XXVII

Nunca como en estas circunstancias puede emplearse con mayor propiedad la frase naufragar en el puerto; y habrá que permitirme que me sirva de ella: y sin embargo, de que un buque naufrague a la vista del puerto, no es preciso deducir que esté perdido. Convengo en que, en el supuesto de que sean ineficaces mis gestiones y las de mis compañeros de viaje, la libertad de Kinko estará comprometida; pero vive, y esto es lo esencial.

Lo importante es no perder un momento, porque si bien la policía china deja mucho que desear, por lo menos es pronta y expedita. Tan pronto cogido, tan pronto colgado; y ni en figura es posible que se cuelgue a Kinko.

Ofrezco el brazo a la señorita Zinca, la conduzco a mi carruaje, que rápidamente nos lleva al Hotel de los Diez Mil Sueños. Allí me encuentro al mayor Noltitz y a los señores Caterna, y para más dicha a Pan-Chao sin el doctor Tio-King aquella vez. El joven chino tendrá mucho gusto en ser nuestro intérprete cerca de las autoridades chinas.

Entonces, y en presencia de la desconsolada Zinca, comunico a mis compañeros todo lo relativo al rumano; en qué condiciones ha viajado y cómo le conocí en el camino. Les hago presente que si bien ha defraudado a la Compañía del ferrocarril del Gran Transasiático, gracias a este fraude pudo tomar el tren en Ouzoun-Ada, y si no le hubiese tomado, estaríamos actualmente en los abismos del valle Tjou…

Después detallo los hechos que yo sólo conozco: cómo yo sorprendí al bandido Faruskiar en el momento en que iba a consumar su crimen; y cómo Kinko, con peligro de su vida y sangre fría y valor sobrehumanos, cargando de combustible el hogar de la locomotora, echándose sobre las válvulas, consiguió detener el tren, haciendo estallar la máquina.

¡Qué explosión de ¡oh! y ¡ah! exclamativos cuando he acabado mi relación! Caterna no puede contener un ímpetu de gratitud un tanto teatral, y grita:

—¡Hurra por Kinko! ¡merece una condecoración!

Mientras el Hijo del Cielo acuerda conceder a este héroe un dragón verde, la señora Caterna coge las manos de Zinca, la atrae a su pecho, la besa sin poder detener sus lágrimas, como si estuviese representando una escena. Aquello era el capítulo final de una novela de amores…

Pero vamos a lo más importante, y cómo grita el señor Caterna… ¡Todo el mundo en escena para el quinto acto! Este quinto acto del obligado desenlace en los dramas.

—No podemos dejar condenar a ese bravo mozo, dice el Mayor Noltitz. Es preciso que vayamos a ver al director del Gran Transasiático, que en cuanto conozca los hechos, será el primero en interponer su influencia.

—Sin duda, he dicho, porque no se puede poner en duda que Kinko, al salvar el tren, ha salvado a todos los viajeros…

—Y el tesoro imperial, añade Caterna. Los millones de S. M…

—Nada más cierto, dice Pan-Chao. Pero, por desgracia, Kinko ha caído en manos de la policía… le han conducido a una prisión, y es muy difícil salir de una prisión china.

—Vamos, pues… Corramos a casa del director de la Compañía, he respondido.

—Vamos a ver, dice la señora Caterna: ¿no podríamos entre todos pagar el precio del billete del joven?

—Tal proposición te honra mucho, Carolina, exclama el actor llevándose la mano al pecho.

—Señores, dice Zinca con los ojos llenos de lágrimas. Salven ustedes a mi novio. ¡Qué no le condenen, por Dios!

—Sí… niña, sí, corazón mío, se le salvará; y si es preciso, hasta daremos una función en beneficio suyo, dice la señora Caterna.

—¡Bravo, Carolina, bravo!, exclama su marido aplaudiendo con el vigor de un jefe de claque.

Dejamos a la joven entregada a las caricias tan exageradas como sinceras de la excelente actriz. Esta no quiere abandonarla, declarando que la considera como a una hija y que la defenderá como una madre, Pan-Chao, el Mayor Noltitz, el señor Caterna y yo volvemos a la estación, donde están las oficinas del director del Gran Transasiático.

El director está en su despacho, y a la petición de Pan-Chao se nos introduce junto a él.

Es un chino, en toda la acepción de la palabra, capaz de todas las chinerías administrativas. Un funcionario que funciona, creedlo, y que supera en esto a sus colegas de la vieja Europa.

Pan-Chao le refiere el asunto; y como el director comprende bastante bien el ruso, el Mayor y yo pudimos tomar parte en la discusión. ¡Sí! Porque la hubo… Aquel inverosímil chino no vacila en sostener que el caso de Kinko es de los más graves… ¡Un fraude efectuado en tales condiciones!… ¡En un trayecto de seis mil kilómetros!… ¡Una defraudación que perjudica a la Compañía y a sus accionistas en mil francos!

