—¡Pekín!… ¡Todo el mundo a tierra! —grita Popof.
El señor Caterna, con un gracejo puramente parisién, responde: —Vamos… ¡si será broma!
Todo el mundo baja. Son las cuatro de la tarde.
Para gentes fatigadas por trescientas doce horas de viaje, no es éste el momento de ir a recorrer la población, es decir, las cuatro poblaciones encajonadas unas en otras. Por otra parte, como he de permanecer durante algunas semanas en esta capital, tengo tiempo sobrado para visitarla.
Lo esencial es hallar una fonda donde se encuentre un alojamiento pasable. Según los informes, hay lugar de creer que el Hotel de los Diez Mil Sueños, próximo a la estación, nos proporcionará un albergue en relación con nuestras costumbres occidentales.
Dejo para el siguiente día mi visita a la señorita Zinca Klork. Iré a su casa antes que la caja le haya sido enviada, y demasiado pronto, ¡pues que será para darle la noticia de la muerte de su novio!
El Mayor Noltitz se albergará en el mismo hotel que yo. No tengo, pues, que despedirme de él, como tampoco de los señores Caterna, que cuentan con permanecer aquí quince días antes de partir para Shangai. En cuanto a Pan-Chao y al doctor Tio-King, un carruaje les espera para conducirles al yamen, habitado por la familia del joven chino. Mas nos volveremos a ver. Unos amigos no se separan con un simple adiós, y el apretón de manos que le doy al bajar del vagón, no será el último.
El señor y la señora Ephrinell muestran gran prisa por abandonar la estación, a fin de dedicarse a sus negocios, que les obligan a buscar alojamiento en el barrio del comercio de la ciudad china. Pero, al menos, no se irán sin recibir nuestra despedida. Así, pues, el Mayor y yo nos acercamos a esta amable pareja, y cambiamos los cumplidos propios del caso.
—¡Al fin, digo a Fulk Ephrinell, las cuarenta y dos cajas de la casa Strong-Búlbul and Co. han llegado a buen puerto! Poco ha faltado para que la explosión de la locomotora haya roto vuestros dientes artificiales…
—Es verdad, señor Bombarnac, responde el americano; de buena se han escapado mis dientes. ¡Qué de aventuras desde nuestra salida de Tifus! Decididamente, este viaje ha sido menos monótono de lo que yo imaginaba.
—Y además, añade el Mayor; que se ha casado usted en el camino… si no me engaño.
—Wait a bit! —dice el yankee en un tono singular… Con permiso… Tenemos mucha prisa.
—No queremos deteneros, señor Ephrinell, he respondido; y tanto a mistress Ephrinell como a usted, les decimos: Si ustedes lo permiten, ¡hasta la vista!
—¡Hasta la vista! —responde esta inglesa americanizada, más seca aún a la llegada que en la partida. Después, volviéndose, añadió:
—Yo no puedo esperar, señor Ephrinell.
—Ni yo, mistress, responde el yankee.
—¡Señor!… ¡Mistress!… ¡Vamos! ¡Ya no se llaman Fulk y Horacia!
Y entonces, sin que él la ofrezca el brazo, franquean la puerta de salida. Me parece que el corredor toma la derecha, mientras que la corredora toma la izquierda. Después de todo, así lo exige su negocio.
Queda mi número 8, sir Francis Trevellyand, el personaje mudo, que no ha dicho una sola palabra en esta comedia, quiero decir, durante todo el viaje. Desearía oír el metal de su voz, aunque no fuese más que un segundo.
¿Eh?… Si no me engaño, me parece que esa ocasión va a presentarse ahora mismo.
En efecto: el flemático gentleman está allí, paseando su mirada desdeñosa por los vagones. Acaba de sacar un cigarro de su petaca de piel amarilla. Mas cuando saca su caja de cerillas, nota que está vacía.
Precisamente tengo encendido mi cigarro, un excelente londres elegido, y le fumo con la beatífica satisfacción de un fumador, con el sentimiento de un hombre que no encontrará cosa parecida en toda la China.
Sir Francis Trevellyand ha visto lumbre en la punta de mi cigarro, y avanza hacia mí.
Pienso que me va a pedir fuego, o lumbre, como dicen los ingleses, y espero el some light tradicional.
El gentleman se limita a tender su mano, y, maquinalmente, le presento mi cigarro.
