienda de dulces sabiendo que toda aquella sucesión de delicias le están vedadas.

Lo cierto era que Forster Smith le venía un poco grande. A pesar de todo, Dios sabría por qué, había tenido su oportunidad con él y la había desperdiciado. Por supuesto, seguía siendo simpático con ella, y a veces le sugería lecturas, se adelantaba a pagar su taza de té en la cantina de estudiantes o le guiñaba un ojo desde su puesto en la biblioteca, pero nada más.

En el último curso, Kate Salomon no tuvo mucho tiempo para pensar en Forster Smith: había empezado a salir con un chico muy alto que estudiaba física —Kate, que cursaba literatura inglesa, encontraba que había en los científicos algo misterioso y fascinante— y se sentía razonablemente feliz junto a él. Lo pasaban bien, estaban de acuerdo en muchas cosas, y se iniciaron juntos en los misterios del sexo, así que Kate llegó a pensar que aquel escocés alto y atlético, que jugaba en el equipo de baloncesto de la universidad y hablaba con entusiasmo de conceptos matemáticos que ella no entendía, era el hombre definitivo.

Por supuesto, siguió viendo a Forster Smith: era imposible no hacerlo en una universidad pequeña. Además, él parecía tener el don de la ubicuidad y estaba en todas partes. Cuando se cruzaban por los pasillos, él siempre se paraba para hacerle una pregunta o gastarle alguna broma mientras hacía chispear sus ojos risueños. Kate pensaba que con unos ojos así, que parecían lanzar minúsculos rayos dorados, debía de ser muy difícil decir algo verdaderamente serio, y llegó a pensar que aquel chico era una víctima de su mirada, pues cada cosa que decía cobraba un leve matiz de burla que a ella le ponía un poco nerviosa. Con el tiempo, Kate fue inmunizándose también en lo tocante a aquella mirada suya, y pudo hablar con Forster Smith sin que le temblasen las piernas. Aquel curso él tuvo al menos dos novias (una alumna india de primer año de exótica belleza, y la ayudante de un profesor, curvilínea y vulgar, que había sido declarada oficiosamente bomba sexual de la universidad), pero no pareció tomarse en serio a ninguna de los dos, y al final del trimestre de Pascua andaba por el recinto del campus sin llevar a ninguna chica colgada del brazo.

El estudiante de física rompió con Kate cuando faltaba apenas un mes para la graduación de ambos. Ella no entendió qué había pasado, porque la cosa sucedió inesperadamente, pero al querer explicar su abandono el chico se enredó en una serie de reflexiones estúpidas sobre el deber, el amar y el poder. Kate no comprendió nada, quizá porque ella estudiaba literatura y los libros le habían enseñado que las cosas del corazón se reducen a dos simples posibilidades: se ama o no, y aquel físico en ciernes había dejado de amarla.

Por supuesto, Kate Salomon lloró y sufrió y se lamentó. Eso es lo que hay que hacer tras un desengaño sentimental, y pobre del que piense lo contrario. Por suerte, estaba demasiado preocupada por los exámenes —había obtenido unas calificaciones excelentes y no pensaba estropearlas en las pruebas finales por mucho que le hubiesen roto el corazón—, así que estudió con los ojos rojos, un pañuelo en la mano y una expresión de rabia, como si el dolor que sentía le prestase nuevos bríos y acumular más sobresalientes fuese una forma de dar una lección a aquel sabihondo engreído y ridículamente alto.

Forster Smith la llamó una semana después de terminados los exámenes. Todavía no habían salido las notas, así que Kate pasaba el día comiéndose las uñas y consultando la programación del Festival de Verano. Había pensado quedarse en Edimburgo para asistir a cuantas más representaciones mejor, e intentaba conseguir algunas entradas a precios reducidos. Tampoco tenía otra cosa que hacer antes de que el otoño la obligase a encarar la edad adulta y la necesidad de encontrar un trabajo. Un profesor le había ofrecido un oscuro puesto de ayudante de archivos en una biblioteca de un suburbio de Londres y la había aceptado con gratitud aunque sin entusiasmo. No era que le sedujese mucho la posibilidad de instalarse en Chiswick, pero la idea de marcharse a Brighton con el resto de la familia era bastante menos apetecible. Tenía veintitrés años y pocas expectativas. Casi todas sus amigas se habían casado o estaban a punto de hacerlo, y las instaladas en la soltería tenían más ambiciones que ella, que a pesar de su brillantez nunca había sabido decidirse por el tipo de trabajo que quería desempeñar. En realidad, secretamente, Kate Salomon nunca había pensado en tener ninguno: deseaba casarse, fundar una familia y cuidar de su esposo y de sus hijos. Su estancia en la universidad era sólo parte de un plan para encontrar marido. Las noches de estudio, la obstinada aplicación que había demostrado a lo largo de aquellos años, las buenas calificaciones y el interés por las clases, una forma de engañarse (y engañar a los demás) respecto a sus deseos de futuro. Y allí estaba ella: abandonada por un larguirucho presumido y a punto de ser reconocida como la mejor estudiante de su promoción. Sí, desde luego se había lucido.

La llamada de Forster Smith la sorprendió cuando consultaba una publicación de anuncios por palabras para encontrar una vivienda compartida —su sueldo en la biblioteca no iba a permitirle alquilar nada más que una habitación— y se enfadó consigo misma al percibir que el corazón le latía bastante más deprisa al escuchar aquella voz sólo vagamente familiar.

—¿Kate?

—Soy yo.

—Sí, ya sé que eres tú. Acaban de pasarme contigo desde la centralita.

Ella se mordió la lengua. Se le ocurría media docena de frases corrosivas para soltarle, pero no deseaba pelear sino escuchar lo que aquel listillo quisiera decir.

—¿Qué quieres?

No era una frase muy amable, pero ya la había dicho.

—Invitarte a tomar el té, si no tienes nada mejor que hacer.

—No. Quiero decir que sí. Quiero decir que vale, que muy bien.

—Bueno, perfecto, tampoco esperaba un ataque de entusiasmo. ¿A las cuatro en el Balmoral?

Kate ahogó un comentario de sorpresa: el té del Balmoral era el más caro de todo Edimburgo. Habría podido esperar una oferta para cualquiera de los cafés del campus, o como mucho en un pub del Castillo… pero el Balmoral escapaba a la mejor de sus expectativas.

—Allí estaré.

—Eso espero. Y, por favor, recuerda que me suicidaré si me das un plantón. Hasta la tarde, Kate.

Ella tardó más de una hora en arreglarse para la cita, sin entender por qué estaba tan nerviosa ante la perspectiva de una simple merienda, aunque fuese en un hotel de lujo. No era capaz de comprender a qué venía la invitación, pero era muy propio de Forster hacer las cosas así, cuando menos se esperaba. Llevaban un par de semanas sin verse y casi un mes sin intercambiar nada más que un saludo, y de pronto él la llamaba por teléfono como si tal cosa y la invitaba a tomar el té. Y en el Balmoral, nada menos.

Cuando Kate llegó, él estaba ya sentado a la mesa, y se puso en pie al verla entrar. Llevaba chaqueta y corbata, pero Kate recordó que en aquel salón de té las normas de etiqueta eran muy estrictas: seguramente no le habrían permitido entrar llevando jersey, así que supuso que la camisa y la sobria corbata a rayas no eran una deferencia hacia ella sino una obligación. De todas formas, estuvo muy galante ayudándola a sentarse.

—Me alegro de verte —dijo.

—Y yo.

¿Qué otra cosa podría contestar? Le hubiese gustado responder con otra pregunta: «¿Por qué me has llamado?», pero decidió que no venía a cuento.

—¿Qué té prefieres?

Kate eligió un Oolong, y Forster, el menos arriesgado Earl Grey —por fortuna, aún no había desembarcado la moda pretenciosa de los tés de colores, que habían convertido una sencilla elección en una especie de duda existencial— y un camarero dispuso sobre la mesa toda una selección de pequeñas delicias, sándwiches diminutos, bollitos de fruta, pasteles franceses y cuencos rebosantes de crema, mermelada y mantequilla. Kate suspiró. Se suponía que las chicas no debían atiborrarse a golosinas delante de sus citas, pero tampoco estaba segura de que aquel encuentro con Forster pudiese calificarse así, de modo que abrió un bollito y lo untó profusamente de crema y mermelada de fresa.

—¿Es cierto que has roto con tu… ehhhh… con tu novio?

A Kate no le pareció la mejor forma de empezar una conversación, pero se consoló pensando que al menos Forster había tenido la delicadeza de plantear la pregunta como si la suya hubiese sido una ruptura consensuada.

—Sí. En realidad fue cosa suya.

Le pareció un triunfo reconocer abiertamente su fracaso sentimental. Por lo general, las chicas preferían dejar en el aire que habían sido abandonadas. Kate, sin embargo, habría considerado humillante permitir que quedara abierta la posibilidad de un equívoco.

—¿Cómo se llamaba? ¿Algernon?

—Culen. Culen Balfour.

—Pretencioso y estúpido. Incluso Algernon está mejor.

Kate rio ásperamente. Siempre había pensado que el de Culen era un nombre muy distinguido, pero tal vez Forster tenía razón. Escuchado ahora resultaba más bien ampuloso y afectado.

—¿Qué tal te ha ido en los finales? —Suponía un brusco cambio de tema, pero Kate no quería pasarse la tarde hablando de Culen.

—Bien. Muy bien. —Forster estaba a punto de coger una pasta, pero cambió de idea—. ¿Sabes? Me han dado una beca. Voy a hacer mi tesis doctoral.

—Fantástico. ¿Te quedas en Edimburgo?

Hizo la pregunta por pura educación, pero casi instantáneamente empezó a desear que el destino de Forster Smith fuese la Universidad de Londres.

