XVI

La región de Kachgar es el Turquestán oriental, que va gradualmente metamorfoseándose en Turquestán ruso.

«Hasta que la Administración moscovita no ponga la mano sobre el Tíbet, o hasta que los rusos dominen en Kachkar, el Asia Central no será un gran país».

Esto, que se ha escrito en la Nouvelle Revue, está ya a medio hacer. La perforación del Pamir ha permitido unir al ferrocarril ruso al camino de hierro que cruza el Celeste Imperio de una a otra frontera. Kachgar es en la actualidad tan moscovita como china; la raza eslava y la raza amarilla codéanse allí y viven en perfecto acuerdo. ¿Cuánto tiempo durará esto? Otros, no yo, deben ver el porvenir; yo me contento con el presente.

El Gran Transasiático se muestra generoso: hasta las once no partirá. Podía, pues, ver Kachgar a mi placer, teniendo en cuenta, sin embargo, que he de perder una hora del tiempo marcado. Efectivamente: lo que no se ha hecho en la frontera, se va a hacer en Kachgar; rusos y chinos coinciden en estas formalidades vejatorias, comprobando papeles, firmando pasaportes, etc. Es el mismo registro a la vez minucioso y meticuloso, y no hay más remedio que someterse a él. No hay que olvidar la terrible y amenazadora fórmula que el funcionario del Celeste Imperio pone al final de los documentos: «Temblad y obedeced». Yo estoy dispuesto a obedecer, y compareceré ante las autoridades de la frontera. Recuerdo, además, ahora los temores manifestados por Kinko, y por él temblaré si la visita a los viajeros se hace extensiva a los equipajes y mercancías.

Antes de llegar el tren a Kachgar, el Mayor Noltitz me ha dicho: —No se imagine usted que el Turquestán chino difiere gran cosa del Turquestán ruso. Ya estamos en la tierra de las pagodas, de los juncos[4], barcos-flores, hongs[5] y torres de porcelana. También hay que observar que, lo mismo que Bukhara, Merv y Samarkanda, Kachgar es una ciudad que tiene parte vieja y parte nueva. Sucede con estas ciudades del Asia Central lo que con algunas estrellas, que no gravitan alrededor de otras.

La observación del Mayor es muy justa. No estamos ya en los tiempos de los emires, ni en los de la monarquía de Mohammed-Yakoub, en que los celestes que querían permanecer allí y que su vida fuese respetada, tenían que abjurar la religión de Budha y de Confucio y convertirse al mahometismo. ¿Qué quieren ustedes? En este fin de siglo siempre llegamos tarde, y las maravillas del cosmorama oriental, las curiosas costumbres, todas sus artísticas obras maestras, no son más que recuerdos o ruinas. Los caminos de hierro concluirán por hacer semejantes los países que recorre; y esto significará la igualdad, y acaso la fraternidad. A decir verdad, Kachgar es hoy sencillamente una estación del Gran Transasiático, el punto de enlace de los ferrocarriles rusos y chinos, y la doble cinta de hierro que cuenta cerca de tres mil kilómetros desde el Caspio a esta ciudad, y sigue desde ésta, para prolongarse otros cuatro mil más, hasta la capital del Celeste Imperio.

Voime, pues, a la doble ciudad; la nueva es Yangi-Chahr; la antigua, situada a tres millas y media, es Kachgar. He tenido ocasión de visitar entrambas, y voy a decir lo que son una y otra.

Primera observación: la antigua y la nueva hállanse rodeadas de una mala muralla de tierra, que no previene nada en su favor. Segunda observación: en vano se buscará monumento alguno, puesto que los materiales de construcción, son los mismos para las casas que para los palacios. Allí no hay más que tierra, ni siquiera tierra cocida, y no es seguramente con esa especie de ladrillo secado al sol con lo que se obtienen regularidad en las líneas, pureza en los perfiles, ni finura en la labor escultórica; la arquitectura necesita la piedra o el mármol, y esto es precisamente lo que falta en el Turquestán chino.

