Desde Lan-Tcheou sigue el ferrocarril por un terreno perfectamente cultivado, cruzado por abundantes riegos y tan quebrantado, que el tren tiene que ir bordeándole con frecuentes rodeos. Mucho ha sido el trabajo que han tenido que desplegar los ingenieros en puentes y viaductos fabricados con maderas de dudosa solidez; y no es muy tranquilizador para el viajero sentir cómo rechinan los tablones al peso del tren. Bien es verdad que estamos en el Imperio chino: ¿qué suponen unos cuantos miles de víctimas de una catástrofe ferroviaria en una población de cuatrocientos millones de habitantes? …
Además, según dice Pan-Chao, el Hijo del Cielo jamás viaja en ferrocarril.
¡Vamos!… ¡tanto mejor!
A las seis llegamos a King-Tcheou, después de haber seguido durante parte del trayecto los caprichosos contornos de la Gran Muralla. De esta inmensa frontera artificial, alzada entre mogolia y China, quedan sus basamentos de granito y cuarzo rojo, la terraza de ladrillos con sus parapetos desiguales, algunos viejos cañones comidos de moho y ocultos bajo espesa capa de líquenes, torres cuadradas de melladas almenas. La interminable fortaleza ya sube, ya desciende, ya ondula, siguiendo las depresiones del terreno, hasta perderse de vista en el lejano horizonte.
Media hora de parada en King-Tcheou, de cuya población apenas ha podido ver algunas altas pagodas; a las diez, Si-Ngan, cuarenta y cinco minutos: de ésta ni siquiera he visto la silueta.
Hemos invertido toda la noche en recorrer los trescientos kilómetros que separan a Si-Ngan de Ho-Nan, donde hemos hecho alto de una hora.
Sin gran trabajo se hubieran creído los londoneses en su propia capital al llegar a Ho-Nan. ¿Se lo habrá figurado mistress Ephrinell? Y no digo esto porque haya aquí otro Strand, con su febril movimiento de gente y vehículos, ni otro Támesis con su no menos prodigioso movimiento de gabarras y vapores; no. Es que nos rodea una niebla tan británica, que al través de ella no se ven ni viviendas, ni pagodas, ni cosa alguna.
Ha durado la niebla todo el día, lo que ha dificultado en gran manera la marcha del tren. Estos maquinistas chinos son, en verdad, muy entendidos y atentos, y pudieran servir de ejemplo a sus colegas de Occidente.
¡Mil crónicas! La suerte no nos ha sido propicia en el último día de viaje antes de la llegada a Tien-Tsin. ¡Qué de original perdido! ¡Qué de correspondencia anonadadas en medio de estos insondables vapores!… Nada he visto del hermoso paisaje por el que circula el Gran Transasiático; nada tampoco del valle de Lou-Ngan. Hemos llegado a este punto a las once, y en los doscientos treinta kilómetros que hemos atravesado siempre las mismas volutas de esa especie de vaho amarillento, digno de este país amarillo. A las diez de la noche hemos hecho alto en Tai-Youan.
Día perdido. Felizmente la bruma se ha dispersado a las primeras horas de la noche: ¡a buena hora, con una noche tan oscura!
Voy a la cantina de la estación, donde compro algunos pasteles y una botella de vino, con intención de hacer otra visita, la última, a Kinko. Brindaremos juntos a su salud y a su próximo casamiento con la linda rumana. ¡Si el Gran Transasiático supiera que viaja defraudando a la Compañía!… Pero no lo sabrá.
Durante esta parada, el Sr. Faruskiar y Ghangir paseánse por el andén. No es el vagón del tesoro lo que parece atraer su atención, sino el vagón de cabeza, al que miran con insistencia… ¿Sospecharán de Kinko? No; tal hipótesis es inadmisible. Lo que miran con más curiosidad es al maquinista y al fogonero, dos buenos chinos que acaban de entrar de servicio; y acaso no es muy del agrado del Sr. Faruskiar el que esté confiada a estos hombres la conducción del tesoro y la vida de una centena de viajeros.
Suena la hora de marchar, que es a la media noche; la máquina arranca, lanzando violentos silbidos.
Ya lo he dicho: la noche es muy negra, sin luna y sin estrellas; las nubes corren por las bajas zonas de la atmósfera. Fácil me será entrar en el furgón sin ser visto. Después de todo, no han sido muchas mis visitas a Kinko durante estos doce días de viaje.
Me encuentro a Popof, que me dice:
—¿No se va usted a dormir, señor Bombarnac?
—No tardaré. Después de este día brumoso, que nos ha hecho permanecer encerrados en los vagones, tengo necesidad de respirar un poco el aire. ¿Dónde parará el tren?