—No. Me temo que he elegido algo un poco más lejos. Me voy a Estados Unidos. Universidad de Brown. ¿Qué te parece? La Ivy League me espera con los brazos abiertos.

Kate sonrió y repitió lo de «fantástico», aunque no había nada de fantástico en que hubiese todo un océano y varios husos horarios entre ella y Forster Smith. Hubiese sido correcto pedirle algunos detalles de su aventura americana, pero no tenía ganas de saber nada más. Bebió un sorbo de su té, que se estaba quedando frío, y se sirvió un éclair de café para no tener que seguir hablando.

—Me marcho dentro de tres semanas. El curso para posgraduados empieza a finales de agosto. ¿Y qué hay de ti?

—He encontrado un trabajo en Londres. No es gran cosa. Ayudante en una biblioteca. Pero tendré tiempo para pensar en lo que quiero hacer más adelante. No sé si me apetece pasarme la vida ordenando libros.

De pronto, Kate tuvo la sensación de que él no la escuchaba. Parecía concentrado en algo —tal vez en su brillante futuro, tal vez imaginaba todas las americanas bonitas que iba a encontrarse en Brown y que caerían rendidas a sus ojos pardos y su musical acento inglés—, y ella se sintió molesta. Iba a preguntarle para qué demonios la había invitado si no parecía interesarle su conversación, pero él la miró fijamente.

—Kate… hay algo que quiero decirte… —Respiró y luego tragó saliva—. ¿Te vendrías conmigo a Estados Unidos?

Por primera vez había en los ojos de Forster Smith algo parecido a la gravedad más absoluta.

—Hablo en serio, Kate. Te… bueno, creo que te quiero, y todo eso. Llevo tres años enamorado de ti, y… en fin, ahora que voy a marcharme, si te quedas aquí no habrá manera de arreglarlo.

Kate pestañeó y se dijo que aquello no podía estar pasándole a ella. Había suspirado por aquel chico durante prácticamente cada día de su vida universitaria —incluso, ahora lo reconocía, el año y medio largo pasado junto al dichoso Culen—, ¡y de pronto él pedía un té completo y, como quien no quiere la cosa, le proponía que le acompañase al otro lado del mundo!

—Bueno, di algo.

—No sé qué decir.

—Supongo que es una mala señal.

Kate Salomon pasaría el resto de sus días preguntándose si Forster Smith se habría dado cuenta de que la negativa que escuchó a continuación era resultado de su absoluta torpeza a la hora de plantear las cosas. Que había tenido tres años largos para declararse, para jurarle amor eterno —si de verdad era eso lo que sentía—, para proponerle mil y una cosas intrascendentes (un helado, una tarde en el cine, un paseo a la luz de la luna) y lo único que había obtenido de él era una frustrada invitación a bailar, algunas bromas amables y media docena de coqueteos sin consecuencias mientras le veía flirtear con chicas guapísimas. Y de pronto, cuando ella ya tenía un trabajo y unos planes —que no eran gran cosa, todo había que decirlo—, le hablaba de pasar juntos y en el otro extremo del mundo los próximos tres o cuatro años. ¡Por el amor de Dios, si no hacía ni una hora que había escrito siete cartas para interesarse por habitaciones de alquiler en el extrarradio de Londres!

—Forster —dijo al fin—, ¿puedo preguntarte a qué viene esto ahora?

—No sé… supongo que es el momento. He tenido muchas novias estos años, aunque tú me gustabas más, pero no quería estropearlo todo contigo, ¿sabes? No sé, siempre he pensado que era mejor salir con otras chicas antes de ir en serio con la que de verdad me interesaba. Y luego… tú estabas con ese Duncan, o Algernon y… bueno, no sé, preferí esperar a que lo vuestro terminara.

Así que era eso. Forster estaba tan seguro de que iba a aceptarlo que se sentó a aguardar el momento propicio, mientras se pavoneaba con estudiantes guapas y la observaba en la distancia. En cuanto a Culen, para él estaba tan claro que iba a acabar desapareciendo que se había limitado a sentarse y esperar. Las cosas irían encajando para que todo saliese según los planes de Forster Smith. Pensándolo bien, era un detalle que la hubiese invitado a tomar el té. Podría haber formulado su petición en medio de la calle principal, mientras esperaban a que el semáforo se pusiese en verde. O haber gritado su oferta de un extremo a otro del campus.

—Kate, te pido por favor que me contestes… si necesitas pensártelo, lo entiendo pero…

—Tranquilo. Te lo diré ahora mismo: no me iría contigo ni en un millón de años, Forster Smith. Ni a Brown, ni… ni al pueblo vecino. Ahí tienes tu respuesta. Y ahora que estás libre de dudas, ya puedes ir a hacerle la misma proposición a otra chica. Gracias por el té.

Estuvo a punto de chocar con un camarero cuando salió del salón, pero ni siquiera se dio cuenta: estaba demasiado enfadada, demasiado alterada y demasiado triste.

No volvió a ver a Forster hasta mucho tiempo después. Un día, cuando ya estaba viviendo en Londres —ocupaba un cuartito en una casa que sólo con muy buena voluntad podría calificarse de algo distinto a «deprimente»—, recibió una carta suya desde el otro lado del Atlántico. Su primera reacción fue romperla en mil pedazos y arrojarla al fuego, pero pudo más la curiosidad. Así que renunció al más que apetecible gesto teatral de desgarrar el papel y ver luego cómo se consumía en la mustia chimenea del salón compartido y sacó del sobre aquel folio escrito con la irregular y desordenada caligrafía de Forster Smith. Leyó la carta tres veces y tuvo que admitir que era muy correcta y estaba muy bien redactada. En ella, Forster le pedía humildes disculpas por lo que calificaba de «imperdonable proceder» y achacaba su comportamiento a una inmadurez que acabaría por curarse. «Querida Kate, ya sé que no puedo esperar que olvides aquella escena lamentable (yo mismo tardaré años en hacerlo), pero te suplico que al menos me perdones». Kate estuvo un buen rato con la carta en la mano, sin saber qué hacer, enfadada al notar que —una vez más— el corazón le latía a un ritmo distinto, rumiando lo que Forster escribía, hasta que al final se atrevió a reconocer algo terrible: que, en el fondo, hubiese preferido que aquella nota no estuviese llena de excusas, sino que en ella viniese una nueva declaración de amor. Conteniendo por segunda vez las ganas de echarla a la lumbre, Kate suspiró tristemente y guardó la carta de Forster Smith diciéndose que sería muy descortés no contestarla.

Tardó tres días en redactar la respuesta —por suerte, no tenía mucho trabajo en la biblioteca y podía dedicar parte de la jornada laboral a escribir borradores—, y al final se decidió por un texto breve, correcto pero no cortante en exceso, en el que aceptaba sus excusas y daba por buenas las razones que le habían llevado «a obrar así». Terminaba deseándole lo mejor en su nueva vida americana, y tras descartar otras expresiones más comprometidas, acabó la carta con un «afectuosamente». Repasó la nota tantas veces que llegó a soñar con ella, y la envió sintiéndose incluso orgullosa del trabajo realizado: era perfecta.

La cosa debería haber terminado allí, pero Forster Smith no era un hombre previsible, así que un mes después llegó otra carta en la que le agradecía que hubiese aceptado de modo tan elegante sus palabras de perdón. Cuando Kate pensaba que él iba a enredarse en una humillante sucesión de lugares comunes —«no sabes cuánto significa para mí el saber que no me guardas rencor», «has demostrado una generosidad por encima de toda expectativa»—, se encontró con que, aparte de las líneas iniciales —que, por lo demás, podían tomarse como una especie de saludo—, la carta era una especie de crónica amable de su nueva vida en Brown. Le hablaba de sus compañeros de piso (un austríaco, un haitiano y un muchacho de Oregón), de sus profesores en los tres seminarios que estaba siguiendo, del campus inmaculado de la universidad y hasta de los pastelitos de melaza que despachaban en la cafetería. Era una carta alegre y divertida, y Kate se alegró y se divirtió leyéndola. Se dijo que sería absurdo no contestarle, así que redactó otra misiva en los mismos términos, aunque, por supuesto, su vida en Londres no parecía ser tan interesante. Aun así, le habló de la biblioteca, de sus compañeras de piso —tres chicas que estudiaban secretariado internacional, tan parecidas entre sí que podrían haber sido hermanas y que la ignoraban cordialmente— y de una obra de teatro que acababa de ver en el West End.

Un mes más tarde recibió otra carta de Forster del mismo estilo que la primera —en ella se lamentaba, entre otras cosas, de las dificultades para escribir un ensayo inteligente sobre la obra tardía de un pintor impresionista— y otra vez Kate la contestó, y se inició así entre ellos un esporádico y grato intercambio epistolar que duraría doce años.

