Si no fuera por las víctimas que ha causado entre los nuestros el pasado suceso, diera yo gracias a la Providencia que vela por los corresponsales y que me ha proporcionado lo que tanto ansiaba, algún episodio. Salí ileso de la contienda, e ilesos también, salvo algún que otro arañazo, todos mis números. Tan sólo el número 4 ha recibido un balazo que le ha atravesado… el sombrero, el sombrero de boda.
Ahora lo único que tengo en perspectiva es el segundo acto del matrimonio Bluett-Ephrinell, y el desenlace de la aventura de Kinko. Del personaje Faruskiar no espero sorpresa alguna, aunque puedo contar con lo imprevisto y fortuito de un viaje que aún durará cinco días, cuyo tiempo, unido al retraso ocasionado por la batalla contra Ki-Tsang, da un total de trece días desde que salimos de Ouzoun-Ada.
¡Demonio!… ¡Trece días!… Trece números inscritos en mi cartera… ¡Oh si yo fuera supersticioso!…
Tres horas hemos permanecido en Tcharkalyk. La mayor parte de los viajeros no han abandonado sus sitios. Las autoridades chinas han tomado las oportunas declaraciones respecto al ataque del tren, y se han llenado las formalidades consiguientes con los muertos, quedando los heridos en Tcharkalyk cuidadosamente asistidos.
Pan-Chao me dice que esta ciudad es muy populosa. Siento no poderla visitar.
La Compañía del Gran Transasiático enviará en breve obreros para reparar las averías en la vía férrea y alzar los postes telegráficos. Dentro de cuarenta y ocho horas la circulación quedará por completo restablecida.
No hay que decir que el señor Faruskiar, como administrador de la Compañía, ha tomado activa parte en las diversas diligencias practicadas en Teharkalyk. No hallo palabras con que elogiarle. Muchas han, sido las deferencias que le ha mostrado, por su buen comportamiento, todo el personal de la estación.
A las tres de la mañana, llegada a Kara-Bouran. Unos minutos de parada. En este punto corta el ferrocarril el itinerario seguido por Gabriel Bonvalot y el principe Enrique de Orleans al través del Tibet en 1889-90, cuyo viaje fue mucho más completo, difícil y peligroso que el nuestro; un viaje circular desde París pasando por Berlín, San Petersburgo, Moscu, Nijni, Perm, Tobolsk, Omsk, Semipalatinsk, Kouldja, Tcharkalyk, Batang, Yunnan, Hanoi, Saigón, Singapore, Ceilán, Aden, Suez y Marsella a París: la vuelta al Asia y a Europa.
Detiénese el tren en Lob-Nor a las cuatro, y parte a las seis. Este lago, ya visitado por el general Pevtzoff en 1889, cuando volvía de su expedición al Tibet, es extensísimo, y se halla sembrado de islotes de arena, apenas rodeados de un metro de agua. La región cruzada por las espesas y lentas aguas del Tarim ya había sido reconocida por Huc y Gabet; y por los exploradores Prjevalsky y Carey hasta el paso de Davana, cincuenta kilómetros al Sur. A partir de aquí, Gabriel Bonvalot y el príncipe Enrique de Orleans, llegando a veces a cinco mil metros de altura, se aventuraron por territorios vírgenes al pie de la inmensa cordillera del Himalaya.
Nuestro itinerario toma la dirección Este, hacia Kara Nor, siguiendo la falda de los montes Nan Chan, tras los cuales se extiende la región del Tsaidam. No se ha atrevido el ferrocarril a internarse en las montañosas comarcas del Kou-Kou-Nor; contorneando la pendiente llegaremos a la gran ciudad de Lau-Tcheou.
Aunque el paisaje es triste, los viajeros de nuestro tren tienen muchos motivos para no estarlo. Anunciase un día de fiesta, de hermoso sol, cuyos rayos reverberean en las doradas arenas del Gobi. Desde el Lob-Nor hasta Kara Nor hay que recorrer trescientos cincuenta kilómetros; el matrimonio, tan desgraciadamente interrumpido, de Fuk y Horacia se terminará entre estos dos lagos. Esperamos que ahora no vendrá incidente alguno a retardar la felicidad de los desposados.
