XXV

¡Y yo que pedía elementos de crónica! ¡Yo que temía el aburrimiento de un viaje monótono burgués de seis mil kilómetros, al cabo del cual no hubiese encontrado emociones dignas de revestir la forma tipográfica! He cometido una simpleza más, y bien grande. Ese señor Faruskiar, al que, según telegrama, he hecho un héroe para los lectores de El Siglo XX… Decididamente, con mis buenas intenciones merecía estar en el limbo…

Estamos, ya lo he dicho, a doscientos pasos del valle Tjou, ancha depresión que ha exigido la construcción de un viaducto de trescientos cincuenta a cuatrocientos pies de longitud. La rocosa vertiente de aquel valle tiene una profundidad de cien pies. De caer el tren al fondo, ninguno lo hubiésemos podido contar. Esta horrible catástrofe, muy interesante sin duda desde el punto de vista del noticierismo, hubiera causado cien víctimas; pero gracias a la sangre fría y enérgica abnegación del joven rumano, hemos escapado de tan espantoso siniestro. ¡Ah!… Mas no todos, pues Kinko ha pagado con su vida la salvación de sus compañeros de viaje.

En medio de aquel maremágnum, mi primer cuidado ha sido visitar el furgón de equipajes, que ha quedado intacto. Evidentemente si Kinko hubiese escapado a la catástrofe, hubiera vuelto a su prisión, esperando que yo pudiese ponerme en comunicación con él. ¡La caja está vacía!… ¡Vacía, como la de una sociedad en quiebra!… ¡Kinko ha sido víctima de su sacrificio!…

¿De modo que había un héroe entre nuestros compañeros de viaje? ¿Y este héroe no era Faruskiar, el abominable bandido disfrazado de administrador, y cuyo nombre he arrojado yo a todo el mundo? ¿Era este rumano, este humilde alemán, este pobre novio, al que su novia esperará en vano? ¡Nunca le volverá a ver!… Pues bien. Yo sabré hacerle justicia… Diré lo que ha hecho… No guardaré su secreto, porque si ha defraudado a la Compañía, gracias a este fraude se han salvado todos los viajeros. Estábamos perdidos; hubiéramos sufrido la más espantosa de las muertes, de no estar allí Kinko…

Vuelvo a bajar a la vía con el corazón oprimido y los ojos llenos de lágrimas…

Ciertamente el golpe de mano de Faruskiar, ya preparado de antemano por su rival Ki-Tsarig, estaba hábilmente combinado, utilizando el ramal de seis kilómetros que conduce al viaducto en construcción. Nada más fácil que llevar el tren por allí si un cómplice hacía los oficios de guarda aguja, dirigiendo al tren por la vía de Nanking. Después, desde que la señal indicó que tal maniobra había sido hecha, no quedaba más que correr a la plataforma de la locomotora, asesinar al maquinista y al fogonero, y huir aprovechando la lentitud de la marcha y dejando la máquina bien caldeada para que tomase pronto toda su velocidad. Y ahora es indudable que esos canallas, dignos de los tormentos más refinados de la justicia china, se dirigen a toda prisa hacia el valle Tjou. Allí, entre los restos del tren, esperan encontrar los quince millones en oro y piedras preciosas, y favorecidos por la oscuridad, podrán llevarse el tesoro, consumando de este modo su espantoso crimen.

Pues bien: no sólo no conseguirán su propósito, sino que su crimen les costará la cabeza, y será poco. Kinko y yo sabemos lo que ha pasado; y yo lo diré, ya que Kinko no puede decirlo…

Sí; mi resolución está tomada… Lo diré todo… después de haber visto a Zinca… Conviene que se prepare a la pobre joven para este golpe… No quiero que la noticia escueta la hiera como un rayo… Sí. Mañana, en cuanto lleguemos a Pekín…

Después de todo, si atendiendo a esta razón no debo aún dar publicidad a lo que concierne a Kinko, puedo, por lo menos denunciar a Faruskiar, Ghangir y los cuatro mogoles, sus cómplices… Puedo decir que los he visto atravesar el furgón, que los he seguido, que he oído lo que hablaban en la plataforma, que he oído los gritos de los infelices asesinados; que yo entonces he vuelto hacia los vagones gritando: «¡Atrás! ¡Todo el mundo atrás!».