No volvieron a verse en todo ese tiempo. Forster obtuvo su doctorado por Brown y luego aceptó un puesto de profesor ayudante en una universidad menor del medio oeste. Kate no reconoció nunca que había supuesto una pequeña decepción el saber que él ni siquiera había considerado la posibilidad de volver a Inglaterra para continuar allí su vida académica, a pesar de que, nada inocentemente, le había dicho en una carta que había escuchado que la Universidad de Durham estaba acometiendo una ampliación del claustro de profesores. Por su parte, ella había obtenido una plaza de bibliotecaria en la Escuela de Económicas de Londres. Por supuesto que no era el trabajo ideal, pero Kate pasaba de largo de los treinta años y si hasta entonces no había podido averiguar qué quería hacer exactamente, era posible que ya no estuviese en condiciones de encontrar su vocación. Le gustaban los libros, por supuesto, y le gustaba leer, así que pensándolo bien —o así se consolaba ella— el de bibliotecaria era un trabajo perfecto. Tenía un buen sueldo, un horario cómodo y mucho tiempo libre para ir al teatro o al cine, que eran cosas que también le gustaban, de modo que no necesitaba mucho más. En aquel momento salía con un viudo bastante atractivo cuyo único fallo eran sus dos insoportables hijos adolescentes, que detestaban a Kate en la misma medida que ella los odiaba a ambos. En esas circunstancias, no había forma de pensar en una boda, pero para entonces Kate había perdido ya las ganas de casarse: la ceremonia, el traje blanco, el montaje de una casa y todas esas cosas habían ido a parar al mismo baúl de las ilusiones perdidas donde otras expectativas (ser autora teatral, escribir poesía o jugar al tenis profesionalmente) dormían el sueño de los justos. Sí, posiblemente acabaría convirtiéndose en la esposa del bueno de Michael, que era oftalmólogo y tenía la consabida consulta en la calle Harley, pero no sería antes de que sus dos bestezuelas volasen del nido y dejasen el camino libre. Si algo había aprendido en aquellos años era a no complicarse la vida. Y hacer de madrastra de dos quinceañeros era la mejor manera de alterar irremediablemente su plácida existencia de burguesa.

Su madre murió cuando ella acababa de cumplir los treinta y cinco. Para Kate, aquella pérdida supuso una verdadera conmoción, porque ni siquiera había contemplado la posibilidad de que su madre podía morirse. No tenía una relación muy estrecha con su familia —apenas una visita cada vez más breve en Navidad, quizá una semana en vacaciones de verano, que siempre se le hacía eterna—, pero cuando su hermano la llamó con la noticia pudo sentir como el suelo se abría bajo sus pies. Tomó el primer tren a Brighton —aunque tenía coche propio, estaba demasiado trastornada para conducir— y cuando entró en la casa de su infancia, ahora oscura y lúgubre por estar envuelta en la indeseable atmósfera de la muerte, sintió que todo se derrumbaba y algo —¿qué?— la obligaba a enfrentarse a lo que era: una mujer camino de la madurez, sin sueños ni planes de futuro, que vivía vegetando en un limbo donde nada tenía una importancia verdadera. Ni Michael le importaba, ni su trabajo le importaba, ni su futuro le importaba. Sí, ése era el problema: que todo le daba igual, y acababa de enterarse.

Cuando se encerró en su habitación para llorar durante dos largas horas, todos creyeron que estaba lamentando la muerte de su madre, pero no era así: Kate Salomon lloraba por ella misma, por las oportunidades perdidas y por su absoluta inoperancia a la hora de gestionar eso que algunos llaman felicidad.

Michael se presentó en Brighton aquella misma noche, disculpándose por no haber podido anular sus citas de la jornada. «Habría querido venir antes», dijo, mientras la abrazaba castamente bajo la torva mirada de muchos miembros de la familia Salomon, que le culpaban de la soltería de Kate. Por supuesto, la idea de que era él quien no deseaba casarse constituía una completa injusticia, pero Kate no era muy amiga de dar explicaciones y, de todas formas, sospechaba que ni sus viejas tías ni sus insidiosas primas iban a creerse que era ella quien postergaba su boda. Así que el pobre Michael Spencer solía recibir una buena colección de miradas asesinas cuando viajaba a Brighton en alguna celebración señalada. En aquella ocasión estuvo perfecto, afectuoso y asombrosamente eficiente. Se ocupó de muchos de los detalles del funeral y de todo lo concerniente a la recepción posterior, atendió a los conocidos como un miembro más de la familia y cuidó bien de Kate. Ella se lo agradeció: era agradable no tener que aceptar más responsabilidades de las precisas. Luego, cuando todo el mundo se marchó dejando tras de sí la aterradora incertidumbre de lo que traerá la vida después del duelo, él buscó un momento para hablar con Kate.

—Bueno, dime qué quieres hacer.

—¿Cómo?

—Supongo que preferirás quedarte con tu padre una temporada. Tendrás que echarle una mano con James.

James era su hermano. Tenía diecisiete años y era un adolescente egoísta y mal educado por su madre, que sentía por él esa misteriosa debilidad que despiertan los hijos que dan más problemas. A Kate le preocupaba qué iba a ser de James ahora que su única valedora se había ido para siempre, y el señor Salomon, profesor de historia en un colegio privado y carísimo de Bournemouth, no iba a saber ni por dónde empezar a la hora de ejercer de padre en solitario.

—Imagino que no me queda otro remedio, ¿verdad? —Tomó la mano de Michael, que estrechó la suya suavemente—. Ay, no sé qué voy a hacer…

Él no entendió el significado último de esas palabras, pero se apresuró a abrazar a Kate.

—Querida, yo ya he tomado ciertas decisiones. Verás, ha llegado el momento de que nos comportemos como adultos. Vamos a casarnos, Kate Salomon. Serás mi esposa y viviremos en Brighton. Me estableceré aquí. Un oculista recién llegado de Londres será bien recibido, y obtendré un buen dinero por la venta de la consulta de la calle Harley.

—Pero ¿y tus hijos?

—Mis hijos tendrán que aguantarse.

Kate no fue capaz de contestar «supongo que yo también». Se limitó a abrazar a Michael y darle las gracias, reconociendo que su propuesta era la mayor muestra de generosidad que había recibido en sus treinta y cinco años de vida.

Y, seguramente, también la mayor prueba de amor.

La boda de Kate Salomon se preparó en más tiempo del que ella hubiese deseado: encontraba absurda cualquier forma de boato cuando uno se casa camino de los cuarenta, y de buena gana hubiese optado por ir una mañana al juzgado con el atento Michael para casarse allí, de cualquier manera, con la señora de la limpieza y el bedel firmando como testigos. Ella esgrimió incluso la muerte de la madre como una razón de peso para no celebrar nada, pero de poco valieron sus razones: aunque no iban a tener la boda que los parientes Salomon hubiesen querido —con trescientos invitados en el club de regatas, champán en el cóctel y baile con orquesta—, la familia era larga y estaba supuestamente unida (una certeza sobre la que Kate tenía sus dudas: pensaba que se limitaban a alimentar su odio con abrazos y cumplidos) y era «necesario» hacer las cosas bien. Era lo que la pobre Claire hubiera querido, decían, para apuntalar la decisión. Después de enarbolar tan abiertamente el nombre de su madre, Kate se rindió a sus tías y sus primas. De todos modos, Michael también consideraba que no había necesidad de casarse tan sobriamente —«no nos estamos fugando, Kate»— y además también le hacía falta tiempo para cerrar la consulta de Londres y encontrar una casa… y para aplacar la cólera de sus dos vástagos. El chico, Michael Junior, había amenazado con irse de casa. En cuanto a la niña, Adele, dijo que prefería vivir en un internado a hacerlo con la nueva mujer de su padre. Michael ni se inmutó: buscó plaza en un distinguido colegio en Devonshire para la niña, y sugirió a Junior que se enrolase en un mercante si de verdad tenía intención de hacer la guerra por su cuenta. Casarse con Kate Salomon era la ilusión de su vida y nadie iba a ponerle más palos en las ruedas, menos aún dos mozalbetes consentidos.

La fecha de la boda se fijó para el 20 de julio. Tras la ceremonia habría una discreta recepción para ochenta personas en el jardín de los Salomon —gracias a Dios, Kate había conseguido reducir el número de invitados al mínimo imprescindible— y, luego, ella y Michael saldrían de viaje de novios. El destino era una sorpresa, pero Kate había descubierto que el doctor Spencer había organizado un recorrido por España. A ella le hacía ilusión: su abuela paterna era española, y ella había aprendido el idioma espoleada por su padre —que lo hablaba bastante bien, con los divertidos tropiezos de un inglés— y había estudiado literatura hispánica en la universidad. La idea de pasar quince días recorriendo el país en un coche de alquiler, comiendo los platos de los que hablaba su abuela y comprando libros de Galdós y Clarín le parecía muy apetecible. Como siempre, Michael se había ocupado de todo. Y lo había hecho muy bien.

La conmoción tuvo lugar sólo quince días antes de la boda, justo cuando ella regresaba de la modista de recoger su vestido de novia: un bonito traje camisero de color gris perla, de corte años veinte, largo hasta media pierna y con una falda hecha de pliegues diminutos. Se sentía orgullosa de no haber cedido a las presiones de las mujeres Salomon para hacerse un vestido convencional, con varias capas de tul, cola de tres metros y velo de encaje. No estaba dispuesta a pasar por semejante ridiculez: iba a cumplir treinta y seis años y se casaba con un viudo con dos hijos, y ésa fue la piedra de toque de su argumentación: Michael ya se había casado antes, ya había participado de todo aquel festival de prístinas gasas y metros y metros de seda nívea. De ninguna manera quería que aquella boda fuese un remedo del primer matrimonio de su prometido. No habría traje largo, no habría un imponente ramo de flores ni habría pastel nupcial de tres pisos y glaseado en blanco. El postre sería una contundente tarta de frutas de una sola pieza que, desde luego, ellos no cortarían al mismo tiempo mientras posaban para una foto destinada a la repisa de la chimenea. En eso iba pensando cuando llegaba a la casa de los Salomon, sosteniendo una funda que protegía el traje elegido de posibles accidentes —una salpicadura de barro, una gota de té, una mota de polvo— y se sentía casi victoriosa: tal como ella pretendía, su boda no iba a parecerse en nada a una boda.

