XXIII

Cuarenta y ocho horas hace que no he visto a Kinko, y la última vez que le vi, sólo pude cambiar con él algunas palabras para tranquilizarle.

La noche próxima trataré de hacerle una visita; he tenido cuidado de procurarme algunas provisiones en la estación de Sou-Tcheou.

Hemos salido de aquí a las tres. Han cambiado la locomotora por otra de más potencia, sin duda, porque en los escabrosos terrenos que hemos de atravesar, hay pendientes muy rápidas. Setecientos kilómetros nos separan de la importante ciudad de Lan-Tcheou, donde no llegaremos hasta mañana por la mañana, y con una velocidad de diez leguas por hora.

He hecho observar a Pan-Chao que esta velocidad media es relativamente poco elevada.

—¿Qué quiere usted? me ha dicho, mientras cascaba pipas de sandía; ni usted ni nadie podrá cambiar el temperamento de los chinos, que siendo, como son, conservadores hasta el exceso, conservarán esta velocidad por muchos que sean los progresos de la locomoción. Por otra parte, Sr. Bombarnac, el solo hecho de que el Imperio del Medio posee caminos de hierro, ya me parece inverosímil.

—No digo lo contrario; pero, sin embargo, cuando se tienen ferrocarriles es para sacar todas las ventajas que ellos reportan.

—¡Bah! —dijo despreocupadamente Pan-Chao.

—La velocidad, añadí, significa tiempo ganado, y ganar tiempo…

—Amigo Bombarnac, el tiempo no existe en China. ¿A qué porción de tiempo iba a tocar cada uno en una población de cuatrocientos millones de almas? Así que aquí no se cuenta por días ni horas, sino por lunas.

—Lo cual es más poético que práctico, dije yo.

—¡Práctico, señor corresponsal! Ustedes, los de Occidente, tienen siempre esa palabra en la boca. Lo que llamáis ser práctico no es sino ser esclavo del tiempo, del trabajo, del dinero, de los negocios, de la gente, de los demás, de uno mismo. Pregunte usted al doctor Tio-King lo práctico que he sido yo mientras he estado en Europa; y ahora, ya en Asia, calcule usted lo que lo seré. Dejo deslizarse la vida, como la nube se deja arrastrar por el viento, la brizna de paja por la corriente y el pensamiento por la imaginación… He aquí todo.

—Pues veo que hay que tomar la China como es…

—Y como probablemente será siempre, Sr. Bombarnac. ¡Ah! ¡Sí usted supiese cuan fácil es aquí la existencia! ¡Este adorable far niente en la tranquilidad de los yamens! El cuidado de los negocios nos preocupa poco, y la política menos aún… Ya ve usted, desde Fou-Hi, primer emperador en 2950 (un contemporáneo de Noé), aún estamos en la dinastía veintitrés. La reinante es mandchúe, y ¿qué importa lo que será más tarde? Tengamos un gobierno, o no lo tengamos, sepamos o no cuál Hijo del Cielo es el que va a hacer la felicidad de sus cuatrocientos millones de súbditos, nos es indiferente.

Es indudable que el joven chino se equivoca mil y diez mil veces (para emplear su fórmula nominativa); pero yo no he de procurar convencerle.

En la comida, los señores Ephrinell, sentados juntos, apenas han cambiado algunas palabras. Su intimidad parece menor desde que se han casado. Tal vez se encuentran preocupados, calculando sus recíprocos intereses, aún mal fusionados. ¡Ah! Los anglosajones no cuentan por lunas; son prácticos, demasiado prácticos.

La noche ha sido muy mala. El cielo, que al anochecer tomó un tinte púrpura, se ha tornado después tormentoso; la atmósfera, asfixiante; la tensión eléctrica, excesiva. Esto trae como consecuencia una función de tempestad verdaderamente hermosa, según la expresión de Caterna, que ha añadido que en su vida ha visto cosa mejor, como no sea en el segundo acto del Freyschütz, en la caza infernal. Lo cierto es que el tren corre atravesando una atmósfera de relámpagos que ciegan, y truenos que resuenan una y mil veces en los ecos de las montañas. Me parece que caen algunos rayos; pero los rails metálicos, apoderándose del fluido, hacen el efecto de pararrayos, librando a los coches de las descargas. Es, en verdad, un hermoso espectáculo, aunque un tanto imponente, ver la lluvia torrencial que no puede luchar con aquella lluvia de fuego; aquellas continuas descargas de las nubes, a las que se mezclan los estridentes silbidos de la locomotora al pasar por Yanlu, Youn-Tcheng, Houlan-Sieu y Da-Tsching.

Favorecido por la tormentosa noche he podido ponerme en comunicación con Kinko, entregarle las provisiones, y hablar con él durante algunos instantes.