Le coge con el pulgar y el índice, hace caer la blanca ceniza, y enciende el suyo; y pienso entonces que si no he oído el some light, voy a oír el thank you, sir.
Nada. Después de dar algunas chupadas a su cigarro, sir Francis Trevellyand arroja negligentemente el mío sobre el andén. Después, sin saludar, se aleja con paso mesurado, y abandona la estación.
¡Cómo! ¿No le ha dicho usted nada? No. Quedo como un estúpido. No he tenido ni una palabra, ni un gesto. He quedado completamente estupefacto ante esta impolítica ultrabritánica, mientras el Mayor Noltitz no ha podido contener una franca carcajada.
—¡Ah!… ¡Si vuelvo a encontrar a este gentleman! ¡Pero nunca he vuelto a ver a sir Francisc Trevellyand de Trevellyand-Hall Trevyllanshire!
Media hora después estamos instalados en el Hotel de los Diez Mil Sueños. Allí se nos sirve una comida confeccionada conforme a las reglas de la inverosímil cocina celeste. Terminada la comida, desde la segunda vigilia, para emplear el lenguaje chino, acostados en lechos demasiado estrechos y en cuartos poco confortables, nos dormimos, no con el sueño del justo, pero sí con el sueño de los derrengados, que es lo mismo.
No me despierto antes de las diez, y tal vez hubiese dormido toda la mañana, a no acordarme que tenía un deber que cumplir. ¡Y qué deber! Ir a la Avenida Cha-Coua, antes que la funesta caja haya sido remitida a su destinatario, la señorita Zinca Klork.
Me levanto, pues. ¡Ah! Si Kinko no hubiese sucumbido, yo volvería a la estación; hubiera asistido, como le había prometido, a la descarga del cajón: hubiera vigilado para qué fuese acondicionado como era menester sobre el camión; le hubiera acompañado hasta la Avenida Cha-Coua; yo mismo hubiera ayudado a transportarle a la habitación de la señorita Zinca Klork. ¡Y qué doble explosión de alegría cuando el prometido saltasé por la tapa para caer en los brazos de la linda rumana!
Pero no. Y aunque la caja llegará, llegará vacía: ¡vacía como un corazón del que toda la sangre ha escapado!
Salgo del Hotel de los Diez Mil Sueños hacia las once; llamo al conductor de uno de esos carruajes chinos, que parecen palanquines con ruedas; le doy las señas de la señorita Zinca Klork, y heme en camino.
Ya se sabe que entre las dieciocho provincias de la China, la de Pet-chili ocupa la posición septentrional. Formada de nueve departamentos, tiene por capital a Pekín, o de otro modo, Chim Kin-Fo, nombre que significa «ciudad de primer orden que obedece al cielo».
No sé si esta capital obedece realmente al cielo; pero sí sé que obedece a las leyes de la geometría rectilínea. Hay cuatro villas cuadradas o rectangulares, unas en otras; la villa China, qué contiene la villa Tártara; la que contiene la villa Amarilla o Houng-Tching; la que contiene la villa Roja, o Tsen-Kai-Tchirtg, es decir, la villa prohibida.
En este recinto simétrico de seis leguas, hay más de dos millones de habitantes, tártaros o chinos, llamados los germanos del Oriente, sin hablar de algunos millares de mogoles y de tibetanos.
Que hay un numeroso va y viene de pasajeros por las calles, lo conozco en los obstáculos que mi carruaje encuentra a cada paso; mercaderes ambulantes, carretas pesadamente cargadas, mandarines con su brillante séquito. Y no hablo de esos abominables perros vagabundos, mitad chacales, mitad lobos, pelados, de mirada traidora, fauces amenazadoras, que no tienen más alimento que inmundos desperdicios, y que aborrecen a los extranjeros. Afortunadamente no voy a pie, y no tengo nada que hacer ni en la villa Roja, donde está prohibido penetrar, ni en la villa Amarilla, ni tampoco en la Tártara.
La villa China forma un paralelogramo rectangular, dividido de Norte a Sur por la Gran Avenida, yendo de la puerta Houng-Ting a la puerta Tien, y atravesado de Este a Oeste por la Avenida Cha-Coua, que va de la puerta de este nombre a la puerta Couan-Tsa. Con esta indicación nada más fácil que encontrar la morada de la señorita Zinca Klork, pero nada menos cómodo que dirigirse a ella, teniendo en cuenta los obstáculos de las calles de este primer recinto. En fin, un poco antes del mediodía llego a mi destino. El carruaje se detiene delante de una casa de modesta apariencia, que está ocupada por artistas que trabajan en su casa, la mayor parte de los cuales son extranjeros, según indican los rótulos.