—En Fuen-Choo, cuando pase el puente donde empalma la línea de Nanking.
—Buenas noches, Popof.
—Buenas noches.
Me quedo solo. Con ánimo de pasearme me dirijo hacia la cola del tren y me detengo un instante en la plataforma anterior al vagón del tesoro.
Todos los viajeros, excepto la guardia china, duermen el último sueño, es decir, el último sueño en el ferrocarril del Gran Transasiático. Vuelvo hacia la cabeza del tren. Me aproximo a la garita donde Popof parece estar profundamente dormido.
Abro la puerta del furgón. La vuelvo a cerrar, y me hago presente a Kinko. Córrese la tapa del cajón; la lamparilla nos alumbra. Kinko me da las gracias por los pasteles y el vino que le llevo, y que nos bebemos a la salud de Zinca, a la que conoceré mañana.
Son las doce y cincuenta de la madrugada. Dentro de diez minutos, según me ha dicho Popof, habremos pasado el sitio de donde parte el ramal de la línea de Nanking. Dicho ramal, establecido solamente en una longitud de cinco o seis kilómetros, conduce al viaducto del valle de Tjou.
Según las indicaciones de Pan-Chao, será una gran obra este viaducto, del que los ingenieros no han edificado más que las pilastras de cien pies de altura. En dicho punto de bifurcación hállase la aguja que permitirá dirigir los trenes a la línea de Nanking; pero dicho trabajo no se terminará antes de tres o cuatro meses.
Como sé que en Fuen-Choo debemos hacer alto, me despido de Kinko con un buen apretón de manos y me levanto para salir… En aquel momento me parece que oigo andar en la plataforma detrás del furgón y a media voz le digo a Kinko:
—¡Cuidado, Kinko!…
Apágase la lamparilla, y los dos quedamos inmóviles.
No me engañaba… Alguien trata de abrir la puerta del furgón.
—La tapa, digo a Kinko.
Córrese la tapa… Estoy solo en medio de la oscuridad. No puede ser otro que Popof el que va a entrar… ¿Qué pensará de mí si me encuentra aquí?
La otra vez me oculté entre los bultos… Ahora voy a hacer lo mismo; y detrás de las cajas de Fulk Ephrinell no es probable que Popof pueda verme, ni aun a la luz de su linterna.
Hecho esto, observo …
—¡Ah!… No es Popof, porque no trae la linterna. Trato de reconocer a las personas que acaban de entrar… Es difícil… No han hecho más que deslizarse por entre los bultos y después de abrir la puerta anterior del furgón, la han vuelto a cerrar tras ellos…
No cabe duda; son viajeros… Pero ¿en este sitio… y a esta hora?…
Es preciso saberlo… Tengo el presentimiento de que se maquina algo…
Acaso escuchando…
Me aproximo a la pared anterior del furgón, y, no obstante el ruido del tren, oigo muy claramente… ¡Diez mil millones de demonios! No me engaño. Es la voz del Sr. Faruskiar… Y habla en ruso con Ghangir… Sí, sí, es él… Los cuatro mogoles le acompañan. Pero ¿qué hacen ahí? ¿Por qué motivo se han puesto en la plataforma posterior del ténder? ¿Qué es lo que hacen? ¿Qué dicen? Helo aquí… No he perdido una palabra de estas preguntas y respuestas cambiadas entre el señor Faruskiar y sus compañeros.
—¿Cuándo llegamos al empalme?
—Dentro de pocos minutos.
—¿Kardek estará en la aguja?
—Sí, eso es lo convenido.
¿Y que es lo convenido? ¿Y quien puede ser ese Kardek de quien hablan? La conversación continúa:
—Hay que esperar la señal —dice Faruskiar.
—¿No es una luz verde? —pregunta Ghangir.
—Sí, lo que indicará que la aguja está puesta.
¿Será esto un sueño? ¡La aguja puesta!… ¿Qué aguja?… Transcurren unos segundos… ¿No convendría avisar a Popof?… Sí… Es preciso. Y ya me dirigía hacia la trasera del furgón, cuando me detiene una exclamación…
—¡La señal! ¡La señal! —exclama Ghangir.
—Ahora el tren ya está sobre la línea de Nanking, añade el Sr. Faruskiar.
¡En la línea de Nanking!… ¿Estamos pues, perdidos? A cinco kilometros de aquí se encuentra el viaducto de Tjou, aún en construcción. ¿De manera que el tren corre al abismo?