—Diga usted, Sr. Bombarnac, me ha preguntado: ¿llegaremos pasado mañana a Pekín?

—Sí, Kinko, si el tren no sufre ningún retraso.

—No temo los retrasos; pero ni aun en Pekín estaré seguro mientras no llegue en mi cajón a la Avenida Cha-Coua…

—¿Qué importa, Kinko, puesto que la linda Zinca Klork estará; en la estación?

—No, no estará, Sr. Bombarnac. Así se lo he mandado.

—¿Y por qué?

—Porque las mujeres son impresionables: buscaría el furgón donde he viajado, y reclamaría la caja con tal insistencia, que acaso despertase sospechas.

—Tiene usted razón, Kinko.

—Además, que no llegaremos a la estación hasta muy tarde y no se llevarán los bultos a sus respectivos destinos hasta el día siguiente. —Es probable …

—Pues bien, Sr. Bombarnac; si no fuese por el temor de abusar, le pediría a usted un pequeño favor. —Usted dirá.

—Que tenga usted la bondad de asistir al envío del cajón, a fin de evitar cualquier accidente.

Estaré Kinko; se lo prometo a usted. ¡Diablo!… Y que a los espejos no se les puede tratar mal, porque son cosa frágil. Y hasta, si usted quiere, iré acompañando el cajón hasta la Avenida Cha-Coua…

—No me atrevía a pedir tanto, señor Bombarnac.

—Pues se equivocaba usted, Kinko. Usted es mi amigo, y no me molesta el servir a un amigo, tanto más cuanto que así tendré el placer de conocer a la señorita Zinca Klork; quiero estar allí cuando se haga entrega del cajón, del precioso cajón; ayudaré a desclavarle…

—¡Desclavarle, Sr. Bombarnac! ¿Y la tapa?… ¡Pues no me daré yo prisa a saltar!…

Un espantoso trueno interrumpe nuestra conversación. Creí que el tren iba a saltar de los rails hecho pedazos. Dejé, pues, al joven rumano y fuime a mi sitio al vagón.

26 de mayo, a las siete de la mañana. Llegada a la estación de Lan-Tcheou. Tres horas de parada; tres horas solamente, consecuencia del ataque de Ki-Tsang. Vamos, Noltitz, Pan-Chao, señores Caterna, en marcha: no hay tiempo que perder.

Pero, en el momento de salir de la estación, nos detenemos ante un magnífico y obeso personaje. Es el gobernador de la ciudad, con su doble falda de seda blanca y amarilla, abanico en la mano, cinturón de broches y mantilla, una mantilla negra que haría soberbio efecto si la llevase una manóla. Va acompañado de cierto número de mandarines de menor cuantía, y los chinos le saludan frotándose los puños de abajo a arriba, al mismo tiempo que inclinan la cabeza. ¿Qué busca aquí este señor? ¿Alguna otra formalidad chinesca? ¿Otra vez la visita a la inspección de viajeros y equipajes?… ¡Y yo que creía a Kinko fuera de toda complicación!

Pero no hay que asustarse; se trata del tesoro que el Gran Transasiático conduce para el Hijo del Cielo. El gobernador y su séquito se detienen ante el precioso vagón cerrado y sellado. Le contemplan con esa admiración respetuosa que siempre se siente, aun en China, ante una caja que contiene tantos millones… Pregunto entonces a Popof qué significa la presencia del gobernador, y si tendremos que ver algo con él.

—De ninguna manera, me dice Popof; es que se ha recibido orden de Pekín de telegrafiar la llegada del tesoro, y el gobernador lo que hace es esperar respuesta para saber si debe dirigirle a Pekín o guardarle provisionalmente en Lan-Tcheou.

—¿Y esto nos podrá retrasar?

—No lo creo.

—Entonces, en marcha, digo a mis compañeros.

Pero si la cuestión del tesoro imperial nos tiene sin cuidado, no parece sucederle lo mismo al Sr. Faruskiar. Y bien: ¿qué le puede interesar que el vagón se quede o no? Sin embargo, Ghangir y él parecen contrariados, aunque lo disimulan; los otros mogoles dirigen al gobernador miradas poco simpáticas, mientras murmuran palabras en voz baja.

Se ha puesto al gobernador al corriente del ataque sufrido por el tren de la participación que nuestro héroe ha tomado en la defensa del tesoro, del valor que ha desplegado, y de cómo ha librado al país del terrible Ki-Tsang. Entonces, en términos muy laudatorios, que Pan-Chao se apresura a traducirnos, da las gracias al Sr. Faruskiar, le cumplimenta y le hace entender que el Hijo del Cielo sabrá recompensar sus servicios.

El administrador del Gran Transasiático le escucha con el aire tranquilo que le caracteriza, y, a lo que veo claramente, no sin alguna impaciencia. Acaso se siente muy superior a los elogios y recompensas, aunque vengan de tan alto. Reconozco en este rasgo todo el orgullo mogol.