Ella siempre diría que distinguió a Forster Smith nada más verlo junto a la verja de la entrada, pero era mentira: no se dio cuenta de que se trataba de él hasta que lo tuvo prácticamente al lado, y cuando ya había empezado a preguntarse quién diantres era aquel tipo con americana de grandes solapas y feos pantalones de un indescifrable color parecido al granate que paseaba nerviosamente frente al porche de su casa. Cuando se dio cuenta por fin de que era Forster se paró en seco, y allí se quedó, con la boca abierta y la blanca funda de plástico en alto, como si esperase que alguien acudiese en su ayuda.

—¡Kate! Oh, menos mal que eres tú… empezaba a pensar que me había equivocado de casa.

—¿Forster?

—Hola, hola, hola. Qué sorpresa, ¿eh? Trae eso, deja que te ayude. ¿Tienes algo que hacer ahora mismo? ¿Podemos hablar un rato?

Kate pensó que se iba a caer redonda. Aquel hombre, al que no veía desde hacía doce años, acababa de materializarse frente a ella y le hablaba como si se hubiesen encontrado el día anterior. Lo más normal hubiese sido hacerlo pasar a la vivienda y servirle allí una taza de té, pero Kate Salomon estaba demasiado aturdida como para actuar naturalmente, así que pidió al recién llegado que la esperase un momento mientras dejaba «todo» dentro de la casa. Ni siquiera recordaba qué disculpa dio a su padre para volver a salir, pero tras colgar el traje en el armario regresó a la calle donde Forster Smith la esperaba sin dar muestras de impaciencia, paseando su mirada curiosa por las copas de los árboles del jardín y los macizos de flores.

—Demos un paseo —le dijo ella.

No había tenido noticias de Forster Smith desde que le comunicó que se casaba. De eso hacía tres semanas. En realidad, había esperado más de la cuenta para darle la noticia —el compromiso se había anunciado medio año antes, sólo quince días después de la muerte de Claire Salomon—, pero, sin saber por qué, había preferido soslayar esa cuestión en las dos o tres cartas que le había escrito desde entonces. Sí le había contado que iba a mudarse a Brighton para cuidar de su padre y su hermano, que había encontrado un trabajo como secretaria y que temía que iba a añorar mucho Londres a partir de entonces. Lo cierto es que no sabía cómo decirle que se casaba, así que lo fue dejando para más adelante hasta que la inminencia de la fecha convirtió el asunto en algo inevitable.

—Bueno, ¿qué haces aquí? —le preguntó, después de caminar a su lado en silencio durante un par de minutos. Lo miró de frente por primera vez en aquella tarde: estaba igual que siempre, aunque unas arrugas diminutas empezaban a fraguarse en torno a los ojos marrones, y había un atisbo de canas en el cabello castaño y espeso. Una vez más, se dijo que Forster Smith era dolorosamente guapo.

—Es complicado —respondió él, encogiéndose de hombros—, pero será mejor que vaya al grano.

Se detuvo frente a ella y la tomó delicadamente por los hombros. Kate se dijo que la posibilidad de que se desmayase allí mismo era de nueve contra uno, y agradeció que su padre viviese en una calle de poco tráfico, llena de viejos y tremendamente solitaria, donde una chica desplomada en el suelo no tendría a quién llamar la atención.

—Quiero que te cases conmigo.

Kate Salomon tragó saliva mientras notaba cómo las piernas se le volvían de un material misterioso, amelcochado y maleable, y amenazaban con dejar de sostener el resto de su cuerpo. Allí, en medio de la tibia tarde de verano, bajo el cielo azul y la sombra hogareña de las glicinas, Forster Smith la estaba pidiendo en matrimonio cuando sólo faltaban quince días para que celebrase su boda con otro hombre.

—Deja que te explique… he ganado la plaza definitiva. En Cornell. Ni siquiera puedo creerlo, llevo toda la vida peleando por ese puesto. Y hace un mes, zas, me llamaron. Me han dado una casa en el campus. Y el trabajo es por seis años, de momento, pero el decano dice que luego renovarán mi contrato. Ahora sí que soy un hombre de provecho: tengo una casa con tres dormitorios, un garaje enorme y un jardín enano. Y esa plaza en la universidad que me pone a salvo de la indigencia en la que he vivido los últimos años. No puedes imaginarte lo dura que es la vida del profesor asociado, Kate querida. Y eso se acabó para siempre. Ahora puedo permitirme tener esposa, hijos y hasta un perro. Y voy a enseñar arte europeo. Pero eso será el semestre que viene. Ahora tengo casi cinco meses de vacaciones. Pensaba quedarme aquí para hacerte la corte y convencerte de que soy un buen partido, pero luego pensé que no sería una buena idea esperar tanto. Kate —tomó una de sus manos, que estaba congelada—, ¿te vendrás ahora conmigo?

Ella ni siquiera se soltó. No podía creer que Forster Smith fuese tan egoísta, tan irresponsable y tan imbécil como para declararse cuando estaba a punto de casarse con otro.

—Forster… ¿no has recibido mi última carta?

El rostro de él se ensombreció, como si ya supiese que aquélla no era una pregunta casual.

—Tu última carta hablaba del tiempo tan horrible que hace en Brighton y del libro de un mexicano cuyo nombre, perdona, no soy capaz de recordar…

—Voy a casarme, Forster. Con Michael Spencer. Te he hablado de él.

—¿El oculista? ¿Ése que tiene dos hijos horribles a los que detestas? ¿Ese Michael? Por Dios, Kate —gimió—, ni siquiera podía imaginar que considerabas la posibilidad de ser su mujer.

Pese a lo dramático de la situación, Kate estuvo a punto de reírse. Había algo cómico en la sincera consternación de Forster Smith. Pero de pronto recordó el quid del asunto y aquello dejó de ser gracioso.

—¿Cuándo lo has decidido?

—Hace seis meses.

—Pudiste habérmelo contado.

—Ya lo sé. Y no entiendo por qué no lo hice. En cualquier caso, lo último que imaginé es que ibas a presentarte aquí a… a…

Él se apoyó en una valla pintada de blanco y se pasó la mano por el cabello sedoso, levemente rizado. Kate hubiese querido acariciar aquella cabeza de suave pelo castaño, pero no lo hizo.

—Kate… ¿me estás diciendo en serio que vas a casarte con él?

—Me temo que sí.

—Pero ¿no hay alguna forma de…?

Por supuesto que la había, pensó Kate. Podía romper su compromiso, desatar el escándalo y hundir en la miseria a Michael, que había vendido su consulta de Londres y se había enfrentado a sus hijos sólo porque ella le necesitaba. Ser feliz es muy fácil si te limitas a pensar en ti mismo, se dijo Kate, pero ella no era de ese tipo de personas. Oh, por supuesto que amaba a Forster Smith. De hecho, llevaba unos quince años enamorada de él. Pero, por increíble que parezca, había otras cosas. La lealtad. La honestidad. El respeto a lo que uno considera justo. Michael no era el pelirrojo desgarbado que la había invitado a un baile, sino un buen hombre que no había dudado en poner su vida del revés para casarse con ella. Así pues, no había nada más que decir.

—No, Forster. Lo lamento mucho.

Podría haberlo dejado así, pero no lo hizo, y pasó los años siguientes preguntándose si había hecho lo correcto al seguir hablando. Al decirle a Forster Smith que llevaba media vida enamorada de él, que había querido acompañarle al baile aquella vez, en Edimburgo, y seguirle a Brown, e incluso haberle pedido que volviera a buscarla en alguna de las malditas cartas que se habían intercambiado durante los últimos doce años. Pero no lo había hecho, y ahora estaba comprometida con un hombre excelente a quien no podía destrozar el corazón, así, por las buenas. Forster la dejó hablar manteniendo la cabeza gacha, como el niño que está escuchando un rapapolvo —y eso parecía lo que Kate estaba haciendo, riñéndole por no haber sido más hábil, o más oportuno, o más decidido—, y luego levantó la mirada y Kate vio que sus ojos pardos estaban húmedos y… sí, parecían faltos de luz por primera vez en la vida.

—Perdóname, Kate. Una vez más, lo he hecho fatal. Tengo la sensación de que, al menos contigo, me he pasado la vida llegando tarde.

Kate se encogió de hombros, y cedió otra vez al deseo de hacerle una leve caricia.

—Supongo que sí. Lo siento, Forster.

—Más lo siento yo. Suerte en tu boda, Kate Salomon. Te deseo lo mejor.

Aquella noche, Kate tuvo que fingir una jaqueca devastadora para poder meterse en la cama a las ocho de la tarde a llorar como una magdalena. Ya de madrugada, sin haber dormido ni un minuto, con la cara descompuesta y los ojos irritados, cayó en la cuenta de que hasta que Forster Smith apareció ella se sentía razonable, discretamente feliz. Iba a casarse, iba a tener una familia, una bonita casa con vistas al mar y un futuro junto a un hombre muy bueno que la quería tanto como para haber cambiado su vida sólo porque ella lo necesitaba. Y ahí estaba ahora, desconsolada, ahogándose en sus próximas lágrimas y deseando tener menos escrúpulos para atreverse a romper el alma a Michael Spencer plantándolo prácticamente al pie del altar. ¿Y si lo hacía?, se dijo. ¿Y si ignoraba a todo y a todos y pasaba por encima de su propia conciencia y se marchaba con el único hombre del que había estado enamorada ahora que sabía que, al parecer, él también estaba enamorado de ella? Por un momento acarició la idea y fantaseó con una vida al otro lado del charco, lejos de aquel viudo obsequioso y sus hijos malvados, de sus tías insoportables y sus estúpidas primas, de su hermano conflictivo y egoísta, de su padre desbordado… Por unos segundos, Kate dejó volar su imaginación, pero luego frenó en seco sus propias ensoñaciones. Era una de esas personas que intentan pasar por la vida haciendo lo que es correcto. Si, quince años atrás, ni siquiera había sido capaz de dejar sin pareja de baile a aquel pelirrojo cuyo nombre no recordaba… ¿cómo iba a dejar sin su prometida a alguien tan intachable como Michael Spencer? Prometiéndose a sí misma no volver a pensar en la escena de aquella tarde, y no compartir con nadie la declaración de Forster Smith, Kate Salomon se quedó dormida y se propuso concentrarse en su boda, en su esposo, y en intentar ser feliz. Al fin y al cabo, eso era todo lo que podía hacer.