Al despuntar el día ha sido de nuevo habilitado para la ceremonia el vagón restaurant; hállanse prestos los testigos a terminar su misión, otro tanto que los novios.
El reverendo Nathaniel Morse viene a prevenirnos que la ceremonia se celebrará a las nueve, y al propio tiempo nos hace presentes los saludos del señor Fulk Ephrinell y miss Horacia Bluett.
El mayor Noltitz y yo, el señor Caterna y Pan-Chao, seremos puntuales.
Caterna y su esposa no creen procedente volverse a poner sus trajes de boda de pueblo. Se vestirán para el banquete con que a las ocho de la noche obsequiará Fulk Ephrinell a los testigos y notables de primera clase. Con un gesto me indica el actor que a los postres habrá una sorpresa. ¿Cuál? Por discreción no insisto.
Poco antes de las nueve, la campana del ténder es echada al vuelo. No hay que asustarse; no es nada malo. Es que nos llama con sus alegres sones al dining-car. Vamos, pues, en procesión al lugar del sacrificio.
Los novios ya están sentados ante la mesita, frente al grave clergyman; nosotros nos sentamos alrededor.
Agólpanse en las plataformas los curiosos a fin de no perder detalle de la nupcial ceremonia.
El Sr. Faruskiar y Ghangir, personalmente invitados, acaban de llegar. Levántanse los concurrentes respetuosamente para recibirlos. Van a firmar en el acta del matrimonio, lo que constituye un gran honor. Si de mí se tratase, me sentiría orgulloso de ver el ilustre apellido del Sr. Faruskiar al pie de mi contrato…
La ceremonia comienza de nuevo; el reverendo Morse puede ahora terminar su speech, tristemente interrumpido la antevíspera.
Ni los asistentes ni él se han visto en el fracaso de la anterior tentativa.
Los dos futuros (aún tienen derecho a este calificativo) se levantan, y el clergyman les pregunta si consienten en recibirse por esposos.
Antes de responder, miss Horacia se vuelve hacia Fulk Ephrinell, y le dice haciendo un mohín:
—Bien entendido que la participación de la casa Holmes-Holme en los beneficios de nuestra asociación, serán de un 25 por 100.
—No, no; quince, quince solamente, responde Fulk.
—¡Pero eso no es justo, puesto que yo doy el 30 por 100 a la casa Strong-Bulbul and Co!…
—Bien, pues pongamos el 20 por 100, miss Bluett.
—Sea, señor Ephrinell.
—No está mal eso, murmura a mi oído Caterna.
En verdad, he visto el momento en que se iba a deshacer el matrimonio por una diferencia de 5 por 100. Por fin, todo se ha arreglado, y los intereses de ambas casas han sido defendidos por una y otra parte.
El reverendo Nathaniel Morse reitera su pregunta.
Un sí seco de miss Horacia y un sí breve de Ephrinell le responden, y los dos son declarados unidos por el lazo del matrimonio.
Se firma el acta, primero por ellos, luego por los testigos, y después por el señor Faruskiar y los concurrentes. El clergyman pone, por fin, su firma y rúbrica, lo que cierra la serie de estas formalidades reglamentarias.
—Helos ahí unidos para toda su vida, me dice el cómico con un pequeño movimiento de hombros.
Unidos como dos bubrelos, añade sonriendo la cómica, recordando sin duda que estos pájaros son modelo de fidelidad en sus amores.
—En China, observa Pan-Chao, no simbolizan los bubrelos la fidelidad, sino los patos mandarines.
—Bien, bubrelos o patos, es lo mismo, replica filosóficamente el señor Caterna.
La ceremonia ha terminado; se cumplimenta a los esposos, y cada uno vuelve a sus ocupaciones. Fulk a sus cuentas; mistress Ephrinell a sus tareas. Nada ha cambiado en el tren. Aquí no hay más que otros dos seres unidos.
El joven Pan-Chao, el Mayor Noltitz y yo, nos vamos a fumar a una plataforma, dejando a los señores Caterna, que parece están ensayando la sorpresa de que el actor me ha indicado algo.
