XX

Instantáneamente los viajeros más o menos contusos y alocados se lanzan a la vía. En medio de una confusión general, no se oyen más que quejas y preguntas, hechas en tres o cuatro lenguas diferentes.

El señor Faruskiar, Ghangir y los cuatro mogoles han sido de los primeros en echar pie a tierra. Todos se han apostado en la vía, con el kandjiar en una mano y el revólver en la otra. No hay duda: esto es un golpe de mano preparado para robar el tren.

En efecto: faltan los rails en una extensión de cien metros próximamente, y la locomotora, después de haber ido chocando en las traviesas, se ha detenido ante un montículo de arena.

—¡Cómo! ¿No está aún acabado el camino de hierro?… ¡Y a mí se me ha dado un billete de Tiflis a Pekín!… ¡Y yo que he tomado este tren para ganar nueve días en mi vuelta al mundo!

He reconocido en estas frases, arrojadas en alemán y dirigidas a Popof, la voz del irascible barón; pero por esta vez a otros debe dirigir sus quejas, y no a los ingenieros de la Compañía. Mientras el mayor Noltitz no cesa de observar al señor Faruskiar y a los mogoles, nosotros interrogamos a Popof.

—El barón se equivoca, respondió éste. El ferrocarril está completamente terminado; lo que hay es que una mano criminal ha levantado esos cien metros de rails.

—¡Para detener el tren y para…! —exclamo yo.

—Y para robar el tesoro que se lleva a Pekín, añade el señor Caterna. —Es indudable, dice Popof: hay que apercibirse a la defensa. A lo que dije yo:

—¿Acaso nos las tendremos que ver con Ki-Tsang y su gente? Y este nombre corre entre los viajeros, sembrando un espanto indescriptible.

En este momento el Mayor me dice en voz baja:

—¿Por qué Ki-Tsang y no el señor Faruskiar?

—¡Él!… Un administrador del Transasiático…

—Es verdad; pero ya sabemos que la Compañía ha dado entrada en el Consejo a algunos antiguos capitanes de ladrones con objeto de garantizar la circulación de los trenes.

—Yo no puedo creer eso, Mayor.

—Como usted quiera, amigo Bombarnac; pero lo cierto es que ese Faruskiar sabía que el supuesto furgón funerario contiene millones.

—Vamos, vamos; no es tiempo de bromas.

—¡No! Es hora de defenderse, y lo haremos valerosamente.

El oficial chino ha dispuesto sus hombres en torno al vagón del tesoro. Son veinte, y nosotros, sin contar las mujeres, unos treinta. Popof distribuye las armas que llevaba a prevención. El mayor Noltitz, Caterna, Pan-Chao, Fulk Ephrinell, maquinista y fogonero, viajeros asiáticos y europeos, todos, sin excepción, estamos dispuestos a combatir por la salvación común.

A la derecha de la vía, y a unos cien pasos, extiéndense profundos y espesos matorrales, variedad de juncos sospechosos, donde sin duda están ocultos los bandidos, esperando el momento de precipitarse sobre el tren.

De repente estallan gritos. Aquellos matorrales han dado paso a una tropa emboscada allí: unos sesenta mogoles, nómadas del Gobi. Si estos mogoles vencen, el tren será saqueado, robado el tesoro del Hijo del Cielo, y, a no dudarlo, los viajeros sacrificados sin piedad.

¿Y el señor Faruskiar, de quien tanto sospecha el Mayor Noltitz? Le miro. Su fisonomía no es la misma; su hermosa cara se ha tornado pálida; su cuerpo está erguido, y entre sus párpados inmóviles brillan chispas…

Vamos… Si yo me he engañado en lo que concierne al mandarín Yen-Lou, no creo haberlo hecho en lo que respecta a tomar a un administrador de la Compañía del Gran Transasiático por el bandido del Yunnan. En cuanto aparecieron los mogoles, Popof ha hecho que se retiraran al interior de los vagones a la señora Caterna, a miss Horacia y a las demás mujeres. Hemos tomado toda clase de precauciones para que estuviesen en seguridad.

Yo tengo, por toda arma, un revólver de seis tiros, del que sabré servirme.

¡Ah!… ¿No quería yo incidentes, impresiones y contingencias de viaje?… Pues ya las tengo. No faltará materia al cronista, siempre que éste quede a salvo de este peligro, para honor del reporterismo y gloria de El Siglo XX.

¿No sería conveniente empezar por saltar la tapa de los sesos a Ki-Tsang (si es éste el autor de este golpe de mano) para amedrentar a su gente? Indudablemente.

Los bandidos, después de haber hecho una descarga, blanden sus armas, lanzando gritos feroces. El señor Faruskiar, con el revólver en una mano y el kandjiar en la otra, se precipita sobre ellos, con los ojos chispeantes y los labios cubiertos de ligera espuma. Ghangir está a su lado, seguido de los cuatro mogoles, a quienes excita con la voz y el ademán.

El mayor Noltitz y yo nos hemos arrojado por entre los bandidos… Caterna va delante, con la boca abierta, enseñando sus blancos dientes, dispuestos a morder, y manejando el revólver. Desaparece allí el actor cómico para dejar paso al antiguo marino.

—¡Canallas! —grita. ¡Quieren entrar al abordaje! ¡Ese pirata quiere echarnos a pique! ¡Avante!, ¡avante todos! ¡Por el honor del pabellón! ¡Fuego a estribor! ¡Fuego a babor! ¡Fuego en ellos!