Pero hay más; porque como pronto va a verse, otro, cuyas sospechas justas se han cambiado en certeza, sólo espera una ocasión para denunciar a Faruskiar.

En este momento estamos todos en grupo a la cabeza del tren; unos veinte viajeros, entre ellos el Mayor Noltitz, el barón alemán, el Sr. Caterna, Fulk Ephrinell, Pan-Chao y Popof.

No hay que decir que la guardia china, fiel a su consigna, ha quedado junto al vagón del tesoro, que ninguno de ellos se atrevería a abandonar. El empleado del último furgón acaba de traer los faroles de cola, y a su potente luz puede verse en qué estado se encuentra la locomotora.

Si el tren no se ha detenido bruscamente, lo que, dada la velocidad que llevaba, hubiese producido la destrucción total, débese a que la explosión se ha producido en la parte superior y lateral de la caldera. Como las ruedas han resistido, la locomotora ha continuado corriendo lo suficiente para que la velocidad disminuyese paulatinamente. El tren, pues, se ha parado por sí mismo.

De la caldera y de sus accesorios, sólo quedan informes restos; ni chimenea, ni campana, ni caldera, todo esto reventado; tubos rotos y torcidos…; todo un montón de tubos, cilindros y vías desarticuladas; huellas de aquel cadáver de hierro. También el ténder ha quedado inservible; los depósitos de agua, desfondados; el cargamento de carbón esparcido por la vía. Lo verdaderamente milagroso es que casi no haya sufrido daño el furgón de equipajes.

Y ante los terribles efectos de esta explosión, comprendo que no ha habido posibilidad de salvación para el joven rumano, que ha debido ser hecho pedazos, y así es que no es extraño que no haya encontrado rastro alguno de él en los cien metros de vía que he recorrido.

Al principio, todos contemplamos aquel desastre en silencio; después empiezan los comentarios:

—Es muy cierto, dice uno de los viajeros, que nuestro maquinista y nuestro fogonero han perecido en la explosión.

—¡Infelices! —responde Popof. Pero me pregunto: ¿cómo el tren ha podido ir por la vía Nanking, y cómo ellos no lo han notado?

—La noche es muy oscura, dice Fulk, y el maquinista no habrá podido ver que la aguja había sido cambiada.

—Es la única explicación posible, porque de lo contrario hubiesen tratado de detener el tren, y no de aumentar su velocidad, como lo han hecho.

—Pero, en fin, dijo Pan-Chao, ¿cómo se concibe que el enlace con Nanking estuviera libre, no estando acabado el viaducto de Tjou?

La aguja, pues, ha sido movida.

—Esto está fuera de duda, responde Popof; y probablemente será debido a la negligencia …

—No, sino a mala intención, replica Fulk Ephrinell. Ha habido un delito, un delito premeditado para conseguir la destrucción del tren y la muerte de los pasajeros.

—¿Y con qué objeto? —pregunta Popof.

—¡Con el objeto de robar el tesoro imperial! —exclama Fulk Ephrinell. ¿Olvida usted acaso que esos millones son una tentación para los malhechores? ¿No ha sido para robar ese tesoro por lo que nuestro tren ha sido atacado entre Tchertchen y Tcharkalyk?

El americano no podía decir cosa más verdadera.

—De modo, dice Popof, que usted piensa que, después de la agresión de Ki-Tsang, otros bandidos…

Hasta entonces el Mayor Noltitz no había tomado parte en esta conversación… Más he aquí que interrumpe a Popof y dice, levantando la voz para ser oído por todos:

—¿Dónde está el Sr. Faruskiar?

Todos se vuelven para buscar al administrador de la Compañía.

—¿Dónde está su compañero Ghangir? —añade el Mayor. Nadie responde.

—¿Dónde están los cuatro mogoles que ocupaban el último vagón? —vuelve a preguntar Noltitz.

Ninguno de ellos está presente.

Se llama al Sr. Faruskiar por segunda vez.

El Sr. Faruskiar no acude al llamamiento.

Popof penetra en el vagón donde habitualmente estaba este personaje. El vagón está vacío.

¿Vacío?… No. Sir Francis Trevellyan está tranquilamente sentado en su sitio, extraño por completo a lo que pasa. ¿Acaso puede importarle al gentleman? ¿No está él siempre diciendo que estos ferrocarriles ruso-chinos son el colmo del abandono y del desorden?

