¡Millones! ¡Son millones lo que encierra ese supuesto vagón funerario! A pesar mío, esta frase imprudente acaba de escaparse de mis labios: de suerte que el secreto del vagón imperial es al instante conocido de todos, empleados en la estación y viajeros del tren. Así, pues, para más seguridad, el Gobierno persa, de acuerdo con el Gobierno chino, he pretendido hacer creer en el transporte del cuerpo de un mandarín, cuando se trataba de transportar un tesoro a Pekín, por valor de quince millones de francos. Dios me perdone aquella plancha, explicable seguramente, que había cometido. Mas ¿por qué había yo de desconfiar de lo que Popof me decía, y por qué él había de sospechar de lo que habían afirmado los empleados persas respecto al mandarín Yen-Lou? No existía razón alguna para poner en duda su veracidad. Me siento profundamente lastimado en mi amor propio de corresponsal, y muy disgustado del llamamiento al orden que se me ha hecho. Me guardaré muy bien de decir palabra de mi malaventura, ni aun al Mayor… ¿Es esto creíble? ¡En París, El Siglo XX está mejor informado, en lo que concierne al ferrocarril, que yo en el Gran Transasiático! Él sabe que es un tesoro imperial lo que traemos a la cola del tren, y yo lo ignoraba. ¡Oh decepción del noticierismo! Ahora el secreto está divulgado, y no tardamos en saber que este tesoro, compuesto de oro y piedras preciosas, depositado en otro tiempo en manos del Shah de Persia, va expedido a su legítimo propietario, el Hijo del Cielo.
He aquí por qué el señor Faruskiar, avisado de ello en su cualidad de administrador de la Compañía, ha tomado nuestro tren en Douchak, a fin de acompañar el tesoro hasta su destino. He aquí por qué Ghangir y él, y los tres mogoles sus agentes, han inspeccionado severamente este vagón precioso; por qué se han mostrado tan inquietos cuando ha quedado atrás, después de la rotura de la barra, y por qué han insistido con tanto calor en que se fuera a recogerle… Sí. ¡Todo se explica!
He aquí también por qué una escuadra de soldados chinos ha venido a recibir el vagón a Kachgar, relevando a los empleados persas. He aquí por qué Pan-Chao no podía haber oído hablar del mandarín Yen-Lou, no existiendo en el Celeste Imperio ningún alto personaje de este nombre.
Partimos a la hora reglamentaria, y, como se supone, nuestros compañeros de viaje no hablan más que de estos millones, suficientes para enriquecer a todo el personal del tren.
—El supuesto vagón funerario me había siempre parecido sospechoso, me dice el Mayor Noltitz, y por esto fue por lo que interrogué a Pan-Chao con motivo del difunto mandarín.
—Lo recuerdo, en efecto, he respondido, y no había comprendido la razón de la pregunta de usted. En fin, lo cierto es que henos aquí ahora con un tesoro a remolque.
—Y añada usted, dijo el Mayor, que el Gobierno chino ha obrado prudentemente dándole una escolta de veinte hombres bien armados. Desde Khotan hasta Lan-Tcheou, el tren tiene que franquear dos mil kilómetros por el desierto, y la seguridad de los trenes deja mucho que desear al través del Gobi.
—Además, Mayor, que después de lo que me ha dicho usted, de que el terrible Ki-Tsang ha sido visto en las provincias septentrionales del Celeste Imperio…
—En efecto, señor Bombarnac, y un golpe de quince millones es un buen golpe para un capitán de bandidos.
—Pero ¿cómo pudiera ese capitán estar informado del envío del tesoro imperial?
—Esa gente sabe siempre lo que le interesa saber. Sí, pensé yo: ¡aunque no lean El Siglo XX!
Y yo me sentía enrojecer, pensando en mi equivocación, que me valdrá ciertamente las maldiciones de Chincholle.
Entretanto, en las plataformas se trataba de los sucesos nuevos, haciendo cada uno sus reflexiones. El uno prefería viajar con unos millones mejor que con un cadáver, así fuera éste el del mandarín de más importancia. El otro encontraba que el transporte de tal tesoro no dejaba de tener algún peligro para la seguridad de los viajeros. Ésta era la opinión del barón Weissschnitzerdörfer, manifestada en el curso de una furibunda arremetida contra Popof.
—Es preciso prevenirse, señor, es preciso prevenirse, repite: se sabe que el tren lleva esos millones y esto puede despertar la idea de un ataque. Y admitiendo que se le pueda rechazar, este ataque significaría retardos… retardos que yo no puedo admitir… No, señor, no puedo.
—Nadie nos atacará, señor barón, responde Popof. Nadie piensa en ello.
—¿Y usted qué sabe, caballero, usted qué sabe? —Un poco de calma…; se lo ruego a usted.