Pero no nos entretengamos. Que el vagón vaya o no, poco nos importa. Lo que nos interesa es visitar Lan-Tcheou.

Por breve que haya sido la visita, conservo de ella un recuerdo muy claro.

Desde luego, también aquí hay ya ciudad interna y ciudad exterior, pero sin ruinas, la población es muy activa; la gente hormiguea por las calles, y, merced al camino de hierro, está muy familiarizada con los extranjeros, los que ya no son objeto, como en otro tiempo, de indiscreta curiosidad. Extensos barrios ocupan el margen del Houan-Ho, de una anchura de dos kilómetros. Este río, que no es otro que el famoso río Amarillo, y cuyo curso tiene una longitud de 4500 kilómetros, vierte sus arcillosas aguas en las profundidades del golfo de Petchili.

—¿No es en la embocadura de este río, cerca de Tien-Tsin, donde el barón debe tomar el paquebot para Yokohama? —pregunta el Mayor Noltitz.

—¡Justamente! —le he respondido.

—Pues no le alcanza, dice el actor.

—¡A menos que eche a correr ese corredor del globo!

—Sí, pero la carrera de un burro dura poco, como dice la gente, repuso Caterna; y el barón no va a llegar…

—Si el tren no tiene más retraso, sí llegará, observa el Mayor. Llegaremos a Tien-Tsin el 23 a las seis de la mañana, y el paquebote no sale hasta las once…

—Que llegue o no a tiempo, amigos míos, añadí, es cuenta suya; procuremos nosotros no quedarnos sin nuestro paseo.

En el punto en que estamos, existe sobre el río Amarillo un puente de barcas; mas es tan fuerte la corriente, que oscila y se balancea el puente como si fuese combatido por alta mar.

La señora Caterna, que ha creído aquello sin peligro, empieza a palidecer al entrar en el pontón.

—¡Carolina, Carolina!… exclama su marido. ¡Te vas a marear!… ¡Salte, salte de ahí!…

Y, en efecto, se sale. Y todos nos dirigimos a una pagoda que domina la ciudad.

Dicho edificio, como todos los monumentos de su género, parece una pila de tazas superpuestas; pero aquellas tazas tienen una forma muy caprichosa, y no hay que extrañarse de que sean de porcelana, de porcelana china.

También hemos visto, sin entrar en ellos, importantes establecimientos industriales, tales como una fundición de cañones y una fábrica de fusiles, cuyo personal es de origen indígena. Hemos recorrido un hermoso jardín, anexo a la casa del gobernador, y que ofrece un caprichoso conjunto de puentecillos, kioscos, estanques y puertas en forma de porches. Hay allí muchos pabellones con sus tejados levantados en los extremos, como ganchos retorcidos, tejados chinescos; en cambio, apenas hay arbolado. Vénse también avenidas con el pavimento de ladrillo entre los restos del basamento de la Gran Muralla.

Son las diez menos diez cuando, rendidos de cansancio y extenuados por el calor sufrido, llegamos de nuevo a la estación.

Mi primer cuidado es buscar con la vista el vagón de los millones. Está en el mismo sitio, el penúltimo del tren, y sigue vigilado por la guardia china.

El despacho de contestación que el gobernador esperaba, ha llegado: la orden es que se expida el vagón a Pekín, donde será entregado en manos del ministro de Hacienda.

¿Dónde estará el Sr. Faruskiar? No le veo. ¿Habrá huido de nuestra compañía?

¡Ah! Ya le diviso en una plataforma; los mogoles han vuelto a subir a su departamento.

Fulk Ephrinell debe haber ido por allí a hacer el artículo, y su mujer habrá ido por otro lado a comprar el pelo a los chinos; cada cual a su negocio. Ya vuelven, y se van a ocupar sus consabidos sitios, como si no se conociesen.

Los demás viajeros son chinos: unos han tomado billete hasta Pekín, otros se quedarán en Si-Ngan, Ho-Nan, Lon-Ngan y Tai-Youan. El tren llevará unos cien viajeros. Todos mis números están en sus puestos. ¡Los trece!… ¡Siempre trece!

A la señal de partir estamos en la plataforma cuando Caterna pregunta a su mujer qué ha encontrado de curioso en Lan-Tcheou.

—Lo más curioso, Adolfo, eran aquellas jaulas grandes, colgadas de las paredes y de los árboles, que tenían unos pájaros tan raros…

—¡Y tan raros, señora! —interrumpe Pan-Chao. ¡Cómo que eran pájaros que hablaban!

—¿Papagayos?

—No, señora; cabezas de criminales …

—¡Qué horror! —exclama la actriz haciendo un gesto de disgusto.

—¿Qué quieres, Carolina? —responde senteciosamente Caterna: es la moda del país.