¡Una aguja movida no se sabe por quién! ¡Un tren que toma una falsa vía! ¡Qué Administración tan ridícula como moscovita!

—Pues bien, dice entonces el Mayor Noltitz; el bandido que ha lanzado el tren sobre la vía Nanking, el que ha querido precipitarle al fondo del valle de Tjou, para apoderarse del tesoro imperial, es Faruskiar.

—¡Faruskiar! —exclaman los viajeros.

La mayor parte rehúsa prestar fe a la acusación formulada por el Mayor Noltitz.

—¡Cómo! —dice Popof: ¡cómo ha de ser ese administrador de la Compañía que tan valientemente se condujo durante el ataque de los bandidos, y que dio muerte por su mano a Ki-Tsang, el jefe de aquellos!…

Entonces me decido a hablar.

—El Mayor no se engaña dijo… Éste buen golpe ha sido preparado por Faruskiar.

Y en medio de la estupefacción general, cuento todo lo que sé, todo lo que la casualidad me ha hecho conocer. Digo cómo he sorprendido el plan de Faruskiar y de los dos mogoles, cuando ya era tarde para impedir su ejecución, aunque no hablo nada de lo que concierne a la intervención dé Kinko. Cuando llegue el momento sabré hacerle justicia.

A mis palabras sucede un coro de maldiciones y amenazas. ¡Cómo! ¡Ese señor Faruskiar! ¡Ese altivo mogol! ¡Ese funcionario que tanto nos ayudó!… ¡No!… ¡Imposible!

Pero es preciso rendirse a la evidencia… ¡Yo lo he visto! ¡Yo lo he oído!… Y yo afirmo que Faruskiar es el autor de esta catástrofe, en la que debía perecer todo nuestro tren; que él es el bandido más miserable de cuantos ha habido en el Asia Central.

—Ya lo ve usted, Sr. Bombarnac: mis primeras sospechas no me habían engañado, me dice aparte el Mayor Noltitz.

—Eran demasiado verdaderas, he respondido, y convengo, sin falsa vergüenza, en que me he dejado engañar por el aspecto de ese abominable canalla.

—Sr. D. Claudio, añade Caterna, que acaba de reunirse con nosotros, haga usted una novela de este caso, y verá cómo se la considera inverosímil.

El Sr. Caterna tiene razón; pero por inverosímil que ello sea, ha sucedido. Además, para todos, excepto para mí, que estoy en el secreto de Kinko, hay que considerar como un milagro el que la locomotora haya sido detenida al borde del abismo, por aquella explosión providencial.

Ahora que todo peligro ha desaparecido, se trata de tomar inmediatamente las medidas necesarias a fin de llevar los vagones del tren a la línea de Pekín.

—Lo más sencillo, dice Popof, es que alguno de nosotros ayude.

—Cuente usted conmigo, exclama el Sr. Caterna.

—¿Qué es preciso hacer? —he añadido.

—Ir a la estación más próxima, responde Popof, la de Fuen-Choo, y desde allí telegrafiar a la estación de Tai-Youan a fin de que envíen una locomotora de socorro.

—¿A qué distancia está esa estación de Fuen-Choo? —pregunta Fulk Ephrinell.

—A unos seis kilómetros del empalme de Nanking, responde Popof, y la estación de Fuen-Choo, a cinco kilómetros de allí.

—Once kilómetros, dice el Mayor, para unos buenos andarines, es asunto de hora y media. Antes de tres horas la máquina expedida de Tai-Youan puede unirse al tren detenido. Estoy presto a partir.

—También yo, dice Popof, y me parece conveniente que vayamos algunos más. ¿Quién sabe si nos encontraremos en el camino a Faruskiar y a sus mogoles?

—Tiene usted razón, Popof, responde el Mayor Noltitz; y además iremos bien armados.

Esto no es más que por prudencia, porque los bandidos, que se habrán dirigido hacia el viaducto de Tjou, no deben de estar lejos. Desde que vieran que su golpe ha fallado, se apresurarían a huir. Siendo solamente seis, no es de presumir que osaran atacar a cien viajeros, sin contar los soldados chinos que guardan el tesoro imperial.