Y no está armado de un puñal de guardarropía, ni de pistolas cargadas con pólvora mortecina de Eduardo Philippe… No… En cada mano lleva un revólver; va saltando como un gaviero de mesana; tira a derecha, a izquierda, y, como dice, ¡a estribor! ¡a babor! ¡fuego en ellos!

El joven Pan-Chao se muestra valeroso, con la sonrisa en los labios, capitaneando a los chinos. Popof y los empleados del tren cumplen bravamente su deber, y hasta sir Francis Travellyan de Travellyan-Hall, se bate con una metódica sangre fría. Fulk Ephrinell se abandona a una furia yankee, irritado, no sólo por su matrimonio interrumpido, sino también por el peligro que corren sus cuarenta y dos cajas de dientes. Y no puedo afirmar cuál de estos sentimientos prevalece en su espíritu.

De todo esto resulta que la tropa de malhechores se encuentra con una resistencia más seria de la que esperaba.

¿Y el barón Weissschnitzerdörfer? Es uno de los más encarnizados: suda sangre y agua; su furor le arrastra, a riesgo de perecer. Muchas veces ha sido preciso sacarle… Los rails levantados; el tren detenido; aquel ataque en pleno desierto de Gobi; el retraso consiguiente: el no poder llegar a tiempo al paquebot de Tien-Tsin. Esto significa el viaje alrededor del mundo comprometido; el itinerario roto en el primer cuarto del recorrido… ¡qué golpe para el amor propio germánico!

El señor Faruskiar, mi protagonista (no puedo llamarle de otro modo) despliega una extraordinaria intrepidez, estando en el lugar de más peligro; y cuando ya ha descargado su revólver, manejando el kandjiar, como hombre que ha visto muchas veces de cerca la muerte y nunca ha temido desafiarla.

Ya hay algunos heridos de una y otra parte, y quién sabe si muertos, entre los viajeros que están extendidos sobre la vía. Una bala me ha rozado un hombro; pero es tan poca cosa, que apenas me he dado cuenta de ello. El reverendo Nathaniel Morse no ha creído que su carácter sagrado exigía de él que estuviese con los brazos cruzados, y por la manera como se sirve de ellos, no parece que maneja por primera vez las armas de fuego.

A Caterna le han atravesado el sombrero, y no hay que olvidarse de que se trata de su sombrero de novio de pueblo, su sombrero gris de pelo largo; lanza un juramento marino, donde se juntas rayos y bombas, y de un certero golpe deja muerto al que le ha agujereado el sombrero.

La lucha dura unos diez minutos, con alternativas muy alarmantes; aumenta el número de los que quedan fuera de combate por ambas partes, y el éxito es muy dudoso. El señor Faruskiar, Ghangir y los mogoles se han replegado hacia el precioso vagón; los chinos no han abandonado su guarda un instante; pero dos o tres de ellos han sido mal heridos, y su oficial acaba de ser muerto de un balazo en la cabeza. Mi héroe hace todo lo que puede hacer el más ardiente valor para defender el tesoro del Hijo del Cielo. La prolongación del combate me inquieta; continuará sin duda hasta que el capitán de la banda, un hombre alto, de barba negra, lance sus gentes al asalto. Hasta ahora ha salido ileso; y a pesar de todos nuestros esfuerzos, es evidente que gana terreno. ¿Nos veremos obligados a refugiarnos en los coches como tras los muros de una fortaleza, y combatir defendiéndonos hasta que sucumba el último de nosotros? Esto no puede tardar, si no conseguimos contener el movimiento de retirada que empieza a iniciarse por nuestra parte.

Al ruido de los disparos añadense los gritos de las mujeres; algunas, desoladas, salen a las plataformas, y miss Horacia Bluett y la señora Caterna tratan de contenerlas en el interior de los coches. Las planchas de éstos han sido atravesadas por las balas, y me pregunto si habrá alcanzado alguna a Kinko.

El Mayor Noltitz, que está a mi lado, me dice:

—Esto va mal.

—Sí, va mal, he respondido. Temo que se acaben las municiones. Habría que poner fuera de combate al jefe de los malhechores… Venga usted, Mayor.

Mas lo que intentamos lo hace otro en este momento, y este otro es el Sr. Faruskiar, que, después de haber roto las filas de los asaltantes, les ha rechazado, a pesar de los muchos golpes dirigidos contra él… Helé ya delante del jefe de los ladrones… Levanta el brazo, y con su kandjiar le hiere en mitad del pecho… Los ladrones empiezan a batirse en retirada, sin tomarse el trabajo de recoger sus muertos y heridos. Los unos huyen por la llanura, los otros desaparecen tras los matorrales. ¿Perseguirlos? ¿Para qué? La victoria es nuestra, y me atrevo a decir que sin el admirable valor del Sr. Faruskiar, no hubiese quedado uno de nosotros para contar este episodio.

Sin embargo, aunque bañado en sangre, que en abundancia le corre por el pecho, el jefe de los ladrones no está muerto.

Y entonces somos testigos de un cuadro que no olvidaré jamás, y cuya nota más característica está en la actitud de los personajes. El bandido está caído, una rodilla en tierra, un brazo levantado, y el otro apoyado en el suelo.

El Sr. Faruskiar está en pie junto a él, dominándole con su alta estatura. De repente, y por un último esfuerzo, aquel hombre se levanta; con el brazo amenaza a su adversario, le mira… Faruskiar le atraviesa el corazón con su kandjiar. Vuélvese luego hacia nosotros, y en lengua rusa, con voz tranquila, dice:

—¡Ki-Tsang ha muerto! ¡Cómo él perecerán todos los que se armen contra el Hijo del Cielo!