La boda de Kate Salomon se celebró en un día de verano bastante agradable. La temperatura fue correcta, la lluvia respetó la celebración y el cóctel, e incluso el sol se decidió a salir. La ceremonia fue bonita y moderadamente emotiva, los canapés resultaron abundantes —pese a los temores de la tía Pat, que la noche anterior entró en pánico y ante el temor a quedarse cortos con la comida encargó a mayores diez enormes pasteles de riñón— y los invitados lo pasaron bien. Kate, que estaba guapa en su discreto vestido gris, pensó en secreto que aquella boda era una metáfora de lo que iba a ser su vida a partir de entonces: satisfactoria, pero sin alharacas. Los hijos de Michael, que habían asistido enfurruñados a la ceremonia, la besaron por primera vez al acabar el rito, y luego se perdieron por el jardín, maquinando a buen seguro alguna forma de complicarle la existencia. Kate se encogió de hombros al pensarlo: en realidad, le daba igual lo que aquellos dos hicieran a partir de entonces.

Lo único que brilló en aquella boda fue el doctor Spencer. Estaba radiante. Y bastante guapo, con su traje nuevo y aquella corbata tan bonita que le habían regalado sus primos. Tomó a Kate de la mano en cuanto recibieron las bendiciones, y ya no la soltó en toda la noche. Estaba claro que pensaba consagrarse a ser el mejor de los maridos. Kate lo sabía y eso la tranquilizaba: ella sólo tenía que dejarse llevar.

Y así fue. Al día siguiente viajaron en tren a Londres, y allí tomaron un avión con destino a su luna de miel. Ella nunca había salido de Inglaterra, excepto para hacer una breve excursión a la costa francesa, y estaba vagamente excitada ante la perspectiva de conocer España. Pasaron tres días en Madrid —un Madrid que intentaba encontrar la forma de sacudirse el polvo de la dictadura, incrédulo aún ante la perspectiva de la libertad recobrada— y luego, en un coche de alquiler, se dirigieron al norte. Secretamente, Kate hubiese preferido visitar Andalucía —necesitaba agrandar el abismo con Inglaterra viendo cielos rotundamente azules, campos de olivos y dehesas de toros bravos (tenía, como tantos extranjeros, la vaga idea de que en el sur hay toros en cada cercado)—, pero Michael había pensado que haría demasiado calor en el sur, y, como ella no dijo nada al respecto, ideó una larga y completa excursión por Galicia y Asturias. Luego llegarían hasta Bilbao, donde un ferry les llevaría de vuelta a Inglaterra. Era un periplo agotador, y así se lo advirtieron algunas amigas, pero eso a Kate no le importaba. Es más, le aterraba la idea de una luna de miel de largas y perezosas estancias en hoteles románticos sin nada más que hacer que disfrutar del matrimonio. Prefería con mucho tragar kilómetros, pararse en pueblos recónditos en busca de una iglesia románica o una vista bonita y, por las noches, cenar temprano y caer rendida.

El viaje fue lo más parecido a un éxito. Santiago les enamoró a los dos, con su lluvia fina y aquel extraño color de las piedras cubiertas de líquenes. Una tarde hicieron una visita a los tejados de la catedral, y la visión aérea de la Plaza del Obradoiro les conmovió a ambos de la misma manera. Michael abrazó a Kate mientras admiraban desde lo alto el espectáculo de granito, y ella pensó entonces que casarse con el doctor Spencer había sido lo mejor que podía haber hecho en la vida.

Cuando aquella noche estudiaban los mapas para decidir su siguiente destino —Mike había decidido improvisar un poco para dar algo de emoción al viaje—, Kate tropezó con un nombre que le era familiar, Ribanova. Recordó que su padre y su tío Bertie le habían hablado de aquella ciudad. La abuela española de Kate había intentado que sus hijos conociesen al menos una parte de sus raíces, por lo que de vez en cuando embarcaba a la familia en viajes de reconocimiento.

—Estuvieron en Ribanova un par de veces. Lo recuerdo porque siempre me gustó cómo sonaba el nombre de la ciudad. Parece inventado…

—¿Qué clase de sitio es?

—No tengo ni idea. —Kate tomó la guía de viaje, que era mala como la tiña y tenía un montón de mapas incorrectos y referencias a locales que llevaban siglos cerrados—. Mira: «La historia de Ribanova se remonta al siglo I antes de Cristo. Es la única ciudad del mundo que está completamente rodeada por una muralla, construida en la época del Imperio romano». Ya está.

—Una descripción muy completa. Recuérdame que escriba una carta al editor de esa guía para darle las gracias por la útil información que nos ha proporcionado. Pero me gustaría echar un vistazo a esa muralla. ¿Te parece bien?

Kate dijo que sí.

Pensaban pasar una sola tarde en Ribanova, pero al final se quedaron dos días: encontraron un hotel bonito que tenía un excelente restaurante, y en cuanto a la muralla romana —más de dos kilómetros de perímetro con un adarve que permitía el paseo—, superó sus mejores expectativas. Michael, a quien sus colegas habían entregado un sofisticado equipo de fotografía como regalo de bodas, tomó un montón de imágenes de la ciudad. De todas formas, y como Kate aclaraba siempre, a pesar de lo mucho que le gustó Ribanova, ni en un millón de años se le habría ocurrido que acabaría viviendo allí.

Cuando regresaron a Inglaterra, nueve días después, Kate ya estaba embarazada. No es que ella y Michael hubiesen tomado una decisión con respecto a tener o no descendencia, pero tampoco habían hecho nada para evitarlo. A Kate la noticia le sorprendió. Michael, por su parte, se mostró encantado: tenía cuarenta y siete años y no esperaba ser padre por tercera vez, pero encontraba que la madurez iba a darle una nueva perspectiva sobre la paternidad. Besó a Kate, la tomó en brazos con ternura y prometió que iba a convertirla en la futura madre más mimada de Inglaterra. Por desgracia, no tuvo mucho tiempo para cumplir su compromiso, pues Kate sufrió un aborto en el quinto mes de gestación.

El disgusto que le sobrevino le dio idea a ella de lo mucho que deseaba ser madre, aunque al parecer no lo sabía. Ella y Michael volvieron a intentarlo, pero las dos veces que consiguió quedar en estado hubo complicaciones, y el doctor Lawry, viejo amigo de la familia, desaconsejó persistir en el empeño: por lo visto, el cuerpo de Kate no tenía ganas de colaborar en la tarea. Sólo Michael y la propia Kate supieron lo mucho que la hizo sufrir aquella contingencia. Los demás, con mayor o menor fortuna, se limitaban a consolarla torpemente («son cosas que ocurren», «la naturaleza es sabia», «después de todo, peor sería perderlos cuando ya hubiesen nacido»), o decidir por ella que la procreación no era lo suyo. Kate retiró la palabra durante meses a su prima Emma por decir que, de todas formas, ella no había sido nunca «demasiado maternal». Emma tenía razón: no lo era. Pero aquellos embarazos frustrados eran el comienzo de una vida que formaba parte de la suya propia. Nadie, pues, estaba en condiciones de decidir si tenía motivos o no para sentirse desgraciada o si el papel de madre iba a sentarle más o menos bien, como si estuviesen hablando de un corte de pelo.

En cuanto a los hijos de Michael, dieron menos problemas de los que todos pensaban. Por supuesto, el chico no ingresó como grumete en la marina y Adele no se fue al colegio de señoritas que su padre le había buscado, pero tampoco manifestaron mucho interés en hacerles la vida imposible, como Kate había temido. Eran dos seres egoístas, silenciosos y distantes, como todos los adolescentes del mundo, y de vez en cuando se les escapaban algunos ramalazos de buena intención ofreciéndose a hacer un pequeño recado, colaborando en las tareas domésticas o sacando la basura sin que mediase petición o amenaza. Aquella paz hogareña era mucho más de lo que Kate se habría atrevido a pedir. Mike era el marido perfecto, aunque eso Kate ya lo imaginaba cuando aceptó casarse con él. Y a pesar de que la señora Spencer no había vivido nunca ese estallido sensorial, esa sensación de plenitud que algunos llaman felicidad, sí era una mujer satisfecha con lo que le había tocado en suerte el día que el destino repartió sus cartas.

Durante los primeros años de matrimonio, el único problema fue James. Pese a las presiones y las súplicas de su padre y su hermana, se había negado a ir a la universidad, y se pasaba el día haraganeando en casa y saliendo con un montón de chicos más jóvenes que él. El padre de Kate —que acababa de jubilarse de su trabajo como profesor— no tenía ni idea de cómo meterlo en vereda. Después de años de lidiar con hordas de quinceañeros maleducados y consentidos, era incapaz de reconducir la vida desnortada de su hijo pequeño, así que se limitaba a ignorar —o, al menos, a fingir que ignoraba— que la rutina del chico era sospechosamente parecida a la de cualquier proyecto de futuro delincuente: se levantaba tarde, colonizaba el sofá para ver la televisión rodeado de cajas de pizza y botes de refresco y al caer la tarde se largaba sin decir adónde iba y sin que nadie le preguntase a qué hora pensaba volver. Normalmente regresaba con el alba, Kate suponía que bastante borracho, y entraba en la casa dando portazos y aullando cuando tropezaba con un mueble. Pasaba días enteros sin dirigir la palabra a su padre, y el día que amaneció con un ojo morado y un corte profundo en el labio inferior se negó tercamente a explicar qué le había pasado parapetándose en un «son cosas mías».