—No… No me calmaré: ¡y si la circulación se estorba, yo haré responsable a la Compañía!
Sí… Comprendido. ¡Cien mil florines de indemnización al señor barón de la vuelta al mundo!
Pasemos a los otros viajeros. Como se comprende, Fulk Ephrinell no puede considerar este incidente más que desde un punto de vista muy práctico.
—Ciertamente, dice, nuestros riesgos aumentan por la unión de ese tesoro, y en caso de accidente ocasionado por ella, la Life Travellers Society, en la cual estoy asegurado, no querrá pagar el seguro, exigiendo a la Compañía toda la responsabilidad.
—En efecto, responde miss Horacia; y la situación de la Compañía frente al Celeste Imperio, hubiera sido grave, de no encontrar los vagones desenganchados. ¿Verdad, Fulk? —Es claro, Horacia. ¡Horacia y Fulk! ¡Así, en confianza!…
La pareja anglo-americana tiene razón. Aquella pérdida enorme hubiese sido de cuenta del Gran Transasiático, porque la Compañía no podía ignorar que se trataba del envío de oro y piedras preciosas, y no de los despojos del mandarín Yen-Lou, lo que comprometía su responsabilidad personal.
En cuanto al matrimonio Caterna, no parece muy conmovido por los millones que lleva el tren en su cola. Esto no inspira al cómico más que la siguiente reflexión:
—Carolina… ¡qué hermoso teatro se podría edificar con ese dinero!
Pero la palabra de la situación ha sido dicha por el clergyman que subió en Kachgar, el reverendo Nathaniel Morse:
—Siempre es inquietante llevar tras sí un polvorín.
Nada más cierto, en verdad: este vagón, con su tesoro imperial, es un polvorín que puede hacer saltar el tren.
El primer camino de hierro establecido en China hacia 1877, ha reunido Sanghai a Fou-Tcheou. En cuanto al Gran Transasiático, sigue poco más o menos el trazado que se determinó en 1874 por Tachkend, Kouldja, Kami, Lan-Tcheou, Singan y Sanghai. Este ferrocarril no penetra hasta las populosas provincias del centro, que se pueden comparar a vastas y zumbantes colmenas de abejas, extraordinariamente prolíficas. En tanto que es posible, forma casi una línea recta entre Lan-Tcheou y Son-Tcheou[8], en cuyo punto toma un poco de línea curva. A las grandes ciudades sólo llegan ramales de dicha vía hacia el S. y el S. E. Uno de estos ramales, el de Tai-Youan a Nanking, debe unir estas dos villas de las provincias de Chan-si y de Chen-Toong: pero en esta época la construcción, no terminada, de un importante viaducto, retarda aún la explotación.
Lo que está enteramente terminado; lo que asegura una comunicación directa al través del Asia Central, es la línea principal del Gran Transasiático. Han luchado los ingenieros en la construcción de esta línea con las mismas dificultades que el general Annenkof para el Transcaspiano. Los desiertos del Kara-Koum y del Gobi se parecen tanto en lo horizontal del terreno como en la ausencia de accidentes, lo que facilita, como en aquél, la colocación de traviesas y rails. Si hubiese habido necesidad de atravesar la enorme cordillera de los montes Kuen-Lun, Nan-Chan, Amie, Gangar-Oola, que se dibuja en la frontera del Tíbet, los obstáculos hubiesen sido tales, que no hubiera bastado un siglo para franquearlos; mientras que, por el contrario, por un terreno fácil y arenoso el ferrocarril ha podido avanzar rápidamente hasta Lan-Tcheou, como un largo Decauville de tres mil kilómetros.
Solamente al llegar a las cercanías de esta ciudad ha sido cuando los ingenieros han tenido que empeñar una lucha enérgica con la naturaleza. Allí es donde la obra ha sido costosísima y penosa por las provincias de Kan-Sou, Chan-si y Petchili.
Mientras andamos iré indicando algunas estaciones donde el tren ha de hacer alto para la provisión de agua y combustible. Hacia la derecha, la mirada se distrae por un horizonte lejano de montañas, pintoresco encadenamiento que encuadra al Norte la meseta tibetana; a la izquierda la mirada se perderá por las interminables estepas del Gobi. El conjunto de estos territorios es lo que realmente constituye el Imperio Chino, la verdadera China, y el ferrocarril no nos la revelará hasta las cercanías de Lan-Tcheou.
Así, pues, todo se conjura para que esta segunda parte del viaje sea muy poco interesante, a menos que el Dios de los cronistas quiera proporcionarnos los incidentes que la naturaleza nos rehúsa. Me parece que pocos son los elementos de los que, combinados con algún arte, podré sacar partido.
A las once sale el tren de la estación de Kothan, y son cerca de las dos de la tarde cuando llega a Keria. Atrás han quedado las estaciones de Urang, Langar, Pola y Tschiria.