Un cochecillo rápidamente arrastrado nos ha conducido al Mayor y a mí a Kachgar, cuyo perímetro mide tres millas. El Kizil-Sou, es decir, el río rojo, que es más bien amarillo, como conviene a un rio chino, la enlaza en sus dos brazos, reunidos por dos puentes. Si se quieren encontrar algunas ruinas más interesantes, es necesario dirigirse a corta distancia, fuera del recinto, y allí pueden verse restos de fortificaciones, que lo mismo pueden remontarse a quinientos que a dos mil años, a gusto de los arqueólogos. Lo que es indudable es que Kachgar sufrió el terrible asalto de Tamerlán; hay que convenir en que sin los arranques del terrible Cojo, la historia del Asia Central sería extraordinariamente monótona. Bien es cierto que desde aquella época se han sucedido feroces sultanes, entre otros Ouali-Khan-Toulla, que en 1857 hizo decapitar a Schlagintweit, uno de los exploradores más eruditos y audaces del continente asiático. Dos placas de bronce de las Sociedades Geográficas de París y San Petersburgo adornan su monumento conmemorativo.

Kachgar es un importante centro mercantil, cuyo movimiento pertenece casi exclusivamente a los rusos. Sedas de Khotan, algodón, fieltro, lanas, paños, son los principales artículos, de los que se hace bastante exportación entre Tachkend y Koulja, al N. del Turquestán oriental.

Según me dice el Mayor Noltitz, aquí es donde sir Francis Trevellyan podía demostrar especialmente su mal humor. En efecto; una embajada inglesa dirigida por Chapman y Gordon de 1873 a 1874, fue enviada de Kachmir a Kachgar por Kothan y Yarkand. Esperaban los ingleses en aquella época establecer allí exclusivamente sus relaciones comerciales; pero en vez de unirse los caminos de hierro rusos a los indios, se han unido a la vía férrea china, y el resultado de esta unión ha sido tener que ceder el paso la influencia inglesa a la influencia moscovita.

La población de Kachgar es turcomana, muy mezclada con los chinos, que desempeñan de buen grado las funciones de domésticos, artesanos y buhoneros. Menos afortunados que Chapman y Gordon, el Mayor y yo no hemos podido ver Kachgar cuando los ejércitos del emir llenaban sus calles. Ya no hay aquella infantería de Djiguits, ni los Sarbaz; como tampoco existen ya los marciales cuerpos de los Taifourchis, armados y disciplinados a la china, ni los arrogantes lanceros, ni los arqueros kalmucos con sus arcos de cinco pies de altura, ni los tigres con sus escudos pintarrajeados y sus fusiles de chispa, que eran los tiradores… Todo aquel pintoresco ejército de Kachgar ha desaparecido con el emir.

A las nueve, estamos de vuelta en Yangi-Chahr. ¿Y qué es lo que vemos a lo último de una de las calles vecinas de la ciudadela? Al señor Caterna con su mujer, que están extasiados admirando una tropa de derviches músicos.

Quien dice derviche, dice mendigo, y quien dice mendigo, evoca el tipo más acabado de la miseria y de la suciedad. ¡Qué gestos hacen! ¡Qué actitudes en el manejo de la larga guitarra! ¡Qué movimiento de cadera en sus acrobáticas danzas, a las que acompañan con los cánticos de sus leyendas y de sus poesías, extraordinariamente profanas! El instinto de antiguo actor se despierta en Caterna. No puede estarse quieto: aquello es más fuerte que él. Imita, pues, aquellos gestos y aquellas actitudes, aquellos movimientos, con el ardor conque podría representar a un gaviero, y veo el momento en que él va a figurar en aquella cuadrilla de derviches aulladores. Al verme, me dice:

—¡Don Claudio!… Lo que hacen estas buenas gentes, es muy fácil. Hágame usted una opereta turkestana y me verá usted hacer el papel de derviche a las mil maravillas. Ya verá usted si entro yo en ello.

