Al despertar me parece que salgo de una pesadilla; mas no se trata de esos sueños que piden ser interpretados según los principios de la Llave de oro. No, nada más sencillo. El capitán de ladrones Ki-Tsang, que ha preparado un golpe de mano para apoderarse del tesoro chino ataca el tren en las llanuras del Gobi meridional. Forzado el vagón… robado… desvalijado… El oro y las piedras preciosas, por valor de quince millones, son arrancados a los guardias celestes, que sucumben después de valerosa defensa… Y los viajeros… ¡Ah!… ¡Los viajeros!… Dos minutos más de sueño, y hubiera sabido lo que les pasaba, y lo que me pasaba, por tanto… Mas todo aquello se disipa con las brumas de la noche: que los sueños no son fotografías inalterables y se borran al sol.
Dando mi paseo desde la cola a la cabeza del tren, como un burgués pasea por las calles de la población, me he encontrado al Mayor Noltitz. Después de apretarme la mano, me indica a un mogol que se ha instalado en un vagón de segunda, y me dice:
—Ese no es de los que subieron en Douchak al mismo tiempo que el administrador Faruskiar y Ghangir…
—En efecto; hasta ahora no había yo visto esa cara en el tren.
Popof me dice que ese mogol ha subido en la estación de Tchertchen, y añade que, en cuanto llegó, tuvo una breve entrevista con el administrador; de donde yo deduzco que el nuevo viajero debe también ser uno de los empleados de la Compañía.
Por lo demás, durante mi paseo no he visto al señor Faruskiar: ¿acaso habrá bajado en alguna de las estaciones intermedias entre Tchertchen y Tcharkalyk, adonde llegaremos hacia la una de la tarde?
No; que está con Ghangir en este momento en la plataforma anterior a nuestro vagón. Parecen entregados a una conversación muy animada, que no interrumpen más que para mirar con visible impaciencia la vasta llanura que se pierde al N. E. ¿Acaso alguna noticia llevada por el mogol les hace salir así de sus costumbres de reserva y gravedad? Héme otra vez abandonado a mi fantasía, vislumbrando aventuras, ataques de ladrones, como en mi sueño. Me trae a la realidad el reverendo Nathaniel Morse, que viene a decirme:
—No olvide usted, caballero, que hoy a las nueve…
—¡Ah, sí! El matrimonio de Fulk y Horacia… A fe mía que no me acordaba… Ya es tiempo de que me vaya al tocador de nuestro vagón… Ya que no pueda vestirme de etiqueta, al menos me mudaré de camisa… Conviene que yo, uno de los testigos del marido, esté presentable, puesto que el otro, el señor Caterna, va a estar magnífico… En efecto: el cómico se ha introducido en el furgón de equipajes… (¡tiemblo por el pobre Kinko!) y ayudado por Popof, ha sacado de una de sus maletas una ropa algún tanto ajada, pero de gran efecto para una ceremonia nupcial: frac crema con botón dorado y su ramito en el ojal; corbata con diamante inverosímil; calzón amapola con hebillas doradas, chaleco sembrado de florecillas, medias adamascadas, guantes de seda, escarpines negros, y sombrero gris de pelo largo. Con este traje, ¡cuántos papeles, ya de novio, ya de padrino en boda de pueblo, no habrá representado! Por lo demás, está soberbio, la cara resplandeciente, la barba bien afeitada, las mejillas azuladas, los ojos y los labios pintados.
Su mujer no está menos endomingada. Fácilmente ha encontrado en su guardarropa su traje de dama de honor. El corpino es de vistosas rayas entrecruzadas, la falda corta de lana verde; medias malva bien ajustadas; sombrero de paja adornado de flores tan bien hechas, que no les falta más que el aroma; un ligero tinte negro en las cejas, y rojo en los pómulos… Es la actriz de provincia, y si su marido y ella quieren ejecutar alguna comedia después de la boda, yo les prometo muchos aplausos.
