Somos lanzados sobre los rails de un camino de hierro chino, de una sola vía, arrastrados por una locomotora celeste, y conducidos por maquinistas de la raza amarilla. Esperamos que no tendremos contratiempo en el camino, puesto que el tren cuenta entre los viajeros a uno de los principales funcionarios de la Compañía en la persona del señor Faruskiar.
Pero, en fin, si sobreviniese algún accidente, esto rompería la monotonía del viaje y me proveería de episodios. Tengo que reconocer que, hasta el presente, mis personajes no han dado de sí nada digno de fijar la atención. La pieza no es nada interesante, la acción languidece. Sería preciso un efecto teatral que pusiera a toda esta gente en escena; lo que el señor Caterna llamaría «un buen cuarto acto».
En efecto Fulk Ephrinell y miss Horacia Bluett están siempre absortos en su conversación comercial. Pan-Chao y el doctor me han divertido un momento, pero nada más. El cómico y la actriz no son más que unos simples cómicos, a los que faltan situaciones. Kinko, Kinko mismo, sobre el que yo fundaba tantas esperanzas, ha pasado la frontera sin contratiempos, llegará a Pekín sin gran trabajo, se casará con Zinca Klork sin dificultades. Decididamente, esto no marcha.
¡Y los lectores de El Siglo XX que esperan de mí una crónica vibrante y llena de impresiones!
¿Es que me veré obligado a limitarme al barón alemán? No: éste no es más que ridículo, y lo ridículo, que es la originalidad de los tontos, no puede interesar jamás.
Vuelvo, pues, a mi idea. Me sería preciso un héroe, y hasta el presente no ha aparecido.
Decididamente, ha llegado la ocasión de entrar en relaciones más íntimas con el señor Faruskiar. Acaso ahora, que ya no viaja de incógnito, no será tan reservado. Somos sus administrados, por decirlo así. Es como el alcalde de nuestra ciudad ambulante, y un alcalde se debe a sus administrados. Además, para el caso en que el fraude de Kinko sea descubierto, espero asegurarme la protección de este elevado funcionario.
Nuestro tren marcha con gran rapidez desde la salida de Kachgar. Sobre el horizonte se dibujan los macizos de la meseta de Pamir, y hacia el S. O. se ve la circunferencia de Bolor; es decir, la cintura kachgariana, cuya alta cima del Tagharma se pierde entre las nubes.
No sé cómo ocupar mi tiempo. El Mayor Noltitz jamás ha visitado estos territorios que atraviesa el Gran Transasiático, y no me queda el recurso de tomar notas de sus indicaciones. El doctor Tio-King no levanta la nariz de su Cornaro, y Pan-Chao me parece que conoce mejor París y Francia que Pekín y China; además, cuando vino a Europa tomó la vía de Suez y no conoce del Turquestán oriental más que Kamtschatka. Sin embargo, conversamos muy a gusto de los dos. Es un amable compañero; pero lo que a mí me hace falta es un poco menos de amabilidad y un poco más de originalidad.
Véome, pues, reducido a pasearme de un vagón a otro y por las plataformas, interrogando al horizonte, que se obstina en no responderme, y escuchando aquí y allá.
¡Calla! He aquí al cómico y a la actriz que parecen sostener una conversación muy animada. Me acerco… cantan a media voz. Presto oído:
J’aim’ bien mes dindons… ons… ons…[6]
dice la señora Caterna.
J’aim’ bien mes moutons… ons… Ons…[7]
replica el señor Caterna, cómico que para todo sirve, y canta de barítono en caso de necesidad.
Este es el eterno dúo de Pipo y de Betina la Coloradota, que ensayan para sus futuras representaciones en Sanghai… ¡Dichosos los de este país! No conocen todavía La Mascota.
He aquí a Fulk Ephrinell y a miss Horacia Bluett conversando con cierta intimidad, y yo sorprendo estas palabras:
—Temo, dice la corredora, que los cabellos estén en alza en Pekín.