—No lo dudo, señor Caterna; pero antes debemos entrar en el restaurant de la estación, y dar el adiós a la cocina turkestana, porque pronto nos las vamos a tener que ver con la cocina china.

Mi oferta es aceptada, con tanto más placer, cuanto que, según nos hace observar el Mayor, los cocineros de Kachgar gozan de justa fama.

Efectivamente: los señores Caterna, el Mayor, el joven Pan-Chao y yo, nos hemos quedado encantados, tanto de la cantidad como de la calidad de los manjares servidos. Los platos de dulce alternan caprichosamente con los asados y fritos. Después, lo que el actor y la actriz no deberán jamás olvidar, como no olvidarán los famosos melocotones de Khodjend, y son ciertos platos de los que la embajada inglesa ha querido conservar el recuerdo, como se ve en la relación de su viaje: pies de cerdo espolvoreados de azúcar y asados en su grasa con una salsa que tiene algo de a la marinera; riñones fritos con salsa de azúcar y mezclados con buñuelos de viento.

El señor Caterna repitió dos veces de los primeros, y tres de los segundos.

—Tomo mis precauciones, nos dijo. ¡Sabe Dios lo que el jefe del dining-car nos ofrecerá en el ferrocarril de China! Desconfiemos de las aletas de tiburón, que son un poco coriáceas, y de los nidos de salanganas, que indudablemente no estarán muy frescos.

Son las diez, cuando un golpe de gong anuncia que van a empezar las formalidades policíacas. Dejamos la mesa; nos levantamos después de haber bebido el último vaso de vino de Chao-Hing. Algunos instantes después estábamos reunidos en la sala de los viajeros.

Todos mis números están presentes, exceptuando, como se comprende, a Kinko. De haber podido éste, hubiera hecho los honores al almuerzo. Allí están el doctor Tio-King con su Cornaro bajo el brazo; Fulk Ephrinell y miss Horacia Bluett, mezclando sus dientes y sus cabellos, en sentido figurado, por supuesto; sir Francis Trevellyan, inmóvil y mudo, intratable e inflado, chupando su cigarro en el umbral; el señor Faruskiar, acompañado de Ghangir. También están los viajeros rusos, turcomanos y chinos; un total de sesenta a ochenta personas. Cada cual deberá presentarse a su turno ante una mesa ocupada por dos chinos, en sus trajes habituales; uno de ellos es el funcionario, que habla constantemente el ruso, y el otro el intérprete para las lenguas alemana, francesa e inglesa. El celeste es un hombre de unos cincuenta años, de cráneo desnudo, bigote espeso, gruesa trenza a la espalda, y anteojos sobre la nariz. Lleva una falda rameada; es obeso, como conviene a las gentes distinguidas; no es simpático. Después de todo no se trata más que de una comprobación de documentos, y como los nuestros están en regla, poco importa que la cara del funcionario sea más o menos repulsiva.

—¡Qué aire tiene! —murmura la señora Caterna.

—Aire chino, responde el marido. Y, francamente, no es muy agradable.

Yo soy uno de los primeros en presentar el pasaporte visado por el cónsul de Tiflis y por las autoridades rusas de Ouzoun-Ada. El funcionario le examina atentamente. Con los procedimientos de la administración china, es preciso estar siempre prevenido. Sin embargo, de aquel examen no resulta dificultad alguna, y el sello del dragón verde me dice: bueno para partir.

El mismo resultado obtienen el del cómico y el de su mujer; lo que hay que ver es la cara que pone el señor Caterna mientras le están examinando los papeles. Toma la misma actitud que el acusado sentado en el banquillo, que trata de enternecer a sus jueces. Pone unos ojos tan lastimosos, dibuja una sonrisa tan especial, que parece implorar perdón, aunque el chino más escrupuloso no hubiera podido hacerle la menor observación.