En 1889 a 1890 este trazado fue recorrido por Pevtzoff desde Kothan hasta Lob-Nor, como nosotros íbamos a hacerlo tan fácilmente al pie del Kouen-Lun, que separa el Turquestán chino del Tíbet. Dicho viajero ruso pasó con su caravana por Keria, Nia, Tchertchen, venciendo peligros y dificultades, lo que no le impidió recorrer diez mil kilómetros, sin contar los trabajos científicos que realizó en diversos puntos, tomando alturas y longitudes. Es un honor para el Gobierno moscovita haber continuado esta suerte la obra de Prjevalsky.
De la estación de Keria se ve aún hacia el S. O. las alturas del Kara-Koum y la punta del Dapsang, al que diferentes cartógrafos atribuyen una elevación superior a ocho mil metros. A sus pies se extiende la provincia de Kachmir. Allí el Indo comienza a aparecer en modestos manantiales que alimentan uno de los mayores ríos de la Península; allí se destaca, de la meseta del Pamir, la enorme cadena del Himalaya, donde existen las más altas cimas del globo.
Desde Kothan hemos franqueado ciento cincuenta kilómetros en cuatro horas; andar muy moderado, pero ya en aquella parte del Transasiático no se encuentra la gran velocidad del Transcaspiano. O bien las locomotoras chinas son menos rápidas, o, merced a su indolencia natural, los maquinistas se imaginan que el máximum de velocidad que puede obtenerse en los ferrocarriles del Celeste Imperio es el de treinta a cuarenta kilómetros por hora.
A las cinco de la tarde otra estación, Nia, donde el general Pevtzoff estableció un observatorio astronómico. Aquí la parada no es más que de veinte minutos. Tengo tiempo para hacer algunas provisiones en la cantina de la estación. Se comprende para quién son destinadas.
Los viajeros que tomamos en el camino son gente de origen chino, hombres o mujeres. Es raro que ocupen los vagones de primera, y si lo hacen es por cortos trayectos.
No hace un cuarto de hora que hemos partido, cuando Fulk Ephrinell, con la gravedad de un negociante que va tratar un negocio, viene a reunirse conmigo a la plataforma del vagón, y me dice:
—Señor Bombarnac, tengo que pedir a usted un favor.
Vamos, cuando me necesita, ya sabe buscarme este yankee.
—Señor Ephrinell, mucho me alegraría de poderle a usted servir en algo. ¿De qué se trata?
—Vengo a rogarle a usted que me sirva de testigo.
—¿Una cuestión de honor? ¿Y con quién?
—Con miss Horacia Bluett.
—¿Se bate usted con miss Horacia? —respondí riéndome.
—No, por ahora… Sólo me caso con ella.
—¿Se casa usted?
—¡Sí! ¡Vale mucho esa mujer! Es muy inteligente en los asuntos de comercio, y tenedora de libros muy distinguida.
—Enhorabuena, señor Ephrinell. Puede usted contar conmigo. ¿Y sin duda con el señor Caterna?
—No desearía otra cosa; y si hay comida de boda, cantará a los postres.
—¡Cuanto quiera! —responde el americano. Pasemos ahora a los testigos de miss Horacia.
—Justamente.
—¿Cree usted que el Mayor Noltitz aceptará?
—Un ruso es demasiado galante para rehusar… Yo mismo le haré la proposición, si usted quiere.
—Gracias anticipadas. Respecto al segundo testigo, estoy algo perplejo… Ese inglés, sir Francis Trevellyan…
—Le dirá a usted que no con la cabeza. Es todo lo que obtendrá usted de él.
—¿Y el barón Weissschnitzerdörfer?
—¡Hombre! ¡Pedir eso a un hombre que da la vuelta al mundo con su apellido!… No acabaría de firmar.
—Entonces no veo otro que el joven Pan-Chao, o, en su defecto, nuestro conductor Popof.
—Sin duda tendrían un gran placer; pero ¿por qué apresurarse, señor Ephrinell? Una vez en Pekín, no será difícil encontrar el cuarto testigo.
—¡Cómo! ¿En Pekín? ¡Si yo no pienso casarme allí con miss Horacia Bluett!
—¿Entonces es en Sou-Tcheou o en Lan-Tcheou, en una parada de horas?
—¡Wait a bit, señor Bombarnac! ¿Es que un yankee tiene tiempo de esperar?
—Y entonces ¿dónde?
—Aquí mismo.
—¿En el tren?
—En el tren.
—Vaya, pues yo soy el que le digo a usted ¡wait a bit!.
—Pero no veinticuatro horas.
—Vamos a ver; para celebrar el matrimonio es preciso…
—Es preciso un sacerdote americano, y tenemos al reverendo Nathanicl Morse.