Como en tantas situaciones durante aquellos años, Michael intervino para arreglarlo. Fue él quien habló con James, quien lo cogió de los hombros y lo zarandeó —fue una suerte que Michael fuese el típico hombre corpulento, cuya envergadura es capaz de acoquinar a un mozalbete a medio cocer— y luego le comunicó que no sólo su generosa asignación semanal quedaba confiscada, sino que tenía tres días exactos para acoplarse a los horarios normales de una casa. Pasado el plazo, él mismo se ocuparía de que fuese expulsado del tibio refugio de la vivienda familiar, y le daría así la ocasión de aprender lo que significa no tener un sitio adonde ir. Era un farol, por supuesto: el profesor Salomon nunca hubiese consentido ver a su hijo convertido en un sin techo. Pero por alguna razón —quizá porque, como Kate sospechaba, su hermano no era un tipo muy listo—, James se tragó la amenaza. Muchos años después, James contó a un amigo que Michael le había asustado incluso en el sentido físico: «Creí que iba a pegarme», dijo. Sea por lo que fuere, se produjo un cambio. Los horarios de James se racionalizaron como por arte de magia, buscó un trabajo —o, más bien, Michael lo encontró para él— y empezó a asistir a la escuela nocturna para acabar la secundaria. Su padre no podía creerlo. James, el desastre sin solución, se había transformado en algo muy similar a un buen chico. El niño descarriado se convirtió ante los ojos de Peter Salomon en un dechado de virtudes y un ejemplo a seguir, como si acabar los estudios secundarios a trancas y barrancas y tener un empleo por horas en una cafetería fuese merecedor de un reconocimiento público. Cuando, un par de años después, el señor Salomon consultó con Kate la posibilidad de comprar un apartamento para su hijo —«tiene veintiún años, no va a vivir aquí toda la vida»— y prestarle dinero para abrir su propio negocio de hostelería, Kate dijo a todo que sí y pensó, sonriendo, hasta qué punto era sabia la Biblia y la manida historia del hijo pródigo: a ella su padre jamás le había ofrecido un penique para abrirse camino. Michael, con su proverbial sentido común, recordó a Kate que la generosidad paterna era una forma de resolver un problema que ella acabaría heredando:

—Si tu hermano no sale adelante ahora, te tocará a ti mantenerlo a flote cuando falte tu padre. Así que agradece que alguien le solucione la vida, y así no tendrás que hacerlo tú.

Era una perspectiva muy práctica. El pragmatismo es la aplicación doméstica de la inteligencia, y Kate (que no se consideraba muy práctica ni muy inteligente) apreciaba ambas virtudes.

Cosas como ésa hacían que se alegrase de haberse casado con Michael. También su paciencia mineral, su buen humor, su escaso afán por dramatizar todo y su capacidad para hacer sencillas las cosas complicadas. Michael era el hombre bueno que Kate había intuido desde la primera cita. Por supuesto, era consciente de que no lo amaba, o al menos no en el sentido apasionado y ardiente del que hablan las novelas románticas. Pero a ella no le interesaban ese tipo de novelas y prefería pensar que el afecto puro, la entrega y el cariño son mejores que cualquier forma de «amour fou». Ella y Mike se adoraban. Lo demás importaba poco. Y con esa convicción y todos los motivos de gratitud hacia su marido que se le acumulaban en la conciencia, pasaron los años y Kate se convenció de ser casi feliz.

Algunas de las cosas que le pasaron a Kate Salomon años después también fueron culpa de Mike, aunque ella prefería pensar que eran fruto de la casualidad. Todo empezó con aquel equipo fotográfico que sus amigos le regalaron con motivo de la boda. Hasta entonces, Michael no había demostrado sentirse muy atraído por la fotografía pero, bien por pura educación o bien porque empezó a encontrar interesante la posibilidad de congelar eternamente todas las cosas que iba viendo durante su luna de miel, volvió de su periplo por España con once carretes de fotos. Las reveló con bastante ilusión, y luego Kate pasó dos tardes etiquetándolas y colocándolas en media docena de álbumes que habían comprado especialmente para convertir el viaje de novios en un escaparate que pudiese ser mostrado a aquéllos a quienes querían. Por supuesto, la familia les hizo el mismo caso que suele hacerse al aburridísimo material post luna de miel que conservan todas las parejas del mundo: ninguno. Durante unos días pasearon los álbumes por casas de parientes y amigos que sólo se dignaban a echar un vistazo de cortesía a las páginas plastificadas antes de empezar a hablar del tiempo. Kate y Michael, levemente decepcionados ante la falta de interés de los suyos, decidieron no volver a enseñar aquellos tomos y conservarlos como lo que eran: un lugar al que volver cuando necesitasen dar un paseo por la nostalgia.

Sin embargo, unos cuantos años después, Peter Salomon descubrió el álbum de imágenes —casi todas en blanco y negro— y lo hojeó distraídamente. Allí estaba la Puerta de Alcalá, y la plaza de toros de Las Ventas, y el Palacio Real, y la Catedral de Santiago. No eran malas fotos, o eso pensó el señor Salomon, que siguió mirándolas ya con una pizca de interés que se transformó en entusiasmo al llegar a los daguerrotipos tomados en Ribanova.

—¡Kate! —gritó—, ¿qué demonios es esto?

Fue Michael quien contestó tras echar un vistazo a la foto.

—Una muralla. De la época de Augusto. Y completa, por cierto.

—Ya. Eso se ve. —Peter Salomon había estudiado historia clásica en la universidad, así que era perfectamente capaz de distinguir una muralla romana—. Me refiero a dónde habéis tomado la foto.

—En Ribanova. Nosotros…

—Pero ¿cómo no me habéis dicho que estuvisteis allí?

Michael y Kate se miraron, desconcertados. Habían intentado dar detalles de su luna de miel a toda la familia, especialmente al señor Salomon, y nadie les había hecho ni caso.

—Quizá sí lo hicimos —intervino Kate, algo picada— y no estabas prestando atención.

—Diablos, Kate, pasé mucho tiempo en Ribanova cuando era joven. Estuvimos allí toda la familia. Los abuelos, yo y mi hermano, el chiflado de Bertie.

—El tío Albert no era un chiflado. Era un escritor muy bueno.

—Sí. Genial. Ahí tienes todos los premios que ganó y todo el dinero que te dejó. —Hizo un gesto exagerado con las manos—. En cualquier caso, ése no es el tema. Pero él y yo teníamos amigos en la ciudad… muchos amigos…

—No lo sabía… pensé que simplemente habíais pasado por allí con los abuelos un par de veces, no que hubieseis hecho amistades…

Pero el señor Salomon no la escuchaba. Seguía mirando las fotos, y a Kate le pareció que estaba buscando en ellas el recuerdo de una época perdida para siempre.

—Vaya, si hubiese sabido que ibais a viajar a Ribanova… Toda aquella gente era estupenda, ¿sabes? Ni siquiera sé por qué perdimos el contacto, pero me hubiese gustado tener noticias de ellos. Claro que tal vez estén muertos. El tiempo pasa para todos nosotros. Tu madre… Bertie…

Los ojos se le llenaron de lágrimas, y una de ellas cayó sobre el álbum. Kate se puso nerviosa: no recordaba haber visto llorar a su padre, excepto tras quedarse viudo. Como siempre, Michael recondujo la situación.

—Vamos, Peter, no dramatices… mírate, tú estás como un roble. Seguro que parte de tus amigos de entonces siguen dando guerra por ahí. Tal vez deberías intentar localizar a alguno.

—No sabría ni por dónde empezar.

—Yo sí. ¿Recuerdas algún nombre?

Peter Salomon miró a su yerno con cierta fiereza.

—Pues claro, Michael. No estoy gagá. Al menos, no todavía. Recuerdo a un tipo muy simpático que se hizo amigo de Bertie, Juan Sebastián Arroyo… él tiene que haber muerto, era mayor que yo… luego había un chico… tenía un nombre raro. —Peter Salomon se frotaba la cabeza para ayudarse a recordar, y a Kate le hizo pensar en alguien intentando sacar a un genio encerrado en una lámpara—. Sí, eso es. Marcial de Soto. Su padre era librero. Él y yo salíamos juntos por la ciudad. Oh, Dios mío, ha pasado tanto tiempo que…

Peter Salomon parecía dispuesto a reflexionar otra vez sobre la crueldad de los años transcurridos, pero Michael lo cortó en seco.

—Bueno, pues ya tenemos un comienzo. Podrías escribir al ayuntamiento, o tal vez al diario local, contando que estuviste en la ciudad hace tiempo y que te gustaría localizar a algunas personas. Es un lugar pequeño, no creo que sea tan difícil que puedan ayudarte. Si en un mes no tenemos noticias de tu amigo, me comeré el sombrero. Y, por cierto, ¿por qué fuisteis a parar allí?

—Es una historia complicada. —El modo en el que Peter Salomon se arrellanó en el sillón para ponerse más cómodo dejó claro a Mike que no tenía ningún reparo en contarla—. Fue por culpa de mi padre. Era abogado. Perdió un juicio en el que no debía haberse metido y quería quitarse de en medio. Mi madre, que era española, propuso un viaje por el país, y en Madrid conocimos a alguien que nos animó a pasar en Ribanova parte de las vacaciones para que mi padre pudiese estar tranquilo una temporada. Necesitaba que la gente olvidase lo bobo que había sido defendiendo a un delincuente que no tenía ninguna posibilidad de salvar el pescuezo.