—Está bien, dice el intérprete.

—Gracias, príncipe, responde el señor Caterna con el acento de un píllete parisién.

En lo que concierne a Fulk Ephrinell y miss Horacia, pasan como una carta por el correo. Si un corredor americano y una corredora inglesa no tienen sus documentos corrientes, ¿quién los va a tener? John Bull es más conocido que las ratas.

Otros viajeros rusos y turcomanos sufren la prueba sin que haya materia de oposición. Tanto los de primera como los de segunda clase, están en las condiciones exigidas por la administración china, que por cada visto bueno percibe un derecho muy elevado, pagadero en rublos, taels o sapaques.

Entre estos viajeros observo a un clérigo de los Estados Unidos, un clergyman, de unos cincuenta años, que se dirige a Pekín: el reverendo Nataniel Morse, de Boston, uno de esos corredores de Biblias, uno de esos misioneros yankees, clérigos injertos en negociantes.

Por lo que pueda pasar, le apunto en mi cartera con el número 13.

La comprobación de los documentos del joven Pan-Chao y del doctor Tio-King tampoco ofrece dificultad, y cambian entre sí diez mil buenos días, de los más amables, con el representante de la autoridad china.

Cuando le tocó el turno al Mayor Noltitz, se produjo un ligero incidente. Sir Francis Trevellyan, que habíase presentado al mismo tiempo que el Mayor, no pareció dispuesto a cederle el sitio. Sin embargo, todo se quedó reducido a miradas altaneras y provocadoras. El gentleman ni siquiera se ha tomado el trabajo de abrir la boca. Está escrito que yo no he de oír el metal de su voz… El ruso y el inglés reciben, sus pasaportes visados… Y negocio concluido.

Llegan después a la presencia del funcionario el señor Faruskiar, seguido de Ghangir. El de la mesa le mira al través de sus anteojos con mucha atención. El Mayor y yo lo observamos. ¡Cómo aguantará él este examen! ¿Acaso habremos acertado?

Mas ¡cuál no será nuestra estupefacción ante la escena que se produce al momento! Después de haber el funcionario echado una ojeada sobre los papeles que le presenta Ghangir, se levanta, se inclina respetuosamente ante el señor Faruskiar, y dice:

—Tenga la dignación de recibir mis diez mil respetos el señor Administrador del Gran Transasiático.

¡El Administrador! ¡El señor Faruskiar! Todo se explica. Durante nuestro trayecto por el Turquestán ruso le ha convenido guardar el incógnito, como hace un gran personaje en país extranjero. Mas ahora, ya en territorio chino, no se recata de recobrar el rango que le pertenece, con todos los honores correspondientes. ¡Y pensar que yo, aunque en broma, le atribuí el papel del pirata Ki-Tsang, y que el Mayor Noltitz se pasaba el tiempo espiándole! En fin… Ya tengo lo que quería, un personaje, y va en nuestro tren… Trabaré amistad con él, cultivando esta amistad, como el que cultiva una planta extraña; y puesto que habla el ruso, le sujetaré a una interview.

¡Bien! Héme aquí ya sin saber qué pensar, hasta el punto que sólo se me ocurre encogerme de hombros cuando el Mayor murmura a mi oído:

—Después de todo, acaso sea uno de los antiguos capitanes de ladrones con los que ha tratado la Compañía para lograr sus buenos oficios. —Vamos, señor Mayor; tengamos formalidad.

La inspección de viajeros está para terminar, y ya van a abrir las puertas, cuando aparece el barón Weissschnitzerdörfer, muy inquieto, muy azorado, muy anheloso, y preso de una febril agitación. ¿Por qué se mueve? ¿Por qué se sacude? ¿Por qué se baja? ¿Por qué se levanta? ¿Por qué mira en torno suyo, como una persona que ha perdido algo de mucho interés?