El paisaje sigue siendo monótono; siempre el desierto del Gobi con las alturas de los montes Humboldt, a la derecha, hacia la parte que se une a los montes Nan-Chan. Estaciones muy pocas, y no se trata de ciudades, sino de reunión de cabañas, entre las que la casilla del peón caminero se destaca como un monumento. Allí es donde se renuevan el agua y el carbón del ténder. Mas allá del Kara-Nor aparecerán algunas verdaderas poblaciones, y ya entonces empezaremos a notar que nos acercamos a la verdadera China, populosa y trabajadora.
Aquella parte del desierto del Gobi no se parece en nada a las regiones del Turquestán oriental que hemos atravesado al salir de Kachgar. Tan nuevos son estos territorios para Pan-Chao y el doctor Tío-King como para nosotros los europeos.
Debo decir que el Sr. Faruskiar no desdeña ya mezclarse en nuestra conversación; es un hombre instruido, espiritual, ingenioso, con el cual pienso hacer más amplio conocimiento cuando lleguemos a Pekín. Me ha invitado a que lo vaya a visitar a su yamen, y entonces será ocasión de celebrar una interview con él. Ha viajado mucho; parece profesar mucha simpatía a los periodistas franceses. No rehusará suscribirse a El Siglo XX, estoy seguro. —París, 48 francos; provincias, 56; extranjero, 76—.
Mientras el tren marcha a todo vapor, se habla de varias cosas. La conversación ha recaído en la región de Kachgar, y el Sr. Faruskiar ha tenido la amabilidad de darnos detalles muy interesantes sobre dicha provincia, tan profundamente agitada por frecuentes insurrecciones en la época en que la capital, resistiendo las embestidas de los chinos, no había aún sido dominada por los rusos. En diferentes ocasiones muchos chinos fueron sacrificados a consecuencia de las revueltas de los jefes turquestanes, y la guarnición tuvo que refugiarse en la fortaleza Yanghi-Hissar. Entre los jefes insurrectos hubo uno, llamado Ouali-Khan-Toulla, del que ya he hablado a propósito de la muerte de Schlagintweit, y que llegó a ser por algún tiempo el dueño de Kachgar. Era un hombre muy inteligente, pero de ferocidad sin ejemplo. El señor Faruskiar nos cita un rasgo bastante para dar idea del despiadado carácter de la gente oriental:
«Había en Kachgar, nos dice, un renombrado armero que, deseoso de captarse las simpatías de Ouali-Khan-Toulla, fabricó un precioso sable. Terminada la obra, encargó a su hijo, niño de diez años, que fuese a ofrecer el arma, esperando que el niño recibiese alguna recompensa de la real mano. Y la recibió, en efecto. Aquel personaje, después de admirar el sable, preguntó si la hoja estaba bien templada.
—Sí, respondió el niño.
—Pues acércate, le dijo Oauli-Khan-Toulla; y de un golpe le cortó a cercén la cabeza, que envió al armero con el precio del sable, cuyo bien templado acero acababa de probar».
Esto nos ha contado el Sr. Faruskiar con correcta entonación de voz y ademanes. De haberle oído Caterna, creo que no hubiera dejado de pedirme que sacase de la narración el argumento para una opereta que se desarrollase en el Turquestán.
Ha transcurrido el día sin incidente digno de mencionarse. Lleva el tren su velocidad normal de cuarenta kilómetros por hora, y que, según los deseos del barón alemán, debería elevarse al doble. La verdad es que los maquinistas y fogoneros chinos no se han preocupado de ganar el tiempo perdido entre Tchertchen y Tcharkalyk.
A las siete llegamos al Kara-Nor; cincuenta minutos de parada. Este lago, que no es tan extenso como el Lob-Nor, absorbe las aguas del Soule-Ho, que baja de los montes Nan-Chan. Encántase la vista contemplando las verdes orillas de la pendiente meridional, cruzada por numerosas aves. A las ocho, cuando salimos de la estación, transpone el sol el horizonte arenoso, y cierto espejismo prolonga el espectáculo.
No bien partimos, cuando estamos sentados a la mesa. El dining-car ha recobrado su aspecto de restaurant. El banquete de boda reemplazará esta noche a la comida de reglamento. Unos veinte comensales son los invitados a la cena ferroviaria. En primer lugar figuraba el Sr. Faruskiar entre los convidados; pero, sea por lo que sea, ha declinado el honor de aceptar la invitación de Fulk Ephrinell.