Kate miró a su padre, indignada.

—Tal y como lo cuentas parece que el abuelo Attie era un idiota.

—¡Yo no he dicho eso!

—Pues a mí me ha sonado parecido.

—¡Está bien! Pues cuéntalo tú. Será lo mismo, pero más cursi. A veces me recuerdas a tu tío Bertie, siempre adornando las historias para que pareciesen más bonitas.

Kate no le dijo que aquella frase con la que pretendía amoscarla era para ella todo un cumplido. Se volvió hacia Mike para darle su versión de la historia.

—El abuelo Attie era un abogado excelente. —Peter Salomon resopló, pero Kate prefirió ignorar el gesto—. Tenía muy buena fama, ¿sabes? Ganaba bastante dinero, y de vez en cuando defendía gratis a personas sin recursos. En una ocasión, ocurrió algo horrible en Brighton. Mataron a un tendero para atracarle. Todo el mundo echó la culpa a un aprendiz que trabajaba con él. Era un chico de la calle, criado en el orfanato…

—Una buena pieza, te lo puedes creer —apostilló Peter Salomon—. Yo le conocía, y te aseguro que aquel mozalbete no era ninguna joya.

—Sea como fuere, el chico no había sido. Cuando sucedió el crimen estaba en la otra punta de la ciudad, pero la policía necesitaba echar la culpa a alguien y el pobre muchacho era la víctima perfecta. Estaba solo en el mundo, no tenía amigos y todos lo consideraban un tipo extraño.

—Con razón. Deberías haberlo visto. Miraba raro y no tenía cara de buena persona.

De buena gana Kate hubiese mandado cerrar la boca a su padre para poner coto a sus consideraciones lombrosianas, pero lo único que quería era acabar la historia.

—El caso es que el abuelo Attie asumió su defensa. La abuela me habló mil veces de aquel juicio. Estuvo maravilloso, brillante, convincente…

—Pero no le valió de mucho —continuó Peter—. El chico fue condenado. No había más sospechosos y le tenían ganas. Todo lo que mi padre consiguió fue que al menos le impusiesen una pena moderada. Creo que se pasó quince años en chirona, y tuvo suerte, porque el fiscal pedía la horca. Pero la gente no le perdonó a mi padre que se hubiese prestado a defender a un golfo como aquél. El tendero era un hombre muy popular, y nuestros vecinos consideraron que mi padre estaba ofendiendo su memoria al ayudar a su asesino. Mi familia pagó las consecuencias. Nos rompieron los cristales y rajaron las ruedas de mi bicicleta. Nos echaban basura en el jardín. Bertie y yo tuvimos que pelearnos en el patio con media docena de compañeros que decían que nuestro padre era un criminal… Imagina qué trago para unos niños.

—Y entonces os fuisteis a Ribanova.

—Más o menos. Pasamos unas semanas en la ciudad, y luego volvimos dos o tres veces. Dios, ¿cuánto tiempo hace de todo eso? ¿Sesenta años? Yo era un crío… No sé por qué no me ocupé de mantener el contacto con toda aquella gente.

Meneaba la cabeza, como si no pudiese dar crédito a su propio desapego. Kate se preguntó si, cuando estuviese a punto de ser una anciana, también se reprocharía no haber cuidado de algunos afectos. Una mano de Mike en su hombro la sacó de su reflexión.

—Pues, Peter, ha llegado el momento de arreglar las cosas. Y, al fin y al cabo, cincuenta años no es tanto tiempo. Si no recuerdo mal, la famosa muralla de Ribanova tiene diecisiete siglos…

Aquella misma tarde, al llegar a casa, Peter Salomon se afanó en escribir el borrador de una carta en la que se dirigía a las autoridades de Ribanova en demanda de ayuda para encontrar a su camarada de juventud. Al final de la misiva, algo pomposa, se ascendía a sí mismo elevándose a la categoría de docente universitario.

—Así me harán más caso —explicó a su hija—. Nadie se tomaría demasiadas molestias por un simple profesor de colegio. Yo tampoco, que conste. Pero un catedrático de universidad impone respeto, ¿no crees?

Kate meneó la cabeza. El repentino interés de su padre por recuperar a un viejo amigo al que llevaba años sin recordar la tenía un poco desconcertada pero, como el sensato Michael decía, al menos estaba entretenido. Ahora que no tenía que pasarse el día preocupado por James, parecía no encontrar gran cosa que hacer.

Para sorpresa de Kate y del propio Peter, la respuesta de las autoridades de Ribanova llegó prácticamente a vuelta de correo. Informaban al «doctor» Salomon de que, desdichadamente, Juan Sebastián Arroyo había fallecido a la provecta edad de noventa y un años, pero que Marcial de Soto seguía vivo y coleando y regentaba el negocio familiar. No contentos con las amables pesquisas, la concejalía de cultura de la ciudad invitaba al «doctor» Salomon a visitar Ribanova cuando encontrase un hueco en sus ocupaciones en la Universidad de Oxford.

—¿Oxford? —gimió Kate—, ¿les has contado que eres profesor en Oxford?

—Bueno, la verdad es que no recuerdo muy bien lo que les dije. Y de todas formas estuve en Oxford.

—Oh, claro, haciendo un curso de tres meses…

—¿Y crees que a esa gente le importa mucho cuánto tiempo me quedé allí?

Peter Salomon poseía ese tipo de tozudez pétrea que vuelve inútil cualquier debate, y la edad había ido agriándole el carácter hasta el punto de que su familia prefería no discutir con él. Había decidido aceptar aquella invitación y nadie iba a disuadirlo de ello. Michael insistió en que no pidiese ayuda para los gastos de viaje, como pensaba hacer el supuesto catedrático de Oxford, y le compró un billete de avión a Madrid y un pasaje de tren hasta la ciudad. A Kate le inquietaba que su padre viajase solo —tenía setenta años—, pero no encontraba ningún motivo para impedirlo. Además, es difícil prohibir algo a un hombre lúcido que ha tomado una decisión, y ni ella ni mucho menos James —que se hallaba muy ocupado con su negocio y con una chica a la que había conocido— estaban en condiciones de acompañarlo en su aventura. Así pues, le dejaron marchar.

Peter Salomon tenía intención de permanecer diez días en Ribanova, pero se quedó más de tres semanas. Tal como se apresuró a contar a sus hijos, su amigo de la infancia le había recibido con los brazos abiertos. Ya instalado, escribió a Kate una carta larguísima y algo empalagosa en la que hablaba de lo milagroso que era, a su edad, encontrar intactos los afectos y los lugares: «Todo está como lo dejé la última vez. Es como si el tiempo no hubiese transcurrido. Varios de mis amigos siguen por aquí, y he conocido a alguna gente interesante».

A Kate le extrañó aquella declaración, sobre todo viniendo del hosco y silencioso Peter Salomon, que era más bien poco dado a confraternizar con desconocidos. Pero, en cualquier caso, le alegraba el saber que su padre estaba disfrutando. No parece que a partir de cierta edad un hombre tenga muchas ocasiones para pasarlo verdaderamente bien.

Peter Salomon regresó a Brighton por Navidad, justo a tiempo de enterarse de que James se había prometido con la muchacha con la que llevaba un tiempo saliendo. Se llamaba Lotta y Kate no sabía si le gustaba o no, pero eso tampoco era importante: si James se casaba, y más si lo hacía con una chica «normal» —ésa era la definición de una de las tías Salomon, para quien los seres humanos sólo podían ser normales o potencialmente peligrosos—, sería más sencillo mantenerle en el buen camino. La boda se fijó para mediados de mayo, pero, a diferencia de cuando Kate se comprometió, esta vez no hubo ningún trajín en la residencia Salomon. Lotta y su madre querían ocuparse de todo, y dejaron claro que no esperaban de la familia de su novio más colaboración que la entrega del correspondiente cheque para cubrir los gastos.

—Entonces ¿qué demonios pinto yo aquí? —gruñó Peter Salomon.

—¿Qué quieres decir? —Kate, que estaba encantada de no tener que ejercer de hermana mayor en las tareas prenupciales, no entendía por qué su padre estaba de tan pésimo humor.

—Que si no me necesitan para nada, tal vez debería marcharme.

Kate abrió mucho los ojos.

—¿Adónde?

—A Ribanova. —Peter Salomon desvió la mirada—. Oh, Kate, me muero de asco en Brighton. Se me cae la casa encima. No me había dado cuenta de lo condenadamente aburrida que es esta ciudad. Pensé que mi presencia era necesaria con todo ese lío de la boda, pero Lotta y ese loro que tiene por madre…

—¡Papá!

—¡Qué! Es una cacatúa, no digas que no lo has pensado. Un viejo pajarraco que sólo sabe comprar cosas caras y pasarme la cuenta. Bueno, pues que se vayan todos al cuerno. Me largo otra vez. No soporto esto, ¿sabes? La… la humedad del mar me está comiendo los huesos.

Kate no dijo a su padre que Ribanova no le había parecido precisamente un lugar cálido y seco. Miró al viejo, que tenía los ojos empañados, y se dijo que todo el mundo tiene derecho a elegir su camino.

—Bueno, pues vete.

—¿Te parece bien?

Kate, que no era muy aficionada a expresiones de afecto, tomó a su padre de la mano.