Unos doce de nosotros, entre los que se encuentran Caterna, Pan-Chao y yo, nos ofrecemos a acompañar al Mayor Noltitz. Pero de común acuerdo aconsejamos a Popof que no abandone el tren, asegurándole que haremos lo necesario en Fuen-Choo.

Así, pues, armados de puñales y de revólvers, y a la una y media de la mañana, seguimos la vía que sube hacia la bifurcación de las dos líneas, caminando tan rápidamente como la oscuridad de la noche lo permitía.

En menos de dos horas llegamos a la estación de Fuen-Choo, sin haber tenido ningún mal encuentro. Evidentemente, Faruskiar se ha vuelto atrás. Será, pues, de cuenta de la policía china el apoderarse de este bandido y de sus cómplices. ¿Lo conseguirá? Lo espero, aunque sin creerlo demasiado.

En la estación, Pan-Chao se avista con el jefe, el que hace pedir por telégrafo que se envíe inmediatamente una locomotora de Tai-Youan al empalme de Nanking.

Son las tres, y el día comienza a aparecer; regresamos a la bifurcación a esperar la locomotora. Tres cuartos de hora después, lejanos silbidos la anuncian, y llega al fin al punto de enlace de las dos líneas. Una vez que estamos en el ténder, la locomotora se pone en marcha, y media hora más tarde se ha enlazado al tren.

La luz del día permite ver claramente. Sin decir nada a nadie, me pongo a buscar el cuerpo de mi pobre amigo Kinko, y ni aun restos encuentro.

Como no es posible colocar la locomotora a la cabeza del tren, pues no existe en este lugar ni doble vía ni placa giratoria, se decide que marchará detrás, empujando el tren hasta la bifurcación, después de haber abandonado el ténder y la máquina, que están inservibles. De aquí resultará que el furgón en el que está colocado el cajón vacío del infortunado rumano, irá a la cola de nuestro tren.

Parte éste, y media hora después llegamos a la aguja de la gran línea de Pekín.

Afortunadamente, no ha sido preciso volver a Tai-Youan, lo que nos ha evitado hora y media de retraso. Antes de pasar la aguja, la locomotora se ha puesto en dirección a FuenrChoo; después los vagones han sido colocados uno a uno pasada la bifurcación, y el tren ha quedado en las condiciones normales. Desde las cinco corremos con la marcha reglamentaria al través de la provincia de Petchili.

Nada tengo que decir acerca de esta última jornada de nuestro viaje, durante la que nuestro maquinista chino no ha intentado ganar el tiempo perdido. Pero si a nosotros nos importan poco unas horas de más o de menos, no le sucede lo mismo al barón de Weissschnitzerdörfer, que debe tomar en Tien-Tsin el paquebote de Yokohama.

En efecto: cuando llegamos, a eso del medio día, hacía ya tres cuartos de hora que el paquebote había partido, y cuando aquel andarín del globo, alemán, rival de Bly y de Bisland, se precipita al andén de la estación, recibe la noticia de que el dicho paquebote salía en aquel momento de la embocadura del Pei-Ho y llegaba a alta mar.

¡Infortunado viajero! Nadie se asombre, pues, de que, empleando el estilo del señor Caterna, nuestro tren sufra una andanada a estribor y babor de juramentos teutónicos del barón. ¡Y, francamente, tiene el derecho de echar pestes en su lengua natal!

Un cuarto de hora hemos permanecido en Tien-Tsin. Que me perdonen los lectores de El Siglo XX si no he podido visitar esta ciudad de quinientos mil habitantes, la villa china y sus templos, el barrio europeo donde se concentra el movimiento comercial, los muelles de Pei-Ho, que cruzan barcos chinos. ¡Culpa es ésta de Faruskiar, y solamente por haber impedido mis funciones de corresponsal merece los suplicios del más cruel de los verdugos de la China!

Ningún incidente en las últimas etapas de nuestro viaje. ¡Lo que más me entristece es el pensamiento de que no voy con Kinko, de que la caja está vacía! ¡Y yo que me había comprometido a acompañarle a casa de la señorita Zinca Klork!… ¿Cómo diré a esta desgraciada joven que su novio no ha llegado a la estación de Pekín?

En fin, todo tiene su término en este mundo, hasta un viaje de seis mil kilómetros por la línea del Gran Transasiático, y después de una marcha de trece días, nuestro tren se detiene a las puertas de la capital del Celeste Imperio.