Decididamente las sospechas que el Mayor tenía respecto al Sr. Faruskiar eran justas… Comprendo el proyecto de estos miserables… El administrador del Gran Transasiático es un malhechor de la peor especie. No ha aceptado los ofrecimientos de la Compañía sino para esperar la ocasión de preparar un buen golpe, y la ocasión se ha presentado con los millones del Hijo del Cielo… ¡Sí! Ahora comprendo tan abominable maquinación. Si Faruskiar ha defendido el tesoro imperial contra Ki-Tsang, no ha sido más que para arrancársele al capitán de ladrones, que al atacar el tren desbarataba los criminales propósitos del mogol. He aquí por qué se ha batido tan bravamente; he aquí por qué arriesgó su vida y se portó como un héroe; y tú, ¡pobre tonto de Claudio, que te has dejado cazar! Otra equivocación… Vamos, será preciso tener más cuidado.
Ante todo, lo importante es impedir que ese bribón realice su obra, y salvar el tren, que corre a gran velocidad hacia el viaducto; preciso es salvar a los viajeros, que corren a una espantosa catástrofe… El tesoro codiciado por Faruskiar y sus cómplices, me tiene sin cuidado en absoluto… Pero ¿y los viajeros?… ¿Y yo? Esto es ya otra cosa…
Quiero ir junto a Popof… ¡Imposible!… Me parece que mis pies están clavados en el suelo del furgón… Siento que mi razón se escapa…
¿Pero es que rodamos al abismo? No… Yo estaba loco… ¿Iban a perecer con nosotros Faruskiar y sus cómplices?… En este momento óyense gritos en la parte de delante del tren… Gritos de agonía sin duda… El maquinista y el fogonero acaban de ser degollados, y siento que la velocidad del tren disminuye …
Comprendo: uno de esos miserables sabe manejar la locomotora, y disminuyendo la velocidad del tren, podrá escapar antes de la catástrofe…
Consigo, por fin, vencer la inercia… Vacilando como un borracho, apenas si tengo fuerzas para llegar hasta el cajón de Kinko… Dígole en breves palabras lo que pasa, y añado:
—¡Estamos perdidos!…
—Acaso no…, me responde.
Antes de que yo haga un movimiento, Kinko salta del cajón… Se precipita hacia la puerta del furgón… Abalánzase sobre el ténder repitiéndome:
—¡Venga usted!… ¡Venga usted!…
Yo no sé cómo es aquello, pero en un instante me encuentro junto a él en la plataforma de la locomotora… Nuestros pies chapotean en la sangre del fogonero y del maquinista, que han sido arrojados a la vía…
Ni Faruskiar ni sus cómplices están allí… Mas uno de ellos, antes de huir, ha desenganchado los frenos, ha abierto las válvulas, y bien cargada de combustible la caldera, marcha el tren con una velocidad vertiginosa …
Unos minutos más, y, llegará al viaducto de Tjou…
Kinko, enérgico y resuelto, no ha perdido su sangre fría… En vano trata de manejar la palanca, de dar contravapor y de apretar los frenos… No sabe cómo hacerlos funcionar.
—¡Hay que avisar a Popof!… exclamé yo.
—¿Y qué va a hacer?… Sólo hay un medio …
—¿Cuál?
—Activar el fuego, responde Kinko con calma; cerrar las válvulas, y hacer que la locomotora estalle …
Este es el único medio… medio desesperado de detener al tren antes que llegue al viaducto… Kinko ha llenado el horno de enormes paletadas de carbón. Prodúcese un tiro excesivo, que abrasa masas de aire al través del horno… La presión sube. Escapa el vapor por las válvulas y junturas con estridentes silbidos. Ronquidos de la caldera… Espantosos aullidos de la máquina. La velocidad se acelera, y debe de pasar de cien kilómetros…
—¡Vaya usted! me dice Kinko: que todo el mundo se refugie en la cola del tren.
—Pero… ¿y usted, Kinko?
—Le digo a usted que vaya.
Y le veo echarse con todo su peso sobre las tapaderas de las válvulas.
—Pero… ¡vaya usted! —repite.
Atravieso el ténder y el furgón… Gritando con todas mis fuerzas, despierto a Popof.
—¡Arriba! ¡Todo el mundo arriba!
Algunos viajeros, despertados bruscamente, se apresuran a abandonar los primeros vagones …
De repente suena una formidable explosión, a la que sigue una sacudida violenta… El tren experimenta al principio un movimiento de retroceso; después, efecto de la velocidad adquirida, continúa rodando como medio kilómetro …
Al fin se detiene.
Popof, el Mayor, Caterna, la mayor parte de los viajeros, saltan a la vía…
Un montón de materiales aparece confusamente en medio de la oscuridad, y en lo alto de las pilastras del viaducto del valle Tjou.
Doscientos pasos más, y el tren del Gran Transasiático se hubiera precipitado en el abismo.