—Y yo, responde el corredor, que los dientes estén en baja… ¡Ah! Si estallase una buena guerra, en la que los rusos rompieran las mandíbulas a los celestes…
¡Vean ustedes esto! Batirse para proporcionar a la casa Strong-Bulbul and Co. de Nueva York la ocasión de colocar sus productos.
En verdad, no sé qué imaginar, y tenemos todavía seis días de viaje. ¡Al diablo el Gran Transasiático y su monótono camino! El «Great-Trunk» de Nueva York a San Francisco es más animado. Al menos los «Pieles Rojas» atacan algunas veces los trenes, y la perspectiva de que le hagan a uno la autopsia en viaje, no puede menos de añadir encanto.
¡Eh! ¿Qué es esto que oigo recitar con tono de salmodia en el fondo de nuestro departamento?
«No hay hombre, cualquiera que sea la situación en que se encuentre, que no pueda impedir el comer demasiado y que no deba precaverse contra los males que causa la gula. Los que están encargados de la dirección de los negocios públicos y están, por tanto, más obligados que los otros…».
Es el doctor Tio-King leyendo en alta voz un pasaje de Cornaro, a fin de grabar mejor sus principios en la cabeza. ¡Bah! Después de todo, no hay que desdeñar este consejo que el noble veneciano da a los hombres políticos.
Esta tarde, si me atengo a lo que dice el indicador, franquearemos el Yamanyar sobre un puente de madera. Este río desciende de los macizos del O., cuya altura no baja de veinticinco mil pies ingleses, y su rapidez se aumenta por el deshielo. Alguna vez el tren marcha por entre espesos juncos, en medio de los cuales Popof afirma que los tigres son bastantes numerosos. Quisiera creerlo, pero no he visto ni uno; y en defecto de Pieles Rojas, las pieles de tigres podrían procurarnos algunas distracciones. ¡Qué suceso para un periódico y que buena fortuna para un periodista! «Terrible catástrofe. Un tren del Gran Transasiático atacado por los tigres. Zarpazos y tiros… Cincuenta víctimas. Un niño devorado a los ojos de su madre…» y todo entremezclado de puntos suspensivos.
Pero ¡no! Los tigres turcomanos no me han proporcionado esta satisfacción. Así es que les trato… ¡tengo derecho a tratarles de inofensivos gatos!
Las dos principales estaciones han sido Yanghi-Hissar, donde el tren ha parado diez minutos, y Kizil, donde se ha detenido un cuarto de hora. Allí funcionan algunos altos hornos, siendo el suelo ferruginoso, como lo indica la palabra: Kizil, es decir, rojo.
El país es fértil y esmeradamente cultivado de trigo, maíz, arroz y lino en la parte oriental. En todas partes grupos de árboles, sauces, morales. A lo lejos, campos sembrados con arte, regados por numerosos canales, y verdes praderas donde pacen rebaños de carneros; una comarca que sería mitad Normandía, mitad Provenza, si las montañas del Pamir no la limitasen al horizonte. Solamente esta porción de la Kachgaria ha sido de una manera terrible asolada por la guerra en la época en que combatía para conquistar su independencia. Estos territorios fueron ensangrentados, y a lo largo del camino de hierro el suelo está sembrado de sepulcros donde yacen las víctimas de su patriotismo. En fin, yo no he venido al Asia Central para viajar por tierra francesa. Necesito lo nuevo ¡qué diablo! lo nuevo, lo imprevisto, lo que impresiona.
Sin la menor sombra de un accidente, y en un día bastante bueno, nuestra locomotora entró en la estación de Yarkand, a las cuatro. Si Yarkand no es la capital administrativa del Turquestán Oriental, es, sin disputa, la ciudad comercial más importante de la provincia.
—Todavía dos villas unidas, dije al Mayor.
—Y esta vez, me responde el Mayor, no han sido los rusos los que han construido la nueva.
—Nueva o vieja, he añadido, temo que se parezcan a las que ya hemos visto; una muralla de tierra, algunas docenas de puertas rodeando el recinto: ni monumentos, ni edificios, y ¡los eternos bazares de Oriente!