—Papá… si alguna ventaja tiene hacerse viejo, es que se supone que uno puede hacer lo que quiere. Ve a Ribanova, o a donde te venga en gana. Eso sí, procura volver para la ceremonia. No sé qué tal le sentaría a James que te perdieses su boda…

Peter Salomon regresó a Brighton para ver casarse a su hijo, pero sólo estuvo quince días en la ciudad: por alguna razón había empezado a considerar que su casa estaba a muchos kilómetros de allí. James no le dio importancia —estaba demasiado ocupado organizando su propio futuro—, y en cuanto a Kate, intentaba convencerse de que no había ningún mal en que su padre cambiase de vida. La muerte de su esposa y su jubilación habían hecho de él un ser solitario. Tenía pocos amigos y muy escasas aficiones, exceptuando sus libros de historia y el gusto por caminar, y eso era algo que podía hacer en cualquier sitio. Pero, a pesar de su sensatez y aunque no se lo dijo a nadie —ni siquiera a Michael—, a Kate le daba un poco de pena la facilidad con la que su padre había roto amarras no sólo con su vida anterior, sino también con sus hijos. Con ella. Se preguntó si no tenía una parte de culpa. No había sido una hija muy entregada ni muy afectuosa. La habían enviado a un internado cuando tenía catorce años, y aquello había servido para hacerla independiente y distanciarla de su familia, al menos desde el punto de vista emocional. Quería mucho a sus padres, pero no los necesitaba. Cuando, tras morir su madre, dejó Londres para instalarse en Brighton y ocuparse de los problemas de los suyos, no lo había hecho por cariño, sino por un acendrado sentido del deber. Bueno, se dijo, misión cumplida. Su hermano estaba enderezado, y su padre volaba solo. Era evidente que su sacrificio había merecido la pena, y al decirse eso volvió a acordarse de Forster Smith, pero fue sólo un segundo. Kate Salomon no se hubiese permitido nada más que eso.

Las estancias de Peter Salomon en Ribanova se fueron alargando hasta que se instaló allí. Lotta, la mujer de James, sugirió entonces que tal vez sería mejor que ellos dos se mudasen a la bonita casa victoriana que había pertenecido a la familia Salomon: tenían una niña de un año y otro bebé en camino, el piso que ocupaban se les quedaba muy pequeño y, después de todo, las casas vacías acaban deteriorándose. Kate Salomon entendió que lo único que quedaba de la herencia paterna —pues el resto había ido a parar al negocio y el apartamento de James— iba a acabar también en manos de su hermano, pero no dijo nada. Sólo puso como condición que el dormitorio de su padre se mantuviese como estaba, para que siempre tuviese un sitio al que volver. Lotta hizo muchos aspavientos para decir que nunca en la vida se le hubiese ocurrido mover ni una silla de la habitación de su suegro. Luego, cuando ya habían tomado posesión de la vivienda, desmontó el cuarto para transformarlo en un vestidor y trasladó las cosas de Peter Salomon a una especie de trastero que pomposamente bautizó como habitación de los huéspedes.

Fue Michael quien, cuando Peter Salomon llevaba ya dos años instalado en Ribanova, convenció a Kate para hacerle una visita.

—¿Estás seguro de que quiere que vayamos por allí? Nunca nos ha invitado…

—Caramba, Kate, es tu padre. No creo que necesites una invitación. Tú sólo dile que vamos a ir a verle. Se alegrará, ya lo verás.

Kate no estaba tan segura. Su padre había limitado el contacto con ellos al mínimo imprescindible (una llamada al mes, casi siempre llena de prisa con la excusa del elevado precio de las conferencias internacionales) y alguna carta de vez en cuando. Toda la familia pensaba que Peter Salomon se había vuelto loco: «¿Qué clase de sitio es Ribanova?». «¿Qué está haciendo allí exactamente?». «¿A qué viene eso de largarse de la noche a la mañana, como si estuviese solo en el mundo?». Kate intentaba defender a su padre con muy poca convicción. No, ella tampoco entendía aquella mudanza. Y sí, ella también se sentía desconcertada y algo dolida. Había apoyado a su padre en la aventura española porque estaba convencida de que aquello era un capricho, una chochez de vejete aburrido. Pero dos años eran tiempo suficiente como para entender que lo de su padre nada tenía que ver con una ventolera: se había mudado a una ciudad situada a cuatro mil kilómetros del lugar donde vivían los suyos y no parecía tener intención de volver. Y sí, ella era una mujer generosa, una hija ecuánime, una persona tolerante. Pero lo que había hecho su padre no estaba bien.

Aceptó viajar a Ribanova sólo porque Michael insistió. Llegó a la ciudad enfadada con él y enfurruñada consigo misma por no haber sabido resistirse a aquella visita. Michael había reservado una habitación en el mismo hotel en el que se habían hospedado durante su viaje de novios, pero Kate no estaba de humor para hacer sitio a la nostalgia.

—Por supuesto, papá ni siquiera ha hablado de la posibilidad de alojarnos en su casa…

—Oh, Kate, por Dios… ¿de verdad quieres que un anciano tenga que organizar la estancia de dos personas? Ni siquiera sabemos si tiene habitación para las visitas.

—Sí, ésa es otra… no tengo ni idea de dónde vive. Ay, Michael, esto ha sido un error…

Él le cogió la cara con las dos manos y le dio un beso en la frente.

—No lo creo. Y ahora, vamos a dormir.

Era muy tarde. El tren les había dejado en la estación pasadas las once de la noche, y habían llegado al Hotel Almirante en medio de una lluvia fina y gris que se intensificó hasta convertirse en un auténtico aguacero, que Kate escuchó estrellarse en los postigos de la ventana hasta que se quedó dormida.

Al día siguiente, cuando bajaron a la recepción, a Kate le costó reconocer a su padre en el hombre juvenil que les estaba esperando. Había perdido unos cuantos kilos, lucía una barba blanca y perfectamente recortada, y llevaba en la mano el bastón que se había negado tercamente a usar durante años, a pesar de que al andar renqueaba un poco. Tenía el pelo impecablemente cuidado, lucía un bonito traje oscuro y olía a agua de Parma. Kate se sobresaltó al notar el aroma: nunca, hasta entonces, había querido su padre usar perfume. La abrazó afectuosamente pero sin dramatismos, como si en lugar de no haberla visto en dos años hubiesen estado comiendo juntos la semana anterior.

—Vaya, Kate, has engordado un poco. —Le tiró de la nariz—. Ya era hora, ¿eh, Mike?

Ella no dijo nada. Sólo le miró. Notó la buena salud que irradiaba su padre, el excelente humor que exhibía, el brillo desconocido de sus ojos tristones, el olor del agua de colonia que llevaba en el cuello. No, no conocía a aquel hombre, pero le gustaba, porque a Kate Salomon siempre le habían gustado las personas felices. Y entonces se echó a llorar.

Ella y Mike pasaron unos días muy agradables en la ciudad. Su padre fue un anfitrión estupendo, pero Kate se dio cuenta de que intentaba poner cierta distancia: estaba dispuesto a atender espléndidamente a su hija y a su yerno, pero no a consentir que interfiriesen en su vida. Tuvieron que sacarle a la fuerza alguna información sobre el lugar donde vivía —un apartamento en la zona vieja por el que pagaba una cantidad muy prudente— y sólo a regañadientes consintió en presentarles a alguno de sus amigos: un médico jubilado, un anciano músico de la banda municipal y el famoso Marcial de Soto, propietario de la librería de la Plaza Mayor, un hombre adorable en su timidez al que Kate hubiese querido llegar a conocer mejor. La víspera de su marcha, Peter Salomon invitó a su hija y a su yerno a cenar opíparamente en el suntuoso comedor del Hotel Almirante. Comieron zamburiñas gratinadas, crema de mariscos de concha, pularda rellena de castañas y una tarta de hojaldre y crema de la que Mike se sirvió dos veces. Mientras tomaban el café, Kate se dijo que era el momento de indagar en los planes de su padre.

—Bueno, ¿qué vas a hacer?

Peter Salomon había encendido un cigarro. Fumaba en tan raras ocasiones que Kate ni siquiera se sentía con derecho a llamarle la atención.

—¿Qué voy a hacer con respecto a qué? No te entiendo, Kate.

Ella respiró hondo.

—Papá… me encanta que estés tan contento aquí, pero… no sé, tienes una familia…

—Ya lo sé. Una familia que no me necesita para nada.

—¡Eso no es justo!

—Me importa un bledo si es justo o no. James va a lo suyo y tiene una mujer a la que no soporto. En cuanto a ti, ya sé que me quieres mucho y todo eso, pero espera a que me convierta en un verdadero engorro y ya verás cómo te alegras de que haya puesto tierra por medio. Está decidido. Voy a quedarme aquí. Eres una buena hija y tienes la obligación de interesarte por tu padre, pero ya has cumplido. —Se volvió hacia Mike—. Me ha gustado mucho veros, os agradezco que hayáis viajado hasta aquí, pero no tenéis por qué preocuparos.

Y, con las mismas, encendió otro pitillo y se sirvió un oporto de una preciosa botella de cristal que acababan de traerles a la mesa. Durante mucho tiempo, Kate lo recordaría así, con cierto aire de dandi, dando caladas a un cigarro rubio y sorbitos impasibles a su copa de vino dulce, mientras su hija se debatía entre los deseos de propinar un bofetón a su propio padre o echarse a llorar. No hizo ni una cosa ni la otra. Se quedó allí, con él y con Mike, hablando de bobadas, mientras Peter Salomon insistía en que tenía que probar el oporto y su marido le daba amistosas pataditas por debajo de la mesa.

Al día siguiente se marchó de Ribanova con una profunda sensación de derrota.

Por supuesto, James recibió con mal disimulada alegría la noticia del exilio voluntario de su padre. Desde que tomara posesión de su casa vivía con la inquietud de que el autor de sus días pudiese volver para reclamar la propiedad, y le tranquilizó saber que estaba decidido a quedarse en Ribanova. En cuanto a Kate, optó por aceptar lo inevitable y no volvió a hablar con Peter Salomon de la posibilidad del regreso.