En el primer piso, cuyas ventanas dan a la Avenida, es donde vive la joven rumana, la que, no debe olvidarse, después de haber aprendido su oficio de modista en París, ha venido a ejercerlo en Pekín, donde ya ha conseguido cierta clientela.
Subo a este primer piso. Leo en la puerta el nombre de la señorita Zinca Klork. Llamo. Me abren.
Héme en presencia de una joven verdaderamente encantadora, como decía Kinko. Es una rubia de veintidós a veintitrés años, con ojos negros de tipo rumano, cuerpo agradable y fisonomía graciosa y sonriente. En efecto: ¿no está Zinca informada de que el tren del Gran Transasiático está en la estación desde la víspera por la tarde, a pesar de las peripecias del viaje, y no espera a su prometido de un momento a otro?
¡Y yo… con solo una palabra, voy a desterrar esta alegría, a hacer desaparecer esta sonrisa!
La señorita Zinca Klork queda muy sorprendida al ver a un extraño en el umbral de su puerta. Como ha vivido algunos años en Francia, no tarde en conocer que soy francés, y me pregunta qué es lo que la proporciona el placer de verme.
Es preciso que medite bien mis palabras, porque con mis revelaciones acaso podría causar hasta la muerte a la pobre joven.
—Señorita Zinca… dije.
—¡Sabe usted mi nombre! —exclama.
—Sí, señorita. He llegado ayer en el tren del Gran Transasiático.
La joven palidece; sus ojos se turban. Es evidente que hay motivo para temer. Kinko ha sido sorprendido en el cajón… El fraude ha sido descubierto… Él está preso …
Me apresuro a añadir:
—Señorita Zinca… ciertas circunstancias me han puesto al corriente… del viaje de un joven rumano…
—¡Kinko… mi pobre Kinko!… ¿se le ha descubierto? —responde ella con voz temblorosa.
—No, no… digo yo balbuceando. Nadie sabe nada, a no ser yo… Yo le he visitado con frecuencia… en su furgón… por la noche… Hemos llegado a ser dos compañeros… dos amigos… Yo le llevaba algunas provisiones…
—¡Oh, gracias, caballero! —dijo la señorita Zinca cogiéndome las manos. Con un francés, Kinko estaba seguro de no ser entregado, y hasta de recibir auxilio. ¡Gracias, gracias!
Cada vez me siento más espantado del encargo que tengo que cumplir con esta joven.
—¿Y nadie ha sospechado jamás la presencia de mi querido Kinko? —me pregunta.
—Nadie.
—¡Qué quiere usted, caballero! No somos ricos. Kinko sin dinero allí… en Tiflis… y yo no tenía aún lo bastante para enviarle el precio del viaje… Pero, en fin, ya está aquí. Él se procurará trabajo, pues es un buen obrero, y cuando podamos reembolsar a la Compañía…
—Sí… ya sé… ya sé.
—Además, que vamos a casarnos, caballero: ¡le quiero tanto y me paga tan bien! ¡Nos hemos conocido en París! ¡Estaba tan obligado por mí! Cuando él estaba de regreso en Tiflis, le he rogado tanto que viniese, que ha ideado encerrarse en una caja. ¡El pobre debía estar muy mal!
—Pero… señorita Zinka… pero …
—¡Ah!… Tendré mucho placer en pagar el porte de mi querido Kinko.
—Sí, pagar el porte …
—¿Tardará ya mucho?
—No… y a la tarde, sin duda…
No sabía ya qué responder.
—Caballero, me dice Zinca; Kinko y yo debemos casarnos, cumplidas las formalidades del caso… y si no es abusar de la amabilidad de usted, nos haría un gran honor asistiendo a la boda…
—¡A la boda de ustedes! Seguramente. Se lo he prometido a mi amigo Kinko. ¡Pobre joven! No puedo yo dejarla en semejante situación.
—Señorita Zinca, Kinko …
—¿Ha sido él quien le ha suplicado a usted venga a prevenirme de su llegada?…
—Sí, señorita. Pero comprenda usted… Kinko está bastante fatigado… después de tan largo viaje…
—¡Fatigado!
—¡Oh! ¡No se asuste usted!