Lo siento, porque esperaba que mi buena suerte me deparase sentarme a su lado.
Pienso ahora que bien vale la pena de enviar a El Siglo XX el nombre ilustre de Faruskiar con algunas líneas referentes al ataque del tren y peripecias del combate. Pocas noticias como ésta merecerán los honores del telégrafo, por caro que cueste. Esta vez no temo que me dé la dirección un palmetazo como el que sufrí cuando lo del mandarín Yen-Lou falsificado… Tengo una excusa, y es que estamos en el país del falso Smerdis.
En cuanto lleguemos a Sou-Tcheou, y puesto que ya se hallará restablecida la comunicación, enviaré un despacho telegráfico que revelará a la Europa entera el ilustre nombre del mogol Faruskiar.
Ya estamos en la mesa. Fulk ha hecho las cosas todo lo mejor posible, dadas las circunstancias. En previsión del festín, se han adquirido provisiones en Tcharkalyk. Los honores corresponderán a la cocina china; cesó la rusa. Afortunadamente, no será obligatorio comer con palitos a uso del país, sino con los consabidos cubiertos.
Estoy a la derecha de la novia, y Noltitz a la de Fulk Ephrinell. Los demás convidados se han sentado donde han tenido por conveniente. El barón alemán, que no titubea ante un buen plato, está también. El inglés sir Francis Travellyan se ha contentado con aceptar, sin hacer siquiera una señal afirmativa.
Empieza la comida con sopa de gallina y huevos de ave fría; después, nidos de golondrinas en lonjas, huevas de langosta guisadas, mollejas de gorrión, pies de cerdo asados con salsa, sesos de carnero, gusanos de mar fritos, aletas de tiburón en gelatina; y, por último tallos de bambú en su jugo, raíces de nenúfar en dulce; platos, en fin, inverosímiles, regados con vino de Cha-Hing, servido tibio en vasijas de metal como teteras.
Reina en la fiesta la alegría… o, por mejor decir, la intimidad. No se preocupa gran cosa el novio de la novia… ni viceversa.
Este demonio de Caterna es inagotable. ¡Cuántas cuchufletas, algunas antediluvianas! ¡Qué juegos de palabras, qué de calembours, que pasan inadvertidos para la mayor parte! Pero él los ríe de tan buena gana, que todos nos contagiamos con sus sonoras carcajadas. Quiere aprender algunas palabras del idioma chino, y como tching-tching significa gracias, ha estado a cada momento tching-tchingando que era una diversión.
Después vienen las canciones francesas, rusas y chinas, entre otras «el Shiang-Touo-Tching». La Canción del Delirio, en la que el joven chino dice «que la flor del albaricoque huele bien en la tercera luna, y la del granado en la quinta».
El festín se ha prolongado hasta las diez. En este momento el actor y la actriz, que a los postres se han eclipsado, hacen su salida a escena; él con levitón de cochero y ella con chambra de criada. Han representado el cuadro de Las Campanillas con una gracia y una expresión, que no cabe más… Sería caso de justicia que los señores Meilhac y Halévy recomendasen al Sr. Claretie al matrimonio Caterna para que fuesen admitidos en la Comedia Francesa.
A media noche la fiesta toca a su fin. Cada cual se va a su respectivo sitio, y poco después ni siquiera oímos los nombres de las estaciones que preceden a Kan-Tcheou, adonde llegamos entre cuatro y cinco de la mañana, haciendo una parada de cuarenta minutos.