A este chino le respondemos que todo es verdad, pero que considerase cual no hubiese sido la pérdida si el defraudador no estuviera en el tren, puesto que, con riesgo de su vida, había salvado, no tan sólo el material, sino también la vida de los viajeros…

Pues bien: ¿creerán ustedes que este hombre, que parece un mono de porcelana, nos da a entender que desde cierto punto de vista mejor hubiese sido tener que lamentar la muerte de cien víctimas?

Sí… Conocemos el sistema; perezcan las colonias y todos los viajeros de un tren, antes que un príncipe.

En suma, que nada hemos podido obtener: la justicia seguirá su procedimiento contra Kinko el defraudador.

Al retirarnos, Caterna se despachó a su gusto vertiendo sobre aquel imbécil todo su vocabulario de marina y bastidores. ¿Qué hacer?

—Señores, dice Pan-Chao. Sé cómo pasan las cosas en Pekín y en el Celeste Imperio. Entre la detención de Kinko y su comparecencia ante el juez del distrito, encargado de conocer de estos delitos, no transcurrirán dos horas; y no solamente será condenado a prisión, sino también a la paliza.

—¡La paliza! ¿Cómo aquel idiota Zizel de Si j’etais Roil? —exclama el actor.

—Precisamente, responde Pan-Chao.

—¡Hay que impedir esa ignominia! —dice el Mayor Noltitz.

—Lo intentaremos, al menos, responde Pan-Chao. En mi opinión debemos comparecer ante el tribunal, donde intentaré defender al novio de la encantadora rumana. Y que pierda yo la fazz[12] si no le saco del trance con bien.

Indudablemente es el mejor partido que podemos adoptar. Salimos de la estación, tomamos por asalto un vehículo, y en veinte minutos llegamos ante la casuca donde funciona el tribunal del distrito.

Rápidamente ha circulado la noticia de que un hombre metido en un cajón ha hecho gratis el viaje de Tifus a Pekín. La muchedumbre se agolpa. Todos quieren verle. No saben que se trata de un héroe.

Allí estaba nuestro valiente compañero, entre dos agentes amarillos como el membrillo. Aquellos dos hombres, que parecen dos dogos, están dispuestos a la orden del juez, a volverse a llevar a la prisión a Kinko, y allí, en cumplimiento de la sentencia, a aplicarle algunas docenas de palos en las plantas de los pies, si es condenado a esta aflictiva pena.

Me asombra que un muchacho tan enérgico como Kinko se halle en este momento tan cariacontecido y tristón; pero en cuanto nos ve, su cara se ilumina con un rayo de esperanza.

El conductor del camión, apoyado con el testimonio de los agentes, cuenta lo sucedido a un pobre hombre que usa anteojos y que mueve la cabeza con un aire poco tranquilizador para el acusado, el cual, por su parte, tan inocente como un recién nacido, no puede defenderse, puesto que no sabe una palabra de chino. En este momento comparece Pan-Chao.

Nuestro compañero es hijo de un rico comerciante de Pekín, acreditado proveedor de los depósitos de té de Toung-Tien y de Soung-Foug-Cao. Los movimientos de cabeza del juez se acentúan de una manera más simpática.

¡Oh qué ingenioso y conmovedor se muestra nuestro joven abogado! Cautiva al juez, conmueve al auditorio con la relación de aquel viaje cuyas peripecias narra, y ofrece reembolsar a la Compañía lo que se la debe…

Desgraciadamente el juez no puede consentir en ello… Ha habido, no sólo un daño material, sino un daño moral…

Pan-Chao cobra nuevos ánimos, y por más que no comprendemos nada de su discurso, adivinamos que habla del valor de Kinko, del heroísmo desplegado en obsequio de los viajeros, y, en fin, como supremo argumento expone que su cliente ha salvado el tesoro imperial.

¡Inútil elocuencia! No hay argumentos de fuerza ante juez tan despiadado, que en el transcurso de su larga carrera no ha absuelto a diez acusados. Tiene la bondad de perdonar la paliza al delincuente, pero le condena a seis meses de prisión, a más de la indemnización de daños y perjuicios a la Compañía del Gran Transasiático. Después, a una señal de aquella máquina de condenar, se llevan al pobre Kinko.

No se apiaden los lectores de El Siglo XX de la suerte del rumano. Aunque con esto pierda yo cien líneas de crónica, prefiero decir desde luego que todo se ha arreglado.

Al siguiente día Kinko hace su entrada triunfal en la casa de la Avenida Cha-Coua, donde nos hallábamos todos, y donde la señora Caterna prodigaba sus maternales consuelos a la desgraciada Zinca Klork.