—¿Y consentirá?
—¿Si consentirá?… ¡Casaría a todo el tren, si lo pidiesen!
—¡Bravo, señor Ephrinell! ¡Un matrimonio en ferrocarril! He aquí una cosa que ha de interesarnos.
—Señor Bombarnac, nunca se deje para mañana lo que se pueda hacer hoy…
—Sí… ya sé… Time is money….
—No. Time is time. No perdamos jamás nada; ni un minuto.
Fulk Ephrinell me oprime la mano, y como le he prometido, voy a hacer mis pesquisas cerca de los testigos necesarios para la ceremonia nupcial.
Claro que el corredor y la corredora son libres y pueden disponer de sus personas, y contraer matrimonio como se hace en América, ante un clergyman, sin esos fastidiosos preliminares exigidos en Francia y demás países, esclavos de las formas. ¿Es un bien o un mal? Los americanos piensan lo primero, y que, como ha dicho Cooper, «lo mejor de ellos es lo mejor del mundo». Me dirijo desde luego al Mayor Noltitz, que acepta con mucho gusto el cargo de testigo de miss Horacia Bluett.
—¡Esos yankees son asombrosos! —me dice.
—Precisamente porque de nada se asombran, señor Mayor.
Hago igual proposición al joven Pan-Chao.
—¡Encantado, señor Bombarnac! —me responde. Seré testigo de la adorada y adorable miss Horacia Bluett. Si un matrimonio entre inglesa y americano con dos testigos franceses, uno ruso y otro chino, no ofrece garantías de felicidad… ¿cuál las puede ofrecer?
Ahora al señor Caterna. Que acepta, no hay que decirlo. Mejor dos veces que una.
—¡Ah! ¡Vaya un asunto para un vaudeville o una opereta! —exclama. Tenemos ya Le mariage au tambour, Le mariage aux olives, Le mariage aux lanternes, y ahora tendremos El matrimonio en ferrocarril o El matrimonio al vapor. Buenos títulos, eh, ¿don Claudio? El buen yankee puede contar conmigo. Testigo viejo o joven, padre noble, o primer galán, marqués o aldeano… Yo me haré la cabeza que quiera.
—No necesita usted hacerse ninguna cabeza, señor Caterna: la de usted no descompondrá el cuadro.
—¿Y la señora Caterna irá a la boda?
—¿Cómo no? La dama de honor.
En lo que concierne a estas ceremonias tradicionales, no hay que exigir mucho en el camino del Gran Transasiático. Ya es muy tarde para que hoy pueda celebrarse. Además que Fulk Ephrinell quiere que las cosas se hagan con la preparación debida, y tiene que tomar algunas disposiciones. Así, pues, hasta mañana por la mañana no se celebrará el matrimonio. Rogaré la asistencia a los demás viajeros. El señor Faruskiar ha tenido a bien prometer honrar el acto con su presencia.
Durante la comida no se habló de otra cosa. Después de haber cumplimentado a los futuros esposos, que respondieron con una amabilidad muy anglosajona, cada uno prometió firmar el contrato.
—Y nosotros haremos honor a vuestras firmas, añadió Fulk Ephrinell con el tono de un comerciante que cierra un trato.
Llegada la noche, cada cual se ha ido a dormir, soñando con las fiestas del día siguiente. Doy mi habitual paseo hasta el vagón ocupado por los gendarmes chinos, y observo que el tesoro del Hijo del Cielo está fielmente guardado. La mitad de la escuadra vela, mientras duerme la otra mitad.
Hacia la una de la madrugada he podido visitar a Kinko y entregarle las provisiones compradas en la estación de Nia. El joven rumano está tranquilo; ya no ve más obstáculos, llegará a buen puerto.
—Me voy poniendo gordo en el fondo de esta caja, me dice.
—Pues mucho cuidado, no sea que no pueda usted salir, dije yo riendo.
Después le cuento el incidente del matrimonio de Ephrinell y Bluett, y que se celebrará al día siguiente con gran pompa.
—¡Ah! —me dijo lanzando un suspiro; ellos no tienen que esperar la llegada a Pekín.
—Sin duda; pero me parece que un matrimonio contraído en tales condiciones, no debe ser muy sólido. Pero, en fin, esto es cuenta suya.
A las tres de la mañana hubo una parada de cuarenta minutos en la estación de Tchertchen, casi al pie de las ramificaciones del Kouen-Lun. De tan triste país desprovisto de árboles y verdura, nadie ha podido ver nada. El ferrocarril sigue hacia el N. E.
Al amanecer nuestro tren corre sobre esta vía férrea de 400 kilómetros que separa a Tchertchen de Tcharkalyk, en tanto que el sol acaricia con sus rayos la inmensa planicie, deslumbradora de eflorescencias salinas.