El paisaje va modificándose notablemente a medida que el ferrocarril baja al grado 40 para circundar la base oriental de los montes Nan-Chan. Va borrándose el desierto poco a poco, menudean ya los pueblecillos, aumenta la población. A las planicies arenosas sustituyen las verdes praderas y hasta los arrozales, porque las montañas vecinas vierten sus abundantes aguas en las altas regiones del Celeste Imperio. Experimentamos grato placer ante este contraste con lo triste y monótono del Kara-Korum y del Gobi. Desde el mar Caspio han ido sucediéndose los desiertos, excepto en las vertientes de la meseta del Pamir. Pero ahora, hasta Pekín, no faltarán ni paisajes pintorescos, ni horizontes de montañas, ni valles profundos. Entramos en la verdadera, en la auténtica China, en la tierra de los biombos y las porcelanas, en los territorios de la vasta provincia del Kin-Sou. En tres días estaremos al fin de nuestro viaje y no seré yo seguramente, modesto corresponsal obligado a ir de acá para allá en cumplimiento de mi oficio, no seré, digo, quien se queje de su larga duración; otros hay que estarán de enhorabuena, como Kinko, metido en su cajón, y su novia Zinca Klork, presa de mortales angustias, sin duda, en su casa de la Avenida Cha-Coua.
En Sou-Tcheou hay dos horas de parada. Mi primer cuidado es correr hacia las oficinas de telégrafos. El complaciente Pan-Chao tiene la bondad de servirme de intérprete. Nos dice el empleado que hallándose ya compuestos los postes de la línea, seguirá el despacho su curso ordinario.
Sobre la marcha expido a El Siglo XX un telegrama, concebido en los siguientes términos:
«Sou-Tcheou, 25 mayo, 2,25 tarde.
»Tren atacado entre Tchertchen y Tcharkalyk por partida célebre Ki-Tsang; viajeros rechazaron ataque salvando tesoro chino, muertos y heridos de ambos bandos, bandido muerto por heroico señor mogol Faruskiar, uno de los administradores Compañía: su nombre debe ser objeto admiración universal».
Bien vale esta parte una gratificación del director.
Dos horas para visitar Sou-Tcheou, no es mucho que digamos.
Hasta ahora habíamos visto en el Turquestán las ciudades yuxtapuestas: la vieja y la nueva. En China, según dice Pan-Chao, no sólo dos ciudades, tres o cuatro, como pasa en Pekín, están metidas unas en otras, encajadas, por decirlo así.
Aquí, Tai-Tcheu es la ciudad exterior, y Le-Tcheu la interior. Lo que desde luego nos llama la atención es el desolado aspecto de ambas; véanse por doquier señales de pasados incendios; acá y allá pagodas y casas medio destruidas; un montón de ruinas que no son obra del tiempo, sino de la guerra. Todo esto significa que Sou-Tcheou, un tiempo conquistada por los musulmanes y recuperada después por los chinos, ha sufrido los horrores de tan cruentas y feroces campañas que terminan con la destrucción de los edificios y la matanza de los habitantes, sin distinguir sexo ni edad.
Bien es cierto que en el Celeste Imperio se rehace la población con mucha más rapidez que se reedifican las construcciones; así es que Sou-Tcheou ha vuelto a ser populosa en su doble muralla y en los arrabales. Se halla el comercio en floreciente estado, como hemos podido observar paseando por la calle principal, en donde se ven numerosas tiendas perfectamente surtidas, sin contar los vendedores ambulantes.
Allí, por primera vez, han visto los esposos Caterna, entre las filas de los habitantes alineados más bien por el miedo que por el respeto, un mandarín a caballo, precedido de un criado con un quitasol de franjas, insignia de la dignidad de su señor.
Existe una cosa que bien merece la pena de visitar por ella Sou-Tcheou: allí empieza la famosa Gran Muralla del Imperio chino.
Dicha muralla, después de bajar en dirección al S. E. hacia Lan-Tcheou, sube a N. E., encerrando las provincias del Kian-Sou, de Chan-si y de Petchili hasta el norte de Pekín.
En Sou-Tcheou es tan sólo un muro terroso, con algunas torres, en ruinas la mayor parte. Hubiera yo creído faltar a mis deberes de corresponsal si no hubiese ido a saludar al principio de la obra tan gigantesca, que sobrepuja, sin duda, a todas nuestras modernas fortificaciones.
—¿Y realmente es útil la muralla china?… me ha preguntado el Mayor Noltitz.
—A los chinos, lo ignoro, le he respondido; pero sirve de metáfora a nuestros oradores políticos, cuando discuten los tratados de comercio. Sin ella, ¿qué sería de la elocuencia parlamentaria?