—¿Quizás está enfermo?
—Sí… un poco enfermo.
—Entonces… yo voy. Es preciso que le vea… Caballero, se lo suplico a usted. Acompáñeme a la estación …
—No; eso sería una imprudencia, señorita Zinca… ¡Quédese usted aquí… quédese usted!
Zinca Klork me mira fijamente.
—¡La verdad, caballero, la verdad! No me oculte nada. Kinko …
—Sí… Tengo qué comunicar a usted una triste nueva…
Zinca desfallece, sus labios tiemblan, apenas puede hablar.
—¡Ha sido descubierto! —dice. ¡Es conocido el fraude! ¡Está preso!
—¡Pluguiera el cielo que así fuese, señorita!… Hemos tenido accidentes… en el camino… el tren ha estado a punto de perecer. Una espantosa catástrofe…
—¡Ha muerto!… ¡Kinko ha muerto!…
La desdichada Zinca cae sobre una silla, y para emplear la fraseología de los celestes, sus lágrimas corren como la lluvia en noche de otoño. ¡Jamás he visto nada tan lamentable! Pero es preciso no dejar en este estado a la pobre joven. Va a perder el conocimiento. No sé donde estoy… La cojo las manos… Repito:
—Señorita Zinca… señorita Zinca…
En este momento, delante de la casa, se produce un gran tumulto. Se oyen algunos gritos, acompañados de rumores de la multitud, y en medio de este tumulto una voz… ¡Gran Dios!… ¡No me engaño!… ¡Es la voz de Kinko!… ¡La he reconocido!… ¿Estoy en mi juicio?…
Zinca, que se ha levantado, se precipita hacia la ventana, la abre… y los dos miramos.
Un camión se ha parado ante la puerta. El cajón con sus múltiples inscripciones de alto, bajo, frágil, espejos, cuidado con la humedad, está allí, medio roto: el camión acababa de chocar contra una carreta en el instante en que se descargaba la caja… Esta ha rodado por el suelo desfondada… y Kinko ha salido de allí como el monigote de una caja de sorpresa… pero vivo… ¡bien vivo!
¡No puedo dar crédito a mis ojos!… ¡Cómo!… ¡Mi joven rumano no ha perecido en la explosión! No; como voy a saberlo pronto de su boca, habiendo sido arrojado sobre la vía en el instante en que la caldera estallaba, quedóse al principio inerte; después, viendo que estaba ileso, un verdadero milagro, se escondió hasta que pudo volver al furgón sin ser visto. Yo, que le había buscado inútilmente, no dudé un momento de que había sido la primera víctima de la catástrofe, y veáse ¡oh ironía de suerte!, después de haber escapado de dos peligros, el ataque de los bandidos y la terrible explosión, he aquí que un accidente tonto, el choque de una carreta en medio de una calle de Pekín, echa por tierra todo lo ganado hasta entonces de su viaje… Fraudulento… sea; pero verdaderamente no encuentro palabras con que calificar la energía desplegada por el joven.
El conductor, al ver aquel ser vivo que salta de la caja, no puede contener sus gritos, y la multitud se amontona. Descúbrese el fraude. Llegan los agentes de la policía. ¿Y qué va a hacer aquel pobre hombre que no sabe una palabra del chino, y no puede, por tanto, expresarse más que por mímica? Así es que no le comprenden… ¿Ni qué explicación hubiese podido dar? Allí, junto a él, estábamos Zinca y yo.
—¡Zinca mía! ¡Querida Zinca!, exclamó oprimiendo a la joven contra su corazón.
—¡Kinko mío!, responde ella mezclando sus lágrimas con las del rumano.
—¡Señor Bombarnac! —dice el pobre muchacho, cuya única esperanza está en mi intervención.
—Kinko, le he dicho; no se desconsuele usted. Cuente usted conmigo. Lo principal es que no haya usted muerto como creíamos.
—¡Ah!… ¡Más me hubiese valido! —murmuró.
—¡Error! Todo es preferible a la muerte; todo, aun la amenaza de caer prisionero, y en una prisión china…
Y tal fue lo que sucedió, a pesar de las súplicas de la joven, a las que uní las mías, sin conseguir hacerme comprender, entretanto que Kinko era arrastrado por los agentes de la policía entre las risas y aullidos de la multitud.
¡No, no le abandonaré!… Aunque tuviera que remover tierra y cielo no le abandonaré.