—¿Y vuestros papeles? —le pregunta el intérprete en alemán.

—Estoy buscándolos, responde el barón; pero no les encuentro… estaban en mi cartera.

Registra en los bolsillos del pantalón, del chaleco, de la chaqueta y le la hopalanda: veinte bolsillos lo menos, pero no encuentra nada.

—¡Despachemos! ¡Despachemos! —repite el intérprete. El tren no esperará.

—¡Me opongo a que parta sin mí! —exclama el barón… Estos papeles… Se me indemnizará.

En este momento un gong lanza sus ecos al interior de la estación, .a partida va a efectuarse antes de cinco minutos; y el infortunado teutón grita:

—¡Esperad! ¡Esperad! ¡Donner vetter! Bien se puede esperar algunos minutos, en atención a un hombre que da la vuelta al mundo en treinta y nueve días.

—El Gran Transasiático no espera, responde el intérprete.

Sin preocuparnos más de él, el Mayor Noltitz y yo nos dirigimos al andén, mientras el barón continúa vociferando delante de la impasible autoridad china. Examino el tren y veo que su composición ha sido modificada, en razón de ser menos numerosos los viajeros entre Kachgar y Pekín. En vez de doce carruajes, no hay más que diez, en el orden siguiente: locomotora y ténder, furgón de cabeza, dos vagones de primera clase, vagón-restaurant, dos vagones de segunda, el que conduce el cuerpo del mandarín, y el furgón de cola. Las locomotoras rusas que nos han conducido desde Ouzoun-Ada, van a ser reemplazadas por locomotoras chinas, calentadas, no con nafta, sino con esa hulla de la que existen considerables yacimientos en el Turquestán, y depósitos en las principales estaciones de la línea.

Mi primer cuidado es dirigirme al furgón de la cabeza del tren. Precisamente unos empleados de la aduana se disponen a visitarle, y yo tiemblo por Kinko.

Es cierto que el fraude no ha sido descubierto, porque la nueva hubiera causado gran ruido; pero ¿la caja ha sido respetada? ¿La han colocado en otro sitio? ¿No han podido poner lo de abajo arriba y lo de arriba abajo? En este caso Kinko no podría salir, lo que sería una complicación…

En este momento los agentes chinos salen del furgón cerrando la puerta, y no puedo arrojar una mirada al interior. Lo esencial es que Kinko no haya sido cogido en flagrante delito. En cuanto sea posible me introduciré en el furgón, y, como se dice entre los banqueros, «comprobaré el estado de la caja».

Antes de regresar a nuestro vagón, el Mayor Noltitz me suplica le siga a la cola del tren.

La escena de que somos entonces testigos, no carece de interés. Se trata de la entrega de los restos del mandarín Yen-Lou, hecha por la guardia persa a una escuadra de esos soldados del Estandarte Verde, que forman el cuerpo de la gendarmería china. El difunto va a pasar a la custodia de unos veinte celestes, que ocuparán el vagón de segunda clase que precede al furgón funerario. Van armados de revólvers y fusiles, y mandados por un oficial.

—Vamos, digo al Mayor: indudablemente ese mandarín es un gran personaje, puesto que el Hijo del Cielo le envía una guardia de honor…

—O defensiva, responde el Mayor.

El señor Faruskiar y Ghangir han asistido a esta operación, lo que no tiene nada de extraño. ¿No tiene el Administrador el deber de vigilar al ilustre difunto confiado a los agentes del Gran Transasiático?

Suenan los últimos golpes de gong. Cada cual se apresura a entrar en su departamento.

¿Qué le ha sucedido al barón?

Helé aquí que llega al andén precipitadamente. Ha encontrado sus papeles en el fondo de su bolsillo diecinueve. Se los han visado… Ya era tiempo.

—¡Viajeros para Pekín, al tren! —grita Popof con voz sonora. El tren se mueve… Parte… Ya está en marcha.