No me equivocaba; sobraba con cuatro horas para visitar las dos Yarkand, la nueva de las cuales es llamada Yanji-Shahr. Felizmente no está prohibido a las mujeres de esta población circular por las calles bordeadas de chozas, como se practicaba en los tiempos de los dadk-wahs, o gobernadores de la provincia. Pueden proporcionarse el placer de ver y de ser vistas, y de este placer participan los faranguis, nombre con que se conoce a los extranjeros, cualquiera que sea el punto a que pertenezcan. Son muy lindas estas asiáticas, con las largas trenzas de sus cabellos, los galones de sus corpinos, sus faldas de vivos colores pintados de dibujos chinos en seda de Kothan, sus botas bordadas, de altos tacones, sus turbantes de forma coqueta, sobre aquella nube de negros cabellos y de cejas unidas por un rasgo.
Los viajeros chinos que habían bajado en Yarkand son reemplazados por otros de idéntico origen, entre ellos una veintena de coolíes, y partimos a las ocho de la noche.
La noche se emplea en franquear los trescientos cincuenta kilómetros que separan a Yarkand de Kothan. Una visita que he hecho al furgón de cabeza, me ha permitido observar que la caja continúa en el mismo sitio. Algunos ronquidos prueban que Kinko, encajonado como de costumbre, duerme tranquilamente. No le he querido despertar, y le dejo que sueñe con su adorable rumana.
Al día siguiente Popof me dice que el tren, con su paso de tren-ómnibus, ha pasado por Kargalik, punto de unión de los caminos de Kilián y de Tong. Pasada la noche estamos todavía en la altura de mil doscientos metros. Desde la estación de Guma la dirección del tren es exactamente de O. a E., siguiendo cerca del paralelo 37, el mismo que atraviesa en Europa, Sevilla, Siracusa y Atenas.
Veo un solo río de alguna importancia, el Karakash, sobre el que aparecen algunas balsas, y filas de caballos y de asnos en los vados. Corta la vía férrea a un ciento de kilómetros antes de Khotan, donde llegamos a las ocho de la mañana.
Dos horas de parada, y como esta villa puede considerarse como un boceto de las ciudades celestes, quiero tomar un rápido apunte de su aspecto.
Se diría en realidad que parece una ciudad turcomana construida por los chinos, o una ciudad crina construida por los turcomanos. Monumentos y habitantes tienen este doble carácter. Las mezquitas tienen un falso aire de pagodas, como las pagodas le tienen de mezquitas.
No me asombra, pues, que los señores Caterna, que no han querido perder la ocasión de poner el pie en tierra china, hayan quedado un tanto sorprendidos.
—Señor D. Claudio. ¿No es esta decoración a propósito para representar La toma de Pekín?
—¡Pero si aún no estamos en Pekín, querido Caterna!
—Justo, será preciso saber contentarse con poco.
—Menos de poco, como dicen los italianos.
—Si ellos dicen esto, no son ya tan necios.
En el momento que vamos a subir al vagón, veo a Popof que corre hacia mí, gritando:
—Señor Bombarnac… —¿Qué hay, Popof?
—Un empleado del telégrafo me ha preguntado si iba en el tren un corresponsal de El Siglo XX.
—¡Un empleado del telégrafo!
—Sí; y al responderle afirmativamente, me ha entregado este despacho para usted.
—¡Déme usted… déme usted!
Tomo el despacho, que esperaba desde bastantes días. ¿Es una respuesta al telegrama enviado desde Merv a mi periódico, relativamente al mandarín Yen-Lou?
Abro el despacho… Le leo… y se me cae de las manos.
He aquí su contenido:
Claudio Bombarnac, corresponsal de El Siglo XX. Khotan, Turquestán chino.
No es cuerpo mandarín que tren lleva Pekín. Es tesoro imperial, valor quince millones, enviado de Persia a China; anunciado en periódicos de París desde ocho días. Cuidad en el porvenir estar mejor informado.