A las nueve debe celebrarse el matrimonio, anunciado por la campana del ténder, lanzada a todo vuelo como la de una capilla. Con un poco de imaginación, podrá uno creer que está en la ciudad. Pero ¿adónde llamará esta campana a los testigos e invitados? Al vagón-restaurant, que ha sido convenientemente dispuesto para la ceremonia. No es ya un dining-car; es un hall-car, si se quiere admitir esta expresión. La mesa redonda ha sido sustituida por otra que servirá de escritorio. Algunas flores compradas en la estación de Tchertchen, están colocadas en los ángulos del vagón, que tiene suficiente capacidad para contener a la mayor parte de los invitados; los que no quepan dentro, permanecerán en las plataformas.
El personal de viajeros ha sido prevenido por un cartel colocado en las puertas de los vagones de primer y segunda y concebido en los siguientes términos:
«Mr. Fulk Ephrinell, de la casa Strong-Bulbul and Co. de Nueva York, tiene el honor de invitar a ustedes a su matrimonio con miss Horacia Bluett, de la casa Holmes-Holme de Londres, cuyo acto se celebrará en el dining-car del Gran Transasiático el día 22 de mayo, a las nueve en punto de la mañana, oficiando el reverendo Nathaniel Morse, de Boston».
«Miss Horacia Bluett, de la casa Holmes-Holme de Londres, tiene el honor de invitar a ustedes a su matrimonio con Mr. Fulk Ephrinell, de la casa Strong-Bulbul and Co. de Nueva York, cuyo acto, etcétera».
En verdad, si yo no saco cien líneas de este incidente, declaro que no entiendo nada de mi oficio.
Me informo por Popof del punto exacto en el que el tren se encontrará en el momento de la ceremonia, lo que aquél me indica con el horario a la vista. Dicho punto está situado a ciento cincuenta kilómetros de la estación de Tcharkalyk, en pleno desierto, en medio de las llanuras que atraviesa un riachuelo tributario del Lob-Nor. Durante unas veinte leguas no se encuentra ninguna estación, y la ceremonia no se interrumpirá por una parada cualquiera.
No hay que decir que desde las ocho y media el señor Caterna y yo estamos dispuestos para cumplir nuestro mandato.
EL Mayor Noltitz y Pan-Chao se han hecho el tocado que la solemnidad requiere. El Mayor, grave como un cirujano que va a cortar una pierna; el chino con ese aire ligeramente burlón del parisién en una boda de provincia.
En cuanto al doctor Tio-King, con su inseparable Cornaro asistirá a la fiesta. Si no me engaño, el noble veneciano era célibe; pero no creo que haya dado su opinión respecto al matrimonio, estudiado bajo el punto de vista de la consunción del húmedo radical, a menos que se ocupe de ello en el capítulo que titula: «Medios seguros y fáciles de remediar los diversos accidentes que amenazan la vida».
—Y, añade Pan-Chao que acaba de citarme esta frase cornariana, pienso que el matrimonio puede ser colocado entre uno de esos accidentes.
Las nueve menos cuarto… Nadie ha visto aún a los futuros cónyuges. La novia está encerrada en uno de los tocadores del primer vagón, donde sin duda se ocupa de sus galas nupciales. Es probable que Fulk Ephrinell esté dando la última mano al lazo de su corbata, y el último frote a sus sortijas y dijes. No estoy inquieto, porque le veremos aparecer al primer toque de la campana.
Sólo tengo el pesar de que el señor Faruskiar y Ghangir estén demasiado ocupados para poder participar de la alegría de la fiesta. ¿Por qué continúan interrogando con la mirada al inmenso desierto? Ante sus ojos se extiende, no la cultivada estepa de la región del Lob-Nor, sino el Gobi, árido, triste y desnudo, como le describen Grjimaílo, Blanc y Martín. Hay motivo para preguntar por qué ambos le observan con tal obstinación.
—O mucho me engaño, o aquí hay algo, dice el Mayor.
¿Qué significarán estas palabras?… Ya la campana del ténder, echada al vuelo; lanza sus agudas notas… Las nueve… No hay tiempo que perder… ¡Al dining-car!