Los periódicos habían tomado por su cuenta aquel asunto; el Chi-Bao, de Pekín, y el Chinese-Times, de Tien-Tsin, habían solicitado la gracia del indulto para el joven rumano. Aquellas fervientes súplicas llegaron a los mismos pies del Hijo del Cielo, y hasta a los oídos imperiales. Por otra parte, Pan-Chao hizo llegar a su Majestad una exposición relatando los incidentes del viaje e insistiendo sobre el argumento de que sin la abnegación de Kinko, el oro y las piedras preciosas del tesoro hubieran caído en poder de Faruskiar y su gente; y ¡vive Buda! que esto vale otra cosa que seis meses de prisión.

Sí; esto valía quince mil taels, es decir, más de cien mil francos, y en un rasgo de generosidad el Hijo del Cielo acababa de remitírselos, con el indulto, a Kinko.

Renuncio a describir la felicidad que la noticia, llevada por Kinko, causa a todos sus amigos, y en particular a la linda Zinca Klork. No hay lenguaje con que explicar estas cosas, aunque sea valiéndose de la lengua china, tan abundante en inverosímiles metáforas.

Los suscriptores de El Siglo XX van a permitir ahora que dé las últimas noticias que tengo respecto a los compañeros de viaje, cuyos nombres han figurado en mi cartera de corresponsal.

Números 1 y 2. Fulk Ephrinell y miss Horacia Bluett: no habiendo podido llegar a un arreglo sobre el tanto por ciento estipulado en su asociación matrimonial, se han divorciado tres días después de su llegada a Pekín. Es lo mismo que si su matrimonio no se hubiera celebrado, y la señora Ephrinell se ha quedado en señorita Bluett. ¡Quiera Dios que la seca inglesa pueda cosechar todas las cabelleras chinas, y el corredor pueda llenar todos los palacios del Celeste Imperio con sus dientes artificiales!

Número 3. El Mayor Noltitz. Se ocupa en las obras de un Hospicio que ha venido a fundar en Pekín, por cuenta del Gobierno ruso; y cuando ha llegado la hora de separarnos, ha comprendido que dejaba un verdadero amigo en estos lejanos países.

Números 4 y 5. Señores Caterna. Al cabo de tres semanas de permanencia en la capital del Celeste Imperio, el simpático actor y la encantadora actriz han partido para Sanghai, donde actualmente hacen las delicias de la colonia francesa.

Número 6. El barón Weissschnitzerdörfer, cuyo apellido inconmensurable escribo por última vez. No solamente este andarín del globo ha perdido el paquebot en Tien-Tsin, sino que un mes después ha perdido el de Yokohama; seis semanas después ha naufragado cerca del litoral de la Colombia Inglesa, y, por último, después de haber sufrido un descarrilamiento en la línea de San Francisco a Nueva York, ha dado la vuelta al mundo en ciento ochenta y siete días, en vez de treinta y nueve.

Números 9 y 10, Pan-Chao y el doctor Tio-King. ¿Qué os diré sino que Pan-Chao es siempre el parisién que conocéis, y que cuando viene a Francia comemos juntos en casa de Durand o en casa de Marguery? En cuanto al doctor, no ha llegado a comer más que una yema de huevo por día, como su maestro Cornaro, el noble veneciano cuyo ejemplo espera seguir, viviendo hasta los ciento dos años.

Número 8, sir Francis Trevellyan, y número 12, señor Faruskiar. No he vuelto a ver al primero, que me debe una satisfacción por lo del cigarro, ni del otro he oído decir que le hayan colgado. Sin duda el ilustre bandido habrá presentado su dimisión de administrador del Gran Transasiático, y continuará su fructuosa carrera por las provincias mogólicas.

Por fin, Kinko, mi número 11. No necesito deciros que mi número 11 se ha casado con la señorita Zinca; que la boda se ha celebrado con gran fausto. Todos hemos asistido a ella, y si el Hijo del Cielo dotó espléndidamente a Kinko, la joven rumana ha recibido un magnífico regalo de los viajeros del tren salvados por su novio.

He aquí la fiel narración de este viaje: he puesto cuanto he podido de mi parte para llenar mis deberes de corresponsal, y quiera Dios que la dirección de El Siglo XX se declare satisfecha, no obstante las torpezas que se saben.

En cuanto a mí, os diré que después de permanecer tres semanas en Pekín, he vuelto a Francia por mar.

Réstame ahora hacer una confesión penosa para mi amor propio: al día siguiente de mi llegada a la capital del Celeste Imperio, he recibido un telegrama, de contestación al mío de Lan-Tcheou, y concebido en los siguientes términos:

«Claudio Bombarnac. Pekín, China. —Dirección Siglo xx encarga su corresponsal Claudio Bombarnac presente cumplimientos y homenajes a heroico Faruskiar».

Pero siempre he sostenido que tal despacho no llegó a su destinatario, lo que me ha ahorrado la enojosa respuesta.