Oigo a Caterna, que se ha colocado junto a mí, canturrear:
«C’est la cloche de la tourelle, Qui tout á cou… pa retenti …»[9]
En tanto que su mujer contesta al trío de la Dama Blanca, con el estribillo de los Dragons de Villars:
«Et sonne, sonne, sonne, Et sonne, et carilíonne…»[10]
Los viajeros pónense en marcha procesionalmente; primero los cuatro testigos, después los invitados, que llegan de los dos extremos de la aldea quiero decir, del tren; algunos turcomanos, algunos tártaros, hombres y mujeres, llenos de curiosidad por la ceremonia. Los cuatro mogoles han quedado en la última plataforma, junto al vagón del tesoro, cuya guarda no deben abandonar un instante los soldados chinos.
Llegamos al dining-car. El clergyman está sentado ante la mesita, sobre la que se halla extendida el acta de matrimonio que ha preparado, con las fórmulas acostumbradas. Indudablemente está habituado a esta clase de solemnidades, que son tan comerciales como matrimoniales. Los novios no han llegado todavía.
—¡Pues qué! —dije yo a Caterna: ¿se habrán vuelto atrás?
—Si han renunciado, responde riendo, el reverendo nos volverá a casar a mi mujer y a mí; estamos en traje de novios… y no es cosa de que se pierda este aparato, ¿no es verdad, Carolina?
—Sí, Adolfo, responde ésta.
Mas no había necesidad de esto. He aquí que el señor Fulk Ephrinell aparece vestido exactamente como de costumbre. Un detalle: tras la oreja izquierda lleva un lápiz, porque el honrado corredor acaba de terminar una cuenta de la casa de Nueva York. Aquí está miss Horacia Bluett, tan delgada, seca y fea como puede serlo una corredora británica. Cubre su vestido de viaje con su guardapolvo, y, a guisa de joyas, un manojo de llaves pendiente de su cintura.
Al entrar los novios, los asistentes se levantan políticamente. Después de haber saludado a derecha e izquierda, toman el mismo paso y se adelantan hacia el clergyman, que está en pie, con la mano puesta sobre una Biblia abierta, sin duda en la página en que Isaac, hijo de Abraham y de Sara, se casa con Rebeca, hija de Raquel.
Si un armonium dejase oír la música propia del caso, creeríase uno en una capilla. Pero sí hay música; si no es un armonium, es algo parecido: un acordeón se infla entre las manos del señor Caterna. En su calidad de antiguo marino, sabe manejar este instrumento de suplicio; y he aquí que toca el desabrido andante de Norma con aquella destemplada música.
A la gente asiática parece causarle aquello un vivo placer. Jamás han oído aquélla, para ellos tan armoniosa melodía, del neumático aparato.
Todo tiene fin en este mundo, hasta el andante de Norma; y el reverendo Nathaniel Morse comienza el speech propio de las circunstancias: «Las almas que se fusionan;» «la carne de la carne;» «creced y multiplicaos».
En mi opinión hubiese sido mejor que dijese con la voz nasal de un simple notario: «Ante nos el Notario clergyman se ha extendido un acta bajo la razón social Ephrinell Bluett and Co…».
No acabo mi pensamiento, cuando se oyen algunos gritos a la cabeza del tren. Los frenos, bruscamente oprimidos, dejan oír su estridente chirrido. Algunas sacudidas sucesivas acompañan la disminución de la marcha del tren. Después, un violento choque detiene los vagones en medio de una nube de arena.
¡Qué diversión para la ceremonia nupcial! «Se nos ha interrumpido la comunicación…» como dicen los telegrafistas. En el dining-car todo ha caído en confuso montón: personas y muebles, novios y testigos. Nadie ha podido guardar el equilibrio. Se produce indescriptible confusión, mezclada con gritos de terror y prolongados gemidos. Pero no ha ocurrido nada grave: la parada no ha sido brusca.
—¡Vivo, vivo! ¡Fuera del tren! —me grita el Mayor.